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VIDA_Y_LIBERTAD_Ponerse_en_la_mente

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Rex A. Pai, S.J.
VIDA Y LIBERTAD
Ponerse en la mente
y en el corazón de Cristo
Traducido del inglés por
José Antonio López Badiola
2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si
necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org).
Título original: Alive & Free: Putting on the Mind and Heart of Christ
Portada y diseño: M.ª José Casanova
© Rex A. Pai, S.J.
© 2012 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, bajo; 48014 Bilbao.
E-mail: mensajero@mensajero.com
Web: www.mensajero.com
Edición digital
ISBN: 978-84-271-3385-3
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mailto:%20mensajero@mensajero.com
http://www.mensajero.com
 
DESDE LA MESA DEL EDITOR
Fue Albert Einstein quien defendió que, en vez de almacenar información
ocupando un valioso espacio en el cerebro, lo mejor es almacenarla de tal modo que,
siempre que la necesitemos, esté siempre disponible, sea perfectamente accesible,
recuperable y dispuesta de manera que pueda ser utilizada de inmediato. Einstein pudo
entrever que el crecimiento exponencial del conocimiento exigiría unos medios mucho
más eficientes para acceder a la información fundamental. El autor de este libro titulado
Vida y libertad no solo se ha tomado completamente en serio las palabras de Einstein,
sino que, además, ha presentado de forma sencilla, directa y en un formato muy fácil de
manejar todas estas estrategias y las ha complementado con ejemplos que satisfagan
tanto al hojeador como al lector más serio.
Con el libro Vida y libertad, Rex Pai lleva el concepto del acceso inmediato a la
cura interior a su nivel más alto. Todos los temas aquí tratados se transforman en una
lectura absorbente en sí misma, proporcionando una guía paso a paso para convertirse en
seres humanos más eficientes y mucho mejor equipados.
El autor toca temas importantes como la aceptación, el pecado, el perdón, la
libertad, la autenticidad, de una forma muy detallada y con montones de ejemplos. Todos
esos temas pueden utilizarse tanto en el ámbito personal como en el ámbito de grupo
dependiendo de la necesidad de cada uno. En el ámbito personal este libro puede ayudar
a la sanación interior y la conversión personal. En el ámbito del grupo, puede resultar
útil para compartir y reflexionar colectivamente de cara a mejorar la vida en comunidad.
Adéntrate en estas páginas y compruébalo tú mismo…
A. CYRIL, S.J.
Director, Vaigarai
4
 
A mis compañeros de noviciado
(1955-1957 Beschi College, Dindigul),
celebrando nuestras bodas de oro
como jesuitas que trabajan
en los cuatro continentes,
algunos de los cuales
ya están en el cielo,
a la espera de la reunión final.
5
 
PRÓLOGO
Las personas que se toman muy en serio su mejora en el campo espiritual saben lo
difícil que resulta. Son personas fieles a ejercicios espirituales cotidianos como la
oración y el examen de conciencia. No faltan a su recogimiento mensual y su retiro
anual. Dedican tiempo a la lectura espiritual y asisten a charlas sobre espiritualidad. Pero
tienen la sensación de que, más o menos, siguen igual. Quizá aprecian cierta mejora
aquí, otra allá. ¿Cuál es la razón de esto?
Ruego se me permita una analogía. Todos nosotros queremos implantar la justicia
social en el mundo. Ayudamos a los pobres, los organizamos y los animamos.
Participamos con ellos en varias luchas. Es posible, incluso, que algunos de nosotros
lleguemos a conectar con los ricos y poderosos y a predicarles su responsabilidad de
tener en cuenta a los pobres y compartir con ellos. Con todo, la sociedad sigue siendo la
misma de siempre. Hemos oído hablar de revoluciones populares en Nicaragua y en
Filipinas –solo por hablar de tiempos recientes–. Pero la masa de pobres de esos países
no parece que haya cambiado en absoluto. Puede que un dictador haya sido derrocado
(es curioso, pero los dictadores suelen ser siempre varones), y que en su lugar haya sido
elegido un presidente democrático. Sin embargo, los grupos económicos y políticos
dominantes siguen dominando. Puede que cambien los regímenes, pero las estructuras
económicas y políticas básicas no cambian. Los pobres siguen siendo pobres. Puede que
aparezcan unos cuantos nuevos ricos. Pero la mayoría de la población sigue siendo
pobre.
Creo que esto mismo es lo que ocurre en la vida espiritual. Leemos las Sagradas
Escrituras; contemplamos la vida y enseñanzas de Jesús. Él nos ofrece un modelo, nos
inspira y nos desafía. El Espíritu nos da fuerzas. Al mismo tiempo nos volvemos
conscientes de nuestra inclinación al pecado. Lamentamos esta situación y deseamos
cambiar. Incluso puede que todo esto vaya acompañado de cierto dramatismo emocional,
como, por ejemplo, el derramamiento de unas cuantas lágrimas, la quema simbólica de
nuestros pecados y adoptar serios compromisos de cara al futuro. Pero las estructuras
que subyacen en nuestras vidas –nuestra forma de ver a los demás y al mundo, nuestras
actitudes, nuestros hábitos mentales y emocionales, nuestros deseos y apegos, nuestra
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forma de actuar y de relacionarnos con los demás– tienen que cambiar. No se dará de
modo automático. Tenemos que trabajar en ello.
Este libro será una herramienta muy valiosa si trabajamos en serio. El padre Rex A.
Pai ha seleccionado las diferentes actitudes y virtudes que guían nuestras vidas. Él nos
ayuda a tomar conciencia de ellas, nos ofrece algunos elementos para analizarlas y
sugiere técnicas para transformarlas. Ya es famoso como escritor espiritual con dos obras
de gran éxito: una sobre la oración (Orar es fácil) y otra sobre el discernimiento. Ahora
comparte con nosotros las conferencias que da en sus retiros espirituales. Es un veterano
director de ejercicios espirituales que lleva muchas décadas guiando grupos durante
períodos más cortos o más largos. Recorriendo sus charlas podemos ver que ellas son el
fruto de una reflexión madura, prolongada y orante. Casi todo el material procede de su
propia experiencia de la vida y de las personas a las que ha guiado. Va complementado
con sus conocimientos de las Sagradas Escrituras, de psicología, de espiritualidad y de
práctico sentido común (un bien muy poco común en los tiempos que corren). El texto,
así como las citas presentadas al final de cada conferencia, muestra la amplitud de sus
lecturas. La sencillez y el modo personal, directo y original en el que aborda los temas
hacen que sus conferencias sean muy atrayentes. La meta que persigue es muy práctica:
ayudar a las personas a cambiar desenmascarando las estructuras y hábitos que las
mantienen esclavizadas. Yo diría que este libro es un tratado completo y práctico de las
virtudes: no es el clásico discurso erudito de los teólogos, sino las directrices prácticas
que aporta un guía.
Hoy día tendemos a ver graves problemas psicológicos en todas partes y buscamos
el asesoramiento de los expertos. Quizá se trate, muchas veces, de una coartada. Este
libro no es uno de esos populares manuales psicológicos de autoayuda que tanto abundan
en el mercado. Exige que se le dedique una seria atención y mucho trabajo si lo que uno
quiere es cambiar. No es un libro para leerlo de una sola tirada. Tendrás que leerlo
capítulo a capítulo, reflexionar sobre su contenido, examinarte bajo su luz y adoptar
estrategias de cambio. No es un tratado, sino una guía práctica, especialmente para los
días de retiro espiritual. Es un libro al que adherirse.
Los que conocen a Rex estarán de acuerdo conmigo en que él mismo personifica
esas actitudes. Así que el libro es fruto de la praxis –como se dice en la jerga actual–. Ha
sido profesor, superior de una comunidad, formador y director espiritual. Toda esa rica
experiencia es palpable en las páginas de este libro. Me siento muy honrado de que me
haya pedido que presente este volumen. Será presuntuoso por mi parte, además de
innecesario, recomendar este libro. Sería mucho más apropiadofelicitar al autor,
agradecérselo y desear que cambie los corazones y la vida de muchas personas. Que el
Espíritu esté con nosotros y nos dé fuerzas.
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MICHAEL AMALADOSS, S.J.
Director del IDCR
Loyola College, Chennai 600 034
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INTRODUCCIÓN
Hacia finales de 2001, el padre Pudota Jojayya, un compañero mío de noviciado
(que ha traducido él solo toda la Biblia al telugo y que tanto contribuyó, a través de sus
escritos y charlas, al fomento de la vida católica entre la población de Andhra Pradesh),
me animó a publicar algunas de las charlas que doy en los retiros. He tardado cuatro
años y medio en completar esa tarea.
Un breve vistazo al índice mostrará que faltan muchos temas. Algunos (por
ejemplo, el trabajo, los conflictos, el sufrimiento, vivir el presente) ya han sido tratados
en mi libro anterior sobre el discernimiento. Otros temas importantes, como la
Eucaristía, la Cruz y el Espíritu Santo, estaban en el proyecto original, que al final no se
pudo hacer realidad.
Para la mayoría de la gente que lea este libro, puede que el pecado no sea el
obstáculo principal para la vida cristiana y espiritual; dichas personas desean vivir una
vida de compromiso e intentan evitar el pecado deliberado. Sin embargo, no son
plenamente conscientes de lo que hay detrás de sus pecados: bloqueos mentales y
emocionales; cosa de la que san Ignacio de Loyola se percató claramente partiendo de
sus propias experiencias. En su libro de los Ejercicios espirituales, en la primera semana
trata del pecado, y luego pone mucha más atención en los «bloqueos» –en la
terminología que él utiliza, «afecciones» en el ámbito emocional y «engaños» (creencias
falsas) en el ámbito de la mente–, porque él sabía que estos eran los verdaderos
obstáculos para seguir a Jesús generosamente. Cuando eliminamos esos bloqueos o los
reducimos mucho, el amor de Dios puede trabajar a sus anchas en la persona y dar
abundantes frutos.
A veces, cuando estamos atascados en alguna faceta de nuestra vida, nos limitamos
a «rezar», y parece que nuestras oraciones no son respondidas. Por ejemplo, perdemos
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con frecuencia los estribos y pedimos a Dios que nos ayude a controlar nuestro mal
genio. No se da ningún cambio, porque no caemos en la cuenta de por qué nos
enfadamos; sin cambiar nuestras expectativas, que son las que causan nuestro enfado,
queremos ser libres. Otro ejemplo sería este: perdono a una persona que me ha hecho
algún mal, hablo con ella e incluso la ayudo, mientras sigo guardando en mi corazón
cierto resentimiento, el cual se convierte entonces en un estorbo en mi vida. Las falsas
imágenes de un Dios que castiga, que nos exige o quiere que seamos perfectos conducen
a actitudes negativas y a una conducta negativa. Tal vez este libro ayude a descubrir esos
bloqueos y librarnos de ellos.
