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Función metalingüística, cuando el discurso se centra sobre el mismo código lingüístico. Función poética, por último, cuando la comunicación se cen...

Función metalingüística, cuando el discurso se centra sobre el mismo código lingüístico. Función poética, por último, cuando la comunicación se centra sobre el mensaje mismo. No hace falta ser muy perspicaz para advertir que algunos sectores de la crítica contemporánea proclaman (hasta límites, quizá, excesivos, en algunos casos) la reducción de lo literario a lo lingüístico. Aunque el fundamento sea lógico, las consecuencias pueden ser peligrosas, pues se corre el riesgo de que queden fuera, entonces, muchos valores espirituales, históricos, ideológicos..., humanos, en definitiva, que también forman parte, y de modo bien importante, de la obra literaria. Recordemos, en todo caso, un testimonio ya clásico: cuando Leo Spitzer titula uno de sus libros Lingüística e historia literaria es porque «quiere sugerir la unidad esencial de estas dos cosas». Junto a tanto teórico, oigamos ya a un poeta. En un libro magistral, Jorge Guillén proclama que «poema es lenguaje. No nos convencería esta proposición al revés. Si el valor estético es inherente a todo lenguaje, no siempre el lenguaje se organiza como poema. ¿Qué hará el artista para convertir las palabras de nuestras conversaciones en un material tan propicio y genuino como lo es el hierro o el mármol a su escultor?». He ahí, planteada con toda sencillez, una cuestión verdaderamente ardua. Quizá de ahí deriven casi todos los problemas teóricos: la literatura no posee un medio propio, sino que, como ha subrayado varias veces Francisco Ayala, ha de utilizar un instrumento cotidiano y significativo que tiene, obviamente, otros usos. Esa es la tarea del escritor, tal como la ve Lawrence Durrell: «¡El lenguaje! ¿En qué consiste la ímproba tarea del escritor sino en una lucha por utilizar con la mayor precisión posible un medio expresivo que reconoce como absolutamente fugitivo 0 incierto?». Claro que, para aceptar esto, hay que admitir un concepto del lenguaje literario que rebasa con mucho los esquematismos del léxico o la sintaxis. Habría que hablar de la forma, en un amplio sentido, que constituye y concreta la obra literaria. Los artistas son muy conscientes a su modo, quizá arbitrario y desordenado, de este problema básico. Cuando Hemingway recuerda su aprendizaje de escritor, no nos habla de la elección de un adjetivo hermoso, pero sí afirma: «Cada día seguía trabajando hasta que una cosa tomaba forma, y siempre me interrumpía cuando veía claro lo que tenía que seguir». Si se prefiere una terminología neoescolástica, diremos, con Stanislas Fumet, que la obra literaria es una encarnación, y eso se traduce no sólo en el lenguaje, entendido en el sentido habitual y limitado, sino también en el tono, la perspectiva, los procedimientos que individualizan la expresión de una vivencia (Carlos Bousoño), la vieja o nueva retórica... En la novela contemporánea, por ejemplo, podemos decir que, hoy, no es el tema el problema fundamental que suele plantearse el novelista al comenzar a trabajar. Ni la forma, entendida como puro estilo, lenguaje más o menos culto o popular. Sí lo es la forma en sentido amplio, como principio configurador de toda la obra: tono y planteamiento estructural, de la arquitectura o composición. Y, quizá sobre todo, elección de una perspectiva para narrar, de un punto de vista desde el cual se enfocará el relato. Con la sencillez del gran creador, nos lo dice Marcel Proust: «El estilo, para el escritor lo mismo que para el pintor, no es una cuestión de técnica, sino de visión». Por muy obvia que sea la observación, no debemos prescindir de ella antes de repensarla un poco: la obra literaria —novela, poesía, drama, ensayo...