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Restitución de niños Abuelas de Plaza de Mayo - Parte IV Caps I y VI

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CUARTA PARTE 
La restitución para la identidad 
Apuntes teóricos 
 
CAPÍTULO I 
El derecho a la identidad 
 
por Laura Conte 
Septiembre de 1995 
 
La dignidad intrínseca de los niños y sus derechos, iguales e inalienables 
como los de todos los miembros de la familia humana, han sido legislados 
a partir de la Convención de los Derechos del Niño de 1989 por los países 
miembros, entre los cuales está la Argentina. 
En el artículo 8 los Estados se comprometen a respetar el derecho del niño 
a preservar su identidad, incluidos su nombre, nacionalidad y relaciones 
familiares. Es decir, a desarrollarse y crecer en la libertad de ser ellos 
mismos en su propio entorno familiar y social. A partir de estos conceptos 
y elementos que configuran el punto de vista jurídico de la ley, vamos a 
hacer una aproximación desde el conocimiento psicológico, ya que la 
constitución de una identidad integrada es condición de salud. 
Nuestra participación en el campo de la salud tiene como perspectiva y se 
fundamenta en la vigencia de los dd.hh. Trabajamos clínicamente con 
personas directamente afectadas por el terrorismo de Estado. Es decir, 
que atravesaron situaciones límites de dolor psíquico. Estas situaciones 
se caracterizan por el monto insoportable de violencia que irrumpe en el 
psiquismo siendo difícil para el aparato psíquico su recomposición, es 
decir, el acceso a simbolizarlas, darles sentido, metabolizarlas. En las 
situaciones límites es tocada la mismidad, por lo que es frecuente la 
vivencia de extrañamiento. Los pacientes lo exteriorizan como: «sensación 
de ser otro», «antes y después de», lo que expresa la vivencia de fractura 
de la identidad. Cada subjetividad recurre a modos propios de defensa y 
de recomposición subjetiva y estos modos están relacionados con su 
historia, con su estructura previa, con el contexto socio-político cultural. 
En el abordaje a la violencia represiva y sus efectos, que tiene por víctimas 
a niños y adolescentes, es muy evidente el entrecruzamiento de la realidad 
social y el destino subjetivo. El terror inscribe una experiencia de espanto 
que requiere un trabajo de elaboración muy largo, difícil y doloroso. Y la 
impunidad -y el sistema que la sostiene- impide dar respuestas urgentes, 
eficaces y reparatorias desde rigurosos criterios de justicia y de salud. La 
impunidad dificulta cualquier movimiento en relación a la recuperación de 
la subjetividad, puesto que desestima toda lógica jurídica: 1ero.: los 
asesinos sueltos, 2do.: la apropiación otorga paternidad, 3ero.: la mentira 
engendra derechos. Y desestima, también, toda lógica de la salud, al 
mantener, desde la mentira y la perversión, la fractura de la identidad. 
-(Algo está ocurriendo en nuestra sociedad para que algunos jueces 
dictaminen todavía con los valores del proceso y cueste tanto aún para la 
sociedad hacer suyo el espíritu de la Convención...) 
-La identidad de un niño se plasma desde antes de su nacimiento. Se 
funda en el deseo de los padres acerca del hijo que, unido a la pulsión de 
vida del bebé y al contexto familiar y cultural, configura la matriz originaria 
identificatoria. Matriz inalterable que lo constituye y que es el fundamento 
de la subjetividad, su raíz, su motor. 
La identidad continúa como un proceso dinámico de construcción de este 
que uno es a través del tiempo y de los cambios extremos e interiores. Es 
la captación, el conocimiento, el sentimiento de ser uno mismo y de la 
propia continuidad. Es el saber referido a los aspectos más profundos de 
nuestra subjetividad, porque la identidad de una persona está definida, 
justamente, por la singularidad de su historia subjetiva. Esta singularidad 
no está dada por la simple sumatoria de hechos acontecidos, ni es 
juntando los pedazos de una historia fragmentada que se logra la unidad 
identificatoria. Actos, escenas y palabras se inscriben intrapsíquicamente, 
siguiendo un ordenamiento jerárquico sobre la base de la significación que 
le otorgan las figuras originarias, especialmente la madre. A partir de estas 
primeras inscripciones se constituye la primera identidad del yo, que irá 
dando paulatinamente significación y sentido propio a las inscripciones 
posteriores. El yo pasa de ser instituido a ser instituyente, es decir, que 
necesita otorgarle sentido a su pasado y a su futuro. 