Al ser mi intención que cada capítulo sea más o menos independiente, se ha
producido cierta repetición de temas básicos como son el amor incondicional de Dios, la
conciencia de las limitaciones propias, el servicio desinteresado, etc. De hecho, en el ser
humano se da la interdependencia entre los distintos aspectos de la vida del espíritu:
cuando una zona experimenta el crecimiento, a su vez facilita el desarrollo en otros
ámbitos; cuando una zona está bloqueada, las demás también se ven afectadas.
En la mayor parte de los capítulos he introducido algunas ayudas para el
crecimiento espiritual. Quizás los consejeros profesionales se sonrían ante unas
sugerencias tan sencillas. Desde luego, algunos desórdenes y heridas que permanecen a
pesar del paso del tiempo –área que excede con mucho a mi competencia– requieren
análisis y tratamiento en profundidad. Pero mi experiencia me dice que para muchos, o
para la mayoría de nosotros (¡neuróticos «del montón»!), tales ayudas parecen ser
beneficiosas y eficaces.
Cada capítulo concluye con una sección titulada «Lo que dicen los demás». La
ofrezco con la esperanza de que algunas citas funcionen como semillas en la mente y el
corazón, semillas que posteriormente darán fruto, como tantas citas lo han hecho a lo
largo de mi propia vida.
Estoy muy agradecido a varias personas –demasiadas para nombrarlas a todas– que
han leído diferentes capítulos y que me han aportado útiles comentarios. Doy las gracias
de modo especial a mi buen amigo el padre M. Amaladoss por su estupendo prólogo.
Muchísimas gracias a los señores J. Shantakumar y J.B. Sekar, que han estado siempre
dispuestos a ayudarme con el trabajo del ordenador, y al padre A. Cyril, que, como ya
sucedió con mis dos libros anteriores, me ha estado animando y ha creado un interesante
producto final.
REX A. PAI S.J.
Saint Joseph’s College
Tiruchirapalli 620 002
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LA ACEPTACIÓN
Eres amado tal y como eres
Los seres humanos tienen muchas necesidades: necesidades físicas, tales que el
aire, el agua y los alimentos; necesidades emocionales, como son el reconocimiento y el
aprecio; y necesidades sociales, como el sentimiento de pertenencia a un grupo, y otras
necesidades de carácter cultural y religioso. Una de las necesidades más básicas es la
necesidad de ser amado, de ser aceptado por ser quien es uno como persona. Al igual que
todo el mundo, yo también tengo en lo más hondo de mi ser el sentimiento de que me
aceptan tal cual soy, de que soy respetado por ser quien soy ahora mismo.
1. Características de la aceptación
Con cierta frecuencia, en la vida nos aceptan por lo que hacemos: cuando hacemos
algo bien o tenemos éxito, nos aceptan; cuando las cosas nos salen mal o fracasamos,
nos culpan y rechazan. Sin embargo, aquello que hago bien –por ejemplo: cantar,
estudiar o jugar un buen partido– alguien más puede hacerlo igual de bien que yo o
incluso mejor. Nuestro deseo más profundo, como hemos apuntado más arriba, es ser
queridos y aceptados no solo por lo que hacemos, sino por lo que somos. Un padre, una
madre o un buen amigo pueden querernos y aceptarnos de esta manera, y así contribuyen
de verdad a nuestro crecimiento como personas.
La aceptación no es lo mismo que la aprobación, la cual tiene que ver con la conducta. Es posible que
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no nos guste y que incluso condenemos la conducta de una persona determinada (por ejemplo, de
alguien que sea egoísta o injusto), y sin embargo aceptemos a la persona.
La aceptación no es lo mismo que el consenso: podemos estar en desacuerdo con alguien e incluso
rechazar sus opiniones y puntos de vista, y sin embargo aceptarlo como persona.
La aceptación no significa ver solo lo bueno que hay en otra persona; significa que podemos ver sus
puntos fuertes junto con sus puntos débiles y sus defectos, y aceptar a la persona en su conjunto.
La aceptación no es algo negativo; no es indiferencia ni la actitud expresada en ideas o palabras como
«Puedes ser lo que te apetezca. No es asunto de mi incumbencia». La aceptación es algo muy positivo
y tiene mucho que ver con la preocupación y el interés por los demás y su posible crecimiento
espiritual, pero respeta su libertad sin imponer condiciones ni exigencias.
«¿Quién me querrá y me aceptará tal cual soy?». Esa es la pregunta y el grito –expresado o no– que
hay en el corazón de todos los seres humanos. A este interrogante y grito, las Sagradas Escrituras
responden: «Dios te quiere y acepta tal y como eres».
2. La aceptación por parte de Dios
Toda la Sagrada Escritura es, ante todo, la historia del amor de Dios a nosotros.
Esto alcanza su punto álgido en el Nuevo Testamento y ha quedado expresado en el
Evangelio de san Juan como sigue: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo
único para que quien crea no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió su Hijo
al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan
3,16-17).
El amor de Dios a nosotros es puro don: no lo merecemos ni nos lo hemos ganado;
no lo recibimos por algo bueno que hayamos hecho. «Dios, rico en misericordia, por el
gran amor que nos tuvo, estando nosotros muertos por los delitos, nos hizo revivir con
Cristo –de balde os han salvado– […]por la fe, no por mérito vuestro, sino por el don de
Dios; no por las obras, para que nadie se jacte» (Ef 2,4-9). Se nos ofrece su amor
gratuitamente sin ninguna condición y nunca nos es negado. Él sigue amándonos incluso
cuando no somos buenos, incluso cuando pecamos: «Pues bien, Dios nos demostró su
amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5,8). Por
supuesto, él condena nuestros pecados, pero sigue amándonos. No resulta fácil creer
todo esto en lo más profundo de nuestro corazón, particularmente porque sabemos que
muchos hemos recibido cuando éramos pequeños un mensaje distorsionado, de un modo
directo o indirecto: «Dios no te va a querer si no eres bueno». El amor incondicional de
Dios, ofrecido siempre y gratuitamente a cada uno de nosotros, nos llama a responder:
podemos encerrarnos en nosotros mismos y rechazarlo, o podemos abrirnos para
recibirlo y vivir nuestras vidas en el amor. Cuando intentamos una y otra vez responder
de modo positivo, a pesar de nuestras debilidades y fracasos, nuestras vidas cobran un
significado más profundo, y la presencia y acción de Dios en nuestro interior y en
nuestro entorno se hacen mucho más tangibles.
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Que Dios nos ama incondicionalmente, tal y como somos, es la Buena Nueva que
Jesús trajo al mundo. Mientras él estuvo en la tierra (y también ahora) la gran mayoría de
la gente no se sentía querida ni aceptada: los enfermos físicos y mentales –porque creían
que Dios los había castigado y maldecido–, los leprosos –porque eran rechazados y
apartados del resto–, las mujeres –a quienes constantemente se hacía sentir inferiores–,
los recaudadores de impuestos, las prostitutas y otros pecadores –que no observaban la
Ley y eran considerados malos–, los samaritanos –a los que se consideraba una casta
inferior–. Jesús se acerca y ofrece especialmente a tales personas la cura y el perdón, el
respeto y la aceptación, la amistad y la reintegración en la comunidad. Al entrar en
contacto con él reciben coraje y esperanza, la posibilidad de volver a empezar y pasar a
una vida nueva, la experiencia de ser amados y aceptados. Era como si Jesús, a través de
sus palabras y acciones, les estuviera diciendo a todos y cada uno de ellos: «No tenéis
por qué sentiros rechazados o mal con vosotros mismos. Sois amados. ¡Dios os ama tal y
como sois!».
Adentrémonos más profundamente en las implicaciones que tiene el amor de Dios
por nosotros.
a. Su amor es muy personal. Cada uno de nosotros es sumamente valioso a sus
ojos. «Te he llamado por tu nombre, tú eres mío… porque te aprecio y eres
valioso y yo te quiero» (Isaías 43,1-4. Cfr. también Juan 10,3: «Él llama a sus
ovejas por su nombre»). Nos conoce a la perfección, incluso cuando
estábamos todavía en el vientre de nuestra madre (Sal 139). Dios no solo nos
ama a todos en conjunto: nos ama a cada uno de manera singular y única, por
ser la persona única que somos. Esto resulta muy difícil de creer, ya que en
nuestro interior nos asaltan continuamente pensamientos negativos que no
cesan de repetir: «¿Cómo puede amarte a ti, que eres un pobre pecador? Le
has rechazado a él y a su amor muy a menudo». Esto no es humildad
verdadera, sino una forma muy velada de orgullo que nos induce a creer que
Dios solo puede amarme si soy bueno y santo.
¡Dios me ama al 100%, tanto como ama a Jesús!
b. Dios nos ama al 100%, totalmente. Nosotros somos capaces de amar a los demás
más o menos, pero nunca al 100%, ya que el amor humano es limitado. Dios
es amor. Y su «debilidad» consiste en que él solamente puede amar de modo
total. Esto significa también que ¡Dios me ama a mí tanto como ama a Jesús!
Ama a Jesús, su Hijo, al 100%; ama a María, nuestra Madre, al 100%; ama a
la Madre Teresa al 100%. Ama a un pecador al 100% y me ama a mí al 100%.
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Nuestra respuesta a su amor total es muy diferente: Jesús responde al 100%;
María, nuestra Madre, puede que se acerque a eso; algunos santos y santas
quizás lleguen al 90%, y otros tal vez al 50%, al 20% o incluso menos. En un
ejercicio de imaginación, podríamos ver a Jesús delante de nosotros
llamándonos a cada uno por nuestro nombre y diciendo: «No quiero a nadie
más de lo que te quiero a ti»; lo que significaría que, mientras me ama a mí al
100%, no ama a nadie al 101%. A los ojos de Dios, cada uno de nosotros es el
número 1: no hay número 2, ni número 3.
c. El amor de Dios es fiel, constante y duradero. ¿Qué significa esto? De un amigo
que me acepta, que me apoya, que está a mi lado en todo momento, que nunca
me dejará tirado, decimos que es fiel. De la misma forma podemos afirmar
que Dios es fiel en su amor. «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar
de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te
olvidaré. Mira, en mis manos te llevo tatuado», dice Yahvé (Isaías 49,15-16).
