Logo Studenta

Ver, Juzgar y Estimar en la Crítica de Arte

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

VER, JUZGAR Y ESTIMAR
MANUEL ALBERTO GONZÁLEZ RODRÍGUEZ
A mis hijas
Catalina y Ximena
INTRODUCCIÓN
En este volumen se recogen varios ensayos sobre crítica y teoría del arte, así como reflexiones
variadas en torno a la praxis de algunos pintores, tanto europeos como latinoamericanos, que han
ejercido una marcada influencia en el desarrollo del arte en el siglo XX.
Justificar una colección de textos que hablan de la función de la crítica de arte, del sentido del
término manierismo, de los alcances de la Estética de Croce o de las relaciones que se producen en el
arte latinoamericano a partir de la obra de artistas como Lam o Torres García, parecería, al menos en
principio y sobre todo en este espacio-tiempo de fin de milenio, una tarea erizada de dificultades. No
obstante, a pesar del descrédito con que se mira en ciertos ámbitos la labor crítica y el análisis de los
fenómenos estéticos, descrédito avalado en gran parte por la feria de las vanidades intelectuales del
momento y por las modas del pensamiento liviano, creemos que es ahora cuando más urgentemente se
necesita una reflexión seria en torno a lo que constituye el núcleo esencial de una teoría del arte.
Hoy bien sabemos que la historia y la teoría del arte se constituyen a partir del pulso vital que las
obras de arte marcan y las cuales son construidas teniendo como fundamento la polaridad de lo singular
y lo universal. Y frente a las realidades fenoménicas que la obra despliega ante nuestros ojos es preciso
preguntarse: ¿cuáles son estos fenómenos? ¿qué significado tienen? ¿cómo sopesarlos histórica y
estéticamente? Es así como tratando de ser fieles a la gran experiencia global de la creación artística y
de la historia, nos hemos comprometido en ese rico juego del ver, del juzgar y del estimar, operaciones
absolutamente ineludibles de cualquier actividad del sujeto que valora estéticamente; ya que desde Kant,
para definir lo artístico es necesario poner en acción una teoría del valor, teoría cuyo fin es el de
proporcionar un ámbito para la descripción y el análisis de los objetos que provocan aquello que
designamos con el término arte.
Gran parte del material que contiene el presente libro consiste en conferencias dictadas en diversos
cursos del postgrado de Estética de la Universidad Nacional de Colombia, en ensayos publicados en
revistas y recopilaciones de seminarios diversos; otros artículos fueron escritos ex profeso para el
presente volumen y otros han sido rehechos, en aras de la continuidad temática y de poner en claro
ciertas conexiones que dieran unidad al texto global.
EN TORNO A LA CRÍTICA DE ARTE
Hace casi sesenta años escribía Lionello Venturi en su Historia de la crítica de arte:
Si se tiene en cuenta los progresos realizados por la historia del arte en los últimos años uno no
puede hacer otra cosa que maravillarse y regocijarse por sus prodigiosos resultados. El gran número de
monografías de artistas y monumentos, las historias generales del arte, o las dedicadas a naciones,
épocas o tipos de arte en particular, los tratados de iconografía y técnica, las publicaciones de
documentos, los catálogos de museos y colecciones, las revistas técnicas para entendidos o culturales
para el público en general, y por último sobre todo, las reproducciones de las obras de arte de todos los
tiempos y países, todo ello constituye una monumental masa de material de estudio[...]. Si después de
haber admirado el trabajo de publicación de los materiales artísticos y documentales, queremos pasar
revista a las ideas que sirven de guía a la historia del arte actual, de los valores espirituales que éste
representa y de las relaciones que mantiene con la filosofía, la historia y la literatura, observamos que no
existe unidad y el caos reina [...]. ¿De dónde proviene esta ausencia total de unidad, es decir este caos
metodológico que se constata en la historia del arte, dejando aparte el trabajo museográfico?
La respuesta es fácil: el progreso alcanzado en la publicación de documentos y en su comentario
filológico desaparece cuando se trata de emitir un juicio sobre una obra de arte o un artista. Y lo que es
peor, a menudo falta incluso la conciencia de la necesidad de este juicio.1
Estas lejanas palabras aún mantienen su vigencia; en efecto, al menos en nuestro medio la crítica
artística no está en una situación mejor que la que describe Venturi en 1936; de ahí que una de las
motivaciones del presente artículo sea examinar algunos conceptos que posibiliten superar o al menos
interrogarse sobre muchos de los prejuicios y opiniones acerca del juicio crítico en el terreno de las
artes. De ahí entonces que nuestro objetivo primordial sea el de indagar por las condiciones necesarias y
suficientes de los juicios de valor sobre la obra artística, así como las premisas teóricas que podrían
validar tales juicios.
EL JUICIO CRÍTICO: UN JUICIO VALORATIVO
Quizás el primer problema que enfrenta el estudioso del arte es el hecho de que su dominio
fenoménico es difícilmente delimitable: cronológicamente las manifestaciones artísticas comprenden
realizaciones que van desde la más antigua prehistoria hasta nuestros días; geográficamente engloba
todas las áreas habitadas por comunidades humanas independientemente de su grado de desarrollo
cultural y técnico; además no comprende sólo las llamadas artes visuales tradicionales sino también la
poesía, la danza, la música, el teatro, los happenings, las instalaciones y hasta el diseño de jardines tal
como lo pensaba Kant. Aun restringiéndonos al campo de las artes visuales es imposible indicar
categorías de objetos que sean objetos artísticos por el solo hecho de pertenecer a una de tales
categorías. Puede considerarse obra de arte un complejo monumental o toda una ciudad, pero también
lo pueden ser los elementos que componen aquel conjunto: edificios, plazas, fuentes, calles, etc. En el
otro extremo de la escala dimensional pueden ser obras de arte las miniaturas, los diseños de tejidos,
estampas grabadas o incluso un salero, como el que hizo Cellini para Francisco I. Las funciones
prácticas, representativas, ornamentales o simbólicas que poseen los objetos tampoco proporcionan
criterios de discriminación: pueden ser obra de arte un palacio, una iglesia, una fotografía, un libro, una
casulla para la liturgia, una “máquina inútil” o un orinal; del mismo modo, las técnicas empleadas en la
elaboración de los distintos objetos tampoco permiten calificar como artístico a un producto, casi
cualquier técnica practicada por el hombre ha servido como instrumento de la producción artística,
además de que, por otra parte, ninguna técnica valida de suyo la consideración de calidad artística que
pueda poseer una obra.
Si lo que define el carácter de artístico de una obra no son las funciones, ni los medios técnicos, ni
la escala, ni la procedencia en el tiempo o en el espacio, ni la finalidad, ¿de qué modo podríamos
estudiar las determinaciones de lo artístico en las obras de arte?
En primer lugar las obras de arte son objetos, producto de la actividad humana a las que va unido
un valor, y por tanto hay diversas maneras de ocuparse de ellos; por ejemplo: se les puede buscar,
identificar, clasificar, conservar, restaurar, exhibir, comprar, hurtar, etc.; pero también es posible pensar
en sus valores, investigar en qué consisten, qué significan, cómo se generan, cómo se trasmiten, de qué
manera se reconocen y cómo se disfrutan.
Siguiendo la distinción que hace Max Scheler en su teoría general de los valores, diremos que por
un lado está el bien o cosa que tiene valor (Wertdinge) y por el otro está el valor del bien (Dingwert).
Para quien se ocupa de los objetos artísticos éstos poseen un valor en sí que el experto o conocedor
reconoce por medio de ciertos signos, acerca de los cuales no se interroga tal como el perito que
examina un diamante, por ejemplo; pero para quien se ocupa del valor de tales objetos, éstos sólo son la
ocasión de su producción,el medio a través del cual el valor se comunica. En este punto conviene
remitirse a la discusión que Sartre planteó en su libro sobre lo imaginario,2 acerca del retrato de Carlos
VIII de Fouquet.
Así, el interés por los objetos da lugar a un conocimiento empírico pero amplio y diferenciado de los
fenómenos artísticos; el interés por el valor, en cambio, trasciende los hechos particulares y generaliza el
conocimiento del arte en proposiciones teóricas: conduce a una filosofía del arte.
Queda claro entonces que el concepto de arte no define categorías de cosas sino un tipo de valor,
valor que está ligado siempre a un trabajo humano y a sus técnicas, es así índice de una relación entre
una actividad mental y una actividad operativa. Pero esta relación no es la única existente: en una obra
de ingeniería, una construcción matemática o en una fórmula química puede también existir una relación
entre la actividad conceptual y la operación, y no por esto son obras de arte. El valor artístico de un
objeto es aquello que se da en su configuración perceptual o, como se dice comúnmente, en su forma.
Cualquiera que sea su relación con las realidades, una forma es siempre algo que tiene que ser
percibido, algo que es comunicado vía percepción: un poema, una sonata, una pintura, un performance o
una instalación, valen como formas significantes sólo en cuanto una conciencia accede a sus significados.
Esto quiere decir que una obra es obra de arte sólo en cuanto la conciencia que la percibe y la
aprehende la juzga como tal; de ahí que la historia del arte pueda ser pensada no tanto como una
historia de una clase de objetos —las obras de arte—, sino más bien como la historia de los juicios de
valor acerca de tales obras.
