Vista previa del material en texto
Rex A. Pai, S.J. VIDA Y LIBERTAD Ponerse en la mente y en el corazón de Cristo Traducido del inglés por José Antonio López Badiola 2 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.cedro.org). Título original: Alive & Free: Putting on the Mind and Heart of Christ Portada y diseño: M.ª José Casanova © Rex A. Pai, S.J. © 2012 Ediciones Mensajero, S.A.U.; Sancho de Azpeitia 2, bajo; 48014 Bilbao. E-mail: mensajero@mensajero.com Web: www.mensajero.com Edición digital ISBN: 978-84-271-3385-3 3 mailto:%20mensajero@mensajero.com http://www.mensajero.com DESDE LA MESA DEL EDITOR Fue Albert Einstein quien defendió que, en vez de almacenar información ocupando un valioso espacio en el cerebro, lo mejor es almacenarla de tal modo que, siempre que la necesitemos, esté siempre disponible, sea perfectamente accesible, recuperable y dispuesta de manera que pueda ser utilizada de inmediato. Einstein pudo entrever que el crecimiento exponencial del conocimiento exigiría unos medios mucho más eficientes para acceder a la información fundamental. El autor de este libro titulado Vida y libertad no solo se ha tomado completamente en serio las palabras de Einstein, sino que, además, ha presentado de forma sencilla, directa y en un formato muy fácil de manejar todas estas estrategias y las ha complementado con ejemplos que satisfagan tanto al hojeador como al lector más serio. Con el libro Vida y libertad, Rex Pai lleva el concepto del acceso inmediato a la cura interior a su nivel más alto. Todos los temas aquí tratados se transforman en una lectura absorbente en sí misma, proporcionando una guía paso a paso para convertirse en seres humanos más eficientes y mucho mejor equipados. El autor toca temas importantes como la aceptación, el pecado, el perdón, la libertad, la autenticidad, de una forma muy detallada y con montones de ejemplos. Todos esos temas pueden utilizarse tanto en el ámbito personal como en el ámbito de grupo dependiendo de la necesidad de cada uno. En el ámbito personal este libro puede ayudar a la sanación interior y la conversión personal. En el ámbito del grupo, puede resultar útil para compartir y reflexionar colectivamente de cara a mejorar la vida en comunidad. Adéntrate en estas páginas y compruébalo tú mismo… A. CYRIL, S.J. Director, Vaigarai 4 A mis compañeros de noviciado (1955-1957 Beschi College, Dindigul), celebrando nuestras bodas de oro como jesuitas que trabajan en los cuatro continentes, algunos de los cuales ya están en el cielo, a la espera de la reunión final. 5 PRÓLOGO Las personas que se toman muy en serio su mejora en el campo espiritual saben lo difícil que resulta. Son personas fieles a ejercicios espirituales cotidianos como la oración y el examen de conciencia. No faltan a su recogimiento mensual y su retiro anual. Dedican tiempo a la lectura espiritual y asisten a charlas sobre espiritualidad. Pero tienen la sensación de que, más o menos, siguen igual. Quizá aprecian cierta mejora aquí, otra allá. ¿Cuál es la razón de esto? Ruego se me permita una analogía. Todos nosotros queremos implantar la justicia social en el mundo. Ayudamos a los pobres, los organizamos y los animamos. Participamos con ellos en varias luchas. Es posible, incluso, que algunos de nosotros lleguemos a conectar con los ricos y poderosos y a predicarles su responsabilidad de tener en cuenta a los pobres y compartir con ellos. Con todo, la sociedad sigue siendo la misma de siempre. Hemos oído hablar de revoluciones populares en Nicaragua y en Filipinas –solo por hablar de tiempos recientes–. Pero la masa de pobres de esos países no parece que haya cambiado en absoluto. Puede que un dictador haya sido derrocado (es curioso, pero los dictadores suelen ser siempre varones), y que en su lugar haya sido elegido un presidente democrático. Sin embargo, los grupos económicos y políticos dominantes siguen dominando. Puede que cambien los regímenes, pero las estructuras económicas y políticas básicas no cambian. Los pobres siguen siendo pobres. Puede que aparezcan unos cuantos nuevos ricos. Pero la mayoría de la población sigue siendo pobre. Creo que esto mismo es lo que ocurre en la vida espiritual. Leemos las Sagradas Escrituras; contemplamos la vida y enseñanzas de Jesús. Él nos ofrece un modelo, nos inspira y nos desafía. El Espíritu nos da fuerzas. Al mismo tiempo nos volvemos conscientes de nuestra inclinación al pecado. Lamentamos esta situación y deseamos cambiar. Incluso puede que todo esto vaya acompañado de cierto dramatismo emocional, como, por ejemplo, el derramamiento de unas cuantas lágrimas, la quema simbólica de nuestros pecados y adoptar serios compromisos de cara al futuro. Pero las estructuras que subyacen en nuestras vidas –nuestra forma de ver a los demás y al mundo, nuestras actitudes, nuestros hábitos mentales y emocionales, nuestros deseos y apegos, nuestra 6 forma de actuar y de relacionarnos con los demás– tienen que cambiar. No se dará de modo automático. Tenemos que trabajar en ello. Este libro será una herramienta muy valiosa si trabajamos en serio. El padre Rex A. Pai ha seleccionado las diferentes actitudes y virtudes que guían nuestras vidas. Él nos ayuda a tomar conciencia de ellas, nos ofrece algunos elementos para analizarlas y sugiere técnicas para transformarlas. Ya es famoso como escritor espiritual con dos obras de gran éxito: una sobre la oración (Orar es fácil) y otra sobre el discernimiento. Ahora comparte con nosotros las conferencias que da en sus retiros espirituales. Es un veterano director de ejercicios espirituales que lleva muchas décadas guiando grupos durante períodos más cortos o más largos. Recorriendo sus charlas podemos ver que ellas son el fruto de una reflexión madura, prolongada y orante. Casi todo el material procede de su propia experiencia de la vida y de las personas a las que ha guiado. Va complementado con sus conocimientos de las Sagradas Escrituras, de psicología, de espiritualidad y de práctico sentido común (un bien muy poco común en los tiempos que corren). El texto, así como las citas presentadas al final de cada conferencia, muestra la amplitud de sus lecturas. La sencillez y el modo personal, directo y original en el que aborda los temas hacen que sus conferencias sean muy atrayentes. La meta que persigue es muy práctica: ayudar a las personas a cambiar desenmascarando las estructuras y hábitos que las mantienen esclavizadas. Yo diría que este libro es un tratado completo y práctico de las virtudes: no es el clásico discurso erudito de los teólogos, sino las directrices prácticas que aporta un guía. Hoy día tendemos a ver graves problemas psicológicos en todas partes y buscamos el asesoramiento de los expertos. Quizá se trate, muchas veces, de una coartada. Este libro no es uno de esos populares manuales psicológicos de autoayuda que tanto abundan en el mercado. Exige que se le dedique una seria atención y mucho trabajo si lo que uno quiere es cambiar. No es un libro para leerlo de una sola tirada. Tendrás que leerlo capítulo a capítulo, reflexionar sobre su contenido, examinarte bajo su luz y adoptar estrategias de cambio. No es un tratado, sino una guía práctica, especialmente para los días de retiro espiritual. Es un libro al que adherirse. Los que conocen a Rex estarán de acuerdo conmigo en que él mismo personifica esas actitudes. Así que el libro es fruto de la praxis –como se dice en la jerga actual–. Ha sido profesor, superior de una comunidad, formador y director espiritual. Toda esa rica experiencia es palpable en las páginas de este libro. Me siento muy honrado de que me haya pedido que presente este volumen. Será presuntuoso por mi parte, además de innecesario, recomendar este libro. Sería mucho más apropiadofelicitar al autor, agradecérselo y desear que cambie los corazones y la vida de muchas personas. Que el Espíritu esté con nosotros y nos dé fuerzas. 7 MICHAEL AMALADOSS, S.J. Director del IDCR Loyola College, Chennai 600 034 8 INTRODUCCIÓN Hacia finales de 2001, el padre Pudota Jojayya, un compañero mío de noviciado (que ha traducido él solo toda la Biblia al telugo y que tanto contribuyó, a través de sus escritos y charlas, al fomento de la vida católica entre la población de Andhra Pradesh), me animó a publicar algunas de las charlas que doy en los retiros. He tardado cuatro años y medio en completar esa tarea. Un breve vistazo al índice mostrará que faltan muchos temas. Algunos (por ejemplo, el trabajo, los conflictos, el sufrimiento, vivir el presente) ya han sido tratados en mi libro anterior sobre el discernimiento. Otros temas importantes, como la Eucaristía, la Cruz y el Espíritu Santo, estaban en el proyecto original, que al final no se pudo hacer realidad. Para la mayoría de la gente que lea este libro, puede que el pecado no sea el obstáculo principal para la vida cristiana y espiritual; dichas personas desean vivir una vida de compromiso e intentan evitar el pecado deliberado. Sin embargo, no son plenamente conscientes de lo que hay detrás de sus pecados: bloqueos mentales y emocionales; cosa de la que san Ignacio de Loyola se percató claramente partiendo de sus propias experiencias. En su libro de los Ejercicios espirituales, en la primera semana trata del pecado, y luego pone mucha más atención en los «bloqueos» –en la terminología que él utiliza, «afecciones» en el ámbito emocional y «engaños» (creencias falsas) en el ámbito de la mente–, porque él sabía que estos eran los verdaderos obstáculos para seguir a Jesús generosamente. Cuando eliminamos esos bloqueos o los reducimos mucho, el amor de Dios puede trabajar a sus anchas en la persona y dar abundantes frutos. A veces, cuando estamos atascados en alguna faceta de nuestra vida, nos limitamos a «rezar», y parece que nuestras oraciones no son respondidas. Por ejemplo, perdemos 9 con frecuencia los estribos y pedimos a Dios que nos ayude a controlar nuestro mal