Yendo más allá, podríamos añadir que, aunque mi amigo no me abandone, sí
que puede abandonarme (como vemos a diario amistades que se rompen
después de muchos años y cónyuges que se separan después de veinte años de
matrimonio). Dios, sin embargo, no puede dejarnos abandonados, aunque yo
sí puedo abandonarlo a él. Como san Pablo le escribe a Timoteo, «si le somos
infieles, él se mantiene fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13).
¿Podemos creer todo esto de corazón, a sabiendas de que Dios es incapaz de
rechazarnos, de abandonarnos o de sernos infiel?
3. La autoaceptación
El amor incondicional que Dios siente por mí me ayuda a aceptarme a mí mismo tal
y como soy. Un buen nivel de autoaceptación es un ingrediente esencial en una
personalidad madura; es necesario para el equilibrio emocional y espiritual, para
mantener unas relaciones sanas y para nuestra propia realización y satisfacción interior
con nuestro trabajo y compromisos. Sin ninguna pretensión de precisión técnica,
hagamos una lista con unos pocos términos que están relacionados entre sí y hasta cierto
punto se solapan.
Autoaceptación: ¿Cómo me siento conmigo mismo? ¿Hasta qué punto me siento
feliz de ser quien soy?
Autoconsciencia: ¿Hasta qué punto estoy en contacto conmigo mismo (mis
deseos, mis sentimientos, mis pensamientos, mis motivaciones)? ¿Hasta qué punto me
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conozco bien a mí mismo? (autoconocimiento).
Autoestima: ¿Cómo me valoro a mí mismo? (sentido de mi propia valía).
Autoconfianza: ¿Hasta qué punto confío en mí mismo? (mis puntos fuertes, mis
prioridades, mis juicios, mis decisiones).
Autoimagen: ¿Cómo me percibo a mí mismo? ¿De modo positivo o negativo?
John Powell, en su famoso libro La felicidad es un trabajo interior, describe y
comenta diez pasos que llevan a la felicidad y cita la autoaceptación en el primer puesto
de la lista. Sin una buena dosis de autoaceptación, no podemos ser felices de verdad.
También plantea cinco preguntas para ayudarnos a descubrir ámbitos específicos en los
que no se da la aceptación.
1. ¿Acepto mi cuerpo? ¿Todas sus partes y órganos, mi estado de salud, mis
limitaciones físicas? A menudo, quizá debido a los comentarios y burlas de
los demás, no nos gusta algún aspecto de nuestra apariencia física –la altura,
el peso, el color de la piel, algún rasgo– y proyectamos ese desagrado sobre
toda nuestra persona.
2. ¿Acepto mi mente? ¿Acepto mi grado de inteligencia y comprensión, mi nivel de
estudios? Solemos compararnos desfavorablemente con los demás y nos
sentimos inferiores. Por otra parte, conocemos a personas que no saben leer ni
escribir, pero que son capaces de hablar con otros con confianza y convicción.
3. ¿Acepto mis sentimientos y emociones? ¿Todos sin excepción –ya que ningún
sentimiento es malo en sí mismo–? ¿Me avergüenzo de algunos de mis
sentimientos y trato de ocultárselos a los demás? A veces clasificamos
algunos sentimientos como negativos; por ejemplo, el miedo, la ira, el odio,
los celos. Se convierten en algo negativo cuando nos aferramos a ellos y los
guardamos en el corazón; sin embargo, también podrían llevarnos a algo
positivo.
4. ¿Acepto mis errores, fracasos, pecados, o más bien los rumio constantemente
con pesary autoinculpándome? Los errores pueden ser unos enormes
bloqueos que me atascan o peldaños que me lleven a la libertad y al
crecimiento espiritual.
5. ¿Acepto mi personalidad, es decir, mi yo en conjunto? ¿Experimento una
satisfacción gozosa por ser quien soy? ¿Me quiero de verdad a mí mismo?
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¿Me considero un amigo íntimo, mi mejor amigo? Con frecuencia, a los
cristianos (y más a los sacerdotes y los religiosos) se les recuerda que han de
amar y servir a los demás, que han de convertirse en personas para los demás;
pero muy rara vez se les anima a quererse a sí mismos. Si no me quiero a mí
mismo ¿cómo puedo amar a los demás de verdad? (Ama a tu prójimo como te
amas a ti mismo). Los psicólogos y los consejeros afirman que el 80% de la
gente o más no se acepta a sí misma de verdad. Esto coincide con mi
experiencia personal como guía espiritual durante los últimos veinticinco
años. Después de unos ejercicios espirituales conmigo, una religiosa amiga
mía escribió: «Ahora me he dado cuenta de que en todos estos años no he
amado de verdad a los demás». Como la conozco y sé que es una persona
abnegada, siempre dispuesta a servir a los demás, le contesté: «No me cabe la
menor duda de que usted quiere a los demás de verdad. De lo que no estoy tan
seguro es de que realmente se quiera a sí misma». Ciertamente, no deberíamos
amarnos a nosotros mismos a expensas de los demás (egoísmo), pero hemos
de querernos y aceptarnos a nosotros mismos de verdad, como el Señor nos
quiere y nos acepta.
Cuando tenemos un bajo nivel de autoaceptación o una pobre imagen de nosotros
mismos, queda sin satisfacer una necesidad vital. Esta carencia nos conduce a
sentimientos negativos y puede manifestarse en nuestro comportamiento externo de muy
variadas formas: por ejemplo,
• nos sentimos inferiores, amenazados, inseguros, culpables, suspicaces;
• nos sentimos heridos con demasiada facilidad, nos resulta difícil perdonar y
acumulamos rencor;
• nos volvemos jactanciosos, agresivos, autoritarios, imponiéndonos a los demás
como sea;
• nos enfadamos, damos rienda suelta a los celos, somos críticos e intolerantes con
harta frecuencia;
• nos dan arrebatos de tristeza, de autocompasión y nos sentimos deprimidos;
• tendemos a cotillear, a murmurar, al cinismo;
• buscamos compensaciones en otros campos, como la comida o la bebida, la
televisión, el cine, el sexo, poseer cosas, etc.
De esta forma caemos en la cuenta de que muchas de nuestras emociones negativas
y gran parte de nuestra conducta negativa podrían ser fruto de nuestra falta de
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autoaceptación. ¿Qué nos podría ayudar a ganar libertad y madurez?
Ayudas para la autoaceptación
Además de todo lo que se ha dicho anteriormente sobre la aceptación de Dios (que
es la verdadera base para aceptarnos a nosotros mismos como somos) nos podría servir
de ayuda lo siguiente:
1. Apreciar el amor humano que hemos recibido a lo largo de nuestra vida –de la
familia, de los amigos o de otras personas–. A través de tanto amor y, sobre
todo, a través de los verdaderos amigos, nos hacemos una idea de en qué
consiste verdaderamente el amor incondicional; y esto nos ayuda a aceptarnos
mejor.
2. Reconocer (sin compararnos con los demás) el talento, las cualidades,
capacidades y destrezas que tenemos y estar agradecidos por todo ello. La
gratitud constante a Dios y a la gente se centra en lo que tenemos y somos,
más que en lo que no tenemos ni somos.
3. Ganar autoconsciencia y autoconocimiento, aspectos que contribuyen mucho a la
autoaceptación. Habitualmente, entrar en contacto con lo que está sucediendo
dentro de nosotros y llegar a entendernos a nosotros mismos sin juzgarnos ni
condenarnos son ejercicios que dan mucho fruto.
4. Repetir un mantra zen: «Me basta con lo que tengo. Me basta con lo que soy».
Esto no es fomentar el estancamiento ni impedir el cambio ni el crecimiento
espiritual, sino aceptar la realidad presente: para ser feliz de verdad, me basta
con lo que tengo y lo que soy aquí y ahora. Creer lo contrario conduce a la
insatisfacción constante y nos hace vivir en un mundo de sueños sobre el
futuro.
5. Caer en la cuenta (es decir, entender partiendo de nuestra propia experiencia) de
muchas verdades:
a. No nacemos con una autoimagen negativa. La hemos aprendido,
especialmente de pequeños; así que podemos desaprenderla.
b. Nuestra valía no se basa en lo que hacemos, en lo que tenemos ni en lo que
los demás piensen y digan de nosotros.
c. «Nadie es mejor que yo» (ni tampoco yo soy mejor que nadie). Puede que
otros tengan más de lo que yo tengo, puede que hagan cosas (por
ejemplo: cantar, cocinar, pintar, trabajar) mejor que yo. Sin embargo,
como persona, nadie es mejor que yo, ya que cada uno de nosotros es
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una persona singular, única en su especie.
6. Llenar la mente con pensamientos positivos sobre nosotros mismos. El
monólogo negativo («eres un inútil, eres malo», etc.) que se desarrolla
automáticamente en nuestro interior puede ser sustituido por un monólogo
positivo y sincero («eres bueno, te quieren y vales mucho, eres un milagro de
Dios, un maravilloso misterio que se irá revelando de modo progresivo»).
7. Compartir nuestras experiencias interiores con un director espiritual, un
consejero o un amigo que nos pueda ayudar a vernos como somos de verdad:
unas personas maravillosas capaces de ganar libertad y plenitud.
Me basta con lo que tengo. Me basta con lo que soy
4. La aceptación de los demás
Cuanto mejor nos aceptemos a nosotros mismos, más fácilmente aceptaremos a los
demás. Cuando nuestra autoimagen es pobre, nos sentimos amenazados por los demás;
no somos capaces de escucharlos de verdad ni tampoco de llegar a conocerlos, ya que
estamos preocupados por nosotros mismos; no podemos acercarnos a ellos y establecer
relaciones personales. Cuando tenemos una buena autoimagen, nos sentimos bien con
nosotros mismos y por tanto lo bastante relajados para establecer contacto con los demás
y relacionarnos con ellos, enriqueciéndonos mutuamente.
Muchos de los puntos enumerados anteriormente podrían servir muy bien para
aplicarlos a las demás personas:
• Dios ama y acepta a los demás como son, no solo por lo que hacen, incluso
cuando no son buenas personas.
• Cada uno de nosotros es muy valioso a los ojos de Dios y es amado al cien por
cien.
