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No parece muy útil, en general, usar los períodos en forma tipológica, como ciclos recurrentes; ni, mucho menos, atribuirles un valor normativo. No...

No parece muy útil, en general, usar los períodos en forma tipológica, como ciclos recurrentes; ni, mucho menos, atribuirles un valor normativo. No hay que tomarlos como sistemas rígidos, parecidos a casilleros, sino, como afirma Marx Wehrli, como conceptos móviles, «a través de los cuales, los distintos rasgos estilísticos individuales se retienen sólo en sus relaciones, interdependencias y cambios». Deben servirnos para comprender, a la vez, la variación y la continuidad, evitando la tentación del adanismo. Sobre todo, la periodización es una necesidad pedagógica. Todas las etiquetas son imperfectas para reflejar la complejidad de los fenómenos vitales, pero no quiere decir que ignoremos su —relativa— utilidad. Profundizando un poco en el conocimiento de cualquier época, de cualquier autor, las diferencias o definiciones tajantes de los períodos se desdibujan y surgen mil problemas nuevos. Sin embargo, para aprender o enseñar literatura puede ser útil recurrir a los períodos como términos de referencia y ordenación mental —nada más, probablemente. Los períodos literarios, en definitiva, son instrumentos. Tratemos de elegir los más útiles, los más adecuados para la función que tienen que realizar, pero no desorbitemos las cosas, tomando como fines en sí mismos los que son, simplemente, medios de entenderse, de orientarse a primera vista, de aprender o enseñar. Un libro de poemas o una hermosa novela posee un tipo de realidad muy distinta de esas nociones abstractas que llamamos «Renacimiento», «Ilustración», «Romanticismo», «Realismo» o «generación del noventa y ocho». Sin embargo, estos son términos que han surgido históricamente y tienen, por eso, su justificación, mayor o menor. Muy sensato será, en este tema, tratar de bajar continuamente del plano abstracto de las características generales al de los fenómenos literarios concretos. Quiero recordar, en fin, el criterio de Raimundo Lida, que me parece de la mayor sensatez: en la idea de período hay algo de ficción convencional, pero necesaria. Las divisiones en períodos no son naturales. Lo que se presenta directamente al observador (y al historiador) es un fluir de sucesos, obras, fechas. Sí suelen ser claras, dentro de eso, las culminaciones de los procesos. No es fácil, en cambio, deslindarlos en la vaga zona en que el proceso se inicia o se termina. (Y, en cierto sentido, ¿qué etapa o momento no es «de transición»?) Es fácil y habitual concebir la historia de forma dualista (incluso maniquea, a veces), como una sucesión de fenómenos opuestos: clasicismo frente a barroco o romanticismo, finesse frente a géometrie, etc. Pero hay que intentar respetar la complejidad de los hechos históricos. Los períodos son recursos puramente secundarios y provisionales, simples líneas de referencia que ayudan a situar a los artistas y sus obras, y que deben borrarse, una vez cumplido su modesto papel auxiliar. En definitiva, las clasificaciones y las estadísticas valen para lo que en literatura es término medio; es decir, aquello que interesa principalmente al sociólogo. Pero no valen para lo singular y admirable: lo que en primer lugar preocupa y debe seguir preocupando al historiador del arte. Y, por supuesto, lo único que interesa al lector que busca disfrutar, o al autor, como Virginia Woolf, que quisiera «aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida». LOS ESTILOS El problema de los estilos no es exclusivo de la periodización literaria sino que pertenece, en general, a la historia del arte y debe ser enfocado con esta perspectiva amplia. Partiendo, como hoy es habitual, de que el arte es una manifestación del hombre histórico, concreto, con su concepción del mundo, se puede adoptar —ya lo hemos visto— una actitud predominantemente formalista o espiritualista. Para Wölfflin, dentro de la primera, el cambio de estilo se explica por una doble razón, la formal (el cansancio, la renovación necesaria) y la espiritual; incluso para esta tendencia, las