Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
CUARTA PARTE La restitución para la identidad Apuntes teóricos CAPÍTULO I El derecho a la identidad por Laura Conte Septiembre de 1995 La dignidad intrínseca de los niños y sus derechos, iguales e inalienables como los de todos los miembros de la familia humana, han sido legislados a partir de la Convención de los Derechos del Niño de 1989 por los países miembros, entre los cuales está la Argentina. En el artículo 8 los Estados se comprometen a respetar el derecho del niño a preservar su identidad, incluidos su nombre, nacionalidad y relaciones familiares. Es decir, a desarrollarse y crecer en la libertad de ser ellos mismos en su propio entorno familiar y social. A partir de estos conceptos y elementos que configuran el punto de vista jurídico de la ley, vamos a hacer una aproximación desde el conocimiento psicológico, ya que la constitución de una identidad integrada es condición de salud. Nuestra participación en el campo de la salud tiene como perspectiva y se fundamenta en la vigencia de los dd.hh. Trabajamos clínicamente con personas directamente afectadas por el terrorismo de Estado. Es decir, que atravesaron situaciones límites de dolor psíquico. Estas situaciones se caracterizan por el monto insoportable de violencia que irrumpe en el psiquismo siendo difícil para el aparato psíquico su recomposición, es decir, el acceso a simbolizarlas, darles sentido, metabolizarlas. En las situaciones límites es tocada la mismidad, por lo que es frecuente la vivencia de extrañamiento. Los pacientes lo exteriorizan como: «sensación de ser otro», «antes y después de», lo que expresa la vivencia de fractura de la identidad. Cada subjetividad recurre a modos propios de defensa y de recomposición subjetiva y estos modos están relacionados con su historia, con su estructura previa, con el contexto socio-político cultural. En el abordaje a la violencia represiva y sus efectos, que tiene por víctimas a niños y adolescentes, es muy evidente el entrecruzamiento de la realidad social y el destino subjetivo. El terror inscribe una experiencia de espanto que requiere un trabajo de elaboración muy largo, difícil y doloroso. Y la impunidad -y el sistema que la sostiene- impide dar respuestas urgentes, eficaces y reparatorias desde rigurosos criterios de justicia y de salud. La impunidad dificulta cualquier movimiento en relación a la recuperación de la subjetividad, puesto que desestima toda lógica jurídica: 1ero.: los asesinos sueltos, 2do.: la apropiación otorga paternidad, 3ero.: la mentira engendra derechos. Y desestima, también, toda lógica de la salud, al mantener, desde la mentira y la perversión, la fractura de la identidad. -(Algo está ocurriendo en nuestra sociedad para que algunos jueces dictaminen todavía con los valores del proceso y cueste tanto aún para la sociedad hacer suyo el espíritu de la Convención...) -La identidad de un niño se plasma desde antes de su nacimiento. Se funda en el deseo de los padres acerca del hijo que, unido a la pulsión de vida del bebé y al contexto familiar y cultural, configura la matriz originaria identificatoria. Matriz inalterable que lo constituye y que es el fundamento de la subjetividad, su raíz, su motor. La identidad continúa como un proceso dinámico de construcción de este que uno es a través del tiempo y de los cambios extremos e interiores. Es la captación, el conocimiento, el sentimiento de ser uno mismo y de la propia continuidad. Es el saber referido a los aspectos más profundos de nuestra subjetividad, porque la identidad de una persona está definida, justamente, por la singularidad de su historia subjetiva. Esta singularidad no está dada por la simple sumatoria de hechos acontecidos, ni es juntando los pedazos de una historia fragmentada que se logra la unidad identificatoria. Actos, escenas y palabras se inscriben intrapsíquicamente, siguiendo un ordenamiento jerárquico sobre la base de la significación que le otorgan las figuras originarias, especialmente la madre. A partir de estas primeras inscripciones se constituye la primera identidad del yo, que irá dando paulatinamente significación y sentido propio a las inscripciones posteriores. El yo pasa de ser instituido a ser instituyente, es decir, que necesita otorgarle sentido a su pasado y a su futuro. Por lo tanto, no se logra la identidad imponiendo la integración desde el afuera, sino que es el yo el que liga libidinalmente su historia concreta siendo el protagonista del proceso de identidad. La matriz de deseos - origen identificatorio-, las primeras inscripciones significadas por las figuras originarias y el yo protagonista del proceso de identidad, son instancias que se continúan y se