Logo Studenta

El viaje

¡Estudia con miles de materiales!

Vista previa del material en texto

El viaje
Las veredas empiezan a cobrar la vida que no cobran cuando el Sol es quien las ilumina con su sola luz. En mis manos, está la responsabilidad de que quienes me acompañan a presenciar este sublime espectáculo, disfruten de una experiencia que llama a alegrarse de ese regalo divino llamado vida.
La razón de la congoja con la que escribo (o mejor dicho, describo) esto, es que la tímida luna y sus amigas las estrellas en el cielo; y la iluminación que cada edificio o espacio emana en una u otra forma, me llaman a mirar a un tiempo más allá del que yo estoy ahora ocupando.
Ese amigo –y a veces enemigo- que se llama semáforo, se quintuplica, o para ser justos con cualquier número, se multiplica, y por diez cuadras , no hace otra cosa que poner la cara roja, pero por la decena siguiente, la esgrime de color verde. Yo no debo porqué proferir insultos hacia ninguno de ellos.
Las débiles carcajadas que me envuelven como si se tratara de los tentáculos de un pulpo para con su cría, logran que en cualquier ventanal cubierto de un oro artificial, los ojos sintonicen una imagen de lo que en otro momento ellos hubieran sintonizado, vivido…
Empiezo a sentir que respiro las escaleras al cielo, que no son las que canta Led Zeppelin, sino aquellas que se entretejían entre nidos de águilas y mercados que no necesitaban alfombras voladoras para demostrar su magia. Siento que las fábricas de chocolate incomestible, de las que bajaban víboras a alimentar a los caracoles en los que solía andar e incluso ahora ando, nunca perdieron su brillo, aunque cualquier persona que me lea piensa que soy un completo estúpido por realizar este tipo de expresiones.
No debería tener la culpa: si bien siempre fue para mí una dificultad exageradamente grande pasearme entre nidos de águilas, lo cierto es que con frecuencia solía deambular entre aquellos mercados repletos de encanto, en distintos colores y formas. Como así también conocía al dedillo cada usina de chocolate indigestible, porque en ellos lo más fácil de comer era cualquier cosa que no fuera ese barro del que hasta hoy, los caracoles que los visitan, se nutren.
Los aromas que visten a las personas que se han montado en mi caparazón me trasladan a cada noche de agosto donde yo buscaba la mejor lámpara mágica para mi sobrino, a quien uno no contentaba con cualquier genio. Porque también disfrutaba de cada olor a canela, clavo de olor, jengibre o menta, y así un largo etcétera, que alguno de las otras tiendas o carpas dejaba salir. Y de cualquier delicia que luego compartía con él y su madre en el patio central del mercado.
Solía tener un caracol de caparazón de poco cuidado, que aun así me supo transportar a momentos repletos de felicidad y ensueño, hasta que en un indeseable día lo quitaron de mis ojos, y con el parecía que también se iban esas ensoñaciones difíciles de repetir dos veces en la vida misma. 
Es muy difícil, por no decir imposible, no establecer paralelismos con esta misma situación, ahora materializada en este preciso momento. Porque la sonrisa esgrimida en estos hermanos y sobrinos a quien debo trasladar es la que yo seguramente dejaba crearse en mi rostro, cada vez que montaba en mi desgarbado, mas siempre cumplidor caracol, si bien el jinete era siempre otro.
Quizás no sea hoy la vida de ese pasado, la que me toque vivir en frecuencia. Sin embargo, el ser ahora yo quien se encargue de manipular las antenas de este caracol, para que otros puedan recorrer sus nidos de águila, en busca de aquella que los haga volar al centro de sus sueños, o a zambullirse en cualquiera de las cautivadoras tiendas de cualquier mercado de los que abundan en esta ciudad, junto a sus infaltables teatros de sombras chinescas o de marioneta, me trae una gran dosis de satisfacción personal, al mismo tiempo que mi caracol se vuelve a alimentar de ese lodo que tanto necesita.

Continuar navegando