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Chartier, Roger - Las revoluciones de la cultura escrita

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Roger Chartier
LAS REVOLUCIONES 
DE LA CULTURA ESCRITA
Serie Cla•De•Ma
Historia
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LAS REVOLUCIONES 
DE LA CULTURA ESCRITA
 
Roger Chartier
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Título original del francés: 
Le livre en révolutions. Entretiens avec Jean Lebrun 
© Roger Chartier, 2018
Prólogo a la nueva edición 
© Roger Chartier, 2018 
Corrección: Borja Criado
Traducción: Alberto Luis Bixio
Cubierta: Juan Pablo Venditti
Primera edición: noviembre del 2000, Barcelona
Segunda edición: mayo del 2018, Barcelona
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
© Editorial Gedisa, S.A.
Avda. del Tibidabo, 12, 3.º
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
Preimpresión:
Editor Service, S.L.
www.editorservice.net
ISBN: 978-84-17341-30-5
Depósito legal: B.10527-2018
Impreso por Ulzama
Impreso en España
Printed in Spain
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de 
impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, de esta versión 
castellana de la obra. 
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Prólogo a la nueva edición: «La cultura escrita 
en el mundo digital» .................................................................i
Índice
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Prólogo a la nueva edición
La cultura escrita 
en el mundo digital
El libro que reeditan mis amigos de Gedisa tiene casi veinte 
años. Los textos que lo componen fueron escritos o dictados 
en un mundo muy diferente del mundo que es el nuestro hoy 
en día. En el año 2000, fecha de la primera edición de mi li-
bro, el Congreso de la Unión Internacional de Editores tuvo 
lugar en Buenos Aires. Los responsables de Microsoft anun-
ciaron la muerte programada y fechada de los objetos de la 
galaxia de Gutenberg: los libros, las revistas, los periódicos. 
Como sabemos, sus profecías no fueron cumplidas: los libros 
impresos dominan todavía el mercado del libro en todos los 
países (inclusive en los Estados Unidos), y no desaparecieron 
las revistas y periódicos en sus formas tradicionales. Nuestra 
cultura escrita queda hasta ahora ampliamente fiel a la téc-
nica inventada en el siglo xv y profundamente transformada 
con las innovaciones de los siglos xix y xx. Pero, por otro lado, 
el mundo digital de hoy no es más el del año 2000.
En este tiempo, la cuestión esencial era la de la conversión 
digital de las producciones de la cultura impresa. De ahí las 
discusiones en cuanto a las mutaciones de la edición de libros, 
a la transformación de las colecciones y del papel de las biblio-
tecas, a la supervivencia de las librerías. Veinte años después, 
estos interrogantes son todavía relevantes, pero se ubican en 
una mutación digital mucho más amplia. No solamente se di-
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gitalizaron libros y revistas, sino también las relaciones hu-
manas y los conceptos que las designan. 
Las relaciones con las instituciones, las prácticas comercia-
les, las formas de la sociabilidad: todas fueron profundamente 
transformadas por la comunicación digital. Son las nociones 
mismas de identidad, intimidad, amistad o espacio público 
las que han adquirido nuevas definiciones al ser reempleadas 
en las redes electrónicas. Los debates en cuanto a las nue-
vas modalidades de la edición, a los programas de conversión 
electrónica de las colecciones de las bibliotecas y archivos, o a 
la preservación de las librerías no pueden separarse de una 
reflexión sobre el impacto de los usos inmediatos, multiplica-
dos, obsesivos, de los aparatos que invadieron nuestra coti-
dianidad. Es sin duda una realidad absolutamente nueva en 
relación con la cultura impresa, que mantenía una distinción 
esencial entre la técnica de reproducción de los textos destina-
dos a una circulación pública y las experiencias ordinarias y 
personales de los usos de la escritura. No todo el mundo poseía 
una imprenta, pero cualquiera puede tener ordenadores, ta-
bletas o móviles. Como consecuencia, las prácticas impuestas 
u otorgadas por estos aparatos electrónicos modifican nece-
sariamente las relaciones con los objetos y las prácticas tra-
dicionales de la cultura escrita: leer libros, revistas o diarios, 
frecuentar bibliotecas y librerías, escribir cartas. Leer hoy en 
día los textos recopilados en este libro es entonces volver al 
principio de la discusión sobre «las revoluciones de la cultura 
escrita» que planteaba observaciones y preguntas, inquietu-
des y promesas, en un mundo que no se pensaba ni experimen-
taba como ya totalmente digital.