Nuestra relación con las obras de arte tiene un carácter cualitativamente distinto a las relaciones
que establecemos con el mundo fenoménico cotidiano. Diariamente estamos inmersos en realidades que
implican relaciones harto complejas pero que la conciencia no las considera pertinentes como objeto de
examen; piénsese sólo en la operación sencilla de manipular un interruptor en un aparato electrónico: los
fenómenos electromagnéticos, acústicos, de linealización de frecuencias, etc. implicados desde el punto
de vista de la información teórica en esta manipulación no son pertinentes a la conciencia, ya que en
primer lugar no todas las personas están en capacidad de acceder a tal información, y sobre todo
porque a muy pocas interesa. Pero ante las acciones humanas —y éste es el caso del arte— nuestro
comportamiento es totalmente distinto: las juzgamos y sabemos que podemos juzgarlas, y si
renunciamos a hacerlo nos disponemos a soportarlas pasivamente. Cuando se juzga, se acepta o se
rechaza; con el acto del juicio califico a esa cosa que posee un valor como objeto y paralelamente me
califico como aquél para quien la cosa tiene valor, es decir soy un sujeto que juzga, y cuanto mayor sea
el valor que se reconoce al objeto mayor será el valor del sujeto que lo aprehende, lo hace propio. La
apropiación, ese hacer para sí el valor de la obra, nada tiene que ver con la propiedad sobre el objeto.
Valga aquí recordar lo que decía Jorge Romero Brest hace ya algunos años: él aseguraba que era un
coleccionista de arte muy rico pero que no poseía ninguna obra; en realidad había hecho suyos los
valores de la Ronda nocturna, El monte Santa Victoria y Las meninas; lo interesante es que nadie se los
podía quitar y en realidad eran suyos.
El valor de la obra de arte evidentemente es un plus de experiencia en el su-jeto gracias al cual el
objeto trasciende su instrumentalidad inmediata. Pero el sujeto sólo hace suyo este plus cuando su
conciencia lo inscribe en la historia.
Ahora bien, ninguna obra de arte ha sido recibida nunca por una conciencia sin este juicio crítico-
histórico, el cual es formulado según procedimientos más o menos arbitrarios y evidentemente puede ser
justo o erróneo. El ciudadano “clase media” que admira a Norman Rockwell pero que desprecia a Rotkho
ciertamente juzga mal —como un juez que se equivoca en el veredicto por ignorar la jurisprudencia—
pero juzga; ahora bien, si esta persona hubiese profundizado en la historia y en la crítica en torno a la
problemática de la pintura norteamericana, habría comprendido que era el arte de Rotkho y no el de
Rockwell el que podía entrar en un discurso histórico coherente; la función de las diversas metodologías
de la crítica de arte consiste, ciertamente, en proporcionar los elementos que constituyan una base de
experiencia, que minimicen el margen de arbitrariedad, el riesgo de introducir un no-valor en una serie
de valores y construir así un juicio falso.
CRÍTICA E HISTORIA
La exploración acerca de los valores en una obra de arte es un problema reconocidamente
complejo, por tanto deben ser satisfechos unos presupuestos como condición mínima necesaria para un
primer análisis; por ejemplo, es evidente que tiene que ser superada al máximo cualquier conjetura sobre
la autenticidad, la falta de información acerca de las condiciones de producción y las circunstancias
posteriores que pueden influir en la obra de arte (mutilaciones, posibles restauraciones, etc.). Esta
información historiográfica ayuda a enfocar muchos problemas pero no resuelve el del significado y el de
las significaciones de la obra en la cultura en la cual opera. Esto es claro cuando se estudia el arte
contemporáneo: a pesar de poseerse una información historiográfica completa, desde el punto de vista
de la interpretación puede ser muy problemático; por otra parte es común distinguir entre el punto de
vista “externalista” que comprueba la solidez de los hechos y además recoge y controla los testimonios,
y el punto de vista “internalista” que indaga por las motivaciones y los significados de los hechos en la
conciencia del productor de la obra; sea como fuere, se admite generalmente que en el estudio de la
obra de arte la indagación erudita exhaustiva de tipo historiográfico y documental no es un fin en sí
mismo sino un elemento preparatorio auxiliar necesario de la investigación histórico-crítica que se
propone evidenciar los niveles de significación y los valores, así como hacer una correcta lectura de los
mismos.
Quiero detenerme en este punto en el término histórico-crítica, ya que con él se quiere señalar que
la investigación crítica carece de sentido si no se encara considerando un constructor histórico
coherente. Lionello Venturi, en el libro ya citado, señala acertadamente:
Una cuestión fundamental que no constituye, si bien se mira, un problema de estética, sino que se
refiere más que nada a la filosofía de la historia es la relación entre historia del arte y crítica del arte. En
Francia se acostumbra llamar críticos de arte a aquellas personas que escriben en los periódicos sobre la
actualidad de las exposiciones e historiadores del arte a los que escriben sobre el arte del pasado.
Definición que es tan definitiva como insidiosa porque induce a los críticos a ignorar la historia y a los
historiadores a carecer de punto de vista crítico. Si Michelet por un deseo de ser objetivo ha dicho que la
historia “est temoin et non juge” y si el juicio de una obra de arte se puede atribuir a la crítica, pertenece
al mero sentido común el entender que también el testigo tiene necesidad de juzgar para comprender.3 
En realidad la historia y la crítica se implican mutuamente: no se hace historia sin crítica y el juicio
crítico no distingue la calidad artística de una obra si no reconoce que se sitúa mediante un conjunto de
relaciones en una determinada situación histórica y, en definitiva, en el contexto de la historia del arte en
general.4 
A diferencia del análisis empírico-científico de la obra de arte en su realidad de cosa —análisis que
no se limita al soporte, a la técnica, al estado de conservación, sino que puede extenderse a la temática,
a la iconografía o a los análisis estadísticos—, la investigaciónhistórico-crítica no se circunscribe a la
cosa en sí; aun en el estudio de una obra especifica, el examen crítico sobrepasa los límites de lo
singular para remontarse a los antecedentes e indaga por los vínculos que la enlazan a toda una
situación cultural —y no sólo específicamente artística— tratando de individualizar los momentos
sucesivos de su configuración.
En la investigación, la obra es analizada entonces en sus componentes estruc-turales, y lo que
parecía antes una unidad indivisible se aparece en cambio como un conjunto de experiencias
estratificadas y divididas, un sistema di-námico de relaciones, es decir, un proceso. De hecho cada obra
no es solamente el resultado de un complejo de relaciones sino que determina todo un campo de nuevas
relaciones que se extiende hasta nuestra contemporaneidad y la sobrepasa, ya que como algunos
hechos notables del arte pasado han ejercido una influencia determinante a muchos siglos de distancia,
no se puede excluir que sean asumidos como nuevos puntos de referencia en un futuro próximo o lejano.
En realidad la obra de arte produce su propio código por las relaciones que establece entre sus
signos, genera por así decirlo una especie de idiolecto o subsistema interior que puede entrar en
relación de afinidad, de diferencia o de contradicción con los sentidos de los signos empleados. En
síntesis, la obra de arte con su operar redefine el campo de relaciones que la produjo; por esto no
podemos considerar que la obra de arte es un hecho estético que también posee un hecho histórico,
más bien es un hecho que posee valor histórico porque tiene un valor artístico: por ser una obra de arte,
los frescos de Rafael y su escuela en el Vaticano o el Arte de la fuga de Bach constituyen realidades
históricas no inferiores a la política de Carlos V, el Concilio de Trento o los descubrimientos científicos de
Newton, y por tanto también pueden ser estudiados históricamente como se estudian los hechos de la
historia política, la religión o la ciencia.
En este sentido, historia y crítica de arte convergen “en aquel tipo de comprensión de la obra que
no se da sin el conocimiento de las condiciones de su surgimiento y que no es mera descripción sino
juicio”.5 El juicio es, pues, la culminación de la historia-crítica del arte, y si pensamos en el postulado
kantiano según el cual toda intuición que no esté ligada a un concepto es ciega, y que todo concepto sin
intuición es vacío, podemos afirmar que en el juicio crítico se realiza el pensamiento concreto del arte.
Quizás fue Bendetto Croce —ese viejo filósofo idealista visto hoy con desprecio y hasta odio por
algunos novísimos pensadores— quien más claramente teorizó la identidad entre historia del arte y
crítica del arte. En Problemas de estética, escrito en 1910, decía:
La crítica de arte parece enredarse en antinomias semejantes a las que Immanuel Kant tuvo que
formular. Por un lado la tesis: “Una obra de arte no puede ser juzgada ni comprendida si no es haciendo
referencia a los elementos que la componen” seguida de su perfecta demostración que si no se hiciera
de este modo, una obra de arte se convertiría en algo desarraigado del conjunto histórico al que
pertenece y perdería su verdadero significado. A cuya tesis se contrapone, con igual fuerza, la antítesis
“Una obra de arte no puede ser comprendida ni juzgada si no es por sí misma” y a continuación sigue la
demostración: si así no se hiciera, la obra de arte no sería obra de arte, ya que los distintos elementos
de ésta están presentes aún en los espíritus de los no artistas, y artista es sólo quien encuentra la nueva
forma, es decir, el nuevo contenido que es además el alma de la nueva obra de arte. La solución de la
antinomia que acabamos de exponer es la siguiente: una obra de arte posee, ciertamente, valor por sí
misma, sin embargo, ésta en sí no constituye algo simple, abstracto o una unidad aritmética, es ante
todo algo complejo, concreto y viviente, un todo compuesto de partes. Comprender una obra de arte es
comprender el todo en las partes y las partes en el todo; ahora bien, el todo no se conoce si no es
mediante las partes —y aquí reside la verdad acerca de la primera proposición— las partes no se
conocen si no es a través de todo —y ésta constituye la justificación de la segunda proposición—. La
antinomia es de tipo kantiano, la solución hegeliana.
