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Bajo la finalidad de incrementar los resultados -los beneficios- se plantea implantar lo que la literatura managerial denomina una cultura organiza...

Bajo la finalidad de incrementar los resultados -los beneficios- se plantea implantar lo que la literatura managerial denomina una cultura organizativa fuerte (una cultura de empresa “vigorosa”), es decir, lograr la adhesión generalizada e intensamente compartida en la empresa a un conjunto de valores, creencias y presunciones sobre cómo debe actuar la empresa y cómo deben comportarse sus integrantes para elevar la eficiencia productiva. Elevación no sólo utilizando mejor los recursos humanos, sino especialmente reduciendo la división del trabajo taylorista, devolviendo competencias a los trabajadores. En este sentido, la preocupación de los nuevos conceptos o formas de organizar el trabajo por la mejora de las condiciones de trabajo “va aparejada a la valoración de la inteligencia de producción desarrollada y poseída por los trabajadores que tiene que ser aprovechada y movilizada por las direcciones empresariales” (Lahera, 2004: 69). La valoración de la inteligencia de la producción explica por qué la gestión por competencias no trata sólo de actuar sobre las competencias de los trabajadores, sino también de lograr un clima organizacional adecuado (organización del trabajo, jerarquía, toma de decisiones), de manera que se logre que las competencias de los trabajadores se puedan transformar en competencia efectiva y en resultados. Es la combinación de los recursos personales con el contexto organizativo lo que se traduce finalmente en competencia. De aquí surge la distinción entre cualificación y competencia. Una persona que cuente con muchos recursos personales estará cualificada, pero no será necesariamente competente si no es capaz de combinarlos adecuadamente en un contexto de trabajo adecuado. Esto implica a su vez un diferente protagonismo, pues la cualificación es patrimonio personal, pero la competencia es, primordialmente, una responsabilidad empresarial, y que permite plantear qué saberes son puestos en juego por los trabajadores para resolver situaciones de trabajo reales, consideradas algunas de ellas como situaciones límite. La fabricación de una cultura “vigorosa”, de un clima organizacional fuerte, pretende que los trabajadores, mediante una cuidada selección e intensiva socialización, se comprometan con los valores que conducen la estrategia de negocio, potenciando así una alta motivación en su actividad productiva en una especie de contrato moral en el interior de la empresa “que permita ganar los corazones y las mentes de los trabajadores para los intereses de la gerencia” (Lahera, 2004: 72). Por ello, esta fabricación requiere establecer la transición de una cultura de personal normativa-laboral a una cultura de integración, de diálogo, de implicación, necesarios para construir culturas organizativas competitivas centradas en los procesos. Se trata de organizaciones que crean y mantienen un ambiente interno que potencia enormemente la capacidad de innovación permanente. Esta capacidad afecta no sólo al producto o servicio sino también, y especialmente, a la plantilla de la empresa, definida como un equipo capaz de obtener resultados en situación de competencia. Empleados que configuran un equipo organizado que ofrece márgenes amplios de autoorganización, de intervención autónoma y cooperación en el trabajo. Equipo que debe fundamentarse en una cultura basada en la mejora continua, tras la cual está la idea de que las organizaciones son redes de procesos a efectos de lograr un acercamiento incremental a las expectativas de los clientes. Pero para ello hay que lograr tener un personal motivado e involucrado totalmente en la consecución de los objetivos de la empresa, y es que, una vez constituida una organización orientada al proceso, ésta ha de ser asumida por los trabajadores que llevan a cabo los procesos. Estos propietarios de los procesos deben identificarse con ellos, de forma que sea posible extraer efectivamente los potenciales abiertos con esta nueva forma de gestión, y que constituye una alternativa al management by control. De ahí que en la organización por procesos, el reto para los profesionales de recursos humanos es lograr la identificación de la plantilla con la empresa, y que se defina el liderazgo como la capacidad de integrar trabajadores y empleados dentro de un sistema de valores compartido, y para ello es clave, en primer lugar, la noción de inteligencia emocional, y lo es por la existencia de estudios que evidencian la relación entre las emociones y el rendimiento laboral. Así, por ejemplo, Wagner y Sternberg (1985) demostraron que las emociones y las habilidades sociales juegan un papel importante en el desarrollo profesional. Por su parte, la investigación efectuada por la American Society for Training & Development concluyó que las competencias emocionales eran las características más valoradas en la contratación de nuevos empleados, especialmente la autoestima, la motivación, el establecimiento de metas, la autogestión, el liderazgo personal y las habilidades sociales. Por tanto, no sólo se juzga a los individuos o candidatos a un puesto de trabajo por su inteligencia, formación y experiencia, sino también por la forma que tienen de relacionarse con otros individuos, es decir, por su capacidad emocional. Se trata de un criterio que se aplica cada vez más y que, en el futuro inmediato, acabará, según Goleman (1999, 2001), determinando quién será contratado y quién no. Al respecto, hasta hace unos pocos años, cuanto más quería crecer una empresa, más importancia concedía a los estudios y a la formación básica de sus empleados, pero en nuestro entorno competitivo actual este enfoque ha resultado insuficiente, ya que personas con impecables historiales académicos han resultado un fracaso como directivos o empleados. La formación básica sigue siendo un ingrediente para el éxito profesional, pero ya no es suficiente. Así, se precisa, cada vez más, de la vertiente emocional de los empleados. Su capital emocional está constituido por un conjunto de recursos (sentimientos, creencias, percepciones, valores, visiones, pasiones, impulsos, inspiraciones, etc.) que son los motores de la actuación y del comportamiento, tanto de los trabajadores como de las organizaciones, los cuales son activos intangibles capaces de hacer variar el rumbo de la organización, dado su poder para aumentar o destruir su riqueza. Según Goleman, a medida que se asciende en la jerarquía laboral, las habilidades técnicas resultarían menos importantes mientras que las competencias de carácter emocional irían adquiriendo una mayor relevancia. Al margen de estas competencias, la única habilidad cognitiva que parece diferenciar a los directivos más eficientes de los que no lo son, es la capacidad para transformar datos en información, analizar la información y, partiendo de ella, establecer pautas de acción estratégica. Goleman apoya sus planteamientos en los resultados de estudios como los realizados por Boyatzis (1982) con una muestra de directivos y mandos medios, en los que se pone de manifiesto que de aquellas habilidades que diferencian a los trabajadores de alto rendimiento de los de rendimiento bajo o medio en una organización, catorce de dieciséis son de índole emocional. La competencia emocional es definida por Goleman como la capacidad de reconocer nuestros propios sentimientos, los sentimientos de los demás, motivarnos y manejar adecuadamente las relaciones que sostenemos con los otros y nosotros mismos. Este concepto gira en torno a dos grupos de competencias: 1) las competencias personales, que determinan el modo en que los individuos se relacionan consigo mismos; 2) las competencias sociales, que estipulan el modo en que nos relacionamos con los demás y que nos predisponen a realizar un conjunto de actividades con un buen nivel de desempeño. Ambos tipos de competencias repercuten en los resultados de la empresa y en su desarrollo se destaca la técnica

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TESIS
624 pag.

Gestão Pública Universidad Antonio NariñoUniversidad Antonio Nariño

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