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Jean Baker Miller Psicología de la mujer á PAIDÓS III Barcelona • Buenos Aires • México Título original: Toward a nexo psychology of woman Publicado en inglés por Beacon Press, Boston Traducción de Luis Botella García del Cid Cubierta de Diego Feijóo © 1987 by Jean Baker Miller © 1992 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Patdos Ibérica, S.A. Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona http: / / www.paidos.com ISBN: 84-493-1469-0 Depósito legal: B-6.848/1992 Impreso en Novagráfik, S.L., Vivaldi, 5 - 08110 Monteada i Reixac (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain http://www.paidos.com A Helen Merrell Lynd Sumario Prefacio .............................................................................. 11 Primera parte: la formación de la mente - hasta el momento 1. Dominio - subordinación ......................................... 17 2. El conflicto - al viejo estilo ..................................... 29 3. La importancia de la gente no importante ............. 37 Segunda parte: mirando en ambas direcciones 4. Fuerzas ....................................................................... 45 5. Actuar bien y sentirse mal ......................................... 67 6. Al servicio de las necesidades ajenas - la asistencia a los demás ................................................................. 81 7. Fuerza del «mundo real» ......................................... 97 Tercera parte: notas en clave de futuro 8. Vínculos con los demás ............................................. 107 9. Convertirse en una misma - autenticidad, creatividad ................................................................. 123 10. Todo esto no basta .................................................... 141 11. Reivindicación del conflicto ..................................... 151 Epílogo: sí, pero................................................................... 161 Prefacio Entre las mujeres de hoy en día predomina un espíritu nuevo, una nueva forma de dedicación colectiva y cooperativa a las demás y a la búsqueda de conocimiento sobre temas importantes. Las ideas de una mujer despiertan rápidamente el apoyo y la elaboración de otras. Hay muchas dispuestas a desarrollar una idea si resulta de algún valor. Si no, se mostra rán agudas en sus críticas. Yo sólo presentaría los temas que aparecen en este libro en el seno de tal comunidad, formada por gente solidaria y des pierta, dado que considero mi trabajo como parte de un proce so. Es un intento de consolidar un marco de referencia para comprender la psicología de la mujer. Como parte de un proce so, pretende ser sugerente; es decir, intenta avanzar un paso hacia una meta final de orden superior. El nuevo elemento que ha aparecido en nuestra vida como mujeres de hoy en día es que podemos plantearnos la posibilidad de compartir más libre y completamente dicho proceso durante el camino. Es un gran placer poder pensar y trabajar de esta forma nueva. Las páginas que siguen constituyen un intento de compren der las fuerzas que actúan en y sobre la mujer, qua mujer -la vida tal como ha sido y sigue siendo para la mayoría de noso tras. Nuestra esperanza es que al intentar entender a la mujer en cuanto tal podamos encontrar la forma de ayudar a todas las mujeres en sus problemas psicológicos. Por la misma razón, una comprensión sólida de las fuerzas que operan sobre toda mujer debería conducirnos a la comprensión de los puntos clave en cuanto al cambio y al avance. Esto no significa negar que nos haya afectado el ejemplo de muchas mujeres excep cionales y poco corrientes. Algunas de ellas nos han demos trado su notoria individualidad o nos han inspirado con las cosas maravillosas, osadas o únicas que han hecho y hacen. Otras han tenido el don de arrojar luz sobre verdades de todas las mujeres; verdades que permanecían ocultas. Son estas verdades sobre todas las mujeres las que debemos conti nuar buscando. Aún no las entendemos del todo, y por lo tanto no sabemos cómo ayudarnos o ayudar a otras a cam biar. Tampoco sabemos cómo emprender el tipo de cambios que quisiéramos para nosotras mismas. En mi intento de expresar todas estas ideas, he recurrido a citar experiencias de la vida de otras mujeres. Es importante hacer hincapié en que tales descripciones resultan simplificadas y esquemáticas; se emplean únicamente a modo de ejemplo. Para proteger la identidad de las personas aludidas, ésta se ha desfigurado considerablemente. Por lo tanto, dichas viñetas no transmiten del todo la intensidad y complejidad de la experien cia real de la persona. No he intentado siquiera ocuparme de los factores raciales y de clase social que marcan una diferencia enorme en la vida de las mujeres. En general me he concentrado en las fuerzas que, en mi opinión, afectan a toda mujer por el hecho de serlo. Muchos autores suelen afirmar que sus libros son el produc to de las muchas personas que les han influido o animado, pero éste es producto de los esfuerzos de mucha gente en un sentido mayor y más concreto. Si bien no se inició como proyecto colectivo, a medida que avanzaba llegó a serlo. He comentado partes del material con varios grupos de gente y con personas concretas que han dedicado mucho más tiempo y atención de lo normal a revisarlo y criticarlo. Además, Barbara DuBois, Joan Fried, Anne Bernays y Pearl y Roy Bennett, casi siempre con premura, han leído y comentado partes importantes, o la totali dad, de las versiones previas del manuscrito. Todo ello se ha dado en el contexto de apoyo e intercambio continuo del Brookline Women’s Counseling Group, uno de los muchos grupos femeninos que luchan por crear una teoría y una prácti ca de la terapia feminista. El hecho de que este libro exista como tal se debe, sobre todo, a Mary Ann Lash, Directora Asociada de Beacon Press, que me enseñó que un libro puede ser parte de un proceso. (Yo creía que tenía esa idea respecto a otras cosas, pero nunca la había aplicado a un libro.) Y no sólo eso, sino que la misma producción de este libro ha marcado, para nosotras, un nuevo proceso. En cada una de sus etapas el material iba de una a otra, y Mary Ann ha llevado a cabo una contribución funda mental a él. Una parte no poco importante de tal contribución ha sido su capacidad de sacar provecho de una prosa impene trable que probablemente hubiera desanimado a alguien me nos entregado. Tiene esta grande y rara habilidad: la de evocar o mejorar sin entrometerse ni violentar en ningún momento. ¡Ojalá supiéramos hacer esto unas por las otras! Esta capaci dad era una prueba en acción de las cosas sobre las que intentábamos escribir. Las decisiones finales fueron siempre mías y, por lo tanto, la responsabilidad final también lo es. También quisiera mostrar mi reconocimiento al American Journal o f Ortopsychiatry por autorizarme a emplear material publicado previamente en dicha revista en versiones diferentes. J ean Bak er M iller 25 de octubre 1975 Boston, M assachusetts Primera parte: la formación de la mente - hasta el momento La humanidad ha estado sujeta a una visión limitada y distorsionada de sí misma -desde su interpretación de las emo ciones más íntimas y personales hasta su más ambicioso concep to de las posibilidades humanas- precisamente en virtud de la subordinación de la mujer. Hasta hace poco, los conceptos del «hombre» han sido los únicos asequibles en general. A medida que emergen otras for mas de percepción -justamente aquellas que los hombres, debido a su posición dominante, no podrían percibir- la visión total de las posibilidades humanas aumenta y se transforma. Lo viejo queda seriamente cuestionado. La mujer ha ocupado una posición subordinada, en gran medida similar a la de una clase o casta de siervos. De aquí que resulte necesario contemplarla en primer lugar como «desigual» o subordinada. Pero también resulta inmediatamente evidente que la posición de la mujer nopuede entenderse sólo en lo que se refiere a la desigualdad. De ello se sigue una dinámica aún más compleja. La mujer ha jugado un rol específico en esta sociedad dominada por el hombre, de forma no comparable a la de ningún otro grupo reprimido. Ha entretejido con él relaciones intimas e intensas, creando el medio -la fam ilia- en el que se ha formado la mente humana tal como la conocemos. Así, la situación de la mujer resulta clave para la comprensión del orden psicológico. Dominio-subordinación A lo largo de las páginas de este libro batallaremos con el tema de la diferencia: ¿qué hace la gente a los que son diferen tes a ellos y por qué? En un plano individual, el niño crece sólo mediante la interacción con gente muy diferente de él. De esta forma, la diferencia más significativa se da entre adulto y niño. En cuanto a la humanidad en general, hemos contemplado problemas enormes en relación con una gran variedad de dife rencias. Pero la diferencia más básica es la que se da entre hombre y mujer. En los dos casos resulta apropiado formular dos preguntas. ¿Cuándo resulta estimulado el desarrollo y la mejora de ambas partes por la interacción de las diferencias? Y viceversa, ¿cuán do tiene tal confrontación efectos negativos? ¿Cuándo conduce a grandes dificultades, decadencia y desnaturalización, y a algu nas de las peores formas de degradación, terror y violencia -tanto individual como grupal- que puede experimentar el ser humano? Está claro que «el hombre» en general, especialmente en nuestra tradición occidental pero también en otras, no tiene un expediente demasiado glorioso a este respecto. No siempre queda claro que en la mayoría de ejemplos de diferencias hay también un factor de desigualdad; desigualdad en cuanto a muchos tipos de recursos, pero sobre todo en cuanto a status y poder. Una forma práctica de examinar los resultados generalmente confusos de estas confrontaciones en tre diferencias