• Cada uno de nosotros es una persona única; a mí se me invita a reconocer, recibir,
explorar y alegrarme de la singularidad de cada persona.
• Aceptar a los demás no significa que yo tenga que aprobar su conducta, ni
tampoco significa que tenga que estar de acuerdo con ellos.
Tal y como veremos más tarde de forma más explícita (en los capítulos dedicados
al «Perdón» y a las «Relaciones»), las actitudes siguientes nos permitirán aceptar más a
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los demás:
1. Respeto a todas las personas, sin tener en cuenta ni la edad, ni el sexo, ni el
estatus social, ni los conocimientos, etc., como seres humanos, como
hermanos y hermanas nuestros en el sentido más profundo de la palabra.
2. Buscar y valorar la bondad que hay en cada uno, admitiendo a la vez que no hay
nadie que sea totalmente bueno.
3. Distinguir siempre a la persona de su conducta. Aunque condenemos la mala
conducta, nunca condenamos ni culpamos a las personas.
5. La aceptación como modo de vida
La vida humana nunca está del todo libre de frustraciones. Tenemos altibajos,
alegrías y penas; en un momento u otro tenemos mala salud o perdemos la paz interior,
nuestras relaciones sufren tensiones o somos objeto de traiciones, se presentan
acontecimientos imprevisibles, calamidades naturales, accidentes o muertes repentinas
de seres queridos. Estos y otros sucesos parecidos no solo nos causan mucho
sufrimiento, sino que a menudo dejan heridas sin curar e incluso rencor en nuestros
corazones. Tales sufrimientos pueden llevarnos a la autocompasión («¡Cuánto estoy
sufriendo!», «¡Nadie me entiende ni se preocupa por mí!»), o a echarnos la culpa, o a
echársela a los demás, o a Dios. La aceptación es un remedio muy poderoso para todos
estos efectos negativos.Esta aceptación está muy lejos de la resignación pasiva («¿Qué
otra cosa puedo hacer? Nada más que sufrir») y del fatalismo («Es lo que me ha tocado,
es mi destino»). Es una aceptación positiva y amorosa de la realidad tal como se
presenta. Puede casar muy bien con un fuerte deseo de cambio, con la apertura y con el
deseo de crecer espiritualmente.
Como dice la oración de Reinhold Niebuhr: «Señor, concédeme serenidad para
aceptar lo que no se puede cambiar; dame valor para cambiar lo que sí se puede cambiar,
y concédeme sabiduría para ver la diferencia entre las dos cosas».
Hay circunstancias en la vida que no se pueden cambiar, sobre todo lo que sucedió
en el pasado; seguir lamentándonos por los errores anteriores o por la forma en que nos
trataron los demás es una pérdida de energía; sin embargo, aceptar el pasado –e incluso
transformarlo, si es posible, en una bendición– nos lleva a la paz interior. Hay otras
cosas que sí podemos cambiar –en nuestro interior, en nuestro entorno, en la sociedad–.
En particular, siempre podemos cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos,
de los demás y de nuestro mundo. Provocar cambios interiores y exteriores supone un
reto, y para ello necesitamos la fuerza y la gracia de Dios. También necesitamos el don
19
del discernimiento (sabiduría, prudencia) para saber cuándo esforzarnos por el cambio y
cuándo aceptar una situación que no se puede cambiar, al menos por el momento.
Un ejercicio muy eficaz para mejorar en el campo de la aceptación de lo que nos
parece inaceptable es «la iluminación», del libro de A. de Mello titulado El manantial.
Se basa en el dicho «Aquello a lo que resisto persistirá». Cuando lucho contra algo que
hay en mí o en lo que me rodea que no me gusta, se convierte en un problema mayor; en
cambio, si lo acepto, el problema se empequeñece e incluso desaparece. Cojo esos
sentimientos que tengo dentro de mí y que no me gustan (por ejemplo: la ira, el miedo, el
desaliento). Hablo con cada uno de esos sentimientos con amor y cariño, y escucho lo
que tenga que decirme, hasta descubrir que, aunque pueda hacerme daño, también me
hace bien. A partir de ahí, puedo vivir con él en paz, ya que Dios puede utilizarlo para un
buen fin. Esa misma clase de diálogo imaginativo puede entablarse con cualquier cosa de
la vida que no me guste y que yo quiera cambiar: mis defectos, mi pasado, mi trabajo, el
entorno, las personas con las que convivo y trabajo, el mundo con sus problemas y
divisiones. Practicando y repitiendo este ejercicio, aunque la realidad exterior sigue
siendo la misma, experimento una transformación interior, me volveré mucho más
amante, aceptaré mejor lo indeseable y tendré más paz, porque «la violencia no conduce
nunca a un cambio duradero, solo pueden conseguirlo el amor y la comprensión». Al
igual que Jesús, nosotros también podemos combinar un fuerte deseo de cambio con una
aceptación positiva de la realidad tal cual ella es.
Podemos extender nuestra aceptación a lo que «hemos de hacer», a lo que
«deberíamos hacer»: a nuestros deberes y obligaciones, lo que nos ha sido asignado o
encargado, a nuestros compromisos, a las tareas diarias; por ejemplo: tenemos que
cocinar o limpiar la casa, enseñar y corregir exámenes, cuidar de los enfermos y
ancianos, predicar o escuchar a los demás. Para algunas personas, esas actividades se
ejecutan con una sensación de rutina o aburrimiento; para otras, se convierten en una
carga o en una fuente constante de tensión y frustración. Pero con la aceptación, esas
mismas actividades se vuelven más ligeras, quizás menos agotadoras, más relajantes y
satisfactorias. Mientras hacemos nuestras tareas diarias, nuestros sentimientos pueden
ser, en ocasiones, negativos; pero la aceptación, al igual que el amor, no es un
sentimiento, sino una decisión, una decisión que tomamos para responder a la realidad
presente. En gran medida, no podemos controlar lo que nos ocurre, pero sí que podemos
controlar el modo en que respondemos a lo que nos sucede. La elección es nuestra.
De modo progresivo podemos dejar que la actitud de aceptación vaya tocando todas
las áreas de nuestra vida. Es una forma de decir «Sí» (lo mismo que Jesús decía
constantemente «Sí» a su Padre, «Sí» a nosotros y «Sí» a la realidad). Gradualmente la
aceptación puede convertirse en nuestro modo de vida, en nuestra respuesta habitual a la
realidad, convirtiéndonos en personas felices, integradas, cariñosas, cercanas,
20
comprometidas, libres para ser nosotros mismos, libres para ayudar a crecer a los demás
y para construir un nuevo mundo. Concluyamos estas reflexiones con las palabras de
William Schock (y de san Pablo):
Nuestra felicidad y nuestra paz de espíritu no dependen de las cosas que nos acontecen, sino de la
forma en la que decidimos pensar sobre esas cosas. Podemos optar por unos pensamientos críticos e
impregnados de enfado. O podemos optar por aceptar lo que está ocurriendo con pensamientos de
perdón y excusa, y entonces experimentaremos la paz que el mundo no puede dar: la propia paz de
Cristo, el don que él nos ha traído (cfr. Juan 14,27). Pero no podemos recibir este don a menos que
nuestro corazón esté abierto. Es la aceptación, más que otra cosa, la que mantiene nuestra mente y
corazón abiertos y receptivos a la paz y felicidad que el Señor quiere regalarnos.
Eran esta paz y felicidad lo que quería san Pablo para los cristianos de Filipos
cuando les recordaba que llenaran su mente con pensamientos que crearan un ambiente
de paz y de felicidad. El consejo que él les dio constituye también nuestra esperanza y
salvación: «Tened siempre la alegría del Señor; lo repito, estad alegres. Que todos
reconozcan vuestra clemencia […] Y la paz de Dios, que supera la inteligencia humana,
custodie vuestros corazones y mentes por medio de Cristo Jesús. Por lo demás,
hermanos, ocupaos de cuanto es verdadero, noble, justo, puro, amable y loable, de toda
virtud y todo valor» (Filipenses 4,4-8).
LO QUE DICEN LOS DEMÁS
La suprema felicidad de la vida consiste en la convicción de ser amado por uno
mismo, o, mejor dicho, de ser amado a pesar de uno mismo.
VICTOR HUGO
La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es
amado, la fe en que uno es amado por Dios.
THOMAS MERTON
Aceptar que Dios nos amó primero y no por nuestros propios méritos, y que Dios
está siempre ahí para nosotros aunque le releguemos al olvido, es mucho más difícil para
nosotros que cumplir los mandamientos de Dios.
Aceptar que Dios nos ama incondicional, gratuitamente y por siempre como somos,
nos resulta más difícil que sacrificarnos, tal y como deberíamos, por Dios y por los
demás.
Aceptar este amor de Dios es el único camino de la liberación y de la paz interior.
Y es la razón subyacente por la que debemos aceptarnos y amarnos mutuamente de
21
modo incondicional y tal y como somos.
SEGUNDO GALILEA
Es más difícil dejarse amar por Dios que amarlo a él. Es más difícil aceptar su fe en
nosotros que nuestra fe en él.
JUAN ARIAS
Dios no puede dejar de amar porque no puede dejar de ser Dios. No preguntes
cómo definir el amor de Dios; pregunta cómo recibirlo. No preguntes cómo explicar el
amor de Dios; pregunta cómo experimentarlo. No preguntes cómo entender el amor de
Dios; pregunta cómo ser transformado por él.
RAYNOR TORKINGTON
El amor de Dios no tiene requisitos. No se basa en nada, sino que él mismo es la
base de todo. Es pura sorpresa. Es un abismo sin fondo. El hecho de que no esté basado
en nada, nos da seguridad. Si se basara en algo y ese algo se derrumbara, entonces el
amor de Dios también se derrumbaría. Pero con Dios no puede ocurrir tal cosa. Los que
caen en la cuenta de esto pueden vivir la vida en libertad y plenitud… No tenemos que
ganarnos el amor de Dios. Tampoco tenemos que sostenerlo. Es un don gratuito.
Cuando no hay suficiente amor, las cosas cobran una enorme importancia, hasta el
punto de convertirse en una adicción. La comida y la bebida, lo que gusta y lo que no
gusta, el disfrute, las propiedades, eltrabajo, el estatus, las influencias, el reconocimiento
y muchos otros sustitutos adquieren gran valor. En la medida que disminuye el amor,
aumenta el deseo de todo lo que no es amor.
