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Teoria del Derecho y decision judicial-Pablo Raul Bonorino Ramirez

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Juan Antonio García Amado/Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Juan Igartua Salaverría/Victoria Iturralde 
María Concepción Gimeno Presa
Alfonso García Figueroa/Thomas Bustamante
Roger Campione/Jacobo Dopico Gómez-Aller
Teoría del derecho y decisión 
judicial 
Editado por Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Presentación
El presente libro recoge parte de los resultados del pro-
yecto de investigación SEJ2007-64496, titulado “Teoría del 
Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la 
decisión judicial”, proyecto del que soy investigador principal y 
que cuenta con un equipo de doce investigadores de diversas 
universidades españolas.
	 Los	trabajos	aquí	recogidos	son	reflejo	de	los	objetivos	
de dicho proyecto y manifestación de las labores conjuntas del 
equipo, lo que no es óbice para la autoría individual de cada 
uno. 
 Contamos también con dos artículos de profesores aje-
nos al proyecto, pero que intervinieron como invitados en al-
gunas de sus reuniones y que amablemente se brindaron al 
diálogo con todos y a la participación en este libro. Se trata de 
los doctores Thomas Bustamante, de la Universidad de Aber-
deen y Alfonso García Figueroa, de la Universidad de Castilla-
La Mancha, a quienes agradecemos muy sinceramente su co-
laboración en esta obra y en nuestros debates. 
 En nombre de todos los integrantes del equipo, debo 
dejar constancia también del agradecimiento al profesor Pablo 
Raúl Bonorino por su tarea de coordinación y edición del pre-
sente volumen.
Juan Antonio García Amado
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¿Qué es una falacia?1 
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
Universidad de Vigo 
El término “falacia” se emplea como arma arrojadiza en 
los intercambios argumentativos. Las disputas que derivan en 
un procedimiento judicial son esencialmente argumentativas, 
por lo que resulta común que las partes cuestionen la posición 
de su rival atribuyéndole la comisión de “falacias”, o que al 
fundar	un	recurso	contra	la	sentencia	que	pone	fin	a	la	contro-
versia	afirmen	que	el	juez	ha	incurrido	en	alguna	“falacia”	en	
su fundamentación.
Tradicionalmente	se	suelen	definir	las	falacias	como	aque-
llos argumentos que resultan psicológicamente persuasivos 
pero que un análisis más detallado revela como incorrectos 
desde el punto de vista lógico (Copi y Cohen 1995: 126)2 . 
La importancia de su estudio radica en que es necesario estar 
prevenidos	y	poder	identificar	las	falacias,	pues	de	lo	contrario	
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan 
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la 
decisión judicial.”.
2. El término “falacia” se utiliza en algunas ocasiones para referirse a una creencia errónea, o a un enunciado 
falso. Por ejemplo, cuando alguien dice “sostener que el neoliberalismo es inevitable es una falacia”. No utiliza-
remos el término en este sentido coloquial, sino que intentaremos precisar la noción técnica de “falacia” tal como 
se la entiende en los estudios de lógica informal.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
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podrían hacernos incurrir en errores al argumentar o incluso 
hacernos aceptar creencias sin buenas razones. 
En este artículo analizaremos la relación entre falacias y 
razonamiento jurídico. A través del análisis de una serie ejem-
plos clásicos (apelación a la ignorancia, argumento de autori-
dad y apelaciones a la emoción) mostraremos como el uso de 
este tipo de argumentos en el contexto jurídico nos permite 
reconsiderar el concepto mismo de argumento falaz.
Un caso típico de falacia, mencionada en todos los libros 
sobre la materia, es la denominada “apelación a la autoridad”. 
En ella se pretende apoyar la verdad de la conclusión valién-
dose	de	una	premisa	en	la	que	se	afirma	que	una	determinada	
autoridad ha dicho aquello que se pretende concluir. Por ejem-
plo: “Fernando Alonso ha dicho que más vale comprar bonos 
que invertir en la bolsa, por lo tanto, más vale comprar bonos 
que invertir en la bolsa”. El único apoyo para la conclusión es 
la	 supuesta	 afirmación	 del	 corredor	 de	 autos,	 lo	 que	 puede	
resultar persuasivo (según el grado de fanatismo que aquél al 
que	va	dirigido	el	argumento	manifieste	en	relación	con	el	de-
portista en cuestión), pero que de ninguna manera puede ser 
considerado un buen argumento. Un análisis minucioso nos 
permite	apreciar	que	no	existe	conexión	entre	lo	que	se	afirma	
en las premisas y aquello que se pretende derivar a manera 
de conclusión. Lo que Alonso haya dicho resulta irrelevante en 
relación con lo que debería hacer un inversor con su dinero.
Aunque no pretendemos ingresar en polémicas teóricas 
-pues excederíamos los límites impuestos a este artículo-, de-
bemos señalar que esta caracterización dista de ser adecua-
da (Cf. Comesaña 1998, Grootendorst 1987, Walton 1989). 
Consideramos que una “falacia” no es (como se supone en su 
sentido tradicional), un argumento inherentemente erróneo o 
incorrecto, sino que debe evaluarse en cada caso particular a 
la luz del contexto dónde aparece, y asociado a la violación de 
ciertas reglas implícitas que rigen la argumentación en esos 
contextos. Si bien la aclaración sobre la relatividad contextual 
¿Qué es una falacia?
11
del concepto de “falacia” parece indiscutible (ya lo insinuaba 
Aristóteles	en	 los	“Elencos	Sofistas”),	 la	 forma	de	 identificar	
esas	 reglas	 resulta	 sumamente	 dificultosa,	 lo	 que	 impide	 la	
elaboración de una teoría general aplicable a cualquier con-
texto.
En nuestro caso, además, deberemos tener en cuenta las 
peculiaridades del contexto jurídico a la hora de explicar los 
distintos tipos de falacias que hemos seleccionado. Un error 
muy común en este tema es proyectar los resultados de estu-
dios realizados sobre otros contextos argumentativos sin pres-
tar atención a las peculiaridades propias del discurso jurídico 
(Cf.	Warat	 1987).	 El	 resultado	 puede	 ser	 catastrófico,	 pues	
muchos	argumentos	que	en	contextos	científicos,	por	poner	
un ejemplo, resultan casos claros de falacias, en contextos 
jurídicos resultan ser no sólo habituales, sino indispensables 
formas de argumentar (Cf. Walton 2002).
Para seguir con nuestro ejemplo. La “apelación a la auto-
ridad” constituye un argumento muy común en la práctica jurí-
dica. Los tribunales inferiores invocan a menudo las decisiones 
de tribunales superiores para apoyar sus fallos. La corte invo-
ca sus propias resoluciones del pasado como fundamento de 
sus	decisiones.	Los	doctrinarios	tratan	de	dotar	a	sus	afirma-
ciones de la mayor cantidad de adhesiones entre los hombres 
ilustres de la disciplina de que se trate. Los textos que acom-
pañan la sanción de las leyes del estado, los debates previos a 
la sanción de normas generales, etc., son todos considerados 
fuentes inagotables y valiosas de razones con las que apoyar 
las conclusiones que se pretendan hacer valer en disputas in-
terpretativas, precisamente por la autoridad del legislador de 
las que emanan. En otras palabras, la apelación a la autoridad 
no constituye una forma errónea de argumentar en todos los 
contextos posibles. En el campo del derecho constituye una 
forma	correcta	y	habitual	para	apoyar	ciertas	afirmaciones.	Lo	
que	no	significa	que	a	veces	no	se	pueda	incurrir	en	un	uso	
inadecuado o falacioso de este tipo de argumentos.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
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El desafío es establecer en que casos, y bajo que condi-
ciones, los argumentos considerados tradicionalmente falacias 
lo son también en el marco de una argumentación jurídica. Y 
eso es lo que pretendemos hacer –de forma parcial- en este 
trabajo con los casos que hemos seleccionado. El catálogo de 
falacias – o errores en la argumentación- que presentaremos 
es inevitablemente incompleto, porque, como señalara De 
Morgan	“no	hay	nada	similar	a	una	clasificación	de	las	mane-
ras en que los hombres pueden llegar a un error, y cabe dudar 
de que pueda haber alguna” (Copi 1974: 81).Pero a pesar de 
su incompletitud, constituye una herramienta indispensable 
para el jurista a la hora de evaluar sus propios argumentos y 
los que presentan sus colegas a su consideración.
Se llama falacia de apelación a la ignorancia, o argumen-
to ad ignorantiam, a aquel argumento en el que se preten-
de	afirmar	como	conclusión	que	un	enunciado	es	verdadero	o	
falso, apoyándose en una única premisa en la que se sostie-
ne que no se ha podido demostrar la falsedad (o verdad) del 
enunciado en cuestión.
Son ejemplos de este tipo de argumento los siguientes:
(P)	No	se	ha	podido	demostrar	que	las	afir-
maciones de la astrología sean falsas. 
(C)	Las	afirmaciones	de	la	astrología	son	ver-
daderas. 
(P) Nadie ha demostrado jamás que los ovnis 
existan. 
(C) Los ovnis no existen. 
En los dos ejemplos se puede observar como, de la cons-
tatación	de	la	falta	de	evidencia	en	apoyo	de	una	afirmación,	
se pretende derivar como conclusión su negación (o a la in-
versa, de la falta de prueba en apoyo de una negación se pre-
tende	sacar	como	conclusión	la	afirmación	del	enunciado	ne-
¿Qué es una falacia?
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gado). Como no hay pruebas capaces de avalar la verdad de 
lo que dices, entonces lo que dices es falso. O bien, como no 
hay	pruebas	suficientes	que	apoyen	la	falsedad	de	lo	que	digo,	
entonces lo que digo es verdadero. En ambos casos se pre-
tende inferir de la falta de conocimiento (de la ignorancia, de 
allí	su	nombre)	sobre	la	verdad	o	falsedad	de	una	afirmación,	
el conocimiento sobre el valor de verdad de la misma. Pero se 
olvida que, de la misma manera que no es posible transmutar 
el bronce en oro, tampoco se puede transmutar la ignorancia 
en conocimiento.
La estructura de la falacia de apelación a la ignorancia es 
la siguiente:
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
P es falso. 
(C) P es verdadero.
O en su otra variante:
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
P es verdadero. 
(C) P es falso.
Ejemplos muy comunes utilizados en los libros de lógica 
informal para ilustrar esta falacia son los siguientes:
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
Dios no existe. 
