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¿Es todo esto demasiado novelesco? Yo creo que no. En arte, desde luego, el reloj no tiene mucho significado. Para mí, no cabe duda de que la obra ...

¿Es todo esto demasiado novelesco? Yo creo que no. En arte, desde luego, el reloj no tiene mucho significado. Para mí, no cabe duda de que la obra de arte es histórica: ha nacido en un momento dado, condicionada por una tradición y unas circunstancias precisas... Pero, a la vez, la obra de auténtica categoría escapa al tiempo, en cierta medida: no se sustituye el ser anterior por otro posterior, sino que cada verdadero ser posee una propagación permanente. En ese sentido, la auténtica obra de arte (literaria, en nuestro caso) no es, propiamente hablando, historia, sino algo permanentemente vivo, actuante. Si se quiere usar un adjetivo más retórico: es inmortal, pero como algo vivo, percibido de modo distinto por cada época y cada individuo; según la certera fórmula de Ian Kott, Shakespeare (o Cervantes, Clarín o Valle—Inclán) es «nuestro contemporáneo». Los criterios tradicionales de la periodización producen errores que se han puesto de manifiesto cientos de veces. Por ejemplo, la división en siglos. ¿Qué cambia con el paso de uno a otro? Virgina Woolf nos proporciona también el ejemplo, esta vez en clave irónica: «Oyó el grito lejano de un sereno: "Las doce han dado y helando". Apenas dijo esas palabras, sonó la primera campanada de la medianoche. Orlando percibió entonces una nubecita detrás de la cúpula de San Pablo. Al resonar las campanadas, crecía la nube, ensombreciéndose y dilatándose con extraordinaria rapidez. Al mismo tiempo se levantó una brisa ligera, y al sonar la sexta campanada todo el oriente estaba cubierto por una móvil oscuridad, aunque el cielo del norte y del oeste seguía despejado. Pero la nube alcanzó el norte. Pronto cubrió todas las alturas. Sólo Mayfair, toda iluminada, ardía más brillante que nunca, por contraste. A la octava campanada, algunos apresurados jirones de la nube entoldaron Piccadilly. Parecían concentrarse y avanzar con extraordinaria rapidez hacia el oeste. Con la novena, décima y undécima campanada, una vasta negrura se arrastró sobre todo Londres. Con la última, la oscuridad era completa. La pesada tiniebla turbulenta ocultó la ciudad. Todo era sombra; todo era duda; todo era confusión. El siglo dieciocho había concluido; el siglo diecinueve empezaba». La broma continúa luego porque cambia el clima, aumenta la humedad, se transforman las barbas, los pantalones, los jardines, los salones, los sentimientos, la vida de las mujeres: la poesía. ¿Qué cambia en la literatura de un país con la muerte de un anciano?: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». En general, ¿qué significan los rótulos políticos, aplicados a la creación literaria? Y, hablando de rótulos, ¿se puede mantener la denominación «época moderna» aplicada a partir del siglo XVI? Eso obligaría a hablar de lo contemporáneo, de lo postcontemporáneo, de lo actual, de lo último... Hoy, los jóvenes hablan de lo modelno (sic) con un significado bastante más preciso. Por supuesto, estos ejemplos podrían prolongarse mucho más para mostrar las debilidades de muchos criterios de periodización tradicionales. Todos estos problemas históricos generales tienen también su vigencia en el campo de la historia literaria, agravados, quizá, por lo difícil que resulta reducir a términos concretos una materia artística. Para el lector que disfruta leyendo un poema o una novela, poco importa el hecho de que los profesores la clasifiquen en el modernismo, el noventa y ocho o el novecentismo. La enseñanza de la literatura, en cambio, exigirá el establecimiento de unos ciertos períodos, aunque seamos conscientes de sus límites y los utilicemos sólo a efectos pedagógicos. Por otra parte, la multiplicidad de relaciones de la literatura exigirá prestar atención, a la hora de establecer períodos, a una multitud de factores históricos: sociales, políticos, económicos... Partimos, así pues, de que los períodos poseen un valor instrumental, no absoluto. Por eso, sin desmesurar su importancia, conviene elegir bien nuestras herramientas para que sean lo más finas y adecuadas para el trabajo que vamos a realizar. En este terreno —como en otros— caben dos extremos opuestos: la tesis que podemos llamar metafísica (el período es un ser real) y la nominalista (es una simple etiqueta lingüística intercambiable). A la primera tendencia pertenecen algunos críticos de la llamada «ciencia de la literatura» alemana, como Cysarz, que distingue los problemas concretos, de rango inferior, y la periodología, «concebida como línea y no como herramienta, como forma esencial y no como norma de ordenación, que revela la estructura total de una ciencia, y, a través de ésta, un sector y hasta tal vez un hemisferio de todo el globo intelectual». Así, no se trata sólo de medir u ordenar con más o menos exactitud, sino de ejercitar «la función fundamental de una interpretación de la obra literaria y una reflexión sobre la vida». Y todo culmina nada menos que con la pretensión de lograr «la definitiva superación de la antítesis superficial entre el individualismo y el colectivismo». Personalmente he de manifestar que desconfío bastante de este tipo de declaraciones rotundas y abstractas, fruto—quizá—del entusiasmo científico. Mi concepción de los períodos es mucho más humilde, concreta, positiva e instrumental. En la práctica, por ejemplo, es evidente que los rótulos con que denominamos habitualmente los períodos tienen un origen muy variado. Unas veces, proceden de la historia política: época victoriana, de Felipe II, de la Restauración... Otras, en cambio, el origen es afecta también a este terreno. Entre otras cosas, por la rapidez de las comunicaciones: si comparamos lo que tardaba una noticia literaria en la Edad Media con lo que puede tardar hoy, no tendremos dudas sobre este proceso. El último «ismo» surgido en las calles de Nueva York o San Francisco puede llegar a los televisores de millones de personas en muy pocas horas; así, las presuntas novedades, si no son más que eso, se queman mucho más rápidamente, y la sociedad de consumo impone como hecho necesario (y programado) la rápida variación de las modas. barroco, descritos con gran agudeza en sus casi infinitas modalidades históricas. Lo malo es que d'Ors (como tantos otros, en ocasión semejante) no se limitaba a describir, sino que atribuía a esta distinción un valor ético: lo bueno y lo malo. Eso, por supuesto, parece hoy difícilmente admisible. La teoría de los ciclos recurrentes, a lo Vico, ha sido renovada desde multitud de puntos de vista; no son raras, en este terreno, las metáforas naturalistas. Por citar sólo un ejemplo de esta actitud, De Vries distingue cuatro períodos: primaveral, estival, otoñal e invernal. En los dos primeros predomina la razón; en los otros dos, la pasión. El poeta resulta ser el instrumento que transmite la voz de su pueblo, en un determinado período; la creación, como una persona. Cada uno de estos períodos dura unos doscientos años. En las naciones europeas, habrá que distinguir la infancia, el despertar, la emancipación (el Renacimiento), el período social (siglo XVII), la madurez (Romanticismo) y el período profesional (siglo XX). No hace falta casi decir que estos símiles biológicos están hoy bastante desacreditados.

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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