Por lo tanto, no se logra la identidad imponiendo la integración desde el 
afuera, sino que es el yo el que liga libidinalmente su historia concreta 
siendo el protagonista del proceso de identidad. La matriz de deseos -
origen identificatorio-, las primeras inscripciones significadas por las 
figuras originarias y el yo protagonista del proceso de identidad, son 
instancias que se continúan y se integran en el desarrollo de la identidad. 
Para que el sentido de mismidad y la integridad se logren, para que el 
sujeto acceda a la confianza y seguridad básica, la construcción de la 
identidad requiere afirmarse y confirmarse sobre dos ejes que son 
fundantes: El amor y la verdad. Sin verdad, sin el reconocimiento social de 
la verdad -léase jueces, instituciones, familias- no hay posibilidad de 
desarrollo en integridad y autonomía. 
Pensemos en la trágica y triste realidad de hoy, de los adolescentes 
sometidos desde niños y aun desde su nacimiento al enajenamiento y a la 
desidentificación. 
La historia de estos chicos es la historia de la irrupción del horror y de la 
fractura que ese horror provocó en su incipiente psiquismo, aún antes de 
poder simbolizar. El horror inscribe una vivencia cuyo efecto sigue latente 
y actuante mientras dura la defensa represiva. Pensamos que el aparato 
psíquico de estos niños, para no desestructurarse, deja el horror 
encapsulado y se «acomoda» a un ordenamiento de mentiras. 
Desde la necesidad de posesión los apropiadores lo despojan de su 
identidad, intentan reemplazar la matriz identificatoria constitutiva, anular 
el deseo parental y sustituir el proyecto que los padres sostienen para el 
hijo. Desconocen su singularidad, borran la familia y se imponen como 
figuras identificatorias fraudulentas. 
La Ley Arbitraria, la voluntad de apropiación, deja al niño sometido a la 
posesión desde su necesidad, enajenándolo. Es contraria a la Ley del 
Padre que es la que abre el camino a la posibilidad de desear. 
La resistencia a entregar los niños no tiene nada de epopeya de amor, se 
enmascara en el amor, pero es adicción perversa. 
Pienso que en ninguna parte del mundo se puede admitir como «amor» 
las conductas y sentimientos del verdugo o victimario hacia su víctima. 
Tampoco en ninguna parte del mundo puede aceptarse que en la situación 
de cautiverio estén dadas las posibilidades de elección. La libertad es 
condición del amor. El amor como elección tiene otra raíz que la posesión 
que mata. El amor tiene su raíz en Eros, la posesión su raíz en Tánatos. 
Es imposible amar libremente cuando se ha internalizado como amor y 
como cuidado el abuso ejercido por el poder. Por eso es necesario abrir 
una salida a la situación de encierro. Abrir lo que Ulloa llama el absceso. 
Introducir la Ley (orden de necesidad - orden de deseo). 
La apropiación psico-física de los niños no implica el castigo o maltrato 
explícitos. Las formas de control y la crueldad última que encierran, son 
ejercidas como «amor» desde los más sutiles y seductores modos de 
ejercer el poder. 
Despojados los niños de todos sus derechos y pertenencias más propias, 
el Otro se convierte en el Amo absoluto, dueño de la vida y de la muerte. 
El ejercicio de la posesión lleva a la enajenación de la voluntad y del 
pensamiento, y su culminación es la aceptación, por parte de la víctima, 
del apropiador como salvador. Es porque la posesión proviene de los seres 
más «amados» (y más temidos), que el niño la sostiene como su única 
posibilidad. 