— es la creación de un hombre. Por ser una obra humana, es ambigua, compleja, se presta a diversas y complementarias interpretaciones. Por suerte o por desgracia, no es como un teorema matemático, en el que dos y dos suman siempre cuatro, sin ningún género de dudas. Sin mitificar demasiado al creador, pensemos que, como cualquier hombre, vuelca en su trabajo su experiencia vital, su capacidad y sus limitaciones; sus ideas, sentimientos, inquietudes, frustraciones, afanes, sueños... Además, mediante muy sutiles mediaciones, la obra refleja el ambiente espiritual de la época, algunos de los problemas que entonces se planteaban y de las visiones del mundo que estaban vigentes. Por eso se suele decir que lo característico de la obra maestra literaria es sobrevivir a la ruina de la ideología y de la circunstancia en que nació; es decir, su capacidad de resistir el paso del tiempo, de ser apreciada en épocas y lugares muy alejados del suyo originario. En cuanto creación humana, la literatura es un fenómeno histórico. Eso no es contradictorio con el hecho —que acabamos de ver—de que la obra lograda resista con éxito la erosión producida por la temporalidad. La obra literaria no es una cosa sino un ser vivo. Se ha llegado a decir que la caracteriza esa capacidad que le permite ser otra, modificarse con el paso del tiempo. Según todo esto, la literatura forma parte, en cierta medida, de la historia general del espíritu humano, expresa la visión del mundo de su autor y de su época, roza con la historia de la filosofía y la historia del arte, es un producto sociológico, nos ofrece la cristalización de mitos colectivos... Y todos estos aspectos, desde luego, no los podremos examinar con detalle, pero tampoco será posible desatenderlos por completo. El mismo punto de partida puede servirnos, quizá, para plantear adecuadamente un difícil problema: ¿es racional la literatura? Como obra humana, sólo en parte. Ante todo, la literatura refleja y expresa la quiebra del racionalismo y su sustitución por un vitalismo que, manifestándose en formas diversas, es una de las claves esenciales de nuestro siglo. Recordemos unas pocas frases significativas. Para Ortega, «la razón pura no puede reemplazar a la vida». Unamuno proclama: «No acepto la razón. Me rebelo contra ella. Todo lo vital es irracional». Y D. H. Lawrence: «En cuanto a mí, yo sé que la vida, la vida sola es la clave del universo... Todo lo demás es secundario». Papini ha anunciado el crepúsculo de los filósofos, para acabar declarando con suficiencia: «Licencio la razón». Y Julio Cortázar, por medio de un personaje que le sirve de portavoz: «No cree Persio que lo que esté sucediendo sea racionalizable; no lo cree así». Téngase en cuenta que el vitalismo de todas estas frases no es ingenuo y elemental, sino que proceden de grandes intelectuales: ellos son los que pueden sentir con más profundidad ese ideal. en la creación literaria: su ambigüedad (Empson) o plurivalencia; el estar abierta, por definición, a una pluralidad de lecturas. rdadera intención, su motivación autobiográfica, o intentando dar un valor universal a lo que nació a partir de un estímulo mucho más limitado. Cualquiera de nosotros podría citar fácilmente ejemplos. Otras veces, el escritor, con la mejor voluntad del mundo, se equivoca, interpreta parcial o erróneamente su propia creación. Lo mismo le puede suceder al crítico, por supuesto, pero éste tiene la ventaja y el inconveniente, a la vez, de una mayor distancia con relación a la obra. Y, en cualquier caso, todos conocemos ya, a partir de Freud, el enorme papel que desempeña el inconsciente en toda creación artística. Así, pues, las declaraciones de los autores sobre sus obras convendrá tomarlas como un elemento de información sobre ellas, uno más, y no darles valor absoluto. Volvamos a los ejemplos anteriores: si cada hombre y cada generación ven en El Quijote y en Hamlet algo parcialmente distinto, ¿cuál es la auténtica realidad de estas obras, que han dado lugar a torrentes de bibliografía, en gran medida contradictoria? ¿Será solamente lo que quería decir su autor? No, desde luego, sino la suma de todo lo que los lectores (pasados, presentes y futuros) encuentran en ellas. Lo esencial es que los nuevos elementos que se descubran estén efectivamente en el libro, con independencia de lo que pensaron su autor o sus lectores anteriores, y no sea invención, sin fundamento real, de un lector imaginativo. A través de los teóricos anglosajones y de los novelistas hispanoamericanos se ha difundido últimamente mucho, en nuestro país, la idea de que conviene distinguir, en la obra literaria valiosa, varios niveles de significación. Por supuesto. Por eso pueden disfrutar con la misma obra personas de condiciones

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

Literatura Avancemos Universidad De IbagueAvancemos Universidad De Ibague

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