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No cabe olvidar tampoco, aunque hoy se suele limitar su importancia, el famoso poema de Rimbaud sobre las vocales, que comienza así: A noir, E blan...

No cabe olvidar tampoco, aunque hoy se suele limitar su importancia, el famoso poema de Rimbaud sobre las vocales, que comienza así: A noir, E blanc, I rouge, U vert, O bleu: voyelles, Je dirai quelque jour vos naissances latentes. Con estas asociaciones sorprendentes, Rimbaud nos invita a seguirle por el camino misterioso de las sinestesias. Todo esto puede sonarnos hoy a un poco pasado, pero no cabe negar su valor experimental ni su importancia histórica en el proceso de la poesía contemporánea. Frecuentes son también las interpretaciones poéticas de los temas pictóricos. Recordemos, por ejemplo, que para Góngora, El Greco «dio espíritu a leño, vida a lino». Sin hacer ningún recorrido histórico, que sería enfadoso, no cabe olvidar que, en la poesía española contemporánea, tiene gran importancia lo que Guillermo Díaz—Plaja ha denominado «línea culturalista». Solamente dos ejemplos ilustres. El libro Apolo, de Manuel Machado, se subtitula Teatro pictórico, y, en su primera edición, cada uno de los poemas aparece como «explicación» de un cuadro concreto, cuya estampa se reproduce al lado. El acierto descriptivo, plástico, del poeta es innegable en su famosa glosa del Felipe iv de Velázquez. Es pálida su tez como la tarde. Cansado el oro de su pelo undoso, y de sus ojos, el azul, cobarde. No es sólo hacer «literatura» decir que el poeta está «pintando» con palabras. De hecho, el escritor se ha fijado en un detalle pictórico que expresa con gran elegancia la psicología del personaje y logra traducirlo a poesía: Y en vez de cetro real, sostiene apenas con desmayo elegante, un guante de ante la blanca mano de azuladas venas. Otro ejemplo magistral, inolvidable, es el de A la pintura (Poema del color y la línea), de Rafael Alberti, pintor él también, de gran sensibilidad plástica. Quizá resulta especialmente interesante cuando canta a los pintores contemporáneos, protagonistas de una aventura estética cercana a la de Alberti. Así, Picasso: La fábrica de Horta de Ebro. La Arlesiana. El modelo. Clovis Sagot. El violinista. (¿Qué queda de la mano real, del instrumento, del sonido? Un invento, un nuevo dios, sin parecido.) Entre el ayer y el hoy se desgaja lo que más se asemeja a un cataclismo... Y el propio Picasso era escritor también, como Oskar Kokoschka o Miguel Ángel. Pero no nos perdamos con ejemplos, por muy, atractivo que resulte glosarlos. Enunciemos una pequeña conclusión provisional: la correspondencia entre lo lírico y lo pictórico no debe ser recusada a priori—, el problema será, como señaló certeramente Guillermo de Torre, intentar superar la pura comparación exterior para adentrarse en la estructura y en el espíritu del arte que se toma como eje, alcanzando así sustantividad estética. Por supuesto, en muchos casos esto no llega a suceder, pero eso no debe bastar para descalificar por principio cualquier intento. Si la poesía se ha inspirado con frecuencia en cuadros, esculturas o composiciones musicales, no menos real es el caso contrario: la pintura o música que tienen temas literarios. ¿Cómo comprender a Schubert o Schumann al margen de la letra de los lieder que eligen; a Wagner o Strauss sin tener en cuenta a Nietzsche y Schopenhauer; a Mahler al margen, entre otras cosas, de la poesía china? En nuestro país, los trabajos de Federico Sopeña y Enrique Franco muestran bien esta unión de música y literatura. Por otra parte, dentro de la historia del arte ha surgido un movimiento de sumo interés (citemos sólo el nombre de Panofsky) que estudia el sentido conceptual y simbólico de las obras de arte, su «iconología», relacionándolas también con la literatura. Muchos efectos literarios no sólo recuerdan sino que, probablemente, están inspirados en la pintura contemporánea. Así, el tipo de descripción de Pereda hay que relacionarlo con los paisajes decimonónicos (Montesinos), y Galdós se ve influido por los grandes cuadros de tema histórico (Hinterhauser), lo mismo que Pedro Antonio de Alarcón (Baquero Goyanes). Otro tipo de cuestiones es el que se plantean al preguntarse por los efectos musicales. Por supuesto, la poesía puede utilizar sistemáticamente una serie de recursos (rima, aliteraciones...) que permiten ese acercamiento. En un estudio clásico, Dámaso Alonso ha señalado el valor musical de versos como éstos de Garcilaso: en el silencio sólo se escuchaba un susurro de abejas que sonaba. O el valor significativo y musical, a la vez, de San Juan de la Cruz: uno no sé qué que quedan balbuciendo. En esta línea, recordamos lo que significan las series rítmicas del Romanticismo. Por ejemplo, las que hallamos al final de El estudiante de Salamanca, de Espronceda, disminuyendo progresivamente la longitud de los versos, con la variación de ritmo que eso trae consigo: ...la frente inclina sobre su pecho, y a su despecho, siente sus brazos lánguidos, débiles, desfallecer. Y vio luego una llama que se inflama y murió; y perdido, oyó el eco de un gemido que expiró. Tal, dulce suspira la lira que hirió, en blando concepto, del viento la voz, leve, breve son. ante: «De la musique avant toute chose». Y lo lleva a la práctica con resultados musicalmente tan espectaculares como éste: Les sanglots longs Des violons De l'automne Blessent mon coeur D'une langueur Monotone. Tout suffocant Et bléme, cuando a de John Donne evocará en mi ánimo, seguramente, el mundo de los madrigalistas ingleses. Del mismo modo, los sainetes de don Ramón de la Cruz parecen pertenecer al mismo clima espiritual y estético de los cartones para tapices de Goya y de las tonadillas escénicas. El problema surge cuando no queremos quedarnos en la pura impresión subjetiva, sino que deseamos profundizar y concretar más. Cabe, entonces, atender a las intenciones y teorías estéticas de los artistas. Sin embargo, el procedimiento sigue siendo arriesgado: muchas veces, la intención no corresponde al resultado, y el gran artista desbarra cuando intenta extraer una teoría de su creación. Con frecuencia, además, el desarrollo estilístico de las distintas artes no coincide en su cronología. Pensemos, como ejemplo gráfico, que los autores tenidos habitualmente por «clásicos», en música, son los románticos: Beethoven, Schubert, Schumann, Chopin, Brahms... Es posible, entonces, establecer comparaciones entre las artes a base de su común fondo social y cultural, refiriéndose al «espíritu de la época». No cabe olvidar, sin embargo, que estaremos recurriendo, en ese caso, a una vía indirecta y externa, en vez del análisis de las obras de arte concretas, con sus singularidades formales y de contenido. Llegados a este punto, parece necesario volver a referirse al problema de los estilos, y, en concreto, a la teoría de Wólfflin, uno de los estudios capitales que ha producido la historia del arte en nuestro siglo. Distingue este crítico el arte renacentista del barroco mediante una serie de parejas de contrarios: el arte renacentista es lineal, mientras que el barroco es pictórico; el primero emplea una forma cerrada, el segundo prefiere una forma abierta; a la pintura plana se opone la pintura en profundidad; las obras renacentistas son múltiples, las barrocas están unificadas; las primeras son claras, las segundas

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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