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la sorpresa de Mel. —Sólo había venido a informarle. Dentro de poco recibirá instrucciones, así que permanezca tranquilo y trate de hacer su trabaj...

la sorpresa de Mel. —Sólo había venido a informarle. Dentro de poco recibirá instrucciones, así que permanezca tranquilo y trate de hacer su trabajo sin entrometerse en el mío. El Delegado del Consejo se fue, dejando boquiabierto a Meldon, que no tuvo ocasión de hacer la más mínima réplica. Sin duda, los últimos acontecimientos le habían afectado, haciéndole perder su agudeza y agilidad mental habituales. No se sentía en condiciones de trabajar, pero tampoco estaba dispuesto a abandonar a su gente. Alrededor de una hora después, recibió una llamada de DeRo- ghe. —¿Qué ocurre? —preguntó Mel. —Acabamos de localizar a Seid, señor. —¿Dónde está? ¿Está Jessica con él? —Creemos que ambos van a bordo de una pequeña aeronave de transporte. —¿Cómo es posible? Creía que habíamos cerrado los puertos espaciales y que los accesos privados al exterior estaban todos con- trolados. —Eso creíamos, pero Seid había camuflado un pequeño puerto particular bajo la apariencia de un invernadero externo. Señor… se dirige a Paraíso. —¿Cómo? —He dicho… —Le he oído. ¿Tienen su frecuencia de comunicaciones? La cara de Mel estaba pálida como la cera. —Sí. —¿Es posible interceptarle? —Me temo que no, señor. —Bien… Gracias, James. Meldon cortó la comunicación con DeRoghe y trató de comu- nicarse con la nave de Seid. —¿Quién demonios es ahora? —Soy yo, Seid. —¡Ah! Hola, hermanito. La voz de Seid sonaba complacida, como si por fin pudiera hablar con la persona que realmente le interesaba. —¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó Meldon inten- tando controlar el temblor de su propia voz. —Ya ves… He visitado la mayor parte de los mundos habi- tados por el hombre, pero aún no he estado en el más inquietante y misterioso de todos ellos. Simple turismo. Creía que ya te lo había dicho. —Hay muchas cosas que no sabes sobre ese planeta. —Es cierto. En eso tú eres el principal experto. Si debo saber algo importante para mi supervivencia más vale que me lo digas rá- pido, porque Jessy está aquí a mi lado y no querría que le ocurriese nada. —¡Escúchame! Paraíso tiene sistemas defensivos automáticos. Si sigues aproximándote, destruirán la nave. —¡Bien! ¿Cómo puedo desactivarlos? —¡No puedes! Sólo el Delegado del Consejo y yo mismo po- seemos los códigos. Cada uno tiene una mitad. —De acuerdo. A la velocidad que viajo, estaré a tiro de los sa- télites militares inteligentes en aproximadamente seis minutos. Tie- nes ese tiempo para convencer al Delegado y salvar a tu hija. —¡No! ¡Espera! Tú no lo entiendes. No conoces al nuevo dele- gado. ¡Nunca me dará los códigos! —Confío en ti, hermanito. Abriré de nuevo este canal dentro de cinco minutos. —¡No…! La comunicación estaba cortada. Meldon maldijo y buscó des- esperadamente una solución que sabía que no encontraría. Instantes después llamó a Ghamo Ahrrah. —¿Sí? —Le paso toda la información de que dispongo acerca del pa- radero de mi hermano, Seid Trauss. No tenemos mucho tiempo. Es- túdiela durante un momento. Al cabo de casi un minuto que a Mel le pareció una eternidad, Ahrrah dijo: —Ya sé lo que va a pedirme, y la respuesta es no. —¡Pero…! —¡No! No voy a violar las directrices con respecto a Paraíso. Sabe de sobra que la vida de una persona no es razón suficiente, aun- que se trate de su hija. Lamento ser tan duro, pero no cederé. Ahrrah cortó la comunicación. Meldon pasó los minutos si- guientes intentando contactar con todos los jefes de Sección, en bus- ca de alguna idea brillante, que por supuesto nadie tuvo. Seid volvió a conectar a menos de un minuto de que las defensas de Paraíso hicieran su funesto trabajo. —¡No tengo los códigos, Seid! ¡Por favor! ¡Detén la nave! —Confío en ti, Mel. Sé que no dejarías morir a tu hija. —¡No lo entiendes…! —Sé que valoras más su vida que tu puesto. —¡Pero no los tengo! —Treinta segundos —informó Seid con voz neutra. —Si los tuviera, te los daría, de verdad… —Qué emotivo —ironizó