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manadas desperdigadas de aves que sobrevolaran sus nidos. De vez en cuando, un destello rojizo y fugaz se percibía a través de los vapores, dándole...

manadas desperdigadas de aves que sobrevolaran sus nidos. De vez en cuando, un destello rojizo y fugaz se percibía a través de los vapores, dándole un momentáneo brillo placentero al cielo gris. Más allá del centro de las colinas circundantes ya se aproximaba una oscuridad impenetrable; la llanura quedaba entonces como un inmenso mausoleo, sin que ningún ruido, ni siquiera un susurro, molestase el descanso de sus numerosos e infortunados ocupantes. Duncan permaneció como espectador de este escenario, tan espantosamente en concordancia con los hechos allí acontecidos, durante un buen rato. Su mirada lo recorrió todo desde el centro del montículo, donde ahora los hombres del bosque estaban sentados alrededor del fuego, hasta la luz más tenue que aún podía distinguirse en el firmamento, para luego detenerse mucho tiempo en aquella zona oscura, tan semejante al más absoluto de los vacíos, en la que reposaban los muertos. Pronto empezó a imaginarse que del lugar provenían sonidos inexplicables, aunque tan débiles y fugaces que daban lugar a dudas acerca de su existencia. Avergonzado por su inclinación al temor, el joven miró hacia el agua y se esforzó por concentrar su atención sobre el reflejo de las estrellas en la superficie. Aún así, sus oídos le traicionaban, o más bien parecía como si le quisieran avisar de algún peligro que acechaba. Después de un tiempo daba la sensación de que podían oírse movimientos bruscos entre la oscuridad. Totalmente incapaz de acallar sus miedos por más tiempo, Duncan llamó al explorador en voz baja, para que se acercara hasta el lugar en el que se encontraba. Recogiendo su fusil, Ojo de halcón accedió, pero su actitud rebosaba confianza y la absoluta convicción de que estaban seguros en ese sitio. —Escuche —le dijo Duncan al otro cuando llegó a su lado—. Se oyen ruidos leves procedentes de la llanura, con lo cual es posible que Montcalm tenga aún algún efectivo patrullando por aquí. —Si es así, entonces los oídos valen más que la vista —dijo el explorador sin alterarse, habiendo ingerido una porción de carne de oso un momento antes, por lo que hablaba mientras masticaba—. Yo mismo he visto cómo estaba encerrado en la localidad de Ty con toda su tropa. Ya sabe cómo son los franchutes; cuando creen haber hecho algo grande, les gusta volver atrás y celebrarlo con bailes y mujeres. —Yo no estaría tan seguro. Un indio apenas descansa cuando está en guerra, y el deseo de llevar a cabo algún tipo de pillaje puede hacer que un hurón permanezca aquí después de que su tribu haya partido. Lo mejor sería apagar el fuego y establecer un fumo de guardia. ¡Escuche! El ruido. ¿Lo ha oído? —No es frecuente que un indio ande merodeando entre tumbas. Aunque estuviera dispuesto a matar, sin importarle los medios, suele conformarse con arrancar cabelleras, salvo cuando le arde la sangre y pierde el control; pero, una vez que se le pasa el arrebato, se olvida de su odio y deja que los muertos descansen en paz. Hablando de muertos, comandante, ¿comparte usted la opinión de que el Cielo para un piel roja es el mismo que para nosotros los blancos? —Sin duda, sin duda. ¡Creo haberlo oído otra vez! ¿O serían las hojas moviéndose en las copas de los abetos? —En lo que a mí concierne —continuó hablando Ojo de halcón, volviéndose un momento hacia la dirección indicada por Heyward, aunque con gesto tranquilo y despreocupado—, creo que el paraíso ha sido creado para la felicidad, y que los hombres gozarán de él de acuerdo con sus acciones y sus méritos. Por lo tanto, creo que un piel roja no anda desencaminado cuando lo interpreta como una tierra feliz en la que abunda la caza, tal y como aseguran sus tradiciones. Viéndolo así, tampoco estaría mal que un hombre, aunque sea blanco, pudiera pasar su tiempo. —¡Ahí está! ¿Lo oye de nuevo? —le interrumpió Duncan. —Sí, sí; tanto cuando escasea como cuando abunda la comida, el lobo se muestra fiero —dijo el explorador, impasible—. Se les podría incluso cazar por sus pieles, si hubiera tiempo y suficiente luz para tales entretenimientos. Pero, volviendo