(C) Por lo tanto, Dios existe.
O en su otra variante:
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
Dios existe. 
(C) Por lo tanto, Dios no existe.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
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En ambos casos estamos en presencia de un argumento 
falaz,	esto	significa	que	a	pesar	de	que	pueda	parecer	persua-
sivo en algunos contextos, en realidad no hay buenas razones 
en las premisas para aceptar la verdad de la conclusión. La 
premisa puede ser verdadera, pero de allí no se sigue que la 
conclusión también lo sea. La razón es que no existe conexión 
semántica	entre	lo	que	se	afirma	en	la	premisa	y	en	la	conclu-
sión (Cf. Walton 1999).
Las falacias por lo general están relacionadas directa o 
indirectamente	con	la	carga	de	la	prueba	de	una	afirmación.	
Por	regla	general	quien	hace	una	afirmación	tiene	que	mos-
trar	por	qué	dicha	afirmación	debe	ser	considerada	verdadera.	
Debe probarla. En esos casos se dice que el sujeto posee la 
carga	de	la	prueba.	Ahora	bien,	cuando	alguien	hace	una	afir-
mación sin ningún tipo de fundamento es muy fácil incurrir en 
la falacia de apelación a la ignorancia como respuesta. En esos 
casos, conviene ser consciente de las reglas que rigen el con-
texto de argumentación racional y exigir a quien realice una 
afirmación	sin	 fundamento	que	exponga	 las	 razones	por	 las	
que deberíamos aceptarla, y no contestarle diciendo que como 
no lo ha probado entonces lo que dice es falso. Cuando alguien 
afirma	algo	sin	justificarlo	la	respuesta	más	apropiada	no	es	
formular	una	negación	igualmente	injustificada	ni	asumir	inde-
bidamente la carga de la prueba de dicha negación. Lo que se 
debe hacer es resaltar que no se ha brindado apoyo para dicha 
afirmación	 y	 reclamarlo	 antes	 de	 continuar	 la	 discusión.	 En	
muchos contextos resulta muy difícil mantener la calma. Por 
ejemplo,	cuando	un	paranoico	afirma	en	nuestra	presencia,	y	
sin ningún fundamento, que es objeto de una demencial cons-
piración de la que somos parte, y transforma nuestra incapaci-
dad para refutar sus dichos en ¡la única prueba en apoyo de la 
existencia de dicha conspiración! O cuando una pareja celosa 
nos	endilga	una	infidelidad	y	se	refuerza	en	su	convicción	ini-
cial solo porque somos incapaces de demostrar que no ha sido 
cierto. En todos esos casos hay que recordar que la apelación 
a la ignorancia es un argumento falaz, y no debemos utilizarlo 
¿Qué es una falacia?
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como	réplica.	Y	también	que	quien	realiza	una	afirmación	tiene	
la carga de probar su verdad.
En el contexto judicial existe un principio básico que obli-
ga a considerar inocente a un sujeto acusado de cometer un 
delito si no se puede probar su culpabilidad. El argumento en 
estos casos parece ser muy similar a la falacia que estamos 
analizando.	 “Como	 no	 hay	 pruebas	 suficientes	 para	 afirmar	
que has cometido un delito, entonces debemos concluir que 
eres inocente.” Pero en los casos en los que se aplica el princi-
pio procesal de inocencia debemos hacer un análisis más cui-
dadoso antes de sostener que los jueces utilizan falacias cada 
vez	que	rechazan	una	acusación	por	falta	de	pruebas	suficien-
tes. Estos típicos argumentos judiciales se pueden interpretar 
de dos maneras diferentes:
[I]
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
el sujeto K ha cometido abusos a menores de 
edad en su rancho. 
(C) Por lo tanto, el sujeto K no ha cometido 
abusos a menores de edad en su rancho. 
[II]
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
el sujeto K ha cometido abusos a menores de 
edad en su rancho. 
(C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser consi-
derado jurídicamente inocente de la acusa-
ción de haber cometido abusos a menores de 
edad en su rancho. 
Si los argumentos judiciales que se formulan en aplicación 
del principio de inocencia se entienden de la primera forma, 
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
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entonces estamos en presencia de una clara falacia de apela-
ción a la ignorancia. Pues de la falta de pruebas para apoyar la 
verdad	del	enunciado	que	afirma	que	K	cometió	abusos	a	me-
nores de edad no se puede inferir que no los haya cometido, 
esto es, que el enunciado que dice que K ha cometido abusos 
a menores de edad sea falso. Pero los argumentos judiciales 
no	son	de	este	tipo,	pues	el	 juez	no	pretende	afirmar	como	
conclusión la verdad o la falsedad del enunciado que describe 
la	conducta	del	imputado,	sino	que	el	enunciado	que	defiende	
como conclusión alude al estatus procesal que cabe atribuirle 
en virtud de la prueba recolectada en el proceso. El argumento 
utilizado en esos casos se asemeja a la segunda interpretación 
posible, y por ello no se puede considerar una falacia de ape-
lación a la ignorancia. Esto queda en evidencia de manera más 
clara cuando completamos la reconstrucción incorporando la 
premisa tácita –el principio procesal de inocencia-:
(P)	No	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	que	
el sujeto K ha cometido abusos a menores de 
edad en su rancho.
(PT)	Si	no	hay	pruebas	que	permitan	afirmar	
que el imputado ha cometido el delito de que 
se le acusa, entonces debe ser considerado 
jurídicamente inocente.
(C) Por lo tanto, el sujeto K debe ser consi-
derado jurídicamente inocente de la acusa-
ción de haber cometido abusos a menores de 
edad en su rancho.
La conexión semántica entre las premisas y la conclusión 
se hace visible en esta reconstrucción completa. No estamos 
en presencia de la estructura que caracteriza a la falacia de 
apelación	 a	 la	 ignorancia.	 Esto	 no	 significa	 que	 en	muchos	
casos, algunos abogados o incluso las partes, no incurran en 
ella al pretender derivar de una declaración procesal de ino-
cencia	una	afirmación	sobre	la	verdad	o	falsedad	del	contenido	
¿Qué es una falacia?
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de la acusación. Michael Jackson, por poner un ejemplo, fue 
declarado inocente de los cargos de abusos de menores que 
se	 le	 imputaban	 por	 falta	 de	 pruebas	 suficientes.Esto	 tuvo	
muchas consecuencias jurídicas fundamentales para la vida 
del cantante, la más importante de ellas es que no pudo ser 
condenado y evitó pasar muchos años en la cárcel. Pero lo 
ocurrido en el juicio –esto es la falta de evidencia que permi-
tiera	al	jurado	afirmar	sin	duda	razonable	que	el	contenido	de	
la	acusación	era	verdadera-,	no	permite	hacer	ninguna	afirma-
ción sobre la verdad de dicho enunciado: no se puede decir ni 
que era verdad que abusaba de menores ni que era mentira 
que lo hiciera. En caso de que alguien formulara alguna de 
estas opiniones, y pretendiera apoyarlas sólo sobre la base de 
las	actuaciones	procesales,	incurriría	en	un	caso	flagrante	de	
falacia de apelación a la ignorancia.
Se denomina falacia de apelación a la autoridad (o ar-
gumento ad verecundiam) a aquel argumento en el que la 
única premisa expresa la opinión de una supuesta autoridad 
en determinada materia y, a partir de ella, se pretende defen-
der como conclusión la verdad del contenido de dicha opinión. 
Pero no toda apelación a la autoridad conduce a un argumen-
to falaz. De hecho nuestro conocimiento sobre muchas áreas 
descansa	sobre	la	confianza	que	nos	merece	las	opiniones	de	
ciertos expertos de los que hemos aprendido. La apelación a 
la autoridad es falaz cuando la persona cuya opinión se utiliza 
como única premisa no tiene credenciales legítimas de auto-
ridad sobre la materia en la que se este argumentando. Más 
adelante veremos con más detalle las reglas que rigen la co-
rrecta apelación a la autoridad, antes presentaremos algunos 
ejemplos.
[I]
(P) La modelo Margarita Labella sostiene que 
la reelección presidencial es justa y necesa-
ria.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
18
(C) Por lo tanto, la reelección presidencial es 
justa y necesaria.
[II]
(P) Albert Einstein sostuvo que ninguna cau-
sa	puede	justificar	una	guerra.
(C)	Por	lo	tanto,	ninguna	causa	puede	justifi-
car una guerra.
[III]
(P) El premio Nobel de literatura ha dicho que 
Estados Unidos está profundamente equivo-
cado en su política internacional.
(C) Por lo tanto, Estados Unidos está profun-
damente equivocado en su política interna-
cional.
[IV]
(P) La Corte Constitucional ha fallado que los 
matrimonios homosexuales son inconstitu-
cionales.
(C) Por lo tanto, los matrimonios homosexua-
les son inconstitucionales.
Los cuatro argumentos presentados constituyen casos de 
apelación a la autoridad, pero no todos ellos son falaces. El 
primero	es	muy	común	en	la	actividad	publicitaria.	Se	defiende	
la bondad de un producto –medida, política, servicio, etc.- sólo 
sobre la base de que algún famosillo o ídolo del momento así 
lo	afirma.	Independientemente	del	éxito	que	pueda	tener	esta	
estrategia argumentativa en el campo comercial, aumentando 
considerablemente las ventas, se trata de un ejemplo claro de 
falacia de apelación a la autoridad. Los dos casos siguientes 
¿Qué es una falacia?
19
son usos falaces pero más sutiles, y suelen emplearse más a 
menudo en contextos de argumentación racional. Una emi-
nencia en cierto campo, por ejemplo la física o la literatura, no 
constituye por el sólo hecho de serlo una autoridad en otros 
dominios	de	conocimiento.	Apoyar	el	pacifismo	porque	Eins-
tein sostuvo que era la mejor opción política, por ejemplo, 
lleva a cometer una falacia. Sostener cierta interpretación de 
la teoría de la relatividad apoyándose en lo que Einstein dijo 
al respecto no lo es – al menos en la mayoría de los contextos 
argumentativos-. Finalmente, el ejemplo jurídico es un caso 
claro de apelación a la autoridad no falaciosa. Sostener el ca-
rácter inconstitucional de una disposición citando en apoyo lo 
que la máxima autoridad sobre la materia a dicho no constitu-
ye una falacia. Este tipo de argumentos son muy corrientes en 
la práctica jurídica, no solo apelando a los tribunales superio-
res,	sino	también	a	figuras	destacadas	de	la	doctrina	o	a	otros	
jueces de prestigio.