Seid. —¡Seid! —Veinte. —¡Seid, no! ¡Seid…! —Diez, nueve… —¡Jessy! ¡Te quiero! ¡Papá te quiere…! —Uno, cero. La astronave de Seid, que aparecía como un punto de luz roja en un holo tridimensional que flotaba sobre la mesa del despacho de Meldon atravesó la línea de seguridad, pero no fue alcanzada por las armas de los satélites. Las defensas se mantuvieron inactivas y no destruyeron al intruso. Meldon, con lágrimas en los ojos, miraba la imagen sin saber qué estaba sucediendo. La risa cruel de Seid inva- dió sus oídos. —No creerías que iba a dejar mi vida en tus incompetentes manos, ¿verdad, hermanito? ¿Sufres mucho? —Seid… —jadeó Mel, que tuvo que sentarse para no caer al suelo. —Sigo aquí. Y también Jessy. La utilizaré como garantía para mi seguridad. Si haces algo que me moleste, me desharé de ella, ¿entendido? Mel fue incapaz de contestar. —Bueno… Es hora de que me despida. Me esperan emocio- nantes experiencias en el más salvaje de los mundos conocidos. Nos vemos. Horas después de la fuga de Seid, todo había cambiado en el Anillo. El Consejo Estelar y la Escuela del Día Primero habían toma- do rápidamente el control del colosal mundo artificial. Las medidas de seguridad se habían endurecido de tal modo que muchos ciudada- nos decidieron no salir de sus casas. Al menos habían logrado captu- rar a la mayoría de los criminales que habían conseguido escapar de la Jaula aprovechando la operación de rescate del enigmático Victor Ljudic, al que sus hombres y también Hans Haagen conocían como Jean Trewski. Las fuerzas especiales del Consejo habían ocupado posiciones por todo el Anillo, y habían estacionado varias aeronaves de combate en puntos estratégicos alrededor de Paraíso. Por su parte, el nuevo delegado, Ghamo Ahrrah, y sus hombres habían asumido gran parte de las funciones de gobierno, dejando a Meldon y sus jefes de Sección en un segundo plano. El enfado de éstos era menor del que cabría esperar, pues eran conscientes de que la situación les superaba. También James DeRoghe se sentía fuera de lugar, perdido en un terreno que de pronto se había vuelto viscoso y resbaladizo bajo sus pies. Sin duda, se culpaba a sí mismo de gran parte de lo ocurrido. El único que parecía mantener la compostura y el dominio de la situación era Karles de Puankt. Meldon no po- día dejar de admitir que sus declaraciones públicas para calmar a la población y sus mediaciones entre el gobierno local y el Consejo habían sido de un valor inestimable. Tras una breve reunión con Karles y ocho de los nueve jefes de Sección, que a Mel le pareció totalmente inútil, el gobernador del Anillo decidió buscar alguna respuesta en el único lugar que aún podía ofrecérselas: el Espejo. La sala del Espejo era el último reducto de inmutabilidad en un mundo que se desmoronaba. Allí nada había cambiado, pero Mel miraba la ovalada silueta flotante del Espejo con cierta inquietud. Julia, la computadora personal de Meldon, preguntó: —¿Me conecto ya? —Sí… —murmuró Mel—. Muéstrame el lugar donde aterrizó Seid, desde una perspectiva orbital baja. Mel observó la forma alargada de Arrecife. Seid se había posa- do en algún lugar del gran macizo occidental. Meldon advirtió, casi involuntariamente, que aquella posición estaba muy lejos del pobla- do de la angelical maestra que tantos problemas le había causado. Aquello le alivió, aunque pronto se obligó a dejar de pensar en ello. Jamás volvería a centrar la atención del Espejo sobre aquella zona de Paraíso. —Bien… Muéstrame la zona con detalle. El punto de vista se desplazó a una velocidad vertiginosa hasta situarse a unos cien metros del suelo. Seid estaba sentado con las piernas cruzadas en la suave ladera de una colina. La astronave esta- ba a poca distancia, disimulada bajo toneladas de tierra, y encajada en una hondonada. Seid debía de haber instalado un sistema en la nave para poder camuflarla de aquel modo, lo que le hizo preguntar-

Esta pregunta también está en el material:

El espejo - Eduardo Lopez Vera
268 pag.

Empreendedorismo Faculdade das AméricasFaculdade das Américas

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