Logo Studenta

Baker Miller Jean - Psicologia De La Mujer

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Jean Baker Miller
Psicología de la mujer
á PAIDÓS
III Barcelona • Buenos Aires • México
Título original: Toward a nexo psychology of woman 
Publicado en inglés por Beacon Press, Boston
Traducción de Luis Botella García del Cid
Cubierta de Diego Feijóo
© 1987 by Jean Baker Miller 
© 1992 de todas las ediciones en castellano, 
Ediciones Patdos Ibérica, S.A.
Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona 
http: / / www.paidos.com
ISBN: 84-493-1469-0 
Depósito legal: B-6.848/1992
Impreso en Novagráfik, S.L.,
Vivaldi, 5 - 08110 Monteada i Reixac (Barcelona)
Impreso en España - Printed in Spain
http://www.paidos.com
A Helen Merrell Lynd
Sumario
Prefacio .............................................................................. 11
Primera parte: la formación de la mente 
- hasta el momento
1. Dominio - subordinación ......................................... 17
2. El conflicto - al viejo estilo ..................................... 29
3. La importancia de la gente no importante ............. 37
Segunda parte: mirando en ambas direcciones
4. Fuerzas ....................................................................... 45
5. Actuar bien y sentirse mal ......................................... 67
6. Al servicio de las necesidades ajenas - la asistencia
a los demás ................................................................. 81
7. Fuerza del «mundo real» ......................................... 97
Tercera parte: notas en clave de futuro
8. Vínculos con los demás ............................................. 107
9. Convertirse en una misma - autenticidad,
creatividad ................................................................. 123
10. Todo esto no basta .................................................... 141
11. Reivindicación del conflicto ..................................... 151
Epílogo: sí, pero................................................................... 161
Prefacio
Entre las mujeres de hoy en día predomina un espíritu 
nuevo, una nueva forma de dedicación colectiva y cooperativa 
a las demás y a la búsqueda de conocimiento sobre temas 
importantes. Las ideas de una mujer despiertan rápidamente el 
apoyo y la elaboración de otras. Hay muchas dispuestas a 
desarrollar una idea si resulta de algún valor. Si no, se mostra­
rán agudas en sus críticas.
Yo sólo presentaría los temas que aparecen en este libro en 
el seno de tal comunidad, formada por gente solidaria y des­
pierta, dado que considero mi trabajo como parte de un proce­
so. Es un intento de consolidar un marco de referencia para 
comprender la psicología de la mujer. Como parte de un proce­
so, pretende ser sugerente; es decir, intenta avanzar un paso 
hacia una meta final de orden superior. El nuevo elemento que 
ha aparecido en nuestra vida como mujeres de hoy en día es 
que podemos plantearnos la posibilidad de compartir más libre 
y completamente dicho proceso durante el camino. Es un gran 
placer poder pensar y trabajar de esta forma nueva.
Las páginas que siguen constituyen un intento de compren­
der las fuerzas que actúan en y sobre la mujer, qua mujer -la 
vida tal como ha sido y sigue siendo para la mayoría de noso­
tras. Nuestra esperanza es que al intentar entender a la mujer 
en cuanto tal podamos encontrar la forma de ayudar a todas las 
mujeres en sus problemas psicológicos. Por la misma razón, 
una comprensión sólida de las fuerzas que operan sobre toda 
mujer debería conducirnos a la comprensión de los puntos 
clave en cuanto al cambio y al avance. Esto no significa negar
que nos haya afectado el ejemplo de muchas mujeres excep­
cionales y poco corrientes. Algunas de ellas nos han demos­
trado su notoria individualidad o nos han inspirado con las 
cosas maravillosas, osadas o únicas que han hecho y hacen. 
Otras han tenido el don de arrojar luz sobre verdades de 
todas las mujeres; verdades que permanecían ocultas. Son 
estas verdades sobre todas las mujeres las que debemos conti­
nuar buscando. Aún no las entendemos del todo, y por lo 
tanto no sabemos cómo ayudarnos o ayudar a otras a cam­
biar. Tampoco sabemos cómo emprender el tipo de cambios 
que quisiéramos para nosotras mismas.
En mi intento de expresar todas estas ideas, he recurrido a 
citar experiencias de la vida de otras mujeres. Es importante 
hacer hincapié en que tales descripciones resultan simplificadas 
y esquemáticas; se emplean únicamente a modo de ejemplo. 
Para proteger la identidad de las personas aludidas, ésta se ha 
desfigurado considerablemente. Por lo tanto, dichas viñetas no 
transmiten del todo la intensidad y complejidad de la experien­
cia real de la persona.
No he intentado siquiera ocuparme de los factores raciales y 
de clase social que marcan una diferencia enorme en la vida de 
las mujeres. En general me he concentrado en las fuerzas que, 
en mi opinión, afectan a toda mujer por el hecho de serlo.
Muchos autores suelen afirmar que sus libros son el produc­
to de las muchas personas que les han influido o animado, pero 
éste es producto de los esfuerzos de mucha gente en un sentido 
mayor y más concreto. Si bien no se inició como proyecto 
colectivo, a medida que avanzaba llegó a serlo. He comentado 
partes del material con varios grupos de gente y con personas 
concretas que han dedicado mucho más tiempo y atención de lo 
normal a revisarlo y criticarlo. Además, Barbara DuBois, Joan 
Fried, Anne Bernays y Pearl y Roy Bennett, casi siempre con 
premura, han leído y comentado partes importantes, o la totali­
dad, de las versiones previas del manuscrito. Todo ello se ha 
dado en el contexto de apoyo e intercambio continuo del 
Brookline Women’s Counseling Group, uno de los muchos
grupos femeninos que luchan por crear una teoría y una prácti­
ca de la terapia feminista.
El hecho de que este libro exista como tal se debe, sobre 
todo, a Mary Ann Lash, Directora Asociada de Beacon Press, 
que me enseñó que un libro puede ser parte de un proceso. (Yo 
creía que tenía esa idea respecto a otras cosas, pero nunca la 
había aplicado a un libro.) Y no sólo eso, sino que la misma 
producción de este libro ha marcado, para nosotras, un nuevo 
proceso. En cada una de sus etapas el material iba de una a 
otra, y Mary Ann ha llevado a cabo una contribución funda­
mental a él. Una parte no poco importante de tal contribución 
ha sido su capacidad de sacar provecho de una prosa impene­
trable que probablemente hubiera desanimado a alguien me­
nos entregado. Tiene esta grande y rara habilidad: la de evocar 
o mejorar sin entrometerse ni violentar en ningún momento. 
¡Ojalá supiéramos hacer esto unas por las otras! Esta capaci­
dad era una prueba en acción de las cosas sobre las que 
intentábamos escribir.
Las decisiones finales fueron siempre mías y, por lo tanto, la 
responsabilidad final también lo es.
También quisiera mostrar mi reconocimiento al American 
Journal o f Ortopsychiatry por autorizarme a emplear material 
publicado previamente en dicha revista en versiones diferentes.
J ean Bak er M iller 
25 de octubre 1975 
Boston, M assachusetts
Primera parte: la formación de la mente 
- hasta el momento
La humanidad ha estado sujeta a una visión limitada y 
distorsionada de sí misma -desde su interpretación de las emo­
ciones más íntimas y personales hasta su más ambicioso concep­
to de las posibilidades humanas- precisamente en virtud de la 
subordinación de la mujer.
Hasta hace poco, los conceptos del «hombre» han sido los 
únicos asequibles en general. A medida que emergen otras for­
mas de percepción -justamente aquellas que los hombres, debido 
a su posición dominante, no podrían percibir- la visión total de 
las posibilidades humanas aumenta y se transforma. Lo viejo 
queda seriamente cuestionado.
La mujer ha ocupado una posición subordinada, en gran 
medida similar a la de una clase o casta de siervos. De aquí que 
resulte necesario contemplarla en primer lugar como «desigual» 
o subordinada. Pero también resulta inmediatamente evidente 
que la posición de la mujer nopuede entenderse sólo en lo que se 
refiere a la desigualdad. De ello se sigue una dinámica aún más 
compleja.
La mujer ha jugado un rol específico en esta sociedad 
dominada por el hombre, de forma no comparable a la de 
ningún otro grupo reprimido. Ha entretejido con él relaciones 
intimas e intensas, creando el medio -la fam ilia- en el que se 
ha formado la mente humana tal como la conocemos. Así, la 
situación de la mujer resulta clave para la comprensión del 
orden psicológico.
Dominio-subordinación
A lo largo de las páginas de este libro batallaremos con el 
tema de la diferencia: ¿qué hace la gente a los que son diferen­
tes a ellos y por qué? En un plano individual, el niño crece sólo 
mediante la interacción con gente muy diferente de él. De esta 
forma, la diferencia más significativa se da entre adulto y niño. 
En cuanto a la humanidad en general, hemos contemplado 
problemas enormes en relación con una gran variedad de dife­
rencias. Pero la diferencia más básica es la que se da entre 
hombre y mujer.
En los dos casos resulta apropiado formular dos preguntas. 
¿Cuándo resulta estimulado el desarrollo y la mejora de ambas 
partes por la interacción de las diferencias? Y viceversa, ¿cuán­
do tiene tal confrontación efectos negativos? ¿Cuándo conduce 
a grandes dificultades, decadencia y desnaturalización, y a algu­
nas de las peores formas de degradación, terror y violencia 
-tanto individual como grupal- que puede experimentar el ser 
humano? Está claro que «el hombre» en general, especialmente 
en nuestra tradición occidental pero también en otras, no tiene 
un expediente demasiado glorioso a este respecto.
No siempre queda claro que en la mayoría de ejemplos de 
diferencias hay también un factor de desigualdad; desigualdad 
en cuanto a muchos tipos de recursos, pero sobre todo en 
cuanto a status y poder. Una forma práctica de examinar los 
resultados generalmente confusos de estas confrontaciones en­
tre diferencias es preguntarse: ¿qué sucede en las situaciones de 
desigualdad?, ¿qué fuerzas actúan? Si bien emplearemos los
términos «dominante» y «subordinado» en la discusión, resulta 
útil recordar que son mujeres y hombres de carne y hueso los 
que están implicados. Hablar mediante abstracciones nos per­
mite a veces aceptar lo que podríamos no admitir en un plano 
personal.