Los niños se defienden de todo sentimiento hostil que la aceptación de la 
verdad de su origen e historia indudablemente va a hacer surgir contra la 
imagen totalizantede sus apropiadores, imagen que se vería destruida y 
que ellos trabajosamente intentan conservar. Están enajenados en la 
imagen padre terrorífico=padre salvador y tienen impedida la instauración 
de un espacio que marque límite a la posesión. Tienen impedido cruzar el 
«muro». Y es sólo estableciendo un espacio de terceridad, de corte, que 
puede operarse la restitución o el relanzamiento del proceso de integración 
de la subjetividad, desde el corte verdadero operado por la Ley. 
Podría hablarse de un cuadro repetido de la apropiación, con estas 
características: 
-Adultos delincuentes que detentan el apoderamiento. 
-Desidentificación y enajenamiento del niño. La perversión y la impunidad 
actuando sobre el psiquismo. 
-Culpabilización de las familias víctimas. 
-El delito se transforma en un derecho al amparo del niño como rehén. La 
impunidad es potencialidad extrema de violencia. Lo sepa 
conscientemente o no, el adolescente convive con represores o cómplices. 
Este trauma se prolonga hasta hoy como situación de cautiverio. Por eso 
el argumento: «como son adolescentes están ya arraigados, 
acostumbrados, viviendo una situación afectiva que no debe malograrse 
nuevamente», es un argumento perverso que señala a la restitución de su 
identidad y de la verdad como causante de un nuevo trauma que es 
necesario a toda costa evitar. 
Aquí me parece útil la cita del trabajo «El trauma y sus efectos en la línea 
de las generaciones» del Equipo de Salud Mental del CELS: «El 
traumatismo no es sólo una perturbación de la economía libidinal, sino que 
compromete como tal, la integridad del sujeto. 
«En «Moisés y el Monoteísmo» (1938), Freud diferenció dos tipos de 
efectos del trauma: positivos y negativos. Los primeros consisten en el 
intento que hace el aparato psíquico de devolverle al trauma su vigencia, 
recordar lo olvidado, o incluso hacerlo real-objeto. 
«Plantea Freud que» puede ser acogido, entonces, en el Yo normal, como 
formación general del carácter. 
«Los efectos negativos del trauma, o las reacciones negativas, persiguen 
el objetivo opuesto: que no se recuerde ni se repita nada. Son reacciones 
de defensa, se pueden presentar como fijaciones al trauma de incidencia 
patológica. Ya no se trataría de un «Yo normal», sino de un Yo inhibido, 
limitado a costa de evitar el sufrimiento, de reeditar lo traumático. 
«Es así como todo el planteo acerca de los efectos positivos del trauma, 
quedan en este texto ubicados del lado de una pulsación del aparato por 
recordar, revivir, objetivizar lo traumático, precisamente por haber sido 
olvidado su origen histórico-vivencial y porque este olvido es amenaza de 
daño para el Yo». 
Los jueces, la sociedad y hasta la familia desgarrada y, sobre todo, el 
adolescente, son obligados a mantener la convivencia con el delito y a 
perpetuar el trauma. 
¿En nombre de qué bienestar? 
¿De qué salud psíquica? ¿De qué ley? 
 Metodología: 
1.- Prohibición a los adultos que detentan el apoderamiento de todo con- 
tacto con las víctimas, (aún después de los 21 años de éstas). La justicia 
es la encargada de que el daño no se prolongue. 
2.- Definición de la Guarda. 
3.- Seguimiento interdisciplinario como posibilidad de encuentro del niño 
consigo mismo con verdad y libertad. 
¿Desde qué criterio de salud puede sostenerse que crecer y desarrollarse 
con los propios captores impunes no tendrá consecuencias subjetivas 
previsiblemente graves? 
¿Cuál es la duda para operar la restitución? 
¿Puede sostenerse desde el derecho a la identidad y a la salud, que estos 
adolescentes deben seguir con sus apropiadores, ignorando la incidencia 
de esta perversión mayúscula en su desarrollo? 
 
 
 
CAPÍTULO VI 
Apuntes sobre identidad, filiación y restitución 
 
 por Martha I. Rosenberg 
Abril de 1992 
 
Filiación e identidad, entendidas como intersección de múltiples líneas 
genealógicas, son creaciones sociales. Nadie existe sino en relación a 
otros, afirma FranÇoise Hiritier-Augé (De I'engendrement a lafiliatión. 