¿Porqué, entonces, una nueva vida a este libro? Tal vez por-
que es el libro de un historiador. Lamentable profeta del futu-
ro, la historia como disciplina de conocimiento puede procurar 
instrumentos para pensar el presente, tanto el presente del 
año 2000 como el presente de hoy. Una primera exigencia en la 
perspectiva histórica que es la mía es recordar que, como lec-
tores, somos herederos de una historia de muy larga duración. 
El orden de los discursos tal como lo conocemos se estableció 
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a partir de la relación que vinculó tipos de objetos (el libro, el 
diario, la revista, el cartel, el formulario, la carta, etc.), cate-
gorías de textos y formas de lectura. Semejante vinculación 
resultó de la sedimentación de tres innovaciones fundamen-
tales. En primer lugar, entre los siglos ii y iv, cuando el libro 
que llamamos codex o códice, compuesto por hojas y páginas 
reunidas dentro de una misma encuadernación, fue sustitui-
do por rollos que leían los lectores de la Antigüedad griega 
y romana. En segundo lugar, en los siglos xiv y xv apareció 
en la cultura manuscrita un nuevo tipo de libro que contenía 
dentro de un mismo volumen solamente obras compuestas por 
un único autor, mientras que esta relación caracterizaba an-
tes a las autoridades antiguas y cristianas y a las obras en 
latín. Finalmente, en el siglo xv la imprenta se impuso como 
la técnica más utilizada para la reproducción de la escritura 
y la producción de libros. Somos herederos de esta historia 
tanto por la definición de lo que es para nosotros un «libro» 
(es decir, a la vez un objeto y una obra, un opus mechanicum 
y un discurso dirigido al público de los lectores, como indicaba 
Kant), como por nuestra percepción de la cultura escrita, que 
se fundamentó en distinciones inmediatamente visibles entre 
los diversos objetos manuscritos e impresos.
Es este orden de los discursos el que transformó por com-
pleto la textualidad electrónica. Es ahora un único soporte, 
la pantalla de los ordenadores, cualesquiera que sean, la que 
hace aparecer frente al lector las diferentes clases de textos 
tradicionalmente distribuidas entre objetos distintos. To-
dos los textos son leídos sobre el mismo objeto y en las mis-
mas formas (generalmente aquellas decididas por el lector). 
Se crea así una continuidad textual que ya no diferencia los 
diversos discursos a partir de su materialidad propia y que 
hace difícil la percepción de la obra como tal, en su coherencia 
e identidad. La lectura frente a la pantalla es generalmente 
una lectura discontinua, que busca a partir de palabras cla-
ve o rúbricas temáticas el fragmento textual del cual quiere 
apoderarse sin que necesariamente sea percibida la totalidad 
textual que contiene este fragmento. Así, en el mundo digital 
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todas las entidades textuales son como bancos de datos que 
procuran fragmentos cuya lectura no supone de ninguna ma-
nera la comprensión o percepción de las obras en su identidad 
singular. Semejante revolución obliga a los lectores a alejarse 
de todas las herenciasque les han plasmado, ya que es, al 
mismo tiempo, una revolución de la técnica de la reproducción 
de los textos (tal como la invención de la imprenta), una revo-
lución de la materialidad del soporte de lo escrito (tal como la 
aparición del codex) y una revolución de las relaciones con lo 
escrito (tal como las sucesivas revoluciones de la lectura que 
ocurrieron al correr de los siglos: así, los progresos de la lectu-
ra silenciosa en la Edad Media, el furor de leer en el siglo xviii 
o la multiplicación de los lectores y lectoras en el siglo xix).1
La discontinuidad existe incluso en las aparentes continui-
dades. La lectura frente a la pantalla es una lectura segmen-
tada, atada al fragmento más que a la totalidad. ¿Acaso no 
resultaría, por este hecho, la heredera directa de las prácticas 
permitidas y suscitadas por el códice? En efecto, este último 
invita a hojear los textos apoyándose en sus índices, o bien a 
«saltos y brincos», como decía Montaigne. Es el codex el que 
invita a comparar diferentes pasajes, como lo quería la lectura 
tipológica de la Biblia, o a extraer y copiar citas y sentencias, 
así como lo exigía la técnica humanista de los lugares comu-
nes. Sin embargo, la similitud morfológica no debe llevar al 
engaño. La discontinuidad y la fragmentación de la lectura no 
tienen el mismo sentido cuando están acompañadas de la per-
cepción de la totalidad textual contenida en el objeto escrito y 
cuando la superficie luminosa muestra fragmentos textuales 
destacados y autónomos. 