Dicha solución establece la importancia de la interpretación histórica para la crítica estética, o mejor
establece que la verdadera interpretación histórica y la verdadera crítica estética coinciden.6 
De una forma esquemática se podría decir entonces que el juicio crítico hace recaer su interés
sobre los juicios acerca del valor de la obra de arte en concreto: “esto es o no es una obra de arte”;
pero la historia crítica está muy lejos de contentarse con esto, pues examina todas las condiciones
mediante las cuales la imaginación del artista, su bagaje técnico y conceptual, han concretado (o no) su
actividad en la obra. Dichas condiciones son las “partes”, en la terminología croceana, por las que es
atravesada la obra de arte, es decir, los elementos históricos y culturales que condicionan y son
condicionados por la obra de arte; si no se conocen estos elementos el análisis se convierte en un
imposible.
UNA OJEADA A LA LITERATURA ARTÍSTICA
En todas las épocas y en todas las culturas se ha tenido conciencia del valor artístico. Las cosas de
valor artístico han estado siempre directa o indirectamente relacionadas con los ideales que la sociedad
consideraba supremos: el culto a la divinidad, la memoria de los muertos, la autoridad del Estado, la
razón, la historia, etc. Siempre y en todo lugar las cosas que se reconocían portadoras de valor artístico
han sido objeto de atención particular: han sido expuestas, admiradas, estudiadas, celebradas,
conservadas, protegidas y cuidadas por la cultura que las considera valiosas; la literatura que de varias
maneras se ha ocupado del arte es sólo un testimonio parcial del valor atribuido al arte.
Desde la antigüedad clásica el arte ha sido considerado uno de los componentes esenciales de la
cultura humana; pensadores de distinta posición filosófica se han ocupado del quehacer artístico,
conscientes de la imposibilidad de construir un sistema del saber sin tener en cuenta la realidad del arte.
A este respecto véase el bello libro Idea del profesor Erwin Panofsky.7 
En la literatura sobre el arte ocupa un puesto muy importante la tratadística, que intenta fijar
normas y preceptos e imparte instrucciones con el fin de que los artistas eviten errores e imperfecciones
en su labor; por otro lado indica también logros ideales o metas, con base en ciertos modelos, que los
artistas deben alcanzar. Durante el Medioevo los tratados se referían casi con exclusividad a la técnica y
tenían un carácter eminentemente preceptivo. En el siglo XV El libro del arte de Cenino Cennini describe
detalladamente los procedimientos técnicos de la pintura de su época, pero no indaga ni por los orígenes
ni por la finalidad ideal del arte, y sobre todo insiste en muchas ocasiones en que la técnica descrita es la
misma que practicaron el gran maestro Giotto y sus discípulos.
Con la publicación de las Vidas, de Giorgio Vasari, a mediados del siglo XVI, aparece la primera
historia específica del arte que traza el desarrollo orgánico de los hechos artísticos en un arco de cerca
de tres siglos, ilustrando las contribuciones originales de las personalidades artísticas más sobresalientes
entre Cimabue y Miguel Ángel.
Con Leon Battista Alberti los tratados asumen un carácter teórico: enuncian y explican la teoría a
partir de la cual es posible deducir la praxis del operar artístico específico. Mucho más numerosos son
los tratados sobre arquitectura, y casi todos guardan un esquema común: empiezan por describir y
analizar modelos antiguos, luego pasan a dictar reglas tipológicas (edificios sagrados y civiles,
planimetría centralizaday longitudinal), morfológicas (los cinco órdenes de la arquitectura clásica),
estilísticas (simetría y proporciones) y técnico constructivas (estática, materiales y procedimientos
constructivos).
A su vez la tratadística se empieza a preocupar de los problemas generales de la representación en
las artes visuales: perspectiva (Piero della Francesca), proporciones (Luca Paccioli-Durero) y el disegno
(Vasari).
Un caso especial pero de enorme importancia es el Tratado de la pintura de Leonardo, que aun
cuando carece de una propia estructura teórica recoge de manera viva las reflexiones del artista acerca
de su propia experiencia como pintor y geómetra.
Otro sector de la literatura artística es el de la crítica: entran en este ámbito por ejemplo las
vigorosas disputas que se dieron en el siglo XVI sobre los méritos comparativos entre las varias artes, así
como las preferencias acerca de las diferentes escuelas: dibujo florentino vs. romano, colorido veneciano
vs. pintura romana, etc. Por primera vez aparecen descritas las reacciones emotivas que el contemplador
tiene ante las obras de arte (Pietro Aretino).
A partir del siglo XVII la crítica y la valoración de determinadas situaciones artísticas se hacen con la
intención clara de apoyar una corriente o concepción artística determinada. Para una descripción
exhaustiva de la literatura artística hasta el siglo XVIII véase el libro de Julius von Schlosser La literatura
artística.8 
Durante el siglo XVIII, cuando se quiso dar a todo saber un fundamento objetivo y no dogmático,
Jonathan Richardson intentó fundar científicamente el juicio crítico en torno a los valores de la obra de
arte. Aquí el crítico es propiamente un perito (conoisseur o conoscitore), alguien que por tener una larga
y vasta experiencia sobre las obras de arte, está en capacidad de reconocer en la obra que examina
aquellas cualidades que la práctica le ha enseñado que se hallan en las obras de arte auténticas, o que
profundizando el examen ve cómo tal o cuál obra puede avecinarse o no a las obras de un cierto
período, de una cierta escuela o de un cierto artista.
En el curso del siglo XIX, cuando la cultura estaba dominada por los puntos de vista del positivismo,
se trató de eliminar todo empirismo del experto o conocedor y brindar así un método fundamentado en
bases objetivas; y si bien es cierto que la figura del experto que, como Morelli, sólo se limita a reconocer
la existencia de hechos artísticos, es muy diferente a la del historiador cuya función es reagrupar y
organizar esos hechos, a los expertos se les debe el nacimiento de la moderna historiografía del arte
(Adolfo Venturi y Bernard Berenson) no ya fundada en los documentos del pasado y la tradición sino en
el estudio directo y analítico de las obras, y que constituye la documentación esencial primaria de la
histórica crítica del arte.
Decíamos anteriormente que aún subsiste en la práctica una distinción entre crítica e historia del
arte que se remonta al siglo XVIII, según la cual la crítica se ocupa principalmente del arte
contemporáneo, estudia sus vaivenes, informa al público a través de la prensa y trata de orientarlo en
ésta o aquella dirección; por otra parte, la historia se ocupa del arte del pasado. Pero la distinción no se
puede justificar en el plano teórico; aquello que se denomina el juicio sobre la cualidad o valor de las
obras es, como se verá, un juicio sobre su actualidad, sobre su distanciamiento del pasado y sobre sus
premisas que permitan el futuro desarrollo de la actividad artística. Así el juicio crítico entra
necesariamente en el ámbito de la actividad del historiador y al decir que la artisticidad del arte es lo
mismo que su historicidad se afirma la existencia de una solidaridad de principio entre el hacer artístico y
el hacer histórico.
Haciendo un recuento sobre lo que hasta aquí se ha expuesto queda claro que la historia crítica del
arte trata sobre la historia de las obras de arte pero también sobre la historia de los juicios acerca de las
obras de arte; sin embargo el problema sigue planteado. ¿Cómo se llega al reconocimiento de que una
obra es una obra de arte? Ya se ha dicho que este reconocimiento puede tener lugar sólo a través del
juicio crítico. Pero ¿en qué consiste propiamente tal juicio?
Se sabe por la experiencia histórica que en toda época los juicios de valor sobre las obras de arte
han sido formulados de modo más o menos explícito, pero en cada época es formulado según diversos
parámetros. Son muchas las obras que en el pasado han sido consideradas grandes obras maestras
pero que nosotros no las juzgamos como tales, y también es sabido que nuestra cultura ha revaluado
otras obras que anteriormente estaban olvidadas o desacreditadas. Pero ¿puede reconocerse un
fundamento científico a un juicio que no siempre ha sido constante para todas las culturas, que ha
cambiado con el tiempo y que aun cada individuo puede formular de modo diverso? También cabe
preguntarse si existe la posibilidad de una ciencia que no formule juicios. Sin el juicio, el arte sería un
mero amasijo confuso de fenómenos dispares en el cual las obras que han caracterizado una época, una
cultura, una manera de pensar o sentir se confundirían cualitativamente con miles de obras
insignificantes. El juicio es, pues, necesario, pero no puede limitarse a declarar que una obra es obra de
arte; esto es sólo el comienzo de la investigación, la cual parte de la clasificación del objeto como obra
de arte para luego situarla en el espacio y en el tiempo. El juicio también implica confrontar la obra con
otras, dar cuenta de sus nexos culturales, su modo de producción, y examinar las consecuencias que ha
dado lugar; en síntesis, mostrar la necesidad de la obra para la historia.
