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LA MALDICIÓN DE DUNWICH Marc Barqué Cruzando Massachussetts, el viajante puede penetrar en una accidentada comarca, repleta de siniestras montañas abovedadas que circundan tenebrosos valles, agujereada por abundantes barrancos, ataviada con espesos bosques y bañada en zonas pantanosas que albergan una variada y peligrosa fauna invertebrada. A aquella comarca, aún muy despoblada, llegaron varias familias procedentes de Salem, huyendo del oscurantismo religioso que estaba perpetrando una caza de brujas con lo que, con el paso del tiempo, se recordaría como los Juicios de Salem. Algunos escapaban por miedo al fanatismo, pues pensaban que cualquiera podía ser objeto de acusaciones; otros, porque alguna mujer de su familia era lo bastante excéntrica como para ser un blanco fácil de las acusaciones de brujería. Pero también había algunas personas que huían porque las acusaciones de tratos con fuerzas del inframundo, o al menos el intento de ello, no hubiesen sido del todo erróneas. Hacia la mitad de 1692, las familias Whateley, Bishop, Frye y Corey, así como sus criados y miembros aislados de otras familias de Salem, llegaron a un emplazamiento relativamente habitable. No era nada bonito, pues su vegetación era escasa y árida, y tenía un punto siniestro, porque las montañas que lo rodeaban tenían, en algunos puntos, círculos de monolitos que denotaban la realización de antiguos cultos paganos. Sin embargo, era un lugar aislado, perfecto para quienes pretendían esconderse y pasar desapercibidos. Eran alrededor de unas cuarenta personas y construyeron sus respectivas casas familiares cerca de tierras cultivables, de modo que no estaban todo lo juntas que podía esperarse de un vecindario, pero sí lo suficientemente cerca como para constituirse como un pueblo unificado. Trabajaron codo con codo en la construcción de las viviendas, en el allanamiento de algunos caminos para conectar su nuevo pueblo con las vías que llevaban hacia otros núcleos de población, en el establecimiento de puentes y el levantamiento de un molino y algunas edificaciones destinadas al almacenamiento de comida. También construyeron algunos improvisados establos para el poco ganado que los Whateley habían traído de su finca de Salem. Mientras se terminaba la construcción del pequeño pueblo, llegaron algunas personas más procedentes tanto de Salem como de aldeas del resto del condado. Algunos llegaban porque eran comerciantes en pleno viaje de negocios y paraban a descansar. Al ver que no había negocios aún en ese pueblo que ni siquiera tenía nombre, uno de esos comerciantes, el señor Osborn, oriundo de Kingsport, decidió ir a buscar a toda su familia para instalarse en el naciente pueblo y abrir una tienda de víveres. Él mismo financió la mejora de las vías de comunicación, de modo que el ya consolidado poblado quedó relativamente bien comunicado con las carreteras de Aylesbury y Arkham. Por dichas vías, durante varios meses, fueron llegando trabajadores desocupados, que se instalaron en pequeñas viviendas y se ganaban la vida trabajando las tierras de las familias fundadoras, pastando sus ganados o limpiando sus hermosas y grandes casas de estilo colonial. Cuando el pueblo ya hubo crecido y estuvo plenamente asentado, estructurado y organizado, las familias fundadoras (los Whateley, Bishop, Frey y Corey) lo bautizaron con el nombre de Dunwich. Todo iba bien en Dunwich. Llegó a tener una cantidad considerable de viviendas, y aunque nunca dejó de ser un pueblo de plano irregular, se conformó algo así como un centro, donde se concentraban varias viviendas alrededor de una sencilla plaza en cuyo extremo estaba la tienda de Osborn, en la que además de comprar comida y diversos productos domésticos, los vecinos solían iniciar breves conversaciones que terminaban de ampliar en la plaza. Los fundadores, al haber huído del fanatismo religioso de Salem, tenían cierto reparo en la cuestión de la religión, pero su religiosidad impuesta desde que nacieron y las demandas de la mayoría de colonos, los impulsaron a construir una pequeña iglesia, aún sin predicador. En efecto, pese a algunos detalles, como la falta de sacerdote (algo extraño en un pueblo de Nueva Inglaterra), todo marchaba bien. Hasta que llegaron los pocumtuk. Nadie en Dunwich sabía nada de ellos. Aparecieron una tarde en la plaza central de Dunwich. Eran diez indios ataviados con sus ropajes de bárbaros, adornados con colgantes de dientes de las bestias que habían cazado, plumas negras de cuervo y extraños símbolos dibujados con tinta negra por sus rostros y torsos. No eran muy distintos a otras tribus indias con las que otros colonos habían tenido que lidiar en otros condados, pero había algo en ellos especialmente siniestro y tenebroso. Sin duda, ése no era su primer contacto con colonos ingleses, puesto que hablaban un rutilante pero comprensible inglés. Erik y Davinia Whateley, los