Desigualdad temporal
Hay dos formas de desigualdad que resultan pertinentes 
para los propósitos que nos guían. La primera puede denomi­
narse desigualdad temporal. En ella, la parte inferior es defini­
da socialmente como desigual. Algunos ejemplos destacados 
son la relación entre padres e hijos, maestros y estudiantes, y, 
posiblemente, terapeutas y clientes. En estas relaciones hay 
ciertos supuestos que no se suelen hacer explícitos ni, de hecho, 
llevar a cabo. Pero constituyen la estructura social de la rela­
ción.
Se supone que la parte «superior» posee una mayor cantidad 
de cierta destreza o cualidad valiosa que imparte a la persona 
«inferior». Si bien tales destrezas varían según la relación con­
creta de que se trate, entre ellas se incluyen la madurez emocio­
nal, la experiencia en el mundo, las habilidades físicas, un 
cierto cuerpo de conocimiento o las técnicas para adquirir 
ciertos tipos de saberes. Se supone que la persona superior 
interactúa con la inferior de un modo que conduce a ésta a una 
paridad completa; es decir, hay que ayudar al niño para que se 
convierta en adulto. Tal es la tarea primordial de estas relacio­
nes. El inferior, el niño, debe recibir de la persona que se 
supone tiene más que dar. Aunque la parte inferior suele dar 
mucho a la superior, estas relaciones se basan en el servicio a la 
parte inferior. Esa es su raison d ’étre.
Está claro, por lo tanto, que la meta primordial es la 
de acabar con la relación; es decir, acabar con la relación de 
desigualdad. El período de disparidad se supone temporal. La 
gente puede continuar asociada como amigos, colegas, o incluso
competidores, pero no como «superior» e «inferior». Al menos 
ésa es la meta.
La realidad es que estas relaciones nos dan bastantes proble­
mas. Los padres o las instituciones profesionales se inclinan a 
veces a servir las necesidades del donante en lugar de las de la 
parte inferior (por ejemplo, las escuelas pueden acabar sirviendo 
a los profesores o administradores en lugar de a los alumnos). O 
bien la persona inferior puede aprender a ser un mejor «infe­
rior», en lugar de hacer el viaje desde la inferioridad a la pleni­
tud. En conjunto, no hemos encontrado formas realmente bue­
nas de llevar a cabo la tarea central: fomentar el movimiento de 
desigual a igual. No tenemos una teoría ni una práctica adecuada 
de la crianza y educación de los hijos. Tampoco tenemos concep­
tos que funcionen bien en otras relaciones desiguales denomina­
das «de ayuda», tales como la curación, la reinserción de delin­
cuentes y la rehabilitación. Oficialmente decimos que queremos 
hacer este tipo de cosas, pero solemos fracasar.
Nos causa muchos problemas decidir qué derechos «permi­
tirle» a la parte inferior. Nos preocupamos acerca de cuánto 
poder debe tener. ¿Qué parte de su percepción puede expresar o 
llevar a la práctica cuando difiere claramente de la de su supe­
rior? Sobre todo, nos causa una gran dificultad mantener el 
concepto de la persona inferior como alguien con el mismo 
valor intrínseco que su superior.
Un punto crucial es que el poder es un factor fundamental 
en todas estas relaciones. Pero el poder por sí solo no basta. 
Existe y ha de ser tenido en cuenta, no negado. Los superiores 
mantienen todo el poder real, pero éste no realizará la tarea por 
sí solo. No conducirá la parte desigual a la igualdad.
Nuestros problemas con estas relaciones pueden provenir 
del hecho de que se dan en el seno de un segundo tipo de 
desigualdad que tiende a aplastar las formas en las que aprende­
mos a operar en el primero. Este segundo tipo moldea la forma 
en que percibimos y conceptualizamos lo que hacemos en el 
primer tipo -más básico- de relación.
El segundo tipo de desigualdad nos enseña cómo imponer­
la, pero no cómo hacer el viaje de ésta a la igualdad. Es más, sus 
consecuencias se mantienen asombrosamente oscuras, de hecho 
se suelemiegar. En este libro nos concentraremos en este segun­
do tipo de desigualdad. Sin embargo, el concepto subyacente es 
que esta segunda forma ha determinado y sigue determinando 
las únicas formas en que podemos pensar y sentir en la prime­
ra.
Desigualdad permanente
En estas relaciones ciertas personas o grupos de personas se 
definen como desiguales en base a lo que los sociólogos llaman 
adscripción; es decir, tus circunstancias de nacimiento te defi­
nen. El criterio puede ser la raza, el sexo, la nacionalidad, la 
religión u otras características adscritas al nacer.1 Aquí los 
términos de la relación son muy diferentes de los de la desi­
gualdad temporal. No hay, por ejemplo, noción de que los 
superiores deban ayudar a los inferiores impartiéndoles sus 
ventajas y características «deseables». No se asume que la 
meta de la relación desigual sea acabar con la desigualdad; de 
hecho es al contrario. Hay una serie de otras tendencias en 
vigor, y se dan con gran regularidad. Sugeriré primero algunas 
de ellas superficialmente; luego volveremos sobre ellas para 
demostrar cómo operan a un nivel personal mucho más inten­
so, sutil y profundo. Si bien algunos de tales elementos pueden 
parecer evidentes, de hecho se da gran confusión y desacuerdo 
sobre las características psicológicas provocadas por tan ob­
vias condiciones.
Dominadores. Una vez que un grupo ha sido definido 
como inferior, los superiores tienden a etiquetarlo como defici­
1. Ha habido presentaciones diferentes de ideas similares con puntos de interés algo 
distintos. Véase Gunnar Myrdal, «A Parallel to the Negro Problem», apéndice n. 5 en An 
American Dilemma (Nueva York, Harper, 1944), págs. 1073-1078; y Helen Mayer Hacker, 
«Women as a Minority Group», Social Forces 30(octubre 1951), 60-69.
tario o disminuido en varios sentidos. Estas etiquetas se acumu­
lan rápidamente. Así, los negros son descritos como menos 
inteligentes que los blancos, se supone que las mujeres se go­
biernan por las emociones, etc. Además, las acciones y palabras 
del grupo dominante tienden a ser destructivas para los subor­
dinados. Toda la evidencia histórica confirma esta tendencia. 
Aunque sean mucho menos obvios, también se producen efec­
tos destructivos sobre los dominadores. Estos son de un orden 
diferente y mucho más difícil de identificar; se discutirán más 
adelante en este capítulo y los siguientes.
Los grupos dominantes suelen definir uno o varios roles 
aceptables para los subordinados. Los roles aceptables consis­
ten normalmente en la realización de servicios que ningún 
grupo dominante quiere llevar a cabo por sí mismo (por ejem­
plo, eliminar sus productos de desecho). Las funciones que el 
grupo dominante gusta de llevar a cabo, por otra parte, se 
guardan celosamente y se cierran a los subordinados. Del total 
de posibilidades humanas, las actividades más valoradas en 
cualquier cultura tienden a permanecer bajo la potestad del 
grupo dominante; las funciones menos valoradas se relegan a 
los subordinados.
A los subordinados se les suele considerar incapaces de 
desempeñar los roles superiores. Sus incapacidades son adscri­
tas a defectos o déficit mentales o físicos innatos, y por tanto 
inmutables e imposibles de cambiar o desarrollar. Incluso llega 
a ser difícil para los dominadores imaginar que sus subordina­
dos sean capaces de llevar a cabo tales actividades. Más aún, los 
propios subordinados pueden llegar a encontrar difícil creer en 
su propia capacidad. El mito de su incapacidad para desempe­
ñar roles superiores o más valorados sólo se cuestiona cuando 
algún acontecimiento drástico altera el curso normal de los 
acontecimientos. Tales alteraciones suelen provenir de fuera de 
la propia relación. Por ejemplo, en la situación de emergencia 
creada por la segunda guerra mundial, las «incompetentes» 
mujeres pasaron de repente a hacerse cargo de las fábricas con 
gran eficacia.
De ello se deduce que a los subordinados se les describe en 
función de las características psicológicas personales que com­
plazcan al grupo dominante, y se les anima a desarrollar tales 
características. Dichos rasgos forman un grupo que resulta fami­
liar en cierto sentido: sumisión, pasividad, docilidad, dependen­
cia, falta de iniciativa, incapacidad de emprender acciones, de 
decidir, de pensar, etc. En general, este grupo incluye cualidades 
más características de los niños que de los adultos; inmadurez, 
debilidad e indefensión. Si los subordinados adoptan estas carac­
terísticas se les considera bien adaptados.
Sin embargo, cuando los subordinados muestran su poten­
cial o, lo que es más peligroso, desarrollan otras características 
-por ejemplo la inteligencia, la iniciativa, la asertividad- no 
suele haber espacio libre en el marco dominante para recono­
cerlas. Gente así será definida, al menos, como poco corriente 
(cuando no como decididamente anormal). No habrá oportuni­
dades para la aplicación directa de sus capacidades en el entor­
no social. (¡Cuántas mujeres han simulado ser tontas!)
Los grupos dominantes suelen impedir el desarrollo de los 
subordinados y bloquear su libertad de expresión y acción. 
También tienden a adoptar actitudes militantes contrarias a los 
brotes de racionalidad o humanidad entre sus propios miem­
bros. No hace mucho tiempo «amante de los negros» era un 
apelativo común, e incluso hoy en día los hombres que «con­
sienten a sus mujeres» más de lo normal son objeto de burla y 
ridículo en muchos círculos.