En otras épocas los juicios de valor se han ligado a nociones abstractas de lo bello, o a la fidelidad
mimética de la obra frente a la naturaleza, a la conformidad con ciertos cánones formales e icónicos, al
contenido religioso o político de la imagen, a la capacidad de suscitar emociones, etc. A pesar de lo que
se diga, para nuestra cultura moderna, que se funda en una idea de crítica como medio fundamental del
conocer y que coloca la historia como elemento primordial donde se despliega la acción humana, el
parámetro del juicio es de tipo histórico. Una obra viene a ser considerada como obra de arte cuando
tiene importancia en la historia artística, si ha contribuido a la formación y al desenvolvimiento de una
cultura artística; en síntesis, el juicio que reconoce la artisticidad de una obra reconoce también su
historicidad.
JUSTIFICACIÓN DE LA HISTORIA DE LA CRÍTICA
Afirmar que la artisticidad del arte es al tiempo su historicidad tiene implicaciones fuertes en lo que
puede ser nuestra interpretación del arte del pasado en relación con nuestra cultura artística
contemporánea. En rigor no es posible comprender el arte del pasado si no se comprende el arte de
nuestra época, pues los movimientos y los desarrollos del arte del siglo XX han influido de manera
profunda en la construcción de la perspectiva histórica, y esto no es exclusivo de nuestro tiempo. Valga
por ejemplo el caso del Renacimiento italiano: no ha sido, como exponen los manuales, el interés por el
arte clásico lo que determinó el distanciamiento del arte italiano de la tradición gótica y que produjo
luego una mutación radical de la cultura artística; más bien lo que se dio fue exactamente lo contrario: la
crítica hacia el gótico llevó a los artistas a interesarse por el arte clásico, tanto es así que los primeros
investigadores y estudiosos de la antigüedad grecorromana fueron los artistas, y luego a partir de su
trabajo ellos mismos pusieron las bases para los primeros desarrollos de la arqueología —el caso de
Rafael Sanzio es iluminador a este respecto—. De modo análogo, fueron las tendencias incubadas en el
romanticismo las que permitieron recuperar el arte medioeval, el expresionismo alemán de lasprimeras
décadas de nuestro siglo ha lanzado una luz reveladora sobre ese arte de gran poder y dramatismo de
los siglos XV y XVI en Alemania; así, el cuasi olvidado Grünewald, máximo exponente de una pintura de
fuertes tensiones interiores viene a ser colocado por encima de la gran cumbre del arte alemán: Durero,
cuyas intenciones habían sido las de orientar el arte nórdico en la dirección del clasicismo mediterráneo.
Finalmente, en nuestro siglo debemos a Picasso y a los expresionistas el descubrimiento para Occidente
de los altos contenidos estéticos del arte negro que hasta entonces era considerado mero material
etnográfico.
Con estos ejemplos puede evidenciarse cuánto tiene de absurdo el prejuicio de la supuesta división
de dominios de trabajo entre los críticos y los historiadores, pero a esto se le suma un prejuicio opuesto
y es aquel que cree que el crítico, al ocuparse del arte de su tiempo, no deba proceder según una
metodología rigurosa desde el punto de vista de la ciencia de la historia, como si el arte contemporáneo
no fuese en sí un problema histórico. Como bien lo señala Giulio Carlo Argan, es posible hacer historia del
arte antiguo con una metodología moderna y se puede hacer historia del arte moderno con metodologías
antiguas y superadas, porque frecuentemente cuando se revisan muchas de las historias del arte
moderno los autores no han siquiera pensado en que antes que una historia sin más de lo que se trata
es de hacer una historia moderna del arte, y esto implica necesariamente tener presente también la
tradición crítica.9 
En realidad el estudioso debe reconstruir toda la cadena de juicios que han sido pronunciados
sobre las obras de arte de las que se ocupa; en este punto conviene señalar de manera tajante que la
historia de la crítica no es una mera herramienta auxiliar o complementaria, como pensaba Schlosser
cuando escribió su insuperable Historia de la literatura artística; fue Lionello Venturi quien vio en la
historia de la crítica un procedimiento metodológico indispensable, quizás la clave de la historia crítica del
arte:
Los principios y las experiencias históricas señaladas hasta aquí constituyen las bases y el objetivo
de la historia de la crítica de arte desarrollada en los siguientes capítulos. Dicha historia, de hecho, no ha
sido imaginada con base en una mera curiosidad eru-dita, sino como una experiencia generadora del
juicio artístico. Si de la historia de la estética se puede obtener una conciencia del concepto de arte en
general, de la historia de la crítica se puede extraer el conocimiento de las relaciones habidas, en el
transcurso de los siglos, entre este concepto y las intuiciones de las obras de arte en concreto y, así
mismo, todas las deducciones del concepto y todas las intuiciones, que conforman, como ya se ha dicho,
el ámbito del gusto.
Por consiguiente, una historia de la crítica debe ser considerada como la necesaria introducción a
cualquier estudio de historia crítica del arte.10 
Ahora bien, lo que demuestra la historia de la crítica no es que los valores sean absolutos y
permanentes, sino que vuelven a proponerse en términos diferentes en las conciencias que son
evidentemente condicionadas por los cambios y mutaciones de las civilizaciones y también de la cultura
artística, pero sea lo que fuere su antigüedad y su nexo con otros dominios culturales en que fue
producida, la obra de arte aparece como algo que sucede en el presente: lo que llamamos juicios, sean
éstos negativos o positivos, son en realidad actos de elección, tomas de posición; ante un hecho artístico
no podemos pronunciar juicios indiferentes y serenos, tenemos que optar por prestar atención o no, por
aceptar o rechazar sus propuestas. De ahí la pertinencia de la petición de Baudelaire, quien exigía “una
crítica parcial, apasionada, esto es, ejecutada desde un cierto punto de vista pero que abarque más
amplios horizontes”.11 
Cuando se acepta o se rechaza una obra lo que se acepta o se rechaza es en realidad la
coexistencia con la obra físicamente presente, que aunque producida materialmente en el pasado ocupa
una porción de nuestro espacio y nuestro tiempo real. No tenemos alternativa posible: si le reconocemos
un valor, debemos insertarlo justificándolo en nuestro propio sistema de valores; si no, debemos
liberarnos de la obra fingiendo no verla, desplazándola, ignorándola o —como sucedió tantas veces y
sigue sucediendo— destruyéndola.
Puesto que la obra de arte no vale para nosotros de la misma manera que valía para el artista que la
hizo y para los hombres de su tiempo (aunque la obra en su materialidad es la misma, las conciencias
cambian), no es cierto sin embargo que en la obra haya algo que decaiga y algo que conserve su valor;
de modo más preciso, no decaen los contenidos de la comunicación y conservan su valor los signos con
que son comunicados; si así fuese el arte sería un lenguaje y el historiador crítico del arte un lingüista
interesado sólo en la mecánica de los sistemas lingüísticos (no vamos a tocar aquí el problema de la
posibilidad de pensar el arte como lenguaje, pero ha sido una de las más deterioradas constantes de la
crítica reciente el empleo de una terminología imprecisa y confusa, así como la de seguir en forma servil
las modas culturales y hasta los movimientos del mercado, sin precisar los alcances de los términos; se
habla de “lenguaje artístico”, “lenguaje cinematográfico”, etc.; en realidad expresiones como éstas no
son sino meros abusos de lenguaje).
Las temáticas y los contenidos manifiestos o conceptuales no son irrelevantes respecto al valor
artístico de una obra. La cultura de un período se construye con el arte tanto como con el pensamiento
filosófico, la ciencia, la política o la religión; la Iglesia católica se aprovechó de la pintura de Corregio de
manera más efectiva que de la erudición de los teólogos de la curia romana, así como la música de Bach
opera sobre las conciencias de modo más vigoroso que los escritos de Lutero. Y es que muchos
contenidos culturales se han estructurado y se siguen estructurando con base en sistemas
comunicativos. El arte es, en síntesis, el gran responsable de la cultura que se apoya, se organiza y se
desarrolla a través de la percepción y los procesos simbólicos vinculados a la imaginación y al lenguaje;
de ahí que el arte pueda operar en distintos sectores de la cultura, no necesaria y exclusivamente en el
sector artístico; más aún, nada impide en principio que todo pueda ser estructurado u organizado como
arte, de igual modo como todo puede ser estructurado como filosofía o conocimiento. Lo que el juicio de
valor distinguiría en una obra artística es el ámbito cultural específico, esa especie de caja de resonancia
según la cual pueden ser percibidos sus valores, de ahí que el juicio no aparece al término de un proceso
de análisis y reflexión sino que se produce en el momento mismo de la percepción o recepción de la
obra, y es por tanto, como ya se dijo, el momento inicial de la operación del historiador-crítico.
Debo insistir en que una historia-crítica del arte es legítima sólo si da cuenta del fenómeno artístico
en su globalidad: no es posible la crítica si no se admite la existencia de nexos, cruces y traslapes en
todos los fenómenos del arte, sea cual fuere la dimensión espacio-temporal en la que hayan sido
producidos. Por eso es que hoy se tiende a sustituir la noción de arte por el concepto de serie
fenoménica del arte, y esto en razón de que existe un espacio mental, quizás una especie de museo
imaginario como el de Las voces del silencio de Malraux, en el que los fenómenos que llamamos
artísticos están ligados entre sí, forman un sistema; explicar un fenómeno significaría por tanto
individualizar, dentro del mismo, las relaciones de las que es producto, y externamente, las relaciones
por las cuales es productor, o sea aquellas y sólo aquellas que lo vinculan con otros fenómenos para
configurar un sistema ocampo.