A diferencia de las pantallas del cine o de la televisión, las 
pantallas de nuestro presente no ignoran la galaxia de Gu-
tenberg. Son un nuevo soporte para la inscripción, la difusión 
y la apropiación no solamente de las imágenes, sino también 
de los textos que transmiten y multiplican. Sin embargo, no 
1. Historia de la lectura en el mundo occidental, bajo la dirección de Gu-
glielmo Cavallo y Roger Chartier, Madrid, Taurus, 1999. 
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sabemos muy bien cómo esta nueva modalidad de la comuni-
cación escrita transforma la relación de los lectores con lo que 
leen. Sabemos que la lectura del rollo de la Antigüedad era 
una lectura continua, que movilizaba el cuerpo entero, que no 
permitía al lector escribir mientras leía. Sabemos que el codex, 
manuscrito o impreso, permitió gestos inéditos (hojear el libro, 
citar pasajes con precisión, establecer índices) y favoreció una 
lectura fragmentada pero que siempre percibía la totalidad de 
la obra, identificada por su misma materialidad.
¿Cómo caracterizar la lectura del texto electrónico? Para 
comprenderla, Antonio Rodríguez de las Heras formuló varias 
observaciones que nos obligan a abandonar las percepciones 
espontáneas y las inercias del vocabulario.2 En primer lugar, 
debe considerarse que la pantalla no es una «página», sino un 
espacio de tres dimensiones que tiene profundidad y en el que 
los textos brotan sucesivamente desde el fondo de la pantalla 
para alcanzar la superficie iluminada. La lectura frente a la 
pantalla debe pensarse entonces como el acto de desplegar el 
texto electrónico o, mejor dicho, una textualidad blanda, móvil 
e infinita, que constituye un muro infinito cuyos segmentos 
aparecen sucesivamente en la pantalla. 
Semejante lectura «dosifica» el texto, como escribe Rodrí-
guez de las Heras, sin necesariamente atenerse al contenido 
de una página, y compone en la pantalla ajustes textuales 
singulares y efímeros. Como lo ejemplifica la imagen de la 
«navegación» por la red, semejante lectura discontinua, seg-
mentada, fragmentada, resulta conveniente para las obras de 
naturaleza enciclopédica, que nunca fueron leídas desde la 
primera hasta la última página. Pero parece conflictiva esta 
forma de lectura para textos cuyas composición y apropiación 
2. Antonio Rodríguez de las Heras Pérez, Navegar por la información, 
Madrid, Fundación para el Desarollo de la Función Social de la Comunica-
ción, 1991; «El libro de arena. Transformaciones de la escritura y de la lec-
tura», en Primeras Noticias. Revista de literatura, n° 254-255, 2010, págs. 
33-41; «La pantalla es un muro», en Trama y Textura, n° 30, 2016, págs. 99-
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suponen una lectura continua y atenta, una familiaridad con 
la obra y la percepción del texto como creación original y co-
herente. 
Esta lectura produce otro desafío referido a lo que podemos 
llamar el orden de las propiedades, si se entiende la palabra 
«propiedad» tanto en un sentido jurídico —el que fundamen-
ta la propiedad literaria y los derechos de autor— como en 
un sentido textual —el que define las características propias 
de los textos. El texto electrónico es un texto móvil, maleable, 
abierto. El lector puede intervenir en su contenido mismo y no 
solamente en los espacios dejados en blanco por la composi-
ción tipográfica. El lector puede desplazar, recortar, extender, 
recomponer las unidades textuales de las cuales se apodera.3 
En este proceso puede borrarse la asignación de los textos a 
un nombre de autor, ya que están constantemente modificados 
por una escritura colectiva, sucesiva, polifónica, que da reali-
dad al sueño de Foucault en cuanto a la desaparición deseable 
de la apropiación individual de los discursos y de lo que llama-
ba la «función autor».4 
Pero semejante movilidad lanza un desafío a los criterios 
y categorías que, desde el siglo xviii por lo menos, identifica-
ron las obras a partir de su estabilidad, singularidad y ori-
ginalidad. El reconocimiento de la propiedad del autor sobre 
su creación y, por ende, la del editor a quien la cede suponía 
que la obra fuese reconocible en su identidad fundamental, 
cualquiera que fuese la forma material de su publicación. Se 
estableció entonces un vínculo estrecho entre la identidad 
singular, estable, reproducible de los textos y el régimen de 
propiedad que protege los derechos de los autores y de los edi-
tores.5 Es esta relación la que pone en jaque el mundo digital 
proponiendo textos blandos, ubicuos, palimpsestos.
3. Milad Doueihi, La gran conversión digital, Ciudad de México, Fondo 
de Cultura Económica, 2010.
4. Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets, 1999.
5. Roger Chartier, La mano del autor y el espíritu del impresor. Siglos 
xvi-xviii, Buenos Aires, Katz Editores, 2016.
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Tal interrogante conduce a abrir una reflexión sobre los dis-
positivos que permiten delimitar, designar e identificar textos 
estables, dotados de una identidad perpetuada y perceptible, 
en el mundo móvil de la textualidad digital. Esta reorganiza-
ción parece una condición para que puedan protegerse tanto 
les derechos económicos y morales de los autores como la re-
muneración o el provecho de la edición electrónica. Impone la 
distinción entre dos formas de «publicación»: la que sigue ofre-
ciendo textos abiertos, maleables, gratuitos, disponibles sobre 
la red y la que resulta de un trabajo editorial y fija o cierra los 
textos publicados para el mercado. Así, el libro digital está de-
finido por oposición a la comunicación electrónica libre y es-
pontánea que autoriza a cualquiera a poner en circulación en 
la red sus ideas, opiniones o creaciones. Así se reconstituye 
en la textualidad electrónica un orden de los discursos que per-
mite diferenciarlos según su identidad y autoridad propia. 
Sin embargo, no debemos menospreciar la radicalidad de 
las mutaciones o rupturas introducidas por la textualidad 
electrónica. El caso de los periódicos que constituyen una par-
te importante de la publicaciones de las editoriales electróni-
cas lo puede ilustrar en un momento en el que las bibliotecas 
modifican profunda y rápidamente la distribución de sus sus-
cripciones entre periódicos impresos y periódicos electrónicos. 
Bastará un solo ejemplo. La biblioteca de Drexel University 
(una universidad de Filadelfia orientada hacia la tecnologíay 
la ingeniería) estaba suscrita en 1998 a 1.500 periódicos im-
presos y 20 periódicos electrónicos. En el 2000 la proporción se 
invirtió drásticamente con 800 impresos y 5.000 electrónicos, 
y en 2001 la diferencia incrementó con 300 impresos contra 
6.000 y 300 electrónicos. 
La difusión masiva de los periódicos científicos en una 
forma electrónica plantea dos interrogantes fundamentales. 
En primer lugar, la cuestión del acceso al conocimiento. Se 
estableció una feroz batalla entre los investigadores, que re-
claman el acceso libre y gratuito a los artículos científicos, y 
las editoriales de revistas que, como Springer (2.239 revistas 
en 2017), Elsevier (3.264 revistas) y Wiley (2.394 revistas), 
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imponen precios de suscripción enormes (el promedio para 
las revistas de química es de 5.100 dólares) y que multiplican 
los dispositivos capaces de impedir la redistribución electró-
nica de los artículos. Esta batalla indica la tensión entre dos 
lógicas que atraviesan el mundo digital: la lógica intelectual, 
heredada de la Ilustración, que exige el acceso libre y com-
partido al saber, y la lógica fundamentada en los conceptos 
de propiedad intelectual y del mercado. En 2001, 14.000 in-
vestigadores, principalmente en el campo de las ciencias bio-
lógicas, firmaron una petición que exigía el acceso gratuito e 
inmediato a los textos publicados por las revistas científicas 
y, hoy en día, la Public Library of Science publica siete revis-
tas en biología, genética y medicina que garantizan el acceso 
abierto a los resultados científicos. Como repuesta, algunas 
revistas han decidido permitir semejante acceso libre a sus 
artículos algunos meses después de la fecha de la publicación 
electrónica de los artículos. Es el caso de Molecular Biology of 
the Cell, revista de la American Society for Cell Biology, que 
permite el acceso abierto a sus números dos meses después 
de su publicación.
Segunda apuesta: la transformación de las prácticas de 
lectura de las revistas. Mientras que en la forma impresa 
cada artículo está ubicado en una contigüidad física, mate-
rial, con todos los otros textos publicados en el mismo nú-
mero, en la forma electrónica los artículos se encuentran y 
se leen a partir de las arquitecturas lógicas que jerarquizan 
campos, temas y rúbricas. En la primera lectura, la construc-
ción del sentido de cada texto particular depende, aunque sea 
inconscientemente, de su relación con los otros textos que lo 
anteceden o lo siguen y que fueron reunidos dentro de un mis-
mo objeto impreso por una intención editorial inmediatamen-
te comprensible. La segunda lectura procede a partir de una 
organización enciclopédica del saber que propone al lector 
textos sin otro contexto que el de su pertenencia a una misma 
temática. En un momento en el que las bibliotecas digitalizan 
sus colecciones (particularmente de diarios y revistas), se-
mejante observación recuerda que, por fundamental que sea 
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este proyecto, nunca debe conducir a la relegación, o, peor, la 
destrucción de los objetos impresos que han transmitido los 
textos a sus lectores.