Un grupo dominante, inevitablemente, tiene la mayor in­
fluencia en la determinación de los puntos de vista generales de 
una cultura: su filosofía, moralidad, teoría social e incluso su 
ciencia. Así, el grupo dominante legitima la relación desigual y 
la incorpora a los conceptos que guían la sociedad. La mentali­
dad social oscurece la verdadera naturaleza de dicha relación; 
es decir, la propia existencia de la desigualdad. La cultura 
explica los hechos que tienen lugar en función de otras premi­
sas, premisas que son invariablemente falsas, tales como la 
inferioridad racial o sexual. Si bien en los últimos tiempos
hemos aprendido acerca de muchas de tales falsedades en cuan­
to a la sociedad en sentido amplio, aún está por hacerse un 
análisis completo de sus implicaciones psicológicas. En el caso 
de las mujeres, por ejemplo, a pesar de la evidencia abrumado­
ra de lo contrario, persiste la noción de que son pasivas, sumi­
sas, dóciles y que adoptan un papel secundario. Desde esta 
perspectiva, el resultado de la terapia y de los encuentros con 
la psicología y otras «ciencias» resulta casi siempre predetermi­
nado.
Inevitablemente, el grupo dominante es un modelo de «rela­
ciones humanas normales». Así resulta «normal» tratar destruc­
tiva o despectivamente a los demás, ocultar la verdad de lo que 
se hace creando falsas explicaciones y oponerse a las acciones 
en favor de la igualdad. Resumiendo, si uno se identifica con el 
grupo dominante, es «normal» mantener este patrón. A pesar 
de que a muchos no nos gusta pensar en nosotros mismos como 
partidarios de -o participantes en- tal dominación, resulta 
difícil para un miembro del grupo dominante actuar de otro 
modo. En cambio, para seguir haciendo esas cosas uno sólo 
tiene que comportarse «normalmente».
De ello se deduce que a los grupos dominantes, en general, 
no les gusta que les recuerden la existencia de la desigualdad ni 
que les hablen lo más mínimo de ella. «Normalmente» consi­
guen evitar el ser conscientes de ello dado que su explicación de 
la relación llega a estar muy bien integrada en otros términos; 
pueden incluso creer que tanto ellos como el grupo subordinado 
comparten los mismos intereses y, hasta cierto punto, una 
experiencia común. Si se les presiona un poco ofrecen las 
típicas racionalizaciones: el hogar es «el sitio natural de la 
mujer» y sabemos «lo que es mejor para ellas».
Los dominadores prefieren evitar el conflicto, pues un con­
flicto abierto podría poner en cuestión la situación entera. Esto 
es especial y trágicamente cierto en los casos en que muchos 
miembros del grupo dominante lo están pasando mal. Algunos 
de ellos, o al menos ciertos segmentos del grupo como por 
ejemplo los obreros de raza blanca (que también son subordina­
dos), se sienten inseguros en cuanto a sus débiles puntos de 
apoyo en las bases psicológicas que creen necesitar desesperada­
mente. Lo que los grupos dominantes no suelen ver es que la 
situación de desigualdad genera una cierta privación, en espe­
cial a un nivel psicológico.
Está claro que la desigualdad crea un estado de conflicto. 
Pero los grupos dominantes tienden a eliminarlo. Ven cualquier 
cuestionamiento de la situación «normal» como amenazante; 
las actividades de los subordinados en dicha dirección se perci­
birán con alarma. Los dominadores acostumbran a estar con­
vencidos de que las cosas son correctas y justas tal como están; 
no sólo para ellos sino también para los subordinados. La 
moralidad confirma este punto de vista y la estructura social lo 
mantiene.
Quizá resulte innecesario añadir que el grupo dominante 
suele copar todo el poder y la autoridad, y determinar las 
formas aceptables en las que aquél puede ser empleado.
Subordinados. ¿Qué papel juegan los subordinados en todo 
esto? Dado que los dominadores determinan lo que es normal 
en una cultura, resulta mucho más difícil entender a los subor­
dinados. Sus primeras expresiones y acciones indicativas de 
insatisfacción siempre resultan una sorpresa; casi siempre se 
rechazan como atípicas. Después de todo, los dominadores 
saben que lo que las mujeres necesitan y desean es un hombre 
que les organice la vida. Los miembros del grupo dominante no 
entienden por qué «ellas/os» -quien primero se manifieste- se 
muestrantan irritables y fuera de sí.
Las características que tipifican a los subordinados son aún 
más complejas. Un grupo subordinado tiene que concentrarse 
en su supervivencia básica. Por lo tanto se evita la reacción 
directa y franca al trato destructivo. Este tipo de acciones 
pueden causar literalmente (y causan) la muerte de alguno de 
los grupos subordinados. En nuestra propia sociedad, la acción 
directa de una mujer puede dar lugar a una combinación de 
penurias económicas, ostracismo social y aislamiento psicológi­
co; e incluso al diagnóstico de un trastorno de personalidad. 
Cualquiera de tales consecuencias es indeseable. En los capítu­
los que siguen se expondrán algunos ejemplos de ellas y de 
cómo se emplean para controlar la conducta de la mujer.
No debe pues sorprender que un grupo subordinado recurra 
a formas de acción y reacción disfrazadas e indirectas. Si bien 
tales acciones se planean para complacer al grupo dominante, 
de hecho casi siempre contienen chanzas y desafíos camuflados. 
Los cuentos populares o los chistes que se cuentan sobre los 
negros o las mujeres se suelen basar en cómo el astuto labrador 
o jornalero se burló del terrateniente, jefe o cónyuge rico. La 
esencia de la historia reside en el hecho de que éste ni siquiera 
sabe que le han tomado el pelo.
Una consecuencia importante de esta forma indirecta de 
operar es que a los miembros del grupo dominante les es negada 
una parte esencial de la vida: la oportunidad de adquirir auto- 
conciencia mediante el conocimiento de su impacto sobre los 
dpmás. Así se les priva de la «validación por consenso», la 
retroalimentación y la oportunidad de corregir sus acciones y 
expresiones. En pocas palabras, los subordinados se lo callan. 
Por los mismos motivos, el grupo dominante se ve privado 
también de un conocimiento válido sobre los subordinados. 
(Resulta especialmente irónico que los «expertos» sociales en 
conocimiento sobre los subordinados sean casi siempre miem­
bros del grupo dominante.)
Por lo tanto, los subordinados saben más de los dominado­
res que viceversa. Así ha de ser. Se adaptan cuidadosamente a 
ellos, se tornan capaces de predecir sus reacciones de placer o 
displacer. Aquí es donde empieza, en mi opinión, la larga 
historia de la «intuición femenina». Parece claro que estos 
«dones» misteriosos son, de hecho, destrezas adquiridas con la 
práctica, consistentes en leer muchas pequeñas señales de ori­
gen verbal y no verbal.
Otra consecuencia importante es que, normalmente, los su­
bordinados saben más sobre los dominadores que sobre sí 
mismos. Cuando buena parte del destino de uno depende de
agradar y complacer a los dominadores, uno se concentra en 
ellos. De hecho, sirve de poco conocerse a uno mismo. ¿Para 
qué, teniendo en cuenta que es el conocimiento de los domina­
dores lo que determina la vida de uno? Esta tendencia se ve 
reforzada por muchas otras restricciones. Uno sólo se conoce a 
sí mismo mediante la acción e interacción. Desde el momento 
que su radio de acción o interacción es limitado, los subordina­
dos carecerán de una evaluación realista de sus capacidades y 
problemas. Desgraciadamente, esta dificultad para adquirir au- 
toconciencia se complica cada vez más.
La trágica confusión emerge porque los subordinados absor­
ben una gran parte de las mentiras creadas por los dominado­
res; hay muchos negros que se consideran inferiores a los blan­
cos, y mujeres que aún se creen menos importantes que los 
hombres. Es más probable que se dé esta interiorización de las 
creencias dominantes si hay pocos conceptos alternativos a 
mano. Por otra parte, también es verdad que los miembros del 
grupo subordinado comparten ciertas experiencias y percepcio­
nes que reflejan con exactitud la verdad sobre sí mismos y sobre 
la justicia de su posición. Pero sus propios conceptos, más 
ciertos, están destinados a entrar en colisión con la mitología 
que han observado en el grupo dominante. Resulta casi inevita­
ble una tensión interna entre los dos conjuntos de conceptos y 
sus derivados.
Desde una perspectiva histórica, a pesar de todos los obs­
táculos, los grupos subordinados han tendido a avanzar hacia 
una mayor libertad de expresión y acción, aunque este progreso 
varía de una circunstancia a otra. Siempre ha habido esclavos 
que se rebelan y mujeres que han buscado un mayor desarrollo 
y autodeterminación. Muchos de los detalles de estas acciones 
no se preservan en la cultura dominante, haciendo difícil para 
el grupo subordinado encontrar una tradición e historia que les 
apoye.
Entre algunos de los miembros de todo grupo subordinado 
se da la tendencia a imitar a los dominadores. Esta imitación 
puede adoptar varias formas. Algunos pueden intentar tratar
a los demás miembros de su grupo tan destructivamente como 
los dominadores. Unos cuantos pueden desarrollar la cualidad 
valorada en éstos y ser aceptados parcialmente en el grupo 
dominante. Normalmente no se los acepta del todo, o sólo si 
están dispuestos a renunciar a su identificación con los otros 
miembros de su grupo de dominados. Los «Tíos Tom» y ciertas 
mujeres profesionales se han visto a menudo en este caso. 
(Siempre hay unas pocas mujeres que se han ganado la alabanza 
supuestamente encarnada en la frase «piensa como un hom­
bre».)
En la medida en que los subordinados progresen hacia una 
expresión y acción más libre pondrán en evidencia la desigual­
dad y cuestionarán la base de su existencia. Convertirán el 
conflicto inherente en explícito. Tendrán entonces que cargar 
con el peso de ser definidos como «agitadores» y afrontar los 
riesgos que ello conlleva. Dado que este rol choca con su propia 
condición, los subordinados (especialmente las mujeres) no lo 
sobrellevan con facilidad.
Lo que resulta inmediatamente evidente a partir del estudio 
de las características de los dos grupos es que no es probable 
que se dé una interacción mutuamente enriquecedora entre 
desiguales. De hecho, el conflicto es inevitable. Las preguntas 
importantes, entonces, son: ¿quién define el conflicto? ¿Cuándo 
resulta explícito o encubierto? ¿Respecto a qué cosas se plan­
tea? ¿Puede ganar alguien? ¿Es el conflicto «malo» por defini­
ción? ¿En caso de que no, qué hace que sea productivo o des­
tructivo?
