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puede llegar a los televisores de millones de personas en muy pocas horas; así, las presuntas novedades, si no son más que eso, se queman mucho más...

puede llegar a los televisores de millones de personas en muy pocas horas; así, las presuntas novedades, si no son más que eso, se queman mucho más rápidamente, y la sociedad de consumo impone como hecho necesario (y programado) la rápida variación de las modas. Incluso, como ha subrayado con su habitual agudeza Juan Cueto Alas, estamos asistiendo a un fenómeno de comunicación verdaderamente nuevo: el cúmulo de información puede ser tal que estemos fatigados de un fenómeno cultural antes de que nos llegue. No es raro que conozcamos varias «lecturas» sociológicas, politizadas o semiológicas de Superman antes de que la película llegue a nuestras pantallas; del mismo modo, los cinéfilos de todo el mundo siguen con emoción el frustrado «romance» de Woody Allen con Diane Keaton antes de poder ver su expresión en Manhattan. Volvamos a la literatura, para señalar otro punto importante. Dos tentaciones —normalmente unidas— han acechado frecuentemente a la teoría de los períodos: atribuirles un valor normativo y establecer una tipología de ciclos reiterados. Para Cazamian, por ejemplo, las tendencias «clásicas» y las «románticas» se suceden a lo largo de la historia con ritmo alternante. Es algo semejante a lo que propuso Eugenio d'Ors a propósito de lo clásico y lo barroco, descritos con gran agudeza en sus casi infinitas modalidades históricas. Lo malo es que d'Ors (como tantos otros, en ocasión semejante) no se limitaba a describir, sino que atribuía a esta distinción un valor ético: lo bueno y lo malo. Eso, por supuesto, parece hoy difícilmente admisible. La teoría de los ciclos recurrentes, a lo Vico, ha sido renovada desde multitud de puntos de vista; no son raras, en este terreno, las metáforas naturalistas. Por citar sólo un ejemplo de esta actitud, De Vries distingue cuatro períodos: primaveral, estival, otoñal e invernal. En los dos primeros predomina la razón; en los otros dos, la pasión. El poeta resulta ser el instrumento que transmite la voz de su pueblo, en un determinado período; la creación, como una persona. Cada uno de estos períodos dura unos doscientos años. En las naciones europeas, habrá que distinguir la infancia, el despertar, la emancipación (el Renacimiento), el período social (siglo XVII), la madurez (Romanticismo) y el período profesional (siglo XX). No hace falta casi decir que estos símiles biológicos están hoy bastante desacreditados. Algo distinta es la tendencia a enlazar todo esto con la teoría de las generaciones. Wechsler, por ejemplo, intenta enlazar al individuo, a la obra literaria concreta, con el espíritu general de la época. De vez en cuando —afirma— surge un «espíritu juvenil», una nueva «comunidad juvenil» que enlaza espiritualmente a muchos individuos, por encima de las fronteras geográficas. (A diferencia de las generaciones, esto sucede a trechos muy desiguales, imprevisibles.) De este modo, toda la historia del espíritu humano (y de la creación literaria) se puede entender como la historia de la oposición entre lo antiguo y lo nuevo. No cabe ocultar que las dificultades mayores a la periodización las crean los genios. En efecto, mientras los autores mediocres pueden encajar a la perfección en las características generales y el espíritu de la época, los más grandes, además de expresar su momento histórico, imponen una visión individual que se resiste a los casilleros. Por supuesto, Shakespeare es explicable, sociológicamente hablando, por la época y el teatro isabelino; pero, además, hay una parte de genialidad individual que desborda, me parece, los esquemas sociológicos. Todos estos problemas se pueden apreciar en el caso concreto de la literatura española. Si abrimos los manuales de uso habitual, o la bibliografía de Simón Díaz, observaremos una coincidencia básica en ciertos puntos fundamentales. Por supuesto que la investigación científica y nuestros propios puntos de vista personales pueden tratar de perfilarlos con más acierto, pero, a efectos puramente didácticos, no