es preguntarse: ¿qué sucede en las situaciones de desigualdad?, ¿qué fuerzas actúan? Si bien emplearemos los términos «dominante» y «subordinado» en la discusión, resulta útil recordar que son mujeres y hombres de carne y hueso los que están implicados. Hablar mediante abstracciones nos per mite a veces aceptar lo que podríamos no admitir en un plano personal. Desigualdad temporal Hay dos formas de desigualdad que resultan pertinentes para los propósitos que nos guían. La primera puede denomi narse desigualdad temporal. En ella, la parte inferior es defini da socialmente como desigual. Algunos ejemplos destacados son la relación entre padres e hijos, maestros y estudiantes, y, posiblemente, terapeutas y clientes. En estas relaciones hay ciertos supuestos que no se suelen hacer explícitos ni, de hecho, llevar a cabo. Pero constituyen la estructura social de la rela ción. Se supone que la parte «superior» posee una mayor cantidad de cierta destreza o cualidad valiosa que imparte a la persona «inferior». Si bien tales destrezas varían según la relación con creta de que se trate, entre ellas se incluyen la madurez emocio nal, la experiencia en el mundo, las habilidades físicas, un cierto cuerpo de conocimiento o las técnicas para adquirir ciertos tipos de saberes. Se supone que la persona superior interactúa con la inferior de un modo que conduce a ésta a una paridad completa; es decir, hay que ayudar al niño para que se convierta en adulto. Tal es la tarea primordial de estas relacio nes. El inferior, el niño, debe recibir de la persona que se supone tiene más que dar. Aunque la parte inferior suele dar mucho a la superior, estas relaciones se basan en el servicio a la parte inferior. Esa es su raison d ’étre. Está claro, por lo tanto, que la meta primordial es la de acabar con la relación; es decir, acabar con la relación de desigualdad. El período de disparidad se supone temporal. La gente puede continuar asociada como amigos, colegas, o incluso competidores, pero no como «superior» e «inferior». Al menos ésa es la meta. La realidad es que estas relaciones nos dan bastantes proble mas. Los padres o las instituciones profesionales se inclinan a veces a servir las necesidades del donante en lugar de las de la parte inferior (por ejemplo, las escuelas pueden acabar sirviendo a los profesores o administradores en lugar de a los alumnos). O bien la persona inferior puede aprender a ser un mejor «infe rior», en lugar de hacer el viaje desde la inferioridad a la pleni tud. En conjunto, no hemos encontrado formas realmente bue nas de llevar a cabo la tarea central: fomentar el movimiento de desigual a igual. No tenemos una teoría ni una práctica adecuada de la crianza y educación de los hijos. Tampoco tenemos concep tos que funcionen bien en otras relaciones desiguales denomina das «de ayuda», tales como la curación, la reinserción de delin cuentes y la rehabilitación. Oficialmente decimos que queremos hacer este tipo de cosas, pero solemos fracasar. Nos causa muchos problemas decidir qué derechos «permi tirle» a la parte inferior. Nos preocupamos acerca de cuánto poder debe tener. ¿Qué parte de su percepción puede expresar o llevar a la práctica cuando difiere claramente de la de su supe rior? Sobre todo, nos causa una gran dificultad mantener el concepto de la persona inferior como alguien con el mismo valor intrínseco que su superior. Un punto crucial es que el poder es un factor fundamental en todas estas relaciones. Pero el poder por sí solo no basta. Existe y ha de ser tenido en cuenta, no negado. Los superiores mantienen todo el poder real, pero éste no realizará la tarea por sí solo. No conducirá la parte desigual a la igualdad. Nuestros problemas con estas relaciones pueden provenir del hecho de que se dan en el seno de un segundo tipo de desigualdad que tiende a aplastar las formas en las que aprende mos a operar en el primero. Este segundo tipo moldea la forma en que percibimos y conceptualizamos lo que hacemos en el primer tipo -más básico- de relación. El segundo tipo de desigualdad nos enseña cómo imponer la, pero no cómo hacer el viaje de ésta a la igualdad. Es más, sus consecuencias se mantienen asombrosamente oscuras, de hecho se suelemiegar. En este libro nos concentraremos en este segun do tipo de desigualdad. Sin embargo, el concepto subyacente es que esta segunda forma ha determinado y sigue determinando las únicas formas en que podemos pensar y sentir en la prime ra. Desigualdad permanente En estas relaciones ciertas personas o grupos de personas se definen como desiguales en base a lo que los sociólogos llaman adscripción; es decir, tus circunstancias de nacimiento te defi nen. El criterio puede ser la raza, el sexo, la nacionalidad, la religión u otras características adscritas al nacer.1 Aquí los términos de la relación son muy diferentes de los de la desi gualdad temporal. No hay, por ejemplo, noción de que los superiores deban ayudar a los inferiores impartiéndoles sus ventajas y características «deseables». No se asume que la meta de la relación desigual sea acabar con la desigualdad; de hecho es al contrario. Hay una serie de otras tendencias en vigor, y se dan con gran regularidad. Sugeriré primero algunas de ellas superficialmente; luego volveremos sobre ellas para demostrar cómo operan a un nivel personal mucho más inten so, sutil y profundo. Si bien algunos de tales elementos pueden parecer evidentes, de hecho se da gran confusión y desacuerdo sobre las características psicológicas provocadas por tan ob vias condiciones. Dominadores. Una vez que un grupo ha sido definido como inferior, los superiores tienden a etiquetarlo como defici 1. Ha habido presentaciones diferentes de ideas similares con puntos de interés algo distintos. Véase Gunnar Myrdal, «A Parallel to the Negro Problem», apéndice n. 5 en An American Dilemma (Nueva York, Harper, 1944), págs. 1073-1078; y Helen Mayer Hacker, «Women as a Minority Group», Social Forces 30(octubre 1951), 60-69. tario o disminuido en varios sentidos. Estas etiquetas se acumu lan rápidamente. Así, los negros son descritos como menos inteligentes que los blancos, se supone que las mujeres se go biernan por las emociones, etc. Además, las acciones y palabras del grupo dominante tienden a ser destructivas para los subor dinados. Toda la evidencia histórica confirma esta tendencia. Aunque sean mucho menos obvios, también se producen efec tos destructivos sobre los dominadores. Estos son de un orden diferente y mucho más difícil de identificar; se discutirán más adelante en este capítulo y los siguientes. Los grupos dominantes suelen definir uno o varios roles aceptables para los subordinados. Los roles aceptables consis ten normalmente en la realización de servicios que ningún grupo dominante quiere llevar a cabo por sí mismo (por ejem plo, eliminar sus productos de desecho). Las funciones que el grupo dominante gusta de llevar a cabo, por otra parte, se guardan celosamente y se cierran a los subordinados. Del total de posibilidades humanas, las actividades más valoradas en cualquier cultura tienden a permanecer bajo la potestad del grupo dominante; las funciones menos valoradas se relegan a los subordinados. A los subordinados se les suele considerar incapaces de desempeñar los roles superiores. Sus incapacidades son adscri tas a defectos o déficit mentales o físicos innatos, y por tanto inmutables e imposibles de cambiar o desarrollar. Incluso llega a ser difícil para los dominadores imaginar que sus subordina dos sean capaces de llevar a cabo tales actividades. Más aún, los propios subordinados pueden llegar a encontrar difícil creer en su propia capacidad. El mito de su incapacidad para desempe ñar roles superiores o más valorados sólo se cuestiona cuando algún acontecimiento drástico altera el curso normal de los acontecimientos. Tales alteraciones suelen provenir de fuera de la propia relación. Por ejemplo, en la situación de emergencia creada por la segunda guerra mundial, las «incompetentes» mujeres pasaron de repente a hacerse cargo de las fábricas con gran eficacia. De ello se deduce que a los subordinados se les describe en función de las características psicológicas personales que com plazcan al grupo dominante, y se les anima a desarrollar tales características. Dichos rasgos forman un grupo que resulta fami liar en cierto sentido: sumisión, pasividad, docilidad, dependen cia, falta de iniciativa, incapacidad de emprender acciones, de decidir, de pensar, etc. En general, este grupo incluye cualidades más características de los niños que de los adultos; inmadurez, debilidad e indefensión. Si los subordinados adoptan estas carac terísticas se les considera bien adaptados. Sin embargo, cuando los subordinados muestran su poten cial o, lo que es más peligroso, desarrollan otras características -por ejemplo la inteligencia, la iniciativa, la asertividad- no suele haber espacio libre en el marco dominante para recono cerlas. Gente así será definida, al menos, como poco corriente (cuando no como decididamente anormal). No habrá oportuni dades para la aplicación directa de sus capacidades en el entor no social. (¡Cuántas mujeres han simulado ser tontas!) Los grupos dominantes suelen impedir el desarrollo de los subordinados y bloquear su libertad de expresión y acción. También tienden a adoptar actitudes militantes contrarias a los brotes de racionalidad o humanidad entre sus propios miem bros. No hace mucho tiempo «amante de los negros» era un apelativo común, e incluso hoy en día los hombres que «con sienten a sus mujeres» más de lo normal son objeto de burla y ridículo en muchos círculos. Un grupo dominante, inevitablemente, tiene la mayor in fluencia en la determinación de los puntos de vista generales de una cultura: su filosofía, moralidad, teoría social e incluso su ciencia. Así, el grupo dominante legitima la relación desigual y la incorpora