El conflicto - al viejo estilo
Conflicto encubierto - conflicto cerrado
El conflicto, en sentido general, no es necesariamente ame­
nazador o destructivo. Al contrario. A medida que avancemos 
intentaremos desarrollar una perspectiva más amplia de las 
muchas dimensiones del conflicto; por el momento baste decir 
que todos crecemos gracias a él. En un plano individual, el niño 
no crecería nunca si se limitara a interactuar con una imagen 
especular de sí mismo. El crecimiento implica interacción con 
las diferencias y con la gente que las encarna. Si tales diferen­
cias se reconocieran más abiertamente podríamos permitir e 
incluso fomentar una expresión cada vez más fuerte de cada 
uno de los implicados o de su experiencia. Esto llevaría a una 
mayor claridad personal, más capacidad de satisfacer las pro­
pias necesidades y más facilidad de responder a los demás. Ello 
representaría una oportunidad para la satisfacción mutua e 
individual, el crecimiento e incluso la felicidad.
En un marco de desigualdad, se niega la existencia del 
conflicto, y los medios para llegar abiertamente a él quedan 
excluidos. Es más, la desigualdad en sí da lugar a factores 
adicionales que impiden cualquier interacción explícita respec­
to a las diferencias reales. La desigualdad genera conflictos 
ocultos alrededor de elementos que ella misma ha puesto en 
marcha. En resumen, a los dos bandos se les desvía de un 
conflicto abierto respecto a las diferencias reales, gracias al cual 
podrían crecer, y se les canaliza hacia formas ocultas de conflic­
to que implican falsificaciones. Para este conflicto oculto no 
hay formas o guías sociales aceptables, dado que se supone que 
no existe.
Por último, hay una cantidad enorme de malentendidosrespecto a las cualidades y características de cada una de las 
partes en conflicto. Uno puede intentar cortar esta complicada 
situación preguntando: ¿qué pasa realmente con la relación 
hombre-mujer hoy en día?
En una situación de desigualdad hombre-mujer, hay dos 
escenarios posibles. La naturaleza del conflicto parece depender 
del grado en que la mujer acepte o no el concepto que el 
hombre tiene de ella. Si lo acepta, no reconocerá que existe un 
conflicto de intereses o necesidades. En lugar de ello, asumirá 
implícitamente que sus necesidades se satisfarán si acepta una 
postura orientada en general a la primacía del hombre y a la 
satisfacción de sus necesidades. En ocasiones tal aceptación 
«funciona», dependiendo de una serie de circunstancias y de un 
grado de suerte considerable.
Paradójicamente, esto parece funcionar mejor cuando la 
mujer es en buena medida consciente de lo que hace; cuando 
se está alejando en realidad de este modelo pero finge que no. 
Se pone al servicio de la imagen de la mayor importancia y de 
las pretensiones del hombre. Al mismo tiempo ha desarrollado 
el suficiente sentido de sus derechos y capacidades y la suficien­
te conciencia de sus necesidades como para actuar en base a 
ello; y se las arregla para que, hasta cierto punto, se satisfagan. 
Es el estilo de la llamada «mujer lista» que, llevado al absurdo, 
predominó en tantas series televisivas familiares de la década 
pasada. La esposa lista se las arregla para conseguir lo que 
quiere haciendo que parezca que lo quiere su marido. Al final, 
el pobre marido no sabe exactamente qué está pasando. O, si lo 
sabe, no lo «reconoce». En esta apreciación de su inteligencia 
está implícita la crítica de que las mujeres son «retorcidas» por 
naturaleza.
Estas relaciones no se basan en la sinceridad y la reciproci­
dad crecientes; contienen un elemento importante de engaño y
manipulación y a menudo resulta bastante obvia la condescen­
dencia recíproca. Aunque no son la mejor base para el creci­
miento mutuo suelen «funcionar», al menos durante un tiem­
po, y algunas de ellas pueden incluso dejar vías libres para la 
satisfacción de ciertas necesidades de cada miembro. Las muje­
res suelen ser hábiles; las más eficaces no revelan hasta qué 
punto lo son.
Se produce un problema mucho más profundo cuando los 
subordinados incorporan los conceptos del grupo dominante 
sobre ellos como inferiores o secundarios. Las mujeres así son 
menos capaces de reconocer y clarificar sus propias necesida­
des, tanto ante ellas mismas como ante los hombres. Creen que 
éstos satisfarán sus necesidades de alguna manera y luego se 
sienten a menudo tristemente decepcionadas. Esta situación 
puede llevar a una serie de demandas crecientes en el sentido de 
que el hombre satisfaga necesidades cada vez menos claras e 
incluso inadecuadas y excesivas.
El ejemplo de una familia puede ilustrar este punto. Presen­
taré las líneas generales de una larga historia, tal como esposa y 
marido llegaron a verla tras muchos sufrimientos. Es el tipo de 
situación a la que psiquiatras, novelistas y dramaturgos se 
refieren con frecuencia porque, curiosamente, parece un retrato 
de la mujer fuerte. (El material se presenta primero en líneas 
generales y después mediante un análisis más detallado.)
Al principio Sally, la esposa, aceptó su lugar como subordi­
nada. Pero si bien no se quejaba abiertamente, empezó a men­
cionar con cierta frecuencia las cosas que echaba de menos: la 
falta de tiempo juntos como familia, las limitaciones económi­
cas y las vacaciones que nunca llegaban. Dejaba claros, sin 
verbalizarlos del todo, sus sentimientos de que su marido, Don, 
era menos capaz y menos triunfador de lo que ella había creído. 
Empezó a acentuar la poca importancia relativa de él en el 
hogar y a indicar que su incapacidad para encontrar tiempo 
para la familia debía ser resultado de su ineficacia. Mientras 
tanto ella desplegaba sus habilidades como trabajadora, demos­
trando la velocidad y eficacia con la que podía hacerse cargo de
la casa. Pasaba mucho tiempo con sus dos hijos y creía que esto 
indicaba su mayor entrega y «amor». A medida que los proble­
mas se agudizaban, iba acentuando las debilidades del marido. 
Don tendía, por ejemplo, a tomar decisiones impulsivas que a 
veces lamentaba. El ya no podía discutir este problema en su 
matrimonio porque Sally magnificaba sus errores y creía que 
eran una de las causas fundamentales de los problemas familia­
res. Al comparar con sus reflexiones más sobrias, ella estableció 
su propia superioridad. Don se volvió cada vez menos capaz de 
defenderse de este sabotaje psicológico, dado que cada acusa­
ción tenía cierta parte de verdad. Sally utilizaba esta debilidad 
para menospreciarle y tratarle con desdén. Con el tiempo, él 
llegó a sentirse inútil y fracasado, poco «hombre», humillado y 
menospreciado. Sus hijos, asimismo, empezaron a considerarlo 
débil, ignorante, poco hábil y menos atento que su madre. La 
buscaban a ella para satisfacer sus necesidades. A la vez la 
odiaban y desconfiaban de ella, acusándola de la destrucción 
del padre.
Sally y Don habían librado una campaña encubierta y de­
vastadoramente engañosa, pero no habían conseguido ninguna 
victoria. Ella, desde luego, no tenía el marido competente que 
creyó necesitar. Al mismo tiempo tenía miedo de salir al mun­
do e intentar conseguir algo por sí misma. En realidad estaba 
mal preparada para hacerlo, pues había renunciado temprana­
mente a las oportunidades de adquirir formación o experiencia 
laboral para facilitar la de su marido. Durante el curso de la 
campaña ella había perdido mucho: se la había abandonado y 
desdeñado.
Sally no pedía abiertamente igualdad. No pensaba en tales 
términos. No luchaba para desarrollar sus capacidades e intere­
ses. Si lo hubiera hecho habría provocado un conflicto con su 
marido y, previamente, con las instituciones educativas y eco­
nómicas. Su conflicto era de una naturaleza muy diferente. A 
pesar de que habría sido tildada de buscapleitos si hubiera 
perseguido y exigido una oportunidad igualitaria de explorar 
sus necesidades e intereses, se habría encontrado pisando otro
terreno. Sus percepciones de sus propios sentimientos estaban 
distorsionadas, y sus demandas adoptaban la forma de críticas 
a la idoneidad de su marido. El mensaje implícito en su con­
ducta era el de que Don «no era lo bastante hombre». Dado que 
tanto él como ella estaban atrapados en esta dinámica, se 
producía una serie de ataques crecientes contra su «hombría». 
Esto, combinado con la rabia y el castigo por las necesidades 
insatisfechas, convertían el modelo en exactamente aquello que 
los hombres temen más: ser inferiores a la mujer. No se había 
invertido la situación de desigualdad sino las posiciones en el 
modelo.
De hecho, el modelo que se intenta que adopten las mujeres 
ha sido el denominado de «desigualdad temporal», ya descrito 
antes. Los hombres -superiores- son «más» o tienen «más». Un 
modelo así resulta claramente inadecuado entre dos adultos, 
dado que conduce a expectativas y demandas encubiertas que 
socavan los recursos psicológicos del hombre. Esta postura de 
dominación y mayor privilegio debería haber sido sometida a un 
ataque abierto. Ello habría sido beneficioso, en último extremo, 
tanto para el hombre como para la mujer. Pero a la mujer se la 
desalienta para que no dé inicio a este tipo de lucha.
Es más, la ética dominante le suele inducir a verse a sí 
misma y a sus intentos de conocer y actuar en base a sus 
necesidades -o de llevar su vida más allá de los límites prescri­
tos- como si estuviera atacando al hombre o intentando ser 
como él. En el fondo, la mujer cree que debe ser destructiva si 
lo intenta. En realidad, los intentos de enriquecer su vida, 
incluso en la dirección de sus intereses femeninos tradicionales, 
eran -y son aún- tergiversados como intentos de menospreciar 
o imitar al hombre. A la mujer le ha sido muy difícil llegar a 
percibir su autodesarrolloen términos distintos.