DE LA NO EXISTENCIA DE LA CLASE DE OBRAS DE ARTE.
CONSECUENCIAS
Hemos visto ya en el inicio de este texto que es prácticamente imposible definir los límites y los
contenidos del campo fenoménico del arte; ningún criterio de agrupamiento o de clasificación resulta útil:
ni la tipología, ni las funciones operativas o simbólicas, ni su materia, ni las técnicas proporcionan las
relaciones suficientes para producir clases de equivalencia entre los objetos artísticos. Aun cuando nos
encontramos en presencia de objetos hechos con la intención y el propósito de producir objetos
artísticos no podemos menos que reconocer que algunos lo son y otros no: una pintura mural, una
escultura o una sinfonía no tienen posibilidades mayores de ser obras de arte que una casa, una
cerámica o una custodia; más aún, es posible admitir, como ocurre con las poéticas dadaístas, que un
mismo objeto pueda ser simultáneamente calificado o no calificado como arte, bastando para ello la
intención o la actitud de la conciencia del artista o hasta del espectador.
Si el arte es uno de los grandes tipos de estructura cultural, el análisis de la obra de arte debe
preocuparse, por una parte, de la materia estructurada y, por otra parte, del proceso de estructuración.
Pero la composición del contenido cultural —ese sedimento de ideas, conceptos ligados a preferencias
estilísticas y a conocimientos técnicos de una época o de un ámbito propio de una cultura artística—
puede aparecer como extremadamente heterogéneo con respecto a los patrones de una época. En
ocasiones los materiales que utilizan los artistas no siempre son de primer orden, se ha dado muchas
veces el caso en que materiales absolutamente vulgares han dado pie a realizaciones de gran densidad
significativa, como ocurre con algunos trabajos de Duchamp o de Gustav Mahler, en razón, tal como ha
mostrado el psicoanálisis, a que los mecanismos de selección de la memoria y la imaginación operan
libremente en los niveles más profundos del inconsciente individual y colectivo, de ahí que algunos no
admitan que la obra de arte sea comunicación de mensajes o de contenidos dados ya que si alguna vez
fuesen traducidos con fidelidad en palabras y conceptos resultarían en muchos casos incoherentes o
meramente insignificantes.
El primer acto de quien pretende estudiar el arte es separar los fenómenos artísticos de los
fenómenos naturales, pues es indiscutible que todos los fenómenos artísticos son producidos por el
hombre y en este sentido son artificiales. El pensamiento clásico antiguo, al considerar el arte como
mímesis, sancionó de una vez para siempre el paralelismo y por tanto la imposibilidad de encuentro entre
las categorías fenoménicas de la naturaleza y las del arte. Se imita lo que no es, y si el arte fuese natural
no imitaría. Pero es obvio que no todo lo artificial posee valor artístico: la conciencia que recibe un objeto
como objeto artístico no lo separa de la categoría de los productos pero trata de ponerlo también —
como si poseyera una doble naturaleza— en la categoría de los productos que tienen un valor artístico.
Es evidente que un objeto puede pertenecer a varias clases: una casulla pertenece tanto a la clase
de los ornamentos litúrgicos como a la de los objetos bordados, pero si esa casulla posee además un
valor artístico ella no pertenece ya a una clase de objetos artísticos, porque tal clase no puede ser
formada; más bien esa casulla se remite a una serie (más precisamente a una red o filtro) de hechos
artísticos en la que no está dicho que los elementos más próximos en la relación que define la red sean:
casullas, ornamentos litúrgicos y objetos bordados, pues puede suceder que los objetos con los cuales
se relacione la casulla sean arquitecturas, pinturas o vitrales. Esto indicaría que la cultura en la cual estos
objetos son conectados toma en poca consideración las relaciones que inducen clases, por ejemplo, la
de funcionalidad, sino más bien aquellas que inducen nexos de valor. Como se ve, la relación entre
elementos de la red no es como los de la clase: un nexo de valor es más bien un nexo histórico que sólo
el discurso crítico, y no un proceso clasificatorio, puede sacar a la luz.
Examinemos, por vía de ejemplo, una de las casullas diseñadas por Matisse para la capilla de
Vence. Desde el punto de vista tipológico esta casulla pertenece a la clase de objetos producidos por el
hombre, a la subclase de objetos para el culto religioso y a la subclase de casullas. Pasando del criterio
tipológico al técnico, la casulla pertenece a la subclase de objetos tejidos y bordados; si la miramos
desde el punto de vista iconológico ella pertenece al conjunto de los símbolos litúrgicos, mientas que si
adoptamos un criterio sociológico la casulla pertenecería a la clase de los objetos destinados a ser
usados en el culto católico romano y por tanto exige requisitos especiales en cuanto a los materiales, al
contenido de los diseños, etc. Pero también en el dominio de las clases y subclases se pueden establecer
criterios distintos, y señalar por ejemplo que esta casulla está hecha con refinamiento, que pertenece a la
clase de las casullas de diseño simple, etc. Obsérvese que para poner este objeto en cada una de las
clases y subclases no se ha recurrido a ningún criterio histórico, simplemente se han mencionado las
propiedades de la casulla y se la ha clasificado en los conjuntos respectivos de acuerdo con distintos
criterios; lo importante es que cada una de las proposiciones de clasificación, en principio, es verificable.
Pero cuando pasamos al criterio histórico-crítico valoramos la casulla de Matisse como una obra de
arte del siglo XX, y la vinculamos con objetos que no necesariamente guardan relación tipológica, técnica
o iconográfica con la casulla: recientemente esto se acaba de dar en la práctica en el Museo de Arte
Moderno de Nueva York, cuando en la retrospectiva de Matisse los curadores hicieron lo correcto:
relacionaron visualmente las casullas con las piscinas —aquellas magníficas composiciones hechas con
papeles de recortes— y con las ilustraciones del libro Jazz. Ahora bien, a diferencia del proceso
calificatorio en clases y subclases, la valoración como obra de arte implica una proposición que siendo
inverificable debe ser probada, y esto se hace mediante el examen crítico, interpretando ese texto
denominado “casulla de Matisse”. Pero para explicar tal fenómeno hay que recurrir a muchos otros
fenómenos que pueden ser de naturaleza muy diversa, por ejemplo, la teoría sobre la relación entre
color y forma que desarrolló Matisse a lo largo de su práctica artística, la concepción de los equivalentes
plásticos que fue formulada en el seno de la pintura de las vanguardias históricas a principios del siglo.
En lugar de una clase construida por analogías se opera con una red construida por relaciones, y si
ya es claro que cuando decimos “este objeto es una obra de arte” incurrimos en un abuso del lenguaje,
entendiendo es como inclusión en una clase, de lo que se trata no es de indagar por aquello que pueda
ser común a las obras de arte sino más bien de examinar la manera como los valores artísticos son
producidos y leídos en tal o cual obra. En síntesis, lo que se valora no es un cierto tipo de obra sino un
tipo de proceso: la forma en que se establecen las relaciones, proceso en el que un conjunto de
experiencias culturales de diferente naturaleza se condensan en la unidad de un objeto que se presenta
a la percepción y que se nos da como totalidad.
No es cierto entonces que el arte sea un lenguaje universal que todos puedan entender. Cualquiera
puede contemplar una obra de arte, incluso emocionarse hasta el límite con ella; cualquiera puede
disfrutar leyendo una gran novela o aun “divertirse” con el Otello de Shakespeare, pero sólo la
conciencia crítica que coloca la obra dentro de una red de fenómenos indicativos, y que conoce su lógica
que la conecta con los demás elementos dela red, alcanza a captar sus significados; en el arte la
comprensión de un hecho será más lúcida y profunda cuanto más extensa sea la red de relaciones en
que logra ubicarlo. En última instancia la serie puede abarcar un amplísimo espectro de fenómenos
artísticos y culturales, de modo que podría decirse que la comprensión de una obra aislada sería
técnicamente completa cuando se pudiera justificar en relación con la totalidad fenomenológica de una
cultura artística.
Quizás el único criterio con el que ha venido trabajando la crítica contemporánea del arte parece
ser el de la individualización y el análisis de situaciones problemáticas. Por individualizar se entiende aquí
recoger y coordinar un conjunto de datos cuyo sentido y valor individual no puedan ser emitidos más que
en relación con los demás. Finalmente, la noción de campo de fuerza es la que más nos acerca al
examen de los problemas; obviamente ningún problema existe en sí mismo como tal, la problematización
de una situación surge de la capacidad con que el crítico enfrente el análisis de las fuerzas actuantes, a
menudo opuestas entre sí en un determinado campo; la necesidad actual de razonar por problemas, de
tratar las situaciones límite, de ver la crítica como el examen de los conflictos, desajustes y
reacomodación de procesos internos de un campo no es más que la necesidad de ver históricamente
animado un panorama que muchos consideran regular y sin sobresaltos. En ningún momento el
desarrollo del arte ha sido pacífico y sin conflictos; todo lo contrario: si algo muestra la historia-crítica es
que los procesos y los cambios en el arte han sido producto de juegos de fuerzas que se interfieren y
contrastan constantemente.
Hoy la crítica de arte, especialmente en nuestro medio, es un tema para debatir; es necesario
conocer a fondo las metodologías, hallar nuevas herramientas, pensar cómo organizar el estudio serio en
los grupos interesados en el trabajo crítico. La renovación radical en los conceptos y métodos con los
que se trabaja en la crítica en nuestra cultura, en nuestro tiempo, es una tarea inaplazable.