al tema de la vida futura, comandante, les he oído decir a los predicadores de los poblados que el Cielo es un lugar de descanso. Ahí tenemos una muestra de cómo cada hombre tiene un concepto distinto de la diversión. Por mi parte, y lo digo con todos mis respetos por la Divina Providencia, no sería muy entretenido permanecer todo el tiempo metido en esas mansiones de las que predican, sobre todo si se tiene cierto gusto por la acción y los espacios abiertos. Duncan, al habérsele explicado la naturaleza de los ruidos, prestó mayor atención al asunto que había inspirado la conversación del explorador, diciendo: —Es difícil comprender qué sentimientos nos acompañarán cuando llegue la hora del gran cambio final. —Desde luego que tendrá que ser un cambio, en especial para un hombre acostumbrado a pasar su vida al aire libre —le contestó el empecinado explorador—; y que a menudo se ha saciado en las aguas de la cabecera del Hudson, o que ha dormido en las cercanías del rugiente río Mohawk. No obstante, es reconfortante saber que servimos a un Señor misericordioso; cada uno a su manera, claro está, habiendo grandes extensiones de tierra salvaje de por medio. ¿Quién anda ahí? —¿Acaso no se trata de los lobos que ha mencionado antes? Ojo de halcón movió su cabeza en señal de negativa y le hizo un gesto a Duncan para que le siguiera hasta un lugar donde no llegara la luz del fuego. Una vez tomada esta precaución, el explorador adoptó una postura de máxima alerta, escuchando con gran concentración para volver a percibir el sonido que tanto le había sorprendido. Sin embargo, sus esfuerzos parecían ser en vano, ya que, tras una pausa infructuosa, le dijo a Duncan en voz baba: —Debemos llamar a Uncas. El chico tiene los sentidos propios de un indio y puede oír aquello que se nos escapa a nosotros; de nuevo, y aunque esta vez sea para mal, he de reconocer que soy blanco. El joven mohicano, que en ese momento estaba conversando en voz baja con su padre, se percató de un sonido que se parecía al canto de un búho. Se levantó deprisa y miró hacia los montículos negros, como si intentara localizar su procedencia. El explorador volvió a emitir la señal y, en pocos segundos, Duncan vio aparecer la figura de Uncas, que estaba acercándose por los muros que llevaban hasta el punto en el que se encontraban. Ojo de halcón le explicó lo que quería en pocas palabras, habladas en el idioma de los delaware. En cuanto Uncas supo la razón por la cual se le había llamado, se agachó y extendió su cuerpo sobre el terreno. Allí, ante la mirada de Duncan, permaneció callado e inmóvil. Sorprendido por la inmovilidad del joven guerrero, a la vez que curioso por observar la manera en que empleaba sus facultades para obtener la información deseada, Heyward avanzó un poco y se agachó, a su vez, sobre la oscura forma objeto de su atención. Entonces descubrió que Uncas había desaparecido, siendo la forma mencionada la sombra de una irregularidad del terreno. —¿Qué ha sido del mohicano? —le preguntó al explorador, mientras se echaba hacia atrás, atónito—. Le vi postrarse aquí y habría jurado que aún permanecía en el lugar. —¡Chist! Hable más bajo; que aún no sabemos qué oídos acechan, y los mingos son muy avispados. En cuanto a Uncas, está ahí afuera, en la explanada; los maquas tendrán que vérselas con él, si es que hay alguno en los alrededores. —¿Cree usted que Montcalm aún mantiene algunos indios por aquí? Demos la voz de alarma para que nuestros compañeros también vayan a sus armas. Somos cinco, y todos estamos acostumbrados al combate. —No diga una sola palabra, si es que quiere permanecer vivo. Mire cómo el sagamore está sentado junto al fuego, a la manera de un gran jefe indio. Si hay algún merodeador en la oscuridad, no sospechará que estamos al tanto de sus movimientos si le ve en esa actitud. —Pero podrían llegar hasta él y matarlo. Está excesivamente visible a la luz del fuego; es muy probable que sea el primero en caer. —No hay duda de que es verdad lo que dice usted —le contestó el explorador, mostrándose más preocupado que de costumbre—. Pero ¿qué podemos hacer? Un solo movimiento en falso puede provocar un ataque para

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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