Conflicto explícito - conflicto sin límites preestablecidos
Si los subordinados no aceptan su lugar como inferiores o
secundarios, darán lugar a un conflicto explícito. Es decir, si la 
mujer asume que sus propias necesidades tienen la misma vali­
dez y procede a explorarlas más abiertamente, se considerará 
que está dando lugar a un conflicto y deberá acarrear la cruz 
psicológica de rechazar las imágenes masculinas de la «verdade­
ra feminidad». Esto puede producir malestar, ansiedad e incluso 
reacciones más severas por ambas partes. La esperanza, con 
todo, es que la interacción entre dos adultos competentes y con 
recursos pueda facilitar la satisfacción de las necesidades mu­
tuas. Hombre y mujer pueden dejar de estar sometidos a exigen­
cias no del todo conocidas o asumidas, destinadas a no ser 
satisfechas. (Las exigencias específicas a las que se ve sometida la 
mujer se tratarán con más detalle a lo largo de todo el libro.)
Para comprender la situación innecesariamente destructiva 
que se da en la familia de Sally y Don es necesario describirlos a 
ellos con un poco más de detalle. Ambos habían alcanzado la 
edad adulta con gran cantidad de recursos y posibilidades para 
su desarrollo posterior. Ambos tenían problemas bastante seme­
jantes, pero los manejaban de forma diferente. Tenían fuertes 
dudas sobre su capacidad para existir y funcionar con seguridad 
como individuos. Ambos buscaban, en cierta forma, una persona 
fuerte y protectora que les aportara soluciones a sus problemas; 
pero también estaban dispuestos a encolerizarse con tal persona. 
Aun así, los dos tenían capacidades en las que podían haber 
basado un mayor sentido de poder y seguridad individual.
En principio Sally veía en la despreocupación y sentido del 
humor de Don, en su inconsciencia ligeramente osada y aparen­
te, el ansiado camino para huir de sus propios sentimientos 
odiosos de desajuste e incapacidad y para actuar libremente y 
sin embargo con seguridad; admiraba en él las cosas que luego 
condenó. Don, por su parte, veía en la vivacidad y eficacia de 
su mujer algunos de los puntos fuertes y la seguridad que 
buscaba. Los dos podían haber «aprendido» mucho de la forma 
en la que el otro manejaba estos temas básicos, pero esto no 
suele pasar cuando una relación no consigue satisfacer las nece­
sidades importantes y responder a ellas.
En una situación de desigualdad no se anima a la mujer 
a tomarse en serio sus necesidades, a explorarlas, a intentar 
actuar en base a ellas como individuo. Se le exige que hipote­
que todos sus recursos propios y así se impide que desarrolle 
un sentimiento válido y fiable de amor propio. Se intenta que 
se concentre en las necesidades y en el desarrollo del va­
rón.
Concentrarse en el propio desarrollo y tomárselo en serio es 
bastante difícil para cualquier ser humano. Pero, como se ha 
demostrado recientemente en diferentes áreas, ha sido aún más 
difícil para las mujeres. A la mujer no se la anima a desarrollar­
se todo lo posible y a experimentar el estímulo, el dolor, la 
ansiedad y la incertidumbre que implica dicho proceso. Más 
bien se intenta que evite el autoanálisis y se concentre en 
formar y mantener una relación con una sola persona. De 
hecho, se pretende que crea que si pasase por la lucha mental y 
emocional del autodesarrollo el final sería desastroso; estaría 
comprometiendo la posibilidad de mantener alguna relación 
íntima. Este castigo, esta amenaza de aislamiento, resulta into­
lerable para cualquiera. En el caso de la mujer, la realidad lo ha 
convertido en cierto: no es en absoluto imaginario.
Para evitar este resultado, la mujer se ve empujada a hacer 
dos cosas. Primero, se la aparta de la posibilidad de explorar y 
expresar sus necesidades (bajo la amenaza de un espantoso 
aislamiento o conflicto, no sólo con los hombres sino con todas 
las instituciones establecidas y con su propia imagen interior de 
lo que significa ser una mujer). Segundo, se la empuja a «trans­
formar» sus propias necesidades. Esto suele implicar una inca­
pacidad automática e imperceptible de reconocer sus propias 
necesidades como tales. Llegan a verlas como si fueran idénti­
cas a las de los demás; casi siempre varones o niños. Si la mujer 
puede sobrellevar esta transformación y satisfacer las necesida­
des que percibe en los demás, entonces, según cree ella, se 
sentirá cómoda y realizada. Las que puedan hacerlo se encon­
trarán aparentemente más a gusto con las estructuras sociales. 
El problema es que se trata de una transformación precaria;
pende de un hilo muy fino y yo he visto gente que, por así 
decirlo, ha roto este hilo.
Un ejemplo extremo de esta transformación es el que sugie­
ren los estudios sobre familias de personas que padecen formas 
extremas de problemas psicológicos, los denominados esquizo­
frénicos. En tales familias, los padres, especialmente las ma­
dres, parecen percibir sus propias necesidades conflictivas e 
irresolutas como si, en cierto sentido, fueran las del niño. Estos 
estudios nos llevan a suponer que tales familias no representan 
sucesos idiosincrásicos, sino más bien ejemplos intensificados 
de una situación que existe en todos los casos.
Así, podría no ser accidental el hecho de que en los años 
anteriores al replanteamiento actual de la posición de la mujer 
se informara en la literatura psiquiátrica de que casi todos los 
trastornos psicológicos mayores eran «causados» por una «ma­
dre dominante» y un «padre débil e ineficaz». Esto se afirmó de 
la esquizofrenia, la homosexualidad, la delincuencia, la aliena­
ción juvenil y casi todos los demás problemas psicológicos o 
sociales. En la medida en que tales observaciones fueran váli­
das, probablemente reflejaban la presión sobre las necesidades 
en conflicto entre hombres y mujeres. Posiblemente indicaban 
de forma especial el hecho de que a la mujer se la anima a 
buscar la satisfacción de todas sus necesidades en la familia y 
a la vez a transformarlas, a intentar creer que no le pertenecen a 
ella sino a alguien más.
Todo lo anterior se desvelará y explorará con más detalle en 
los capítulos siguientes. Primero quisiera enfocar nuestra trági­
ca situación desde otro punto de vista privilegiado.
La importancia de la gente no importante
Hemos visto que a medida que una sociedad enfatiza y 
valora ciertos aspectos del espectro total de posibilidades hu­
manas más que otros, los aspectos valorados se asocian íntima­
mente con el ámbito del grupo dominante y se limitan a éste. 
Algunos otros elementos quedan relegados a los subordinados. 
Si bien puede tratarse de partes necesarias de la experiencia 
humana, no son las que valora esa sociedad en concreto. Es 
más, a los subordinados no les resulta fácil llamar la atención 
sobre esta distribución.
Varios escritores de raza negra se han referido a esta expe­
riencia. Han dicho que a medida que la historia americana, 
siguiendo la tradición de la historia occidental, ha ido valoran­
do el intelecto y las funciones ejecutiva y administrativa, el 
trabajo físico se ha visto relegado al terreno de los negros y los 
blancos de clase baja. Al mismo tiempo, a las personas que se 
dedican a tareas manuales se les suele considerar como los 
miembros menos integrados de la sociedad. Así nos encontra­
mos con el mito de las proezas sexuales de los negros o la 
imagen del camionero rudo y encallecido. El mismo proceso 
actúa en relación a la mujer porque el ámbito de la biología -el 
cuerpo, el sexo y la maternidad- le pertenece. También le son 
relegadas las interacciones primarias con los niños y las cosas 
infantiles en general.
Ya mencioné antes que a los subordinados se les suelen 
asignar las tareas menos valoradas. Es interesante darse cuenta 
de que éstas casi siempre implican la satisfacción de necesida­
des corporales. Se espera de ellos que hagan placenteras, orde­
nadas o limpias aquellas partes del cuerpo que se perciben 
como desagradables, desordenadas o sucias. (Un ejemplo super­ficial es la provisión de ropa limpia; otro menos superficial es la 
provisión de un necesario desahogo sexual.)
Parece posible que Freud tuviera que descubrir la técnica 
especializada del psicoanálisis porque hay partes cruciales de la 
experiencia humana que no se satisfacen de forma abierta y 
socialmente aceptable en el seno de la cultura de un grupo 
dominante. Es decir, los dominadores no pueden satisfacer a 
los propios dominadores. Estos ámbitos de la experiencia le han 
sido relegados consecuentemente a la mujer.
¿De qué se ha estado ocupando en realidad el psicoanálisis? 
En primer lugar Freud se centró en las experiencias corporales, 
sexuales e infantiles, y afirmó que resultaban de una importan­
cia crucial pero oculta. La teoría psicoanalítica más reciente 
tiende a acentuar los temas más profundos referentes a los 
sentimientos de vulnerabilidad, debilidad, dependencia y las 
conexiones emocionales básicas entre un individuo y los demás. 
Es decir, el psicoanálisis se ha comprometido de algún modo a 
fomentar el reconocimiento de estos aspectos trascendentes de 
la experiencia humana. Y creo que lo ha hecho sin darse cuenta 
de que esas áreas de la experiencia podrían haberse mantenido 
fuera de la conciencia de la gente en virtud de su disociación 
radical del hombre y su asociación con la mujer. No se trata de 
que los hombres no tengan experiencia en dichas áreas. Como 
ha señalado el psicoanálisis, se trata de experiencias humanas 
significativas. En realidad implican las necesidades de la propia 
experiencia humana. Se podría incluso decir que llegamos a 
«necesitan) psicoanálisis justamente porque ciertas partes esen­
ciales de la experiencia masculina han sido muy problemáticas 
y por lo tanto han permanecido desconocidas, inexploradas y 
negadas.
La mujer, por tanto, se convierte en la «portadora» social de 
ciertos aspectos de la experiencia humana total: aquellos que 
permanecen por resolver. (Esta es una de las razones por las
que debe ser maltratada y degradada.) El resultado de tal proce­
so es el de impedir al hombre que integre completamente tales 
áreas en su propia vida. Estas partes de la experiencia han sido 
apartadas del terreno del intercambio franco y abierto y relega­
das cada vez más a un terreno fuera de la conciencia completa, 
en el que adoptan todas clases de atributos aterrorizantes. Dado 
que la mujer ha sido menos capaz de manifestar su experiencia 
y sus preocupaciones que el hombre, no ha podido reintroducir 
esos elementos en el intercambio social normal.