P. VAN BREEMEN
Es vital que yo oiga a Cristo decirme estas palabras: «En lo que respecta a mi amor
por ti, no importa que cambies o que no cambies, porque mi amor por ti es
incondicional».
ANTHONY DE MELLO
¡Haz que arda la llama del don de Dios que tú eres!
RABINDRANATH TAGORE
22
¡Todo el mundo lleva en su interior […] una buena noticia! La buena nueva es que
en realidad no sabes lo grande que puedes llegar a ser, cuánto eres capaz de amar, qué
puedes conseguir, cuál es tu potencial.
ANNA FRANK
23
 
2
EL PECADO
El rechazo del amor
El amor y la aceptación incondicionales de Dios siempre se nos ofrecen a cada
uno de nosotros. Esa es la base de nuestra vida cristiana, de nuestra vocación y misión,
de nuestra alegría y paz. Echar raíces en esta convicción de fe es construir nuestra casa
sobre roca sólida y no sobre arena (cfr. Mt 7,24-27).
¿Cuál es nuestra respuesta a la oferta gratuita que Dios nos hace de su amor? Puede
ser afirmativa: aceptamos su amor y vivimos en la fe, la confianza y en relación
fraternal; o puede ser negativa: rechazamos el amor de Dios y vivimos sumidos en el
pecado y en el egoísmo. Ambas realidades están presentes en nuestra vida: deseamos a
Dios, que nos invita a la vida en plenitud, y nos resistimos a él, porque tenemos miedo
de acercarnos demasiado a él y a sus retos. Centrémonos en este capítulo en nuestra
respuesta negativa: el pecado.
a. Básicamente el pecado es el rechazo del amor de Dios, o simplemente la negativa
a amar a Dios, a los demás y a nosotros mismos. No va tanto contra algo,
algún mandamiento (que no tiene poder para ayudarme y puede que me
conduzca a la desesperanza y a la desesperación), como contra Alguien que
me ama, que me llama por mi nombre, me habla y me escucha, alguien ante
cuyos ojos soy valioso, Alguien que tiene corazón. Esta creencia me llevará a
la gratitud, a la esperanza e incluso a la alegría. Como afirma William
Barclay, «El pecado no es tanto una ruptura de la Ley de Dios como una
rotura del corazón de Dios». Por consiguiente, se entiende mejor el pecado si
decimos que es la violación de una relación personal: como un marido o una
24
esposa que son infieles a su cónyuge, o un amigo que traiciona a un amigo, el
pecador olvida el amor, la confianza y la fidelidad y rompe el vínculo de la
alianza con Dios (cfr. p. ej. Éxodo 32, Ezequiel 16 y Oseas 11).
b. Ya que el pecado es negarse a amar, cuando peco no amo; pero todavía soy
amado por Dios, que nunca deja de amarme. Esta parte esencial de la Buena
Nueva –que Dios me acepta en mi inaceptabilidad– no es siempre fácil de
creer y aceptar (especialmente cuando el Antiguo Testamento contiene
numerosos pasajes en los que Dios castiga, rechaza y condena a los
pecadores). La primera Misa de la Reconciliación nos dice de forma muy
bella: «Una y otra vez rompimos la alianza, pero a pesar de todo no nos
abandonaste. Por el contrario, a través de tu Hijo, Jesús nuestro Señor, te
vinculaste con la familia humana más estrechamente aún con una atadura que
nunca puede ser rota… Cuando nos perdimos y éramos incapaces de dar con
el camino que nos llevaba hacia ti, nos amaste más que nunca».
c. Aunque el pecado se manifiesta en pensamientos, palabras, acciones y
omisiones, es fundamentalmente una actitud del corazón: de uno u otro modo,
nuestro estado, postura u orientación interiores no aman. En el sermón de la
montaña y en otros momentos de enseñanzas, Jesús señala el corazón como
fuente del mal que hay en nosotros: «Lo que sale del hombre es lo que
contamina al hombre. De dentro, del corazón del hombre salen los malos
pensamientos» (Mc 7,20-21). Hemos de descubrir las raíces de nuestros
pecados en nuestro desordenado corazón.
d. El pecado tiende a cegarnos. Los capítulos 11 y 12 del Segundo Libro de Samuel
nos ofrecen un relato dramático del pecado de un hombre bueno, David, el rey
conforme al propio corazón de Dios. En un momento de debilidad toma la
esposa de otro hombre, fracasa en una operación con la que intentaba
disimular su mala acción, hace que muera el esposo y finalmente se casa con
la mujer y aparentemente vive en paz. En ese aspecto, permanece ciego; hasta
que el profeta Natán lo reta y desenmascara. San Pablo confiesa que él es el
peor de todos los pecadores por haber perseguido a Cristo, pero también
declara: «Yo lo hacía por ignorancia y falta de fe» (1 Timoteo 1,13). Para salir
de nuestra ceguera necesitamos la gracia y la luz de Dios, y muy a menudo la
colaboración de otra persona.
Incluso cuando peco, Dios no deja nunca de amarme
25
Jesús y el pecado: El nombre «Jesús» significa «salvador», y su misión fue
anunciada antes de su nacimiento: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1,21).
Juan el Bautista le señala como «cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan
1,29). San Pablo incluso afirma: «Él fue hecho pecado por nosotros», implicando que
aunque Jesús era absolutamente inocente y sin pecado, cargó sobre sí con nuestros
pecados y sufrió como lo habría hecho un pecador. «Al que no supo de pecado, por
nosotros lo trató como pecador, para que nosotros, por su medio, fuéramos inocentes
ante Dios» (2 Timoteo 5,21).
A lo largo de toda su vida y enseñanzas, Jesús se opone al pecado y a sus efectos en
el cuerpo, en la mente y el espíritu humanos y en la sociedad. Él no solo perdona a los
pecadores, sino que los libera de enfermedades corporales y mentales, de la posesión del
demonio y del ostracismo social (intenta reintegrar en la comunidad humana a los que
estaban excluidos: leprosos, pecadores, recaudadores de impuestos y samaritanos).
En el Antiguo Testamento, la Ley promulgada por Moisés describía al detalle los
mandamientos de Dios y las transgresiones y violaciones, que eran pecado. Según los
profetas, los dos tipos de pecado más importantes eran la idolatría (olvidar a Yahvé y
adorar a Baal y a otros dioses) y la injusticia (hacer daño al prójimo). Para Jesús, el
pecado va contra el amor (el amor a Dios y el amor al prójimo); no es solo aquello que
hacemos o decimos, sino, sobre todo, nuestras actitudes interiores: juicios, intenciones,
motivaciones y orientaciones desordenados. He aquí algunos aspectos que Jesús
considera pecaminosos (y que quizás a veces pasamos por alto):
• Poner a Dios en segundo lugar. Jesús nos recuerda: «Nadie puede estar al servicio
de dos amos […] Buscad, ante todo, el reinado de Dios y su justicia»
(Mateo 6,24-33). «Poner a Dios en segundo lugar significaría no concederle
ningún lugar en absoluto», dice P. van Breemen. El apego a lo que no sea
Dios, sobre todo a nuestro ego, es pecado. Cuando Jesús cuenta la parábola
del rico necio, concluye: «Pues lo mismo es el que acumula para sí y no es
rico para Dios» (Lucas 12,21). El pecado consiste, por tanto, en no dejar que
Dios sea Dios en nuestras vidas.
• La hipocresía (ser una persona por fuera y otra por dentro) era algo que Jesús no
podía soportar. La denunció repetidas veces y usó un lenguaje muy duro
contra los hipócritas, por ejemplo en Mateo 23.
• Externalizar: hacer obras buenas sin corazón. En Mateo 6, Jesús habla de la gente
que da limosnas, ora y ayuna para que los demás la vean y la alaben; sus
buenas obras no sirven de nada porque sus corazones son egoístas.
26
• La autosuficiencia. Jesús contó la parábola del fariseo y el recaudador de
impuestos (Lucas 18,9-14) «por algunos que confiaban en su propia honradez
y despreciaban a los demás».
• Rehusar las invitaciones de Dios: en la parábola de la fiesta (Lucas 14,15-24), los
invitados que no acudieron son condenados aunque parece que tenían razones
válidas.
• No utilizar nuestros dones y talentos de forma fructífera: en la parábola de los
talentos (Mateo 25,14-30), se castiga al hombre que se limitó a enterrar su
dinero.
• No mostrar compasión ni responder a las necesidades de los demás: contamos con
tresimpresionantes parábolas –el buen samaritano (Lucas 10,30-37), el rico y
Lázaro (Lucas 16,19-31) y el juicio final (Mateo 25,31-44)– y Jesús nos dice
que todo cuanto hagamos a nuestros hermanos y hermanas que sufren se lo
hacemos a él mismo.
• No perdonar (Mateo 18,21-35; 6,14-15): cuando no perdonamos a los demás,
impedimos que el perdón de Dios nos alcance.
• Juzgar a los demás, sobre todo cuando estamos ciegos a nuestros propios pecados
y defectos (Mateo 7,1-4).
Jesús y los pecadores: Aunque Jesús lucha contra el pecado y lo condena en todas
sus formas, no condena a los pecadores. Dice: «No vine a llamar a justos, sino a
pecadores» (Marcos 2,17). «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo,
sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan 3,17).
Jesús daba la bienvenida a los pecadores y siempre estaba dispuesto a perdonarlos.
Esta actitud suya provocaba la murmuración de los fariseos y otros: «Este recibe a
pecadores y come con ellos» (Lucas 15,2), y en este contexto Jesús cuenta las tres
hermosas parábolas de la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. El blanco
de la parábola del hijo pródigo es el hermano mayor, quien, al igual que los fariseos, es
incapaz de entender la abundante compasión del padre, se escandaliza y se aleja de la
familia; nos hemos centrado, en mi opinión equivocadamente, en el hijo más joven y en
su arrepentimiento, en vez de en el perdón que ofrece el padre, que resulta
incomprensible para el hijo mayor.
El trato que mantiene Jesús con los pecadores, que refleja la misericordia del Padre,
es revelado en los cuatro evangelios a través de muchos incidentes sorprendentes: por
ejemplo, la mujer pecadora en la casa de Simón el fariseo (Lucas 7,36-50), la historia de
Zaqueo (Lucas 19,1-10), las negaciones de Pedro (Lucas 22,54-62) y la mujer
27
sorprendida en adulterio (Juan 8,2-11). En cada uno de estos pasajes, el pecador o
pecadora tiene un encuentro personal con Jesús, se transforma e inicia una nueva vida.