La estructura de la Apelación a la autoridad es la siguien-
te:
(P)	El	sujeto	A	afirma	P
(C) P
Podemos tratar de sistematizar algunas reglas que nos 
permitan dirimir cuando un argumento ad verecundiam cons-
tituye una falacia (Cf. Comesaña 1998, Kelley 1990, van Ee-
meren et al, 2002). Estas reglas no brindan un método para 
determinar de forma inequívoca el carácter falacioso o no de 
una apelación a la autoridad en cualquier contexto en el que se 
emplee. Constituyen una guía para llevar a cabo la evaluación, 
pero no permiten automatizarla. Debemos examinar caso por 
caso teniendo en cuenta el contexto en el que se argumenta 
para	poder	afirmar	la	existencia	de	un	argumento	falaz.
[1] Si la autoridad a la que se apela no es competente en 
la cuestión que se está discutiendo el argumento ad verecun-
diam es falaz.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
20
Esta	regla	es	la	que	permite	descalificar	como	falaces	la	
apelación a la opinión de expertos en ciertos campos, o a la de 
gente talentosa en ciertas actividades, pero para apoyar como 
conclusión enunciados que no corresponden a la disciplina en 
la que descollan o sobre materias para las que no poseen nin-
guna	cualificación	especial.	Los	ejemplos	 tomados	de	 la	pu-
blicidad a los que hemos aludido al inicio constituyen falacias 
en virtud de esta regla. Pero no todos los casos son tan claros 
como el de un futbolista citado en apoyo de una medida polí-
tica o de un medicamento contra el cáncer de mama. La gran 
especialización que caracteriza al conocimiento en nuestras 
sociedades lleva a que ciertos sujetos sean expertos en ciertas 
ramas de su disciplina pero no en todas ellas. Un físico de la 
atmósfera difícilmente pueda ser citado como autoridad en una 
discusión sobre el principio de complementariedad cuántica, a 
pesar de ser un físico diplomado y la materia sobre la que se 
discute sea la física. Un penalista tampoco resulta un experto 
en derecho de familia, a pesar de ser un jurista. Si bien estos 
casos son menos falaces que las manipulaciones publicitarias, 
también resultan argumentos de escasa solidez por constituir 
falacias de apelación a la autoridad.
[2] Si existe desacuerdo entre los expertos y se apela a 
uno de ellos sin dar cuenta de la discusión el argumento ad 
verecundiam es falaz. 
Es frecuente encontrar desacuerdos entre los expertos 
en determinadas materias. Economistas, psiquiatras, juristas, 
politólogos,	filósofos…	Todas	las	disciplinas	poseen	cuestiones	
en las que sus autoridades no se encuentran de acuerdo. En 
estos	casos	se	debe	verificar	que	efectivamente	estemos	en	
presencia de un desacuerdo genuino entre legítimos expertos 
en una determinada cuestión, y no meramente ante un cruce 
de opiniones entre un experto y un sujeto que se hace pasar 
por	experto.	Pero	una	vez	confirmado	este	punto,	entonces	re-
sulta falaz apoyarse solo en la opinión de uno de los grupos en 
pugna	sin	mencionar	la	existencia	de	la	disputa	y	sin	justificar	
por qué se ha adoptado dicha posición. En estos casos se debe 
¿Qué es una falacia?
21
defender con argumentos adicionales la apelación a un grupo 
de expertos en lugar de a los otros, de lo contrario corremos el 
riesgo de incurrir en una falacia de apelación a la autoridad.
En el terreno de la práctica judicial estamos en presencia 
de una situación similar a la descrita anteriormente cuando las 
partes han encargado sendas pericias -sobre la cuestión técni-
ca que sea- y los dictámenes periciales no son concordantes. 
En estos casos el juez no puede apoyarse en uno de ellos sin 
justificar	porque	ha	desechado	el	restante,	so	pena	de	incurrir	
en un argumento falaz y, en consecuencia, de debilitar seria-
mente la fundamentación de su decisión.
[3] Si la discusión es entre expertos y se apela a la au-
toridad de un experto del mismo grado o de un grado inferior 
a quienes protagonizan la discusión entonces el argumento ad 
verecundiam es falaz. 
Esta regla se basa en que la autoridad es una propiedad 
que se presenta en grados. Un estudiante de derecho es una 
autoridad paralos estudiantes de física, pero no lo es para sus 
profesores, y estos, a su vez, pueden considerarse una autori-
dad respecto de sus alumnos pero no para otros especialistas 
de su área. Así como es difícil determinar en ciertos casos si 
un sujeto puede considerarse una autoridad o no, lo es más 
aún precisar el grado de autoridad que cabe atribuirle. Pero 
como dijimos al presentar estas reglas, esto es lo que lleva 
a tener que evaluar caso por caso los argumentos antes de 
poder determinar su carácter falacioso y, sobre todo, es lo que 
determina que dicha tarea no resulte mecánica.
Resulta falaz apelar a una autoridad de un experto del 
mismo grado de los que protagonizan la discusión o bien de 
grado inferior, pero no lo es apoyarse en la opinión de exper-
tos de grado superior. Por ejemplo, en la disputa entre Bohr y 
Einstein sobre cuestiones de física teórica, ninguno de los dos 
podía apelar a la opinión de otro físico para dirimir la cuestión 
sin cometer una falacia. En la práctica jurídica es común que 
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
22
los jueces apoyen sus posiciones en lo dicho por otros colegas 
en sus sentencias. En estos casos resulta legítimo apoyarse en 
autoridades de grado superior e incluso del mismo rango –y en 
la práctica judicial resulta un poco más sencillo determinar las 
jerarquías. Pero constituye una falacia cuando la autoridad a la 
que se alude es de grado inferior a la autoridad del que argu-
menta. En estos casos, no obstante, hay que tener cuidado en 
no confundir autoridad judicial con autoridad cognitiva. Puede 
que un sujeto sea una eminencia en cierta área especializada 
pero que en la jerarquía judicial se encuentre en un grado infe-
rior a quien pretenda hacer valer su opinión. En estos casos no 
estamos ante una falacia porque el sujeto sería citado como 
autoridad teórica y no como autoridad judicial. La mayoría de 
las apelaciones a la autoridad en materia judicial no son fala-
ces, pues o bien se alude a la opinión de teóricos de reconoci-
do prestigio, o bien a la de organismos jerárquicamente supe-
riores. Pero conviene tener presente esta regla al evaluarlas, 
porque pueden existir usos falaciosos no evidentes.
Una cuestión muy distinta es aceptar los argumentos for-
mulados por otros jueces. En ese caso, la conclusión se apoya 
en el argumento formulado por la autoridad y no sólo en su 
opinión. Es muy común adherirse a las razones de un juez pre-
opinante, por ejemplo. En esos casos no estamos apelando a 
su autoridad –lo que sería prima facie falaz según esta regla-, 
sino que estamos tomando sus argumentos. Si dichos argu-
mentos son sólidos en boca de un colega, también lo serán en 
la nuestra. Pero su solidez no dependerá de quién haya sido el 
que los ha formulado antes, sino que, tal como haríamos para 
evaluar cualquier argumentación, deberemos examinar la ver-
dad de sus premisas y la corrección lógica de sus estructuras. 
No estamos en presencia de un argumento de apelación a la 
autoridad, o al menos, no cómo único soporte para nuestras 
afirmaciones.
[4] Si la discusión es sobre una cuestión que no requie-
re un conocimiento especializado –o de habilidades especiales 
¿Qué es una falacia?
23
que no posea una persona común- el argumento ad verecun-
diam es falaz. 
No todas las cuestiones que se discuten requieren de un 
conocimiento especializado para ser resueltas. Incluso cuando 
se argumenta en el marco de una disciplina establecida, como 
el derecho, pueden surgir disputas puntuales sobre aspectos 
no técnicos para los que no se necesiten conocimientos espe-
ciales para fundar una posición. Gustos, posiciones valorativas 
o elecciones políticas pueden no requerir más que ciertas dosis 
de sentido común. En esos casos resulta falaz apelar a la au-
toridad, pues quien argumenta se encuentra en condición de 
ofrecer sus propias razones para que se acepten sus creencias 
al respecto. La práctica jurídica –y la vida académica- presen-
ta un caso paradigmático de falacia por violación de la regla 
que estamos analizando: el sujeto que apoya sus opiniones de 
sentido común en una catarata de citas de autoridad, con la 
única	finalidad	de	ocultar	la	falta	de	argumentos	con	que	pre-
tende defender su posición.
[5] Si la materia sobre la que se discute no constituye 
una disciplina establecida -con expertos reconocidos- el argu-
mento ad verecundiam es falaz. 
Esta regla descansa sobre la distinción entre discipli-
nas	 científicas	 o	 teóricamente	 reconocidas,	 y	 seudociencias	
o seudodisciplinas. La distinción es sumamente problemática 
pero conviene tenerla en cuenta. La astrología, la ovnilogía, la 
ciencia de la adivinación o de las runas, etc. son casos para-
digmáticos de seudodisciplinas en las que muchos sujetos se 
autodenominan expertos. Constituye una falacia la apelación 
a dichas autoridades no porque no sepan sobre runas, por 
ejemplo, sino porque el conocimiento sobre runas no posee las 
características	que	definen	otros	campos	del	saber	claramente	
establecidos, como la biología o la física. Sería impensable que 
un juez fundamentara una decisión apoyándose en la opinión 
de un reconocido experto en astrología, pero si tal cosa ocu-
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
24
rriera,	lo	descalificaríamos	por	tratarse	de	un	argumento	falaz 
de apelación a la autoridad.
En las llamadas falacias de apelación a la emoción se 
agrupan una serie de argumentos que se caracterizan por mo-
vilizar ciertas emociones básicas en el auditorio, poseer un 
gran poder persuasivo, tender a anular la razón crítica bus-
cando reacciones instintivas no razonadas, y que, tal como he-
mos dicho en el inicio, no son inherentemente falaces –aunque 
en muchas ocasiones si lo son, como cuando las premisas no 
guardan ninguna relación con la conclusión que se quiere fun-
dar con ellas. En este segmento del trabajo presentaremos el 
argumento de apelación al pueblo (que apela a la solidaridad 
grupal), el argumento de apelación a la fuerza (que moviliza el 
temor que puede producir el uso de la fuerza) y el argumento 
de apelación a la misericordia (que descansa sobre la emoción 
básica de la piedad).