representantes de las familias fundadoras de Dunwich, salieron a recibir a esos perturbadores visitantes. -Saludos, visitantes. Somos los Whateley, designados representantes del Consejo que gobierna este pueblo. Sed bienvenidos. ¿Podemos hacer algo por ustedes? - habló, con mucha educación, Erik Whateley. -Fuera- dijo escuetamente el que parecía ser el jefe de la tribu. -¿Disculpe? -Fuera. Esto ser territorio pocumtuk - dijo, señalándose a él y a sus acompañantes. -Llevamos varios meses asentándonos aquí y construyendo nuestro pueblo. Más bien parece que seáis vosotros los que acabáis de llegar. -Nosotros no poblado. Pero todo nuestra casa. Vosotros fuera. - insistió el jefe pocumtuk. -No. Éste es nuestro hogar ahora. Respetaremos vuestro espacio si vosotros respetáis el nuestro. Podemos convivir. - dijo Erik, intentando mantenerse firme a la vez que apaciguador. -Vosotros marchar o morir. -No. Erik y el jefe pocumtuk se miraron fijamente durante unos segundos. Esta especie de lucha visual fue interrumpida por Dave, uno de los mozos de la mansión Whateley, que se acercó al grupo de pocumtuk mientras terminaba su botella de whisky. Era su día libre, y decidió invertirlo en degustar ese alcohol que había comprado en la tienda de Osborn con una paga extra que se había ganado por hacer horas de más en la granja Whateley. Dave no tenía ninguna intención más allá de poner paz, pero fue mala decisión acerarse a los pocumtuk con la desinhibición que le causaba el alcohol, puesto que tan rápido como puso una mano encima del hombro del jefe indio, un hacha la mutiló con un corte tan limpio como salvaje. Dave dejó caer la botella y se agarró el muñón resultante del corte mientras gritaba desesperadamente. Los vecinos de Dunwich que presenciaron aquel acto bárbaro se horrorizaron, y en ese momento, el señor Osborn, que estaba presenciando la escena desde la puerta de su tienda, disparó su revólver y acertó justo en la cabeza al pocumtuk que había mutilado a su cliente. Erik Whateley, totalmente atónito por la terrible sucesión de violencia en pocos segundos, miró a los ojos del jefe pocumtuk, viendo sorprendido cómo apenas se inmutó. Miró a su compañero caído con la misma impasibilidad que el resto de la tribu. Hizo un gesto con la mano para que cogiesen el cadáver y, una vez estuvo en brazos de uno de ellos, el grupo de pocumtuk miraron fijamente a Erik, que se sintió muy intimidado. Antes de girarse e irse, el jefe pocumtuk dijo sólo dos palabras a Erik, al que le costó oírlas debido a los gritos de Dave, que seguía retorciéndose en el suelo. Sin embargo, no cabía ninguna duda sobre las palabras que pronunció el jefe pocumtuk: “muertos todos”. Durante el resto del día, no pasó nada fuera de lo normal más allá del sentimiento de congoja e inseguridad que embargaba el ánimo de todo Dunwich. Dave estaba en mal estado, porque la herida se había infectado. Un criado de Osborn lo cuidaba en su casa, pero todos temían por su vida. Al día siguiente, el alegre murmullo que solía haber en el centro de Dunwich se había convertido en un silencio roto por lamentaciones, santiguaciones y algunos comentarios envoz baja. Por la tarde se celebró una reunión, en la que muchos vecinos declararon que ese terrible suceso y la amenaza del jefe pocumtuk bajo la que estaban viviendo era la consecuencia de no disponer de un sacerdote en el pueblo. -Al no disponer de un ministro de Dios, la gracia de Cristo no está con nosotros, y por eso hemos sido víctimas de ese grupo de paganos demoníacos. Por eso mi hijo se debate entre la vida y la muerte - dijo sollozando Rose, la madre de Dave. -¡Tiene razón! - exclamó otro vecino -. Todo pueblo debe tener su sacerdote. ¡Por Dios, somos ingleses! ¿Por qué aún no tenemos un sacerdote en Dunwich? Los representantes de las familias fundadoras, por boca del señor Whateley, declararon que sentían mucho la situación, y les prometieron que en breve tendrían un sacerdote. Edgar Frye iría al día siguiente a Arkham, para buscar algún pastor que quisiera desarrollar su labor sacerdotal en Dunwich. Pese a que habían prometido traer un sacerdote, los fundadores se sentían algo compungidos y dudaban si hacerlo o no. Su terrible experiencia en Salem, además de los rumores que iban llegando a través de los comerciantes que pasaban por Dunwich, que hablaban de ejecuciones y horribles sentencias a la hoguera, provocaban un instintivo rechazo a la presencia de un sacerdote cristiano en su pueblo, pese a que tenían claro que no podían demorar más la adquisición de uno. No obstante, la solución se presentó por sí sola, puesto que esa misma tarde, mientras los señores Whateley y Bishop volvían de una expedición por los alrededores silvanos de Dunwich para comprobar si los pocumtuk andaban cerca, cuando ya estaban cerca del pueblo, vieron a un hombre que se aceraba por la carretera de Aylesbury. Era alto, de facciones europeas del este e iba vestido todo de negro. Llevaba una bolsa