genio. No se da ningún cambio, porque no caemos en la cuenta de por qué nos enfadamos; sin cambiar nuestras expectativas, que son las que causan nuestro enfado, queremos ser libres. Otro ejemplo sería este: perdono a una persona que me ha hecho algún mal, hablo con ella e incluso la ayudo, mientras sigo guardando en mi corazón cierto resentimiento, el cual se convierte entonces en un estorbo en mi vida. Las falsas imágenes de un Dios que castiga, que nos exige o quiere que seamos perfectos conducen a actitudes negativas y a una conducta negativa. Tal vez este libro ayude a descubrir esos bloqueos y librarnos de ellos. Al ser mi intención que cada capítulo sea más o menos independiente, se ha producido cierta repetición de temas básicos como son el amor incondicional de Dios, la conciencia de las limitaciones propias, el servicio desinteresado, etc. De hecho, en el ser humano se da la interdependencia entre los distintos aspectos de la vida del espíritu: cuando una zona experimenta el crecimiento, a su vez facilita el desarrollo en otros ámbitos; cuando una zona está bloqueada, las demás también se ven afectadas. En la mayor parte de los capítulos he introducido algunas ayudas para el crecimiento espiritual. Quizás los consejeros profesionales se sonrían ante unas sugerencias tan sencillas. Desde luego, algunos desórdenes y heridas que permanecen a pesar del paso del tiempo –área que excede con mucho a mi competencia– requieren análisis y tratamiento en profundidad. Pero mi experiencia me dice que para muchos, o para la mayoría de nosotros (¡neuróticos «del montón»!), tales ayudas parecen ser beneficiosas y eficaces. Cada capítulo concluye con una sección titulada «Lo que dicen los demás». La ofrezco con la esperanza de que algunas citas funcionen como semillas en la mente y el corazón, semillas que posteriormente darán fruto, como tantas citas lo han hecho a lo largo de mi propia vida. Estoy muy agradecido a varias personas –demasiadas para nombrarlas a todas– que han leído diferentes capítulos y que me han aportado útiles comentarios. Doy las gracias de modo especial a mi buen amigo el padre M. Amaladoss por su estupendo prólogo. Muchísimas gracias a los señores J. Shantakumar y J.B. Sekar, que han estado siempre dispuestos a ayudarme con el trabajo del ordenador, y al padre A. Cyril, que, como ya sucedió con mis dos libros anteriores, me ha estado animando y ha creado un interesante producto final. REX A. PAI S.J. Saint Joseph’s College Tiruchirapalli 620 002 10 1 LA ACEPTACIÓN Eres amado tal y como eres Los seres humanos tienen muchas necesidades: necesidades físicas, tales que el aire, el agua y los alimentos; necesidades emocionales, como son el reconocimiento y el aprecio; y necesidades sociales, como el sentimiento de pertenencia a un grupo, y otras necesidades de carácter cultural y religioso. Una de las necesidades más básicas es la necesidad de ser amado, de ser aceptado por ser quien es uno como persona. Al igual que todo el mundo, yo también tengo en lo más hondo de mi ser el sentimiento de que me aceptan tal cual soy, de que soy respetado por ser quien soy ahora mismo. 1. Características de la aceptación Con cierta frecuencia, en la vida nos aceptan por lo que hacemos: cuando hacemos algo bien o tenemos éxito, nos aceptan; cuando las cosas nos salen mal o fracasamos, nos culpan y rechazan. Sin embargo, aquello que hago bien –por ejemplo: cantar, estudiar o jugar un buen partido– alguien más puede hacerlo igual de bien que yo o incluso mejor. Nuestro deseo más profundo, como hemos apuntado más arriba, es ser queridos y aceptados no solo por lo que hacemos, sino por lo que somos. Un padre, una madre o un buen amigo pueden querernos y aceptarnos de esta manera, y así contribuyen de verdad a nuestro crecimiento como personas. La aceptación no es lo mismo que la aprobación, la cual tiene que ver con la conducta. Es posible que 11 no nos guste y que incluso condenemos la conducta de una persona determinada (por ejemplo, de alguien que sea egoísta o injusto), y sin embargo aceptemos a la persona. La aceptación no es lo mismo que el consenso: podemos estar en desacuerdo con alguien e incluso rechazar sus opiniones y puntos de vista, y sin embargo aceptarlo como persona. La aceptación no significa ver solo lo bueno que hay en otra persona; significa que podemos ver sus puntos fuertes junto con sus puntos débiles y sus defectos, y aceptar a la persona en su conjunto. La aceptación no es algo negativo; no es indiferencia ni la actitud expresada en ideas o palabras como «Puedes ser lo que te apetezca. No es asunto de mi incumbencia». La aceptación es algo muy positivo y tiene mucho que ver con la preocupación y el interés por los demás y su posible crecimiento espiritual, pero respeta su libertad sin imponer condiciones ni exigencias. «¿Quién me querrá y me aceptará tal cual soy?». Esa es la pregunta y el grito –expresado o no– que hay en el corazón de todos los seres humanos. A este interrogante y grito, las Sagradas Escrituras responden: «Dios te quiere y acepta tal y como eres». 2. La aceptación por parte de Dios Toda la Sagrada Escritura es, ante todo, la historia del amor de Dios a nosotros. Esto alcanza su punto álgido en el Nuevo Testamento y ha quedado expresado en el Evangelio de san Juan como sigue: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan 3,16-17). El amor de Dios a nosotros es puro don: no lo merecemos ni nos lo hemos ganado; no lo recibimos por algo bueno que hayamos hecho. «Dios, rico en misericordia, por el gran amor que nos tuvo, estando nosotros muertos por los delitos, nos hizo revivir con Cristo –de balde os han salvado– […]por la fe, no por mérito vuestro, sino por el don de Dios; no por las obras, para que nadie se jacte» (Ef 2,4-9). Se nos ofrece su amor gratuitamente sin ninguna condición y nunca nos es negado. Él sigue amándonos incluso cuando no somos buenos, incluso cuando pecamos: «Pues bien, Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Romanos 5,8). Por supuesto, él condena nuestros pecados, pero sigue amándonos. No resulta fácil creer todo esto en lo más profundo de nuestro corazón, particularmente porque sabemos que muchos hemos recibido cuando éramos pequeños un mensaje distorsionado, de un modo directo o indirecto: «Dios no te va a querer si no eres bueno». El amor incondicional de Dios, ofrecido siempre y gratuitamente a cada uno de nosotros, nos llama a responder: podemos encerrarnos en nosotros mismos y rechazarlo, o podemos abrirnos para recibirlo y vivir nuestras vidas en el amor. Cuando intentamos una y otra vez responder de modo positivo, a pesar de nuestras debilidades y fracasos, nuestras vidas cobran un significado más profundo, y la presencia y acción de Dios en nuestro interior y en nuestro entorno se hacen mucho más tangibles. 12 Que Dios nos ama incondicionalmente, tal y como somos, es la Buena Nueva que Jesús trajo al mundo. Mientras él estuvo en la tierra (y también ahora) la gran mayoría de la gente no se sentía querida ni aceptada: los enfermos físicos y mentales –porque creían que Dios los había castigado y maldecido–, los leprosos –porque eran rechazados y apartados del resto–, las mujeres –a quienes constantemente se hacía sentir inferiores–, los recaudadores de impuestos, las prostitutas y otros pecadores –que no observaban la Ley y eran considerados malos–, los samaritanos –a los que se consideraba una casta inferior–. Jesús se acerca y ofrece especialmente a tales personas la cura y el perdón, el respeto y la aceptación, la amistad y la reintegración en la comunidad. Al entrar en contacto con él reciben coraje y esperanza, la posibilidad de volver a empezar y pasar a una vida nueva, la experiencia de ser amados y aceptados. Era como si Jesús, a través de sus palabras y acciones, les estuviera diciendo a todos y cada uno de ellos: «No tenéis por qué sentiros rechazados o mal con vosotros mismos. Sois amados. ¡Dios os ama tal y como sois!». Adentrémonos más profundamente en las implicaciones que tiene el amor de Dios por nosotros. a. Su amor es muy personal. Cada uno de nosotros es sumamente valioso a sus ojos. «Te he llamado por tu nombre, tú eres mío… porque te aprecio y eres valioso y yo te quiero» (Isaías 43,1-4. Cfr. también Juan 10,3: «Él llama a sus ovejas por su nombre»). Nos conoce a la perfección, incluso cuando estábamos todavía en el vientre de nuestra madre (Sal 139). Dios no solo nos ama a todos en conjunto: nos ama a cada uno de manera singular y única, por ser la persona única que somos. Esto resulta muy difícil de creer, ya que en nuestro interior nos asaltan continuamente pensamientos negativos que no cesan de repetir: «¿Cómo puede amarte a ti, que eres un pobre pecador? Le has rechazado a él y a su amor muy a menudo». Esto no es humildad verdadera, sino una forma muy velada de orgullo que nos induce a creer que Dios solo puede amarme si soy bueno y santo. ¡Dios me ama al 100%, tanto como ama a Jesús! b. Dios nos ama al 100%, totalmente. Nosotros somos capaces de amar a los demás más o menos, pero nunca al 100%, ya que el amor humano es limitado. Dios es amor. Y su «debilidad» consiste en que él solamente puede amar de modo total. Esto significa también que ¡Dios me ama a mí tanto como ama a Jesús! Ama a Jesús, su Hijo, al 100%; ama a María, nuestra Madre, al 100%; ama a la Madre Teresa al 100%. Ama a un pecador al 100% y me ama a mí al 100%. 