Es un viaje, no exento de dolor, de la oscuridad a la luz, de la falsedad a la verdad, de la
carencia de amor al amor, de la vergüenza a la autoestima, de la muerte a la vida.
El detallado encuentro con la samaritana en Juan 4 encierra muchas lecciones para
nosotros. Jesús toma la iniciativa, se convierte él mismo en un mendigo y le pide agua
para beber (v. 7); hace que la mujer caiga en la cuenta de su propio deseo, más profundo,
del agua de la vida (v. 15), la reta (v. 16), la instruye sobre el verdadero culto a Dios
(v. 23), se revela a ella («Soy yo, el que habla contigo»), la inspira para que se convierta
en su testigo (v. 29) y finalmente la reintegra a la comunidad de su aldea, en la que ella,
probablemente, vivía marginada (v. 39). Estos elementos están reflejados en nuestro
propio arrepentimiento y en el sacramento de la Reconciliación.
El arrepentimiento: En primer lugar, hemos de reconocer que somos pecadores,
siempre débiles y en constante necesidad de la misericordia de Dios. «Si decimos que no
hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Si confesamos nuestros pecados, él
es fiel y justo para perdonarnos los pecados y limpiarnos de todo delito. Si decimos que
no hemos pecado, lo dejamos por mentiroso y no conservamos su mensaje» (1 Juan 1,8-
10). Pero el arrepentimiento no es solo lamentar o incluso llorar nuestros pecados; es
algo más profundo. La palabra bíblica metanoia, utilizada por Juan el Bautista (Marcos
1,4), Jesús (Marcos 1,15) y Pedro (Hechos 2,35), implica un cambio radical en la
orientación de la vida de cada uno. Nos estábamos alejando de Dios, de los demás y del
amor, pero, tocados por la gracia, decidimos tomar el rumbo inverso. En mi libro sobre
el discernimiento (capítulo 8), el verdadero arrepentimiento (ejemplificado en el apóstol
Pedro) se distingue del falso arrepentimiento (como el de Judas). Este último nos hace
volvernos hacia nosotros mismos y sentirnos ansiosos, tristes, culpables y acosados por
Dios; el verdadero arrepentimiento nos conduce a Dios con amor y produce en nosotros
frutos de gratitud, esperanza, alegría y paz. Necesitamos una gracia doble: una
conciencia más honda de nuestros pecados y nuestra tendencia al pecado («Soy un
pecador») y, al mismo tiempo, una experiencia más profunda de la misericordia de Dios
y de su amor incondicional. En los Ejercicios espirituales, san Ignacio invita al
ejercitante a situarse ante Jesús en la cruz y reflexionar sobre las preguntas «¿Qué he
hecho yo por Cristo?», «¿Qué estoy haciendo por Cristo?», «¿Qué debería hacer por
Cristo?», llegando de esta forma a una verdadera conversión del corazón.
El pecado social: El pecado no es algo que quede confinado en el corazón del
hombre. Sale al exterior y afecta a las relaciones, a la sociedad humana, al mundo y al
cosmos. El odio, la codicia, la envidia, etc., en el corazón llevan a una ruptura de las
relaciones, a la violencia y a la destrucción en la sociedad y en nuestro entorno y a la
28
competitividad, el dominio y la injusticia en el mundo. Como afirma Neuner: «El pecado
es una fuerza destructora y corruptora que se difunde por nuestro mundo, que penetra en
nuestros corazones, que se incorpora a nuestra sociedad en las estructuras sociales, en la
política, en el sistema económico… Se convierte en el pecado del mundo».
¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué estoy haciendo por Cristo? ¿Qué debería hacer por Cristo?
La población del mundo está repartida de forma desigual: una minoría de países
ricos (Europa, América del Norte, Japón, Australia y unos pocos más) que conforman el
25% y una mayoría de países pobres (la mayor parte de Asia, África e Iberoamérica) que
conforman el 75%. Aunque la Tierra se nos dio para beneficio de todos los seres
humanos, la minoría (25%) consume casi el 85% de los recursos; también controla la
economía mundial (los precios y el comercio), las finanzas (incluida la trampa de la
deuda) y la política (por ejemplo, el derecho al veto en las Naciones Unidas). Para
nuestra vergüenza, los países ricos son mayoritariamente cristianos, y los países más
pobres son principalmente no cristianos. Todo esto revela el pecado existente en el
mundo. He aquí dos ejemplos concretos de entre miles:
• En 1984 el Proyecto contra el Hambre calculó que el coste de un programa global
para acabar con el hambre era de unos 25.000 millones de dólares. Solicitaron
la contribución de los países desarrollados, pero estos no disponían de esa
cantidad. Aquel mismo año se invirtió en gastos militares a nivel mundial esa
misma cantidad cada dos semanas.
• En 2001, cuarenta empresas farmacéuticas estadounidenses denunciaron a
Sudáfrica para evitar que esta fabricara un costoso medicamento contra el sida
por la décima parte de su precio. Mientras millones de personas se infectaban,
necesitaban medicinas con urgencia y morían, los beneficios de estas
empresas se contaban por miles de millones de dólares.
En cuanto a nuestro país, la India, se reproducen la misma desigualdad, las mismas
injusticias y el mismo pecado. Aunque la India está entre los diez primeros países del
mundo desde el punto de vista científico e industrial, son generales la pobreza y la
miseria. Es un país rico de población pobre; porque disponemos de más recursos y
riqueza de los necesarios para los mil millones de personas que somos, pero la mala
distribución, la corrupción y la falta de voluntad política nos impedirán erradicar
nuestros males socioeconómicos. Hoy nuestro gobierno almacena cincuenta millones de
toneladas de alimentos en grano (para responder a cualquier emergencia), mientras miles
y millones de personas están desnutridas y muriéndose de hambre. Además de los
29
problemas extendidos en la mayoría de los países en desarrollo (como la opresión de las
mujeres, el trabajo infantil y los asesinatos extrajudiciales), la India tiene dos males
propios: las muertes por dote y las castas (¡la invención más criminal del mismísimo
diablo!), que persisten aún a pesar de la buena legislación en su contra.
¿Qué conexiónhay entre todo este pecado de fuera y el pecado que alberga nuestro
corazón?
a. Existe una solidaridad humana entre todos los seres humanos. No somos islas
separadas, sino que cuanto hacemos y decimos afecta, para bien y para mal, a
toda la humanidad. Contribuimos a desarrollar la vida y el amor en nuestro
mundo o lo socavamos y destruimos con nuestro pecado y egoísmo. Un gong
o una plancha de metal se golpea con el martillo en un solo punto, pero vibra
toda la plancha. Si yo soy ese punto, mi pecado hace que toda la humanidad
vibre con dolor (lo mismo que mi bondad vivifica y fortalece el mundo
entero). De igual manera, cuando lanzamos una piedra a un lago, las ondas
llegan a los extremos del mismo. Al escribir a los corintios, san Pablo utiliza
la metáfora del cuerpo para ilustrar la solidaridad humana: «Si un miembro
sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran
con él todos los miembros» (1 Corintios 12,26).
b. Nuestro pecado no existe en el vacío, sino que de modo misterioso se combina
con el pecado de los demás, causando los pecados colectivos que crucifican a
la humanidad y producen malos frutos: hambre, analfabetismo, subdesarrollo,
paro, chabolismo, violencia, guerras, etc. Las raíces de todos estos males están
en el corazón del hombre: el orgullo, la avaricia, la lujuria y otras formas de
egoísmo. Mi pecado se une al tuyo y al de los demás, produciendo los terribles
males que desfiguran nuestro mundo y deshumanizan a tantos de nuestros
hermanos y hermanas. Toda la humanidad es responsable colectivamente, y,
en cierto modo, lo somos cada uno de nosotros. Henri Nouwen expresa con
mucha fuerza que todos podemos afirmar: «En el rostro de los oprimidos
puedo reconocer mi propio rostro, y en las manos del opresor reconozco mis
propias manos. Su carne es mi carne; su sangre es mi sangre; su dolor es mi
dolor; su sonrisa es mi sonrisa. Su capacidad para torturar está también en mí;
su capacidad para perdonar la encuentro también en mí. No hay nada en mí
que no les pertenezca también a ellos. No hay nada en ellos que no me
pertenezca también a mí».
c. Todo pecado produce sufrimiento en alguna parte del mundo. Porque el pecado
introduce el odio donde debería haber amor; división y desconfianza en vez de
unidad y comprensión; discordia y enemistad en vez de armonía y paz. A
veces vemos la conexión directa entre pecado y sufrimiento: un bebedor
30
arruina su propia salud y causa sufrimiento en su familia y alrededor de ella.
Es más frecuente que no veamos los efectos visibles e inmediatos del pecado,
pero ahí están, no obstante. Incluso un pecado de pensamiento produce
vibraciones negativas y se suma al mal del mundo.
d. Aunque el pecado social tiene sus raíces en el pecado personal, este está
condicionado y es fomentado por aquel. El pecado social parece legitimar al
pecado personal y lo facilita y lo hace aceptable. En la India, donde hay
corrupción desde lo más alto a lo más bajo, es fácil que un funcionario acepte
un soborno (y extremadamente difícil que otra persona sea honrada). Ocurre
lo mismo en algunas áreas de la moral sexual; aunque sean muchos los que lo
hacen (o lo dicen, o lo creen), lo que es moralmente malo nunca se vuelve
bueno.
Aunque es posible que cada uno de nosotros tomados individualmente no seamos
directamente responsables de los múltiples efectos del pecado en nuestro mundo,
tenemos la responsabilidad de hacer algo positivo: adoptar una postura firme contra el
pecado, reducir el sufrimiento que nos rodea y trabajar para que todas las personas,
grupos y pueblos tengan una vida plenamente humana, disfrutando en común de los
beneficios que hoy son monopolio de una minoría. La conversión del pecado va de la
mano con una conversión a la justicia (que será tratada en un capítulo posterior).
Mientras rezamos constantemente para que el Espíritu Santo nos libere del reinado del
pecado en nuestros corazones y en nuestras vidas, también hemos de pedir la gracia de
resistir al pecado que hay en nuestra sociedad y en sus estructuras, y cooperar con los
demás para traer el reinado de Dios y los valores de Cristo a nuestro mundo.
LO QUE DICEN LOS DEMÁS
A ti acude todo mortal a causa de sus culpas; nuestros delitos nos abruman, tú los
perdonas.