colgada de un hombro y parecía cansado y sucio. Esperaron a que llegase hasta ellos y lo saludaron. -Hola, forastero. Parece usted cansado. ¿Podemos ayudarle en algo? ¿Busca un lugar donde pasar la noche? -Saludos, amables caballeros. Soy un viajante exhausto que, efectivamente, busca un refugio para esta noche, a poder ser humilde, puesto que no dispongo de demasiado dinero - respondió el recién llegado. -Permítanos que le invitemos a Dunwich, joven viajero. Yo soy el señor Whateley, y mi amigo es el señor Bishop. Somos parte de los fundadores del pueblo que le he mencionado. Hace menos de un año que fundamos Dunwich, pero ya disponemos de una posada en la que podrá pasar la noche. No se preocupe por el dinero: es nuestro invitado. -Se lo agradezco mucho y acepto la invitación. Por cierto, no puedo evitar preguntarme qué les trae por estos lares tan tarde. ¿Buscaban algo? Tal vez pueda ayudarles en pago por la ayuda que me acaban de prestar. - dijo el viajero. -Oh, no se preocupe. Hace dos días tuvimos un incidente con un grupo de indios. Ya sabe, esos choques que a veces hay entre los colonos y los salvajes. Sólo estábamos comprobando que no estén cerca del pueblo. No se preocupe. Mientras caminaban por el sendero que llevaba hasta Dunwich, estuvieron hablando del pueblo: de su fundación, de sus habitantes y de lo que aún faltaba por hacer. Al mencionar que debían ir al día siguiente a buscar un sacerdote en Arkham, el forastero demostró ser muy perspicaz. -¿Más de medio año tras la fundación y aún no tienen sacerdote? Es extraño, llevo recorriendo este continente desde hace mucho tiempo, y de lo primero que se procuran siempre los colonos es un sacerdote. Whateley y Bishop se miraron con mirada sombría, que denotaba una preocupación inconfesable. La intuición del viajero era muy aguda. -Para alguien que ha viajado tanto como yo, es muy evidente que tienen algún tipo de reparo en tener cerca algún representante de Cristo. Al decir esto, los dos fundadores de Dunwich no pudieron disimular su nerviosismo. -No se preocupen, mis buenos amigos. Aunque no puedo revelarles, al menos por ahora, la naturaleza de mis viajes, sí puedo decirles que los conocimientos que busco y voy obteniendo han hecho que me aleje de la religión de Jesús. Al mismo tiempo, mis largos viajes por la América española y por algunas de las colonias inglesas me han hecho comprender que el sacerdocio suele llevar un alto grado de severidad. Aun así, tengo un conocimiento muy extenso de la religión cristiana. ¿Saben? Creo que ya sé cómo pagarles el favor que me hacen esta noche. Seré, si ustedes quieren, el sacerdote de su pueblo. -¿Perdón? Pero acaso es usted párroco? - interrogó Whateley. -No, desde luego. Pero me sería muy fácil hacerme pasar por uno. A decir verdad, si aceptan este favor por mi parte, seguiría estando en deuda con ustedes, puesto que si me permiten ejercer como sacerdote en su pueblo, podría ordenarme sacerdote oficialmente, con una documentación que me permitiría ciertas comodidades en mis viajes, puesto que los sacerdotes errantes gozan de un buen trato y suelen granjearse fácilmente la confianza de las gentes. Por ello, sería muy provechoso para mí ejercer durante un tiempo el sacerdocio en Dunwich. No sería algo indefinido: en un tiempo deberé proseguir mis viajes. Sin embargo, yo mismo podría designar mi sustituto según sus recomendaciones, para colocar a alguien que no les incomode tanto como un sacerdote desconocido de Arkham. Bien, ¿qué les parece mi oferta? Whateley y Bishop no las tenían todas consigo, puesto que acababan de conocer al viajero, pero la otra alternativa era buscar un sacerdote que, tal vez, podría relacionarlos con Salem. Aceptaron la oferta. -Por cierto - dijo Bishop -. Disculpe nuestra descortesía: aún no le hemos preguntado su nombre. -Oh, no. Ha sido descortesía mía no haberme presentado aún. Me llamo Koga. Pero en vista de mi nuevo oficio, pueden llamarme Padre Koga. La noche ya había caído sobre Dunwich cuando Whateley, Bishop y Koga llegaron. Decidieron descansar esa noche y al día siguiente presentar formalmente el Padre Koga al pueblo, además de enseñarle sus aposentos en la iglesia, donde podría vivir mientras desempeñaba el ministerio religioso en Dunwich. Pero antes de entrar en la posada, algo llamó la atención de todos los habitantes de Dunwich que aún deambulaban fuera de sus hogares. En uno de los círculos de monolitos que podían divisarse en las montañas, apareció una hoguera en medio del monumento. Podían distinguirse algunas figuras humanas alrededor de la fogata, haciendo algo que parecía una especie de danza, pero debido a la distancia, no podían apreciarse bien los movimientos. El Padre Koga frunció el ceño al ver la misteriosa escena. -¿Saben quiénes son esos de ahí? - preguntó Koga a Whateley. -No, aunque sospecho que deben ser los indios con los que tuvimos el incidente. En realidad, fue un incidente bastante grave. Muy