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Juan Antonio García Amado/Pablo Raúl Bonorino Ramírez Juan Igartua Salaverría/Victoria Iturralde María Concepción Gimeno Presa Alfonso García Figueroa/Thomas Bustamante Roger Campione/Jacobo Dopico Gómez-Aller Teoría del derecho y decisión judicial Editado por Pablo Raúl Bonorino Ramírez Presentación El presente libro recoge parte de los resultados del pro- yecto de investigación SEJ2007-64496, titulado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial”, proyecto del que soy investigador principal y que cuenta con un equipo de doce investigadores de diversas universidades españolas. Los trabajos aquí recogidos son reflejo de los objetivos de dicho proyecto y manifestación de las labores conjuntas del equipo, lo que no es óbice para la autoría individual de cada uno. Contamos también con dos artículos de profesores aje- nos al proyecto, pero que intervinieron como invitados en al- gunas de sus reuniones y que amablemente se brindaron al diálogo con todos y a la participación en este libro. Se trata de los doctores Thomas Bustamante, de la Universidad de Aber- deen y Alfonso García Figueroa, de la Universidad de Castilla- La Mancha, a quienes agradecemos muy sinceramente su co- laboración en esta obra y en nuestros debates. En nombre de todos los integrantes del equipo, debo dejar constancia también del agradecimiento al profesor Pablo Raúl Bonorino por su tarea de coordinación y edición del pre- sente volumen. Juan Antonio García Amado 9 ¿Qué es una falacia?1 Pablo Raúl Bonorino Ramírez Universidad de Vigo El término “falacia” se emplea como arma arrojadiza en los intercambios argumentativos. Las disputas que derivan en un procedimiento judicial son esencialmente argumentativas, por lo que resulta común que las partes cuestionen la posición de su rival atribuyéndole la comisión de “falacias”, o que al fundar un recurso contra la sentencia que pone fin a la contro- versia afirmen que el juez ha incurrido en alguna “falacia” en su fundamentación. Tradicionalmente se suelen definir las falacias como aque- llos argumentos que resultan psicológicamente persuasivos pero que un análisis más detallado revela como incorrectos desde el punto de vista lógico (Copi y Cohen 1995: 126)2 . La importancia de su estudio radica en que es necesario estar prevenidos y poder identificar las falacias, pues de lo contrario 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 2. El término “falacia” se utiliza en algunas ocasiones para referirse a una creencia errónea, o a un enunciado falso. Por ejemplo, cuando alguien dice “sostener que el neoliberalismo es inevitable es una falacia”. No utiliza- remos el término en este sentido coloquial, sino que intentaremos precisar la noción técnica de “falacia” tal como se la entiende en los estudios de lógica informal. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 10 podrían hacernos incurrir en errores al argumentar o incluso hacernos aceptar creencias sin buenas razones. En este artículo analizaremos la relación entre falacias y razonamiento jurídico. A través del análisis de una serie ejem- plos clásicos (apelación a la ignorancia, argumento de autori- dad y apelaciones a la emoción) mostraremos como el uso de este tipo de argumentos en el contexto jurídico nos permite reconsiderar el concepto mismo de argumento falaz. Un caso típico de falacia, mencionada en todos los libros sobre la materia, es la denominada “apelación a la autoridad”. En ella se pretende apoyar la verdad de la conclusión valién- dose de una premisa en la que se afirma que una determinada autoridad ha dicho aquello que se pretende concluir. Por ejem- plo: “Fernando Alonso ha dicho que más vale comprar bonos que invertir en la bolsa, por lo tanto, más vale comprar bonos que invertir en la bolsa”. El único apoyo para la conclusión es la supuesta afirmación del corredor de autos, lo que puede resultar persuasivo (según el grado de fanatismo que aquél al que va dirigido el argumento manifieste en relación con el de- portista en cuestión), pero que de ninguna manera puede ser considerado un buen argumento. Un análisis minucioso nos permite apreciar que no existe conexión entre lo que se afirma en las premisas y aquello que se pretende derivar a manera de conclusión. Lo que Alonso haya dicho resulta irrelevante en relación con lo que debería hacer un inversor con su dinero. Aunque no pretendemos ingresar en polémicas teóricas -pues excederíamos los límites impuestos a este artículo-, de- bemos señalar que esta caracterización dista de ser adecua- da (Cf. Comesaña 1998, Grootendorst 1987, Walton 1989). Consideramos que una “falacia” no es (como se supone en su sentido tradicional), un argumento inherentemente erróneo o incorrecto, sino que debe evaluarse en cada caso particular a la luz del contexto dónde aparece, y asociado a la violación de ciertas reglas implícitas que rigen la argumentación en esos contextos. Si bien la aclaración sobre la relatividad contextual ¿Qué es una falacia? 11 del concepto de “falacia” parece indiscutible (ya lo insinuaba Aristóteles en los “Elencos Sofistas”), la forma de identificar esas reglas resulta sumamente dificultosa, lo que impide la elaboración de una teoría general aplicable a cualquier con- texto. En nuestro caso, además, deberemos tener en cuenta las peculiaridades del contexto jurídico a la hora de explicar los distintos tipos de falacias que hemos seleccionado. Un error muy común en este tema es proyectar los resultados de estu- dios realizados sobre otros contextos argumentativos sin pres- tar atención a las peculiaridades propias del discurso jurídico (Cf. Warat 1987). El resultado puede ser catastrófico, pues muchos argumentos que en contextos científicos, por poner un ejemplo, resultan casos claros de falacias, en contextos jurídicos resultan ser no sólo habituales, sino indispensables formas de argumentar (Cf. Walton 2002). Para seguir con nuestro ejemplo. La “apelación a la auto- ridad” constituye un argumento muy común en la práctica jurí- dica. Los tribunales inferiores invocan a menudo las decisiones de tribunales superiores para apoyar sus fallos. La corte invo- ca sus propias resoluciones del pasado como fundamento de sus decisiones. Los doctrinarios tratan de dotar a sus afirma- ciones de la mayor cantidad de adhesiones entre los hombres ilustres de la disciplina de que se trate. Los textos que acom- pañan la sanción de las leyes del estado, los debates previos a la sanción de normas generales, etc., son todos considerados fuentes inagotables y valiosas de razones con las que apoyar las conclusiones que se pretendan hacer valer en disputas in- terpretativas, precisamente por la autoridad del legislador de las que emanan. En otras palabras, la apelación a la autoridad no constituye una forma errónea de argumentar en todos los contextos posibles. En el campo del derecho constituye una forma correcta y habitual para apoyar ciertas afirmaciones. Lo que no significa que a veces no se pueda incurrir en un uso inadecuado o falacioso de este tipo de argumentos. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 12 El desafío es establecer en que casos, y bajo que condi- ciones, los argumentos considerados tradicionalmente falacias lo son también en el marco de una argumentación jurídica. Y eso es lo que pretendemos hacer –de forma parcial- en este trabajo con los casos que hemos seleccionado. El catálogo de falacias – o errores en la argumentación- que presentaremos es inevitablemente incompleto, porque, como señalara De Morgan “no hay nada similar a una clasificación de las mane- ras en que los hombres pueden llegar a un error, y cabe dudar de que pueda haber alguna” (Copi 1974: 81).Pero a pesar de su incompletitud, constituye una herramienta indispensable para el jurista a la hora de evaluar sus propios argumentos y los que presentan sus colegas a su consideración. Se llama falacia de apelación a la ignorancia, o argumen- to ad ignorantiam, a aquel argumento en el que se preten- de afirmar como conclusión que un enunciado es verdadero o falso, apoyándose en una única premisa en la que se sostie- ne que no se ha podido demostrar la falsedad (o verdad) del enunciado en cuestión. Son ejemplos de este tipo de argumento los siguientes: (P) No se ha podido demostrar que las afir- maciones de la astrología sean falsas. (C) Las afirmaciones de la astrología son ver- daderas. (P) Nadie ha demostrado jamás que los ovnis existan. (C) Los ovnis no existen. En los dos ejemplos se puede observar como, de la cons- tatación de la falta de evidencia en apoyo de una afirmación, se pretende derivar como conclusión su negación (o a la in- versa, de la falta de prueba en apoyo de una negación se pre- tende sacar como conclusión la afirmación del enunciado ne- ¿Qué es una falacia? 13 gado). Como no hay pruebas capaces de avalar la verdad de lo que dices, entonces lo que dices es falso. O bien, como no hay pruebas suficientes que apoyen la falsedad de lo que digo, entonces lo que digo es verdadero. En ambos casos se pre- tende inferir de la falta de conocimiento (de la ignorancia, de allí su nombre) sobre la verdad o falsedad de una afirmación, el conocimiento sobre el valor de verdad de la misma. Pero se olvida que, de la misma manera que no es posible transmutar el bronce en oro, tampoco se puede transmutar la ignorancia en conocimiento. La estructura de la falacia de apelación a la ignorancia es la siguiente: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que P es falso. (C) P es verdadero. O en su otra variante: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que P es verdadero. (C) P es falso. Ejemplos muy comunes utilizados en los libros de lógica informal para ilustrar esta falacia son los siguientes: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que Dios no existe. (C) Por lo tanto, Dios existe. O en su otra variante: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que Dios existe. (C) Por lo tanto, Dios no existe. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 14 En ambos casos estamos en presencia de un argumento falaz, esto significa que a pesar de que pueda parecer persua- sivo en algunos contextos, en realidad no hay buenas razones en las premisas para aceptar la verdad de la conclusión. La premisa puede ser verdadera, pero de allí no se sigue que la conclusión también lo sea. La razón es que no existe conexión semántica entre lo que se afirma en la premisa y en la conclu- sión (Cf. Walton 1999). Las falacias por lo general están relacionadas directa o indirectamente con la carga de la prueba de una afirmación. Por regla general quien hace una afirmación tiene que mos- trar por qué dicha afirmación debe ser considerada verdadera. Debe probarla. En esos casos se dice que el sujeto posee la carga de la prueba. Ahora bien, cuando alguien hace una afir- mación sin ningún tipo de fundamento es muy fácil incurrir en la falacia de apelación a la ignorancia como respuesta. En esos casos, conviene ser consciente de las reglas que rigen el con- texto de argumentación racional y exigir a quien realice una afirmación sin fundamento que exponga las razones por las que deberíamos aceptarla, y no contestarle diciendo que como no lo ha probado entonces lo que dice es falso. Cuando alguien afirma algo sin justificarlo la respuesta más apropiada no es formular una negación igualmente injustificada ni asumir inde- bidamente la carga de la prueba de dicha negación. Lo que se debe hacer es resaltar que no se ha brindado apoyo para dicha afirmación y reclamarlo antes de continuar la discusión. En muchos contextos resulta muy difícil mantener la calma. Por ejemplo, cuando un paranoico afirma en nuestra presencia, y sin ningún fundamento, que es objeto de una demencial cons- piración de la que somos parte, y transforma nuestra incapaci- dad para refutar sus dichos en ¡la única prueba en apoyo de la existencia de dicha conspiración! O cuando una pareja celosa nos endilga una infidelidad y se refuerza en su convicción ini- cial solo porque somos incapaces de demostrar que no ha sido cierto. En todos esos casos hay que recordar que la apelación a la ignorancia es un argumento falaz, y no debemos utilizarlo ¿Qué es una falacia? 15 como réplica. Y también que quien realiza una afirmación tiene la carga de probar su verdad. En el contexto judicial existe un principio básico que obli- ga a considerar inocente a un sujeto acusado de cometer un delito si no se puede probar su culpabilidad. El argumento en estos casos parece ser muy similar a la falacia que estamos analizando. “Como no hay pruebas suficientes para afirmar que has cometido un delito, entonces debemos concluir que eres inocente.” Pero en los casos en los que se aplica el princi- pio procesal de inocencia debemos hacer un análisis más cui- dadoso antes de sostener que los jueces utilizan falacias cada vez que rechazan una acusación por falta de pruebas suficien- tes. Estos típicos argumentos judiciales se pueden interpretar de dos maneras diferentes: [I] (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (C) Por lo tanto, el sujeto K no ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. [II] (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser consi- derado jurídicamente inocente de la acusa- ción de haber cometido abusos a menores de edad en su rancho. Si los argumentos judiciales que se formulan en aplicación del principio de inocencia se entienden de la primera forma, Pablo Raúl Bonorino Ramírez 16 entonces estamos en presencia de una clara falacia de apela- ción a la ignorancia. Pues de la falta de pruebas para apoyar la verdad del enunciado que afirma que K cometió abusos a me- nores de edad no se puede inferir que no los haya cometido, esto es, que el enunciado que dice que K ha cometido abusos a menores de edad sea falso. Pero los argumentos judiciales no son de este tipo, pues el juez no pretende afirmar como conclusión la verdad o la falsedad del enunciado que describe la conducta del imputado, sino que el enunciado que defiende como conclusión alude al estatus procesal que cabe atribuirle en virtud de la prueba recolectada en el proceso. El argumento utilizado en esos casos se asemeja a la segunda interpretación posible, y por ello no se puede considerar una falacia de ape- lación a la ignorancia. Esto queda en evidencia de manera más clara cuando completamos la reconstrucción incorporando la premisa tácita –el principio procesal de inocencia-: (P) No hay pruebas que permitan afirmar que el sujeto K ha cometido abusos a menores de edad en su rancho. (PT) Si no hay pruebas que permitan afirmar que el imputado ha cometido el delito de que se le acusa, entonces debe ser considerado jurídicamente inocente. (C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser consi- derado jurídicamente inocente de la acusa- ción de haber cometido abusos a menores de edad en su rancho. La conexión semántica entre las premisas y la conclusión se hace visible en esta reconstrucción completa. No estamos en presencia de la estructura que caracteriza a la falacia de apelación a la ignorancia. Esto no significa que en muchos casos, algunos abogados o incluso las partes, no incurran en ella al pretender derivar de una declaración procesal de ino- cencia una afirmación sobre la verdad o falsedad del contenido ¿Qué es una falacia? 17 de la acusación. Michael Jackson, por poner un ejemplo, fue declarado inocente de los cargos de abusos de menores que se le imputaban por falta de pruebas suficientes.Esto tuvo muchas consecuencias jurídicas fundamentales para la vida del cantante, la más importante de ellas es que no pudo ser condenado y evitó pasar muchos años en la cárcel. Pero lo ocurrido en el juicio –esto es la falta de evidencia que permi- tiera al jurado afirmar sin duda razonable que el contenido de la acusación era verdadera-, no permite hacer ninguna afirma- ción sobre la verdad de dicho enunciado: no se puede decir ni que era verdad que abusaba de menores ni que era mentira que lo hiciera. En caso de que alguien formulara alguna de estas opiniones, y pretendiera apoyarlas sólo sobre la base de las actuaciones procesales, incurriría en un caso flagrante de falacia de apelación a la ignorancia. Se denomina falacia de apelación a la autoridad (o ar- gumento ad verecundiam) a aquel argumento en el que la única premisa expresa la opinión de una supuesta autoridad en determinada materia y, a partir de ella, se pretende defen- der como conclusión la verdad del contenido de dicha opinión. Pero no toda apelación a la autoridad conduce a un argumen- to falaz. De hecho nuestro conocimiento sobre muchas áreas descansa sobre la confianza que nos merece las opiniones de ciertos expertos de los que hemos aprendido. La apelación a la autoridad es falaz cuando la persona cuya opinión se utiliza como única premisa no tiene credenciales legítimas de auto- ridad sobre la materia en la que se este argumentando. Más adelante veremos con más detalle las reglas que rigen la co- rrecta apelación a la autoridad, antes presentaremos algunos ejemplos. [I] (P) La modelo Margarita Labella sostiene que la reelección presidencial es justa y necesa- ria. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 18 (C) Por lo tanto, la reelección presidencial es justa y necesaria. [II] (P) Albert Einstein sostuvo que ninguna cau- sa puede justificar una guerra. (C) Por lo tanto, ninguna causa puede justifi- car una guerra. [III] (P) El premio Nobel de literatura ha dicho que Estados Unidos está profundamente equivo- cado en su política internacional. (C) Por lo tanto, Estados Unidos está profun- damente equivocado en su política interna- cional. [IV] (P) La Corte Constitucional ha fallado que los matrimonios homosexuales son inconstitu- cionales. (C) Por lo tanto, los matrimonios homosexua- les son inconstitucionales. Los cuatro argumentos presentados constituyen casos de apelación a la autoridad, pero no todos ellos son falaces. El primero es muy común en la actividad publicitaria. Se defiende la bondad de un producto –medida, política, servicio, etc.- sólo sobre la base de que algún famosillo o ídolo del momento así lo afirma. Independientemente del éxito que pueda tener esta estrategia argumentativa en el campo comercial, aumentando considerablemente las ventas, se trata de un ejemplo claro de falacia de apelación a la autoridad. Los dos casos siguientes ¿Qué es una falacia? 19 son usos falaces pero más sutiles, y suelen emplearse más a menudo en contextos de argumentación racional. Una emi- nencia en cierto campo, por ejemplo la física o la literatura, no constituye por el sólo hecho de serlo una autoridad en otros dominios de conocimiento. Apoyar el pacifismo porque Eins- tein sostuvo que era la mejor opción política, por ejemplo, lleva a cometer una falacia. Sostener cierta interpretación de la teoría de la relatividad apoyándose en lo que Einstein dijo al respecto no lo es – al menos en la mayoría de los contextos argumentativos-. Finalmente, el ejemplo jurídico es un caso claro de apelación a la autoridad no falaciosa. Sostener el ca- rácter inconstitucional de una disposición citando en apoyo lo que la máxima autoridad sobre la materia a dicho no constitu- ye una falacia. Este tipo de argumentos son muy corrientes en la práctica jurídica, no solo apelando a los tribunales superio- res, sino también a figuras destacadas de la doctrina o a otros jueces de prestigio. La estructura de la Apelación a la autoridad es la siguien- te: (P) El sujeto A afirma P (C) P Podemos tratar de sistematizar algunas reglas que nos permitan dirimir cuando un argumento ad verecundiam cons- tituye una falacia (Cf. Comesaña 1998, Kelley 1990, van Ee- meren et al, 2002). Estas reglas no brindan un método para determinar de forma inequívoca el carácter falacioso o no de una apelación a la autoridad en cualquier contexto en el que se emplee. Constituyen una guía para llevar a cabo la evaluación, pero no permiten automatizarla. Debemos examinar caso por caso teniendo en cuenta el contexto en el que se argumenta para poder afirmar la existencia de un argumento falaz. [1] Si la autoridad a la que se apela no es competente en la cuestión que se está discutiendo el argumento ad verecun- diam es falaz. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 20 Esta regla es la que permite descalificar como falaces la apelación a la opinión de expertos en ciertos campos, o a la de gente talentosa en ciertas actividades, pero para apoyar como conclusión enunciados que no corresponden a la disciplina en la que descollan o sobre materias para las que no poseen nin- guna cualificación especial. Los ejemplos tomados de la pu- blicidad a los que hemos aludido al inicio constituyen falacias en virtud de esta regla. Pero no todos los casos son tan claros como el de un futbolista citado en apoyo de una medida polí- tica o de un medicamento contra el cáncer de mama. La gran especialización que caracteriza al conocimiento en nuestras sociedades lleva a que ciertos sujetos sean expertos en ciertas ramas de su disciplina pero no en todas ellas. Un físico de la atmósfera difícilmente pueda ser citado como autoridad en una discusión sobre el principio de complementariedad cuántica, a pesar de ser un físico diplomado y la materia sobre la que se discute sea la física. Un penalista tampoco resulta un experto en derecho de familia, a pesar de ser un jurista. Si bien estos casos son menos falaces que las manipulaciones publicitarias, también resultan argumentos de escasa solidez por constituir falacias de apelación a la autoridad. [2] Si existe desacuerdo entre los expertos y se apela a uno de ellos sin dar cuenta de la discusión el argumento ad verecundiam es falaz. Es frecuente encontrar desacuerdos entre los expertos en determinadas materias. Economistas, psiquiatras, juristas, politólogos, filósofos… Todas las disciplinas poseen cuestiones en las que sus autoridades no se encuentran de acuerdo. En estos casos se debe verificar que efectivamente estemos en presencia de un desacuerdo genuino entre legítimos expertos en una determinada cuestión, y no meramente ante un cruce de opiniones entre un experto y un sujeto que se hace pasar por experto. Pero una vez confirmado este punto, entonces re- sulta falaz apoyarse solo en la opinión de uno de los grupos en pugna sin mencionar la existencia de la disputa y sin justificar por qué se ha adoptado dicha posición. En estos casos se debe ¿Qué es una falacia? 21 defender con argumentos adicionales la apelación a un grupo de expertos en lugar de a los otros, de lo contrario corremos el riesgo de incurrir en una falacia de apelación a la autoridad. En el terreno de la práctica judicial estamos en presencia de una situación similar a la descrita anteriormente cuando las partes han encargado sendas pericias -sobre la cuestión técni- ca que sea- y los dictámenes periciales no son concordantes. En estos casos el juez no puede apoyarse en uno de ellos sin justificar porque ha desechado el restante, so pena de incurrir en un argumento falaz y, en consecuencia, de debilitar seria- mente la fundamentación de su decisión. [3] Si la discusión es entre expertos y se apela a la au- toridad de un experto del mismo grado o de un grado inferior a quienes protagonizan la discusión entonces el argumento ad verecundiam es falaz. Esta regla se basa en que la autoridad es una propiedad que se presenta en grados. Un estudiante de derecho es una autoridad paralos estudiantes de física, pero no lo es para sus profesores, y estos, a su vez, pueden considerarse una autori- dad respecto de sus alumnos pero no para otros especialistas de su área. Así como es difícil determinar en ciertos casos si un sujeto puede considerarse una autoridad o no, lo es más aún precisar el grado de autoridad que cabe atribuirle. Pero como dijimos al presentar estas reglas, esto es lo que lleva a tener que evaluar caso por caso los argumentos antes de poder determinar su carácter falacioso y, sobre todo, es lo que determina que dicha tarea no resulte mecánica. Resulta falaz apelar a una autoridad de un experto del mismo grado de los que protagonizan la discusión o bien de grado inferior, pero no lo es apoyarse en la opinión de exper- tos de grado superior. Por ejemplo, en la disputa entre Bohr y Einstein sobre cuestiones de física teórica, ninguno de los dos podía apelar a la opinión de otro físico para dirimir la cuestión sin cometer una falacia. En la práctica jurídica es común que Pablo Raúl Bonorino Ramírez 22 los jueces apoyen sus posiciones en lo dicho por otros colegas en sus sentencias. En estos casos resulta legítimo apoyarse en autoridades de grado superior e incluso del mismo rango –y en la práctica judicial resulta un poco más sencillo determinar las jerarquías. Pero constituye una falacia cuando la autoridad a la que se alude es de grado inferior a la autoridad del que argu- menta. En estos casos, no obstante, hay que tener cuidado en no confundir autoridad judicial con autoridad cognitiva. Puede que un sujeto sea una eminencia en cierta área especializada pero que en la jerarquía judicial se encuentre en un grado infe- rior a quien pretenda hacer valer su opinión. En estos casos no estamos ante una falacia porque el sujeto sería citado como autoridad teórica y no como autoridad judicial. La mayoría de las apelaciones a la autoridad en materia judicial no son fala- ces, pues o bien se alude a la opinión de teóricos de reconoci- do prestigio, o bien a la de organismos jerárquicamente supe- riores. Pero conviene tener presente esta regla al evaluarlas, porque pueden existir usos falaciosos no evidentes. Una cuestión muy distinta es aceptar los argumentos for- mulados por otros jueces. En ese caso, la conclusión se apoya en el argumento formulado por la autoridad y no sólo en su opinión. Es muy común adherirse a las razones de un juez pre- opinante, por ejemplo. En esos casos no estamos apelando a su autoridad –lo que sería prima facie falaz según esta regla-, sino que estamos tomando sus argumentos. Si dichos argu- mentos son sólidos en boca de un colega, también lo serán en la nuestra. Pero su solidez no dependerá de quién haya sido el que los ha formulado antes, sino que, tal como haríamos para evaluar cualquier argumentación, deberemos examinar la ver- dad de sus premisas y la corrección lógica de sus estructuras. No estamos en presencia de un argumento de apelación a la autoridad, o al menos, no cómo único soporte para nuestras afirmaciones. [4] Si la discusión es sobre una cuestión que no requie- re un conocimiento especializado –o de habilidades especiales ¿Qué es una falacia? 23 que no posea una persona común- el argumento ad verecun- diam es falaz. No todas las cuestiones que se discuten requieren de un conocimiento especializado para ser resueltas. Incluso cuando se argumenta en el marco de una disciplina establecida, como el derecho, pueden surgir disputas puntuales sobre aspectos no técnicos para los que no se necesiten conocimientos espe- ciales para fundar una posición. Gustos, posiciones valorativas o elecciones políticas pueden no requerir más que ciertas dosis de sentido común. En esos casos resulta falaz apelar a la au- toridad, pues quien argumenta se encuentra en condición de ofrecer sus propias razones para que se acepten sus creencias al respecto. La práctica jurídica –y la vida académica- presen- ta un caso paradigmático de falacia por violación de la regla que estamos analizando: el sujeto que apoya sus opiniones de sentido común en una catarata de citas de autoridad, con la única finalidad de ocultar la falta de argumentos con que pre- tende defender su posición. [5] Si la materia sobre la que se discute no constituye una disciplina establecida -con expertos reconocidos- el argu- mento ad verecundiam es falaz. Esta regla descansa sobre la distinción entre discipli- nas científicas o teóricamente reconocidas, y seudociencias o seudodisciplinas. La distinción es sumamente problemática pero conviene tenerla en cuenta. La astrología, la ovnilogía, la ciencia de la adivinación o de las runas, etc. son casos para- digmáticos de seudodisciplinas en las que muchos sujetos se autodenominan expertos. Constituye una falacia la apelación a dichas autoridades no porque no sepan sobre runas, por ejemplo, sino porque el conocimiento sobre runas no posee las características que definen otros campos del saber claramente establecidos, como la biología o la física. Sería impensable que un juez fundamentara una decisión apoyándose en la opinión de un reconocido experto en astrología, pero si tal cosa ocu- Pablo Raúl Bonorino Ramírez 24 rriera, lo descalificaríamos por tratarse de un argumento falaz de apelación a la autoridad. En las llamadas falacias de apelación a la emoción se agrupan una serie de argumentos que se caracterizan por mo- vilizar ciertas emociones básicas en el auditorio, poseer un gran poder persuasivo, tender a anular la razón crítica bus- cando reacciones instintivas no razonadas, y que, tal como he- mos dicho en el inicio, no son inherentemente falaces –aunque en muchas ocasiones si lo son, como cuando las premisas no guardan ninguna relación con la conclusión que se quiere fun- dar con ellas. En este segmento del trabajo presentaremos el argumento de apelación al pueblo (que apela a la solidaridad grupal), el argumento de apelación a la fuerza (que moviliza el temor que puede producir el uso de la fuerza) y el argumento de apelación a la misericordia (que descansa sobre la emoción básica de la piedad). El argumento de apelación al pueblo, o argumentum ad populum, se puede caracterizar como aquel argumento en el que las premisas movilizan el entusiasmo masivo o los senti- mientos populares con el objeto de ganar asentimiento para su conclusión. En ellos se afirma que la conclusión es verdade- ra porque todo el mundo o un grupo determinado de personas creen que es verdadera (o bien que, porque nadie sostiene su verdad, entonces es falsa). En estos casos, como en los ante- riores que hemos analizado, no conviene desechar el empleo de este tipo de argumentos como si siempre fueran falaces. Para ellos debemos tener en cuenta el contexto en el que se formulan, la conclusión que se pretende afirmar y si, una vez reconstruidos, se puede percibir cierta conexión relevante en- tre premisas y conclusión. Veamos primero algunos ejemplos. (P) Todo el mundo cree que es necesario de- jar que el presidente pueda volver a ser ele- gido para ejercer el cargo en las próximas elecciones. ¿Qué es una falacia? 