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Enunciemos una pequeña conclusión provisional: la correspondencia entre lo lírico y lo pictórico no debe ser recusada a priori—, el problema será, ...

Enunciemos una pequeña conclusión provisional: la correspondencia entre lo lírico y lo pictórico no debe ser recusada a priori—, el problema será, como señaló certeramente Guillermo de Torre, intentar superar la pura comparación exterior para adentrarse en la estructura y en el espíritu del arte que se toma como eje, alcanzando así sustantividad estética. Por supuesto, en muchos casos esto no llega a suceder, pero eso no debe bastar para descalificar por principio cualquier intento. Si la poesía se ha inspirado con frecuencia en cuadros, esculturas o composiciones musicales, no menos real es el caso contrario: la pintura o música que tienen temas literarios. ¿Cómo comprender a Schubert o Schumann al margen de la letra de los lieder que eligen; a Wagner o Strauss sin tener en cuenta a Nietzsche y Schopenhauer; a Mahler al margen, entre otras cosas, de la poesía china? En nuestro país, los trabajos de Federico Sopeña y Enrique Franco muestran bien esta unión de música y literatura. Por otra parte, dentro de la historia del arte ha surgido un movimiento de sumo interés (citemos sólo el nombre de Panofsky) que estudia el sentido conceptual y simbólico de las obras de arte, su «iconología», relacionándolas también con la literatura. Muchos efectos literarios no sólo recuerdan sino que, probablemente, están inspirados en la pintura contemporánea. Así, el tipo de descripción de Pereda hay que relacionarlo con los paisajes decimonónicos (Montesinos), y Galdós se ve influido por los grandes cuadros de tema histórico (Hinterhauser), lo mismo que Pedro Antonio de Alarcón (Baquero Goyanes). Otro tipo de cuestiones es el que se plantean al preguntarse por los efectos musicales. Por supuesto, la poesía puede utilizar sistemáticamente una serie de recursos (rima, aliteraciones...) que permiten ese acercamiento. En un estudio clásico, Dámaso Alonso ha señalado el valor musical de versos como éstos de Garcilaso: en el silencio sólo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba. O el valor significativo y musical, a la vez, de San Juan de la Cruz: uno no sé qué que quedan balbuciendo. En esta línea, recordamos lo que significan las series rítmicas del Romanticismo. Por ejemplo, las que hallamos al final de El estudiante de Salamanca, de Espronceda, disminuyendo progresivamente la longitud de los versos, con la variación de ritmo que eso trae consigo. Hemos visto la sucesión de versos de cinco, cuatro, tres y dos sílabas, hasta llegar al mínimo posible en nuestra métrica: un verso, «son», de una sola sílaba, equivalente a dos sílabas métricas. El ritmo contrario, de versos cada vez más largos, nos lo ofrece, por ejemplo, Gertrudis Gómez de Avellaneda en su poema «La noche de insomnio y el alba». Veamos sólo el comienzo: Noche triste viste ya, aire, cielo, suelo, mar. Mirando del mundo profundo solaz, esparcen los sueños beleños de paz. Y se gozan en letargo... Como se ve, se va pasando de la medida inicial de dos sílabas a tres, cuatro, etc., hasta llegar, al final del poema, a versos de dieciséis sílabas. Así, toda la composición responde al principio musical del «crescendo». Para subrayar el clima musical romántico, el subtítulo del poema es «Fantasía». Por supuesto, todo poema debe leerse en voz alta, pero éstas series rítmicas, más aún, de modo inexcusable. Viendo su disposición gráfica y oyendo su musicalidad, no resulta difícil imaginar las manos del pianista sobre el teclado, haciendo «estudios» (los de Chopin o Listz, por ejemplo) en los que el virtuosismo sea la cara más patente del hondo sentimiento. Un poco después, la poesía de Verlaine basa su poder de sugestión en los efectos musicales: rima evocadora, aliteraciones, verso impar, sintaxis emocional que parece transcribir las inflexiones de la voz... En su Arte poética proclama como principio tajante: «De la musique avant toute chose». Y lo lleva a la práctica con resultados musicalmente tan espectaculares como éste: Les sanglots longs Des violons De l'automne Blessent mon coeur D'une langueur Monotone. Tout suffocant Et bléme, quand Sonne l'heure Je me souviens Des jours anciens Et je pleure, Et je m'en vais Au vent mauvais Qui m'emporte Deça, delá Pareil á la Feuille morte. Aquí, por supuesto, los efectos musicales están expresando por sí mismos, además del significado de las frases, la melancolía del poeta. No hace falta insistir en que el Modernismo realiza una revolución métrica (versos, estrofas, ritmos) que significa, ante todo, potenciar y multiplicar los efectos musicales. Recordemos, simplemente, el ritmo nuevo del famoso verso de Rubén: ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! ¡Oh, Sor María! Y el virtuosismo rítmico, con «crecendo» y «ritardando», de un fragmento de la Marcha triunfal: Ya pasa los arcos ornados de blancas Minervas y Martes. Los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas, la gloria solemne de los estandartes, llevados por manos robustas de heroicos atletas. Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros, los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra, los cascos que hieren la tierra y los timbaleros, que el paso acompasan con ritmos marciales. ¡Tal pasan los fieros guerreros debajo los arcos triunfales! Pasando a otro punto, al establecer paralelismos entre la literatura y bellas artes cabe limitarse a las impresiones semejantes que producen en un buen aficionado: así, un poema de John Donne evocará en mi ánimo, seguramente, el mundo de los madrigalistas ingleses. Del mismo modo, los sainetes de don Ramón de la Cruz parecen pertenecer al mismo clima espiritual y estético de los cartones para tapices de Goya y de las tonadillas escénicas. El problema surge cuando no queremos quedarnos en la pura impresión subjetiva, sino que deseamos profundizar y concretar más. Cabe, entonces, atender a las intenciones y teorías estéticas de los artistas. Sin embargo, el procedimiento sigue siendo arriesgado: muchas veces, la intención no corresponde al resultado, y el gran artista desbarra cuando intenta extraer una teoría de su creación. Con frecuencia, además, el desarrollo estilístico de las distintas artes no coincide en su cronología. Pensemos, como ejemplo gráfico, que los autores tenidos habitualmente por «clásicos», en música, son los románticos: Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin, Brahms... Es posible, entonces, establecer comparaciones entre las artes a base de su común fondo social y cultural, refiriéndose al «espíritu de la época». No cabe olvidar, sin embargo, que estaremos recurriendo, en ese caso, a una vía indirecta y externa, en vez del análisis de las obras de arte concretas, con sus singularidades formales y de contenido. Llegados a este punto, parece necesario volver a referirse al problema de los estilos, y, en concreto, a la teoría de Wólfflin, uno de los estudios capitales que ha producido la historia del arte en nuestro siglo. Distingue este crítico el arte renacentista del barroco mediante una serie de parejas de contrarios: el arte renacentista es lineal, mientras que el barroco es pict

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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