El argumento de apelación al pueblo, o argumentum ad 
populum, se puede caracterizar como aquel argumento en el 
que las premisas movilizan el entusiasmo masivo o los senti-
mientos populares con el objeto de ganar asentimiento para 
su	conclusión.	En	ellos	se	afirma	que	la	conclusión	es	verdade-
ra porque todo el mundo o un grupo determinado de personas 
creen que es verdadera (o bien que, porque nadie sostiene su 
verdad, entonces es falsa). En estos casos, como en los ante-
riores que hemos analizado, no conviene desechar el empleo 
de este tipo de argumentos como si siempre fueran falaces. 
Para ellos debemos tener en cuenta el contexto en el que se 
formulan,	la	conclusión	que	se	pretende	afirmar	y	si,	una	vez	
reconstruidos, se puede percibir cierta conexión relevante en-
tre premisas y conclusión.
Veamos primero algunos ejemplos.
(P) Todo el mundo cree que es necesario de-
jar que el presidente pueda volver a ser ele-
gido para ejercer el cargo en las próximas 
elecciones. 
¿Qué es una falacia?
25
(C) Es necesario dejar que el presidente pue-
da volver a ser elegido para ejercer el cargo 
en las próximas elecciones. 
(P) Ninguna persona de este país considera 
que las medidas del gobierno en este terreno 
sean ilegales.
(C) Las medidas del gobierno en este terreno 
no son ilegales.
(P) Todos los miembros de esta Cámara pien-
san que los matrimonios homosexuales no 
deben estar permitidos en nuestro país. 
(C) Los matrimonios homosexuales no deben 
estar permitidos en nuestro país. 
(P) Ningún miembro de este partido que sea 
fiel	a	nuestros	 ideales	sostendría	que	debe-
mos dejar pasar esta oportunidad única.
(C) No debemos dejar pasar esta oportuni-
dad única.
Las dos estructuras básicas que puede presentar este 
tipo de argumentos son:
(P) Todos aceptan que P es verdadero.
(C) P es verdadero.
O en su otra variante:(P) Nadie acepta que P sea verdadero.
(C) P es falso.
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
26
Este tipo de argumento puede ser razonable en algunos 
casos excepcionales –pensemos en el tercero de los ejemplos 
que hemos puesto anteriormente-, pero por lo general ofrecen 
un apoyo sumamente débil a la verdad de la conclusión. Inclu-
so hay contextos en los que su utilización suma dos defectos: 
(1) falta de conexión entre premisas y conclusión, y (2) pre-
tensión de estar ofreciendo un argumento concluyente, casi 
deductivo en apoyo de la conclusión. En esos casos resulta 
falaz su utilización pues con ella se pretende reemplazar las 
razones que sí serían relevantes para sostener la conclusión, 
y además se pretende enmascarar la absoluta falta de apoyo 
que se brinda en su defensa. El segundo ejemplo que pusimos 
es un caso de uso falaz del argumento. Se pretende defender 
la legalidad o ilegalidad de una medida (cuestión técnica de 
naturaleza jurídica) apelando a la manera en la que la gente 
sin formación jurídica opina sobre el problema. Las creencias 
de los ciudadanos sobre la constitucionalidad o legalidad de 
una medida son irrelevantes para determinar si efectivamente 
resulta inconstitucional o ilegal. No lo sería tanto si se apelara 
a	lo	que	los	jueces	con	competencia	en	la	materia	afirman,	o	
a lo que todos los especialistas han dicho. Pero en esos casos 
el argumento se combina con una apelación a la autoridad del 
grupo cuya opinión se cita en apoyo, con lo que su evaluación 
requeriría el concurso de las reglas que hemos expuesto ante-
riormente para ese tipo de argumentos.
El último ejemplo que hemos dado ofrece una variante 
interesante, puesto que se apela al sentimiento de pertenen-
cia a un grupo. En esos casos se trata de establecer una divi-
sión del mundo entre “amigos” y “enemigos”, dejando a quien 
intente	argumentar	en	contra	de	la	posición	que	se	defiende	
con el argumento en una situación de marginalidad en rela-
ción con el grupo de pertenencia. El argumento, a pesar de 
su debilidad, suele ser sumamente efectivo –según el tipo de 
auditorio al que va dirigido. Basta recordar cómo Ricardo III, 
cerca	del	final	del	drama	de	Shakespeare,	logra	mediante	este	
ardid consenso para asesinar a uno de los pocos personajes de 
¿Qué es una falacia?
27
la corte que no le eran incondicionales. Comenzó a narrar una 
historia sobre el origen mágico de sus malformaciones, incluyó 
a la amante del sujeto como la bruja encargada de producir el 
hechizo y luego pidió apoyo para la sanción que había decidido 
ejecutar: al percibir la duda en el rostro del amante remató la 
faena pidiendo que lo siguieran quienes no habían participado 
de tamaña traición. El otrora personaje fuerte del reino quedó 
solo en la mesa, sin entender cómo una reunión para discu-
tir aspectos ordinarios de la corte se había transformado en 
un juicio sumarísimo donde acababa de ser abandonado por 
algunos a los que creía amigos leales y condenado a muerte 
con su anuencia. Pero no fue la fortaleza del argumento lo 
que decidió su suerte, sino el contexto en el fue emitido. Un 
procedimiento judicial en un Estado de Derecho constituye un 
contexto argumentativo muy distante del ambiente autorita-
rio que se respiraba en la corte de Ricardo III. En nuestra 
situación las buenas razones deben prevalecer sobre cualquier 
otra consideración emotiva o retórica. Es más, debemos estar 
alertas	para	no	caer	bajo	su	influjo	cuando	las	partes	apelan	a	
este tipo de argumentos, e incluso cuestionar públicamente su 
utilización. Las decisiones jurídicas deben estar apoyadas por 
argumentos	sólidos	para	que	se	consideren	justificadas,	y	para	
ello no basta con persuadir. Hay que hacerlo con los mejores 
argumentos que podamos construir. Para ello debemos apelar 
a la razón y no dejarnos ganar por las emociones primarias 
que puedan movilizar –de manera inadecuada- ciertas estra-
tegias argumentativas.
El argumento de apelación a la misericordia, o Argumen-
tum ad misericordiam, constituye una variante del analizado 
anteriormente. En este caso, se pretenden brindar apoyo a 
la	conclusión	afirmando	como	premisas	ciertas	circunstancias	
penosas en las que se encuentra (o se ha encontrado) quien 
hace	la	afirmación	o	aquel	sobre	el	se	hace	la	aseveración.	Di-
chas situaciones deben servir para movilizar en el que escucha 
o lee el argumento los sentimientos de piedad o compasión. 
Altamente persuasivos, este tipo de argumentos no resultan 
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
28
inevitablemente falaces. Sólo lo son cuando la conclusión que 
se pretende apoyar no guarda ninguna relación con las cir-
cunstancias penosas que se mencionan en las premisas, o 
cuando con ellos se pretende distraer la atención sobre la falta 
de apoyo para la conclusión.
Consideremos los siguientes ejemplos.
(P) El imputado es padre de tres hijos y único 
sostén del hogar, tuvo una terrible infancia 
y se encontraba sin empleo desde hace tres 
meses. 
(C) El imputado no ha cometido el hurto del 
que se le acusa. 
(P) El imputado es padre de tres hijos y único 
sostén del hogar, tuvo una terrible infancia 
y se encontraba sin empleo desde hace tres 
meses.
(C) El imputado debe ser castigado con la 
pena mínima establecida por la ley para el 
delito del que se le acusa.
La estructura básica de este tipo de argumentos es:
(P)	Quien	emite	la	afirmación	P	(o	aquel	del	
que se habla en P) se encuentra en una pe-
nosa situación.
(C) P es verdadera (o falsa).
Para evaluar si se trata de un uso falaz, debemos recons-
truir el argumento y evaluar la conexión que existe entre lo 
que	se	afirma	en	 las	premisas	y	 la	conclusión.	En	el	primer	
ejemplo estamos ante un uso falacioso pues se pretende apo-
yar como conclusión que el sujeto digno de piedad ha reali-
zado, o dejado de hacer, ciertas acciones en el pasado. No es 
¿Qué es una falacia?
29
relevante para determinar si un hecho ha ocurrido -o si una 
acción constituye la comisión de un delito- la situación penosa 
en	la	que	se	encuentra	quién	hace	la	afirmación	(o	en	la	que	se	
encontraba el sujeto sobre quién se la formula). Pero si lo es si 
con ello se pretende atenuar su responsabilidad a los efectos 
de graduar la pena que le debe ser impuesta. 
Consideramos que el análisis de los casos elegidos permiten 
mostrar que hay que evitar incurrir en el error –presente en 
muchos libros que tratan el tema- de pensar que los argu-
mentos que se suelen denominar “falacias” lo son siempre, 
con independencia del contexto en el que se usan o de lo que 
se pretende defender como conclusión apelando a ellos. Para 
determinar si se esta ante una falacia se debe proceder con 
cautela, teniendo en cuenta el uso efectivo que se hace de 
los argumentos en la práctica argumentativa que se pretenda 
examinar.
La argumentación en el marco de un procedimiento judicial 
posee ciertas peculiaridades que resultan sumamente relevan-
tes para poder atribuir el carácter de falaz a un argumento. 
Los juristas deberían tenerlas muy presentes antes de emitir 
un juicio de valor argumentativo apelando a la existencia de 
“falacias”.
 
Pablo Raúl Bonorino Ramírez
3030
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31
Los indicios tomados en serio1 
Juan Igartua Salaverría
Universidad del País Vasco
A los indicios se les ha tenido, tradicionalmente, como 
elementos	 de	 poco	 fiar:	 por	 insustanciales	 (de	 poco	 fuste)	
pero también (o debido a ello) por insidiosos2. Y nuestra cultu-
ra jurídica, en forma de homenaje torcido, no se ha permitido 
el mal gusto de mostrarles un marcado interés. Lo que, curio-
samente, ha provocado el contraproducente efecto de dejarlos 
asilvestrados	y	liberados	de	una	eficaz	disciplina;	al	punto	de	
que, por no saber, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuál 
es el denominador común de los integrantes que conforman 
esa difusa tropa (la de los indicios, quiero decir) y, por ende, 
tampoco	quiénes	y	por	qué	engrosan	sus	filas.	Procedería	por	
tanto, como medida preliminar, explorar ese mundo para ver si 
somos capaces de discernir qué contingente lo habita y las se-
ñas	de	identidad	que	definen	a	esos	moradores;	objetivo,	sin	
embargo, que aquí no será tomado como estación de término 
sino como medio del cual obtener después algún rendimiento 
en orden a lo que de verdad ahora importa: la valoración de 
los indicios en el procedimiento y en el proceso penal.