integran en el desarrollo de la identidad. Para que el sentido de mismidad y la integridad se logren, para que el sujeto acceda a la confianza y seguridad básica, la construcción de la identidad requiere afirmarse y confirmarse sobre dos ejes que son fundantes: El amor y la verdad. Sin verdad, sin el reconocimiento social de la verdad -léase jueces, instituciones, familias- no hay posibilidad de desarrollo en integridad y autonomía. Pensemos en la trágica y triste realidad de hoy, de los adolescentes sometidos desde niños y aun desde su nacimiento al enajenamiento y a la desidentificación. La historia de estos chicos es la historia de la irrupción del horror y de la fractura que ese horror provocó en su incipiente psiquismo, aún antes de poder simbolizar. El horror inscribe una vivencia cuyo efecto sigue latente y actuante mientras dura la defensa represiva. Pensamos que el aparato psíquico de estos niños, para no desestructurarse, deja el horror encapsulado y se «acomoda» a un ordenamiento de mentiras. Desde la necesidad de posesión los apropiadores lo despojan de su identidad, intentan reemplazar la matriz identificatoria constitutiva, anular el deseo parental y sustituir el proyecto que los padres sostienen para el hijo. Desconocen su singularidad, borran la familia y se imponen como figuras identificatorias fraudulentas. La Ley Arbitraria, la voluntad de apropiación, deja al niño sometido a la posesión desde su necesidad, enajenándolo. Es contraria a la Ley del Padre que es la que abre el camino a la posibilidad de desear. La resistencia a entregar los niños no tiene nada de epopeya de amor, se enmascara en el amor, pero es adicción perversa. Pienso que en ninguna parte del mundo se puede admitir como «amor» las conductas y sentimientos del verdugo o victimario hacia su víctima. Tampoco en ninguna parte del mundo puede aceptarse que en la situación de cautiverio estén dadas las posibilidades de elección. La libertad es condición del amor. El amor como elección tiene otra raíz que la posesión que mata. El amor tiene su raíz en Eros, la posesión su raíz en Tánatos. Es imposible amar libremente cuando se ha internalizado como amor y como cuidado el abuso ejercido por el poder. Por eso es necesario abrir una salida a la situación de encierro. Abrir lo que Ulloa llama el absceso. Introducir la Ley (orden de necesidad - orden de deseo). La apropiación psico-física de los niños no implica el castigo o maltrato explícitos. Las formas de control y la crueldad última que encierran, son ejercidas como «amor» desde los más sutiles y seductores modos de ejercer el poder. Despojados los niños de todos sus derechos y pertenencias más propias, el Otro se convierte en el Amo absoluto, dueño de la vida y de la muerte. El ejercicio de la posesión lleva a la enajenación de la voluntad y del pensamiento, y su culminación es la aceptación, por parte de la víctima, del apropiador como salvador. Es porque la posesión proviene de los seres más «amados» (y más temidos), que el niño la sostiene como su única posibilidad. Los niños se defienden de todo sentimiento hostil que la aceptación de la verdad de su origen e historia indudablemente va a hacer surgir contra la imagen totalizantede sus apropiadores, imagen que se vería destruida y que ellos trabajosamente intentan conservar. Están enajenados en la imagen padre terrorífico=padre salvador y tienen impedida la instauración de un espacio que marque límite a la posesión. Tienen impedido cruzar el «muro». Y es sólo estableciendo un espacio de terceridad, de corte, que puede operarse la restitución o el relanzamiento del proceso de integración de la subjetividad, desde el corte verdadero operado por la Ley. Podría hablarse de un cuadro repetido de la apropiación, con estas características: -Adultos delincuentes que detentan el apoderamiento. -Desidentificación y enajenamiento del niño. La perversión y la impunidad actuando sobre el psiquismo. -Culpabilización de las familias víctimas. -El delito se transforma en un derecho al amparo del niño como rehén. La impunidad es potencialidad extrema de violencia. Lo sepa conscientemente o no, el adolescente convive con represores o cómplices. Este trauma se prolonga hasta hoy como situación de cautiverio. Por eso el argumento: «como son adolescentes están ya arraigados, acostumbrados, viviendo una situación afectiva que no debe malograrse nuevamente», es un argumento perverso que señala a la restitución de su identidad y de la verdad como causante de un nuevo trauma que es necesario a toda costa evitar. Aquí me parece útil la cita del trabajo «El trauma y sus efectos en la línea de las generaciones» del Equipo de Salud Mental del CELS: «El traumatismo no es sólo una perturbación