cabe, me parece, eludir su utilización. Con esta finalidad, tan limitada, los signos son un elemento importante. Todo estudio histórico de la literatura española distinguirá, lógicamente, una época de orígenes en los distintos géneros. Dentro de la literatura medieval, poseen caracteres claramente diferentes el siglo XIII (con la creencia total de Berceo, por ejemplo), el XIV (con la prosa narrativa, dirigida, como el libro de Juan Ruiz, a un nuevo tipo de público) y el XV, con la influencia italiana y el Pre—Renacimiento. Parece evidente que los Siglos de Oro constituyen una unidad claramente diferenciada. La denominación es discutible, por supuesto, empleada en singular (no corresponde a la duración real) o en plural (alguien la podría interpretar con excesivo triunfalismo). No me parece que se resuelvan muchos problemas sustituyéndola —como se ha hecho hace poco— por la de «Edad Conflictiva», en término tomado de Américo Castro. Dentro de eso, será conveniente distinguir el siglo XVI, o Renacimiento, y el XVII, o Barroco. Hoy es cada vez más frecuente estudiar los rasgos peculiares de la etapa manierista. También es habitual y resulta útil la división del siglo XVII en dos períodos: las dos mitades, correspondientes a los reinados de los leyes Católicos y Carlos V, la primera, y a Felipe II, la segunda. En efecto, las dos poseen unas tonalidades vitales distintas (Renacimiento abierto a Europa y Contrarreforma) que se manifiestan claramente en la literatura: pensemos, por ejemplo, en la diferencia —aunque existan vínculos entre ellas, por supuesto —entre la poesía de Garcilaso y la de los místicos. El siglo XVIII constituye una unidad que hoy vemos muy clara y dotada de un gran interés histórico, tanto o más estrictamente literario. El cambio de la dinastía austríaca a la borbónica no es, ciertamente, un acontecimiento baladí, sino que va acompañado de toda una orientación nueva de la vida española (y de la literatura). Dentro de eso, más discutible es la distinción de períodos, como veremos luego, al ocuparnos de los estilos. Lo que sí parece evidente es que el siglo XVIII no concluye con el último año de la centuria. Un estudio sobre el teatro en esta época, por ejemplo, se centra, según su título, en los años 1780—1820. Casi unánimemente se admite hoy que el siglo se prolonga, por lo menos, hasta la Guerra de la Independencia, a la que, por muchos motivos, se suele calificar ya de «guerra romántica». En literatura, parece claro que el Romanticismo llega a España con retraso. Contribuyen de modo importante a su venida, como ha estudiado Vicente Lloréns, los liberales que habían sido desterrados por el absolutismo. De todos modos, está claro que el siglo XIX se divide en dos grandes períodos: el Romanticismo, en su primera mitad, y el Realismo, en la segunda. Y la época de mayor florecimiento del drama romántico es la década de 1834 (La conjuración de Venecia) a 1844 (Don Juan Tenorio). Eso no obsta para que una raíz profundamente romántica siga viva en la segunda mitad del siglo y produzca frutos tan logrados estéticamente como las Rimas de Bécquer y En las orillas del Sar, de Rosalía de Castro. Después de una etapa de transición al Realismo, tradicionalmente se hace comenzar la etapa realista propiamente dicha con La gaviota (1849), de Fernán Caballero. Parece simbólico que esta fecha casi coincida con la mitad del siglo. Dentro de eso, por supuesto, la literatura realista alcanzará especial desarrollo en los años posteriores a la revolución del 68, expresando la crisis de la conciencia nacional y los nuevos problemas que entonces se plantean de modo generalizado. En las últimas décadas del siglo, el Realismo se mezcla con la influencia del Naturalismo y con las nuevas tendencias espirituales, impresionistas, simbolistas... Recuérdese, por ejemplo, la considerable distancia que separa, desde la obra de la Pardo Bazán, a Los Pazos de Ulloa y Madre Naturaleza de La Quimera y La sirena negra. Es frecuente leer que el siglo XIX se prolonga hasta 1914, con el comienzo de la guerra europea. Sin embargo, en el terreno de la literatura española, las cosas se han de

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