a los conceptos que guían la sociedad. La mentali dad social oscurece la verdadera naturaleza de dicha relación; es decir, la propia existencia de la desigualdad. La cultura explica los hechos que tienen lugar en función de otras premi sas, premisas que son invariablemente falsas, tales como la inferioridad racial o sexual. Si bien en los últimos tiempos hemos aprendido acerca de muchas de tales falsedades en cuan to a la sociedad en sentido amplio, aún está por hacerse un análisis completo de sus implicaciones psicológicas. En el caso de las mujeres, por ejemplo, a pesar de la evidencia abrumado ra de lo contrario, persiste la noción de que son pasivas, sumi sas, dóciles y que adoptan un papel secundario. Desde esta perspectiva, el resultado de la terapia y de los encuentros con la psicología y otras «ciencias» resulta casi siempre predetermi nado. Inevitablemente, el grupo dominante es un modelo de «rela ciones humanas normales». Así resulta «normal» tratar destruc tiva o despectivamente a los demás, ocultar la verdad de lo que se hace creando falsas explicaciones y oponerse a las acciones en favor de la igualdad. Resumiendo, si uno se identifica con el grupo dominante, es «normal» mantener este patrón. A pesar de que a muchos no nos gusta pensar en nosotros mismos como partidarios de -o participantes en- tal dominación, resulta difícil para un miembro del grupo dominante actuar de otro modo. En cambio, para seguir haciendo esas cosas uno sólo tiene que comportarse «normalmente». De ello se deduce que a los grupos dominantes, en general, no les gusta que les recuerden la existencia de la desigualdad ni que les hablen lo más mínimo de ella. «Normalmente» consi guen evitar el ser conscientes de ello dado que su explicación de la relación llega a estar muy bien integrada en otros términos; pueden incluso creer que tanto ellos como el grupo subordinado comparten los mismos intereses y, hasta cierto punto, una experiencia común. Si se les presiona un poco ofrecen las típicas racionalizaciones: el hogar es «el sitio natural de la mujer» y sabemos «lo que es mejor para ellas». Los dominadores prefieren evitar el conflicto, pues un con flicto abierto podría poner en cuestión la situación entera. Esto es especial y trágicamente cierto en los casos en que muchos miembros del grupo dominante lo están pasando mal. Algunos de ellos, o al menos ciertos segmentos del grupo como por ejemplo los obreros de raza blanca (que también son subordina dos), se sienten inseguros en cuanto a sus débiles puntos de apoyo en las bases psicológicas que creen necesitar desesperada mente. Lo que los grupos dominantes no suelen ver es que la situación de desigualdad genera una cierta privación, en espe cial a un nivel psicológico. Está claro que la desigualdad crea un estado de conflicto. Pero los grupos dominantes tienden a eliminarlo. Ven cualquier cuestionamiento de la situación «normal» como amenazante; las actividades de los subordinados en dicha dirección se perci birán con alarma. Los dominadores acostumbran a estar con vencidos de que las cosas son correctas y justas tal como están; no sólo para ellos sino también para los subordinados. La moralidad confirma este punto de vista y la estructura social lo mantiene. Quizá resulte innecesario añadir que el grupo dominante suele copar todo el poder y la autoridad, y determinar las formas aceptables en las que aquél puede ser empleado. Subordinados. ¿Qué papel juegan los subordinados en todo esto? Dado que los dominadores determinan lo que es normal en una cultura, resulta mucho más difícil entender a los subor dinados. Sus primeras expresiones y acciones indicativas de insatisfacción siempre resultan una sorpresa; casi siempre se rechazan como atípicas. Después de todo, los dominadores saben que lo que las mujeres necesitan y desean es un hombre que les organice la vida. Los miembros del grupo dominante no entienden por qué «ellas/os» -quien primero se manifieste- se muestrantan irritables y fuera de sí. Las características que tipifican a los subordinados son aún más complejas. Un grupo subordinado tiene que concentrarse en su supervivencia básica. Por lo tanto se evita la reacción directa y franca al trato destructivo. Este tipo de acciones pueden causar literalmente (y causan) la muerte de alguno de los grupos subordinados. En nuestra propia sociedad, la acción directa de una mujer puede dar lugar a una combinación de penurias económicas, ostracismo social y aislamiento psicológi co; e incluso al diagnóstico de un trastorno de personalidad. Cualquiera de tales consecuencias es indeseable. En los capítu los que siguen se expondrán algunos ejemplos de ellas y de cómo se emplean para controlar la conducta de la mujer. No debe pues sorprender que un grupo subordinado recurra a formas de acción y reacción disfrazadas e indirectas. Si bien tales acciones se planean para complacer al grupo dominante, de hecho casi siempre contienen chanzas y desafíos camuflados. Los cuentos populares o los chistes que se cuentan sobre los negros o las mujeres se suelen basar en cómo el astuto labrador o jornalero se burló del terrateniente, jefe o cónyuge rico. La esencia de la historia reside en el hecho de que éste ni siquiera sabe que le han tomado el pelo. Una consecuencia importante de esta forma indirecta de operar es que a los miembros del grupo dominante les es negada una parte esencial de la vida: la oportunidad de adquirir auto- conciencia mediante el conocimiento de su impacto sobre los dpmás. Así se les priva de la «validación por consenso», la retroalimentación y la oportunidad de corregir sus acciones y expresiones. En pocas palabras, los subordinados se lo callan. Por los mismos motivos, el grupo dominante se ve privado también de un conocimiento válido sobre los subordinados. (Resulta especialmente irónico que los «expertos» sociales en conocimiento sobre los subordinados sean casi siempre miem bros del grupo dominante.) Por lo tanto, los subordinados saben más de los dominado res que viceversa. Así ha de ser. Se adaptan cuidadosamente a ellos, se tornan capaces de predecir sus reacciones de placer o displacer. Aquí es donde empieza, en mi opinión, la larga historia de la «intuición femenina». Parece claro que estos «dones» misteriosos son, de hecho, destrezas adquiridas con la práctica, consistentes en leer muchas pequeñas señales de ori gen verbal y no verbal. Otra consecuencia importante es que, normalmente, los su bordinados saben más sobre los dominadores que sobre sí mismos. Cuando buena parte del destino de uno depende de agradar y complacer a los dominadores, uno se concentra en ellos. De hecho, sirve de poco conocerse a uno mismo. ¿Para qué, teniendo en cuenta que es el conocimiento de los domina dores lo que determina la vida de uno? Esta tendencia se ve reforzada por muchas otras restricciones. Uno sólo se conoce a sí mismo mediante la acción e interacción. Desde el momento que su radio de acción o interacción es limitado, los subordina dos carecerán de una evaluación realista de sus capacidades y problemas. Desgraciadamente, esta dificultad para adquirir au- toconciencia se complica cada vez más. La trágica confusión emerge porque los subordinados absor ben una gran parte de las mentiras creadas por los dominado res; hay muchos negros que se consideran inferiores a los blan cos, y mujeres que aún se creen menos importantes que los hombres. Es más probable que se dé esta interiorización de las creencias dominantes si hay pocos conceptos alternativos a mano. Por otra parte, también es verdad que los miembros del grupo subordinado comparten ciertas experiencias y percepcio nes que reflejan con exactitud la verdad sobre sí mismos y sobre la justicia de su posición. Pero sus propios conceptos, más ciertos, están destinados a entrar en colisión con la mitología que han observado en el grupo dominante. Resulta casi inevita ble una tensión interna entre los dos conjuntos de conceptos y sus derivados. Desde una perspectiva histórica, a pesar de todos los obs táculos, los grupos subordinados han tendido a avanzar hacia una mayor libertad de expresión y acción, aunque este progreso varía de una circunstancia a otra. Siempre ha habido esclavos que se rebelan y mujeres que han buscado un mayor desarrollo y autodeterminación. Muchos de los detalles de estas acciones no se preservan en la cultura dominante, haciendo difícil para el grupo subordinado encontrar una tradición e historia que les apoye. Entre algunos de los miembros de todo grupo subordinado se da la tendencia a imitar a los dominadores. Esta imitación puede adoptar varias formas. Algunos pueden intentar tratar a los demás miembros de su grupo tan destructivamente como los dominadores. Unos cuantos pueden desarrollar la cualidad valorada en éstos y ser aceptados parcialmente en el grupo dominante. Normalmente no se los acepta del todo, o sólo si están dispuestos a renunciar a su identificación con los otros miembros de su grupo de dominados. Los «Tíos Tom» y ciertas mujeres profesionales se han visto a menudo en este caso. (Siempre hay unas pocas mujeres que se han ganado la alabanza supuestamente encarnada en la frase «piensa como un hom bre».) En la medida en que los subordinados progresen hacia una expresión y acción más libre pondrán en evidencia la desigual dad y cuestionarán la base de su existencia. Convertirán el conflicto inherente en explícito. Tendrán entonces que cargar con el peso de ser definidos como «agitadores» y afrontar los riesgos que ello conlleva. Dado que este rol choca con su propia condición, los subordinados (especialmente las mujeres) no lo sobrellevan con facilidad. Lo que resulta inmediatamente evidente a partir del estudio de las características de los dos grupos es que no es probable que se dé una interacción mutuamente enriquecedora entre desiguales. De hecho, el conflicto es inevitable. Las preguntas