13 Nuestra respuesta a su amor total es muy diferente: Jesús responde al 100%; María, nuestra Madre, puede que se acerque a eso; algunos santos y santas quizás lleguen al 90%, y otros tal vez al 50%, al 20% o incluso menos. En un ejercicio de imaginación, podríamos ver a Jesús delante de nosotros llamándonos a cada uno por nuestro nombre y diciendo: «No quiero a nadie más de lo que te quiero a ti»; lo que significaría que, mientras me ama a mí al 100%, no ama a nadie al 101%. A los ojos de Dios, cada uno de nosotros es el número 1: no hay número 2, ni número 3. c. El amor de Dios es fiel, constante y duradero. ¿Qué significa esto? De un amigo que me acepta, que me apoya, que está a mi lado en todo momento, que nunca me dejará tirado, decimos que es fiel. De la misma forma podemos afirmar que Dios es fiel en su amor. «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis manos te llevo tatuado», dice Yahvé (Isaías 49,15-16). Yendo más allá, podríamos añadir que, aunque mi amigo no me abandone, sí que puede abandonarme (como vemos a diario amistades que se rompen después de muchos años y cónyuges que se separan después de veinte años de matrimonio). Dios, sin embargo, no puede dejarnos abandonados, aunque yo sí puedo abandonarlo a él. Como san Pablo le escribe a Timoteo, «si le somos infieles, él se mantiene fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). ¿Podemos creer todo esto de corazón, a sabiendas de que Dios es incapaz de rechazarnos, de abandonarnos o de sernos infiel? 3. La autoaceptación El amor incondicional que Dios siente por mí me ayuda a aceptarme a mí mismo tal y como soy. Un buen nivel de autoaceptación es un ingrediente esencial en una personalidad madura; es necesario para el equilibrio emocional y espiritual, para mantener unas relaciones sanas y para nuestra propia realización y satisfacción interior con nuestro trabajo y compromisos. Sin ninguna pretensión de precisión técnica, hagamos una lista con unos pocos términos que están relacionados entre sí y hasta cierto punto se solapan. Autoaceptación: ¿Cómo me siento conmigo mismo? ¿Hasta qué punto me siento feliz de ser quien soy? Autoconsciencia: ¿Hasta qué punto estoy en contacto conmigo mismo (mis deseos, mis sentimientos, mis pensamientos, mis motivaciones)? ¿Hasta qué punto me 14 conozco bien a mí mismo? (autoconocimiento). Autoestima: ¿Cómo me valoro a mí mismo? (sentido de mi propia valía). Autoconfianza: ¿Hasta qué punto confío en mí mismo? (mis puntos fuertes, mis prioridades, mis juicios, mis decisiones). Autoimagen: ¿Cómo me percibo a mí mismo? ¿De modo positivo o negativo? John Powell, en su famoso libro La felicidad es un trabajo interior, describe y comenta diez pasos que llevan a la felicidad y cita la autoaceptación en el primer puesto de la lista. Sin una buena dosis de autoaceptación, no podemos ser felices de verdad. También plantea cinco preguntas para ayudarnos a descubrir ámbitos específicos en los que no se da la aceptación. 1. ¿Acepto mi cuerpo? ¿Todas sus partes y órganos, mi estado de salud, mis limitaciones físicas? A menudo, quizá debido a los comentarios y burlas de los demás, no nos gusta algún aspecto de nuestra apariencia física –la altura, el peso, el color de la piel, algún rasgo– y proyectamos ese desagrado sobre toda nuestra persona. 2. ¿Acepto mi mente? ¿Acepto mi grado de inteligencia y comprensión, mi nivel de estudios? Solemos compararnos desfavorablemente con los demás y nos sentimos inferiores. Por otra parte, conocemos a personas que no saben leer ni escribir, pero que son capaces de hablar con otros con confianza y convicción. 3. ¿Acepto mis sentimientos y emociones? ¿Todos sin excepción –ya que ningún sentimiento es malo en sí mismo–? ¿Me avergüenzo de algunos de mis sentimientos y trato de ocultárselos a los demás? A veces clasificamos algunos sentimientos como negativos; por ejemplo, el miedo, la ira, el odio, los celos. Se convierten en algo negativo cuando nos aferramos a ellos y los guardamos en el corazón; sin embargo, también podrían llevarnos a algo positivo. 4. ¿Acepto mis errores, fracasos, pecados, o más bien los rumio constantemente con pesary autoinculpándome? Los errores pueden ser unos enormes bloqueos que me atascan o peldaños que me lleven a la libertad y al crecimiento espiritual. 5. ¿Acepto mi personalidad, es decir, mi yo en conjunto? ¿Experimento una satisfacción gozosa por ser quien soy? ¿Me quiero de verdad a mí mismo? 15 ¿Me considero un amigo íntimo, mi mejor amigo? Con frecuencia, a los cristianos (y más a los sacerdotes y los religiosos) se les recuerda que han de amar y servir a los demás, que han de convertirse en personas para los demás; pero muy rara vez se les anima a quererse a sí mismos. Si no me quiero a mí mismo ¿cómo puedo amar a los demás de verdad? (Ama a tu prójimo como te amas a ti mismo). Los psicólogos y los consejeros afirman que el 80% de la gente o más no se acepta a sí misma de verdad. Esto coincide con mi experiencia personal como guía espiritual durante los últimos veinticinco años. Después de unos ejercicios espirituales conmigo, una religiosa amiga mía escribió: «Ahora me he dado cuenta de que en todos estos años no he amado de verdad a los demás». Como la conozco y sé que es una persona abnegada, siempre dispuesta a servir a los demás, le contesté: «No me cabe la menor duda de que usted quiere a los demás de verdad. De lo que no estoy tan seguro es de que realmente se quiera a sí misma». Ciertamente, no deberíamos amarnos a nosotros mismos a expensas de los demás (egoísmo), pero hemos de querernos y aceptarnos a nosotros mismos de verdad, como el Señor nos quiere y nos acepta. Cuando tenemos un bajo nivel de autoaceptación o una pobre imagen de nosotros mismos, queda sin satisfacer una necesidad vital. Esta carencia nos conduce a sentimientos negativos y puede manifestarse en nuestro comportamiento externo de muy variadas formas: por ejemplo, • nos sentimos inferiores, amenazados, inseguros, culpables, suspicaces; • nos sentimos heridos con demasiada facilidad, nos resulta difícil perdonar y acumulamos rencor; • nos volvemos jactanciosos, agresivos, autoritarios, imponiéndonos a los demás como sea; • nos enfadamos, damos rienda suelta a los celos, somos críticos e intolerantes con harta frecuencia; • nos dan arrebatos de tristeza, de autocompasión y nos sentimos deprimidos; • tendemos a cotillear, a murmurar, al cinismo; • buscamos compensaciones en otros campos, como la comida o la bebida, la televisión, el cine, el sexo, poseer cosas, etc. De esta forma caemos en la cuenta de que muchas de nuestras emociones negativas y gran parte de nuestra conducta negativa podrían ser fruto de nuestra falta de 16 autoaceptación. ¿Qué nos podría ayudar a ganar libertad y madurez? Ayudas para la autoaceptación Además de todo lo que se ha dicho anteriormente sobre la aceptación de Dios (que es la verdadera base para aceptarnos a nosotros mismos como somos) nos podría servir de ayuda lo siguiente: 1. Apreciar el amor humano que hemos recibido a lo largo de nuestra vida –de la familia, de los amigos o de otras personas–. A través de tanto amor y, sobre todo, a través de los verdaderos amigos, nos hacemos una idea de en qué consiste verdaderamente el amor incondicional; y esto nos ayuda a aceptarnos mejor. 2. Reconocer (sin compararnos con los demás) el talento, las cualidades, capacidades y destrezas que tenemos y estar agradecidos por todo ello. La gratitud constante a Dios y a la gente se centra en lo que tenemos y somos, más que en lo que no tenemos ni somos. 3. Ganar autoconsciencia y autoconocimiento, aspectos que contribuyen mucho a la autoaceptación. Habitualmente, entrar en contacto con lo que está sucediendo dentro de nosotros y llegar a entendernos a nosotros mismos sin juzgarnos ni condenarnos son ejercicios que dan mucho fruto. 4. Repetir un mantra zen: «Me basta con lo que tengo. Me basta con lo que soy». Esto no es fomentar el estancamiento ni impedir el cambio ni el crecimiento espiritual, sino aceptar la realidad presente: para ser feliz de verdad, me basta con lo que tengo y lo que soy aquí y ahora. Creer lo contrario conduce a la insatisfacción constante y nos hace vivir en un mundo de sueños sobre el futuro. 5. Caer en la cuenta (es decir, entender partiendo de nuestra propia experiencia) de muchas verdades: a. No nacemos con una autoimagen negativa. La hemos aprendido, especialmente de pequeños; así que podemos desaprenderla. b. Nuestra valía no se basa en lo que hacemos, en lo que tenemos ni en lo que los demás piensen y digan de nosotros. c. «Nadie es mejor que yo» (ni tampoco yo soy mejor que nadie). Puede que otros tengan más de lo que yo tengo, puede que hagan cosas (por ejemplo: cantar, cocinar, pintar, trabajar) mejor que yo. Sin embargo, como persona, nadie es mejor que yo, ya que cada uno de nosotros es 17 una persona singular, única en su especie. 6. Llenar la mente con pensamientos positivos sobre nosotros mismos. El monólogo negativo («eres un inútil, eres malo», etc.) que se desarrolla automáticamente en nuestro interior puede ser sustituido por un monólogo positivo y sincero («eres bueno, te quieren y vales mucho, eres un milagro de Dios, un maravilloso misterio que se irá revelando de modo progresivo»). 7. Compartir nuestras experiencias interiores con un director espiritual, un consejero o un amigo que nos pueda ayudar a vernos como somos de verdad: unas personas maravillosas capaces de ganar libertad y plenitud. Me basta con lo que tengo. Me basta con lo que soy 4. La aceptación de los demás Cuanto mejor nos aceptemos a nosotros mismos, más fácilmente aceptaremos a los demás. Cuando nuestra autoimagen es pobre, nos sentimos amenazados por los demás; no somos capaces de escucharlos de verdad ni tampoco de llegar a conocerlos, ya que estamos preocupados por nosotros mismos; no podemos acercarnos a ellos y establecer relaciones personales. Cuando tenemos una buena autoimagen, nos sentimos bien con nosotros mismos y por tanto lo bastante relajados para establecer contacto con los demás y relacionarnos con ellos, enriqueciéndonos mutuamente. Muchos de los puntos enumerados anteriormente podrían servir muy bien para aplicarlos a las demás personas: • Dios ama y acepta a los demás como son, no solo por lo que hacen, incluso cuando no son buenas personas. • Cada uno de nosotros es muy valioso a los ojos de Dios y es amado al cien por cien. • Cada uno de nosotros es una persona única; a mí se me invita a reconocer, recibir, explorar y alegrarme de la singularidad de cada persona. • Aceptar a los demás no significa que yo tenga que aprobar su conducta, ni tampoco significa que tenga que estar de acuerdo con ellos. Tal y como veremos más tarde de forma más explícita (en los capítulos dedicados al «Perdón» y a las «Relaciones»), las actitudes siguientes nos permitirán aceptar más a 18 los demás: 1. Respeto a todas las personas, sin tener en cuenta ni la edad, ni el sexo, ni el estatus social, ni los conocimientos, etc., como seres humanos, como hermanos y hermanas nuestros en el sentido más profundo de la palabra. 