Topique No 44, p. 174). Todas las sociedades consagran la primacía de lo 
social -de convención jurídica que lo funda- sobre lo biológico puro: la 
filiación nunca es un derivado simple del engendramiento. Por eso, la 
figura del padre (y también la de la madre, aunque ésta esté 
sobredeterminada por la pretendida obligatoriedad de aceptar toda preñez 
como un hijo) aparece desdoblada en dos funciones: genitor y adoptante. 
La función del genitor es temporal y físicamente reparable; la del adoptante 
se configura en la constante afirmación del deseo de descendencia, 
encamado por un hijo concreto y sostenida por una práctica de la crianza 
que asegure su supervivencia y desarrollo. Esta dialéctica entre dos 
funciones diferentes (aunque confundidas habitualmente en la procreación 
«natural») culmina normalmente en la constitución de una relación de 
reconocimiento mutuo de alteridad y semejanza, característica y fundante 
de las relaciones entre humanos que posibilita el surgimiento de un nuevo 
sujeto, el hijo, que resignifica al genitor como padre/madre. Se agrega así 
una generación al linaje. 
Según Piera Aulagnier («¿Quel Désir pour quel enfant?» Topique No 44, 
p. 201) para que el sujeto pueda reconocer y hacer reconocer su 
singularidad, así como su lugar de ciudadano pleno en el campo socio-
cultural del que no puede ser excluido, debe utilizar necesariamente 
materiales heterogéneos: 
1° La madre y la pareja que lo desea y prefigura en un discurso que lo 
antecede. 
2° El discurso del campo social que decide cuál será su lugar en un sistema 
de parentesco sobre el que reposa su organización 
3° La acción del propio deseo del aprendiz-constructor. 
Deberá encontrar la manera de mantener juntas las tres componentes 
heterogéneas. 
Las leyes de filiación patriarcales, desplazan a las mujeres y les prohíben 
marcar jurídicamente su descendencia, invisibilizando el don del hijo al 
padre por la madre y la apropiación del mismo por el linaje paterno con 
exclusión del materno. Estas leyes, ¿son transgredidas por las Abuelas de 
Plaza de Mayo, mujeres a quienes la dictadura agrede en su maternidad, 
es decir, en lo más consustancial con el lugar social que les es asignado? 
Todos nos hemos preguntado alguna vez el significado de que la defensa 
de los derechos humanos se configure, en esa época, como un campo de 
acción predominantemente femenino. En general, las explicaciones suelen 
ser superficiales, en términos de sociología ingenua, inclinados a dar 
cuenta de este fenómeno sin introducir ninguna crítica de la división sexual 
del trabajo social y sin poder calcular el efecto renovador de las prácticas 
políticas que tiene o puede tener la conciencia de que la suerte de los 
vínculos más íntimos depende de la configuración política del Estado. 
Estado que en nuestro caso, aun después de instalada la democracia, 
abandona a su suerte a los niños secuestrados por su antecesor totalitario, 
dejando impunes a sus victimarios. ¿Qué lectura hacer de la coincidencia 
de ambos regímenes en la privación de sus derechos? 
¿Qué consecuencias tiene para las Abuelas haberse hecho cargo de 
buscar a sus nietos por ellas mismas? 
Me parece conveniente formular esta pregunta, porque no es frecuente 
que la reflexión sobre esta problemática se ocupe de la subjetividad de las 
abuelas, agentes protagonistas de la búsqueda, sino en la de los niños 
como objeto de la misma, reflejando el hecho innegable de que el interés 
social por las mujeres está consistentemente asociado a su eficacia como 
garantes de la procreación. 