1. Este trabajo fue realizado en el marco del Proyecto de Investigación SEJ2007-64496 dirigido por el Prof. Juan 
Antonio García Amado denominado “Teoría del Derecho y proceso. Sobre los fundamentos normativos de la 
decisión judicial.”.
2. Con lenguaje muy plástico se ha hablado de “las oscuras sugestiones de una palabra ambigua: el indicio” 
(Iacoviello 1997b: 198).
Juan Igartua Salaverría
32
Pero antes de emprender este recorrido, que se anun-
cia	accidentado	y	sinuoso,	de	ningún	modo	resulta	superfluo	
demorar	 la	salida	para	dotarnos	de	alguna	 información	a	fin	
de	prevenir	 descarrilamientos	evitables.	Me	 refiero	a	que	 la	
circulación está abierta a tres nociones diferentes de “indicios” 
(Ferrua	2007a:	334-336);	a	saber:	1)	En	un	sentido	filosófico-
científico, “indicio” (o “prueba indiciaria”) es lo opuesto a la 
verificación directa del hecho que requiere prueba. Por tanto, 
cuando se persiga probar hechos del pasado que el tiempo 
esfumó, sólo cabe emplear indicios (hechos que nos remitan 
al factum probandum), independientemente se trate de la de-
claración de un testigo que presenció el homicidio de Ticio o 
de	unas	huellas	dactilares	halladas	en	la	escena	del	crimen;	
porque en ambas situaciones se pasa de un hecho (el testi-
monio o las improntas dactilares) a otro hecho (la autoría del 
homicidio), no estando presente el hecho a probar. 2) En una 
acepción técnico-jurídica, el “indicio” (o “prueba indiciaria”) se 
opone a las pruebas que versan directamente sobre el factum 
probandum (también llamadas “pruebas directas”, como la de-
claración de un testigo que vió a Cayo disparar sobre Ticio) 
y tiene por objeto la prueba de hechos diferentes del hecho 
principal pero relacionados con éste (también conocidas como 
“pruebas indirectas”, como la presencia de huellas de Cayo 
en la pistola con que se mató a Ticio). 3) Y en un uso lingüís-
tico vulgar3	,	“indicio”	(a	secas)	significa	un	elemento	que	se	
contrapone a una prueba suficiente para probar tanto el he-
cho principal (p.ej. porque el testigo estaba algo alejado de la 
escena del crimen, había oscurecido y, encima, Cayo tiene un 
hermano gemelo) como un hecho secundario (p.ej. si la policía 
encontró en la pistola huellas de tres personas diferentes, no 
sólo las de Cayo).
De las tres nociones reseñadas, hagamos caso, por ra-
zones ya de sobra intuidas, únicamente a la segunda y a la 
tercera, comenzando por esta última.
3. Lo que no impide que también encuentre cabida en el lenguaje jurisprudencial (Trevisson 1995: 312).
Los indicios tomados en serio
33
I. ¿Son los “indicios” menos que las “pruebas”? 
“Contra mí no hay pruebas, sólo indicios”, la frase re-
petida sin cuenta (pero con mucho cuento, generalmente en 
frívolos programas televisivos) por personas presuntamente 
atrapadas en operaciones económicas turbias si no descarada-
mente delictivas, lejos de ser un extravagante producto de la 
incultura popular nos sitúa en el centro de un problema que, al 
menos entre nosotros, no ha sido reconocido en sus reales di-
mensiones por la conciencia jurídica dominante y que toleraría 
ser formulado de la guisa siguiente: ¿qué diferencia concep-
tual media -si la hay- entre, por un lado, la locución “indicio” 
que comparece p.ej. en el art. 384 de la LECrim a propósito 
del auto de procesamiento (textualmente: “indicio racional de 
criminalidad”) o en el art. 637 de la misma Ley referido al so-
breseimiento libre (el cual procederá “cuando no existan indi-
cios racionales de haberse perpetrado el hecho”)4 y, por otro 
lado, el mismo término en la expresión “prueba por indicios” 
(como equivalente a “prueba indiciaria”) muy propagada en el 
lenguaje judicial así como en la doctrina académica?5 
Es una cuestión que, a todas luces, no admite ser despa-
chada o diferida o esquivada (a lo peor, es que ni siquiera ha 
sido atisbada) con las banalidades al uso, como sucede cuando 
se sostiene que, siendo la “prueba por indicios” (o “prueba in-
diciaria”) un concepto jurídico-procesal compuesto, el “indicio” 
sería un subconcepto o un componente de aquella compleja 
sustancia conceptual (constituída además por la “inferencia 
aplicable” y la “conclusión inferida”) (Pastor Alcoy 2006: 148). 
Pero con ello se pasa por alto que, en puridad, el propio con-
cepto de “indicio” denota ya una entidad estructural. Nada es 
de por sí indicio;	se	convierte	en	tal	cuando	entra	en	conexión	
con	otra	realidad	(por	definición,	el	indicio	siempre	es	indicio 
de otra cosa), por lo que el “indicio racional de criminalidad” 
4. En ese mismo listado cabría incluir disposiciones de la LECrim que contienen una terminología equivalente, 
como el art. 503 que contempla la prisión provisional (cuando aparezcan “motivos bastantes para creer respon-
sable del delito” a una determinada persona), o el art. 641 que regula el sobreseimiento provisional (cuando “no 
haya motivos suficientes para acusar a determinada o determinadas personas”).
5. Y que en otros países, Italia entre ellos, tiene un refrendo explícito hasta en la legislación procesal.
Juan Igartua Salaverría
34
(mencionado en el art.384 LECrim) exhibe la misma articula-
ción tripartita que la atribuida a la “prueba por indicios” (esto 
es: un dato indiciante, un hecho indiciable y la relación indicia-
ria que conecta al primero con el segundo). Si estoy en lo cier-
to,	el	desencuentro	entre	la	opinión	penúltimamente	reflejada	
y la mía propia no tendría más enjundia que la de una mera 
discrepancia terminológica: a lo que unos llaman “indicio” yo 
lo nomino el “dato indiciante” que, a través de una “conexión 
inferencial”, enlaza con un “hecho indiciable”.
Despejada la bruma de este palabrero quid pro quo, no 
obstante seguimos in albis a la espera de una respuesta a la 
pregunta de si los indicios que sirven para imputar (o para 
adoptar alguna medida cautelar) desmerecen6 de los indicios 
que bastan como prueba para condenar.
1. Diferentes escenarios para los “indicios”
La verdad es que las disposiciones procesales en nada 
nos socorren (al menos explícitamente) para salir de la perple-
jidad. En efecto, si pasamos revista a los artículos de la LECrim 
en los que se menciona la palabra “indicio” o vocablo de pelaje 
similar	–“motivos	bastantes”	(art.	503),“motivos	suficientes”	
(art.641)- nada nos rescata de la desorientación que provo-
can palabras y expresiones tan indeterminadas.
Ahora bien, si apuramos un poco la atención, hay una 
pista que no pasa desapercibida7 . La legislación procesal traza 
una	frontera	entre	la	fase	sumarial	y	el	juicio	oral;	y	todas	las	
disposiciones que albergan el término “indicio” (o términos de 
ralea parecida) afectan a lo que acontece sólo en la primera, en 
nada al desarrollo de la vista oral. En ésta únicamente tienen 
cabida las “pruebas” (no por nada el art.741.1 LECrim dice:”El 
6. Sólo entra en mi consideración este aspecto de la respectiva fuerza probatoria de unos y otros, no otra cosa. 
Porque salta a la vista una evidente diferencia entre ellos: mientras que la denominada “prueba por indicios” 
se solapa con la llamada “prueba indirecta” (o “lógica” o “crítica”), los “indicios” que propician p.ej. el auto 
de procesamiento abarcan no sólo a los elementos probatorios que tienen un aire de familia análogo al de las 
pruebas indirectas sino a cualesquiera otros. Sería inaudito, en efecto, que no pudiera procesarse a una persona 
en base a declaraciones de testigos presenciales por ser testimonios directos (Cfr. Trevisson 1995: 310 y 312; 
Fassone 1997: 636; Battaglio 1995: 382).
7. fr. en sentido crítico Fassone (1995: 1105).
Los indicios tomados en serio
35
tribunal, apreciando según su conciencia las pruebas practica-
das	en	el	juicio	(…)	dictará	sentencia	dentro	del	término	fijado	
por	 esta	 Ley”);	 no	 hay	 rastro	 de	 los	 “indicios”.	 Y	 si,	 luego,	
tanto la jurisprudencia como la doctrina han rehabilitado a los 
indicios	como	material	probatorio	en	orden	a	la	decisión	final,	
no sería baladí que ésos lleven antepuesta la palabra “prueba” 
(“prueba	por	 indicios”	o	“prueba	indiciaria”;	pero	“prueba”	y	
no “indicios” tout-court). En resumidas cuentas: la diferencia 
entre los indicios en la fase sumarial y en la vista oral radicaría 
en que: en la primera no alcanzan el estatus de pruebas y en 
la segunda sí adquieren esa vigorosa prestancia8 .