2. Buscar y valorar la bondad que hay en cada uno, admitiendo a la vez que no hay nadie que sea totalmente bueno. 3. Distinguir siempre a la persona de su conducta. Aunque condenemos la mala conducta, nunca condenamos ni culpamos a las personas. 5. La aceptación como modo de vida La vida humana nunca está del todo libre de frustraciones. Tenemos altibajos, alegrías y penas; en un momento u otro tenemos mala salud o perdemos la paz interior, nuestras relaciones sufren tensiones o somos objeto de traiciones, se presentan acontecimientos imprevisibles, calamidades naturales, accidentes o muertes repentinas de seres queridos. Estos y otros sucesos parecidos no solo nos causan mucho sufrimiento, sino que a menudo dejan heridas sin curar e incluso rencor en nuestros corazones. Tales sufrimientos pueden llevarnos a la autocompasión («¡Cuánto estoy sufriendo!», «¡Nadie me entiende ni se preocupa por mí!»), o a echarnos la culpa, o a echársela a los demás, o a Dios. La aceptación es un remedio muy poderoso para todos estos efectos negativos.Esta aceptación está muy lejos de la resignación pasiva («¿Qué otra cosa puedo hacer? Nada más que sufrir») y del fatalismo («Es lo que me ha tocado, es mi destino»). Es una aceptación positiva y amorosa de la realidad tal como se presenta. Puede casar muy bien con un fuerte deseo de cambio, con la apertura y con el deseo de crecer espiritualmente. Como dice la oración de Reinhold Niebuhr: «Señor, concédeme serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar; dame valor para cambiar lo que sí se puede cambiar, y concédeme sabiduría para ver la diferencia entre las dos cosas». Hay circunstancias en la vida que no se pueden cambiar, sobre todo lo que sucedió en el pasado; seguir lamentándonos por los errores anteriores o por la forma en que nos trataron los demás es una pérdida de energía; sin embargo, aceptar el pasado –e incluso transformarlo, si es posible, en una bendición– nos lleva a la paz interior. Hay otras cosas que sí podemos cambiar –en nuestro interior, en nuestro entorno, en la sociedad–. En particular, siempre podemos cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos, de los demás y de nuestro mundo. Provocar cambios interiores y exteriores supone un reto, y para ello necesitamos la fuerza y la gracia de Dios. También necesitamos el don 19 del discernimiento (sabiduría, prudencia) para saber cuándo esforzarnos por el cambio y cuándo aceptar una situación que no se puede cambiar, al menos por el momento. Un ejercicio muy eficaz para mejorar en el campo de la aceptación de lo que nos parece inaceptable es «la iluminación», del libro de A. de Mello titulado El manantial. Se basa en el dicho «Aquello a lo que resisto persistirá». Cuando lucho contra algo que hay en mí o en lo que me rodea que no me gusta, se convierte en un problema mayor; en cambio, si lo acepto, el problema se empequeñece e incluso desaparece. Cojo esos sentimientos que tengo dentro de mí y que no me gustan (por ejemplo: la ira, el miedo, el desaliento). Hablo con cada uno de esos sentimientos con amor y cariño, y escucho lo que tenga que decirme, hasta descubrir que, aunque pueda hacerme daño, también me hace bien. A partir de ahí, puedo vivir con él en paz, ya que Dios puede utilizarlo para un buen fin. Esa misma clase de diálogo imaginativo puede entablarse con cualquier cosa de la vida que no me guste y que yo quiera cambiar: mis defectos, mi pasado, mi trabajo, el entorno, las personas con las que convivo y trabajo, el mundo con sus problemas y divisiones. Practicando y repitiendo este ejercicio, aunque la realidad exterior sigue siendo la misma, experimento una transformación interior, me volveré mucho más amante, aceptaré mejor lo indeseable y tendré más paz, porque «la violencia no conduce nunca a un cambio duradero, solo pueden conseguirlo el amor y la comprensión». Al igual que Jesús, nosotros también podemos combinar un fuerte deseo de cambio con una aceptación positiva de la realidad tal cual ella es. Podemos extender nuestra aceptación a lo que «hemos de hacer», a lo que «deberíamos hacer»: a nuestros deberes y obligaciones, lo que nos ha sido asignado o encargado, a nuestros compromisos, a las tareas diarias; por ejemplo: tenemos que cocinar o limpiar la casa, enseñar y corregir exámenes, cuidar de los enfermos y ancianos, predicar o escuchar a los demás. Para algunas personas, esas actividades se ejecutan con una sensación de rutina o aburrimiento; para otras, se convierten en una carga o en una fuente constante de tensión y frustración. Pero con la aceptación, esas mismas actividades se vuelven más ligeras, quizás menos agotadoras, más relajantes y satisfactorias. Mientras hacemos nuestras tareas diarias, nuestros sentimientos pueden ser, en ocasiones, negativos; pero la aceptación, al igual que el amor, no es un sentimiento, sino una decisión, una decisión que tomamos para responder a la realidad presente. En gran medida, no podemos controlar lo que nos ocurre, pero sí que podemos controlar el modo en que respondemos a lo que nos sucede. La elección es nuestra. De modo progresivo podemos dejar que la actitud de aceptación vaya tocando todas las áreas de nuestra vida. Es una forma de decir «Sí» (lo mismo que Jesús decía constantemente «Sí» a su Padre, «Sí» a nosotros y «Sí» a la realidad). Gradualmente la aceptación puede convertirse en nuestro modo de vida, en nuestra respuesta habitual a la realidad, convirtiéndonos en personas felices, integradas, cariñosas, cercanas, 20 comprometidas, libres para ser nosotros mismos, libres para ayudar a crecer a los demás y para construir un nuevo mundo. Concluyamos estas reflexiones con las palabras de William Schock (y de san Pablo): Nuestra felicidad y nuestra paz de espíritu no dependen de las cosas que nos acontecen, sino de la forma en la que decidimos pensar sobre esas cosas. Podemos optar por unos pensamientos críticos e impregnados de enfado. O podemos optar por aceptar lo que está ocurriendo con pensamientos de perdón y excusa, y entonces experimentaremos la paz que el mundo no puede dar: la propia paz de Cristo, el don que él nos ha traído (cfr. Juan 14,27). Pero no podemos recibir este don a menos que nuestro corazón esté abierto. Es la aceptación, más que otra cosa, la que mantiene nuestra mente y corazón abiertos y receptivos a la paz y felicidad que el Señor quiere regalarnos. Eran esta paz y felicidad lo que quería san Pablo para los cristianos de Filipos cuando les recordaba que llenaran su mente con pensamientos que crearan un ambiente de paz y de felicidad. El consejo que él les dio constituye también nuestra esperanza y salvación: «Tened siempre la alegría del Señor; lo repito, estad alegres. Que todos reconozcan vuestra clemencia […] Y la paz de Dios, que supera la inteligencia humana, custodie vuestros corazones y mentes por medio de Cristo Jesús. Por lo demás, hermanos, ocupaos de cuanto es verdadero, noble, justo, puro, amable y loable, de toda virtud y todo valor» (Filipenses 4,4-8). LO QUE DICEN LOS DEMÁS La suprema felicidad de la vida consiste en la convicción de ser amado por uno mismo, o, mejor dicho, de ser amado a pesar de uno mismo. VICTOR HUGO La raíz del amor cristiano no es la voluntad de amar, sino la fe en que uno es amado, la fe en que uno es amado por Dios. THOMAS MERTON Aceptar que Dios nos amó primero y no por nuestros propios méritos, y que Dios está siempre ahí para nosotros aunque le releguemos al olvido, es mucho más difícil para nosotros que cumplir los mandamientos de Dios. Aceptar que Dios nos ama incondicional, gratuitamente y por siempre como somos, nos resulta más difícil que sacrificarnos, tal y como deberíamos, por Dios y por los demás. Aceptar este amor de Dios es el único camino de la liberación y de la paz interior. Y es la razón subyacente por la que debemos aceptarnos y amarnos mutuamente de 21 modo incondicional y tal y como somos. SEGUNDO GALILEA Es más difícil dejarse amar por Dios que amarlo a él. Es más difícil aceptar su fe en nosotros que nuestra fe en él. JUAN ARIAS Dios no puede dejar de amar porque no puede dejar de ser Dios. No preguntes cómo definir el amor de Dios; pregunta cómo recibirlo. No preguntes cómo explicar el amor de Dios; pregunta cómo experimentarlo. No preguntes cómo entender el amor de Dios; pregunta cómo ser transformado por él. RAYNOR TORKINGTON El amor de Dios no tiene requisitos. No se basa en nada, sino que él mismo es la base de todo. Es pura sorpresa. Es un abismo sin fondo. El hecho de que no esté basado en nada, nos da seguridad. Si se basara en algo y ese algo se derrumbara, entonces el amor de Dios también se derrumbaría. Pero con Dios no puede ocurrir tal cosa. Los que caen en la cuenta de esto pueden vivir la vida en libertad y plenitud… No tenemos que ganarnos el amor de Dios. Tampoco tenemos que sostenerlo. Es un don gratuito. Cuando no hay suficiente amor, las cosas cobran una enorme importancia, hasta el punto de convertirse en una adicción. La comida y la bebida, lo que gusta y lo que no gusta, el disfrute, las propiedades, eltrabajo, el estatus, las influencias, el reconocimiento y muchos otros sustitutos adquieren gran valor. En la medida que disminuye el amor, aumenta el deseo de todo lo que no es