Hemos afirmado que nuestra tradición cultural ha acentua­
do ciertas potencialidades humanas, y lo hemos considerado 
muy importante. Quizás inicialmente estas capacidades relati­
vas a «administrar» y superar los riesgos percibidos en el entor­
no físico parecieron menos valiosas. Sea cual sea su origen, se 
convirtieron en muy valoradas y fueron elaboradas por las 
culturas dominantes. Tenían que cultivarse a cualquier precio; 
las tendencias que interferían con ellas habían de ser apartadas 
y domesticadas o «dominadas».
Los aspectos que parece más necesario dominar son aque­
llos que se perciben como incontrolables o como pruebas de 
debilidad e indefensión. Aprender a dominar la pasión y 
la debilidad resulta ser una de las tareas más importantes para 
hacerse un hombre. Pero la sexualidad, precisamente debido a 
su prevalencia y al intenso placer que procura, puede convertir­
se en un área amenazadora, en algo que socave los controles 
cuidadosamente desarrollados. Igual de amenazador resulta el 
terreno de las «relaciones objetales», es decir, la implicación 
intensa con personas de ambos sexos. De hecho, los hombres se 
sienten fuertemente atraídos hacia otras personas, sexualmente 
y en un sentido emocional más completo; pero han erigido 
potentes barreras en contra de esta atracción. Y creo que aquí 
reside la mayor fuente de su miedo: que la atracción les reduzca 
a una masa o estado indiferenciado gobernado por la debilidad, 
la vinculación emocional y/o la pasión, y que pierdan así su 
ansiada y bien merecida condición de hombría. Esta amenaza, 
creo, es la más intensa de las que plantea la igualdad, pues no se
percibe sólo como tal sino como forma total de despojar a la 
persona.
Gran parte de los ensayos sobre literatura, filosofía y cien­
cias sociales se centran en la falta de conexión entre nuestras 
instituciones. Existe una preocupación muy extendida sobre 
nuestra incapacidad para organizar los frutos de la tecnología y 
dotarlos de una finalidad humana; éste es, quizás, el problema 
fundamental de la cultura dominante. Pero las finalidades hu­
manas se han asignado tradicionalmente a las mujeres; en reali­
dad las vidas de éstas han estado siempre ocupadas por dichas 
finalidades. Cuando las mujeres han planteado cuestiones que 
reflejaban sus preocupaciones, éstas se han dejado de lado y 
etiquetado como cosas triviales. De hecho, tanto ahora como en 
el pasado, estos temas son todo menos triviales; más bien se 
trata de importantes problemas no resueltos por la cultura 
dominante en su conjunto, cargados de asociaciones temidas. 
La acusación de trivialidad es, con toda probabilidad, una 
defensa masiva, dado que estas cuestiones amenazan con la 
reemergencia de aquello que se ha negado y sellado bajo 
la etiqueta de «hembra».
Planteándolo de otra forma podríamos preguntamos, «en el 
renacimiento actual del movimiento feminista, ¿qué temas han 
aparecido?» ¿No son, en muchos casos, manifestaciones del 
hecho de que la mujer es la portadora de estas necesidades 
humanas en el grupo social como conjunto? ¿De qué se han 
quejado las mujeres tras muchos años, recibiendo el mayor 
número de críticas por hacerlo así? En este punto, las portavo­
ces más radicales de las mujeres han acentuado sus objetivos 
con la mayor claridad:
1. Franqueza fisica. - Hablar abiertamente respecto al propio 
cuerpo -para saber cosas acerca de él y de cómo funciona- tiene 
como meta mantenerse en contacto con él en lugar de controlarlo 
o pretender que se controla. También se da un firme rechazo de 
cualquier forma de control externo del cuerpo femenino, desde el 
control sexual directo a las sanciones legales.
2. Franqueza sexual. - El conocimiento explícito sobre te­
mas sexuales es una necesidad apremiante, igual que lo es la 
redefinición de la sexualidad femenina en relación a sí misma, 
en lugar de serlo en la forma percibida por el hombre. Un 
aspecto importante de este objetivo es la eliminación del rol de 
objeto sexual, y un mayor énfasis en la conexión entre significa­
dos sexuales, personales y emocionales.
3. Franqueza emocional. - La manifestación abierta de 
sentimientos de vulnerabilidad y debilidad (especialmente), 
que en general no resulta bien vista por la cultura dominante, es 
esencial para la salud mental. Al mismo tiempo, la mujer desea 
expresar abiertamente su sentido del poder, cosa que, cierta­
mente, no le ha resultado fácil.
4. Desarrollo humano. - La responsabilidad del cuidado y 
fomento del desarrollo humano se ha abordado tradicionalmen­
te desde el punto de vista de los niños y quién debía cuidarlos. 
En este momento es más una cuestión de cómo nosotros, en 
tanto que personas, hemos de responder del debido cuidado y 
crecimiento de todas las personas, niños y adultos.
5. Función asistendal. - La redistribución de la responsa­
bilidad de la asistencia a los demás es una necesidad imperiosa. 
Tales servicios asistenciales suelen referirse a necesidades cor­
porales (tales como hacer el café de la oficina), pero se amplían 
a los temas del servicio a los demás en formas psicológicamente 
muy básicas y esenciales.
6. Cosificación. - Muchas mujeres se han opuesto encona­
damente a la cosificación, no sólo sexual sino de cualquier tipo. 
Ya no desean ser tratadas como si fueran «cosas» en ningún 
aspecto de la vida.
7. Sociedad humanizante. - «Emocionalizar» y, por lo tan­
to, humanizar nuestra forma de vida y nuestras instituciones 
significaver y expresar las cualidades emocionales inherentes a 
toda experiencia.
8. Igualdad privada y pública. - Hay una exigencia crecien­
te de estilos de vida igualitarios, de responsabilidad mutua y 
más cooperativos, que reemplacen a los que prevalecen actual­
mente en la esfera pública y privada, que se orientan a la domi­
nación y a la competitividad. Los conceptos de jerarquía, con­
trol y «distanciamiento» de la gente se están cuestionando.
9. Creatividad personal. - El derecho a participar en la 
creación de la propia cualidad de persona es especialmente 
importante, y se contrapone a aceptar la forma y el contenido 
que nos es prescrito por el grupo dominante.
Esta lista de temas sugiere una propuesta interesante y prome­
tedora: la sociedad regida por el hombre, a medida que proyecta­
ba en el ámbito femenino alguna de sus exigencias más conflicti­
vas y problemáticas, puede haber delegado simultánea e 
inadvertidamente en la mujer no las «necesidades más bajas» de 
la humanidad, sino las «más elevadas», es decir, la cooperación y 
creatividad intensa y emocionalmente integrada necesaria para la 
vida y el crecimiento humano. Es más, es la mujer la que hoy en 
día percibe que debe exigirlas consciente y explícitamente si aspi­
ra a alcanzar siquiera los inicios de su integridad personal.
La mujer, en muchos sentidos, ha «llenado» estas necesida­
des esenciales todo este tiempo. Precisamente por ello, ha desa­
rrollado los cimientos de ciertas cualidades psicológicas extre­
madamente valiosas, que apenas empezamos a comprender. 
Espero que el conocimiento adquirido en las diversas áreas de 
estudio pronto nos ayude a esquematizar tales recursos y su 
funcionamiento dinámico en términos más ricos y precisos. En 
la parte que sigue quisiera describir brevemente algunas de 
estas características psicológicas tal como se encuentran en la 
experiencia de la psicoterapia.
También sugeriré que, si bien el psicoanálisis ha atravesado 
dos etapas históricas en cuanto a sus contenidos principales, los 
problemas que aparecen en la lista de las preocupaciones actua­
les de las mujeres podrían estar señalando una «tercera etapa» 
que el propio psicoanálisis aún no ha definido. Una forma 
simplista de definirla sería decir que el psicoanálisis ha estado 
haciendo «trabajo de mujer», pero no lo ha reconocido como 
tal. Tenía que hacer este «trabajo de mujer», pues la cultura 
dominante no lo hacía ni lo tomaba en consideración. Ahí 
residen sus problemas.
Segunda parte: mirando en ambas direcciones
Más allá de la desigualdad, la mujer mantiene una relación 
más compleja con la sociedad masculina. No sólo se la ha 
tratado desigualmente -en cierto sentido como a muchos otros 
grupos de gente definidos socialmente como subordinados- sino 
que ha mantenido una dinámica especial y más total.
Resulta de la mayor importancia acentuar que todas las 
características psicológicas que se comentarán en esta sección 
tienen dos aspectos. Se trata de cualidades que, en este momen­
to, se encuentran más desarrolladas en las mujeres como grupo. 
En una situación de desigualdad e indefensión, estas característi­
cas pueden llevar al sometimiento y a una serie de complejos 
problemas psicológicos, tal como intentaremos demostrar. Por 
otra parte, el diálogo se produce siempre con el futuro. Estas 
mismas características representan potencialidades que pueden 
aportar un marco nuevo que tendría que ser inevitablemente 
diferente del de la sociedad masculina dominante. Bernard S. 
Robbins fue el primero en adelantar la idea de que las caracterís­
ticas psicológicas de la mujer se mantienen más próximas a 
determinados aspectos esenciales y son, por lo tanto, fuentes de 
fuerza y la base de una forma de vida más avanzada.1
He etiquetado estas características como «fuerzas» porque éste
1. No he seguido todas las ideas de Robbins sino que presento observaciones de mi 
propio trabajo. Las ideas de Robbins se vieron en un simpósium psicoanalítico en 1950, 
período aciago para la mujer. Es interesante observar que el colega al que se le pidió que 
comentara el artículo respondió ridiculizándolo y menospreciándolo. Sólo se podían 
conseguir copias de las actas del simpósium y nunca se publicaron. Bernard S. Robbins, 
«The Nature of Feminity», Proceedings o f Symposium on Feminine Psychology, patrocina­
do por el Comprehensive Course in Psychoanalysis (Nueva York, New York Medical 
College, 1950).
es un punto que quisiera acentuar. Hasta ahora se han venido 
denominando «debilidades», e incluso las propias mujeres las han 
interpretado como tales. Tal designación ha formado parte de la 
devaluación y el oscurantismo asociados a ellas.