importantes, entonces, son: ¿quién define el conflicto? ¿Cuándo resulta explícito o encubierto? ¿Respecto a qué cosas se plan tea? ¿Puede ganar alguien? ¿Es el conflicto «malo» por defini ción? ¿En caso de que no, qué hace que sea productivo o des tructivo? El conflicto - al viejo estilo Conflicto encubierto - conflicto cerrado El conflicto, en sentido general, no es necesariamente ame nazador o destructivo. Al contrario. A medida que avancemos intentaremos desarrollar una perspectiva más amplia de las muchas dimensiones del conflicto; por el momento baste decir que todos crecemos gracias a él. En un plano individual, el niño no crecería nunca si se limitara a interactuar con una imagen especular de sí mismo. El crecimiento implica interacción con las diferencias y con la gente que las encarna. Si tales diferen cias se reconocieran más abiertamente podríamos permitir e incluso fomentar una expresión cada vez más fuerte de cada uno de los implicados o de su experiencia. Esto llevaría a una mayor claridad personal, más capacidad de satisfacer las pro pias necesidades y más facilidad de responder a los demás. Ello representaría una oportunidad para la satisfacción mutua e individual, el crecimiento e incluso la felicidad. En un marco de desigualdad, se niega la existencia del conflicto, y los medios para llegar abiertamente a él quedan excluidos. Es más, la desigualdad en sí da lugar a factores adicionales que impiden cualquier interacción explícita respec to a las diferencias reales. La desigualdad genera conflictos ocultos alrededor de elementos que ella misma ha puesto en marcha. En resumen, a los dos bandos se les desvía de un conflicto abierto respecto a las diferencias reales, gracias al cual podrían crecer, y se les canaliza hacia formas ocultas de conflic to que implican falsificaciones. Para este conflicto oculto no hay formas o guías sociales aceptables, dado que se supone que no existe. Por último, hay una cantidad enorme de malentendidosrespecto a las cualidades y características de cada una de las partes en conflicto. Uno puede intentar cortar esta complicada situación preguntando: ¿qué pasa realmente con la relación hombre-mujer hoy en día? En una situación de desigualdad hombre-mujer, hay dos escenarios posibles. La naturaleza del conflicto parece depender del grado en que la mujer acepte o no el concepto que el hombre tiene de ella. Si lo acepta, no reconocerá que existe un conflicto de intereses o necesidades. En lugar de ello, asumirá implícitamente que sus necesidades se satisfarán si acepta una postura orientada en general a la primacía del hombre y a la satisfacción de sus necesidades. En ocasiones tal aceptación «funciona», dependiendo de una serie de circunstancias y de un grado de suerte considerable. Paradójicamente, esto parece funcionar mejor cuando la mujer es en buena medida consciente de lo que hace; cuando se está alejando en realidad de este modelo pero finge que no. Se pone al servicio de la imagen de la mayor importancia y de las pretensiones del hombre. Al mismo tiempo ha desarrollado el suficiente sentido de sus derechos y capacidades y la suficien te conciencia de sus necesidades como para actuar en base a ello; y se las arregla para que, hasta cierto punto, se satisfagan. Es el estilo de la llamada «mujer lista» que, llevado al absurdo, predominó en tantas series televisivas familiares de la década pasada. La esposa lista se las arregla para conseguir lo que quiere haciendo que parezca que lo quiere su marido. Al final, el pobre marido no sabe exactamente qué está pasando. O, si lo sabe, no lo «reconoce». En esta apreciación de su inteligencia está implícita la crítica de que las mujeres son «retorcidas» por naturaleza. Estas relaciones no se basan en la sinceridad y la reciproci dad crecientes; contienen un elemento importante de engaño y manipulación y a menudo resulta bastante obvia la condescen dencia recíproca. Aunque no son la mejor base para el creci miento mutuo suelen «funcionar», al menos durante un tiem po, y algunas de ellas pueden incluso dejar vías libres para la satisfacción de ciertas necesidades de cada miembro. Las muje res suelen ser hábiles; las más eficaces no revelan hasta qué punto lo son. Se produce un problema mucho más profundo cuando los subordinados incorporan los conceptos del grupo dominante sobre ellos como inferiores o secundarios. Las mujeres así son menos capaces de reconocer y clarificar sus propias necesida des, tanto ante ellas mismas como ante los hombres. Creen que éstos satisfarán sus necesidades de alguna manera y luego se sienten a menudo tristemente decepcionadas. Esta situación puede llevar a una serie de demandas crecientes en el sentido de que el hombre satisfaga necesidades cada vez menos claras e incluso inadecuadas y excesivas. El ejemplo de una familia puede ilustrar este punto. Presen taré las líneas generales de una larga historia, tal como esposa y marido llegaron a verla tras muchos sufrimientos. Es el tipo de situación a la que psiquiatras, novelistas y dramaturgos se refieren con frecuencia porque, curiosamente, parece un retrato de la mujer fuerte. (El material se presenta primero en líneas generales y después mediante un análisis más detallado.) Al principio Sally, la esposa, aceptó su lugar como subordi nada. Pero si bien no se quejaba abiertamente, empezó a men cionar con cierta frecuencia las cosas que echaba de menos: la falta de tiempo juntos como familia, las limitaciones económi cas y las vacaciones que nunca llegaban. Dejaba claros, sin verbalizarlos del todo, sus sentimientos de que su marido, Don, era menos capaz y menos triunfador de lo que ella había creído. Empezó a acentuar la poca importancia relativa de él en el hogar y a indicar que su incapacidad para encontrar tiempo para la familia debía ser resultado de su ineficacia. Mientras tanto ella desplegaba sus habilidades como trabajadora, demos trando la velocidad y eficacia con la que podía hacerse cargo de la casa. Pasaba mucho tiempo con sus dos hijos y creía que esto indicaba su mayor entrega y «amor». A medida que los proble mas se agudizaban, iba acentuando las debilidades del marido. Don tendía, por ejemplo, a tomar decisiones impulsivas que a veces lamentaba. El ya no podía discutir este problema en su matrimonio porque Sally magnificaba sus errores y creía que eran una de las causas fundamentales de los problemas familia res. Al comparar con sus reflexiones más sobrias, ella estableció su propia superioridad. Don se volvió cada vez menos capaz de defenderse de este sabotaje psicológico, dado que cada acusa ción tenía cierta parte de verdad. Sally utilizaba esta debilidad para menospreciarle y tratarle con desdén. Con el tiempo, él llegó a sentirse inútil y fracasado, poco «hombre», humillado y menospreciado. Sus hijos, asimismo, empezaron a considerarlo débil, ignorante, poco hábil y menos atento que su madre. La buscaban a ella para satisfacer sus necesidades. A la vez la odiaban y desconfiaban de ella, acusándola de la destrucción del padre. Sally y Don habían librado una campaña encubierta y de vastadoramente engañosa, pero no habían conseguido ninguna victoria. Ella, desde luego, no tenía el marido competente que creyó necesitar. Al mismo tiempo tenía miedo de salir al mun do e intentar conseguir algo por sí misma. En realidad estaba mal preparada para hacerlo, pues había renunciado temprana mente a las oportunidades de adquirir formación o experiencia laboral para facilitar la de su marido. Durante el curso de la campaña ella había perdido mucho: se la había abandonado y desdeñado. Sally no pedía abiertamente igualdad. No pensaba en tales términos. No luchaba para desarrollar sus capacidades e intere ses. Si lo hubiera hecho habría provocado un conflicto con su marido y, previamente, con las instituciones educativas y eco nómicas. Su conflicto era de una naturaleza muy diferente. A pesar de que habría sido tildada de buscapleitos si hubiera perseguido y exigido una oportunidad igualitaria de explorar sus necesidades e intereses, se habría encontrado pisando otro terreno. Sus percepciones de sus propios sentimientos estaban distorsionadas, y sus demandas adoptaban la forma de críticas a la idoneidad de su marido. El mensaje implícito en su con ducta era el de que Don «no era lo bastante hombre». Dado que tanto él como ella estaban atrapados en esta dinámica, se producía una serie de ataques crecientes contra su «hombría». Esto, combinado con la rabia y el castigo por las necesidades insatisfechas, convertían el modelo en exactamente aquello que los hombres temen más: ser inferiores a la mujer. No se había invertido la situación de desigualdad sino las posiciones en el modelo. De hecho, el modelo que se intenta que adopten las mujeres ha sido el denominado de «desigualdad temporal», ya descrito antes. Los hombres -superiores- son «más» o tienen «más». Un modelo así resulta claramente inadecuado entre dos adultos, dado que conduce a expectativas y demandas encubiertas que socavan los recursos psicológicos del hombre. Esta postura de dominación y mayor privilegio debería haber sido sometida a un ataque abierto. Ello habría sido beneficioso, en último extremo, tanto para el hombre como para la mujer. Pero a la mujer se la desalienta para que no dé inicio a este tipo de lucha. Es más, la ética dominante le suele inducir a verse a sí misma y a sus intentos de conocer y actuar en base a sus necesidades -o de llevar su vida más allá de los límites prescri tos- como si estuviera atacando al hombre o intentando ser como él. En el fondo, la mujer cree que debe ser destructiva si lo intenta. En realidad, los intentos de enriquecer su vida, incluso en la dirección de sus intereses femeninos tradicionales, eran -y son aún- tergiversados como intentos de menospreciar o imitar al hombre. A la mujer le ha sido muy difícil llegar a percibir su autodesarrolloen