Y eso explicaría las rebajadas equivalencias, estableci-
das en sede doctrinal, entre “indicio racional de criminalidad” 
(art. 384.1) y “fundada sospecha	de	participación	(…)	en	un	
hecho punible” (Gimeno Sendra et al.2000: 541 vol.3):, o en-
tre	 “motivos	bastantes”	a	fin	de	decretar	prisión	provisional	
(art. 503) y “fundada sospecha de peligro de fuga del im-
putado” (Gimeno Sendra et al. 2000: 139 vol.4) , o entre la 
no existencia de “indicios racionales” para acordar el sobre-
seimiento libre (art.637) y la ausencia de “un mínimo grado 
de verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 638 vol.4), o 
entre	la	falta	de	“motivos	suficientes”	como	razón	para	proce-
der	al	sobreseimiento	provisional	(art.	641)	y	la	insuficiencia	
del	material	instructorio	para	identificar	“con	algún grado de 
verosimilitud” (Gimeno Sendra et al. 2000: 649 vol.4) al cul-
pable. Como puede apreciarse, los correlatos semánticos de 
“indicio” (“sospecha”, “mínima verosimilitud”, etc.) son de una 
labilidad ostentosa9 . Por contra, cuando los indicios se erigen 
en auténtica prueba (“prueba por indicios” o “prueba indicia-
ria”) experimentan una metamorfosis radical (según predican 
tribunales	y	doctrina	académica);	es	decir:	están	acreditados 
mediante prueba directa, se asocian entre sí, convergen en el 
8. Opinión ésta muy expandida (cfr. Buzzelli 1995: 1133).
9. Amén de que estos mismos términos son, a su vez, de una indeterminación acongojante y cada cual los en-
tiende a su aire, sin que eso, a lo que se ve, parezca preocupar a nadie. Como escribía una procesalista español 
– Sentís Melendo- que degustó las hieles del exilio: “Se dice que hay delito, sin decir por qué lo hay; hay indicios 
sin saber cuáles son (…), en definitiva, se procesa porque se procesa (…) y después se revoca porque se revoca” 
(citado en Gimeno Sendra et al., 2000 : 537 vol.3.
Juan Igartua Salaverría
36
thema probandum, se refuerzan recíprocamente, etcétera10 . 
En	fin,	poco	que	ver	con	lo	anterior.
Por tanto, los indicios no parecen pertenecer a una única 
progenie en la que todos ellos, de baja cuna y textura impre-
sionista, se barajarían indistintamente sino, más bien, a castas 
diferenciadas en razón de su diverso potencial probatorio. Lo 
cual tendría, en principio, su razón de ser que, sintéticamente, 
se concretaría en el siguiente raciocinio.
La introducción de distintos estándares de prueba en el 
ámbito penal se legitimaría porque es diferente el quantum 
requerido para comenzar imputando que para terminar conde-
nando (así como el adecuado para la etapa intermedia entre 
ambas, la que determina la apertura del juicio)11 . En efecto, 
cada fase lleva asignada una función	específica	y	de	desigual	
gravedad: así, por atenernos a lo que llevamos entre manos, 
la sumarial asume el cometido de la investigación con la vista 
puesta en la remisión del caso a juicio (Buzzelli 1995: 1133-
1134);	 la	 de	 la	 vista	 oral	 tiene	 en	 su	 horizonte	 la	 condena	
del acusado. Por eso, el convencimiento judicial exigible en 
una y otra debe ser también diverso: en la instrucción bastan 
las probabilidades, en la conclusión de la vista oral sólo valen 
las certezas12 . De manera que el material utilizable en una y 
otra está dotado de un espesor probatorio distinto: (meros) 
“indicios” en el sumario y “pruebas” (por indicios inclusive) en 
el juicio13 . Recapitulando: en el lenguaje procesal (sea éste 
de raigambre legislativa o jurisprudencial o doctrinal o de los 
tres registros contemporáneamente), unas veces asoma la pa-
labra “indicio” en el sentido técnico de “prueba indiciaria”, y 
otras muchas como un elemento probatorio provisional que, 
si	bien	no	está	maduro	para	fundamentar	la	decisión	final,	es	
suficiente	para	menesteres	de	menor	calado	y	al	que,	en	con-
10. Para detalles, cfr. Miranda Estrampes 1997: 249-256.
11. Esta idea remite a una tradición plurisecular que distinguía los indicios ad custodiendum de los indicios ad 
condenamdum, situándose entre medias los indicios ad iudicandum (menos graves que para la condena pero 
más consistentes que para la captura) (cfr. Iacoviello 1997: p.111. Véase así mismo, también en la misma onda, 
Battaglio 1995: 379; Garayalde Martín 2009: 6.
12. Opinión que describe (pero critica) Buzzelli 1995: 1139-1140.
13. Postura que recoge (para rechazarla) Fassone 1995:1105.
Los indicios tomados en serio
37
secuencia, se le debe exigir una valencia demostrativa inferior 
(Fassone 1997: 636).
Pues bien, antes de salir al paso de este planteamiento 
de aparente lozanía pero en el fondo bastante crepuscular, ne-
cesito aprovisionarme de unas pocas y básicas herramientas 
conceptuales.
2. Un intermedio teórico
En ese muestrario de inercias llamado “tradición”, ha en-
contrado cálido acomodo la convención de que el vocablo “in-
dicio” denotaba una probatio minor o incompleta, como si ése 
fuera el hermano pequeño de la “prueba”, al ser ésta la que 
de verdad procuraba una demostración cabal14 . Sin embargo, 
hay	eficaces	argumentos	para	combatir	semejante	idea15 .
A. Si aceptamos que el “indicio” es algo menos (o incluso 
mucho menos) que la “prueba”, establecemos una gradación 
dentro del material probatorio, lo que evoca las categorías 
medievales de los indicios dudosos y de los indubitados, de las 
pruebas plenas y de las semiplenas, y con ello estamos intro-
duciendo un cuerpo extraño en un sistema que pivota sobre el 
principio del libre convencimiento del juez (ya que una jerar-
quía de los medios de prueba resucitaría el periclitado sistema 
de valoración legal de las pruebas).
Acotando	pues	el	problema,	 la	afirmación	de	que	el	 in-
dicio es menos que una prueba tolera ser entendido de dos 
maneras: en abstracto o en concreto. Apostar por lo primero 
implicaría	que	el	legislador	había	prefigurado	la	eficacia	proba-
toria de cada medio de prueba (cosa que entra en estruendosa 
colisión con el principio de la libre conviccióndel juez). Incli-
narse por lo segundo supone que la menor fuerza probatoria 
de un indicio no está predeterminada por el legislador sino es 
el resultado de la valoración judicial (pero, entonces, la dis-
tinción entre indicio y prueba no precedería sino seguiría a la 
14. Así lo constata, entre muchísimos, Fassone 1997: 635-636.
15. Sigo a Iacoviello 1997: 117- 118.
Juan Igartua Salaverría
38
valoración judicial del material probatorio). Es precisamente 
esta última opción la que encaja en el vigente modelo de libre 
valoración de las pruebas. Por tanto, a ella habrá que atener-
se.
Para entendernos: de antemano nada puede conceptuar-
se como prueba de primera o de segunda o de tercera ca-
tegoría, en el sentido de que nada posee una automática y 
resolutiva capacidad para probar el hecho desconocido. Como 
mucho, todo merece inicialmente la genérica e indistinta con-
sideración de elemento de prueba	(Fassone	1995:	1112;	Iaco-
viello 2000: 771). Será, después, que a cada elemento se le 
reconocerá mayor o menor fuerza probatoria según aproveche 
a conseguir el resultado perseguido (explicar el factum pro-
bandum) en función de la validez del criterio inferencial em-
pleado	(Fassone	1997:	635;	Garayalde	Martín	2009:	7)	(mejor	
aprovechará	una	ley	científica	que		una	moliente	máxima	de	
experiencia) para transitar de uno (el elemento de prueba) al 
otro (el hecho que debe ser probado), tanto da si se trata de 
pruebas directas como de indirectas (Fassone 1995: 1117).
B. Hasta el presente han asomado tres expresiones: “he-
cho que debe ser probado” (o factum probandum), “elemento 
de prueba” y “criterio inferencial”, que demandan un cierto 
aderezo explicativo. Pero antes de nada, y puesto que nos ha-
llamos –como salta a la vista- en el típico entorno del método 
experimental (el preconizado por Bacon, Newton o Galileo) 
(Iacoviello 1997:113-114), hagamos un inocuo ajuste termi-
nológico para uniformizar el vocabulario adoptando la palabra 
“hipótesis” (como sinónima de “hecho que debe ser probado”). 
Así, podremos convenir que la imputación no es otra cosa que 
una	hipótesis	sobre	un	hecho;	y,	por	tanto,	que	el	proceso	pe-
nal (en tanto haya un tema factual a dilucidar) está orientado 
a examinar si la hipótesis formulada por la acusación cuenta 
o no con el adecuado sustento de medios de prueba. Es decir, 
la hipótesis es lo que ha de probarse, los medios de prueba 
son aquéllos que sirven para probar (la hipótesis, claro) o para 
falsarla.
Los indicios tomados en serio
39
a) La hipótesis y los medios de prueba marchan de la 
mano porque se necesitan recíprocamente: una hipótesis sin 
el	apoyo	de	medios	de	prueba	es	pura	gratuidad;	unos	medios	
de prueba sin hipótesis no son tales, porque para que algo sir-
va de prueba es necesario que haya algo que requiera prueba 
y eso lo establece la hipótesis (Iacoviello 2000: 768-769).
Cuando nos referimos a una singularizada “hipótesis” de 
la acusación estamos incurriendo en una reducción, ya que, 
por lo común, la hipótesis acusatoria no se comprime en un 
enunciado elemental (del tipo “Juan ha matado a Pedro”) sino 
se	articula	en	una	afirmación	compleja	(en	la	que	se	incluyen	
tiempos, lugares, modos de conducta, intenciones, etc.). Es 
decir, la hipótesis	se	ramifica	en	sub-hipótesis;	esto	es:	en	un	
rosario	de	afirmaciones	atinentes	a	otros	tantos	hechos	en	los	
que se divide la imputación. Y cada uno de estos hechos cons-
tituye	un	específico	tema	de	prueba	que	exigirá	una	específica	
fundamentación a través de los pertinentes medios de prueba 
(Iacoviello	2000:	768;	Garayalde	Martín	2009:	8).
Un	paso	más.	El	método	para	valorar	la	hipótesis	difiere	
del método para valorar los medios de prueba. Es aquí donde 
cobra pertinencia la socorrida (pero rara vez estudiada) dis-
tinción entre “valoración conjunta” (que tiene a la hipótesis 
por objeto) y “valoración individualizada” (que se proyecta so-
bre los medios de prueba). Pero también aquí hemos de estar 
alerta para que no se nos desgobierne la cabeza.
b) En efecto, en lo que atañe a la hipótesis no debe con-
fundirse la formulación de la misma con su posterior verifica-
ción (o prueba). 
En las primeras investigaciones que realizan los órganos 
correspondientes (el ministerio público o el juez instructor, se-
gún determine el sistema jurídico) éstos reciben un revuelto 
caudal de informaciones. Para seleccionarlas y ordenarlas, es 
imprescindible formular una hipótesis que sea explicativa de 
los hechos que constituyen la denuncia.