Los temas tratados en esta parte guardan un paralelismo 
sugerente con el tema que más preocupa en el estado actual del 
pensamiento psicoanalítico. Los psicoanalistas de hoy en día se 
ocupan de los orígenes y la naturaleza del sentimiento individual 
más básico de conexión con otros seres humanos. Los temas que 
más interesan son las denominadas «necesidades de dependen­
cia» (expresión discutible), el desarrollo de la autonomía y/o 
independencia y el tema de los sentimientos básicos de debilidad y 
vulnerabilidad. (Otto Kernberg y Harry Guntrip, por ejemplo, son 
dos de los autores psicoanalíticos que se ocupan de esta área. 
Entre otros se han contado Harry S. Sullivan, Frieda Fromm- 
Reichmann y W. D. R. Fairbairn.) No intentaré analizar este 
paralelismo con detalle, ni discutir estos temas en los términos 
psicoanalíticos habituales, sino que me limitaré a sugerir que 
todos ellos están estrechamente vinculados y asociados con el 
lugar asignado a la mujer según nuestra forma social y psicológi­
ca de estructurar la vida. De hecho, creo que los propios términos 
en los que conceptualizamos estos temas reflejan que su origen 
está en una situación en la que la mujer ha desempeñado un papel 
clave pero sumergido. En el próximo capítulo demostraremos que 
los intentos femeninos de enfrentarse a estos temas conducen al 
punto central de lo que podría ser el próximo estadio, aún no 
definido, del psicoanálisis o de la teoría psicoanalítica.
Lo que intentaré es contemplar las complejidades de la teoría 
psicológica desde lo que es, de hecho, un lugar estratégico total­
mente diferente; que se inicia con la consideración de algunas de 
las características de la mujer. Empezaremos este análisis por un 
nivel descriptivo simple y volveremos para recapitular sobre algu­
nas de las complicaciones que le siguen. Cuando lo hayamos 
conseguido, podremos estar en posición de entender mejor las 
dinámicas que contribuyen a crear y mantener la situación 
actual; o, en su caso, a cambiarla.
4
Fuerzas
Vulnerabilidad, debilidad, indefensión
En la psicoterapia de hoy en día se adjudica un lugar central 
a los sentimientos de debilidad, vulnerabilidad e indefensión, 
así como a su correlato habitual; el sentimiento de necesidad. 
Se trata de sentimientos que todos conocemos, dado el largo 
período necesario para el desarrollo madurativo del ser huma­
no en nuestra sociedad y las dificultades y falta de apoyo que la 
mayoría de nosotros sufrimos durante la infancia y la vida 
adulta. Estos sentimientos son, por supuesto, de lo más desagra­
dable -llevados al extremo resultan terroríficos- y varias escue­
las de pensamiento psicoanalítico postulan que son las causas 
profundas de algunas «patologías» mayores. En la sociedad 
occidental se enseña al hombre a temer, aborrecer o negar que 
pueda sentirse débil o indefenso, mientras que a la mujer se la 
anima a cultivar este estado. El primer punto en importancia, 
sin embargo, es que estos sentimientos son comunes a todos e 
inevitables, incluso aunque nuestra tradición cultural pretenda 
de forma poco realista que los hombres los descarten en lugar 
de reconocerlos.
Dos ejemplos breves sirven para mostrar este contraste. A 
Mary, una joven asistente sanitaria con talento y recursos y dos 
hijos se le ofreció un puesto nuevo de mayor responsabilidad.Se trataba de dirigir un equipo encargado de poner en práctica 
un enfoque innovador de atención al paciente. Significaba una 
mayor competencia para los miembros del equipo, y para Mary
un trabajo más difícil de coordinación y negociación de las 
ansiedades y dificultades del equipo. Su reacción inmediata fue 
la de preocuparse por su capacidad de llevar a cabo el proyecto; 
se sentía débil e indefensa ante una tarea formidable. A veces se 
convencía de que era totalmente incapaz de hacer el trabajo y 
quería rechazar la oferta.
Sus preocupaciones estaban justificadas hasta cierto punto, 
pues el puesto de coordinadora del equipo era difícil y exigente, 
y sólo debía aceptarse tras una rigurosa autoevaluación. Ella, 
sin embargo, era una mujer sumamente capaz y había demos­
trado la destreza necesaria. Pero mantenía ciertos problemas 
típicamente femeninos; tenía problemas para admitir sus pun­
tos fuertes y los perdía de vista con facilidad. La aceptación 
abierta de su propia competencia significaría la pérdida de esa 
imagen débil de niña pequeña en la que se apoyaba a pesar de 
su obvia inexactitud. Si bien un cierto miedo respecto a su 
trabajo parecía justificado, su reticencia a abandonar la vieja 
imagen exageraba sus temores.
Por otra parte, un hombre, Charles, también muy cualifica­
do, tuvo la oportunidad de aceptar un trabajo de mayor nivel, y 
se sintió muy satisfecho. El trabajo, en cuanto a sus requeri­
mientos administrativos y responsabilidades, era muy similar 
al de Mary, e igualmente exigente. Justo antes de aceptarlo 
desarrolló ciertos síntomas físicos bastante graves de los que no 
hablaba. Sin embargo, su esposa Ruth sospechaba que eran 
causados por la ansiedad que le provocaba enfrentarse a las 
tareas que tenía por delante. Conociéndolo bien, no mencionó 
el problema directamente, pero inició la conversación de la 
única forma que creía posible. Sugirió que quizá fuera buena 
idea introducir algunos cambios en su régimen alimentario, 
horarios y estilo general de vida. La reacción inicial de él fue de 
ira; la desdeñó diciéndole sarcásticamente que dejara de moles­
tarle. Más adelante admitió ante sí mismo y ante ella que 
cuando se sentía más inseguro de sus capacidades y más necesi­
tado de ayuda reaccionaba con ira; especialmente si parecía que 
alguien percibía su estado de necesidad.
Afortunadamente, Charles intenta denodadamente superar 
las barreras que le impiden reconocer tales sentimientos. Los 
esfuerzos de su esposa abrieron la posibilidad de enfrentarse a 
ello. El no podría haber iniciado el proceso por sí mismo. Ni 
siquiera pudo responder inmediatamente a su inicio excepto en 
esta ocasión, justo después de haberse sorprendido negándolo. 
Ruth podría haber permanecido fácilmente rechazada, herida, 
y resentida, y la situación podría haber escalado hacia la ira y la 
recriminación mutua justo cuando él se sentía más vulnerable, 
indefenso y necesitado.
También es importante advertir que Ruth no estaba siendo 
recompensada por su esfuerzo. Más bien se la hacía sufrir por él 
mediante la ira y el rechazo. Este es un pequeño ejemplo de 
cómo las cualidades valiosas de la mujer no sólo no se recono­
cen sino que se penalizan. En este caso, Ruth no fue capaz de 
manifestar abiertamente sus percepciones. Tuvo que emplear 
«truquitos femeninos». Ciertas cualidades importantes, como 
la comprensión de las vulnerabilidades humanas y el ofreci­
miento de ayuda, pueden resultar disfuncionales en las relacio­
nes tal como están estructuradas en este momento, y pueden 
hacer que una mujer sienta que debe estar equivocada.
No hay ninguna sociedad en la que la persona -varón o 
hembra- aparezca en escena en un estado adulto total. Una 
parte necesaria de toda experiencia es el reconocimiento de las 
propias debilidades y limitaciones. La más valiosa de las cuali­
dades humanas -la capacidad de crecimiento psicológico- es 
necesariamente un proceso continuo, que conlleva sentimientos 
de vulnerabilidad durante toda la vida. Como muestra el ejem­
plo de Charles, los hombres han sido condicionados para temer 
y odiar la debilidad, para intentar deshacerse de ella inmedia­
ta y, a veces, desesperadamente. Esto, según creo, representa un 
intento de distorsionar la experiencia humana. Es necesario 
«aprender», en un sentido emocional, que estos sentimientos 
no son vergonzosos o aborrecibles sino que el individuo puede 
avanzar partiendo de ellos, siempre que se experimenten como 
lo que son. Sólo entonces puede aspirar la persona a encontrar
caminos adecuados que le conduzcan hacia nuevas fuerzas. 
Junto con estas nuevas fuerzas aparecerán nuevas áreas de 
vulnerabilidad, pues la invulnerabilidad absoluta no existe.
El hecho de que las mujeres son más capaces que los hom­
bres de admitir conscientemente sentimientos de debilidad o 
vulnerabilidad es obvio, pero no hemos admitido aún la impor­
tancia de esta habilidad. La capacidad, realmente mucho ma­
yor, que tiene la mujer para tolerar tales sentimientos -que la 
vida en general y nuestra sociedad en particular genera en todos 
nosotros- es muy positiva. Muchos adolescentes y varones 
jóvenes parecen estar sufriendo especialmente por la necesidad 
de escapar de esos sentimientos antes de experimentarlos. En 
ese sentido la mujer, tanto superficial como profundamente, 
está mucho más en contacto con esas experiencias vitales bási­
cas; con la realidad. Al mantener un contacto más directo con 
esta condición humana fundamental, al tener que defender y 
negar menos, la mujer está en una posición que le permite 
comprender la debilidad con mayor presteza y aprovecharla 
productivamente.
En resumen, nuestra sociedad, si bien hace que los hombres 
se sientan débiles en muchos aspectos, hace que las mujeres se 
sientan aún más débiles. Pero dado que ellas «conocen» la 
debilidad, pueden ser sus «portadoras» y convertirse en las 
creadoras de una concepción diferente de ella y de los caminos 
adecuados para evitarla. Las mujeres, al emprender su propio 
viaje, pueden despejar el paso a los demás.