amor. P. VAN BREEMEN Es vital que yo oiga a Cristo decirme estas palabras: «En lo que respecta a mi amor por ti, no importa que cambies o que no cambies, porque mi amor por ti es incondicional». ANTHONY DE MELLO ¡Haz que arda la llama del don de Dios que tú eres! RABINDRANATH TAGORE 22 ¡Todo el mundo lleva en su interior […] una buena noticia! La buena nueva es que en realidad no sabes lo grande que puedes llegar a ser, cuánto eres capaz de amar, qué puedes conseguir, cuál es tu potencial. ANNA FRANK 23 2 EL PECADO El rechazo del amor El amor y la aceptación incondicionales de Dios siempre se nos ofrecen a cada uno de nosotros. Esa es la base de nuestra vida cristiana, de nuestra vocación y misión, de nuestra alegría y paz. Echar raíces en esta convicción de fe es construir nuestra casa sobre roca sólida y no sobre arena (cfr. Mt 7,24-27). ¿Cuál es nuestra respuesta a la oferta gratuita que Dios nos hace de su amor? Puede ser afirmativa: aceptamos su amor y vivimos en la fe, la confianza y en relación fraternal; o puede ser negativa: rechazamos el amor de Dios y vivimos sumidos en el pecado y en el egoísmo. Ambas realidades están presentes en nuestra vida: deseamos a Dios, que nos invita a la vida en plenitud, y nos resistimos a él, porque tenemos miedo de acercarnos demasiado a él y a sus retos. Centrémonos en este capítulo en nuestra respuesta negativa: el pecado. a. Básicamente el pecado es el rechazo del amor de Dios, o simplemente la negativa a amar a Dios, a los demás y a nosotros mismos. No va tanto contra algo, algún mandamiento (que no tiene poder para ayudarme y puede que me conduzca a la desesperanza y a la desesperación), como contra Alguien que me ama, que me llama por mi nombre, me habla y me escucha, alguien ante cuyos ojos soy valioso, Alguien que tiene corazón. Esta creencia me llevará a la gratitud, a la esperanza e incluso a la alegría. Como afirma William Barclay, «El pecado no es tanto una ruptura de la Ley de Dios como una rotura del corazón de Dios». Por consiguiente, se entiende mejor el pecado si decimos que es la violación de una relación personal: como un marido o una 24 esposa que son infieles a su cónyuge, o un amigo que traiciona a un amigo, el pecador olvida el amor, la confianza y la fidelidad y rompe el vínculo de la alianza con Dios (cfr. p. ej. Éxodo 32, Ezequiel 16 y Oseas 11). b. Ya que el pecado es negarse a amar, cuando peco no amo; pero todavía soy amado por Dios, que nunca deja de amarme. Esta parte esencial de la Buena Nueva –que Dios me acepta en mi inaceptabilidad– no es siempre fácil de creer y aceptar (especialmente cuando el Antiguo Testamento contiene numerosos pasajes en los que Dios castiga, rechaza y condena a los pecadores). La primera Misa de la Reconciliación nos dice de forma muy bella: «Una y otra vez rompimos la alianza, pero a pesar de todo no nos abandonaste. Por el contrario, a través de tu Hijo, Jesús nuestro Señor, te vinculaste con la familia humana más estrechamente aún con una atadura que nunca puede ser rota… Cuando nos perdimos y éramos incapaces de dar con el camino que nos llevaba hacia ti, nos amaste más que nunca». c. Aunque el pecado se manifiesta en pensamientos, palabras, acciones y omisiones, es fundamentalmente una actitud del corazón: de uno u otro modo, nuestro estado, postura u orientación interiores no aman. En el sermón de la montaña y en otros momentos de enseñanzas, Jesús señala el corazón como fuente del mal que hay en nosotros: «Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre. De dentro, del corazón del hombre salen los malos pensamientos» (Mc 7,20-21). Hemos de descubrir las raíces de nuestros pecados en nuestro desordenado corazón. d. El pecado tiende a cegarnos. Los capítulos 11 y 12 del Segundo Libro de Samuel nos ofrecen un relato dramático del pecado de un hombre bueno, David, el rey conforme al propio corazón de Dios. En un momento de debilidad toma la esposa de otro hombre, fracasa en una operación con la que intentaba disimular su mala acción, hace que muera el esposo y finalmente se casa con la mujer y aparentemente vive en paz. En ese aspecto, permanece ciego; hasta que el profeta Natán lo reta y desenmascara. San Pablo confiesa que él es el peor de todos los pecadores por haber perseguido a Cristo, pero también declara: «Yo lo hacía por ignorancia y falta de fe» (1 Timoteo 1,13). Para salir de nuestra ceguera necesitamos la gracia y la luz de Dios, y muy a menudo la colaboración de otra persona. Incluso cuando peco, Dios no deja nunca de amarme 25 Jesús y el pecado: El nombre «Jesús» significa «salvador», y su misión fue anunciada antes de su nacimiento: «Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1,21). Juan el Bautista le señala como «cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1,29). San Pablo incluso afirma: «Él fue hecho pecado por nosotros», implicando que aunque Jesús era absolutamente inocente y sin pecado, cargó sobre sí con nuestros pecados y sufrió como lo habría hecho un pecador. «Al que no supo de pecado, por nosotros lo trató como pecador, para que nosotros, por su medio, fuéramos inocentes ante Dios» (2 Timoteo 5,21). A lo largo de toda su vida y enseñanzas, Jesús se opone al pecado y a sus efectos en el cuerpo, en la mente y el espíritu humanos y en la sociedad. Él no solo perdona a los pecadores, sino que los libera de enfermedades corporales y mentales, de la posesión del demonio y del ostracismo social (intenta reintegrar en la comunidad humana a los que estaban excluidos: leprosos, pecadores, recaudadores de impuestos y samaritanos). En el Antiguo Testamento, la Ley promulgada por Moisés describía al detalle los mandamientos de Dios y las transgresiones y violaciones, que eran pecado. Según los profetas, los dos tipos de pecado más importantes eran la idolatría (olvidar a Yahvé y adorar a Baal y a otros dioses) y la injusticia (hacer daño al prójimo). Para Jesús, el pecado va contra el amor (el amor a Dios y el amor al prójimo); no es solo aquello que hacemos o decimos, sino, sobre todo, nuestras actitudes interiores: juicios, intenciones, motivaciones y orientaciones desordenados. He aquí algunos aspectos que Jesús considera pecaminosos (y que quizás a veces pasamos por alto): • Poner a Dios en segundo lugar. Jesús nos recuerda: «Nadie puede estar al servicio de dos amos […] Buscad, ante todo, el reinado de Dios y su justicia» (Mateo 6,24-33). «Poner a Dios en segundo lugar significaría no concederle ningún lugar en absoluto», dice P. van Breemen. El apego a lo que no sea Dios, sobre todo a nuestro ego, es pecado. Cuando Jesús cuenta la parábola del rico necio, concluye: «Pues lo mismo es el que acumula para sí y no es rico para Dios» (Lucas 12,21). El pecado consiste, por tanto, en no dejar que Dios sea Dios en nuestras vidas. • La hipocresía (ser una persona por fuera y otra por dentro) era algo que Jesús no podía soportar. La denunció repetidas veces y usó un lenguaje muy duro contra los hipócritas, por ejemplo en Mateo 23. • Externalizar: hacer obras buenas sin corazón. En Mateo 6, Jesús habla de la gente que da limosnas, ora y ayuna para que los demás la vean y la alaben; sus buenas obras no sirven de nada porque sus corazones son egoístas. 26 • La autosuficiencia. Jesús contó la parábola del fariseo y el recaudador de impuestos (Lucas 18,9-14) «por algunos que confiaban en su propia honradez y despreciaban a los demás». • Rehusar las invitaciones de Dios: en la parábola de la fiesta (Lucas 14,15-24), los invitados que no acudieron son condenados aunque parece que tenían razones válidas. • No utilizar nuestros dones y talentos de forma fructífera: en la parábola de los talentos (Mateo 25,14-30), se castiga al hombre que se limitó a enterrar su dinero. • No mostrar compasión ni responder a las necesidades de los demás: contamos con tresimpresionantes parábolas –el buen samaritano (Lucas 10,30-37), el rico y Lázaro (Lucas 16,19-31) y el juicio final (Mateo 25,31-44)– y Jesús nos dice que todo cuanto hagamos a nuestros hermanos y hermanas que sufren se lo hacemos a él mismo. • No perdonar (Mateo 18,21-35; 6,14-15): cuando no perdonamos a los demás, impedimos que el perdón de Dios nos alcance. • Juzgar a los demás, sobre todo cuando estamos ciegos a nuestros propios pecados y defectos (Mateo 7,1-4). Jesús y los pecadores: Aunque Jesús lucha contra el pecado y lo condena en todas sus formas, no condena a los pecadores. Dice: «No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Marcos 2,17). «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él» (Juan 3,17). Jesús daba la bienvenida a los pecadores y siempre estaba dispuesto a perdonarlos. Esta actitud suya provocaba la murmuración de los fariseos y otros: «Este recibe a pecadores y come con ellos» (Lucas 15,2), y en este contexto Jesús cuenta las tres hermosas parábolas de la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo. El blanco de la parábola del hijo pródigo es el hermano mayor, quien, al igual que los fariseos, es incapaz de entender la abundante compasión del padre, se escandaliza y se aleja de la familia; nos hemos centrado, en mi opinión equivocadamente, en el hijo más joven y en su arrepentimiento, en vez de en el perdón que ofrece el padre, que resulta incomprensible para el hijo mayor. El trato que mantiene Jesús con los pecadores, que refleja la misericordia del Padre, es revelado en los cuatro evangelios a través de muchos incidentes sorprendentes: por ejemplo, la mujer pecadora en la casa de Simón el fariseo (Lucas 7,36-50), la historia de Zaqueo (Lucas 19,1-10), las negaciones de Pedro (Lucas 22,54-62) y la mujer 27 sorprendida en adulterio (Juan 8,2-11). En cada uno de estos pasajes, el pecador o pecadora tiene un encuentro personal con Jesús, se transforma e inicia una nueva vida. Es un viaje, no exento de dolor, de la oscuridad a la luz, de la falsedad a la verdad, de la carencia de amor al amor, de la vergüenza