25 (C) Es necesario dejar que el presidente pue- da volver a ser elegido para ejercer el cargo en las próximas elecciones. (P) Ninguna persona de este país considera que las medidas del gobierno en este terreno sean ilegales. (C) Las medidas del gobierno en este terreno no son ilegales. (P) Todos los miembros de esta Cámara pien- san que los matrimonios homosexuales no deben estar permitidos en nuestro país. (C) Los matrimonios homosexuales no deben estar permitidos en nuestro país. (P) Ningún miembro de este partido que sea fiel a nuestros ideales sostendría que debe- mos dejar pasar esta oportunidad única. (C) No debemos dejar pasar esta oportuni- dad única. Las dos estructuras básicas que puede presentar este tipo de argumentos son: (P) Todos aceptan que P es verdadero. (C) P es verdadero. O en su otra variante:(P) Nadie acepta que P sea verdadero. (C) P es falso. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 26 Este tipo de argumento puede ser razonable en algunos casos excepcionales –pensemos en el tercero de los ejemplos que hemos puesto anteriormente-, pero por lo general ofrecen un apoyo sumamente débil a la verdad de la conclusión. Inclu- so hay contextos en los que su utilización suma dos defectos: (1) falta de conexión entre premisas y conclusión, y (2) pre- tensión de estar ofreciendo un argumento concluyente, casi deductivo en apoyo de la conclusión. En esos casos resulta falaz su utilización pues con ella se pretende reemplazar las razones que sí serían relevantes para sostener la conclusión, y además se pretende enmascarar la absoluta falta de apoyo que se brinda en su defensa. El segundo ejemplo que pusimos es un caso de uso falaz del argumento. Se pretende defender la legalidad o ilegalidad de una medida (cuestión técnica de naturaleza jurídica) apelando a la manera en la que la gente sin formación jurídica opina sobre el problema. Las creencias de los ciudadanos sobre la constitucionalidad o legalidad de una medida son irrelevantes para determinar si efectivamente resulta inconstitucional o ilegal. No lo sería tanto si se apelara a lo que los jueces con competencia en la materia afirman, o a lo que todos los especialistas han dicho. Pero en esos casos el argumento se combina con una apelación a la autoridad del grupo cuya opinión se cita en apoyo, con lo que su evaluación requeriría el concurso de las reglas que hemos expuesto ante- riormente para ese tipo de argumentos. El último ejemplo que hemos dado ofrece una variante interesante, puesto que se apela al sentimiento de pertenen- cia a un grupo. En esos casos se trata de establecer una divi- sión del mundo entre “amigos” y “enemigos”, dejando a quien intente argumentar en contra de la posición que se defiende con el argumento en una situación de marginalidad en rela- ción con el grupo de pertenencia. El argumento, a pesar de su debilidad, suele ser sumamente efectivo –según el tipo de auditorio al que va dirigido. Basta recordar cómo Ricardo III, cerca del final del drama de Shakespeare, logra mediante este ardid consenso para asesinar a uno de los pocos personajes de ¿Qué es una falacia? 27 la corte que no le eran incondicionales. Comenzó a narrar una historia sobre el origen mágico de sus malformaciones, incluyó a la amante del sujeto como la bruja encargada de producir el hechizo y luego pidió apoyo para la sanción que había decidido ejecutar: al percibir la duda en el rostro del amante remató la faena pidiendo que lo siguieran quienes no habían participado de tamaña traición. El otrora personaje fuerte del reino quedó solo en la mesa, sin entender cómo una reunión para discu- tir aspectos ordinarios de la corte se había transformado en un juicio sumarísimo donde acababa de ser abandonado por algunos a los que creía amigos leales y condenado a muerte con su anuencia. Pero no fue la fortaleza del argumento lo que decidió su suerte, sino el contexto en el fue emitido. Un procedimiento judicial en un Estado de Derecho constituye un contexto argumentativo muy distante del ambiente autorita- rio que se respiraba en la corte de Ricardo III. En nuestra situación las buenas razones deben prevalecer sobre cualquier otra consideración emotiva o retórica. Es más, debemos estar alertas para no caer bajo su influjo cuando las partes apelan a este tipo de argumentos, e incluso cuestionar públicamente su utilización. Las decisiones jurídicas deben estar apoyadas por argumentos sólidos para que se consideren justificadas, y para ello no basta con persuadir. Hay que hacerlo con los mejores argumentos que podamos construir. Para ello debemos apelar a la razón y no dejarnos ganar por las emociones primarias que puedan movilizar –de manera inadecuada- ciertas estra- tegias argumentativas. El argumento de apelación a la misericordia, o Argumen- tum ad misericordiam, constituye una variante del analizado anteriormente. En este caso, se pretenden brindar apoyo a la conclusión afirmando como premisas ciertas circunstancias penosas en las que se encuentra (o se ha encontrado) quien hace la afirmación o aquel sobre el se hace la aseveración. Di- chas situaciones deben servir para movilizar en el que escucha o lee el argumento los sentimientos de piedad o compasión. Altamente persuasivos, este tipo de argumentos no resultan Pablo Raúl Bonorino Ramírez 28 inevitablemente falaces. Sólo lo son cuando la conclusión que se pretende apoyar no guarda ninguna relación con las cir- cunstancias penosas que se mencionan en las premisas, o cuando con ellos se pretende distraer la atención sobre la falta de apoyo para la conclusión. Consideremos los siguientes ejemplos. (P) El imputado es padre de tres hijos y único sostén del hogar, tuvo una terrible infancia y se encontraba sin empleo desde hace tres meses. (C) El imputado no ha cometido el hurto del que se le acusa. (P) El imputado es padre de tres hijos y único sostén del hogar, tuvo una terrible infancia y se encontraba sin empleo desde hace tres meses. (C) El imputado debe ser castigado con la pena mínima establecida por la ley para el delito del que se le acusa. La estructura básica de este tipo de argumentos es: (P) Quien emite la afirmación P (o aquel del que se habla en P) se encuentra en una pe- nosa situación. (C) P es verdadera (o falsa). Para evaluar si se trata de un uso falaz, debemos recons- truir el argumento y evaluar la conexión que existe entre lo que se afirma en las premisas y la conclusión. En el primer ejemplo estamos ante un uso falacioso pues se pretende apo- yar como conclusión que el sujeto digno de piedad ha reali- zado, o dejado de hacer, ciertas acciones en el pasado. No es ¿Qué es una falacia? 29 relevante para determinar si un hecho ha ocurrido -o si una acción constituye la comisión de un delito- la situación penosa en la que se encuentra quién hace la afirmación (o en la que se encontraba el sujeto sobre quién se la formula). Pero si lo es si con ello se pretende atenuar su responsabilidad a los efectos de graduar la pena que le debe ser impuesta. Consideramos que el análisis de los casos elegidos permiten mostrar que hay que evitar incurrir en el error –presente en muchos libros que tratan el tema- de pensar que los argu- mentos que se suelen denominar “falacias” lo son siempre, con independencia del contexto en el que se usan o de lo que se pretende defender como conclusión apelando a ellos. Para determinar si se esta ante una falacia se debe proceder con cautela, teniendo en cuenta el uso efectivo que se hace de los argumentos en la práctica argumentativa que se pretenda examinar. La argumentación en el marco de un procedimiento judicial posee ciertas peculiaridades que resultan sumamente relevan- tes para poder atribuir el carácter de falaz a un argumento. Los juristas deberían tenerlas muy presentes antes de emitir un juicio de valor argumentativo apelando a la existencia de “falacias”. Pablo Raúl Bonorino Ramírez 3030 Bibliografía Comesaña, Juan Manuel. 1998. Lógica informal, falacias y argumentos filosóficos. Bue- nos Aires: Eudeba. Copi, Irving M. y Carl Cohen. 1995. Introducción a la lógica. México: Limusa. Copi, Irving M. 1974. Introducción a la lógica. Buenos Aires: Eudeba. Grootendorst, Rob. 1987. “Some fallacies about fallacies”, en Frans H. Van Eemeren, Rob Grootendorst, J. Anthony Blair and Charles A. Willard, eds., Argumentation: Across the Lines of Discipline, Dordrecht-Providence: Floris Publications, pp.331-342. Kelley, D. 1990. The Art of Reasoning. With Symbolic Logic. New York: Norton & Com- pany. Van Eemeren, Frans H., Rob Grootendorst, y A. Francisca Snoeck Henkemans. 2002. Argumentation. Analysis, Evaluation, Presentation. Mahwah, New Jersey - London: Lawrence Erlbaum Associates. Walton, Douglas N. 1989. Informal logic. A Handbookfor Critical Argumentation. Cam- bridge-New York: Cambridge University Press. Walton, Douglas N. 1999. “The appeal to ignorance, or argumentum ad ignorantiam”. Argumentation 13, no. 4: 367-377. Walton, Douglas N. 2002. Legal Argumentation and Evidence. University Park, PA: Penn- sylvania State University Press. Warat, Luis Alberto. 