de la economía libidinal, sino que compromete como tal, la integridad del sujeto. «En «Moisés y el Monoteísmo» (1938), Freud diferenció dos tipos de efectos del trauma: positivos y negativos. Los primeros consisten en el intento que hace el aparato psíquico de devolverle al trauma su vigencia, recordar lo olvidado, o incluso hacerlo real-objeto. «Plantea Freud que» puede ser acogido, entonces, en el Yo normal, como formación general del carácter. «Los efectos negativos del trauma, o las reacciones negativas, persiguen el objetivo opuesto: que no se recuerde ni se repita nada. Son reacciones de defensa, se pueden presentar como fijaciones al trauma de incidencia patológica. Ya no se trataría de un «Yo normal», sino de un Yo inhibido, limitado a costa de evitar el sufrimiento, de reeditar lo traumático. «Es así como todo el planteo acerca de los efectos positivos del trauma, quedan en este texto ubicados del lado de una pulsación del aparato por recordar, revivir, objetivizar lo traumático, precisamente por haber sido olvidado su origen histórico-vivencial y porque este olvido es amenaza de daño para el Yo». Los jueces, la sociedad y hasta la familia desgarrada y, sobre todo, el adolescente, son obligados a mantener la convivencia con el delito y a perpetuar el trauma. ¿En nombre de qué bienestar? ¿De qué salud psíquica? ¿De qué ley? Metodología: 1.- Prohibición a los adultos que detentan el apoderamiento de todo con- tacto con las víctimas, (aún después de los 21 años de éstas). La justicia es la encargada de que el daño no se prolongue. 2.- Definición de la Guarda. 3.- Seguimiento interdisciplinario como posibilidad de encuentro del niño consigo mismo con verdad y libertad. ¿Desde qué criterio de salud puede sostenerse que crecer y desarrollarse con los propios captores impunes no tendrá consecuencias subjetivas previsiblemente graves? ¿Cuál es la duda para operar la restitución? ¿Puede sostenerse desde el derecho a la identidad y a la salud, que estos adolescentes deben seguir con sus apropiadores, ignorando la incidencia de esta perversión mayúscula en su desarrollo? CAPÍTULO VI Apuntes sobre identidad, filiación y restitución por Martha I. Rosenberg Abril de 1992 Filiación e identidad, entendidas como intersección de múltiples líneas genealógicas, son creaciones sociales. Nadie existe sino en relación a otros, afirma FranÇoise Hiritier-Augé (De I'engendrement a lafiliatión. Topique No 44, p. 174). Todas las sociedades consagran la primacía de lo social -de convención jurídica que lo funda- sobre lo biológico puro: la filiación nunca es un derivado simple del engendramiento. Por eso, la figura del padre (y también la de la madre, aunque ésta esté sobredeterminada por la pretendida obligatoriedad de aceptar toda preñez como un hijo) aparece desdoblada en dos funciones: genitor y adoptante. La función del genitor es temporal y físicamente reparable; la del adoptante se configura en la constante afirmación del deseo de descendencia, encamado por un hijo concreto y sostenida por una práctica de la crianza que asegure su supervivencia y desarrollo. Esta dialéctica entre dos funciones diferentes (aunque confundidas habitualmente en la procreación «natural») culmina normalmente en la constitución de una relación de reconocimiento mutuo de alteridad y semejanza, característica y fundante de las relaciones entre humanos que posibilita el surgimiento de un nuevo sujeto, el hijo, que resignifica al genitor como padre/madre. Se agrega así una generación al linaje. Según Piera Aulagnier («¿Quel Désir pour quel enfant?» Topique No 44, p. 201) para que el sujeto pueda reconocer y hacer reconocer su singularidad, así como su lugar de ciudadano pleno en el campo socio- cultural del que no puede ser excluido, debe utilizar necesariamente materiales heterogéneos: 1° La madre y la pareja que lo desea y prefigura en un discurso que lo antecede. 2° El discurso del campo social que decide cuál será su lugar en un sistema de parentesco sobre el que reposa su organización 3° La acción del propio deseo del aprendiz-constructor. Deberá encontrar la manera de mantener juntas las tres componentes heterogéneas. Las leyes de filiación patriarcales, desplazan a las mujeres y les prohíben marcar jurídicamente su descendencia, invisibilizando el don del hijo al padre por la madre y la apropiación del mismo por el linaje paterno con exclusión del materno. Estas leyes, ¿son transgredidas por las Abuelas de Plaza de Mayo, mujeres a quienes la dictadura agrede en su maternidad, es decir, en lo más consustancial con el lugar social que les es asignado? Todos nos hemos preguntado alguna vez el significado de que la defensa de los derechos humanos se configure, en esa