formas artísticas son símbolos materiales de los sentimientos que en cada momento le parecen al hombre más valiosos. No digamos para la dirección espiritualista, que considera que la religión, la filosofía y el arte son aspectos inseparables de una misma realidad cultural. Según eso, las causas de la aparición de los nuevos estilos, para Max Dvorak, han de buscarse en nuevas actitudes ante Dios y el mundo. Aplicándolo a la literatura parece claro que el idealismo de la novela pastoril sólo se puede comprender situándolo en el ambiente espiritual del neoplatonismo renacentista. En todo caso, si, al estudiar el sentido íntimo de cada obra de arte, queremos evitar la atomización de considerarla como algo absolutamente insular, se nos plantea como inevitable el problema de los estilos. En nuestro país, es preciso recordar, sobre este tema, el discurso de ingreso de Eugenio d'Ors en la Academia de Bellas Artes. Parte del hecho —que considera innegable— de que «a determinadas formas corresponden determinados contenidos espiriturales». Según eso, los estilos son repertorios de dominantes formales que corresponden a (y manifiestan) esos contenidos espirituales. La teoría se hace más discutible al distinguir dos clases de estilos: 1) Los estilos históricos: de una época, de un país, de un sector de la cultura. A ellos nos referimos habitualmente. 2) Los estilos culturales, repertorio de dominantes formales que revelan las constantes históricas o «eones». Se distinguen de los otros en que pueden ser repetidos de una época a otra sin que haya plagio ni pastiche. Por lo tanto, «la obra de arte individual debe ser considerada como signo o expresión de grandes conjuntos espirituales (estilos)»; así, desemboca d'Ors en su tesis central, lo que denomina la «crítica del sentido». En la práctica, esto plantea el problema de la catalogación y descripción de los estilos; es decir, el intento de explicar cómo la repetición de ciertas formas es síntoma seguro (o probable, por lo menos) de determinados contenidos espirituales. Como puede verse, la cuestión no parece muy lejana de la estilística, en un sentido amplio. A la vez, para llevar a la práctica este programa ambicioso necesitará el crítico una amplia formación filosófica, artística y de las diversas literaturas. Es decir, que desembocamos de nuevo en los problemas generales de la literatura, en sus relaciones con el arte o la visión del mundo, y de la literatura comparada. Es frecuente que los libros de historia literaria (y hasta los de teoría) no se planteen expresamente el problema de los estilos literarios, pero sí se vean obligados a tratar de algunos que poseen innegable trascendencia: el Barroco, el Neoclasicismo, el PreRomanticismo, el Romanticismo, el Manierismo, etc. Recordemos sólo, por lo que puedan tener de ilustración para el problema general, dos casos. Ante todo, el Barroco, denigrado durante tanto tiempo y revalorizado en nuestro siglo. Según Lavedan, las teorías sobre su definición pueden agruparse, básicamente, en tres apartados: 1) Los que ven el «barroco» como una época: así, Marcel Raymond, Werner Weisbach (El Barroco como arte de la Contrarreforma) y Emile Mále (El arte religioso después del Concilio de Trento). 2) El «barroco» como un estilo que se encuentra en diversos momentos históricos: teoría de Wölfflin (Conceptos fundamentales en la historia del arte) y Eugenio d'Ors (Lo barroco). 3) El «barroco» como estado de un estilo: por ejemplo, Henri Focillon (La vida de las formas). Otro caso que quizá merece la pena recordar es el de nuestro siglo XVIII. Durante mucho tiempo, se identificaba todo el siglo con la etiqueta «neoclasicismo»,, con ánimo evidentemente peyorativo, para achacarle afrancesamiento, frialdad, etc. Hoy, no sólo ha cambiado la valoración del siglo sino que se han planteado nuevos e interesantes problemas en la clasificación de sus períodos y estilos. No parece ya admisible —aunque muchos manuales sigan diciéndolo— considerar al «frío» Neoclasicismo como una etapa anterior y opuesta al Pre—Romanticismo. Lo que está más claro

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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