tiene ya movida, desde que nace, su propia guerra. El hecho de escribir no es un pecado solitario, sino el intento de lanzar un puente hacia los de...
tiene ya movida, desde que nace, su propia guerra. El hecho de escribir no es un pecado solitario, sino el intento de lanzar un puente hacia los demás. Como expresa muy certeramente julio Cortázar, el escritor tiene conciencia de escribir para, de que su acto creador no se agota en sí mismo. Cada página que escribes se parece a una carta dirigida a alguien, que no es —ciertamente— el profesor inglés o americano que nos hará una reseña, buena o mala. A la vez, respetemos, con Rafael Alberti, a ese escritor que nos habla del otoño, de ese otoño que es suyo y, gracias a él, también es nuestro: ¿Cómo no hablar, y mucho, y con nostalgia si ya pronto va a entrar en el invierno? Carlos III que condenaba a muerte al duelista. Del mismo modo, la Raquel, de García de la Huerta, según la interpretación de René Andioc, no es sólo una tragedia neoclásica, sino también la expresión ideológica de los adversarios aristocráticos del absolutismo borbónico, que trataron de derribar a Esquilache. Los ejemplos podrían multiplicarse, por supuesto, en el ámbito de nuestra literatura ilustrada. Parece claro que estos son, en principio, «asuntos ajenos a la literatura», pero que, en estos casos concretos, han quedado incorporados como materia estética. Según eso, me parece, lo que importaría, en definitiva, no es hablar de pureza o ancilaridad, sino n de Madrid»: «¿Y no teme usted quemarse? En algo hay que arder, oiga: en la literatura, en el sexo, en el periodismo, en lo que sea». Pero dejemos esta discusión hipotética e inacabable. Como apunta sabiamente René Wellek, no se debe tratar de analizar la pureza de una obra literaria descomponiéndola en elementos inconexos, sino de ver cómo se componen y qué función estética cumplen. En su conocido manual, Welleky Warren establecen una precisión muy razonable: «En su celo reformador, ciertos defensores pretéritos de la
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