EXPRESIÓN PLÁSTICA, TÉCNICA Y CREATIVIDAD
POSIBILIDADES DE UNA EDUCACIÓN ESTÉTICA LIBERADORA
En sus Cartas sobre la educación estética del hombre escritas hace casi doscientos años,
Federico Schiller considera que el desarrollo de la humanidad en cierto modo está orientado hacia una
búsqueda de niveles crecientes de libertad, término que para Schiller posee una clara connotación
política, y a su juicio es ésta la condición necesaria que permitiría desplegar las fuerzas creadoras tanto
espirituales como intelectuales que, en consecuencia, mejorarían la condición humana. Sin embargo,
Schiller señala de inmediato un serio dilema: mientras que la formación impartida a los hombres continúe
haciendo de los individuos seres unilaterales y alienados, seres sin capacidad de crítica y de autocrítica,
el logro de la libertad política no puede tener más que consecuencias negativas que finalmente llevan a
una privación de esa misma libertad.
Según el poeta alemán, la humanidad tiene que prepararse para la libertad; pero ¿cómo alcanzar
tal preparación si se está privado de ella? ¿cómo, pues, educar para la libertad a sujetos que no son
libres?
¿No hay pues aquí un círculo vicioso? ¿debe la cultura teórica originar la práctica y, no obstante ser
ésta la condición de aquélla? Los progresos en lo político deben nacer de la nobleza en el carácter, pero
¿puede ennoblecerse el carácter cuando el hombre se encuentra dominado por los efectos de una
constitución bárbara del Estado? Será necesario, pues, procurar para ese fin un instrumento que no nos
lo proporcione el Estado; será necesario buscar fuentes de cultura que, en medio de la mayor corrupción
política, se conserven frescas y puras.1 
Lo que señala Schiller es la misma problemática con la cual se han enfrentado todos aquellos
pensadores que aspiran a una educación liberadora, es decir, una educación que trascienda la mera
función adaptativa del sujeto a unos parámetros y valores, en ocasiones muy discutibles, de una
sociedad que en principio no hace más que mantener a los individuos en un estado de alienación
permanente. Como podemos ver, la reflexión de Schiller en modo alguno es extraña a la situación que
nos toca enfrentar en la sociedad presente.
¿Cómo solucionar el presente dilema? ¿En qué términos se rompe el círculo vicioso que se crea a
partir de las condiciones para el ejercicio de la libertad? La respuesta que nos da el autor probablemente
nos desconcierte: “El instrumento aludido son las bellas artes, de cuyos inextinguibles modelos brotan
aquellas fuentes”.
No obstante, creo que la propuesta de Schiller no es en ningún modo tan extraña como parece a
primera vista: realmente, el ennoblecimiento del hombre a través del arte ha sido considerado no sólo
por algunos partidarios de una educación de corte idealista, sino también por pensadores y artistas
pertenecientes a campos filosóficos y políticos muy diversos: recordemos brevemente los nombres de
Piet Mondrian, Wassili Kandinsky, Walter Gropius y hasta el mismo Bertold Brecht cuando proponía un
teatro inscrito en una causa educativa tendiente a una mayor liberación del ser humano.
A decir verdad, lo que hace que el arte funcione como agente liberador está asociado a la
naturaleza misma de los procesos que configuran el hecho estético, ya que éste no es otra cosa que el
resultado de la libre actividad creadora de un sujeto crítico. Es en este marco general donde nos
preguntamos por el sentido y las posibilidades de la educación estética en los jóvenes de hoy. Quiero
señalar de antemano que el proyecto que se discutirá en modo alguno está necesariamente vinculado a
la formación de futuros profesionales del arte; mas bien su sentido estará definido en el contexto de un
desarrollo eficaz del ser humano con miras a una participación constructiva del medio social donde éste
se inscribe.
OBJETIVOS GLOBALES
Es bien conocida la escasa importancia que tiene en nuestro medio la educación estética, no sólo
en el ámbito de la institución escolar sino aun dentro de los “especialistas” que hacen del arte su
profesión o negocio. Desgraciadamente, incluso garantizando a las actividades estéticas un espacio
decente dentro de los programas escolares, no podemos hacernos muchas ilusiones sobre los
resultados, al menos a corto plazo. Es más, se sabe que una relación ocasional con las artes no implica
de ninguna manera un cambio de actitud profundo del individuo ni frente a la creación artística misma ni
frente al medio donde esa creación se proyecta, más cuando ese mismo medio trata a toda costa de
imponer límites asfixiantes al desarrollo de las potencialidades creativas de los individuos que conforman
el conglomerado social.
A pesar de las anteriores consideraciones creo que sigue siendo válida la pregunta sobre las
posibilidades de una educación estética liberadora, especialmente dentro de los jóvenes de la Colombia
actual. A este respecto, en primer término tenemos que definir los objetivos globales de un cierto
proyecto que no sólo posibilite un vocabulario estético lo suficientemente rico con el cual el joven pueda
expresarse, sino, y quizás esto es lo más importante, que dicho proyecto funcione como elemento
dinamizador de las potencialidades de un sujeto crítico y no alienado culturalmente.
Creo que lo anterior justifica pensar de qué manera podríamos familiarizar al joven con las distintas
manifestaciones artísticas no sólo plásticas sino también en el ámbito de la música, la creación literaria,
la danza, el teatro, etc., y esto, como ya se dijo, no con el propósito de formar futuros “artistas” —que
en la sociedad de hoy es sinónimo de desempleado— sino para contribuir a un enriquecimiento interior
del hombre (como objetivo de toda formación humanista) y para que ese hombre pueda participar
constructivamente en una comunidad civil genuinamente democrática.Es ésta una tarea de primordial
importancia en nuestra sociedad contemporánea.
Quisiera empezar por considerar el último aspecto señalado en el título, la creatividad, en razón a
que la técnica sin la creatividad se convierte a lo sumo en un vacío virtuosismo. ¿Qué se puede decir
acerca de la creatividad en los jóvenes educados en nuestro sistema escolar? En principio considero que
no nos podemos plantear metas demasiado ambiciosas en este campo, ya que la mayor parte de los
procedimientos educativos del actual sistema escolar están dirigidos a lograr comportamientos de
naturaleza pasiva. Por lo común dichos procedimientos se limitan a lograr un cierto almacenamiento y
manipulación de la información sobre un saber; no es de extrañar, pues, que desaparezca en el joven
cualquier tendencia a relacionarse críticamente con el mundo exterior, a indagarse sobre la realidad que
lo circunda y a dar sentido a las cosas que hace.
Al ser prácticamente inexistentes estos importantes procesos de exteriorización, su carencia va
generando inexorablemente esos seres terriblemente vacíos que llenan los colegios y las calles de
nuestras ciudades, verdaderos maniquíes cuyos referentes culturales son los héroes de la televisión;
alienados en la moda, el espectáculo deportivo o los productos de desecho empacados en forma de
discos compactos y cassettes. La anterior situación por otra parte deriva en un proceso de
retroalimentación, llegándose rápidamente a condiciones de verdadera autoalienación.
De todos modos, en el contexto de una educación liberadora pueden reorientarse, al menos
parcialmente, algunos de estos procesos, y es desde esta perspectiva que quisiera elaborar algunas
consideraciones sobre las posibilidades de una educación visual eficaz, esto es, pensada en un ámbito
que brinde primacía al pleno despliegue de las potencialidades espirituales de un modo creativo y
liberador.
EL PROCESO EVOLUTIVO: DESARROLLO Y REPRESIÓN
Todos hemos experimentado alguna vez esa relación especial que se establece cuando de manera
desprevenida contemplamos los dibujos y manchas elaborados por los niños en un cierto nivel de
desarrollo (5-8 años). En ellos llaman la atención la audacia, la imaginación y sobre todo la forma a la
vez franca y poética de encarar el universo a través de la imagen visual. Quizás no es exagerado afirmar
que uno de los milagros más hermosos que se puede presenciar es el de ver cómo a partir de unos
garabatos informes —que son como una especie de paradigma del caos primigenio— van surgiendo
del cerebro y la mano del niño las primeras formas genéricas con función significante: círculos, óvalos,
rayas; elementos que, puestos en relación, configuran un mundo visual propio. Sin lugar a dudas el
Génesis es de nuevo escrito en el desarrollo plástico de los niños.
A través de una serie de procesos muy elaborados que implican la construcción de verdaderos
equivalentes especiales de naturaleza diferenciada2 (topológica, proyectiva, métrica), el niño va creando
imágenes cada vez más complejas en su estructura formal y en las funciones significativas que la imagen
posee.
En ciertos niños estos procesos pueden alcanzar niveles muy altos de desarrollo, hasta configurar
un lenguaje visual con cierta coherencia plástica y refinamiento expresivo, al punto que en más de una
ocasión estaríamos tentados a calificar estos productos como elaboraciones genuinamente artísticas. En
realidad, en la gran mayoría de los casos esto no es más que una forma de expresar la emoción que en
nosotros suscitan ciertas características que acompañan a la expresión infantil; sólo en casos muy
excepcionales unos niños son capaces de producir “objetos artísticos” en el sentido estricto del término
—lo artístico en el ámbito de lo visual no es lo meramente “agradable”, “bonito”, etc., ya que implica la
elaboración de un sistema de codificación lo suficientemente convincente que posibilita construir una
nueva visión coherente del universo—. Sin embargo, lo que en la mayoría de los casos sucede es que el
adulto logra captar algunos elementos que usualmente van asociados a toda elaboración artística, como
son la creatividad y cierta espontaneidad en el tratamiento de las imágenes visuales.