términos distintos. Conflicto explícito - conflicto sin límites preestablecidos Si los subordinados no aceptan su lugar como inferiores o secundarios, darán lugar a un conflicto explícito. Es decir, si la mujer asume que sus propias necesidades tienen la misma vali dez y procede a explorarlas más abiertamente, se considerará que está dando lugar a un conflicto y deberá acarrear la cruz psicológica de rechazar las imágenes masculinas de la «verdade ra feminidad». Esto puede producir malestar, ansiedad e incluso reacciones más severas por ambas partes. La esperanza, con todo, es que la interacción entre dos adultos competentes y con recursos pueda facilitar la satisfacción de las necesidades mu tuas. Hombre y mujer pueden dejar de estar sometidos a exigen cias no del todo conocidas o asumidas, destinadas a no ser satisfechas. (Las exigencias específicas a las que se ve sometida la mujer se tratarán con más detalle a lo largo de todo el libro.) Para comprender la situación innecesariamente destructiva que se da en la familia de Sally y Don es necesario describirlos a ellos con un poco más de detalle. Ambos habían alcanzado la edad adulta con gran cantidad de recursos y posibilidades para su desarrollo posterior. Ambos tenían problemas bastante seme jantes, pero los manejaban de forma diferente. Tenían fuertes dudas sobre su capacidad para existir y funcionar con seguridad como individuos. Ambos buscaban, en cierta forma, una persona fuerte y protectora que les aportara soluciones a sus problemas; pero también estaban dispuestos a encolerizarse con tal persona. Aun así, los dos tenían capacidades en las que podían haber basado un mayor sentido de poder y seguridad individual. En principio Sally veía en la despreocupación y sentido del humor de Don, en su inconsciencia ligeramente osada y aparen te, el ansiado camino para huir de sus propios sentimientos odiosos de desajuste e incapacidad y para actuar libremente y sin embargo con seguridad; admiraba en él las cosas que luego condenó. Don, por su parte, veía en la vivacidad y eficacia de su mujer algunos de los puntos fuertes y la seguridad que buscaba. Los dos podían haber «aprendido» mucho de la forma en la que el otro manejaba estos temas básicos, pero esto no suele pasar cuando una relación no consigue satisfacer las nece sidades importantes y responder a ellas. En una situación de desigualdad no se anima a la mujer a tomarse en serio sus necesidades, a explorarlas, a intentar actuar en base a ellas como individuo. Se le exige que hipote que todos sus recursos propios y así se impide que desarrolle un sentimiento válido y fiable de amor propio. Se intenta que se concentre en las necesidades y en el desarrollo del va rón. Concentrarse en el propio desarrollo y tomárselo en serio es bastante difícil para cualquier ser humano. Pero, como se ha demostrado recientemente en diferentes áreas, ha sido aún más difícil para las mujeres. A la mujer no se la anima a desarrollar se todo lo posible y a experimentar el estímulo, el dolor, la ansiedad y la incertidumbre que implica dicho proceso. Más bien se intenta que evite el autoanálisis y se concentre en formar y mantener una relación con una sola persona. De hecho, se pretende que crea que si pasase por la lucha mental y emocional del autodesarrollo el final sería desastroso; estaría comprometiendo la posibilidad de mantener alguna relación íntima. Este castigo, esta amenaza de aislamiento, resulta into lerable para cualquiera. En el caso de la mujer, la realidad lo ha convertido en cierto: no es en absoluto imaginario. Para evitar este resultado, la mujer se ve empujada a hacer dos cosas. Primero, se la aparta de la posibilidad de explorar y expresar sus necesidades (bajo la amenaza de un espantoso aislamiento o conflicto, no sólo con los hombres sino con todas las instituciones establecidas y con su propia imagen interior de lo que significa ser una mujer). Segundo, se la empuja a «trans formar» sus propias necesidades. Esto suele implicar una inca pacidad automática e imperceptible de reconocer sus propias necesidades como tales. Llegan a verlas como si fueran idénti cas a las de los demás; casi siempre varones o niños. Si la mujer puede sobrellevar esta transformación y satisfacer las necesida des que percibe en los demás, entonces, según cree ella, se sentirá cómoda y realizada. Las que puedan hacerlo se encon trarán aparentemente más a gusto con las estructuras sociales. El problema es que se trata de una transformación precaria; pende de un hilo muy fino y yo he visto gente que, por así decirlo, ha roto este hilo. Un ejemplo extremo de esta transformación es el que sugie ren los estudios sobre familias de personas que padecen formas extremas de problemas psicológicos, los denominados esquizo frénicos. En tales familias, los padres, especialmente las ma dres, parecen percibir sus propias necesidades conflictivas e irresolutas como si, en cierto sentido, fueran las del niño. Estos estudios nos llevan a suponer que tales familias no representan sucesos idiosincrásicos, sino más bien ejemplos intensificados de una situación que existe en todos los casos. Así, podría no ser accidental el hecho de que en los años anteriores al replanteamiento actual de la posición de la mujer se informara en la literatura psiquiátrica de que casi todos los trastornos psicológicos mayores eran «causados» por una «ma dre dominante» y un «padre débil e ineficaz». Esto se afirmó de la esquizofrenia, la homosexualidad, la delincuencia, la aliena ción juvenil y casi todos los demás problemas psicológicos o sociales. En la medida en que tales observaciones fueran váli das, probablemente reflejaban la presión sobre las necesidades en conflicto entre hombres y mujeres. Posiblemente indicaban de forma especial el hecho de que a la mujer se la anima a buscar la satisfacción de todas sus necesidades en la familia y a la vez a transformarlas, a intentar creer que no le pertenecen a ella sino a alguien más. Todo lo anterior se desvelará y explorará con más detalle en los capítulos siguientes. Primero quisiera enfocar nuestra trági ca situación desde otro punto de vista privilegiado. La importancia de la gente no importante Hemos visto que a medida que una sociedad enfatiza y valora ciertos aspectos del espectro total de posibilidades hu manas más que otros, los aspectos valorados se asocian íntima mente con el ámbito del grupo dominante y se limitan a éste. Algunos otros elementos quedan relegados a los subordinados. Si bien puede tratarse de partes necesarias de la experiencia humana, no son las que valora esa sociedad en concreto. Es más, a los subordinados no les resulta fácil llamar la atención sobre esta distribución. Varios escritores de raza negra se han referido a esta expe riencia. Han dicho que a medida que la historia americana, siguiendo la tradición de la historia occidental, ha ido valoran do el intelecto y las funciones ejecutiva y administrativa, el trabajo físico se ha visto relegado al terreno de los negros y los blancos de clase baja. Al mismo tiempo, a las personas que se dedican a tareas manuales se les suele considerar como los miembros menos integrados de la sociedad. Así nos encontra mos con el mito de las proezas sexuales de los negros o la imagen del camionero rudo y encallecido. El mismo proceso actúa en relación a la mujer porque el ámbito de la biología -el cuerpo, el sexo y la maternidad- le pertenece. También le son relegadas las interacciones primarias con los niños y las cosas infantiles en general. Ya mencioné antes que a los subordinados se les suelen asignar las tareas menos valoradas. Es interesante darse cuenta de que éstas casi siempre implican la satisfacción de necesida des corporales. Se espera de ellos que hagan placenteras, orde nadas o limpias aquellas partes del cuerpo que se perciben como desagradables, desordenadas o sucias. (Un ejemplo superficial es la provisión de ropa limpia; otro menos superficial es la provisión de un necesario desahogo sexual.) Parece posible que Freud tuviera que descubrir la técnica especializada del psicoanálisis porque hay partes cruciales de la experiencia humana que no se satisfacen de forma abierta y socialmente aceptable en el seno de la cultura de un grupo dominante. Es decir, los dominadores no pueden satisfacer a los propios dominadores. Estos ámbitos de la experiencia le han sido relegados consecuentemente a la mujer. ¿De qué se ha estado ocupando en realidad el psicoanálisis? En primer lugar Freud se centró en las experiencias corporales, sexuales e infantiles, y afirmó que resultaban de una importan cia crucial pero oculta. La teoría psicoanalítica más reciente tiende a acentuar los temas más profundos referentes a los sentimientos de vulnerabilidad, debilidad, dependencia y las conexiones emocionales básicas entre un individuo y los demás. Es decir, el psicoanálisis se ha comprometido de algún modo a fomentar el reconocimiento de estos aspectos trascendentes de la experiencia humana. Y creo que lo ha hecho sin darse cuenta de que esas áreas de la experiencia podrían haberse mantenido fuera de la conciencia de la gente en virtud de su disociación radical del hombre y su asociación con la mujer. No se trata de que los hombres no tengan experiencia en dichas áreas. Como ha señalado el psicoanálisis, se trata de experiencias humanas significativas. En realidad implican las necesidades de la propia experiencia humana. Se podría incluso decir que llegamos a «necesitan) psicoanálisis justamente porque ciertas partes esen ciales de la experiencia masculina han sido muy problemáticas y por lo tanto han permanecido desconocidas, inexploradas y negadas. La mujer, por tanto, se convierte en la «portadora» social de ciertos aspectos de la experiencia humana total: aquellos que permanecen por resolver. (Esta es una de las razones por las que debe ser maltratada y degradada.) El