grave, de hecho - se sinceró Whateley. -¿Qué tribu indígena es? - preguntó Koga. -Creo recordar que se identificaron como pocumtuk - respondió Whateley. -Los pocumtuk. Ya veo. -¿Sabe algo de ellos? -Sí, algo sé. Cuénteme el incidente - pidió el Padre Koga. -Bueno, veamos…resumiendo, llegaron repentinamente cuando llevábamos varios meses asentándonos. No los habíamos visto antes. Nos dijeron algo así como que todo esto es su territorio y que debíamos marcharnos. Evidentemente, no íbamos a permitir que unos salvajes nos echasen del pueblo, aunque procuramos ser amables y mostrarnos dispuestos a llegar a acuerdos. Desgraciadamente, todo se puso muy tenso y el asunto acabó con un vecino de Dunwich con la mano mutilada y uno de ellos muerto por un balazo de nuestro tendero. Antes de irse de una forma extraña, puesto que no pareció importarles demasiado la muerte de su compañero, el que parecía ser el jefe amenazó de muerte a todo el poblado. No hemos tenido noticia de ellos desde entonces, ni sabemos nada de sus costumbres, organización ni normas. ¿Cómo cree que debemos proceder? ¿Cree que todo puede empeorar? -Tendré que estudiar la situación, pero puedo asegurarles algo: tienen un serio problema. Esta última afirmación del Padre Koga inquietó sobremaneraa Whateley y Bishop, pero el cansancio los impulsó a irse a descansar. Esa noche, los habitantes de Dunwich empezaron a oír unos siniestros graznidos. La mayoría no sabía de qué pajaros provenían, pero algunos los identificaron: eran chillidos de chotacabras, unos pájaros cuyo hábitat eran los bosques cerca de Dunwich. Era habitual que los chotacabras se acercasen a algunas zonas del pueblo buscando comida, pero por la noche era muy inusual notar su presencia. Además, los graznidos no eran normales: hacían un ruido muy molesto, agudo y chirriante, pero parecían seguir cierta regularidad. Nadie en el pueblo entendía a qué se debía ese extraño fenómeno, excepto el Padre Koga y la familia Frye, cuyos miembros, reunidos alrededor del moribundo abuelo, vieron con tanta claridad como horror la siniestra harmonía rítmica entre los graznidos de los chotacabras y las últimas bocanadas de respiración del agónico Frye. A la mañana siguiente, la noticia de la muerte de Frye no llamó demasiado la atención, puesto que llevaba tiempo enfermo y era una muerte anunciada y, además, los Frye omitieron el tenebroso detalle del que se percataron. Sin embargo, el Padre Koga sí sabía qué sucedía. Erik Whateley se reunió con el Padre Koga en sus aposentos después de presentarlo formalmente al pueblo como su párroco y tras celebrar una misa en recuerdo del difunto Frye. Los habitantes de Dunwich se sintieron mucho más tranquilos y seguros con la presencia de un sacerdote, pero Erik estaba a punto de cargar sobre su ánimo un peso psicológico enorme que encadenaría su mente para siempre a horrores innombrables que lo mantendrían siempre al borde del precipicio de la locura. -Ayer, Padre Koga, mencionó que teníamos un problema con los pocumtuk, e intuí que se refería a algo más que un conflicto violento con un grupo indígena - dijo Erik. -Así es, señor Whateley. Verá: los pocumtuk no son un grupo de indios indígenas corriente, como los sioux o los cheroqui. Bueno, lo eran…hace mucho tiempo. Como sabrá, todos los indios tienen sus religiones paganas - empezó a contar el Padre Koga. -Sí, esas religiones absurdas - cortó Erik, como si quisera amplificar su fe cristiana, por miedo a que Koga notase su crisis de fe, nacida de sus terribles experiencias en su pueblo natal, Salem. -No es necesario que se muestre más ferviente cristiano de lo que realmente es, señor Whateley - dijo Koga, sorprendiendo a Erik con su suspicacia -. Como le dije, yo en realidad ya no tengo fe en Cristo. Whateley miró con cierto recelo a Koga, el cual siguió relatando: -Llevo mucho tiempo, más del que usted pueda imaginarse, viajando por el continente buscando la verdad de nuestro mundo y nuestra realidad. A lo largo de mis viajes, he obtenido ciertos conocimientos que me han alejado totalmente de la fe cristiana, así como de cualquier otra fe en religiones….digamos humanas. Debo advertirle de algo: lo que le voy a contar no va a sentarle bien. Y no lo digo en el sentido de que le pueda ofender o molestar, sino que le producirá un malestar psicológico y anímico que probablemente lo acompañará toda su vida. Se lo cuento porque, de no saber ciertas cosas, no podrá hacer frente a la calamidad que se cierne sobre su pueblo. De todos modos, seré compasivo y no le contaré más de lo necesario. Erik se sentía enormemente consternado por las declaraciones de Koga y no sabía qué decir, de modo que se acomodó en la butaca y le hizo una seña con la mano a Koga indicándole que procediese a la exposición de los hechos que quería contarle. -En primer lugar, Dios no existe y todo lo que le han enseñado sobre el origen del mundo y el hombre, es mentira. El mundo en el que vivimos no es