No obstante lo anterior, casi todos nos hemos sentido desalentados cuando examinamos los
trabajos de esos mismos “niños artistas” cuando están por los 12, 13, o 14 años de edad. De inmediato
se percibe una diferencia radical con respecto a los trabajos de la niñez: ¡cuánta pobreza expresiva!,
¡cuánta convencionalidad! El niño que antes pintaba o dibujaba con emoción e inventiva, ahora no es más
que un ser que trata de desembarazarse rápidamente de cualquier problema que conlleve un riesgo; de
este modo surgen composiciones que son más producto de la rutina que de la creatividad, pudiéndose
afirmar que en general los trabajos de los jóvenes de edad temprana no pasan de ser productos más o
menos convencionales. En síntesis, llegado a un cierto nivel del desarrollo el niño entra en una etapa de
represión de la expresión visual, pues el interés de la expresión se transfiere al lenguaje verbal y los
cambios en la elaboración de las imágenes visuales son tan radicales que el jovencito ya no se reconoce
en los trabajos hechos tres o cuatro años antes.
EDUCACIÓN ARTÍSTICA TRADICIONAL
Si un proyecto sobre educación estética ha de tener cierto éxito respecto a los objetivos globales
que hemos disentido, no se puede caer en los errores de la vieja educación artística, que se constituía en
otro elemento más de la larga cadena de frustraciones del estudiante, cuando reducía cualquier actividad
plástica a una mera labor de copia: en principio el estudiante era inducido a hacer un dibujo lo más
“correcto” posible, donde el criterio de corrección no era en modo alguno distinto a la copia minuciosa
del objeto (¡copia la naturaleza!). Gracias a los procesos por los cuales atravesó el arte en la primera
mitad del siglo XX surgieron propuestas pedagógicas basadas en principios distintos que gradualmente
fueron cuestionando las antiguas concepciones de corte naturalista y academicista, con lo cual abrió la
posibilidad de enfrentar de otra manera la educación estética. Si nuestro objetivo global es brindar al
joven la oportunidad de expresarse libre y creativamente —creo que éste es uno de los propósitos
irrenunciables de cualquier intento de educación plástica en la actualidad—, ¿de qué manera podríamos
estructurar las bases para tal educación?
EL DESARROLLO DE LA IMAGINACIÓN
En la mente humana tenemos la posibilidad de producir representaciones de los objetos,
pertenezcan éstos al mundo sensible o creados por la propia mente, y este poder de crear de imágenes
es la condición para captar el mundo —presente o ausente— como algo significativo. Tradicionalmente
la instancia a la cual nos estamos refiriendo se ha designado con el término genérico de imaginación,
que es común a todas las mentes humanas y se manifiesta desde edades tempranas.3 
Ahora bien, el poder de la imaginación, o sea la capacidad de crear imágenes y relaciones entre
ellas, es idéntica a la capacidad de apartarnos de las situaciones reales y considerar situaciones
“imaginarias”. Un punto fundamental lo constituye el hecho de que el ímpetu de la imaginación proviene
no sólo de la instancia racional sino también de la emocional, y es aquí, en esta capacidad imaginativa
del hombre, donde hallamos la clave para recrear el mundo, esto es, percibirlo de manera nueva, o sea
como algo susceptible de significaciones más ricas y profundas. Es ésta la vía que emplea el artista
cuando, en palabras de Novalis, “da sentido a lo vulgar, llena de misterio lo común y confiere la dignidad
de lo desconocido a lo obvio”.
Al señalar el desarrollo de la imaginación como elemento creador de nuevas relaciones y
posibilidades no hago más que apoyarme en las reflexiones elaboradas en este sentido desde hace
mucho tiempo por artistas y pensadoresque, partiendo desde Leonardo y continuando con Hume, Kant,
Novalis, y culminando en Sartre, han considerado a la imaginación como uno de los elementos
fundamentales no sólo de la creación artística sino también de cualquier lectura válida que se haga de la
obra de arte. Esto es lo que explica la especial atención que dedica Kant, en su Crítica del juicio, a este
“poder de representar” o imaginación.4 
Si bien es cierto que la imaginación aparece como condición de cualquier acto de la percepción
humana, cuando ella se puede expresar en pensamientos y acciones productivas en asocio a los
procesos propios del entendimiento se convierte en una de las fuentes primordiales de la actividad
creadora. Este es quizás el aspecto básico que determina el hecho estético; recuérdese por ejemplo que
Kant define lo bello en términos del “libre juego entre el entendimiento y la imaginación”.
Vista de las anteriores consideraciones creo que está plenamente justificado contemplar la
posibilidad de crear las condiciones que posibiliten el desarrollo cualificado de la imaginación creadora,
esto es, productiva, en el contexto de un proyecto de una educación estética coherente.
FORMACIÓN DEL JUICIO CRÍTICO
Gran parte de la poca educación visual que recibe el niño en la escuela y aun en los talleres
especializados se limita a un cierto conocimiento y manipulación de algunos materiales: lápices, crayolas,
papeles, barro, vinilos, sin que el programa —¡si acaso existe!— ni el instructor consideren el contexto
conceptual en el cual se inscriben dichos materiales. En términos muy generales, podemos considerar el
arte como un inmenso campo conformado por multitud de lenguajes o sistemas de codificación,
lenguajes que guardan una especial conexión con realidades significantes, lo cual quiere decir que entre
el producto estético y sus procesos de elaboración (materiales y mentales) hay una necesaria e
inevitable relación. Pero cuando esta relación queda por fuera del proceso pedagógico o cuando no se
considera el aspecto mental de la elaboración, inexorablemente se produce una situación que enajena y
mistifica los procesos materiales y las técnicas que se emplean en la conformación de la imagen visual;
de este modo, el trabajo en el taller o en la clase de plásticas no pasa de ser una distracción más y por
ser solo eso no es posible que el joven alcance un desarrollo expresivo de mayor riqueza.
Aquí es en donde entroncamos el segundo elemento estructural de nuestro proyecto: el desarrollo
de la capacidad crítica. Cualquier discusión que se adelante sobre la posibilidad de conformar una
educación estética integral necesariamente debe contemplar la formación del juicio crítico del estudiante,
y son los procesos mismos del arte a través de su desarrollo histórico los que posibilitan mejor esta
labor. Es este aspecto el que permite a la historia del arte constituirse como necesario complemento a
las actividades conceptuales y técnicas que se dan en el taller. Aquí es evidente que el término historia
está considerado no como crónica de hechos sino como análisis y reflexión de los procesos creativos
inscritos socialmente; y ya que la función crítica, como elemento ineludible no sólo en la formación de un
juicio estético sino también en la misma creación, está ahora vinculado a la historia del arte, a través de
ésta tenemos la oportunidad de desarrollar en el joven la conciencia de sí mismo en una dimensión más
amplia, permite establecer conexiones especiales con la producción artística pasada y con la del
presente, conexiones que de ordinario están vedadas al espectador pasivo.
IDEAS PARA UN PROYECTO
Resumiendo las consideraciones hasta aquí expuestas, es a través de un creciente desarrollo de la
imaginación creadora y de la estructuración de una capacidad de crítica madura como podríamos
articular un plan coherente de una educación estética, en este caso plástica, eficazmente liberadora, y es
así como todas las alternativas sobre el contenido de un programa curricular deberán estar en
concordancia con este esquema básico.
Sobre este punto me limitaré a sugerir sólo algunas ideas generales, pues en este ámbito no hay ni
puede haber ni programas ni cursos de validez universal. Los ejercicios que se diseñen en principio
deben ser resultado de la relación entre los objetivos buscados por el instructor y las necesidades,
desarrollos y expectativas del estudiante; lo único que podemos hacer aquí es señalar algunos puntos sin
pretender ir más allá de una orientación muy amplia sobre el asunto.
El primer aspecto que se debe considerar se refiere al desarrollo de una observación creativa e
inteligente en el joven, como medio de conocimiento de lo real sensible y como posibilidad de búsqueda
de contenidos más profundos. Aquí es fundamental estimular la imaginación creadora e incrementar la
memoria visual, como elementos provocadores para el “hacer” o “representar”.
Un segundo aspecto requiere implementar gradualmente los distintos medios de expresión —
lenguaje plástico—, tanto bi como tridimensionales. La composición, el ritmo, los contrastes de color y
forma, entre otros, no sólo constituyen los elementos básicos de la alfabetización visual de los trabajos
elaborados y sentidos de los estudiantes, sino que son las herramientas a partir de las cuales van
surgiendo los elementos formadores del juicio crítico estético al cual se articulan naturalmente categorías
tales como las de “coherencia interna”, “apertura”, “estilo”, etc., que proporcionan los distintos sentidos
de la lectura de la obra de arte.
En tercer lugar se consideran los aspectos técnicos de la expresión visual siempre vinculados a
procesos conceptuales claros. Es importante brindar la posibilidad de que los estudiantes discutan sobre
los problemas y las vías de sus probables soluciones. Conviene estudiar los alcances y limitaciones de
cada material, y aparte de examinar sus usos tradicionales se considerarán las distintas posibilidades de
experimentación que puedan brindar.