Como mujeres buscan al niño, pero -también como mujeres- no sólo al 
niño. Ese niño que les falta, cuya identidad necesitan restituir, es portador 
de un don de identidad que les fue arrebatado dejándolas privadas de la 
confirmación de que la vida que transmitieron tiene continuidad, aunque 
su nombre puede excluirlo del linaje patriarcal. El niño que buscan en lo 
real de su pérdida, es el suyo, desaparecido,símbolo de su fecundidad 
biológica y social cercenada. Un hijo/a que se hizo padre o madre en 
momentos en que no pudo sostener su deseo de descendencia con su 
propia vida, siéndoles arrancados simultáneamente la vida y el producto 
de este deseo. Ambos extraídos violentamente del ámbito familiar 
originado y volcados a una sociedad que los sanciona los elabora por la 
mediación de subestructuras como las fuerzas de la represión, el poder 
judicial o las familias adoptantes. Las relaciones de poder existentes -las 
mismas que determinan la derrota y la muerte del hijo- se expresan en 
estas instituciones (con las que guardan una relación más o menos directa) 
con diferentes grados de complejidad y de libertad respecto de las 
determinantes macrosociales. Cabe preguntarse cómo opera en la 
subjetividad de las abuelas la negación de que la justicia, de cuyos 
representantes concretos -los jueces- esperan la restitución de los nietos, 
son los mismos que les negaron los hábeas corpus de sus hijos y de sus 
nietos durante la dictadura. Como si la decisión política de interrumpir la 
transmisión ideológica que sustenta la práctica de interrumpir la 
transmisión ideológica que sustentaba la práctica política de los padres, a 
través de la captura de los hijos, fuera imposible de creer, aun cuando fue 
públicamente reconocida por los represores. 
Esta imposibilidad de creer se funda en una concepción abstracta del 
poder judicial, deseado, solicitado e instituido como representante de la 
tutela de intereses y derechos declarados universales, en la imposibilidad 
de ver en él el montaje de la formalización jurídica de la dominación política 
(en su singularidad histórica, ej. Suprema Corte menemista, etc.). A esta 
«legalidad» que difícilmente logra convertirse en justicia, se agrega la 
permanente infracción de las normas vigentes por parte del aparato judicial 
que redobla y caricaturiza la injusticias inherentes al orden que dicen 
proteger. 
La desesperación causada por las pérdidas sufridas promueve una 
sensibilidad especial para detectar algunos puntos de inconsistencia en 
este bloque adverso (existen contadas excepciones entre los jueces), pero 
no se logra instalar el problema de la recuperación de los niños como una 
necesidad asumida institucionalmente por la justicia ni mayoritariamente 
por la sociedad. 
¿Tal vez deberíamos pensar que estos niños no están faltando a toda la 
sociedad, sino solamente a sus familias? ¿Cuáles son los requisitos para 
que este penar privado sea tomado como deuda social y no abandonado 
a sus propios esfuerzos privados -en cuyos logros se hace difícil reconocer 
algo más que una reparación individual- conseguida con la colaboración 
de grupos que son pequeños en relación al efecto social de los crímenes 
cometidos? 
El clamor de las Abuelas por sus nietos desaparecidos, este reclamo que 
busca ser compartido con el resto de la sociedad, no es, como se dice, la 
insistencia del deseo de sus hijos, sino la del suyo propio. Sus hijos fueron 
eliminados físicamente de la escena social y simbólicamente (mediante las 
leyes de Punto final y Obediencia Debida aprobadas durante el gobierno 
de Alfonsín y el indulto concedido por el presidente Menem) del registro de 
deudas contraídas para fundar una democracia basada en la espantosa 
discriminación económica que hoy divide a nuestra sociedad en una 
mayoría de subocupados y sectores con Necesidades Básicas 
Insatisfechas y una minoría de rozagantes consumidores. Que la abuelas 
intenten recuperar a sus nietos, dar continuidad a su linaje, no debe borrar 
la ausencia de la generación fallante, materializada en el terreno social, 
por la falta de repuesta eficaz a sus reclamos familiares y por la ausencia 
del discurso político en que dicha generación se sostuvo. Lo que se 
transmite en estos agujeros de la trama, es el sentido de fracaso de una 
nueva generación política que sus hijos encamaron, en la tarea de dar 
sustento a una nueva generación que la continúe. Existen otras formas de 
desaparición, que se patentizan en la ocupación de encumbrados puestos 
de dirección de los poderes comprometidos en la construcción del actual 
proyecto de sociedad, por parte de muchos que tuvieron la suerte de 
sobrevivir a sus compañeros políticos de antaño. 