el centro del cosmos. Tampoco lo es el Sol, como afirmó Galileo hace algunos años. Nuestro mundo no es más que una pequeñísima e insignificante región de un espacio enorme que abarca muchísimo más que los pocos astros que podemos observar con nuestros telescopios, incluso con los que se mejoraron mientras vivía Galileo. Por otro lado, y centrándonos en nuestro mundo, no somos ni sus primeros moradores, ni tampoco sus legítimos dueños. Tampoco fuimos creados por ninguna divinidad inteligente. No es menester que sepa los detalles de todo lo que le estoy contando, pero sí debe tener en cuenta esto: en el mundo hay fuerzas cósmicas ante las que el hombre está solo y en absoluta inferioridad. Existen poderosas entidades que moran por el espacio, que se mueven entre distintas dimensiones, cuya naturaleza está más allá de la que nos envuelve y podemos conocer. Estas terribles entidades son inefables por nuestra ciencia y lenguas, así como inaccesibles a nuestra percepción sensorial de una manera plenamente objetiva. Están hechos de materia, pero no como el hombre entiende la materia. Están vivos, pero no como el hombre entiende la biología. Son inteligentes, pero no como el hombre despliega la inteligencia, encerrada en una sola dimensión del espacio-tiempo. -No entiendo demasiado lo que me está explicando - dijo el señor Whateley -. ¿De qué entidades habla? ¿Acaso son dioses? -No son dioses, aunque para nuestros parámetros, podrían calificarse así por su omnímoda presencia. De hecho, aquellos que los han estudiado, los han calificado así. También les han dado nombres, que no son los suyos realmente. Los nombres que se les han dado son un intento del lenguaje humano para designarlos sin que quien los pronuncie u oiga sea ahogado en las tinieblas de la locura. -¿Y qué nombres son esos? - preguntó Erik con cierto temor. -A aquellas entidades que moraron en nuestro mundo, al que algunos llegaron tras salir de sus mundos natales, muchísimo antes de que los hombres caminasen sobre la tierra, se los ha llamado “Primigenios”, y son criaturas como Ubbo-Sathla, Dagón, Cthulhu o Ghatanothoa. A aquellas entidades más primordiales, que no surgieron de ningún mundo en concreto, sino que su origen se remonta al origen del universo, el cual es su morada y por el que se mueven, se los ha llamado “Dioses Exteriores”, y son las entidades más poderosas del cosmos. Los desgraciados que las han estudiado, antes de volverse totalmente locos y, algunos, suicidarse ante el peso de esos terribles conocimientos, les han dado nombres como Yog-Sothoth, Nyarlatothep, Shub-Niggurath o Azathoth. Erik Whateley, inexplicablemente, sintió una profunda turbación psicológica al oír esos nombres. -Todo esto que me explica es muy desconcertante. Entiendo muy poco de lo que me está contando, y además no encuentro ninguna relación entre estos desvaríos y el conflicto que tenemos con los pocumtuk - dijo Erik. -Enseguida entenderá la relación. Debe saber algo más: esas entidades, en muy extrañas ocasiones, pueden manifestarse ante los hombres. Algunos primigenios, aunque esto le parezca una locura (y, en efecto, lo es), viven en nuestro mundo, aunque llevan sellados miles de eones. Los Dioses Exteriores, excepto el sultán de los demonios Azathoth, reptan libremente por el espacio-tiempo, y en algunas ocasiones coinciden con los hombres. -¿Por qué? ¿Qué quieren de nosotros? -Nada en absoluto. Los hombres somos menos que hormigas para los Dioses Exteriores. Los hombres solemos percibirlos como seres malvados porque su presencia es destructora de nuestra psique y nuestro mundo. Del mismo modo que si usted pasa por encima de un hormiguero puede destruir una sociedad entera de insectos sin percatarse de lo que ha hecho, el paso de un Dios Exterior o incluso un Primigenio por las coordenadas espacio-temporales en las que se encuentren los hombres puede causar el mismo efecto. No obstante, algunos hombres han aprendido a contactar con ellos, mediante conocimientos arcanos y, debo añadir, una enorme dosis de temeridad. Normalmente el contacto con esas entidades acaba trayendo la destrucción de quienes los invocan, pero a veces, logran obtener algún beneficio antes de ser aniquilados. Pues bien: los pocumtuk tienen una larga tradición de contacto con estos seres. Esta última declaración causó un terrible estremecimiento a Erik, pesea que no terminaba de dar crédito a lo que le estaba contando Koga. Ante el silencio del señor Whateley, el Padre Koga continuó: -Los pocumtuk llevan siglos rindiendo culto a uno de los Dioses Exteriores más pavorosos: Yog-Sothoth. -¿Con qué finalidad? - Preguntó Erik con una ansiedad creciente. -Eso no lo sé con concreción. Yog-Sothoth es una entidad cósmica que contiene el conocimiento de la totalidad del cosmos. Evidentemente, es un conocimiento no traducible a conceptos humanos. Sin embargo, un contacto con Yog-Sothoth puede aportar ciertos destellos de cognición que pueden ser