época, como un campo de acción predominantemente femenino. En general, las explicaciones suelen ser superficiales, en términos de sociología ingenua, inclinados a dar cuenta de este fenómeno sin introducir ninguna crítica de la división sexual del trabajo social y sin poder calcular el efecto renovador de las prácticas políticas que tiene o puede tener la conciencia de que la suerte de los vínculos más íntimos depende de la configuración política del Estado. Estado que en nuestro caso, aun después de instalada la democracia, abandona a su suerte a los niños secuestrados por su antecesor totalitario, dejando impunes a sus victimarios. ¿Qué lectura hacer de la coincidencia de ambos regímenes en la privación de sus derechos? ¿Qué consecuencias tiene para las Abuelas haberse hecho cargo de buscar a sus nietos por ellas mismas? Me parece conveniente formular esta pregunta, porque no es frecuente que la reflexión sobre esta problemática se ocupe de la subjetividad de las abuelas, agentes protagonistas de la búsqueda, sino en la de los niños como objeto de la misma, reflejando el hecho innegable de que el interés social por las mujeres está consistentemente asociado a su eficacia como garantes de la procreación. Como mujeres buscan al niño, pero -también como mujeres- no sólo al niño. Ese niño que les falta, cuya identidad necesitan restituir, es portador de un don de identidad que les fue arrebatado dejándolas privadas de la confirmación de que la vida que transmitieron tiene continuidad, aunque su nombre puede excluirlo del linaje patriarcal. El niño que buscan en lo real de su pérdida, es el suyo, desaparecido,símbolo de su fecundidad biológica y social cercenada. Un hijo/a que se hizo padre o madre en momentos en que no pudo sostener su deseo de descendencia con su propia vida, siéndoles arrancados simultáneamente la vida y el producto de este deseo. Ambos extraídos violentamente del ámbito familiar originado y volcados a una sociedad que los sanciona los elabora por la mediación de subestructuras como las fuerzas de la represión, el poder judicial o las familias adoptantes. Las relaciones de poder existentes -las mismas que determinan la derrota y la muerte del hijo- se expresan en estas instituciones (con las que guardan una relación más o menos directa) con diferentes grados de complejidad y de libertad respecto de las determinantes macrosociales. Cabe preguntarse cómo opera en la subjetividad de las abuelas la negación de que la justicia, de cuyos representantes concretos -los jueces- esperan la restitución de los nietos, son los mismos que les negaron los hábeas corpus de sus hijos y de sus nietos durante la dictadura. Como si la decisión política de interrumpir la transmisión ideológica que sustenta la práctica de interrumpir la transmisión ideológica que sustentaba la práctica política de los padres, a través de la captura de los hijos, fuera imposible de creer, aun cuando fue públicamente reconocida por los represores. Esta imposibilidad de creer se funda en una concepción abstracta del poder judicial, deseado, solicitado e instituido como representante de la tutela de intereses y derechos declarados universales, en la imposibilidad de ver en él el montaje de la formalización jurídica de la dominación política (en su singularidad histórica, ej. Suprema Corte menemista, etc.). A esta «legalidad» que difícilmente logra convertirse en justicia, se agrega la permanente infracción de las normas vigentes por parte del aparato judicial que redobla y caricaturiza la injusticias inherentes al orden que dicen proteger. La desesperación causada por las pérdidas sufridas promueve una sensibilidad especial para detectar algunos puntos de inconsistencia en este bloque adverso (existen contadas excepciones entre los jueces), pero no se logra instalar el problema de la recuperación de los niños como una necesidad asumida institucionalmente por la justicia ni mayoritariamente por la sociedad. ¿Tal vez deberíamos pensar que estos niños no están faltando a toda la sociedad, sino solamente a sus familias? ¿Cuáles son los requisitos para que este penar privado sea tomado como deuda social y no abandonado a sus propios esfuerzos privados -en cuyos logros se hace difícil reconocer algo más que una reparación individual- conseguida con la colaboración de grupos que son pequeños en relación al efecto social de los crímenes cometidos? El clamor de las Abuelas por sus nietos desaparecidos, este reclamo que busca ser compartido con el resto de la sociedad, no es, como se dice, la insistencia del deseo de sus hijos, sino la del suyo propio. Sus hijos fueron eliminados físicamente de la escena social y simbólicamente (mediante las leyes de Punto final y Obediencia