Hasta ahora, las mujeres, que ya eran fuertes en muchos 
sentidos, tenían dificultades para admitirlo. Mary, la mujer del 
ejemplo, demuestra este problema. Pero incluso cuando la debi­
lidad es real, la mujer puede avanzar hacia la fuerza y la destreza 
una vez que es capaz de convencerse de que es correcto abando­
nar la creencia en lo acertado de la debilidad. Unicamente quien 
entienda a la mujer puede comprender cómo funciona este ele­
mento psíquico, hasta qué punto el miedo a no ser débil puede 
extenderse e influir, y cuán persistentemente puede manifestar 
sus efectos sin que se le reconozca por lo que es. Es muy difícil
para el hombre, con sus temores a la debilidad, entender por qué 
la mujer persiste en ella y que no puede significar lo mismo que 
para él.
Aquí se plantea otro aspecto social. El hecho de que estos 
sentimientos se asocien generalmente con ser «femenina» -lo 
contrario de «viril»- se utiliza para reforzar la humillación 
sufrida por cualquier hombre que admita tales experiencias. La 
mujer, mientras tanto, aporta todo tipo de apoyo personal y 
social para ayudar al hombre a seguir adelante y evitarle a él y a 
la sociedad entera tener que admitir que se necesitan ciertos 
cambios. Es decir, toda la interacción hombre-mujer contribuye 
así a diluir la obligación de enfrentarse con las deficiencias de 
nuestra sociedad. Todos experimentamos una cantidad excesi­
va de peligros a medida que intentamos crecer y abrimos paso a 
través de las circunstancias difíciles y amenazadoras en las que 
vivimos. Al final todos perdemos, pero la derrota se mantiene 
oculta.
Podremos entender mejor la situación de Charles si nos 
preguntamos «¿qué quería realmente?» Igual que mucha gente 
quería, al menos, dos cosas. Y no sólo eso, sino que las creía 
esenciales para su sentido de identidad. Quería, en primer 
lugar, enfrentarse, a cualquier situación sintiéndose «como un 
hombre», o sea, fuerte, autosuficientey totalmente competente. 
Se exigía a sí mismo sentirse siempre así. Experimentaba cual­
quier cosa que no fuera eso como una amenaza a su virilidad. 
Una exigencia así es en extremo irrealista, pues todos nos 
enfrentamos a muchos retos en esta vida y es seguro que experi­
mentaremos dudas.
A la vez que quería mantener esta imagen de sí mismo, 
Charles albergaba el deseo aparentemente contradictorio de 
que su mujer resolviera las cosas por él de forma tan mágica y 
disimulada que él nunca fuera consciente de sus debilidades. 
Tenía que hacerlo sin que se lo pidieran, era esencial que él no 
tuviera que pensar ni hablar nunca de ello. El hecho de que 
Ruth no lo consiguiera inmediatamente era la causa profunda 
de su cólera hacia ella.
Ella era partidaria de intentar resolver el problema y, de esta 
forma, le traía a la memoria su sentimientos de debilidad y 
vulnerabilidad. Incluso aunque no hubiera hecho nada, su sola 
presencia le hubiera forzado a enfrentarse a la frustración de su 
deseo de cuidado absoluto. Este tipo de deseo predomina en 
mucha gente y existe, hasta cierto punto, en la mayoría. En la 
medida en que la mujer viva bajo la prescripción de complacer 
y servir al hombre será objeto de tal deseo. A la vez, será 
incapaz de participar en la confrontación y cooperación mutua 
que puede ayudarla a ella y a los demás a encontrar formas de 
crecimiento más allá de esta etapa. La esperanza es que estos 
deseos puedan superarse e integrarse a un nivel más satisfacto­
rio a medida que uno desarrolla un sentido creciente de las 
propias fuerzas y una fe creciente en los demás. Para esta tarea 
necesitamos a los demás durante toda la vida; en la edad adulta 
no menos que en la infancia.
Inicialmente Ruth se ofrecía a dar un paso en esta dirección; 
intenta de corazón ayudar a Charles y luchar a su lado. Pero él 
no podía aceptarlo. Su rechazo demuestra, a pequeña escala, 
cómo puede una mujer llegar a pensar que ha fracasado incluso 
en el papel tradicional de esposa. Dado que gran parte de su 
sentido de valía se basaba en dicho papel, una experiencia de 
este tipo podía socavar fácilmente su autoconfíanza. Estaba 
dispuesta a creer que su marido, en cuanto hombre, tenía razón 
y ella no. En resumen, si los miembros del grupo dominante -o 
sea, los hombres- fingen que no tienen sentimientos de insegu­
ridad, las subordinadas (las mujeres) no pueden cuestionar tal 
pretensión. Es más, es responsabilidad de ellas satisfacer estas 
necesidades del grupo dominante para que sus miembros pue­
dan continuar negando sus sentimientos. El hecho de que tales 
emociones estén presentes en todos y se intensifiquen ante los 
problemas de nuestra sociedad, hace que una situación difícil se 
convierta en casi imposible.
En algunas parejas puede parecer que la mitología «funcio­
na». Ambas partes saben, hasta cierto punto, qué está pasando 
y se llega a un equilibrio lo bastante satisfactorio como para
mantener el statu quo. La mujer, considerando las alternativas 
que se le ofrecían hasta ahora fuera del matrimonio, estaba 
dispuesta a aceptar la situación. Estos matrimonios, sin embar­
go, pueden crear en las mujeres otro tipo de reacción.
En tales situaciones la mujer puede ser muy sensata en 
ciertos sentidos, pero, por muchas destrezas que tuviera, sólo 
conoce la mitad de la historia, o a veces menos. Suele conocer 
bien los puntos débiles de su marido, para los que aporta el 
debido apoyo. Pero incluso si tales mujeres parecen funcionar 
bien en el contexto del hogar, van desarrollando la sensación de 
que, igual que conocen sus debilidades, ellos deben tener áreas 
de fuerza totalmente desconocidas, destrezas importantes que 
les permiten funcionar en «el mundo real». Este elemento se 
hace cada vez más ajeno a la mujer; adopta la forma de una 
capacidad casi mágica que ellos tienen y ellas no.
Las mujeres llegan a veces a considerar esta cualidad mascu­
lina como algo en lo que deben creer, les da un sentido básico 
de apoyo. Muchas mujeres desarrollan una gran necesidad de 
creer que tienen un hombre fuerte al que poder volverse en 
busca de seguridad y confianza en el mundo. Si bien puede 
parecer improbable, esta creencia en la fuerza mágica del hom­
bre se da junto con el conocimiento íntimo de las debilidades 
de las que ellas los protegen.
No se trata sólo de que la mujer quede obviamente excluida 
de la adquisición de experiencia en el mundo del trabajo, sino 
que llega a creer realmente que hay alguna destreza o factor 
especial e innato que se le escapa, y que debe inevitablemente 
escapársele. El hecho de que a las mujeres se les impida ponerse 
a prueba a sí mismas fomenta e incrementa la necesidad de que 
los hombres tengan esa cualidad concreta. La mayoría de muje­
res pasan por un condicionamiento vitalicio que les induce a 
creer en este mito.
Esta creencia es una (y sólo una) de las manifestaciones que 
psiquiatras y académicos han interpretado como prueba de la 
«envidia del pene». Esta percepción podría haberse visto fo­
mentada por la forma en que la mujer habla de esta «cuali­
dad masculina» como si fuera mágica o inalcanzable. Algunos 
hombres (tal vez aquellos con más autoconciencia de la que yo 
les he presupuesto en estas páginas), sabiendo que no poseen 
ninguna capacidad extraordinaria que le falte a la mujer, han 
establecido una explicación basada en la diferencia física más 
notoria: el pene.
La verdad parece mucho más sencilla: la única cosa que le 
falta a la mujer es práctica en el «mundo real», además de la 
oportunidad de practicar y la creencia de toda la vida de que 
una tiene el derecho a hacerlo. Una afirmación tan simple, sin 
embargo, abarca una gran cantidad de complejas consecuencias 
psicológicas.
Nuevos caminos para alejarse de la debilidad. Este statu 
quo se trastoca cuando uno admite su debilidad en público. El 
hecho de reconocer los sentimientos de debilidad y vulnerabili­
dad resulta nuevo y original. El paso siguiente -la idea de que la 
mujer no ha de seguir siendo débil- es aún más amenazador. La 
pregunta de qué puede hacer la mujer para escapar de la debili­
dad resulta difícil. En este punto la mujer cae inmediatamente 
en dicotomías que pueden resultar muy graves.
Al reconocer sus debilidades, la mujer emprende, ante todo, 
una acción arriesgada. En el momento en que añade «ahora me 
siento débil, pero intento apartarme de ello», demuestra una 
gran fuerza; una modalidad de fuerza que le resulta especial­
mente difícil al hombre. Eso ya resultaría bastante difícil para 
él, pero además la mujer amenaza con quitarle ciertos derechos 
clave. Es difícil soportar que alguien te quite derechos, pero lo 
es aún más cuando has fingido que no los necesitas.
Aunque la verdadera debilidad es un problema para todo ser 
humano, la mayor dificultad de la mujer radica más bien en 
admitir las fuerzas que ya tiene y en permitirse emplear tales 
recursos. A veces ya tiene los recursos necesarios, o una base 
clara sobre la cual construirlos. En tales casos suele aparecer 
ansiedad. De hecho, la ansiedad aumenta ante la oposición de 
las instituciones y las personas cercanas. La mujer se enfrenta a
obstáculos de diferente índole: no sólo intrapsíquicos proceden­
tes de su pasado -que la llevan a temer a sus propias fuerzas- 
sino también reales.
Cuando la mujer, en lugar de creer que debería tener las 
cualidades que atribuye al hombre, empieza a percibir formas 
de fuerza basadas en sus propias experiencias vitales, se suele 
encontrar con nuevas definiciones de tales fuerzas. Un ejemplo 
de dichas fuerzas trasladadas a una forma social es el sistema de 
defensa de la paciente desarrollado en algunos centros de salud 
femeninos.
Casi todo el mundo sabe que ir al médico es una perspectiva 
temible. Además de los temores respecto a la enfermedad y a 
sus posibles implicaciones, la visita al médico suele tocar aspec­
tos más profundos de vulnerabilidad, mutilación y muerte. Las 
mujeres han reconocido que les es muy difícil enfrentarse

Continuar navegando