aprovechados por los hombres. -¿A qué provecho se refiere? Y…¿cómo sabe usted todo esto? -El provecho concreto está aún oculto para mí por un denso velo de ignorancia. Pese a que llevo muchos años investigando, apenas he empezado a vislumbrar estas verdades. Mis conocimientos, aún peregrinos e incompletos, provienen de lecturas de libros escritos por hombres que tuvieron contactos, o que recogían testimonios de otros que los tuvieron, con estas entidades. Mi principal fuente de información es este libro. El Padre Koga sacó un grueso volumen encuadernado en cuero, en cuya cubierta, que presentaba arrugas y concavidades, podía leerse “Necronomicón”. -Este libro fue escrito por un árabe loco llamado Abdul Alhared. Lo he estudiado a conciencia, y en no pocas ocasiones he estado a punto de suicidarme tras terminar algunos párrafos, cuyo contenido no debería llegar jamás a establecerse en la morada mnemónica de ninguna mente humana. De hecho, he sabido que hace poco se ha fundado una nueva Universidad en Arkham, cerca del río Miskatonic. He oído rumores de que algunos de sus fundadores investigan cuestiones preterenaturales, de modo que mi objetivo es ir ahí para mejorar mis conocimientos sobre estos misterios y, además, procurar que este libro permanezca oculto y vigilado, puesto que muy pocos hombres pueden soportar su lectura sin sentir un impulso irrefrenable a aniquilar su vida - relató Koga. Erik, aún muy escéptico sobre todas esas cuestiones, aunque con una sensación de malestar psíquico creciente, intervino: -Padre Koga, me gustaría que nos centrásemos en el asunto de los pocumtuk. -Sí, disculpe. Como le he dicho, los pocumtuk llevan siglos contactando con Yog-Sothoth. Teniendo en cuenta que ellos quieren echarlos de lo que consideran sus tierras, y han visto que ustedes disponen de armas que sobrepasan por mucho las suyas, lo más probable es que quieran obtener algo que les permita exterminar a todos los habitantes de Dunwich. ¿Recuerda la hoguera de anoche en esos monolitos de las montañas? Según he leído, es uno de los rituales más habituales para contactar con Yog-Sothoth. Sin embargo, no puedo precisar los detalles del resultado de dicho ritual. Y no es el primero que hacen estos días. La alteración de los comportamientos de algunos animales de los alrededores, como los chotacabras, es indicio de que por los alrededores se han manifestado fuerzas oscuras de allende nuestra dimensión. -¿Y no hay entidades benignas a las que podamos pedir ayuda? - preguntó ansioso Erik que, por algún motivo, y para su desgracia, empezaba a creer en todo aquello. -En lo que respecta a los Dioses Exteriores, así como a los Primigenios, no hay entidades benignas, ni tampoco malignas. Los hombres que los conocen suelen referirse a Ellos en términos negativos porque la existencia de esas entidades es perjudicial para el hombre (pues pueden destruir su psique y su mundo), pero en realidad Ellos no tienen intención de exterminarnos, ni de hacernos daño. No somos tan importantes como para que las potencias cósmicas estén pendientes de nosotros, ni para bien, ni para mal. Se dice que Cthulhu algún día despertará y destruirá al hombre, aniquilándonos. No es que quiera aniquilarnos; es que su existencia implicaría eso por la propia idiosincrasia de cada especie. Así como el labrador destruye el hábitat de centenares de miles de invertebrados con sus campos de cultivo, el gran Cthulhu barrerá ciudades enteras simplemente paseando. El hombre percibirá eso como algo malvado, pero no porque realmente lo sea. El bien y el mal no existen, están en nuestra cabeza. Son conceptos volátiles que sólo existen en las civilizaciones humanas. Las fuerzas cósmicas son oscuras y malvadas sólo para el hombre. -Pero, si esto es así, ¿por qué los pocumtuk reciben favores de ese tal Yog-Sothoth? -Porque los Dioses Exteriores, aun siendo extremadamente poderosos, tienen sus limitaciones. No se sabe exactamente cuáles son, porque nosotros no podemos comprender ni por asomo su modo de vida. Sin embargo, sí sabemos que tienen ciertos límites, puesto que aunque están sujetos a otras leyes físicas diferentes a las nuestras, parece ser que las tienen y no pueden transgredirlas…normalmente. Por ese motivo, en algunas ocasiones, Ellos quieren hacer algo en determinadas coordenadas espacio-temporales que, por algún motivo que desconocemos, no pueden hacerlo directamente, y en tales casos se sirven de los hombres, así como de otras especies que habitan otros mundos, para penetrar en dimensiones que, sin su ayuda, tal vez no podrían. Pero esto son sólo suposiciones. En cualquier caso, los hombres que mediante artes oscuras y arcanas (que calificamos de magia, pero no es más que ciencia que aún no comprendemos del todo) los invocan, pueden recibir favores. No obstante, estos favores sólo serán concedidos en tanto el Dios Exterior o el Primigenio en cuestión necesite de sus servicios. Estos contactos suelen acabar mal