Debida aprobadas durante el gobierno de Alfonsín y el indulto concedido por el presidente Menem) del registro de deudas contraídas para fundar una democracia basada en la espantosa discriminación económica que hoy divide a nuestra sociedad en una mayoría de subocupados y sectores con Necesidades Básicas Insatisfechas y una minoría de rozagantes consumidores. Que la abuelas intenten recuperar a sus nietos, dar continuidad a su linaje, no debe borrar la ausencia de la generación fallante, materializada en el terreno social, por la falta de repuesta eficaz a sus reclamos familiares y por la ausencia del discurso político en que dicha generación se sostuvo. Lo que se transmite en estos agujeros de la trama, es el sentido de fracaso de una nueva generación política que sus hijos encamaron, en la tarea de dar sustento a una nueva generación que la continúe. Existen otras formas de desaparición, que se patentizan en la ocupación de encumbrados puestos de dirección de los poderes comprometidos en la construcción del actual proyecto de sociedad, por parte de muchos que tuvieron la suerte de sobrevivir a sus compañeros políticos de antaño. Hay un trabajo de filiación negado, impedido o usurpado a estos niños, en el que la identidad no adviene como diferenciación de un padre/madre cuyo destino es interpretado por el propio hijo, para poder discriminar su deseo, sino que se suprime el conflicto identificatorio originario de ese individuo, vía la eliminación física de los padres, interpretando brutalmente y sin apelación la causas de su desaparición -su ideología- como invivible. Cuando las Abuelas encuentran un niño secuestrado, ya están en su linaje, como parte del secreto que subyace y amenaza la identidad que ha sido construida en la relación de apropiación con sus captores o adoptantes, según sea el caso. (Nota: No voy a entrar a considerar la cuestión de si toda relación de crianza con un niño hijo de desaparecidos que no se restituye a su familia de origen es por definición un secuestro, se conozca o no su origen, que merece una exhaustiva discusión y que tiene un lugar de principio doctrinario en la labor de las Abuelas). Lo cierto es que los niños secuestrados deben construir una identidad que les permita sobrevivir. Llamarla falsa, además de pasar por alto el hecho de que toda identidad unifica elementos cuyo valor de verdad no es unívoco, implica la imposibilidad de historizar la verdad de la vida de ese niño. Las «falsas figuras de identificación», mencionadas en algunas publicaciones, ponen en el registro de la verdad algo que es del orden de la ética. Los captores no son falsos, sino criminales para los padres, los familiares y para el niño hipotético que hubiera sido el hijo, si no se hubieran apropiado de él. La verdad que se transmite en una filiación, no existe como dato. Tiene que poder ser transmitida por los padres y ser construida por el hijo. Los legítimos significantes primordiales lo son si operaron, si crearon una diferencia que promueve un sujeto. Sólo existen a posteriori, si no operaron, no existen. ¿Cómo explicarse si no la cantidad de niños desaparecidos que no fueron buscados? Dado que la pregunta ¿quién soy yo para? supone un sujeto que se la formula cuando ya hay un referente posible, dador o dadora de identidad, la posibilidad de la restitución depende de que la llegada de la verdad de la abuela, encuentre al nieto en un momento en que la interrogación por su identidad está planteada de tal manera que pueda admitir los referentes identificatorios de su origen que ella le ofrece. Dolorosa contradicción entre el deseo de bienestar para el nieto y la dependencia de ese bienestar de que los odiados usurpadores del lugar de sus hijos los hayan suplantado «suficientemente bien». Tarea difícil y ordalía moderna, la de discriminar qué de la defensa de la continuidad de la identidad de los hijos desaparecidos y sus ideales, puede ser incompatible con la defensa de la vida de ese nieto. En qué punto de la historia del hijo a quien se dio la vida, se quebró la posibilidad de continuidad del propio linaje. Este (os) punto (s) señalan a menudo la emergencia de los ideales personales y/o familiares (religiosos o políticos) en conflicto con el cumplimiento de las funciones que la sociedad demanda a las mujeres como madres. Los lugares de ruptura de la imagen maternal hegemónica, se transforman para las mujeres en fuente de numerosas estrategias de defensa ante la culpabilización social, que refuerza la culpa estructural por el ataque simbólico a la propia madre, implicado en la asunción de la maternidad a través de pautas y de valores que no reproducen exhaustivamente las suyas. La dificultad consiste en sustraerse a las valoraciones