1987. “Técnicas argumentativas en la práctica judicial”, en Interpre- tación de la ley. Poder de las significaciones y significaciones del poder, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, Tomo I, pp. 83-92. 31 Los indicios tomados en serio1 Juan Igartua Salaverría Universidad del País Vasco A los indicios se les ha tenido, tradicionalmente, como elementos de poco fiar: por insustanciales (de poco fuste) pero también (o debido a ello) por insidiosos2. Y nuestra cultu- ra jurídica, en forma de homenaje torcido, no se ha permitido el mal gusto de mostrarles un marcado interés. Lo que, curio- samente, ha provocado el contraproducente efecto de dejarlos asilvestrados y liberados de una eficaz disciplina; al punto de que, por no saber, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuál es el denominador común de los integrantes que conforman esa difusa tropa (la de los indicios, quiero decir) y, por ende, tampoco quiénes y por qué engrosan sus filas. Procedería por tanto, como medida preliminar, explorar ese mundo para ver si somos capaces de discernir qué contingente lo habita y las se- ñas de identidad que definen a esos moradores; objetivo, sin embargo, que aquí no será tomado como estación de término sino como medio del cual obtener después algún rendimiento en orden a lo que de verdad ahora importa: la valoración de los indicios en el procedimiento y en el proceso penal. 1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la decisión judicial.”. 2. Con lenguaje muy plástico se ha hablado de “las oscuras sugestiones de una palabra ambigua: el indicio” (Iacoviello 1997b: 198). Juan Igartua Salaverría 32 Pero antes de emprender este recorrido, que se anun- cia accidentado y sinuoso, de ningún modo resulta superfluo demorar la salida para dotarnos de alguna información a fin de prevenir descarrilamientos evitables. Me refiero a que la circulación está abierta a tres nociones diferentes de “indicios” (Ferrua 2007a: 334-336); a saber: 1) En un sentido filosófico- científico, “indicio” (o “prueba indiciaria”) es lo opuesto a la verificación directa del hecho que requiere prueba. Por tanto, cuando se persiga probar hechos del pasado que el tiempo esfumó, sólo cabe emplear indicios (hechos que nos remitan al factum probandum), independientemente se trate de la de- claración de un testigo que presenció el homicidio de Ticio o de unas huellas dactilares halladas en la escena del crimen; porque en ambas situaciones se pasa de un hecho (el testi- monio o las improntas dactilares) a otro hecho (la autoría del homicidio), no estando presente el hecho a probar. 2) En una acepción técnico-jurídica, el “indicio” (o “prueba indiciaria”) se opone a las pruebas que versan directamente sobre el factum probandum (también llamadas “pruebas directas”, como la de- claración de un testigo que vió a Cayo disparar sobre Ticio) y tiene por objeto la prueba de hechos diferentes del hecho principal pero relacionados con éste (también conocidas como “pruebas indirectas”, como la presencia de huellas de Cayo en la pistola con que se mató a Ticio). 3) Y en un uso lingüís- tico vulgar3 , “indicio” (a secas) significa un elemento que se contrapone a una prueba suficiente para probar tanto el he- cho principal (p.ej. porque el testigo estaba algo alejado de la escena del crimen, había oscurecido y, encima, Cayo tiene un hermano gemelo) como un hecho secundario (p.ej. si la policía encontró en la pistola huellas de tres personas diferentes, no sólo las de Cayo). De las tres nociones reseñadas, hagamos caso, por ra- zones ya de sobra intuidas, únicamente a la segunda y a la tercera, comenzando por esta última. 3. Lo que no impide que también encuentre cabida en el lenguaje jurisprudencial (Trevisson 1995: 312). Los indicios tomados en serio 33 I. ¿Son los “indicios” menos que las “pruebas”? “Contra mí no hay pruebas, sólo indicios”, la frase re- petida sin cuenta (pero con mucho cuento, generalmente en frívolos programas televisivos) por personas presuntamente atrapadas en operaciones económicas turbias si no descarada- mente delictivas, lejos de ser un extravagante producto de la incultura popular nos sitúa en el centro de un problema que, al menos entre nosotros, no ha sido reconocido en sus reales di- mensiones por la conciencia jurídica dominante y que toleraría ser formulado de la guisa siguiente: ¿qué diferencia concep- tual media -si la hay- entre, por un lado, la locución “indicio” que comparece p.ej. en el art. 384 de la LECrim a propósito del auto de procesamiento (textualmente: “indicio racional de criminalidad”) o en el art. 637 de la misma Ley referido al so- breseimiento libre (el cual procederá “cuando no existan indi- cios racionales de haberse perpetrado el hecho”)4 y, por otro lado, el mismo término en la expresión “prueba por indicios” (como equivalente a “prueba indiciaria”) muy propagada en el lenguaje judicial así como en la doctrina académica?5 Es una cuestión que, a todas luces, no admite ser despa- chada o diferida o esquivada (a lo peor, es que ni siquiera ha sido atisbada) con las banalidades al uso, como sucede cuando se sostiene que, siendo la “prueba por indicios” (o “prueba in- diciaria”) un concepto jurídico-procesal compuesto, el “indicio” sería un subconcepto o un componente de aquella compleja sustancia conceptual (constituída además por la “inferencia aplicable” y la “conclusión inferida”) (Pastor Alcoy 2006: 148). Pero con ello se pasa por alto que, en puridad, el propio con- cepto de “indicio” denota ya una entidad estructural. Nada es de por sí indicio; se convierte en tal cuando entra en conexión con otra realidad (por definición, el indicio siempre es indicio de otra cosa), por lo que el “indicio racional de criminalidad” 4. En ese mismo listado cabría incluir disposiciones de la LECrim que contienen una terminología equivalente, como el art. 503 que contempla la prisión provisional (cuando aparezcan “motivos bastantes para creer respon- sable del delito” a una determinada persona), o el art. 641 que regula el sobreseimiento provisional (cuando “no haya motivos suficientes para acusar a determinada o determinadas personas”). 5. Y que en otros países, Italia entre ellos, tiene un refrendo explícito hasta en la legislación procesal. Juan Igartua Salaverría 34 (mencionado en el art.384 LECrim) exhibe la misma articula- ción tripartita que la atribuida a la “prueba por indicios” (esto es: un dato indiciante, un hecho indiciable y la relación indicia- ria que conecta al primero con el segundo). Si estoy en lo cier- to, el desencuentro entre la opinión penúltimamente reflejada y la mía propia no tendría más enjundia que la de una mera discrepancia terminológica: a lo que unos llaman “indicio” yo lo nomino el “dato indiciante” que, a través de una “conexión inferencial”, enlaza con un “hecho indiciable”. Despejada la bruma de este palabrero quid pro quo, no obstante seguimos in albis a la espera de una respuesta a la pregunta de si los indicios que sirven para imputar (o para adoptar alguna medida cautelar) desmerecen6 de los indicios que bastan como prueba para condenar. 1. Diferentes escenarios para los “indicios” La verdad es que las disposiciones procesales en nada nos socorren (al menos explícitamente) para salir de la perple- jidad. En efecto, si pasamos revista a los artículos de la LECrim en los que se menciona la palabra “indicio” o vocablo de pelaje similar –“motivos bastantes” (art. 503),“motivos suficientes” (art.641)- nada nos rescata de la desorientación que provo- can palabras y expresiones tan indeterminadas. Ahora bien, si apuramos un poco la atención, hay una pista que no pasa desapercibida7 . La legislación procesal traza una frontera entre la fase sumarial y el juicio oral; y todas las disposiciones que albergan el término “indicio” (o términos de ralea parecida) afectan a lo que acontece sólo en la primera, en nada al desarrollo de la vista oral. En ésta únicamente tienen cabida las “pruebas” (no por nada el art.741.1 LECrim dice:”El 6. Sólo entra en mi consideración este aspecto de la respectiva fuerza probatoria de unos y otros, no otra cosa. Porque salta a la vista una evidente diferencia entre ellos: mientras que la denominada “prueba por indicios” se solapa con la llamada “prueba indirecta” (o “lógica” o “crítica”), los “indicios” que propician p.ej. el auto de procesamiento abarcan no sólo a los elementos probatorios que tienen un aire de familia análogo al de las pruebas indirectas sino a cualesquiera otros. Sería inaudito, en efecto, que no pudiera procesarse a una persona en base a declaraciones de testigos presenciales por ser testimonios directos (Cfr. Trevisson 1995: 310 y 312; Fassone 1997: 636; Battaglio 1995: 382). 