para el hombre. Sea como sea, por ahora es muy probable que los pocumtuk estén recibiendo ayuda del terrible Yog-Sothoth, lo cual sitúa a Dunwich en un pavoroso peligro. -Entonces, ¿qué hacemos? -Por ahora, esperar. Los pocumtuk intentarán cumplir su amenaza, la cuestión es cuándo y cómo. Realizaré algunos sortilegios de protección alrededor del pueblo. esperaré a la noche para no ser visto por los vecinos, puesto que los rituales que llevaré a cabo no son propios del sacerdote cristiano que se supone que soy. Mientras espero que caiga la noche, me daré una vuelta por las montañas, a ver si descubro algo. Pasaron varios meses, pero los pocumtuk no hicieron acto de presencia, ni el Padre Koga descubrió nada más que restos de hogueras por las montañas circundantes a Dunwich. Poco a poco, la vida en el pueblo volvió a la normalidad y, de hecho, siguió creciendo: nuevas familias llegaron a Dunwich, además de jóvenes trabajadores, comerciantes y esclavos. Erik Whateley, que desde la conversación con el Padre Koga no volvió a ser el mismo, tuvo sólo una pequeña alegría al saber que su hija se prometió con James Hammet, un joven oriundo de Aylesbury que se instaló en Dunwich y empezó a trabajar de dependiente en la tienda de Osborn, donde conoció a Primrose Whateley, una de las seis hijas del matrimonio Whateley. Llevaban apenas diez semanas conociéndose, pero su hija estaba muy enamorada y el chico parecía correcto y formal, cualidades que pesaban mucho más que sus poco agraciados atributos físicos: unas facciones bastante feas y una piel albina. Aunque el matrimonio era algo precipitado, para los padres de Primrose era necesario, puesto que, debido a una noche de pasión a orillas del Miskatonic, James y Primrose engendraron una nueva vida en el interior de la joven Whateley. Parecían felices, iban a tener un hijo y James se mostró ilusionado y dispuesto a cuidar bien de su vástago, pidiéndole más horas al señor Osborn en la tienda para ganar más dinero, pese a que la familia Whateley tenía buenas finanzas. Todo parecía marchar bien y la mayoría del pueblo apenas se acordaba del terrorífico incidente con los pocumtuk. Pero una tarde, sin previo aviso, llegaron. La plaza de Dunwich estaba bastante llena, con paradas de comerciantes, grupos de gente hablando, niños jugando y algunas personas saliendo de la Iglesia tras confesar sus pecados al Padre Koga. Sin apenas darse cuenta de su llegada, como si hubiesen penetrado en el pueblo reptando sigilosamente, ocomo si hubiesen emergido de las oscuras profundidades subterráneas, los pocumtuk estaban en medio de la plaza, mirando fijamente a Erik Whateley, que estaba hablando con Frey y Corey. Se hizo un silencio atronador, puesto que muchos de los presentes reconocieron inmediatamente a esos siniestros indígenas. Sin mediar palabra, el jefe Pocumtuk sacó un libro y empezó a pasar las páginas con total tranquilidad. El Padre Koga, que se había acercado lentamente al grupo de indios, vio el libro a una distancia suficiente como para reconocerlo. Había leído sobre ese texto en otros libros, y enseguida comprendió qué querían hacer los pocumtuk con ese ejemplar del impío De Vermis Mysteriis. Justo en el momento en que el caudillo pocumtuk empezó a pronunciar unos salmos incomprensibles, el Padre Koga gritó a todo el pueblo: -¡Fuera! ¡Corred! ¡Huíd todos! Justo cuando algunos vecinos de Dunwich empezaban a correr, algunos empezaron a elevarse varios metros por encima del suelo. Mientras sus cuerdas vocales se forzaban al máximo emitiendo desesperados gritos, por el cuerpo de aquellos desgraciados surgieron unas terribles heridas que se hundían en su carne. Mientras la sangre salía a borbotones de esas llagas y desaparecía al momento, unas horrendas formas corpóreas iban materializándose al lado de los desdichados, ante el horror de quienes presenciaban el sangriento espectáculo. Unas criaturas sin forma definida, de color rojizo, tenían apresados a aquellos cuerpos ya casi sin vida con múltiples tentáculos, succionando su sangre a través de unas ventosas tentaculares repugnantes. No tenían ojos, pero las masas amorfas gelatinosas que eran sus cuerpos estaban llenas de bocas dentadas. Esas criaturas infernales, sedientas de sangre, dejaban caer los cadáveres de sus víctimas y, sin esperar, apresaban al azar a otras, repitiendo el cruel espectáculo. Los vecinos de Dunwich corrían desesperados, pero no había escapatoria: más de treinta de esos seres se repartían por el pueblo, y aquello fue una abominable carnicería. El Padre Koga, intentando mantener la calma y consiguiéndolo en parte, observó que el jefe pocumtuk permacía en un estado de concentración absoluto, mientras varios de sus compañeros lo rodeaban, vigilándolo. Enseguida, Koga comprendió. Sabía que esos terroríficos seres se conocían por el nombre de vampiros estelares, y que eran criaturas que moraban en el Vacío Exterior. Pese a ser aquél su hábitat, su principal