SALMO 64,3-4
Pon tus pecados bajo tus pies y ellos se encargarán de elevarte hasta el cielo.
SAN AGUSTÍN
El arrepentimiento alcanza su plenitud cuando llegas a expresar gratitud por tus
pecados.
31
ANTHONY DE MELLO: El manantial
Cuando Dios a través de Cristo dice «Arrepentíos y creed en la Buena Nueva», está
pronunciando una invitación, no una amenaza. Es como si nos estuviera diciendo:
«Venid a ver lo que quiero daros y descubriréis que es algo que va más allá de vuestros
mayores sueños e imaginaciones. Estáis siendo crueles con vosotros mismos al vivir el
presente de esa forma. Salid de la cárcel que es vuestra tumba, echad abajo los muros de
vuestras falsas seguridades y venid conmigo para que vosotros y yo podamos vivir como
una sola persona sin divisiones». El arrepentimiento consiste en aceptar esa invitación; el
pecado es la negativa a aceptarla.
GERARD W. HUGHES: El Dios de las sorpresas
Hay muchísimo dinero para construir hoteles de cinco estrellas y autopistas de seis
carriles, pero no para casas de bajo coste, sanidad y educación primaria…
PRESIDENTE JULIUS NYERERE
Cada pistola que se fabrica, cada barco de guerra que es botado, cada misil que es
disparado significa, en último término, una forma de robar a quienes padecen hambre y
no son alimentados, a quienes tienen frío y no tienen ropa que ponerse. Este mundo lleno
de armas no solo está gastando dinero. Está tirando por la borda el sudor de sus
trabajadores… el genio de sus científicos, las esperanzas de sus niños.
PRESIDENTE D. EISENHOWER, 1953
El pecado estructural y el pecado personal no son dos realidades equiparables: más
bien, el pecado estructural funciona como un contexto o condición global dentro del cual
se da el pecado personal, superando a este último en amplitud, duración y penetración.
J. FUELLENBACH
Los pecados colectivos de la humanidad nos rodean por todos los lados. Se dan
delante de nuestros propios ojos. Hacen que toda la humanidad grite de dolor, y en esos
gritos oímos la pregunta que Dios hizo hace ya mucho tiempo: «¿Qué le has hecho a tu
hermano?».
MICHEL QUOIST: En el corazón del mundo
32
Si hay una docena de personas en un bote salvavidas y una de ellas descubre una
entrada de agua donde está sentada ¿hay alguna duda en cuanto a su responsabilidad? No
la de haber hecho el agujero ni la de haberlo encontrado, sino la de intentar repararlo. No
hacer caso o no revelarlo casi equivale a haber practicado el agujero.
KARL MENNINGER: Whatever became of Sin?
33
 
3
EL PERDÓN
«Yo no te condeno»
Desde hace diez años cuelga de la pared de mi cuarto una «Oración por el bienestar
de todos».
¡Oh, Señor!,
concédeme el corazón de Buda,
la mente de Shankar,
el cuerpo de Mahoma,
la pureza de Zoroastro,
el perdón de Jesucristo,
la temeridad de Vivekananda,
la experiencia divina de Ramathirta,
la no violencia de Mahatma Gandhi.
En esta oración –como en la opinión general de gente de distintos credos– de el
perdón está asociado a Jesús. Nadie que lea los evangelios puede menos que
sorprenderse de la importancia que otorga Jesús al perdón en sus enseñanzas y en su
experiencia vital.
No solo habla a menudo del perdón –por ejemplo, en Mateo 6,14; 18,21-35; Lucas
15,11-32–, sino que siempre está dispuesto a perdonar a los pecadores y conducirlos a la
nueva vida (Marcos 2,5 y los pasajes evangélicos citados en el capítulo anterior en la
sección «Jesús y los pecadores»). Junto con el perdón, Jesús ofrece al pecador
afirmación, consuelo, esperanza, gracia, amor, alegría y paz. Tenemos que contemplar
largamente al Jesús retratado en los evangelios antes de aprender a perdonar como él. En
la parábola del hijo pródigo (Lucas 15) el padre no solo no escucha la petición de perdón
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que hace el hijo pequeño, sinoque le ofrece una bienvenida regia y celebra su vuelta a
casa con un festín. Solo Dios puede hacer que el perdón sea algo de glorioso recuerdo.
Después de la Resurrección, Jesús pide a sus discípulos que continúen su misión, la cual
está vinculada al perdón: «Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros… Recibid el
Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se
los mantengáis les quedan mantenidos». (Juan 20,21-23). Y otra vez, «que en su nombre
[en el del Mesías] se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones»
(Lucas 24,47).
También en el Antiguo Testamento tenemos numerosos pasajes de un Dios que
perdona (mezclados a veces con pasajes que hablan de un Dios airado, vengativo y
castigador). Se dice que Dios carga nuestros pecados a sus espaldas, indicando que Dios
no guarda un registro de nuestras maldades. A través del profeta Isaías, declara Dios:
«Aunque sean vuestros pecados como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean
rojos como escarlata, quedarán como lana» (Isaías 1,18). El profeta Joel llama al pueblo
a arrepentirse: «Pues ahora […] convertíos a mí de todo corazón […] convertíos al Señor
Dios vuestro; que es compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (Joel 2,12-13). A
lo largo de toda la historia de Israel, Yahvé siempre está dispuesto a perdonar al pueblo
en cuanto este vuelve a él. Desde luego, «dichoso el que está absuelto de su culpa, a
quien le han enterrado su pecado» (salmo 32,1), porque «el Señor es clemente y
compasivo, paciente y misericordioso. El Señor es bueno con todos, se compadece de
todas sus creaturas» (salmo 145,8-9).
A través del perdón llegamos a conocer a Dios de una nueva manera.
Experimentamos a Dios como creador nuestro que nos da la vida y nos protege; caemos
en la cuenta de que nos ama y nos colma de bendiciones. Después, cuando vemos cómo
nos perdona, entendemos mucho mejor que nos ama incluso cuando nos alejamos de él.
Esto queda bien ilustrado en el libro del Éxodo. El pueblo hebreo experimentó la
poderosa mano de Yahvé, que lo liberó de la esclavitud de Egipto, lo alimentó, lo
protegió y lo guió. A pesar de las maravillosas acciones de Yahvé, ellos lo abandonan y
empiezan a adorar a un becerro de oro (Éxodo 32). A través de su pecado, llegan a
conocer a «un Yahvé compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que
conserva la misericordia […], que perdona culpas, delitos y pecados» (Éxodo 34,6-7).
Perdonarnos a nosotros mismos
En algunas ocasiones creemos y sabemos que Dios nos ha perdonado, pero no nos
perdonamos a nosotros mismos. Esto puede manifestarse por medio del remordimiento,
del sentimiento de culpa, de una tristeza exagerada –«¿Por qué hice eso?», «No debería
haber cometido ese pecado», «Soy un miserable pecador»– que están enraizados en
nuestro ego o en nuestro perfeccionismo, que no puede soportar vernos fracasar. Otras
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manifestaciones de que no nos perdonamos a nosotros mismos podrían ser la severidad
excesiva con los demás, el llorar demasiado por los pecados pasados o un deseo
desordenado de hacer penitencia por ellos.
«Reparación» no significa seguir pidiendo perdón por nuestros pecados pasados;
más bien es creer que el Señor nos ha perdonado por completo y reparar el daño que mis
pecados han causado, por medio del amor desinteresado, del servicio, del compromiso,
de la sinceridad, de la generosidad, etc.
Perdonar a los demás
Jesús vincula el perdón que Dios nos otorga con el perdón que nosotros
concedemos a los demás (Mateo 6,14; 18,35; Lucas 6,37). Aunque el perdón de Dios es
incondicional y nos es ofrecido siempre, podemos cerrarle la puerta e impedir que llegue
hasta nosotros si no perdonamos; lo mismo que podemos impedir que la luz del sol
llegue hasta nosotros tapándonos con algo o permaneciendo encerrados en una
habitación. En la cruz Jesús da el ejemplo supremo de perdón cuando ora al Padre
diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34). Lo que
están haciendo es un crimen: matar a un hombre inocente; pero son ignorantes y ciegos.
Solo con que hubieran sabido quién era, no habrían cometido tamaño pecado.
Perdonaos los unos a los otros
como el Señor os ha perdonado
Este ejemplo se repitió en el caso del diácono Esteban: cuando estaba siendo
apedreado hasta la muerte, su última oración fue «¡Señor!, no les imputes este pecado»
(Hechos 7,60). Siguió siendo así entre los primeros mártires, y se convirtió en el
marchamo de los discípulos de Cristo. En sus epístolas, san Pablo recuerda
repetidamente a sus cristianos: «Soportaos mutuamente; perdonaos si alguien tiene queja
de otro; como el Señor os ha perdonado» (Col 3,13; Ef 4,31). «No te dejes vencer por el
mal, antes vence con el bien el mal» (Rom 12,21).
A lo largo de los siglos tenemos innumerables ejemplos de esa clase de perdón. Un
notable testigo contemporáneo nuestro es Gladys Staines, misionera australiana en la
India: cuando le informaron de que una muchedumbre enloquecida había quemado vivos
a su esposo y a sus dos hijos pequeños, sus primeras palabras fueron: «Perdono a quienes
han hecho eso». En los años 70 el padre Pushpam, sacerdote de la diócesis de
Palayamkottai, fue abofeteado por un agente de policía. Un rato después, ante una
muchedumbre que se manifestó en su apoyo, el sacerdote tomó la mano del policía y la
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besó. El hombre se arrodilló, pidió perdón y el asunto quedó zanjado. Conmovido sin
duda alguna por el perdón del sacerdote, el agente, algún tiempo después, se convirtió al
catolicismo.
Perdonar es dejar atrás el pasado
A veces uno dice «Puedo perdonar, pero no puedo olvidar», lo que con frecuencia
significa que uno no está preparado para perdonar del todo. De hecho, hay dos niveles de
perdón: el nivel de la mente o la memoria, el cual se da generalmente cuando nos
hacemos mayores, y el nivel del corazón, cuando nos aferramos a algo que tenemos
contra los demás. Clara Barton, fundadora de la Cruz Roja Norteamericana, fue en una
ocasión maltratada cruelmente por otra persona. Unos años más tarde, una amiga le
preguntó: «¿No lo recuerdas?». Ella contestó: «No, recuerdo claramente haberlo
olvidado». Su mente tal vez retuvo el recuerdo de la herida, pero ella lo había expulsado
de su corazón.