Hay un trabajo de filiación negado, impedido o usurpado a estos niños, en 
el que la identidad no adviene como diferenciación de un padre/madre 
cuyo destino es interpretado por el propio hijo, para poder discriminar su 
deseo, sino que se suprime el conflicto identificatorio originario de ese 
individuo, vía la eliminación física de los padres, interpretando brutalmente 
y sin apelación la causas de su desaparición -su ideología- como invivible. 
Cuando las Abuelas encuentran un niño secuestrado, ya están en su linaje, 
como parte del secreto que subyace y amenaza la identidad que ha sido 
construida en la relación de apropiación con sus captores o adoptantes, 
según sea el caso. (Nota: No voy a entrar a considerar la cuestión de si 
toda relación de crianza con un niño hijo de desaparecidos que no se 
restituye a su familia de origen es por definición un secuestro, se conozca 
o no su origen, que merece una exhaustiva discusión y que tiene un lugar 
de principio doctrinario en la labor de las Abuelas). 
Lo cierto es que los niños secuestrados deben construir una identidad que 
les permita sobrevivir. Llamarla falsa, además de pasar por alto el hecho 
de que toda identidad unifica elementos cuyo valor de verdad no es 
unívoco, implica la imposibilidad de historizar la verdad de la vida de ese 
niño. 
Las «falsas figuras de identificación», mencionadas en algunas 
publicaciones, ponen en el registro de la verdad algo que es del orden de 
la ética. Los captores no son falsos, sino criminales para los padres, los 
familiares y para el niño hipotético que hubiera sido el hijo, si no se 
hubieran apropiado de él. 
La verdad que se transmite en una filiación, no existe como dato. Tiene 
que poder ser transmitida por los padres y ser construida por el hijo. Los 
legítimos significantes primordiales lo son si operaron, si crearon una 
diferencia que promueve un sujeto. Sólo existen a posteriori, si no 
operaron, no existen. ¿Cómo explicarse si no la cantidad de niños 
desaparecidos que no fueron buscados? 
Dado que la pregunta ¿quién soy yo para? supone un sujeto que se la 
formula cuando ya hay un referente posible, dador o dadora de identidad, 
la posibilidad de la restitución depende de que la llegada de la verdad de 
la abuela, encuentre al nieto en un momento en que la interrogación por 
su identidad está planteada de tal manera que pueda admitir los referentes 
identificatorios de su origen que ella le ofrece. Dolorosa contradicción entre 
el deseo de bienestar para el nieto y la dependencia de ese bienestar de 
que los odiados usurpadores del lugar de sus hijos los hayan suplantado 
«suficientemente bien». Tarea difícil y ordalía moderna, la de discriminar 
qué de la defensa de la continuidad de la identidad de los hijos 
desaparecidos y sus ideales, puede ser incompatible con la defensa de la 
vida de ese nieto. En qué punto de la historia del hijo a quien se dio la vida, 
se quebró la posibilidad de continuidad del propio linaje. Este (os) punto 
(s) señalan a menudo la emergencia de los ideales personales y/o 
familiares (religiosos o políticos) en conflicto con el cumplimiento de las 
funciones que la sociedad demanda a las mujeres como madres. Los 
lugares de ruptura de la imagen maternal hegemónica, se transforman 
para las mujeres en fuente de numerosas estrategias de defensa ante la 
culpabilización social, que refuerza la culpa estructural por el ataque 
simbólico a la propia madre, implicado en la asunción de la maternidad a 
través de pautas y de valores que no reproducen exhaustivamente las 
suyas. La dificultad consiste en sustraerse a las valoraciones 
conservadoras, que inscriben los cambios sociales (y sus consecuencias 
sobre la subjetividadindividual) solamente en términos de traición a una 
figura tradicional idealizada y no de sus efectos posibilitadores de la 
emergencia de la vida social de nuevos sujetos. 