alimento se encuentra en la dimensión opuesta al Vacío, de modo que sólo pueden alimentarse bien cuando traspasan la frontera entre ambas dimensiones. El libro que los pocumtuk estaban utilizando era un blasfemo tratado escrito en el siglo XIII por el infame ocultista y nigromante Ludwig Prinn. Sabía que ese libro permitía invocar a los salvajes vampiros estelares, como también sabía que esas criaturas devoran ansiosamente todo lo que tenga venas llenas de sangre, y que la única forma de que el invocador no sea devorado por las criaturas conjuradas es tener una enorme fortaleza mental y concentrar toda la voluntad en la mente mientras dura el aniquilamiento de los enemigos a los que se quiera exterminar. De lo contrario, el invocador será una víctima más de los siniestros vampiros estelares. Estaba claro: había que hacer perder la concentración al jefe pocumtuk, pero para evitar eso lo habían rodeado seis de sus acompañantes. Pero por desgracia de los indios, y por suerte para los habitantes de Dunwich que aún seguían vivos, aunque desquiciados, el Padre Koga era ya bastante experto en las artes arcanas. Cogió un polvo que tenía embolsado y guardado en el bolsillo de su pantalón, corrió unos metros hacia los indios y lo lanzó hacia la cara del jefe pocumtuk, el cual, pese a no inmutarse ante el polvo que llegaba a su rostro, en unos segundos se puso totalmente rígido, con los ojos que parecían a punto de salir de sus órbitas y lanzó un alarido de terror. En ese momento, perdió totalmente la concentración en el conjuro de invocación y los vampiros estelares soltaron las presas que tenían asidas con sus tentáculos y se dirigieron contra quienes los habían conjurado. La carnicería contra los pocumtuk fue extremadamente macabra: las criaturas del Vacío Exterior no sólo succionaron la sangre de los pocumtuk, sino que los mordían con sus terribles fauces, arrancándoles trozos de carne. El jefe pocumtuk se llevó la peor parte, ya que fue devorado por tres de esos monstruos. Una vez fueron aniquilados los indios, los vampiros estelares desaparecieron, volviendo al Vacío Exterior al que pertenecen. Pese a que ese ataque se saldó con la derrota y desaparición de los pocumtuk, dejó una profunda impronta en Dunwich. Más de la mitad de sus habitantes se fueron del pueblo, muchos de los cuales acabaron en el manicomio de Arkham. Las siniestras historias que se propagaron sobre Dunwich hicieron que ya nadie se acercase al miserable pueblo, quedando aislado. Los habitantes que permanecieron en Dunwich quedaron todos traumatizados. Muchos enloquecieron y se convirtieron en excéntricos paseantes nocturnos que repetían obsesivamente las mismas historias sobre seres exteriores. Otros manuvieron cierta cordura, pero se volvieron ariscos, desconfiados y extremadamente introvertidos. Las casas abandonadas no fueron repobladas ni se cuidaban, con lo que la arquitectura urbanística de Dunwich pasó de ser la de un pintoresco pueblo de Nueva Inglaterra a una especie de pueblo fantasmal medio derruído. Las familias fundadoras se dividieron, separándose en diversas ramas, algunas de las cuales degenerarían a lo largo de las generaciones debido a la falta de educación y a la endogamia, práctica que cada vez se haría más habitual en todo Dunwich. Primrose, la hija de Erik Whateley que iba a casarse, entró en una profunda depresión, puesto que su prometido desapareció durante el temible ataque de los pocumtuk. Estaban seguros de que había muerto entre los tentáculos y las ventosas de los vampiros estelares, pero no encontraron su cadáver. El hijo que iba a nacer en unos meses era lo único que la separaba del suicidio. Dunwich era ya un pueblo maldito. Sin embargo, nadie en Dunwich, ni siquiera el Padre Koga, que permanecería ahí dos años antes de continuar con sus viajes, conocían la verdadera maldición de Dunwich. Tendrían que pasar más de dos siglos para que la maldición de Dunwich eclosionase y trajese al mundo un horror mucho mayor que los vampiros estelares. Una tarde, Kirk Newsted, un vecino de Dunwich, salió a cazar por el bosque. Debido a la falta de cuidados en los cultivos y al descenso del comercio desde el ataque que los pocumtuk perpetraron hacía unos tres meses, había poca comida que obtener en Dunwich. Kirk oyó el ruido de unos matorrales que se movían y disparó hacia esa dirección. Los matorrales se silenciaron, de modo que Kirk se acercó a buscar a su presa. De pronto, un indígena salió de entre la maleza y cortó el brazo de Kirk que sostenía la escopeta. Kirk cayó al suelo y, justo antes de que el hacha fuese hundida en medio de su cabeza, reconoció al indio. Así como su indumentaria y los siniestros símbolos que adornaban su torso lo identificaban como un pocumtuk, las feas facciones y la piel albina delataban la identidad de su atacante: era James Hammet, el desaparecido padre del hijo que iba a tener Primrose Whateley.
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