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alejarlos para siempre de su presencia que exponer a la muerte a los gentiles mensajeros a los que debía la dicha de haber vuelto a ver a Rosa. Aqu...

alejarlos para siempre de su presencia que exponer a la muerte a los gentiles mensajeros a los que debía la dicha de haber vuelto a ver a Rosa. Aquella visita del carcelero, sus brutales amenazas, la sombría perspectiva de su vigilancia de la que conocía los abusos, nada de todo eso pudo distraer a Cornelius de los dulces pensamientos y, sobre todo, de la dulce esperanza que la presencia de Rosa acababa de resucitar en su corazón. Esperó impacientemente a que sonaran las nueve horas en el torreón de Loevestein. Rosa había dicho: «A las nueve, esperadme.» La última nota de bronce vibraba todavía en el aire cuando Cornelius oyó en la escalera el paso ligero y la ropa susurrante de la bella frisona, y enseguida el enrejado de la puerta sobre la que Cornelius van Baerle fijaba ardientemente los ojos se iluminó. El postigo acababa de abrirse por fuera. —Aquí estoy —dijo Rosa todavía completamente sofocada por haber tenido que subir la escalera—. ¡Aquí estoy! —¡Oh, buena Rosa! —¿Estáis contento de verme? —¡Me lo preguntáis! Pero ¿cómo os las habéis arreglado para venir? Decidme. —Escuchad, mi padre se duerme cada noche casi enseguida después de cenar; entonces, le acuesto un poco aturdido por la ginebra; no se to digáis a nadie porque, gracias a este sueño, podré venir cada noche a charlar una hora con vos. —¡Oh! Os lo agradezco, Rosa, querida Rosa. Y diciendo estas palabras, Cornelius acercó tanto su rostro al postigo que Rosa retiró el suyo. —Os he traído vuestros bulbos de tulipán —dijo. El corazón de Cornelius saltó. No se había atrevido a preguntar todavía a Rosa lo que había hecho con el precioso tesoro que le había confiado cuando creyó que iba a la muerte. —¡Ah! ¡Los habéis, pues, conservado! —¿No me los habíais dado como una cosa que os era muy querida? —Sí, pero precisamente porque os los había dado, me parece que son vuestros. —Hubieran sido míos después de vuestra muerte y estáis vivo, por fortuna. ¡Ah! Cómo he bendecido a Su Alteza. Si Dios concede al príncipe Guillermo todas las felicidades que le he deseado, el rey Guillermo será ciertamente no sólo el hombre más dichoso de su reino sino de toda la tierra. Vos estáis vivo, digo, y aunque conservando la Biblia de vuestro padrino Corneille, estaba resuelta a traeros vuestros bulbos; solamente, que no sabía cómo hacerlo. Ahora bien, acababa de tomar la resolución de ir a pedir al estatúder la plaza de carcelero de Gorcum para mi padre, cuando la nodriza me trajo vuestra carta. ¡Ah! Lloramos mucho juntas, os respondo de ello. Pero vuestra carta no hizo más que reafirmarme en mi resolución. Entonces fue cuando partí para Leiden; ya sabéis el resto. —¿Cómo, querida Rosa —exclamó Cornelius—pensabais, antes de recibir mi carta, venir a re—uniros conmigo? —¡Sí, pensaba en ello! —respondió Rosa dejando que su amor pasara por delante de su pudor—. ¡Pero si no pensaba en otra cosa! Y diciendo estas palabras, Rosa se puso tan bella que, por segunda vez, Cornelius precipitó su frente y sus labios contra el enrejado, sin duda para agradecérselo a la hermosa joven. Rosa retrocedió como la primera vez. —En verdad —dijo con aquella coquetería que late en el corazón de toda joven—en verdad, he lamentado muy a menudo no saber leer; pero nunca tanto y de la misma forma que cuando vuestra nodriza me trajo vuestra carta; tenía en mi mano esa carta que hablaba para los demás y que, pobre tonta que soy, estaba muda para mí. —¿Habéis lamentado a menudo no saber leer? —preguntó Cornelius—. ¿Y con qué motivo? —Toma —dijo la joven riendo—para leer todas las cartas que me escribían. —¿Vos recibíais cartas, Rosa? —Por centenares. —Pero ¿quién os las escribía…? —¿Quién me escribía? Primero, todos los estudiantes que pasaban por la Buytenhoff, todos los oficiales que iban a la plaza de armas, todos los dependientes e incluso los mercaderes que me veían en mi ventana. —¿Y con todas esas notas, querida Rosa, qué hacíais vos? —Unas veces —respondió Rosa—me las hacía leer por alguna amiga, y esto me divertía mucho, pero al cabo de cierto tiempo, ¿para qué perderlo escuchando todas esas tonterías? Las quemaba. —¡Al cabo de cierto tiempo! —exclamó Cornelius con una mirada turbada a la vez por el amor y la alegría. Rosa bajó los ojos, ruborizada. De forma que no vio acercarse los labios de Cornelius que no encontraron, por desgracia, más que el enrejado; pero que a pesar de este obstáculo, enviaron hasta los labios de la joven el aliento ardiente del más tierno de los besos. Ante esa llama que quemó sus labios, Rosa se puso muy pálida, más pálida tal vez que en la Buytenhoff, el día de la ejecución. Lanzó un gemido lastimero, cerró sus bellos ojos y huyó con el corazón palpitante, intentando en vano comprimir con la mano los latidos de su corazón. Cornelius, al quedarse solo, se vio reducido a aspirar el dulce perfume de los cabellos de Rosa, que permaneció como cautivo entre el enrejado. Rosa había huido tan precipitadamente que se había olvidado de devolver a Cornelius los tres bulbos del tulipán negro.

Esta pregunta también está en el material:

El_tulipan_negro-Dumas_Alexandre
204 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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