Juan Igartua Salaverría
40
¿Cómo se formula la hipótesis? Normalmente por abduc-
ción (un razonamiento hacia atrás que permite remontar de 
los efectos a las causas, de manera que éstas se erijan en 
explicaciones de los datos constatados). Por ejemplo, el móvil 
es un espléndido argumento abductivo para explicar una ac-
ción que ha ocurrido: si Fulano tiene motivos para ocasionar 
un daño a Mengano (que en realidad lo ha padecido), eso se 
convierte en buena pista para orientar las investigaciones, es 
decir: para enunciar una hipótesis. Pero con ello nada se ha 
probado todavía en tanto falten los medios de prueba que pro-
porcionen fundamento a esa hipótesis (pues no existe ninguna 
máxima de experiencia que avale que quien tiene un móvil 
para dañar a otro siempre lo hace y solamente a él se le ocu-
rriría hacerlo). Otro ejemplo: el cargo ocupado por una perso-
na en una empresa o en un partido político permite suponer su 
implicación en determinadas acciones delictivas recurriendo a 
un	argumento	abductivo	que	se	confina	en	la	frase	“no	podía	
no saber”. Pero no va más allá de una hipótesis16 . Concluir 
que eso es un medio de prueba implicaría automáticamente 
una inversión del onus probandi;	obligaría	al	susodicho	a	una	
probatio diabolica, a demostrar que no obstante el cargo que 
ostenta él no lo sabía. Y, por desgracia, ésa es una práctica 
bastante	habitual	en	los	tribunales;	los	cuales,	ante	la	dificul-
tad de encontrar pruebas, utilizan los mismos argumentos ab-
ductivos que sirven para la formulación de una hipótesis como 
si fueran argumentos idóneos para probarla. Y eso es un pro-
ceder	filisteo	(Iacoviello	1997:	121;	Garayalde	Martín:	8).
c) También, en lo que afecta a los medios de prueba, 
hemos de ir un poco más allá de las trivialidades que son de 
usanza.
Antes se apuntó que son las hipótesis las que delimitan 
cuáles son los elementos que poseen aptitud para probar di-
recta o indirectamente una hipótesis y cuáles no. A esta ido-
neidad potencial de los medios de prueba se le conoce por re-
16. Como espléndidamente se enfatiza en el voto particular de Andrés Ibáñez, P. a la STS 257/2009 (acerca de 
si determinados miembros del GRAPO estaban al tanto de un secuestro y tenían en su mano la liberación del 
secuestrado).
Los indicios tomados en serio
41
levancia (característica que no debe equivocarse con el mayor 
o menor fundamento que tales elementos relevantes propor-
cionarán después a la hipótesis). La relevancia de un elemento 
de prueba no admite grados (es relevante o no lo es).
Después, los medios de prueba conferirán a la hipótesis 
el	valor	(de	confirmada	o	falsada)	que	a	ésta	le	corresponda.	
Pero eso está condicionado, de inicio (aunque no sólo) por el 
valor que, previamente, se haya asignado a los elementos de 
prueba. Es decir, los elementos de prueba que se aducen para 
probar una hipótesis han de estar a su vez probados (p.ej. la 
declaración de un testigo presencial sirve para esclarecer un 
homicidio a condición de que la precitada declaración haya 
sido	antes	valorada	como	fiable).	Pues	bien,	la	valoración	de	
los elementos de prueba nos obligará a reparar en su atendibi-
lidad (es decir, en si aquéllos han sido acreditados o no).
Falta	una	característica	más;	ya	que	la	atendibilidad	de	la	
información que transporta un medio de prueba no prejuzga la 
fuerza probatoria que aquélla posee. Por ello hace falta repa-
rar en una vertiente más de los medios de prueba: en el peso 
(más o menos concluyente)que ostentan en orden a probar la 
hipótesis en juego.
C. Y, sin quererlo, topamos con una inesperada catego-
ría: la certeza;	pues	el	peso	que	se	reconoce	a	 los	distintos	
medios de prueba está en función de si éstos conducen a la 
certeza o sólo a la probabilidad (o incluso a sucedáneos más 
inconsistentes). Es moneda de curso corriente la creencia de 
que el esfuerzo probatorio en el proceso penal está destinado 
a producir certezas, ya que carecería de legitimidad coartar la 
libertad de una persona si no se contara con una categórica 
certeza de su responsabilidad. Sin embargo, eso dista de ser 
cierto y sólo tiene “el efecto reasegurador del placebo” (Iaco-
viello 1997: 114).
En términos constructivos y sintéticos (aunque segura-
mente apelmazados -¡lo siento!-)17 : el conocimiento humano 
17. Se trata de un planteamiento hoy bastante recurrente: cfr. Fassone 1995. 1109-1110; Iacoviello 2000: 754-
759; Ferrajoli 1995: 51-54; Gascón Abellán 2004: 101-106.
Juan Igartua Salaverría
42
se	consigue	por	constatación	o	por	inferencia;	ahora	bien,	el	
juez no puede constatar el delito (porque éste corresponde 
a	un	pasado	no	 reconstruíble	 experimentalmente);	por	 tan-
to, se ve obligado a demostrar inferencialmente su existencia 
y atribuirlo a una persona en base a determinados indicado-
res;	operación	que	conduciría	a	la	certeza	de	ser	las	premisas	
ciertas	 (así	 acontece	 en	 la	 lógica	 deductiva);	 pero	 como	 la	
inferencia probatoria es una técnica racional consistente en el 
paso “de un particular a otro particular a través de la media-
ción de un universal”, siendo el primer “particular” no evidente 
y careciendo normalmente el “universal” de valor absoluto, se 
desemboca en una conclusión carente de necesidad lógica y, 
por tanto, sólo probabilista.
Podríamos sucumbir a la tentación (lo que a menudo ocu-
rre) de sustituir la certeza lógica por una certeza psicológica 
(de	modo	que	en	definitiva	importara	la	certeza	personal	del	
juzgador). Pero como todos tenemos certezas psicológicas con 
frecuencia más o menos infundadas, elevar a la condición de 
estándar probatorio las creencias del sujeto que decide impli-
caría apostar por una vara de medir enteramente subjetiva, de 
incontrolable aplicación, lo que paradójicamente equivaldría a 
renunciar a un estándar de prueba en sentido estricto (Ferrer 
Beltrán 2007: 144-145)..
Ahora bien, admitir – lo que es inevitable- el porte proba-
bilista de los resultados probatorios no nos aboca a utilizar una 
niveladora tabula rasa como si todos los medios probatorios 
dieran de sí el mismo rendimiento. La probabilidad se tiñe de 
una	 coloración	 gradualista,	 de	manera	 que	 cabe	 estratificar	
(de abajo a arriba) los siguientes niveles18 : el de la equiproba-
bilidad (si los elementos de prueba permiten sufragar indistin-
tamente dos o más hipótesis), el de la probabilidad prevalente 
(si los elementos de prueba sustentan una hipótesis por enci-
ma de otras hipótesis alternativas),el de la clara y convincente 
18. Que, por recurrir a una metáfora numérica, deberían alcanzar –arriba o abajo- los siguientes porcentajes de 
probabilidad: la “equiprobabilidad” el 50%, la “probabilidad prevalente” al menos el 51%, la “clara y convin-
cente evidencia” en torno al 70-80% y, finalmente, la “probabilidad más allá de toda duda razonable” se situaría 
en el 98-99% (Iacoviello 2006: 3871).
Los indicios tomados en serio
43
evidencia (nivel intermedio entre el anterior y el que seguirá, 
que es el de la probabilidad más allá de toda duda razonable 
(si con los medios de prueba disponibles se descarta cualquier 
hipótesis distinta a la retenida).
3. Haciendo un balance
Lo que antecede nos suministra una serie de perspectivas 
para comprobar qué tienen o de qué carecen los indicios en la 
fase sumarial. La traslación del análisis efectuado a este ám-
bito quizás suscite la extrañeza de más de uno, pues lo dicho 
parecía referido al núcleo del proceso, en el que la hipótesis a 
probar es la culpabilidad del acusado y los medios de prueba 
son los datos legítimamente adquiridos en el proceso (y, por lo 
común, formados según el método “contradictorio”). Saldré al 
paso de esta objeción replicando que ese mismo esquema vale 
mutatis mutandis para cualquier decisión factual, por provisio-
nal	que	sea,	porque	el	significado	del	término	“probar”	sigue	
siendo el mismo (Ferrua 2007b: 146). 
A. De manera que en el punto de arranque nos encon-
tramos con una hipótesis a probar y que, por ello, necesita de 
unos elementos de prueba que sirvan para probarla. De donde 
brota la ineludible pregunta: ¿a qué ámbito pertenecen los 
“indicios”? ¿al de la hipótesis o al de los elementos de prueba? 
Al segundo –responderíamos sin dudarlo-. Pero, entonces, el 
“indicio”	no	se	identifica	con	la	“sospecha”	(en	contra	de	una	
opinión ampliamente difundida), al menos si la entendemos 
como “conjetura” (Iacoviello 1997b: 198-199). Las conjeturas 
suelen transformarse en hipótesis que desencadenan inves-
tigaciones a la búsqueda de los elementos de prueba que las 
corroboren. Por ejemplo, la criminología permite conocer la 
matriz psicopática de un delito, dato importantísimo para fo-
calizar las investigaciones, pero de por sí carente de cualquier 
valor indiciario porque se puede ser psicópata y no haber co-
metido delitos de esa naturaleza (Iacoviello 1997a: 121). Ya 
antes se subrayó que los instrumentos conceptuales emplea-
dos en la formulación de una hipótesis no coinciden con los 
Juan Igartua Salaverría
44
necesarios para corroborarla. Por tanto, no basta que las hipó-
tesis reconstruyan los hechos de manera lógica y coherente (o 
sea, que lo expliquen todo) si no se dispone de elementos de 
prueba que las sostengan19	;	porque,	aún		no	apareciendo	ele-
mentos que las confuten, siguen siendo hipótesis sin pruebas, 
hipótesis gratuitas (Iacoviello 1997a: 122).