resultado de tal proce so es el de impedir al hombre que integre completamente tales áreas en su propia vida. Estas partes de la experiencia han sido apartadas del terreno del intercambio franco y abierto y relega das cada vez más a un terreno fuera de la conciencia completa, en el que adoptan todas clases de atributos aterrorizantes. Dado que la mujer ha sido menos capaz de manifestar su experiencia y sus preocupaciones que el hombre, no ha podido reintroducir esos elementos en el intercambio social normal. Hemos afirmado que nuestra tradición cultural ha acentua do ciertas potencialidades humanas, y lo hemos considerado muy importante. Quizás inicialmente estas capacidades relati vas a «administrar» y superar los riesgos percibidos en el entor no físico parecieron menos valiosas. Sea cual sea su origen, se convirtieron en muy valoradas y fueron elaboradas por las culturas dominantes. Tenían que cultivarse a cualquier precio; las tendencias que interferían con ellas habían de ser apartadas y domesticadas o «dominadas». Los aspectos que parece más necesario dominar son aque llos que se perciben como incontrolables o como pruebas de debilidad e indefensión. Aprender a dominar la pasión y la debilidad resulta ser una de las tareas más importantes para hacerse un hombre. Pero la sexualidad, precisamente debido a su prevalencia y al intenso placer que procura, puede convertir se en un área amenazadora, en algo que socave los controles cuidadosamente desarrollados. Igual de amenazador resulta el terreno de las «relaciones objetales», es decir, la implicación intensa con personas de ambos sexos. De hecho, los hombres se sienten fuertemente atraídos hacia otras personas, sexualmente y en un sentido emocional más completo; pero han erigido potentes barreras en contra de esta atracción. Y creo que aquí reside la mayor fuente de su miedo: que la atracción les reduzca a una masa o estado indiferenciado gobernado por la debilidad, la vinculación emocional y/o la pasión, y que pierdan así su ansiada y bien merecida condición de hombría. Esta amenaza, creo, es la más intensa de las que plantea la igualdad, pues no se percibe sólo como tal sino como forma total de despojar a la persona. Gran parte de los ensayos sobre literatura, filosofía y cien cias sociales se centran en la falta de conexión entre nuestras instituciones. Existe una preocupación muy extendida sobre nuestra incapacidad para organizar los frutos de la tecnología y dotarlos de una finalidad humana; éste es, quizás, el problema fundamental de la cultura dominante. Pero las finalidades hu manas se han asignado tradicionalmente a las mujeres; en reali dad las vidas de éstas han estado siempre ocupadas por dichas finalidades. Cuando las mujeres han planteado cuestiones que reflejaban sus preocupaciones, éstas se han dejado de lado y etiquetado como cosas triviales. De hecho, tanto ahora como en el pasado, estos temas son todo menos triviales; más bien se trata de importantes problemas no resueltos por la cultura dominante en su conjunto, cargados de asociaciones temidas. La acusación de trivialidad es, con toda probabilidad, una defensa masiva, dado que estas cuestiones amenazan con la reemergencia de aquello que se ha negado y sellado bajo la etiqueta de «hembra». Planteándolo de otra forma podríamos preguntamos, «en el renacimiento actual del movimiento feminista, ¿qué temas han aparecido?» ¿No son, en muchos casos, manifestaciones del hecho de que la mujer es la portadora de estas necesidades humanas en el grupo social como conjunto? ¿De qué se han quejado las mujeres tras muchos años, recibiendo el mayor número de críticas por hacerlo así? En este punto, las portavo ces más radicales de las mujeres han acentuado sus objetivos con la mayor claridad: 1. Franqueza fisica. - Hablar abiertamente respecto al propio cuerpo -para saber cosas acerca de él y de cómo funciona- tiene como meta mantenerse en contacto con él en lugar de controlarlo o pretender que se controla. También se da un firme rechazo de cualquier forma de control externo del cuerpo femenino, desde el control sexual directo a las sanciones legales. 2. Franqueza sexual. - El conocimiento explícito sobre te mas sexuales es una necesidad apremiante, igual que lo es la redefinición de la sexualidad femenina en relación a sí misma, en lugar de serlo en la forma percibida por el hombre. Un aspecto importante de este objetivo es la eliminación del rol de objeto sexual, y un mayor énfasis en la conexión entre significa dos sexuales, personales y emocionales. 3. Franqueza emocional. - La manifestación abierta de sentimientos de vulnerabilidad y debilidad (especialmente), que en general no resulta bien vista por la cultura dominante, es esencial para la salud mental. Al mismo tiempo, la mujer desea expresar abiertamente su sentido del poder, cosa que, cierta mente, no le ha resultado fácil. 4. Desarrollo humano. - La responsabilidad del cuidado y fomento del desarrollo humano se ha abordado tradicionalmen te desde el punto de vista de los niños y quién debía cuidarlos. En este momento es más una cuestión de cómo nosotros, en tanto que personas, hemos de responder del debido cuidado y crecimiento de todas las personas, niños y adultos. 5. Función asistendal. - La redistribución de la responsa bilidad de la asistencia a los demás es una necesidad imperiosa. Tales servicios asistenciales suelen referirse a necesidades cor porales (tales como hacer el café de la oficina), pero se amplían a los temas del servicio a los demás en formas psicológicamente muy básicas y esenciales. 6. Cosificación. - Muchas mujeres se han opuesto encona damente a la cosificación, no sólo sexual sino de cualquier tipo. Ya no desean ser tratadas como si fueran «cosas» en ningún aspecto de la vida. 7. Sociedad humanizante. - «Emocionalizar» y, por lo tan to, humanizar nuestra forma de vida y nuestras instituciones significaver y expresar las cualidades emocionales inherentes a toda experiencia. 8. Igualdad privada y pública. - Hay una exigencia crecien te de estilos de vida igualitarios, de responsabilidad mutua y más cooperativos, que reemplacen a los que prevalecen actual mente en la esfera pública y privada, que se orientan a la domi nación y a la competitividad. Los conceptos de jerarquía, con trol y «distanciamiento» de la gente se están cuestionando. 9. Creatividad personal. - El derecho a participar en la creación de la propia cualidad de persona es especialmente importante, y se contrapone a aceptar la forma y el contenido que nos es prescrito por el grupo dominante. Esta lista de temas sugiere una propuesta interesante y prome tedora: la sociedad regida por el hombre, a medida que proyecta ba en el ámbito femenino alguna de sus exigencias más conflicti vas y problemáticas, puede haber delegado simultánea e inadvertidamente en la mujer no las «necesidades más bajas» de la humanidad, sino las «más elevadas», es decir, la cooperación y creatividad intensa y emocionalmente integrada necesaria para la vida y el crecimiento humano. Es más, es la mujer la que hoy en día percibe que debe exigirlas consciente y explícitamente si aspi ra a alcanzar siquiera los inicios de su integridad personal. La mujer, en muchos sentidos, ha «llenado» estas necesida des esenciales todo este tiempo. Precisamente por ello, ha desa rrollado los cimientos de ciertas cualidades psicológicas extre madamente valiosas, que apenas empezamos a comprender. Espero que el conocimiento adquirido en las diversas áreas de estudio pronto nos ayude a esquematizar tales recursos y su funcionamiento dinámico en términos más ricos y precisos. En la parte que sigue quisiera describir brevemente algunas de estas características psicológicas tal como se encuentran en la experiencia de la psicoterapia. También sugeriré que, si bien el psicoanálisis ha atravesado dos etapas históricas en cuanto a sus contenidos principales, los problemas que aparecen en la lista de las preocupaciones actua les de las mujeres podrían estar señalando una «tercera etapa» que el propio psicoanálisis aún no ha definido. Una forma simplista de definirla sería decir que el psicoanálisis ha estado haciendo «trabajo de mujer», pero no lo ha reconocido como tal. Tenía que hacer este «trabajo de mujer», pues la cultura dominante no lo hacía ni lo tomaba en consideración. Ahí residen sus problemas. Segunda parte: mirando en ambas direcciones Más allá de la desigualdad, la mujer mantiene una relación más compleja con la sociedad masculina. No sólo se la ha tratado desigualmente -en cierto sentido como a muchos otros grupos de gente definidos socialmente como subordinados- sino que ha mantenido una dinámica especial y más total. Resulta de la mayor importancia acentuar que todas las características psicológicas que se comentarán en esta sección tienen dos aspectos. Se trata de cualidades que, en este momen to, se encuentran más desarrolladas en las mujeres como grupo. En una situación de desigualdad e indefensión, estas característi cas pueden llevar al sometimiento y a una serie de complejos problemas psicológicos, tal como intentaremos demostrar. Por otra parte, el diálogo se produce siempre con el futuro. Estas mismas características representan potencialidades que pueden aportar un marco nuevo que tendría que ser inevitablemente diferente del de la sociedad masculina dominante. Bernard S. Robbins fue el primero en adelantar la idea de que las caracterís ticas psicológicas de la mujer se mantienen más próximas a determinados aspectos esenciales y son, por lo tanto, fuentes de fuerza y la base de una forma de vida más avanzada.1 He etiquetado estas características como «fuerzas» porque éste 1. No he seguido todas las ideas de Robbins sino que presento observaciones de mi propio trabajo. Las ideas de Robbins se vieron en un simpósium psicoanalítico en 1950, período aciago para la mujer. Es interesante observar