7. fr. en sentido crítico Fassone (1995: 1105). Los indicios tomados en serio 35 tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practica- das en el juicio (…) dictará sentencia dentro del término fijado por esta Ley”); no hay rastro de los “indicios”. Y si, luego, tanto la jurisprudencia como la doctrina han rehabilitado a los indicios como material probatorio en orden a la decisión final, no sería baladí que ésos lleven antepuesta la palabra “prueba” (“prueba por indicios” o “prueba indiciaria”; pero “prueba” y no “indicios” tout-court). En resumidas cuentas: la diferencia entre los indicios en la fase sumarial y en la vista oral radicaría en que: en la primera no alcanzan el estatus de pruebas y en la segunda sí adquieren esa vigorosa prestancia8 . Y eso explicaría las rebajadas equivalencias, estableci- das en sede doctrinal, entre “indicio racional de criminalidad” (art. 384.1) y “fundada sospecha de participación (…) en un hecho punible” (Gimeno Sendra et al.2000: 541 vol.3):, o en- tre “motivos bastantes” a fin de decretar prisión provisional (art. 503) y “fundada sospecha de peligro de fuga del im- putado” (Gimeno Sendra et al. 2000: 139 vol.4) , o entre la no existencia de “indicios racionales” para acordar el sobre- seimiento libre (art.637) y la ausencia de “un mínimo grado de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 638 vol.4), o entre la falta de “motivos suficientes” como razón para proce- der al sobreseimiento provisional (art. 641) y la insuficiencia del material instructorio para identificar “con algún grado de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 649 vol.4) al cul- pable. Como puede apreciarse, los correlatos semánticos de “indicio” (“sospecha”, “mínima verosimilitud”, etc.) son de una labilidad ostentosa9 . Por contra, cuando los indicios se erigen en auténtica prueba (“prueba por indicios” o “prueba indicia- ria”) experimentan una metamorfosis radical (según predican tribunales y doctrina académica); es decir: están acreditados mediante prueba directa, se asocian entre sí, convergen en el 8. Opinión ésta muy expandida (cfr. Buzzelli 1995: 1133). 9. Amén de que estos mismos términos son, a su vez, de una indeterminación acongojante y cada cual los en- tiende a su aire, sin que eso, a lo que se ve, parezca preocupar a nadie. Como escribía una procesalista español – Sentís Melendo- que degustó las hieles del exilio: “Se dice que hay delito, sin decir por qué lo hay; hay indicios sin saber cuáles son (…), en definitiva, se procesa porque se procesa (…) y después se revoca porque se revoca” (citado en Gimeno Sendra et al., 2000 : 537 vol.3. Juan Igartua Salaverría 36 thema probandum, se refuerzan recíprocamente, etcétera10 . En fin, poco que ver con lo anterior. Por tanto, los indicios no parecen pertenecer a una única progenie en la que todos ellos, de baja cuna y textura impre- sionista, se barajarían indistintamente sino, más bien, a castas diferenciadas en razón de su diverso potencial probatorio. Lo cual tendría, en principio, su razón de ser que, sintéticamente, se concretaría en el siguiente raciocinio. La introducción de distintos estándares de prueba en el ámbito penal se legitimaría porque es diferente el quantum requerido para comenzar imputando que para terminar conde- nando (así como el adecuado para la etapa intermedia entre ambas, la que determina la apertura del juicio)11 . En efecto, cada fase lleva asignada una función específica y de desigual gravedad: así, por atenernos a lo que llevamos entre manos, la sumarial asume el cometido de la investigación con la vista puesta en la remisión del caso a juicio (Buzzelli 1995: 1133- 1134); la de la vista oral tiene en su horizonte la condena del acusado. Por eso, el convencimiento judicial exigible en una y otra debe ser también diverso: en la instrucción bastan las probabilidades, en la conclusión de la vista oral sólo valen las certezas12 . De manera que el material utilizable en una y otra está dotado de un espesor probatorio distinto: (meros) “indicios” en el sumario y “pruebas” (por indicios inclusive) en el juicio13 . Recapitulando: en el lenguaje procesal (sea éste de raigambre legislativa o jurisprudencial o doctrinal o de los tres registros contemporáneamente), unas veces asoma la pa- labra “indicio” en el sentido técnico de “prueba indiciaria”, y otras muchas como un elemento probatorio provisional que, si bien no está maduro para fundamentar la decisión final, es suficiente para menesteres de menor calado y al que, en con- 10. Para detalles, cfr. Miranda Estrampes 1997: 249-256. 11. Esta idea remite a una tradición plurisecular que distinguía los indicios ad custodiendum de los indicios ad condenamdum, situándose entre medias los indicios ad iudicandum (menos graves que para la condena pero más consistentes que para la captura) (cfr. Iacoviello 1997: p.111. Véase así mismo, también en la misma onda, Battaglio 1995: 379; Garayalde Martín 2009: 6. 12. Opinión que describe (pero critica) Buzzelli 1995: 1139-1140. 13. Postura que recoge (para rechazarla) Fassone 1995:1105. Los indicios tomados en serio 37 secuencia, se le debe exigir una valencia demostrativa inferior (Fassone 1997: 636). Pues bien, antes de salir al paso de este planteamiento de aparente lozanía pero en el fondo bastante crepuscular, ne- cesito aprovisionarme de unas pocas y básicas herramientas conceptuales. 2. Un intermedio teórico En ese muestrario de inercias llamado “tradición”, ha en- contrado cálido acomodo la convención de que el vocablo “in- dicio” denotaba una probatio minor o incompleta, como si ése fuera el hermano pequeño de la “prueba”, al ser ésta la que de verdad procuraba una demostración cabal14 . Sin embargo, hay eficaces argumentos para combatir semejante idea15 . A. Si aceptamos que el “indicio” es algo menos (o incluso mucho menos) que la “prueba”, establecemos una gradación dentro del material probatorio, lo que evoca las categorías medievales de los indicios dudosos y de los indubitados, de las pruebas plenas y de las semiplenas, y con ello estamos intro- duciendo un cuerpo extraño en un sistema que pivota sobre el principio del libre convencimiento del juez (ya que una jerar- quía de los medios de prueba resucitaría el periclitado sistema de valoración legal de las pruebas). Acotando pues el problema, la afirmación de que el in- dicio es menos que una prueba tolera ser entendido de dos maneras: en abstracto o en concreto. Apostar por lo primero implicaría que el legislador había prefigurado la eficacia proba- toria de cada medio de prueba (cosa que entra en estruendosa colisión con el principio de la libre conviccióndel juez). Incli- narse por lo segundo supone que la menor fuerza probatoria de un indicio no está predeterminada por el legislador sino es el resultado de la valoración judicial (pero, entonces, la dis- tinción entre indicio y prueba no precedería sino seguiría a la 14. Así lo constata, entre muchísimos, Fassone 1997: 635-636. 15. Sigo a Iacoviello 1997: 117- 118. Juan Igartua Salaverría 38 valoración judicial del material probatorio). Es precisamente esta última opción la que encaja en el vigente modelo de libre valoración de las pruebas. Por tanto, a ella habrá que atener- se. Para entendernos: de antemano nada puede conceptuar- se como prueba de primera o de segunda o de tercera ca- tegoría, en el sentido de que nada posee una automática y resolutiva capacidad para probar el hecho desconocido. Como mucho, todo merece inicialmente la genérica e indistinta con- sideración de elemento de prueba (Fassone 1995: 1112; Iaco- viello 2000: 771). Será, después, que a cada elemento se le reconocerá mayor o menor fuerza probatoria según aproveche a conseguir el resultado perseguido (explicar el factum pro- bandum) en función de la validez del criterio inferencial em- pleado (Fassone 1997: 635; Garayalde Martín 2009: 7) (mejor aprovechará una ley científica que una moliente máxima de experiencia) para transitar de uno (el elemento de prueba) al otro (el hecho que debe ser probado), tanto da si se trata de pruebas directas como de indirectas (Fassone 1995: 1117). B. Hasta el presente han asomado tres expresiones: “he- cho que debe ser probado” (o factum probandum), “elemento de prueba” y “criterio inferencial”, que demandan un cierto aderezo explicativo. Pero antes de nada, y puesto que nos ha- llamos –como salta a la vista- en el típico entorno del método experimental (el preconizado por Bacon, Newton o Galileo) (Iacoviello 1997:113-114), hagamos un inocuo ajuste termi- nológico para uniformizar el vocabulario adoptando la palabra “hipótesis” (como sinónima de “hecho que debe ser probado”). Así, podremos convenir que la imputación no es otra cosa que una hipótesis sobre un hecho; y, por tanto, que el proceso pe- nal (en tanto haya un tema factual a dilucidar) está orientado a examinar si la hipótesis formulada por la acusación cuenta o no con el adecuado sustento de medios de prueba. Es decir, la hipótesis es lo que ha de probarse, los medios de prueba son aquéllos que sirven para probar (la hipótesis, claro) o para falsarla. Los indicios tomados en serio 39 a) La hipótesis y los medios de prueba marchan de la mano porque se necesitan recíprocamente: una hipótesis sin el apoyo de medios de prueba es pura gratuidad; unos medios de prueba sin hipótesis no son tales, porque para que algo sir- va de prueba es necesario que haya algo que requiera prueba y eso lo establece la hipótesis (Iacoviello 2000: 768-769). Cuando nos referimos a una singularizada “hipótesis” de la acusación estamos incurriendo en una reducción, ya que, por lo común, la hipótesis acusatoria no se comprime en un enunciado elemental (del tipo “Juan ha matado a Pedro”) sino se articula en una afirmación compleja (en la que se incluyen tiempos, lugares, modos de conducta, intenciones, etc.). Es decir, la hipótesis se ramifica en sub-hipótesis; esto es: en un rosario de afirmaciones atinentes a otros tantos hechos en los que se divide la imputación. Y cada uno de estos hechos cons- tituye un específico tema de prueba que exigirá una específica fundamentación a través de los pertinentes medios de prueba (Iacoviello 2000: 768; Garayalde Martín 2009: 8). Un paso más. El método para valorar la hipótesis difiere del método para valorar los medios de prueba. Es aquí donde cobra pertinencia la socorrida (pero rara vez estudiada) dis- tinción entre “valoración conjunta” (que tiene a la hipótesis por objeto) y “valoración individualizada” (que se proyecta so- bre los medios de prueba). Pero también aquí hemos de estar alerta para que no se nos desgobierne la cabeza. b) En efecto, en lo que atañe a la hipótesis no debe con- fundirse la formulación de la misma con su posterior verifica- ción (o prueba). En las primeras investigaciones que realizan los órganos correspondientes (el ministerio público o el juez instructor, se- gún determine el sistema jurídico) éstos reciben un revuelto caudal de informaciones. Para seleccionarlas y ordenarlas, es imprescindible formular una hipótesis que sea explicativa de los hechos que constituyen la denuncia. Juan Igartua Salaverría 40 ¿Cómo se formula la hipótesis? Normalmente por abduc- ción (un razonamiento hacia atrás que permite remontar de los efectos a las causas, de manera que éstas se erijan en explicaciones de los datos constatados). Por ejemplo, el móvil es un espléndido argumento abductivo para explicar una ac- ción que ha ocurrido: si Fulano tiene motivos para ocasionar un daño a Mengano (que en realidad lo ha padecido), eso se convierte en buena pista para orientar las investigaciones, es decir: para enunciar una hipótesis. Pero con ello nada se ha probado todavía en tanto falten los medios de prueba que pro- porcionen fundamento a esa hipótesis (pues no existe ninguna máxima de experiencia que avale que quien tiene un móvil para dañar a otro siempre lo hace y solamente a él se le ocu- rriría hacerlo). Otro ejemplo: el cargo ocupado por una perso- na en una empresa o en un partido político permite suponer su implicación en determinadas acciones delictivas recurriendo a un argumento abductivo que se confina en la frase “no podía no saber”. Pero no va más allá de una hipótesis16 . Concluir que eso es un medio de prueba implicaría automáticamente una inversión del onus probandi; obligaría al susodicho a una probatio diabolica, a demostrar que no obstante el cargo que ostenta él no lo sabía. Y, por desgracia, ésa es una práctica bastante habitual en los tribunales; los cuales, ante la dificul- tad de encontrar pruebas, utilizan los mismos argumentos ab- ductivos que sirven para la formulación de una hipótesis como si fueran argumentos idóneos para probarla. Y eso es un pro- ceder filisteo (Iacoviello 1997: 121; Garayalde Martín: 8). c) También, en lo que afecta a los medios de prueba, hemos de ir un poco más allá de las trivialidades que son de usanza. Antes se apuntó que son las hipótesis las que delimitan cuáles son los elementos que poseen aptitud para probar di- recta o indirectamente una hipótesis y cuáles no. A esta ido- neidad potencial de los medios de prueba se le conoce por re- 16. Como espléndidamente se enfatiza en el voto particular de Andrés Ibáñez, P. a la STS 257/2009 (acerca de si determinados miembros del GRAPO estaban al tanto de un secuestro y tenían en su mano la liberación del secuestrado). Los indicios tomados en serio 41 levancia (característica que no debe equivocarse con el mayor o menor fundamento que tales elementos relevantes propor- cionarán después a la hipótesis). La relevancia de un elemento de prueba no admite grados (es relevante o no lo es). Después, los medios de prueba conferirán a la hipótesis el valor (de confirmada o falsada) que a ésta le corresponda. Pero eso está condicionado, de inicio (aunque no sólo) por el valor que, previamente, se haya asignado a los elementos de prueba. Es decir, los elementos de prueba que se aducen para probar una hipótesis han de estar a su vez probados (p.ej. la declaración de un testigo presencial sirve para esclarecer un homicidio a condición de que la precitada declaración haya sido antes valorada como fiable). Pues bien, la valoración de los elementos de prueba nos obligará a reparar en su atendibi- lidad (es decir, en si aquéllos han sido acreditados o no). Falta una característica más; ya que la atendibilidad de la información que transporta un medio de prueba no prejuzga la fuerza probatoria que aquélla posee. Por ello hace falta repa- rar en una vertiente más de los medios de prueba: en el peso (más o menos concluyente)que ostentan en orden a probar la hipótesis en juego. C. Y, sin quererlo, topamos con una inesperada catego- ría: la certeza; pues el peso que se reconoce a los distintos medios de prueba está en función de si éstos conducen a la certeza o sólo a la probabilidad (o incluso a sucedáneos más inconsistentes). Es moneda de curso corriente la creencia de que el esfuerzo probatorio en el proceso penal está destinado a producir certezas, ya que carecería de legitimidad coartar la libertad de una persona si no se contara con una categórica certeza de su responsabilidad. Sin embargo, eso dista de ser cierto y sólo tiene “el efecto reasegurador del placebo” (Iaco- viello 1997: 114). En términos constructivos y sintéticos (aunque segura- mente apelmazados -¡lo siento!-)17 : el conocimiento humano 17. Se trata de un planteamiento hoy bastante recurrente: cfr. Fassone 1995. 1109-1110; Iacoviello 2000: 754- 759; Ferrajoli 1995: 51-54; Gascón Abellán 2004: 101-106. Juan Igartua Salaverría 42 se consigue por constatación o por inferencia; ahora bien, el juez no puede constatar el delito (porque éste corresponde a un pasado no reconstruíble experimentalmente); por tan- to, se ve obligado a demostrar inferencialmente su existencia y atribuirlo a una persona en base a determinados indicado- res; operación que conduciría a la certeza de ser las premisas ciertas (así acontece en la lógica deductiva); pero como la inferencia probatoria es una técnica racional consistente en el paso “de un particular a otro particular a través de la media- ción de un universal”, siendo el primer “particular” no evidente y careciendo normalmente el “universal” de valor absoluto, se desemboca en una conclusión carente de necesidad lógica y, por tanto, sólo probabilista. Podríamos sucumbir a la tentación (lo que a menudo ocu- rre) de sustituir la certeza lógica por una certeza psicológica (de modo que en definitiva importara la certeza personal del juzgador). Pero como todos tenemos certezas psicológicas con frecuencia más o menos infundadas, elevar a la condición de estándar probatorio las creencias del sujeto que decide impli- caría apostar por una vara de medir enteramente subjetiva, de incontrolable aplicación, lo que paradójicamente equivaldría a renunciar a un estándar de prueba en sentido estricto (Ferrer Beltrán 2007: 144-145).. Ahora bien, admitir – lo que es inevitable- el porte proba- bilista de los resultados probatorios no nos aboca a utilizar una niveladora tabula rasa como si todos los medios probatorios dieran de sí el mismo rendimiento. La probabilidad se tiñe de una coloración gradualista, de manera que cabe estratificar (de abajo a arriba) los siguientes niveles18 : el de la equiproba- bilidad (si los elementos de prueba permiten sufragar indistin- tamente dos o más hipótesis), el de la probabilidad prevalente (si los elementos de prueba sustentan una hipótesis por enci- ma de otras hipótesis alternativas),el de la clara y convincente 18. Que, por recurrir a una metáfora numérica, deberían alcanzar –arriba o abajo- los siguientes porcentajes de probabilidad: la “equiprobabilidad” el 50%, la “probabilidad prevalente” al menos el 51%, la “clara y convin- cente evidencia” en torno al 70-80% y, finalmente, la “probabilidad más allá de toda duda razonable” se situaría en el 98-99% (Iacoviello 2006: 3871). Los indicios tomados en serio 43 evidencia (nivel intermedio entre el anterior y el que seguirá, que es el de la probabilidad más allá de toda duda razonable (si con los medios de prueba disponibles se descarta cualquier hipótesis distinta a la retenida). 3. Haciendo un balance Lo que antecede nos suministra una serie de perspectivas para comprobar qué tienen o de qué carecen los indicios en la fase sumarial. La traslación del análisis efectuado a este ám- bito quizás suscite la extrañeza de más de uno, pues lo dicho parecía referido al núcleo del proceso, en el que la hipótesis a probar es la culpabilidad del acusado y los medios de prueba son los datos legítimamente adquiridos en el proceso (y, por lo común, formados según el método “contradictorio”). Saldré al paso de esta objeción replicando que ese mismo esquema vale mutatis mutandis para cualquier decisión factual, por provisio- nal que sea, porque el significado del término “probar” sigue siendo el mismo (Ferrua 2007b: 146). A. De manera que en el punto de arranque nos encon- tramos con una hipótesis a probar y que, por ello, necesita de unos elementos de prueba que sirvan para probarla. De donde brota la ineludible pregunta: ¿a qué ámbito pertenecen los “indicios”? ¿al de la hipótesis o al de los elementos de prueba? Al segundo –responderíamos sin dudarlo-. Pero, entonces, el “indicio” no se identifica con la “sospecha” (en contra de una opinión ampliamente difundida), al menos si la entendemos como “conjetura” (Iacoviello 1997b: 198-199). Las conjeturas suelen transformarse en hipótesis que desencadenan inves- tigaciones a la búsqueda de los elementos de prueba que las corroboren. Por ejemplo, la criminología permite conocer la matriz psicopática de un delito, dato importantísimo para fo- calizar las investigaciones, pero de por sí carente de cualquier valor indiciario porque se puede ser psicópata y no haber co- metido delitos de esa naturaleza (Iacoviello 1997a: 121). Ya antes se subrayó que los instrumentos conceptuales emplea- dos en la formulación de una hipótesis no coinciden con los Juan Igartua Salaverría 44 necesarios para corroborarla. Por tanto, no basta que las hipó- tesis reconstruyan los hechos de manera lógica y coherente (o sea, que lo expliquen todo) si no se dispone de elementos de prueba que las sostengan19 ; porque, aún no apareciendo ele- mentos que las confuten, siguen siendo hipótesis sin pruebas, hipótesis gratuitas (Iacoviello 1997a: 122). B. Ahora bien, si la sustentación de una hipótesis sobre elementos de prueba (que efectivamente la fundamenten) se erige en condición irrenunciable, permanece en pie a la espera de respuesta la pregunta: ¿en qué se