B. Ahora bien, si la sustentación de una hipótesis sobre 
elementos de prueba (que efectivamente la fundamenten) se 
erige en condición irrenunciable, permanece en pie a la espera 
de respuesta la pregunta: ¿en qué se plasma, entonces, la 
provisionalidad inherente a esta fase inaugural del procedi-
miento? 
a) En lo atinente a la hipótesis, más arriba se ha subraya-
do que –de ordinario- ésa no suele expresarse en un enuncia-
do único (p.ej. “Juan mató a Pedro”) sino incluye una plurali-
dad de circunstancias (sólo o acompañado, de día o de noche, 
de frente o por la espalda, pretendiendo matarlo o asustarlo 
simplemente, etc.). Sería abusivo pedir, de primeras, pruebas 
de todas ellas, pero no así de los elementos esenciales (los 
constitutivos	del	hecho	principal);	éstos	no	admiten	demoras.	
Además de genérica, la hipótesis inicial ostenta también un 
carácter provisional porque se emplea para producir ulteriores 
ámbitos de investigación, lo cual puede generar su arrincona-
miento	definitivo	o	su	sustitución	por	hipótesis	más	afinadas	
(Fassone 1995: 1121).
b) Por otro lado, en las investigaciones del sumario (alen-
tadas por la relación dialéctica entre hipótesis y elementos de 
prueba)	 se	 produce	una	 creciente	 afinación	de	 las	 hipótesis	
propiciada por la progresiva aportación de pruebas. Por ello, 
hasta que no concluya la tarea de corroboración/falsación de 
las hipótesis (lo que sólo acontece con la emisión de la sen-
19. Al respecto, resulta de provecho la lectura de este párrafo: “…el modo convencional y tradicional de arti-
culación de juicio en dos fases esenciales y, en rigor como regla, insuprimibles, responde, antes que a razones 
procesales o derivadas del diseño orgánico de los tribunales, a exigencias de orden cognoscitivo. En efecto, pues 
éstas tienen su primera manifestación en la vigencia del paradigma indiciario: no está justificado instaurar un 
proceso si no es en presencia de datos atendibles sobre la existencia de una conducta posiblemente criminal. Y 
se prolonga en otra plenamente coherente con ésta primera: sólo una hipótesis rigurosa comprobable mediantepruebas merece ser objeto de debate en juicio” (Andrés Ibáñez 2007: 83).
Los indicios tomados en serio
45
tencia), la trama hipótesis-pruebas es siempre susceptible de 
redefinición.
Ahora bien, en ningún momento la hipótesis puede que-
dar sin el sustento de elementos probatorios que la corroboren. 
Si	 la	hipótesis	va	perfilándose	según	avanza	la	 investigación	
(y en eso reside su provisionalidad), la fundamentación pro-
batoria correspondiente deberá ajustarse al estado de cosas 
presente en cada etapa (y, en ese sentido –sólo en ése- será 
también provisional, pero siempre ineludible).
c)	¿Significa	eso	que	en	el	 transcurso	de	 la	 instrucción	
también las pruebas están afectadas por la provisionalidad? 
Depende. Recordemos unos conceptos relativos a los elemen-
tos de prueba manejados con anterioridad (los de “relevancia”, 
“fiabilidad”	y	“peso”).
Cuando se dictamina si un elemento de prueba es re-
levante porque guarda relación con la hipótesis a probar (el 
thema probandum), aquí no hay provisionalidad que valga 
mientras	 la	hipótesis	no	sufra	ninguna	modificación.	Cuando	
se trata de acreditar la fiabilidad de un elemento de prueba 
(p.ej. la sinceridad de un testigo, la autenticidad de un docu-
mento, el acierto de un informe pericial, etc.), en eso ha de 
emplearse el mismo rigor que el exigible al juez que dicta sen-
tencia ( Iacoviello 1997a :119-120). Ahora bien, cuando ha de 
medirse el peso o fuerza probatoria de un elemento hay dos 
factores a tener en cuenta: primero, que la adquisición de los 
medios de prueba ha sido unilateral (Iacoviello 1997a :115) (o 
en un “contradictorio” embrionario20	);	segundo,	que	se	trata	
de un resultado variable por necesariamente contextual (ya 
que	la	eficacia	probatoria	de	un	elemento	depende	de	su	in-
serción dentro del cuadro probatorio entero), de donde habrá 
de admitirse la provisionalidad del peso de cada elemento en 
tanto siga estando abierta la oportunidad de adjuntar nuevos 
elementos de prueba (Buzzelli 1995: 1149). En resumen: si 
por “indicio” se entiende el elemento de prueba, (a cuyo res-
20. Ya se sabe que, en tanto falte el contradictorio, falta también la confrontación de perspectivas; si bien puede 
existir un embrión de contradictorio cuando ante una decisión cautelar el juez ha de indicar las razones por las 
que no tiene por relevantes los elementos de disculpa (Iacoviello 1997a :121-122).
Juan Igartua Salaverría
46
peto	son	proverbiales	 las	nociones	de	“relevancia”	y	“fiabili-
dad”)	ni	en	el	sumario	cabe	flojera	alguna.	En	cambio,	si	por	
“indicio” se entiende el peso (o resultado probatorio), y puesto 
que éste puede variar en función del contradictorio (Buzzelli 
1995: 1160) y de las mutaciones del contexto (mientras no 
quede	definitivamente	ultimado	en	la	vista	oral21 ), aquél está 
irremisiblemente marcado por la provisionalidad. 
C. Por tanto, en cada una de las distintas etapas que ja-
lonan el recorrido de la instrucción solamente podrá aspirarse 
a un resultado probatorio provisional;	pero	de	ningún	modo	
indiferente22 .
En esos lances iniciales sería demasiado exigir el están-
dar de una probabilidad por encima de toda duda razonable 
(Trevisson 1995: 313), pero dado el silencio del legislador o el 
carácter extraordinariamente vago de su lenguaje (en el que 
no es detectable estándar alguno), quedará en manos de la 
ideología político-criminal de cada cual postular estándares de 
prueba más o menos exigentes23 (o sea: el de una probabili-
dad prevalente o el de una simple equiprobabilidad)24 . 
II. ¿La “prueba por indicios” es menos que la “prueba 
directa”?
Desde los primeros compases se apuntó que la palabra 
“indicio” también se asocia, y preponderantemente además, 
al sentido clásico de “prueba indiciaria” (el que se solapa con 
otras expresiones –más o menos usuales- como “prueba lógi-
ca”, “prueba crítica” o “prueba indirecta”), y es la que se pro-
duce en el juicio propiamente dicho. Está liberada, por tanto, 
21. Porque mientras el material probatorio sea incompleto e inestable, va cambiando el patrimonio cognosciti-
vo del juez y eso necesariamente influye en la valoración de conjunto (Buzzelli 1995: 1160).
22. El hecho de que a los indicios, en esta fase, se les exija un menor nivel de conclusividad, no excluye que 
puedan tener un espesor probatorio que permanezca inalterado hasta el final (Fassone 1997: 638-639).
23. Porque si no se precisa el mismo grado de probabilidad requerido para el reenvío a juicio y menos todavía 
para condenar, tampoco debemos contentarnos con un fumus de culpabilidad compatible con lagunas, puntos 
oscuros y explicaciones alternativas (Battaglio 1995: 379).
24. Para no malinterpretar la “equiprobabilidad”, conviene advertir que un indicio es “equiprobable” cuando 
oferta tanto fundamento a una hipótesis como a otra distinta, pero no cuando no aporta ninguna base a una hi-
pótesis ni a su contraria (de manera que no debería mantenerse una imputación con el pretexto de que el juzgador 
no dispone de razones ni para procesar ni para conceder el sobreseimiento; barbaridad que he tenido la desgracia 
de leer en resoluciones judiciales muy próximas en el tiempo y en el espacio).
Los indicios tomados en serio
47
del ingrediente de provisionalidad característico de los indicios 
entendidos en su acepción vulgar25 , aunque ello no empece, 
sin embargo, a que se la contraponga con la “prueba directa” 
y le sea reconocida una posición jerárquica inferior al de esta 
última (Bellavista 1971: 225)26	;	prejuicio	que	cuenta	con	un	
arraigo plurisecular27 y cuyos rescoldos están rusientes toda-
vía hoy día aireados con argumentos de cuño más que discu-
tible (y a los que habrá que pasar revista).
1. La fatigosa rehabilitación de la “prueba indiciaria”
Seguramente será cierto que al descrédito de la prueba 
indiciaria contribuyó “el execrable recuerdo de la tiranía, bajo 
la cual la más leve sospecha llevaba al patíbulo” (Martínez 
Arrieta	1983:	54);	pero	no	 lo	es	menos	que,	en	su	 recupe-
ración,	han	influido	decisivamente	razones	de	defensa	social	
(Miranda Estrampes 1997: 221) con el objetivo de reducir el 
área de la impunidad obligando a la absolución aún en el caso 
en que, por falta de pruebas directas, el juez estuviera con-
25 Al respecto, se nos recuerda que el sentido técnico-procesal de “indicio” utilizado por la doctrina moderna di-
fiere notablemente del significado que se atribuía a tal término en nuestros textos históricos procesales (Miranda 
Estrampes 1997: 222). 
26 En esta misma onda se aseguraba, hace no tanto, que “es reiterada la jurisprudencia del Tribunal Constitu-
cional y del Tribunal Supremo que afirma que ´la prueba directa es más segura y deja menos márgenes de duda 
que la indiciaria´(STC 174/85, de 17 de diciembre)” (Martínez Arrieta 1993: 56); o también Almagro Nosete 
(1992:35) cuando escribe: “Aunque (…) en el proceso penal toda o casi toda la prueba es indiciaria, pues si 
se apura la distinción, no existen casos de verdadera prueba directa, la utilidad de la diferencia salta a la vista, 
pues no es lo mismo conforme a las reglas del juicio humano, el grado de certeza que proporciona el primer 
ejemplo, en relación con el segundo, a efectos de formación de la convicción judicial” . Eso explicaría por qué 
a la prueba indiciaria se le reconoce un carácter subsidiario respecto de la prueba directa (cfr. SSTS citadas en 
Pastor 2006: 32-33).
27 Así se nos refiere (Bellavista 1971: 225-226) que, en el proceso mágico y sacerdotal, los indicia asumían 
un carácter supersticioso que perduró en las ordalías con las pruebas del fuego, del agua y del veneno. En las 
fuentes canónicas y en el sistema de las pruebas legales, los indicios son diversamente valorados en función de 
su calidad y cantidad como fuente idónea para el convencimiento judicial. La doctrina sucesiva comienza a con-
siderar la prueba indiciaria como probatoriamente más débil. Será preciso llegar al siglo XVI para que surja una 
controlada re-evaluación

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