conservadoras, que inscriben los cambios sociales (y sus consecuencias sobre la subjetividadindividual) solamente en términos de traición a una figura tradicional idealizada y no de sus efectos posibilitadores de la emergencia de la vida social de nuevos sujetos. La maternidad/paternidad son dadoras de identidad, que no existe antes de estructurarse como efecto de la pertenencia a un linaje. Ser hijo/a de desaparecidos es una identidad definida por la pérdida de unos padres, pérdida que realiza el riesgo de muerte implicado por una opción política revolucionaria (no es necesario que ellos personalmente lo hayan sido, basta con que la hayan representado) en un Estado criminal. La identidad que resulta no es falsa, sino que encierra la verdad del destino nefasto del proyecto de vida de sus padres. No pudieron serles padres. La separación violenta y la sustitución de los padres es un acontecimiento real. La verdad de este real debe ser constituida por el niño gracias a la restitución de hechos de su historia que le fueron sustraídos por ocultación o por ignorancia. Pero una cosa es aportar el soporte necesario para la construcción de la identidad personal, otra es «rescatarla» o «darle su sentido verdadero». La verdad de los nietos no es la de los padres ni la de los abuelos. La restitución se hace al precio de una generación. Sería temible que no se respetara el hiato que la historia inscribió en el linaje, hiato en el que la instalación de un enigma puede, si alguien quiere, dar origen a una indagación que eche luz sobre la tragedia ocurrida. Para las mujeres, elegir a las Abuelas de Plaza de Mayo como antecesoras en una abuelidad femenina abre un espacio colectivo nuevo para la elaboración actual de un lugar parental, cristalizado en el imaginario social como una posición de inocencia -cuando no de desinterés o de impotencia- respecto de los problemas decisivos de la vida social. Son nuestras madres antecesoras, en el sentido de que de ellas recibimos las mujeres, la herencia de una nueva forma de ejercicio de lo coagulado en la cultura acerca de la mujer abuela, que lo agota y lo extiende, poniendo de manifiesto la politicidad de lo privado y la latencia transformadora que contiene. Buscan, y a veces encuentran, a los niños de cuyos nombres están doblemente borradas: por el sistema de filiación patriarcal (que en nuestro país ni siquiera pone el nombre materno en segundo término) y por el Estado terrorista que intenta borrar los rastros de la represión criminal. Esta búsqueda las inscribe en la tradición de las heroínas patriarcales, según señala Luisa Muraro, son mujeres que van, enviadas por el padre, a los lugares donde los hombres no tienen voluntad o coraje de ir (la recuperación de la progenie del Padre es la tarea asignada a las mujeres desde Antígona). Podríamos preguntarnos, sin embargo, si en el movimiento de restitución de los niños a su familia de origen, se perfila una figura nueva de la abuela. No la que mantiene los mitos antiguos, narrando cuentos para adormecer a los niños o asegurarse su sujeción a la cultura tradicional, sino la que desmonta mitos para despertarlos de un sueño que no es el de su origen histórico singular. Una abuela que no pudo ser devorada por el lobo (aunque éste lo haya intentado) y que responde a las preguntas que se le dirigen desde una ética de la verdad. Aunque sepa por su propia experiencia, que esta verdad de la que es depositaria, está construida con infinidad de fragmentos, a veces imposibles de verificar en el sentido tradicional del término. Verdad que ha construido sobre la base de un vivido sin representación posible, hasta que la modificación que su práctica impone a la realidad, lo hace pensable. La desaparición del hijo es lo irrepresentable, y aun más si, como advertían muchos comedidos, se creía que el hecho de buscarlos podía empeorar su situación o acelerar su muerte. Imposible creen que el gesto en el que la maternidad/paternidad se afirma como tal (el cuidado, la responsabilidad por el hijo) no encuentre a su destinatario, tenga que sustituir su objetivo filial a raíz de un acontecimiento que sólo alcanza la dimensión de tal con el angustioso pasar del tiempo de la incertidumbre. La reparación posible de este crimen irreparable no es, con toda la impotencia que ésta comporta, del orden de la restitución -imposible- de la identidad individual de los nietos, cuya construcción no podría dejar de contar con los elementos de su historia post-secuestro. Esta restitución queda, de todas maneras, restringida al campo del derecho familiar o privado. Y es en nivel de la conciencia social más amplia en donde la reparación tiene que tener lugar para que no quepan repeticiones.
Compartir