plasma, entonces, la provisionalidad inherente a esta fase inaugural del procedi- miento? a) En lo atinente a la hipótesis, más arriba se ha subraya- do que –de ordinario- ésa no suele expresarse en un enuncia- do único (p.ej. “Juan mató a Pedro”) sino incluye una plurali- dad de circunstancias (sólo o acompañado, de día o de noche, de frente o por la espalda, pretendiendo matarlo o asustarlo simplemente, etc.). Sería abusivo pedir, de primeras, pruebas de todas ellas, pero no así de los elementos esenciales (los constitutivos del hecho principal); éstos no admiten demoras. Además de genérica, la hipótesis inicial ostenta también un carácter provisional porque se emplea para producir ulteriores ámbitos de investigación, lo cual puede generar su arrincona- miento definitivo o su sustitución por hipótesis más afinadas (Fassone 1995: 1121). b) Por otro lado, en las investigaciones del sumario (alen- tadas por la relación dialéctica entre hipótesis y elementos de prueba) se produce una creciente afinación de las hipótesis propiciada por la progresiva aportación de pruebas. Por ello, hasta que no concluya la tarea de corroboración/falsación de las hipótesis (lo que sólo acontece con la emisión de la sen- 19. Al respecto, resulta de provecho la lectura de este párrafo: “…el modo convencional y tradicional de arti- culación de juicio en dos fases esenciales y, en rigor como regla, insuprimibles, responde, antes que a razones procesales o derivadas del diseño orgánico de los tribunales, a exigencias de orden cognoscitivo. En efecto, pues éstas tienen su primera manifestación en la vigencia del paradigma indiciario: no está justificado instaurar un proceso si no es en presencia de datos atendibles sobre la existencia de una conducta posiblemente criminal. Y se prolonga en otra plenamente coherente con ésta primera: sólo una hipótesis rigurosa comprobable mediantepruebas merece ser objeto de debate en juicio” (Andrés Ibáñez 2007: 83). Los indicios tomados en serio 45 tencia), la trama hipótesis-pruebas es siempre susceptible de redefinición. Ahora bien, en ningún momento la hipótesis puede que- dar sin el sustento de elementos probatorios que la corroboren. Si la hipótesis va perfilándose según avanza la investigación (y en eso reside su provisionalidad), la fundamentación pro- batoria correspondiente deberá ajustarse al estado de cosas presente en cada etapa (y, en ese sentido –sólo en ése- será también provisional, pero siempre ineludible). c) ¿Significa eso que en el transcurso de la instrucción también las pruebas están afectadas por la provisionalidad? Depende. Recordemos unos conceptos relativos a los elemen- tos de prueba manejados con anterioridad (los de “relevancia”, “fiabilidad” y “peso”). Cuando se dictamina si un elemento de prueba es re- levante porque guarda relación con la hipótesis a probar (el thema probandum), aquí no hay provisionalidad que valga mientras la hipótesis no sufra ninguna modificación. Cuando se trata de acreditar la fiabilidad de un elemento de prueba (p.ej. la sinceridad de un testigo, la autenticidad de un docu- mento, el acierto de un informe pericial, etc.), en eso ha de emplearse el mismo rigor que el exigible al juez que dicta sen- tencia ( Iacoviello 1997a :119-120). Ahora bien, cuando ha de medirse el peso o fuerza probatoria de un elemento hay dos factores a tener en cuenta: primero, que la adquisición de los medios de prueba ha sido unilateral (Iacoviello 1997a :115) (o en un “contradictorio” embrionario20 ); segundo, que se trata de un resultado variable por necesariamente contextual (ya que la eficacia probatoria de un elemento depende de su in- serción dentro del cuadro probatorio entero), de donde habrá de admitirse la provisionalidad del peso de cada elemento en tanto siga estando abierta la oportunidad de adjuntar nuevos elementos de prueba (Buzzelli 1995: 1149). En resumen: si por “indicio” se entiende el elemento de prueba, (a cuyo res- 20. Ya se sabe que, en tanto falte el contradictorio, falta también la confrontación de perspectivas; si bien puede existir un embrión de contradictorio cuando ante una decisión cautelar el juez ha de indicar las razones por las que no tiene por relevantes los elementos de disculpa (Iacoviello 1997a :121-122). Juan Igartua Salaverría 46 peto son proverbiales las nociones de “relevancia” y “fiabili- dad”) ni en el sumario cabe flojera alguna. En cambio, si por “indicio” se entiende el peso (o resultado probatorio), y puesto que éste puede variar en función del contradictorio (Buzzelli 1995: 1160) y de las mutaciones del contexto (mientras no quede definitivamente ultimado en la vista oral21 ), aquél está irremisiblemente marcado por la provisionalidad. C. Por tanto, en cada una de las distintas etapas que ja- lonan el recorrido de la instrucción solamente podrá aspirarse a un resultado probatorio provisional; pero de ningún modo indiferente22 . En esos lances iniciales sería demasiado exigir el están- dar de una probabilidad por encima de toda duda razonable (Trevisson 1995: 313), pero dado el silencio del legislador o el carácter extraordinariamente vago de su lenguaje (en el que no es detectable estándar alguno), quedará en manos de la ideología político-criminal de cada cual postular estándares de prueba más o menos exigentes23 (o sea: el de una probabili- dad prevalente o el de una simple equiprobabilidad)24 . II. ¿La “prueba por indicios” es menos que la “prueba directa”? Desde los primeros compases se apuntó que la palabra “indicio” también se asocia, y preponderantemente además, al sentido clásico de “prueba indiciaria” (el que se solapa con otras expresiones –más o menos usuales- como “prueba lógi- ca”, “prueba crítica” o “prueba indirecta”), y es la que se pro- duce en el juicio propiamente dicho. Está liberada, por tanto, 21. Porque mientras el material probatorio sea incompleto e inestable, va cambiando el patrimonio cognosciti- vo del juez y eso necesariamente influye en la valoración de conjunto (Buzzelli 1995: 1160). 22. El hecho de que a los indicios, en esta fase, se les exija un menor nivel de conclusividad, no excluye que puedan tener un espesor probatorio que permanezca inalterado hasta el final (Fassone 1997: 638-639). 23. Porque si no se precisa el mismo grado de probabilidad requerido para el reenvío a juicio y menos todavía para condenar, tampoco debemos contentarnos con un fumus de culpabilidad compatible con lagunas, puntos oscuros y explicaciones alternativas (Battaglio 1995: 379). 24. Para no malinterpretar la “equiprobabilidad”, conviene advertir que un indicio es “equiprobable” cuando oferta tanto fundamento a una hipótesis como a otra distinta, pero no cuando no aporta ninguna base a una hi- pótesis ni a su contraria (de manera que no debería mantenerse una imputación con el pretexto de que el juzgador no dispone de razones ni para procesar ni para conceder el sobreseimiento; barbaridad que he tenido la desgracia de leer en resoluciones judiciales muy próximas en el tiempo y en el espacio). Los indicios tomados en serio 47 del ingrediente de provisionalidad característico de los indicios entendidos en su acepción vulgar25 , aunque ello no empece, sin embargo, a que se la contraponga con la “prueba directa” y le sea reconocida una posición jerárquica inferior al de esta última (Bellavista 1971: 225)26 ; prejuicio que cuenta con un arraigo plurisecular27 y cuyos rescoldos están rusientes toda- vía hoy día aireados con argumentos de cuño más que discu- tible (y a los que habrá que pasar revista). 1. La fatigosa rehabilitación de la “prueba indiciaria” Seguramente será cierto que al descrédito de la prueba indiciaria contribuyó “el execrable recuerdo de la tiranía, bajo la cual la más leve sospecha llevaba al patíbulo” (Martínez Arrieta 1983: 54); pero no lo es menos que, en su recupe- ración, han influido decisivamente razones de defensa social (Miranda Estrampes 1997: 221) con el objetivo de reducir el área de la impunidad obligando a la absolución aún en el caso en que, por falta de pruebas directas, el juez estuviera con- 25 Al respecto, se nos recuerda que el sentido técnico-procesal de “indicio” utilizado por la doctrina moderna di- fiere notablemente del significado que se atribuía a tal término en nuestros textos históricos procesales (Miranda Estrampes 1997: 222). 26 En esta misma onda se aseguraba, hace no tanto, que “es reiterada la jurisprudencia del Tribunal Constitu- cional y del Tribunal Supremo que afirma que ´la prueba directa es más segura y deja menos márgenes de duda que la indiciaria´(STC 174/85, de 17 de diciembre)” (Martínez Arrieta 1993: 56); o también Almagro Nosete (1992:35) cuando escribe: “Aunque (…) en el proceso penal toda o casi toda la prueba es indiciaria, pues si se apura la distinción, no existen casos de verdadera prueba directa, la utilidad de la diferencia salta a la vista, pues no es lo mismo conforme a las reglas del juicio humano, el grado de certeza que proporciona el primer ejemplo, en relación con el segundo, a efectos de formación de la convicción judicial” . Eso explicaría por qué a la prueba indiciaria se le reconoce un carácter subsidiario respecto de la prueba directa (cfr. SSTS citadas en Pastor 2006: 32-33). 27 Así se nos refiere (Bellavista 1971: 225-226) que, en el proceso mágico y sacerdotal, los indicia asumían un carácter supersticioso que perduró en las ordalías con las pruebas del fuego, del agua y del veneno. En las fuentes canónicas y en el sistema de las pruebas legales, los indicios son diversamente valorados en función de su calidad y cantidad como fuente idónea para el convencimiento judicial. La doctrina sucesiva comienza a con- siderar la prueba indiciaria como probatoriamente más débil. Será preciso llegar al siglo XVI para que surja una controlada re-evaluación
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