Perdonar es dejar atrás el pasado. En cierta ocasión, en un retiro de una semana de
duración, una religiosa a la que le iba bien en su trabajo en la escuela y en la vida de
comunidad, me confesó que tres años antes había sido víctima de una injusticia que ella
no podía o, más bien, no iba a olvidar. Después de fracasar en mis repetidos esfuerzos
para persuadirla de que lo olvidara, le dije: «Hermana, si usted no está dispuesta a
dejarlo pasar, ni siquiera Dios puede ayudarla». Antes de que terminara el retiro, vino a
verme otra vez y se podía ver en su rostro que ya era libre. Fue un momento de una
gracia especial, como ella admitió luego. Cuando nos empeñamos en no perdonar o nos
aferramos a heridas pasadas, nos encerramos en una cárcel construida por nosotros
mismos, nos deprimimos y nuestro ego encontrará mil razones para mantenernos en ese
estado.
Según Lucas 6,27-28, para perdonar y amar a nuestros enemigos hemos de hacer
tres cosas (también mencionadas en Romanos 12,14 y siguientes y en Mateo 5,44): a)
hacerles el bien; b) bendecirlos, que según su raíz latina, benedicere, significa hablar
bien de ellos; y c) rezar por ellos, no para que vengan a presentarnos sus excusas, sino
para que Dios los bendiga. El perdón no necesita una excusa de la otra parte; renuncia al
deseo de venganza, es decir, a desquitarse; sacrifica el deseo de tener la razón.
Preferimos ser afectuosos y felices a tener la razón: se trata de elegir una de las dos
cosas.
A algunas personas el perdón les sale fácilmente, casi sin ningún esfuerzo. Pero
para muchas es extremadamente difícil; por ejemplo, cuando alguien que nos es muy
querido es violado o asesinado, cuando un niño es víctima de abusos físicos o sexuales,
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cuando personas inocentes son asesinadas brutalmente,cuando la gente indefensa es
víctima de la corrupción o de una injusticia patentes, cuando determinados grupos o
gobiernos son responsables de genocidios. Por nuestra parte, no deberíamos
minusvalorar el esfuerzo de aquellos a quienes les resulta difícil perdonar aunque deseen
hacerlo. Podemos invitarles a renunciar a la venganza y el rencor y rezar para pedir la
gracia de relegarlo al olvido; proceso que puede ser lento y doloroso.
La curación
Incluso después de perdonar o ser perdonados, a veces experimentamos cierto dolor
cuando vemos a la persona implicada o recordamos o comentamos el incidente. Esto es
indicio de que necesitamos una cura. Es como una herida reciente en el cuerpo que fuera
extremadamente sensible y dolorosa hasta que llega a cicatrizar.
Si hay algo del pasado que me duele hoy, necesito una cura interior. El incidente
pasado puede estar relacionado con personas (por ejemplo: una herida, un resentimiento,
una injusticia o un abuso del que hemos sido víctimas) o conmigo mismo (por ejemplo,
un pecado, cierto miedo, un fracaso o la pérdida de un ser querido). Un ejercicio sencillo
y eficaz es revivir el incidente con Jesús. En una oración donde dejo libre a mi fantasía,
imagino a Jesús junto a mí y le cuento todo lo que ocurrió entonces, lo que sentí en aquel
momento y lo que aún siento ahora. Reconozco que soy incapaz de curarme a mí mismo
y que necesito que me cure él. Jesús me brinda siempre su curación y me invita a dejar
atrás el pasado. Si me aferro de algún modo al pasado, diciendo por ejemplo «No tenía
que haber ocurrido», «El otro no tenía razón y yo sí», «Yo era inocente», se bloqueará la
curación. Pero si relego al olvido todo el incidente, experimentaré la curación, que se
pondrá de manifiesto por la ausencia del dolor previo y por un profundo sentimiento de
paz, de libertad y de alegría interiores.
Otra gracia que hemos de pedir es la acción de gracias, no por el sufrimiento en sí,
sino por cualquier bien que haya salido de él para mí o para los demás; por ejemplo, me
ha ayudado a ser más consciente de mi debilidad o a confiar más en Dios o a ser más
comprensivo y compasivo con los que se hallan en circunstancias similares. Durante un
largo retiro, una hermana me confesó que odiaba a sus parientes, que eran ricos, mientras
que su propia familia era relativamente pobre. Ella había sentido dicho odio desde muy
pequeña y se lo guardó para sí durante veinte años sin hablar de ello hasta aquel
momento. Le expliqué el ejercicio de imaginación que he descrito más arriba y le pedí
que rezara pidiendo la gracia del perdón y la curación. Cuando me volvió a ver al día
siguiente exclamó: «Padre, ¡ya se ha ido!». Pocos días después me confesó: «No sé qué
me está ocurriendo. Estoy dando gracias a Dios por tener esos parientes pidiéndole que
los bendiga». La gracia había completado el círculo.
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En las Sagradas Escrituras tenemos dos ejemplos señeros de curación de los
recuerdos. En el Evangelio de san Juan, se narran las negaciones de Pedro en el capítulo
18. El versículo 18 habla de un brasero en el que Pedro se estaba calentando cuando
negó a Jesús. La misma palabra griega aparece una sola vez más en el Evangelio,
después de la pesca en el lago de Tiberíades (Juan 21,9). La triple negación junto a un
fuego es curada por una triple afirmación de amor a Jesús junto a otro fuego. La curación
tiene lugar cuando uno revive la experiencia dolorosa en presencia de Jesús. En los
últimos capítulos del libro del Génesis tenemos la historia de José. Cuando él revela
quién es, sus hermanos temen que se tome la venganza por lo que le habían hecho ellos
anteriormente. José les tranquiliza: «Vosotros intentasteis hacerme mal, Dios intentaba
convertirlo en bien» (Génesis 50,20). ¿Creemos de verdad que para aquellos que aman a
Dios todas las cosas son para bien (Romanos 8,28), incluso las heridas y la enfermedad,
el pecado y la muerte?
Otras cosas que ayudan a dejar atrás las experiencias negativas del pasado y
conseguir la curación completa son:
Los demás no son la causa de mis heridas
ni de mis sentimientos negativos
1. Los demás no son la causa de mis heridas ni de mis sentimientos negativos; ellos
solo son la ocasión o el estímulo. La causa real está en mi interior; alguna
parte de mí se resiste a la realidad. He de madurar en este aspecto, reducir mi
hipersensibilidad y ser consciente de que no he de dar a los demás el poder de
herirme.
2. Lo que ha ocurrido ha ocurrido, y eso no se puede cambiar. Es inútil seguir
lamentándose o llorando cuando ya no hay nada que hacer. Tenemos delante
el reto de transformar el dolor del pasado en un peldaño que nos ayude a
crecer y en una bendición para los demás.
3. Cuando nos aferramos a alguna experiencia negativa del pasado, una parte de
nosotros está emocionalmente asentada en aquel momento. Podríamos
preguntarnos a nosotros mismos: ¿queremos quedarnos sentados en el camino
de la vida o queremos seguir avanzando a diario?
4. A menudo concedemos demasiada importancia a las observaciones de los demás,
que no pueden hacernos mejores ni peores personas. Después de recibir un
montón de insultos de un hombre frívolo, Buda le preguntó: «Hijo mío, si le
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regalas algo a alguien y no lo acepta, ¿a quién pertenece el regalo?».
«Supongo que me pertenece a mí», contestó el hombre. Entonces Buda dijo:
«Tú me has regalado todo ese montón de insultos. No lo acepto. Puedes
quedártelo». Esta es una actitud madura para cuando recibimos una
observación injusta o una crítica inmerecida.
5. La curación, así como el perdón, queda bloqueada cuando juzgamos,
condenamos o culpamos a los demás. Podemos juzgar un examen, un
proyecto, una actuación musical o artística, etc.; podemos observar y evaluar
el comportamiento de alguien; pero no deberíamos juzgar a nadie, porque no
conocemos su corazón; solo Dios lo conoce. Y Jesús nos lo recuerda: «No
juzguéis y no seréis juzgados» (Mateo 7,1; Lucas 6,37). En el libro ¿Quién
puede hacer que amanezca?, de Anthony de Mello, aparece el siguiente
diálogo:
Discípulo: ¿Cómo obtendré la gracia de no juzgar nunca a mi prójimo?
Maestro: Mediante la oración.
Discípulo: Entonces, ¿por qué no la he conseguido ya después de tantos años
dedicados a la oración?
Maestro: Porque no has rezado en el lugar adecuado.
Discípulo: ¿Dónde se encuentra ese lugar?
Maestro: En el corazón de Dios.
Discípulo: ¿Y cómo puedo llegar hasta él?
Maestro: Entendiendo que el que peca no sabe lo que está haciendo y merece
que se le perdone.
Sí, aunque Dios condena nuestros pecados, nunca nos juzga ni nos condena ni nos
echa las culpas; y estamos llamados a tener esa misma actitud con los demás y con
nosotros mismos.
LO QUE DICEN LOS DEMÁS
Ser cristiano significa perdonar lo inexcusable, porque Dios ya ha perdonado lo
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inexcusable que hay en ti.
C.S. LEWIS
El perdón es bueno sobre todo para nosotros mismos, porque así ya no tenemos que
cargar con el peso del resentimiento.
THICH NHAT HANH
Per-donar es dar algo por. Dar a los demás amor, paz, alegría, sabiduría y todas las
bendiciones de la vida, hasta que no quede ningún aguijón en tu mente. Esta es la
verdadera prueba del nueve del perdón.
JOSEPH MURPHY
El perdón es la fragancia que impregna la violeta en el tacón que la ha aplastado.
MARK TWAIN
El mundo jamás conocerá la paz mientras haya un hombre que mire a otro y lo
juzgue, porque esa es la semilla de la guerra.
ANTHONY BLOOM
Si pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos, encontraríamos en la
vida de cada persona el suficiente pesar y sufrimiento para desarmar toda clase de
hostilidades.
H.W. LONGFELLOW
Un musulmán de veintitrés años, único superviviente de la masacre de Srebrenica
(en la antigua Yugoslavia), en la que fueron asesinados siete mil musulmanes, declaró
ante el Tribunal Penal de La Haya: «Si pudiera hablar en nombre de las inocentes
víctimas, perdonaría a los que perpetraron los asesinatos, porque fueron engañados».
Todo el mundo puede convertirse en asesino o víctima, y a veces en ambas cosas.