a la autoestima, de la muerte a la vida. El detallado encuentro con la samaritana en Juan 4 encierra muchas lecciones para nosotros. Jesús toma la iniciativa, se convierte él mismo en un mendigo y le pide agua para beber (v. 7); hace que la mujer caiga en la cuenta de su propio deseo, más profundo, del agua de la vida (v. 15), la reta (v. 16), la instruye sobre el verdadero culto a Dios (v. 23), se revela a ella («Soy yo, el que habla contigo»), la inspira para que se convierta en su testigo (v. 29) y finalmente la reintegra a la comunidad de su aldea, en la que ella, probablemente, vivía marginada (v. 39). Estos elementos están reflejados en nuestro propio arrepentimiento y en el sacramento de la Reconciliación. El arrepentimiento: En primer lugar, hemos de reconocer que somos pecadores, siempre débiles y en constante necesidad de la misericordia de Dios. «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y limpiarnos de todo delito. Si decimos que no hemos pecado, lo dejamos por mentiroso y no conservamos su mensaje» (1 Juan 1,8- 10). Pero el arrepentimiento no es solo lamentar o incluso llorar nuestros pecados; es algo más profundo. La palabra bíblica metanoia, utilizada por Juan el Bautista (Marcos 1,4), Jesús (Marcos 1,15) y Pedro (Hechos 2,35), implica un cambio radical en la orientación de la vida de cada uno. Nos estábamos alejando de Dios, de los demás y del amor, pero, tocados por la gracia, decidimos tomar el rumbo inverso. En mi libro sobre el discernimiento (capítulo 8), el verdadero arrepentimiento (ejemplificado en el apóstol Pedro) se distingue del falso arrepentimiento (como el de Judas). Este último nos hace volvernos hacia nosotros mismos y sentirnos ansiosos, tristes, culpables y acosados por Dios; el verdadero arrepentimiento nos conduce a Dios con amor y produce en nosotros frutos de gratitud, esperanza, alegría y paz. Necesitamos una gracia doble: una conciencia más honda de nuestros pecados y nuestra tendencia al pecado («Soy un pecador») y, al mismo tiempo, una experiencia más profunda de la misericordia de Dios y de su amor incondicional. En los Ejercicios espirituales, san Ignacio invita al ejercitante a situarse ante Jesús en la cruz y reflexionar sobre las preguntas «¿Qué he hecho yo por Cristo?», «¿Qué estoy haciendo por Cristo?», «¿Qué debería hacer por Cristo?», llegando de esta forma a una verdadera conversión del corazón. El pecado social: El pecado no es algo que quede confinado en el corazón del hombre. Sale al exterior y afecta a las relaciones, a la sociedad humana, al mundo y al cosmos. El odio, la codicia, la envidia, etc., en el corazón llevan a una ruptura de las relaciones, a la violencia y a la destrucción en la sociedad y en nuestro entorno y a la 28 competitividad, el dominio y la injusticia en el mundo. Como afirma Neuner: «El pecado es una fuerza destructora y corruptora que se difunde por nuestro mundo, que penetra en nuestros corazones, que se incorpora a nuestra sociedad en las estructuras sociales, en la política, en el sistema económico… Se convierte en el pecado del mundo». ¿Qué he hecho yo por Cristo? ¿Qué estoy haciendo por Cristo? ¿Qué debería hacer por Cristo? La población del mundo está repartida de forma desigual: una minoría de países ricos (Europa, América del Norte, Japón, Australia y unos pocos más) que conforman el 25% y una mayoría de países pobres (la mayor parte de Asia, África e Iberoamérica) que conforman el 75%. Aunque la Tierra se nos dio para beneficio de todos los seres humanos, la minoría (25%) consume casi el 85% de los recursos; también controla la economía mundial (los precios y el comercio), las finanzas (incluida la trampa de la deuda) y la política (por ejemplo, el derecho al veto en las Naciones Unidas). Para nuestra vergüenza, los países ricos son mayoritariamente cristianos, y los países más pobres son principalmente no cristianos. Todo esto revela el pecado existente en el mundo. He aquí dos ejemplos concretos de entre miles: • En 1984 el Proyecto contra el Hambre calculó que el coste de un programa global para acabar con el hambre era de unos 25.000 millones de dólares. Solicitaron la contribución de los países desarrollados, pero estos no disponían de esa cantidad. Aquel mismo año se invirtió en gastos militares a nivel mundial esa misma cantidad cada dos semanas. • En 2001, cuarenta empresas farmacéuticas estadounidenses denunciaron a Sudáfrica para evitar que esta fabricara un costoso medicamento contra el sida por la décima parte de su precio. Mientras millones de personas se infectaban, necesitaban medicinas con urgencia y morían, los beneficios de estas empresas se contaban por miles de millones de dólares. En cuanto a nuestro país, la India, se reproducen la misma desigualdad, las mismas injusticias y el mismo pecado. Aunque la India está entre los diez primeros países del mundo desde el punto de vista científico e industrial, son generales la pobreza y la miseria. Es un país rico de población pobre; porque disponemos de más recursos y riqueza de los necesarios para los mil millones de personas que somos, pero la mala distribución, la corrupción y la falta de voluntad política nos impedirán erradicar nuestros males socioeconómicos. Hoy nuestro gobierno almacena cincuenta millones de toneladas de alimentos en grano (para responder a cualquier emergencia), mientras miles y millones de personas están desnutridas y muriéndose de hambre. Además de los 29 problemas extendidos en la mayoría de los países en desarrollo (como la opresión de las mujeres, el trabajo infantil y los asesinatos extrajudiciales), la India tiene dos males propios: las muertes por dote y las castas (¡la invención más criminal del mismísimo diablo!), que persisten aún a pesar de la buena legislación en su contra. ¿Qué conexiónhay entre todo este pecado de fuera y el pecado que alberga nuestro corazón? a. Existe una solidaridad humana entre todos los seres humanos. No somos islas separadas, sino que cuanto hacemos y decimos afecta, para bien y para mal, a toda la humanidad. Contribuimos a desarrollar la vida y el amor en nuestro mundo o lo socavamos y destruimos con nuestro pecado y egoísmo. Un gong o una plancha de metal se golpea con el martillo en un solo punto, pero vibra toda la plancha. Si yo soy ese punto, mi pecado hace que toda la humanidad vibre con dolor (lo mismo que mi bondad vivifica y fortalece el mundo entero). De igual manera, cuando lanzamos una piedra a un lago, las ondas llegan a los extremos del mismo. Al escribir a los corintios, san Pablo utiliza la metáfora del cuerpo para ilustrar la solidaridad humana: «Si un miembro sufre, sufren con él todos los miembros; si un miembro es honrado, se alegran con él todos los miembros» (1 Corintios 12,26). b. Nuestro pecado no existe en el vacío, sino que de modo misterioso se combina con el pecado de los demás, causando los pecados colectivos que crucifican a la humanidad y producen malos frutos: hambre, analfabetismo, subdesarrollo, paro, chabolismo, violencia, guerras, etc. Las raíces de todos estos males están en el corazón del hombre: el orgullo, la avaricia, la lujuria y otras formas de egoísmo. Mi pecado se une al tuyo y al de los demás, produciendo los terribles males que desfiguran nuestro mundo y deshumanizan a tantos de nuestros hermanos y hermanas. Toda la humanidad es responsable colectivamente, y, en cierto modo, lo somos cada uno de nosotros. Henri Nouwen expresa con mucha fuerza que todos podemos afirmar: «En el rostro de los oprimidos puedo reconocer mi propio rostro, y en las manos del opresor reconozco mis propias manos. Su carne es mi carne; su sangre es mi sangre; su dolor es mi dolor; su sonrisa es mi sonrisa. Su capacidad para torturar está también en mí; su capacidad para perdonar la encuentro también en mí. No hay nada en mí que no les pertenezca también a ellos. No hay nada en ellos que no me pertenezca también a mí». c. Todo pecado produce sufrimiento en alguna parte del mundo. Porque el pecado introduce el odio donde debería haber amor; división y desconfianza en vez de unidad y comprensión; discordia y enemistad en vez de armonía y paz. A veces vemos la conexión directa entre pecado y sufrimiento: un bebedor 30 arruina su propia salud y causa sufrimiento en su familia y alrededor de ella. Es más frecuente que no veamos los efectos visibles e inmediatos del pecado, pero ahí están, no obstante. Incluso un pecado de pensamiento produce vibraciones negativas y se suma al mal del mundo. d. Aunque el pecado social tiene sus raíces en el pecado personal, este está condicionado y es fomentado por aquel. El pecado social parece legitimar al pecado personal y lo facilita y lo hace aceptable. En la India, donde hay corrupción desde lo más alto a lo más bajo, es fácil que un funcionario acepte un soborno (y extremadamente difícil que otra persona sea honrada). Ocurre lo mismo en algunas áreas de la moral sexual; aunque sean muchos los que lo hacen (o lo dicen, o lo creen), lo que es moralmente malo nunca se vuelve bueno. Aunque es posible que cada uno de nosotros tomados individualmente no seamos directamente responsables de los múltiples efectos del pecado en nuestro mundo, tenemos la responsabilidad de hacer algo positivo: adoptar una postura firme contra el pecado, reducir el sufrimiento que nos rodea y trabajar para que todas las personas, grupos y pueblos tengan una vida plenamente humana, disfrutando en común de los beneficios que hoy son monopolio de una minoría. La conversión del pecado va de la mano con una conversión a la justicia (que será tratada en un capítulo posterior). Mientras rezamos constantemente para que el Espíritu Santo nos libere del reinado del pecado en nuestros corazones y en nuestras vidas, también hemos de pedir la gracia de resistir al pecado que hay en nuestra sociedad y en sus estructuras, y cooperar con los demás para traer el reinado de Dios y los valores de Cristo a nuestro mundo. LO QUE DICEN LOS DEMÁS A ti acude todo mortal a causa de sus culpas; nuestros delitos nos abruman, tú los perdonas. SALMO 64,3-4 Pon tus pecados bajo tus pies y ellos se encargarán de elevarte hasta el cielo. SAN AGUSTÍN El arrepentimiento alcanza su plenitud cuando llegas a expresar gratitud por tus pecados. 