Finalmente es importante crear condiciones que permitan relacionar los problemas que se
presenten en otros dominios del quehacer artístico: la música, la literatura, la geometría, el cine, la
fotografía. Esto nos sitúa en condiciones inmejorables para comprender que los procesos estéticos no
sólo tienen lugar en un ámbito específico sino también en la vida diaria (el diseño, la publicidad, la
moda). De este modo enfrentamos al joven con los objetos que lo rodean desde una perspectiva crítica.
En síntesis: hay que intentar que la capacidad de juicio crítico que se adquiera en el taller se prolongue a
dominios más amplios: la ciudad en que se vive, la revista que se lee, el programa de televisión que se
mira. Es decir, se trata de que el joven adquiera la suficiente capacidad crítica que le permita distinguir lo
que posee calidad estética de lo que no la posee.
Creo que alcanzando, aunque sea parcialmente, las anteriores metas nuestros jóvenes estarán en
mejores condiciones de relacionarse consigo mismos y con el mundo exterior.
LOS ALCANCES DE LA ESTÉTICA
Inclusive las colinas de Asís a ciertas horas se tiñen giottescamente de ese azul cerúleo tan noble
que es el tinte propio de la lazulita pero separado de la materialidad de la infausta piedra marmórea.
Gabriele D’Annunzio, 1901
INTUICIÓN - EXPRESIÓN
El pensamiento estético del siglo XX irrumpe con una posición radicalmente distinta en torno a
la problemática general del siglo XIX, la cual se centraba en la oposición de lo “bello” y lo “artístico” o
entre la “forma” y el “contenido” del arte. Es la estética de Benedetto Croce la que posibilitó superar
estas oposiciones y dar al traste con los fallidos intentos de conciliación de estas nociones.
En 1900 Benedetto Croce presenta a la Academia Pontiana de Nápoles la memoria titulada Tesis
fundamental de una estética como ciencia de la expresión y lingüística general. En 1902 publica este
material revisado como libro conel titulo Estética como ciencia de la expresión y lingüística general,
referencia obligada en el ámbito del pensamiento estético del siglo XX que es rápidamente traducido a
los principales idiomas. Los escritos posteriores de Croce no hacen más que desarrollar las ideas básicas
de esta obra maestra, en el marco de una vastísima producción de más de cuarenta años de trabajo
intelectual donde, si bien es cierto que hubo refinamientos en la perspectiva general, su posición teórica
mantuvo una unidad y una coherencia totales.
En esta presentación sobre el pensamiento estético de Croce he tomado como referencias
fundamentales su Estética publicada en 1902 y el Breviario de es-tética de 1912. En la primera parte de
su Estética empieza Croce por proponer el arte como una forma de conocimiento, para lo cual distingue
en principio dos maneras del conocer: la intuición y el conocimiento conceptual. La primera es la
representación inmediata de lo particular, mientras la segunda trata de la generalidad; una trabaja con
las imágenes, la otra con los conceptos:
El conocimiento tiene dos formas. Es, o conocimiento intuitivo o conocimiento lógico; conocimiento
por la fantasía o conocimiento por el intelecto; conocimiento de lo individual o conocimiento de lo
universal, de las cosas particulares o de sus relaciones. Es, en síntesis, o productor de imágenes o
productor de conceptos.1 
En seguida el autor se pregunta por la relación existente entre estos dos tipos de conocimiento:
son subordinados, o por el contrario, no tienen ningún tipo de dependencia. Para Croce el conocimiento
intuitivo se puede dar independientemente del conceptual, pero no se puede decir que el conocimiento
lógico sea independiente de la intuición, en razón de que un concepto no puede existir sin una intuición
previa.
Ahora bien; lo primero que debe fijarse bien en la mente es que el conocimiento intuitivo no
necesita de señores; no tiene necesidad de apoyarse sobre ninguno, ni debe acudir a los ojos ajenos,
porque los tiene bajo su frente, con una visualidad extraordinaria. Y si es indudable que en muchas
intuiciones se encuentran conceptos mezclados, en otras muchas no hay huellas de semejante
mezcolanza.2 
Según lo anterior es preciso indagar sobre el carácter del hecho artístico. Para Croce no hay sino
una sola posibilidad: el arte es conocimiento, pero es un conocimiento de naturaleza alógica, es decir,
intuitivo o exento de concepto, pues el arte es intuición o representación inmediata de lo individual, o
como diría bellamente más tarde, una “forma auroral”. Así, tenemos el primer elemento de la ecuación
croceana: arte = intuición. Vale la pena señalar aquí la relación de esta concepción con los desarrollos
producidos por algunos pensadores italianos de los siglos XVII y XVIII, especialmente con Muratori y Vico;
el primero consideraba la imaginación, la facultad productora del arte, como de naturaleza distinta
aunque subordinada a la actividad intelectiva. Vico, a quien Croce proclama en 1902 “el primer
descubridor de la ciencia estética”,3 en sus Principios de una ciencia nueva (1725) va aún más lejos: ya
no subordina la imaginación al control de la inteligencia sino que la considera completamente
independiente, eleva la fantasía a la condición de una genuina forma espiritual atribuyéndole incluso,
gracias a su poder, la capacidad de caracterizar toda una época histórica. Recuérdese cómo, según Vico,
la civilidad primitiva o heroica es esencialmente una civilidad poética, porque prevalecía en ella la
imaginación sobre la actividad filosófica racional.
Volviendo a Croce, su punto de vista es más radical, en tanto no sólo define el arte como intuición
sino que agrega que la intuición coincide con la expresión. El término expresión denota aquí forma o
determinación de lo particular; expresar —o mejor, expresarse— es ver con claridad dentro de uno
mismo. En el apartado sobre intuición y expresión, en el primer capítulo de su Estética, leemos:
Sin embargo, hay un modo seguro para distinguir la intuición verdadera, la verdadera
representación de lo que le es inferior: aquel acto espiritual del hecho mecánico, pasivo, natural. Toda
verdadera intuición o representación es, al propio tiempo, expresión. Lo que no se objetiva en una
expresión no es intuición o representación, sino sensación y naturalidad. El espíritu no intuye, sino
haciendo, formando, expresando. Quien separa intuición de expresión, no llega jamás a ligarlos.4 
Es ésta quizás la tesis más radical del pensamiento croceano, la que causó mayor controversia y
polémica, y sigue causando discusiones debido a su originalísimo punto de vista. En su Breviario de
estética presenta esta relación de un modo más elaborado:
En realidad, no conocemos sino intuiciones expresadas. Un pensamiento no es un pensamiento
sino cuando se formula en palabras; una fantasía musical es tal cuando se concreta en sonidos, una
imagen pictórica lo es cuando se plasma en color. No decimos que las palabras se declamen
necesariamente en voz alta o que la música se oiga en tal instrumento o la pintura se fije en una tabla.
Lo que es evidente es que cuando un pensamiento es genuinamente pensamiento, por todo nuestro
organismo corren palabras solicitando los músculos de nuestra boca y resonando interiormente en
nuestros oídos. Cuando una música es verdaderamente música, tiembla en la garganta y estremece los
dedos que corren sobre teclados ideales. Cuando la imagen pictórica es pictóricamente real, nos
sentimos impregnados de líneas que son colores, y es el caso que aunque las materias colorantes no se
hallen a nuestra disposición, coloreamos espontáneamente los objetos que nos rodean por una especie
de irradiación, como se cuenta de ciertos histéricos y de ciertos santos que, imaginativamente, se
señalaban estigmas en las manos y en los pies. Antes de que se forme este estado de expresión en el
espíritu, el pensamiento, la fantasía musical, la imagen pictórica no existían sin la expresión que
inevitablemente las acompaña.5 
En resumen, para Croce una vida interior inexpresada es inexistente; la expresión coincide con el
contenido, y la intuición es necesariamente expresión:
Si quitamos a una poesía su métrica, su ritmo y sus palabras, no queda de todo aquello el
pensamiento poético, como opinan algunos; no queda absolutamente nada. La poesía es precisamente
esa peculiar articulación de las palabras, esos ritmos, aquella métrica. La expresión no puede ni siquiera
compararse a la epidermis de un organismo, a no ser que se diga —cosa que tampoco es falsa en
fisiología— que todo el organismo, en cada célula y en cada parte de la célula, es también epidérmico.6 
En rigor, la equivalencia entre intuición y expresión implica que no hay significación desprovista de
signo. La doble equivalencia: arte = intuición = expresión es la piedra angular, la clave del arco, del
pensamiento estético de Benedetto Croce.
Pero al respecto debe dejarse en claro que no se debe confundir la intuición con la percepción, ni
mucho menos con la sensación; pero, por otra parte, la intuición no se distingue de la expresión, y es
quizás éste el término más problemático de todo el sistema. Para Croce expresión es actividad formadora
interna; desde sus escritos de 1900, en una fuerte reacción contra las posiciones positivistas en boga,
Croce diferenciaba entre una expresión naturalista, fisiológica, material, de la expresión estética o ideal;
la primera es de naturaleza práctica, la segunda, de carácter teórico.
Esto era absolutamente necesario en su sistema para poder distanciarse de la llamada estética
experimental y de la estética de la empatía (Einfühlung), que también consideraba la expresión como el
contenido del hecho artístico. Según Croce, la expresión estética posee un carácter puramente ideal, la
expresión reside por completo “in interiore homine”, esto es, en la interioridad de la conciencia. Con
estas anotaciones podríamos ahora afinar un poco

Continuar navegando