La maternidad/paternidad son dadoras de identidad, que no existe antes 
de estructurarse como efecto de la pertenencia a un linaje. Ser hijo/a de 
desaparecidos es una identidad definida por la pérdida de unos padres, 
pérdida que realiza el riesgo de muerte implicado por una opción política 
revolucionaria (no es necesario que ellos personalmente lo hayan sido, 
basta con que la hayan representado) en un Estado criminal. La identidad 
que resulta no es falsa, sino que encierra la verdad del destino nefasto del 
proyecto de vida de sus padres. No pudieron serles padres. La separación 
violenta y la sustitución de los padres es un acontecimiento real. La verdad 
de este real debe ser constituida por el niño gracias a la restitución de 
hechos de su historia que le fueron sustraídos por ocultación o por 
ignorancia. Pero una cosa es aportar el soporte necesario para la 
construcción de la identidad personal, otra es «rescatarla» o «darle su 
sentido verdadero». La verdad de los nietos no es la de los padres ni la de 
los abuelos. 
La restitución se hace al precio de una generación. Sería temible que no 
se respetara el hiato que la historia inscribió en el linaje, hiato en el que la 
instalación de un enigma puede, si alguien quiere, dar origen a una 
indagación que eche luz sobre la tragedia ocurrida. 
Para las mujeres, elegir a las Abuelas de Plaza de Mayo como antecesoras 
en una abuelidad femenina abre un espacio colectivo nuevo para la 
elaboración actual de un lugar parental, cristalizado en el imaginario social 
como una posición de inocencia -cuando no de desinterés o de impotencia- 
respecto de los problemas decisivos de la vida social. Son nuestras 
madres antecesoras, en el sentido de que de ellas recibimos las mujeres, 
la herencia de una nueva forma de ejercicio de lo coagulado en la cultura 
acerca de la mujer abuela, que lo agota y lo extiende, poniendo de 
manifiesto la politicidad de lo privado y la latencia transformadora que 
contiene. 
Buscan, y a veces encuentran, a los niños de cuyos nombres están 
doblemente borradas: por el sistema de filiación patriarcal (que en nuestro 
país ni siquiera pone el nombre materno en segundo término) y por el 
Estado terrorista que intenta borrar los rastros de la represión criminal. 
Esta búsqueda las inscribe en la tradición de las heroínas patriarcales, 
según señala Luisa Muraro, son mujeres que van, enviadas por el padre, 
a los lugares donde los hombres no tienen voluntad o coraje de ir (la 
recuperación de la progenie del Padre es la tarea asignada a las mujeres 
desde Antígona). Podríamos preguntarnos, sin embargo, si en el 
movimiento de restitución de los niños a su familia de origen, se perfila una 
figura nueva de la abuela. No la que mantiene los mitos antiguos, narrando 
cuentos para adormecer a los niños o asegurarse su sujeción a la cultura 
tradicional, sino la que desmonta mitos para despertarlos de un sueño que 
no es el de su origen histórico singular. Una abuela que no pudo ser 
devorada por el lobo (aunque éste lo haya intentado) y que responde a las 
preguntas que se le dirigen desde una ética de la verdad. Aunque sepa 
por su propia experiencia, que esta verdad de la que es depositaria, está 
construida con infinidad de fragmentos, a veces imposibles de verificar en 
el sentido tradicional del término. Verdad que ha construido sobre la base 
de un vivido sin representación posible, hasta que la modificación que su 
práctica impone a la realidad, lo hace pensable. La desaparición del hijo 
es lo irrepresentable, y aun más si, como advertían muchos comedidos, se 
creía que el hecho de buscarlos podía empeorar su situación o acelerar su 
muerte. Imposible creen que el gesto en el que la maternidad/paternidad 
se afirma como tal (el cuidado, la responsabilidad por el hijo) no encuentre 
a su destinatario, tenga que sustituir su objetivo filial a raíz de un 
acontecimiento que sólo alcanza la dimensión de tal con el angustioso 
pasar del tiempo de la incertidumbre. 
La reparación posible de este crimen irreparable no es, con toda la 
impotencia que ésta comporta, del orden de la restitución -imposible- de la 
identidad individual de los nietos, cuya construcción no podría dejar de 
contar con los elementos de su historia post-secuestro. Esta restitución 
queda, de todas maneras, restringida al campo del derecho familiar o 
privado. Y es en nivel de la conciencia social más amplia en donde la 
reparación tiene que tener lugar para que no quepan repeticiones.

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