31 ANTHONY DE MELLO: El manantial Cuando Dios a través de Cristo dice «Arrepentíos y creed en la Buena Nueva», está pronunciando una invitación, no una amenaza. Es como si nos estuviera diciendo: «Venid a ver lo que quiero daros y descubriréis que es algo que va más allá de vuestros mayores sueños e imaginaciones. Estáis siendo crueles con vosotros mismos al vivir el presente de esa forma. Salid de la cárcel que es vuestra tumba, echad abajo los muros de vuestras falsas seguridades y venid conmigo para que vosotros y yo podamos vivir como una sola persona sin divisiones». El arrepentimiento consiste en aceptar esa invitación; el pecado es la negativa a aceptarla. GERARD W. HUGHES: El Dios de las sorpresas Hay muchísimo dinero para construir hoteles de cinco estrellas y autopistas de seis carriles, pero no para casas de bajo coste, sanidad y educación primaria… PRESIDENTE JULIUS NYERERE Cada pistola que se fabrica, cada barco de guerra que es botado, cada misil que es disparado significa, en último término, una forma de robar a quienes padecen hambre y no son alimentados, a quienes tienen frío y no tienen ropa que ponerse. Este mundo lleno de armas no solo está gastando dinero. Está tirando por la borda el sudor de sus trabajadores… el genio de sus científicos, las esperanzas de sus niños. PRESIDENTE D. EISENHOWER, 1953 El pecado estructural y el pecado personal no son dos realidades equiparables: más bien, el pecado estructural funciona como un contexto o condición global dentro del cual se da el pecado personal, superando a este último en amplitud, duración y penetración. J. FUELLENBACH Los pecados colectivos de la humanidad nos rodean por todos los lados. Se dan delante de nuestros propios ojos. Hacen que toda la humanidad grite de dolor, y en esos gritos oímos la pregunta que Dios hizo hace ya mucho tiempo: «¿Qué le has hecho a tu hermano?». MICHEL QUOIST: En el corazón del mundo 32 Si hay una docena de personas en un bote salvavidas y una de ellas descubre una entrada de agua donde está sentada ¿hay alguna duda en cuanto a su responsabilidad? No la de haber hecho el agujero ni la de haberlo encontrado, sino la de intentar repararlo. No hacer caso o no revelarlo casi equivale a haber practicado el agujero. KARL MENNINGER: Whatever became of Sin? 33 3 EL PERDÓN «Yo no te condeno» Desde hace diez años cuelga de la pared de mi cuarto una «Oración por el bienestar de todos». ¡Oh, Señor!, concédeme el corazón de Buda, la mente de Shankar, el cuerpo de Mahoma, la pureza de Zoroastro, el perdón de Jesucristo, la temeridad de Vivekananda, la experiencia divina de Ramathirta, la no violencia de Mahatma Gandhi. En esta oración –como en la opinión general de gente de distintos credos– de el perdón está asociado a Jesús. Nadie que lea los evangelios puede menos que sorprenderse de la importancia que otorga Jesús al perdón en sus enseñanzas y en su experiencia vital. No solo habla a menudo del perdón –por ejemplo, en Mateo 6,14; 18,21-35; Lucas 15,11-32–, sino que siempre está dispuesto a perdonar a los pecadores y conducirlos a la nueva vida (Marcos 2,5 y los pasajes evangélicos citados en el capítulo anterior en la sección «Jesús y los pecadores»). Junto con el perdón, Jesús ofrece al pecador afirmación, consuelo, esperanza, gracia, amor, alegría y paz. Tenemos que contemplar largamente al Jesús retratado en los evangelios antes de aprender a perdonar como él. En la parábola del hijo pródigo (Lucas 15) el padre no solo no escucha la petición de perdón 34 que hace el hijo pequeño, sinoque le ofrece una bienvenida regia y celebra su vuelta a casa con un festín. Solo Dios puede hacer que el perdón sea algo de glorioso recuerdo. Después de la Resurrección, Jesús pide a sus discípulos que continúen su misión, la cual está vinculada al perdón: «Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros… Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los mantengáis les quedan mantenidos». (Juan 20,21-23). Y otra vez, «que en su nombre [en el del Mesías] se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones» (Lucas 24,47). También en el Antiguo Testamento tenemos numerosos pasajes de un Dios que perdona (mezclados a veces con pasajes que hablan de un Dios airado, vengativo y castigador). Se dice que Dios carga nuestros pecados a sus espaldas, indicando que Dios no guarda un registro de nuestras maldades. A través del profeta Isaías, declara Dios: «Aunque sean vuestros pecados como púrpura, blanquearán como nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán como lana» (Isaías 1,18). El profeta Joel llama al pueblo a arrepentirse: «Pues ahora […] convertíos a mí de todo corazón […] convertíos al Señor Dios vuestro; que es compasivo y clemente, paciente y misericordioso» (Joel 2,12-13). A lo largo de toda la historia de Israel, Yahvé siempre está dispuesto a perdonar al pueblo en cuanto este vuelve a él. Desde luego, «dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han enterrado su pecado» (salmo 32,1), porque «el Señor es clemente y compasivo, paciente y misericordioso. El Señor es bueno con todos, se compadece de todas sus creaturas» (salmo 145,8-9). A través del perdón llegamos a conocer a Dios de una nueva manera. Experimentamos a Dios como creador nuestro que nos da la vida y nos protege; caemos en la cuenta de que nos ama y nos colma de bendiciones. Después, cuando vemos cómo nos perdona, entendemos mucho mejor que nos ama incluso cuando nos alejamos de él. Esto queda bien ilustrado en el libro del Éxodo. El pueblo hebreo experimentó la poderosa mano de Yahvé, que lo liberó de la esclavitud de Egipto, lo alimentó, lo protegió y lo guió. A pesar de las maravillosas acciones de Yahvé, ellos lo abandonan y empiezan a adorar a un becerro de oro (Éxodo 32). A través de su pecado, llegan a conocer a «un Yahvé compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia […], que perdona culpas, delitos y pecados» (Éxodo 34,6-7). Perdonarnos a nosotros mismos En algunas ocasiones creemos y sabemos que Dios nos ha perdonado, pero no nos perdonamos a nosotros mismos. Esto puede manifestarse por medio del remordimiento, del sentimiento de culpa, de una tristeza exagerada –«¿Por qué hice eso?», «No debería haber cometido ese pecado», «Soy un miserable pecador»– que están enraizados en nuestro ego o en nuestro perfeccionismo, que no puede soportar vernos fracasar. Otras 35 manifestaciones de que no nos perdonamos a nosotros mismos podrían ser la severidad excesiva con los demás, el llorar demasiado por los pecados pasados o un deseo desordenado de hacer penitencia por ellos. «Reparación» no significa seguir pidiendo perdón por nuestros pecados pasados; más bien es creer que el Señor nos ha perdonado por completo y reparar el daño que mis pecados han causado, por medio del amor desinteresado, del servicio, del compromiso, de la sinceridad, de la generosidad, etc. Perdonar a los demás Jesús vincula el perdón que Dios nos otorga con el perdón que nosotros concedemos a los demás (Mateo 6,14; 18,35; Lucas 6,37). Aunque el perdón de Dios es incondicional y nos es ofrecido siempre, podemos cerrarle la puerta e impedir que llegue hasta nosotros si no perdonamos; lo mismo que podemos impedir que la luz del sol llegue hasta nosotros tapándonos con algo o permaneciendo encerrados en una habitación. En la cruz Jesús da el ejemplo supremo de perdón cuando ora al Padre diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23,34). Lo que están haciendo es un crimen: matar a un hombre inocente; pero son ignorantes y ciegos. Solo con que hubieran sabido quién era, no habrían cometido tamaño pecado. Perdonaos los unos a los otros como el Señor os ha perdonado Este ejemplo se repitió en el caso del diácono Esteban: cuando estaba siendo apedreado hasta la muerte, su última oración fue «¡Señor!, no les imputes este pecado» (Hechos 7,60). Siguió siendo así entre los primeros mártires, y se convirtió en el marchamo de los discípulos de Cristo. En sus epístolas, san Pablo recuerda repetidamente a sus cristianos: «Soportaos mutuamente; perdonaos si alguien tiene queja de otro; como el Señor os ha perdonado» (Col 3,13; Ef 4,31). «No te dejes vencer por el mal, antes vence con el bien el mal» (Rom 12,21). A lo largo de los siglos tenemos innumerables ejemplos de esa clase de perdón. Un notable testigo contemporáneo nuestro es Gladys Staines, misionera australiana en la India: cuando le informaron de que una muchedumbre enloquecida había quemado vivos a su esposo y a sus dos hijos pequeños, sus primeras palabras fueron: «Perdono a quienes han hecho eso». En los años 70 el padre Pushpam, sacerdote de la diócesis de Palayamkottai, fue abofeteado por un agente de policía. Un rato después, ante una muchedumbre que se manifestó en su apoyo, el sacerdote tomó la mano del policía y la 36 besó. El hombre se arrodilló, pidió perdón y el asunto quedó zanjado. Conmovido sin duda alguna por el perdón del sacerdote, el agente, algún tiempo después, se convirtió al catolicismo. Perdonar es dejar atrás el pasado A veces uno dice «Puedo perdonar, pero no puedo olvidar», lo que con frecuencia significa que uno no está preparado para perdonar del todo. De hecho, hay dos niveles de perdón: el nivel de la mente o la memoria, el cual se da generalmente cuando nos hacemos mayores, y el nivel del corazón, cuando nos aferramos a algo que tenemos contra los demás. Clara Barton, fundadora de la Cruz Roja Norteamericana, fue en una ocasión maltratada cruelmente por otra persona. Unos años más tarde, una amiga le preguntó: «¿No lo recuerdas?». Ella contestó: «No, recuerdo