que el colega al que se le pidió que comentara el artículo respondió ridiculizándolo y menospreciándolo. Sólo se podían conseguir copias de las actas del simpósium y nunca se publicaron. Bernard S. Robbins, «The Nature of Feminity», Proceedings o f Symposium on Feminine Psychology, patrocina do por el Comprehensive Course in Psychoanalysis (Nueva York, New York Medical College, 1950). es un punto que quisiera acentuar. Hasta ahora se han venido denominando «debilidades», e incluso las propias mujeres las han interpretado como tales. Tal designación ha formado parte de la devaluación y el oscurantismo asociados a ellas. Los temas tratados en esta parte guardan un paralelismo sugerente con el tema que más preocupa en el estado actual del pensamiento psicoanalítico. Los psicoanalistas de hoy en día se ocupan de los orígenes y la naturaleza del sentimiento individual más básico de conexión con otros seres humanos. Los temas que más interesan son las denominadas «necesidades de dependen cia» (expresión discutible), el desarrollo de la autonomía y/o independencia y el tema de los sentimientos básicos de debilidad y vulnerabilidad. (Otto Kernberg y Harry Guntrip, por ejemplo, son dos de los autores psicoanalíticos que se ocupan de esta área. Entre otros se han contado Harry S. Sullivan, Frieda Fromm- Reichmann y W. D. R. Fairbairn.) No intentaré analizar este paralelismo con detalle, ni discutir estos temas en los términos psicoanalíticos habituales, sino que me limitaré a sugerir que todos ellos están estrechamente vinculados y asociados con el lugar asignado a la mujer según nuestra forma social y psicológi ca de estructurar la vida. De hecho, creo que los propios términos en los que conceptualizamos estos temas reflejan que su origen está en una situación en la que la mujer ha desempeñado un papel clave pero sumergido. En el próximo capítulo demostraremos que los intentos femeninos de enfrentarse a estos temas conducen al punto central de lo que podría ser el próximo estadio, aún no definido, del psicoanálisis o de la teoría psicoanalítica. Lo que intentaré es contemplar las complejidades de la teoría psicológica desde lo que es, de hecho, un lugar estratégico total mente diferente; que se inicia con la consideración de algunas de las características de la mujer. Empezaremos este análisis por un nivel descriptivo simple y volveremos para recapitular sobre algu nas de las complicaciones que le siguen. Cuando lo hayamos conseguido, podremos estar en posición de entender mejor las dinámicas que contribuyen a crear y mantener la situación actual; o, en su caso, a cambiarla. 4 Fuerzas Vulnerabilidad, debilidad, indefensión En la psicoterapia de hoy en día se adjudica un lugar central a los sentimientos de debilidad, vulnerabilidad e indefensión, así como a su correlato habitual; el sentimiento de necesidad. Se trata de sentimientos que todos conocemos, dado el largo período necesario para el desarrollo madurativo del ser huma no en nuestra sociedad y las dificultades y falta de apoyo que la mayoría de nosotros sufrimos durante la infancia y la vida adulta. Estos sentimientos son, por supuesto, de lo más desagra dable -llevados al extremo resultan terroríficos- y varias escue las de pensamiento psicoanalítico postulan que son las causas profundas de algunas «patologías» mayores. En la sociedad occidental se enseña al hombre a temer, aborrecer o negar que pueda sentirse débil o indefenso, mientras que a la mujer se la anima a cultivar este estado. El primer punto en importancia, sin embargo, es que estos sentimientos son comunes a todos e inevitables, incluso aunque nuestra tradición cultural pretenda de forma poco realista que los hombres los descarten en lugar de reconocerlos. Dos ejemplos breves sirven para mostrar este contraste. A Mary, una joven asistente sanitaria con talento y recursos y dos hijos se le ofreció un puesto nuevo de mayor responsabilidad.Se trataba de dirigir un equipo encargado de poner en práctica un enfoque innovador de atención al paciente. Significaba una mayor competencia para los miembros del equipo, y para Mary un trabajo más difícil de coordinación y negociación de las ansiedades y dificultades del equipo. Su reacción inmediata fue la de preocuparse por su capacidad de llevar a cabo el proyecto; se sentía débil e indefensa ante una tarea formidable. A veces se convencía de que era totalmente incapaz de hacer el trabajo y quería rechazar la oferta. Sus preocupaciones estaban justificadas hasta cierto punto, pues el puesto de coordinadora del equipo era difícil y exigente, y sólo debía aceptarse tras una rigurosa autoevaluación. Ella, sin embargo, era una mujer sumamente capaz y había demos trado la destreza necesaria. Pero mantenía ciertos problemas típicamente femeninos; tenía problemas para admitir sus pun tos fuertes y los perdía de vista con facilidad. La aceptación abierta de su propia competencia significaría la pérdida de esa imagen débil de niña pequeña en la que se apoyaba a pesar de su obvia inexactitud. Si bien un cierto miedo respecto a su trabajo parecía justificado, su reticencia a abandonar la vieja imagen exageraba sus temores. Por otra parte, un hombre, Charles, también muy cualifica do, tuvo la oportunidad de aceptar un trabajo de mayor nivel, y se sintió muy satisfecho. El trabajo, en cuanto a sus requeri mientos administrativos y responsabilidades, era muy similar al de Mary, e igualmente exigente. Justo antes de aceptarlo desarrolló ciertos síntomas físicos bastante graves de los que no hablaba. Sin embargo, su esposa Ruth sospechaba que eran causados por la ansiedad que le provocaba enfrentarse a las tareas que tenía por delante. Conociéndolo bien, no mencionó el problema directamente, pero inició la conversación de la única forma que creía posible. Sugirió que quizá fuera buena idea introducir algunos cambios en su régimen alimentario, horarios y estilo general de vida. La reacción inicial de él fue de ira; la desdeñó diciéndole sarcásticamente que dejara de moles tarle. Más adelante admitió ante sí mismo y ante ella que cuando se sentía más inseguro de sus capacidades y más necesi tado de ayuda reaccionaba con ira; especialmente si parecía que alguien percibía su estado de necesidad. Afortunadamente, Charles intenta denodadamente superar las barreras que le impiden reconocer tales sentimientos. Los esfuerzos de su esposa abrieron la posibilidad de enfrentarse a ello. El no podría haber iniciado el proceso por sí mismo. Ni siquiera pudo responder inmediatamente a su inicio excepto en esta ocasión, justo después de haberse sorprendido negándolo. Ruth podría haber permanecido fácilmente rechazada, herida, y resentida, y la situación podría haber escalado hacia la ira y la recriminación mutua justo cuando él se sentía más vulnerable, indefenso y necesitado. También es importante advertir que Ruth no estaba siendo recompensada por su esfuerzo. Más bien se la hacía sufrir por él mediante la ira y el rechazo. Este es un pequeño ejemplo de cómo las cualidades valiosas de la mujer no sólo no se recono cen sino que se penalizan. En este caso, Ruth no fue capaz de manifestar abiertamente sus percepciones. Tuvo que emplear «truquitos femeninos». Ciertas cualidades importantes, como la comprensión de las vulnerabilidades humanas y el ofreci miento de ayuda, pueden resultar disfuncionales en las relacio nes tal como están estructuradas en este momento, y pueden hacer que una mujer sienta que debe estar equivocada. No hay ninguna sociedad en la que la persona -varón o hembra- aparezca en escena en un estado adulto total. Una parte necesaria de toda experiencia es el reconocimiento de las propias debilidades y limitaciones. La más valiosa de las cuali dades humanas -la capacidad de crecimiento psicológico- es necesariamente un proceso continuo, que conlleva sentimientos de vulnerabilidad durante toda la vida. Como muestra el ejem plo de Charles, los hombres han sido condicionados para temer y odiar la debilidad, para intentar deshacerse de ella inmedia ta y, a veces, desesperadamente. Esto, según creo, representa un intento de distorsionar la experiencia humana. Es necesario «aprender», en un sentido emocional, que estos sentimientos no son vergonzosos o aborrecibles sino que el individuo puede avanzar partiendo de ellos, siempre que se experimenten como lo que son. Sólo entonces puede aspirar la persona a encontrar caminos adecuados que le conduzcan hacia nuevas fuerzas. Junto con estas nuevas fuerzas aparecerán nuevas áreas de vulnerabilidad, pues la invulnerabilidad absoluta no existe. El hecho de que las mujeres son más capaces que los hom bres de admitir conscientemente sentimientos de debilidad o vulnerabilidad es obvio, pero no hemos admitido aún la impor tancia de esta habilidad. La capacidad, realmente mucho ma yor, que tiene la mujer para tolerar tales sentimientos -que la vida en general y nuestra sociedad en particular genera en todos nosotros- es muy positiva. Muchos adolescentes y varones jóvenes parecen estar sufriendo especialmente por la necesidad de escapar de esos sentimientos antes de experimentarlos. En ese sentido la mujer, tanto superficial como profundamente, está mucho más en contacto con esas experiencias vitales bási cas; con la realidad. Al mantener un contacto más directo con esta condición humana fundamental, al tener que defender y negar menos, la mujer está en una posición que le permite comprender la debilidad con mayor presteza y aprovecharla productivamente. En resumen, nuestra sociedad, si bien hace que los hombres se sientan débiles en muchos aspectos, hace que las mujeres se sientan aún más débiles. Pero dado que ellas «conocen» la debilidad, pueden ser sus «portadoras» y convertirse en las creadoras de una concepción diferente de ella y de los caminos adecuados para evitarla. Las mujeres, al emprender su propio viaje, pueden despejar el paso