claramente haberlo olvidado». Su mente tal vez retuvo el recuerdo de la herida, pero ella lo había expulsado de su corazón. Perdonar es dejar atrás el pasado. En cierta ocasión, en un retiro de una semana de duración, una religiosa a la que le iba bien en su trabajo en la escuela y en la vida de comunidad, me confesó que tres años antes había sido víctima de una injusticia que ella no podía o, más bien, no iba a olvidar. Después de fracasar en mis repetidos esfuerzos para persuadirla de que lo olvidara, le dije: «Hermana, si usted no está dispuesta a dejarlo pasar, ni siquiera Dios puede ayudarla». Antes de que terminara el retiro, vino a verme otra vez y se podía ver en su rostro que ya era libre. Fue un momento de una gracia especial, como ella admitió luego. Cuando nos empeñamos en no perdonar o nos aferramos a heridas pasadas, nos encerramos en una cárcel construida por nosotros mismos, nos deprimimos y nuestro ego encontrará mil razones para mantenernos en ese estado. Según Lucas 6,27-28, para perdonar y amar a nuestros enemigos hemos de hacer tres cosas (también mencionadas en Romanos 12,14 y siguientes y en Mateo 5,44): a) hacerles el bien; b) bendecirlos, que según su raíz latina, benedicere, significa hablar bien de ellos; y c) rezar por ellos, no para que vengan a presentarnos sus excusas, sino para que Dios los bendiga. El perdón no necesita una excusa de la otra parte; renuncia al deseo de venganza, es decir, a desquitarse; sacrifica el deseo de tener la razón. Preferimos ser afectuosos y felices a tener la razón: se trata de elegir una de las dos cosas. A algunas personas el perdón les sale fácilmente, casi sin ningún esfuerzo. Pero para muchas es extremadamente difícil; por ejemplo, cuando alguien que nos es muy querido es violado o asesinado, cuando un niño es víctima de abusos físicos o sexuales, 37 cuando personas inocentes son asesinadas brutalmente,cuando la gente indefensa es víctima de la corrupción o de una injusticia patentes, cuando determinados grupos o gobiernos son responsables de genocidios. Por nuestra parte, no deberíamos minusvalorar el esfuerzo de aquellos a quienes les resulta difícil perdonar aunque deseen hacerlo. Podemos invitarles a renunciar a la venganza y el rencor y rezar para pedir la gracia de relegarlo al olvido; proceso que puede ser lento y doloroso. La curación Incluso después de perdonar o ser perdonados, a veces experimentamos cierto dolor cuando vemos a la persona implicada o recordamos o comentamos el incidente. Esto es indicio de que necesitamos una cura. Es como una herida reciente en el cuerpo que fuera extremadamente sensible y dolorosa hasta que llega a cicatrizar. Si hay algo del pasado que me duele hoy, necesito una cura interior. El incidente pasado puede estar relacionado con personas (por ejemplo: una herida, un resentimiento, una injusticia o un abuso del que hemos sido víctimas) o conmigo mismo (por ejemplo, un pecado, cierto miedo, un fracaso o la pérdida de un ser querido). Un ejercicio sencillo y eficaz es revivir el incidente con Jesús. En una oración donde dejo libre a mi fantasía, imagino a Jesús junto a mí y le cuento todo lo que ocurrió entonces, lo que sentí en aquel momento y lo que aún siento ahora. Reconozco que soy incapaz de curarme a mí mismo y que necesito que me cure él. Jesús me brinda siempre su curación y me invita a dejar atrás el pasado. Si me aferro de algún modo al pasado, diciendo por ejemplo «No tenía que haber ocurrido», «El otro no tenía razón y yo sí», «Yo era inocente», se bloqueará la curación. Pero si relego al olvido todo el incidente, experimentaré la curación, que se pondrá de manifiesto por la ausencia del dolor previo y por un profundo sentimiento de paz, de libertad y de alegría interiores. Otra gracia que hemos de pedir es la acción de gracias, no por el sufrimiento en sí, sino por cualquier bien que haya salido de él para mí o para los demás; por ejemplo, me ha ayudado a ser más consciente de mi debilidad o a confiar más en Dios o a ser más comprensivo y compasivo con los que se hallan en circunstancias similares. Durante un largo retiro, una hermana me confesó que odiaba a sus parientes, que eran ricos, mientras que su propia familia era relativamente pobre. Ella había sentido dicho odio desde muy pequeña y se lo guardó para sí durante veinte años sin hablar de ello hasta aquel momento. Le expliqué el ejercicio de imaginación que he descrito más arriba y le pedí que rezara pidiendo la gracia del perdón y la curación. Cuando me volvió a ver al día siguiente exclamó: «Padre, ¡ya se ha ido!». Pocos días después me confesó: «No sé qué me está ocurriendo. Estoy dando gracias a Dios por tener esos parientes pidiéndole que los bendiga». La gracia había completado el círculo. 38 En las Sagradas Escrituras tenemos dos ejemplos señeros de curación de los recuerdos. En el Evangelio de san Juan, se narran las negaciones de Pedro en el capítulo 18. El versículo 18 habla de un brasero en el que Pedro se estaba calentando cuando negó a Jesús. La misma palabra griega aparece una sola vez más en el Evangelio, después de la pesca en el lago de Tiberíades (Juan 21,9). La triple negación junto a un fuego es curada por una triple afirmación de amor a Jesús junto a otro fuego. La curación tiene lugar cuando uno revive la experiencia dolorosa en presencia de Jesús. En los últimos capítulos del libro del Génesis tenemos la historia de José. Cuando él revela quién es, sus hermanos temen que se tome la venganza por lo que le habían hecho ellos anteriormente. José les tranquiliza: «Vosotros intentasteis hacerme mal, Dios intentaba convertirlo en bien» (Génesis 50,20). ¿Creemos de verdad que para aquellos que aman a Dios todas las cosas son para bien (Romanos 8,28), incluso las heridas y la enfermedad, el pecado y la muerte? Otras cosas que ayudan a dejar atrás las experiencias negativas del pasado y conseguir la curación completa son: Los demás no son la causa de mis heridas ni de mis sentimientos negativos 1. Los demás no son la causa de mis heridas ni de mis sentimientos negativos; ellos solo son la ocasión o el estímulo. La causa real está en mi interior; alguna parte de mí se resiste a la realidad. He de madurar en este aspecto, reducir mi hipersensibilidad y ser consciente de que no he de dar a los demás el poder de herirme. 2. Lo que ha ocurrido ha ocurrido, y eso no se puede cambiar. Es inútil seguir lamentándose o llorando cuando ya no hay nada que hacer. Tenemos delante el reto de transformar el dolor del pasado en un peldaño que nos ayude a crecer y en una bendición para los demás. 3. Cuando nos aferramos a alguna experiencia negativa del pasado, una parte de nosotros está emocionalmente asentada en aquel momento. Podríamos preguntarnos a nosotros mismos: ¿queremos quedarnos sentados en el camino de la vida o queremos seguir avanzando a diario? 4. A menudo concedemos demasiada importancia a las observaciones de los demás, que no pueden hacernos mejores ni peores personas. Después de recibir un montón de insultos de un hombre frívolo, Buda le preguntó: «Hijo mío, si le 39 regalas algo a alguien y no lo acepta, ¿a quién pertenece el regalo?». «Supongo que me pertenece a mí», contestó el hombre. Entonces Buda dijo: «Tú me has regalado todo ese montón de insultos. No lo acepto. Puedes quedártelo». Esta es una actitud madura para cuando recibimos una observación injusta o una crítica inmerecida. 5. La curación, así como el perdón, queda bloqueada cuando juzgamos, condenamos o culpamos a los demás. Podemos juzgar un examen, un proyecto, una actuación musical o artística, etc.; podemos observar y evaluar el comportamiento de alguien; pero no deberíamos juzgar a nadie, porque no conocemos su corazón; solo Dios lo conoce. Y Jesús nos lo recuerda: «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mateo 7,1; Lucas 6,37). En el libro ¿Quién puede hacer que amanezca?, de Anthony de Mello, aparece el siguiente diálogo: Discípulo: ¿Cómo obtendré la gracia de no juzgar nunca a mi prójimo? Maestro: Mediante la oración. Discípulo: Entonces, ¿por qué no la he conseguido ya después de tantos años dedicados a la oración? Maestro: Porque no has rezado en el lugar adecuado. Discípulo: ¿Dónde se encuentra ese lugar? Maestro: En el corazón de Dios. Discípulo: ¿Y cómo puedo llegar hasta él? Maestro: Entendiendo que el que peca no sabe lo que está haciendo y merece que se le perdone. Sí, aunque Dios condena nuestros pecados, nunca nos juzga ni nos condena ni nos echa las culpas; y estamos llamados a tener esa misma actitud con los demás y con nosotros mismos. LO QUE DICEN LOS DEMÁS Ser cristiano significa perdonar lo inexcusable, porque Dios ya ha perdonado lo 40 inexcusable que hay en ti. C.S. LEWIS El perdón es bueno sobre todo para nosotros mismos, porque así ya no tenemos que cargar con el peso del resentimiento. THICH NHAT HANH Per-donar es dar algo por. Dar a los demás amor, paz, alegría, sabiduría y todas las bendiciones de la vida, hasta que no quede ningún aguijón en tu mente. Esta es la verdadera prueba del nueve del perdón. JOSEPH MURPHY El perdón es la fragancia que impregna la violeta en el tacón que la ha aplastado. MARK TWAIN El mundo jamás conocerá la paz mientras haya un hombre que mire a otro y lo juzgue, porque esa es la semilla de la guerra. ANTHONY BLOOM Si pudiéramos leer la historia secreta de nuestros enemigos, encontraríamos en la vida de cada persona el suficiente pesar y sufrimiento para desarmar toda clase de hostilidades. H.W. LONGFELLOW Un musulmán de veintitrés años, único superviviente de la masacre de Srebrenica (en la antigua Yugoslavia), en la que fueron asesinados siete mil musulmanes, declaró ante el Tribunal Penal de La Haya: «Si pudiera hablar en nombre de las inocentes víctimas, perdonaría a los que perpetraron los asesinatos, porque fueron engañados». Todo el mundo puede convertirse en asesino o víctima, y a veces en ambas cosas.