a los demás. Hasta ahora, las mujeres, que ya eran fuertes en muchos sentidos, tenían dificultades para admitirlo. Mary, la mujer del ejemplo, demuestra este problema. Pero incluso cuando la debi lidad es real, la mujer puede avanzar hacia la fuerza y la destreza una vez que es capaz de convencerse de que es correcto abando nar la creencia en lo acertado de la debilidad. Unicamente quien entienda a la mujer puede comprender cómo funciona este ele mento psíquico, hasta qué punto el miedo a no ser débil puede extenderse e influir, y cuán persistentemente puede manifestar sus efectos sin que se le reconozca por lo que es. Es muy difícil para el hombre, con sus temores a la debilidad, entender por qué la mujer persiste en ella y que no puede significar lo mismo que para él. Aquí se plantea otro aspecto social. El hecho de que estos sentimientos se asocien generalmente con ser «femenina» -lo contrario de «viril»- se utiliza para reforzar la humillación sufrida por cualquier hombre que admita tales experiencias. La mujer, mientras tanto, aporta todo tipo de apoyo personal y social para ayudar al hombre a seguir adelante y evitarle a él y a la sociedad entera tener que admitir que se necesitan ciertos cambios. Es decir, toda la interacción hombre-mujer contribuye así a diluir la obligación de enfrentarse con las deficiencias de nuestra sociedad. Todos experimentamos una cantidad excesi va de peligros a medida que intentamos crecer y abrimos paso a través de las circunstancias difíciles y amenazadoras en las que vivimos. Al final todos perdemos, pero la derrota se mantiene oculta. Podremos entender mejor la situación de Charles si nos preguntamos «¿qué quería realmente?» Igual que mucha gente quería, al menos, dos cosas. Y no sólo eso, sino que las creía esenciales para su sentido de identidad. Quería, en primer lugar, enfrentarse, a cualquier situación sintiéndose «como un hombre», o sea, fuerte, autosuficientey totalmente competente. Se exigía a sí mismo sentirse siempre así. Experimentaba cual quier cosa que no fuera eso como una amenaza a su virilidad. Una exigencia así es en extremo irrealista, pues todos nos enfrentamos a muchos retos en esta vida y es seguro que experi mentaremos dudas. A la vez que quería mantener esta imagen de sí mismo, Charles albergaba el deseo aparentemente contradictorio de que su mujer resolviera las cosas por él de forma tan mágica y disimulada que él nunca fuera consciente de sus debilidades. Tenía que hacerlo sin que se lo pidieran, era esencial que él no tuviera que pensar ni hablar nunca de ello. El hecho de que Ruth no lo consiguiera inmediatamente era la causa profunda de su cólera hacia ella. Ella era partidaria de intentar resolver el problema y, de esta forma, le traía a la memoria su sentimientos de debilidad y vulnerabilidad. Incluso aunque no hubiera hecho nada, su sola presencia le hubiera forzado a enfrentarse a la frustración de su deseo de cuidado absoluto. Este tipo de deseo predomina en mucha gente y existe, hasta cierto punto, en la mayoría. En la medida en que la mujer viva bajo la prescripción de complacer y servir al hombre será objeto de tal deseo. A la vez, será incapaz de participar en la confrontación y cooperación mutua que puede ayudarla a ella y a los demás a encontrar formas de crecimiento más allá de esta etapa. La esperanza es que estos deseos puedan superarse e integrarse a un nivel más satisfacto rio a medida que uno desarrolla un sentido creciente de las propias fuerzas y una fe creciente en los demás. Para esta tarea necesitamos a los demás durante toda la vida; en la edad adulta no menos que en la infancia. Inicialmente Ruth se ofrecía a dar un paso en esta dirección; intenta de corazón ayudar a Charles y luchar a su lado. Pero él no podía aceptarlo. Su rechazo demuestra, a pequeña escala, cómo puede una mujer llegar a pensar que ha fracasado incluso en el papel tradicional de esposa. Dado que gran parte de su sentido de valía se basaba en dicho papel, una experiencia de este tipo podía socavar fácilmente su autoconfíanza. Estaba dispuesta a creer que su marido, en cuanto hombre, tenía razón y ella no. En resumen, si los miembros del grupo dominante -o sea, los hombres- fingen que no tienen sentimientos de insegu ridad, las subordinadas (las mujeres) no pueden cuestionar tal pretensión. Es más, es responsabilidad de ellas satisfacer estas necesidades del grupo dominante para que sus miembros pue dan continuar negando sus sentimientos. El hecho de que tales emociones estén presentes en todos y se intensifiquen ante los problemas de nuestra sociedad, hace que una situación difícil se convierta en casi imposible. En algunas parejas puede parecer que la mitología «funcio na». Ambas partes saben, hasta cierto punto, qué está pasando y se llega a un equilibrio lo bastante satisfactorio como para mantener el statu quo. La mujer, considerando las alternativas que se le ofrecían hasta ahora fuera del matrimonio, estaba dispuesta a aceptar la situación. Estos matrimonios, sin embar go, pueden crear en las mujeres otro tipo de reacción. En tales situaciones la mujer puede ser muy sensata en ciertos sentidos, pero, por muchas destrezas que tuviera, sólo conoce la mitad de la historia, o a veces menos. Suele conocer bien los puntos débiles de su marido, para los que aporta el debido apoyo. Pero incluso si tales mujeres parecen funcionar bien en el contexto del hogar, van desarrollando la sensación de que, igual que conocen sus debilidades, ellos deben tener áreas de fuerza totalmente desconocidas, destrezas importantes que les permiten funcionar en «el mundo real». Este elemento se hace cada vez más ajeno a la mujer; adopta la forma de una capacidad casi mágica que ellos tienen y ellas no. Las mujeres llegan a veces a considerar esta cualidad mascu lina como algo en lo que deben creer, les da un sentido básico de apoyo. Muchas mujeres desarrollan una gran necesidad de creer que tienen un hombre fuerte al que poder volverse en busca de seguridad y confianza en el mundo. Si bien puede parecer improbable, esta creencia en la fuerza mágica del hom bre se da junto con el conocimiento íntimo de las debilidades de las que ellas los protegen. No se trata sólo de que la mujer quede obviamente excluida de la adquisición de experiencia en el mundo del trabajo, sino que llega a creer realmente que hay alguna destreza o factor especial e innato que se le escapa, y que debe inevitablemente escapársele. El hecho de que a las mujeres se les impida ponerse a prueba a sí mismas fomenta e incrementa la necesidad de que los hombres tengan esa cualidad concreta. La mayoría de muje res pasan por un condicionamiento vitalicio que les induce a creer en este mito. Esta creencia es una (y sólo una) de las manifestaciones que psiquiatras y académicos han interpretado como prueba de la «envidia del pene». Esta percepción podría haberse visto fo mentada por la forma en que la mujer habla de esta «cuali dad masculina» como si fuera mágica o inalcanzable. Algunos hombres (tal vez aquellos con más autoconciencia de la que yo les he presupuesto en estas páginas), sabiendo que no poseen ninguna capacidad extraordinaria que le falte a la mujer, han establecido una explicación basada en la diferencia física más notoria: el pene. La verdad parece mucho más sencilla: la única cosa que le falta a la mujer es práctica en el «mundo real», además de la oportunidad de practicar y la creencia de toda la vida de que una tiene el derecho a hacerlo. Una afirmación tan simple, sin embargo, abarca una gran cantidad de complejas consecuencias psicológicas. Nuevos caminos para alejarse de la debilidad. Este statu quo se trastoca cuando uno admite su debilidad en público. El hecho de reconocer los sentimientos de debilidad y vulnerabili dad resulta nuevo y original. El paso siguiente -la idea de que la mujer no ha de seguir siendo débil- es aún más amenazador. La pregunta de qué puede hacer la mujer para escapar de la debili dad resulta difícil. En este punto la mujer cae inmediatamente en dicotomías que pueden resultar muy graves. Al reconocer sus debilidades, la mujer emprende, ante todo, una acción arriesgada. En el momento en que añade «ahora me siento débil, pero intento apartarme de ello», demuestra una gran fuerza; una modalidad de fuerza que le resulta especial mente difícil al hombre. Eso ya resultaría bastante difícil para él, pero además la mujer amenaza con quitarle ciertos derechos clave. Es difícil soportar que alguien te quite derechos, pero lo es aún más cuando has fingido que no los necesitas. Aunque la verdadera debilidad es un problema para todo ser humano, la mayor dificultad de la mujer radica más bien en admitir las fuerzas que ya tiene y en permitirse emplear tales recursos. A veces ya tiene los recursos necesarios, o una base clara sobre la cual construirlos. En tales casos suele aparecer ansiedad. De hecho, la ansiedad aumenta ante la oposición de las instituciones y las personas cercanas. La mujer se enfrenta a obstáculos de diferente índole: no sólo intrapsíquicos proceden tes de su pasado -que la llevan a temer a sus propias fuerzas- sino también reales. Cuando la mujer, en lugar de creer que debería tener las cualidades que atribuye al hombre, empieza a percibir formas de fuerza basadas en sus propias experiencias vitales, se suele encontrar con nuevas definiciones de tales fuerzas. Un ejemplo de dichas fuerzas trasladadas a una forma social es el sistema de defensa de la paciente desarrollado en algunos centros de salud femeninos. Casi todo el mundo sabe que ir al médico es una perspectiva temible. Además de los temores respecto a la enfermedad y a sus posibles implicaciones, la visita al médico suele tocar aspec tos más profundos de vulnerabilidad, mutilación y muerte. Las mujeres han reconocido que les es muy difícil enfrentarse
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