Como lo mostró el libro del novelista Nicholson Baker, Dou-
ble Fold, este temor no carece de fundamentos.6 Entre los años 
sesenta y noventa, el Council on Library Resources de los Es-
tados Unidos apoyó una política de microfilmación de diarios 
y libros de los siglos xix y xx cuyo resultado fue la destrucción 
física de millones de volúmenes y periódicos con la doble jus-
tificación de que se encontraban preservados sobre otro sopor-
te y que era menester vaciar los anaqueles de las bibliotecas 
para poder recibir las nuevas adquisiciones. Esta operación, 
llamada deaccessioning en el inglés de la biblioteconomía, en-
contró su forma paroxística en 1999 cuando la British Library 
decidió microfilmar y destruir o vender todas sus colecciones 
de diarios americanos publicados después de 1850. Sin em-
bargo, aun antes del escándalo británico, la política de las bi-
bliotecas estadounidenses cambió y se acabó con la «matanza» 
denunciada por Nicholson Baker. Pero las pérdidas son enor-
mes e irremediables y, con las posibilidades y promesas de la 
digitalización, la amenaza de otra destrucción no ha desapare-
cido por completo. Entonces, como lectores, como ciudadanos, 
como herederos del pasado debemos exigir que las operaciones 
de digitalización no ocasionen nunca la desaparición de los 
objetos originales y que siempre se mantenga la posibilidad 
del acceso a los textos tal como fueron impresos y leídos en su 
tiempo y en el transcurso de los siglos. 
El mundo de la comunicación electrónica es el mundo de 
la sobreabundancia textual, cuya oferta desborda la capaci-
dad de apropiación de los lectores. A menudo la literatura ha 
enunciado la inutilidad de los libros acumulados, el exceso de 
los textos demasiado numerosos y su contrario: la ansiedad 
6. Nicholson Baker, Double Fold: Libraries and the Assault on Paper, 
Nueva York, Vintage Books / Random House, 2001; Robert Darnton, Las 
razones del libro. Futuro, presente y pasado, Madrid, Trama, 2011.
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frente a la pérdida, a la desaparición, al olvido.7 ¿Cómo pensar 
la lectura frente a una oferta textual que la técnica electrónica 
multiplica aun más que la invención de la imprenta? ¿Es el tex-
to electrónico un nuevo libro infinito, monstruoso, indomable, 
que nadie puede leer, similar al libro de arena imaginado por 
Borges?8 ¿O bien propone ya un nuevo soporte de la cultura es-
crita que favorece y enriquece el diálogo que cada texto entabla 
con cada uno de sus lectores? No conocemos todavía la respues-
ta. Pero cada día, como lectores, sin saberlo, la inventamos. 
Quisiera acabar este prólogo subrayando los tres desafíos 
fundamentales que supone el nuevo mundo digital. El primero 
es lingüístico. ¿Cómo, en efecto, pensar la lengua de este nuevo 
mundo que construye la comunicación electrónica?9 Su posible 
universalidad se remite a las tres formas de idiomas universa-
les propuestos en el pasado. La primera forma, que es la más 
inmediata y evidente, se vincula con el predominio de una len-
gua particular, el inglés, como lengua de comunicación univer-
salmente aceptada, dentro y fuera del medio electrónico, tanto 
para las publicaciones científicas como para los intercambios 
informales de la red. Se remite también al control por parte de 
las empresas multimedia más poderosas —es decir, estadou-
nidenses— del mercado de las bases de datos digitales, de las 
páginas web o de la producción y difusión de la información. 
Semejante imposición de una lengua dominante y del modelo 
cultural que conlleva conduce necesariamente a la destruc-
ción mutiladora de las diversidades. 
Pero la dominación del inglés no debe ocultar otras dos in-
novaciones lingüísticas del mundo digital. Por un lado, el texto 
7. Roger Chartier, Cardenio entre Cervantes y Shakespeare. Historia de 
una obra perdida, Barcelona, Gedisa, 2012.
8. Jorge Luis Borges, «El libro de arena», en El libro de arena, Madrid, 
Alianza Editorial, Biblioteca Borges, 1997.
9. Roger Chartier, «Language, Books, and Reading from the Printed Word 
to the Digital Text», en Critical Inquiry; «Arts of Transmission», Edited by 
James Chandler, Arnold I. Davidson et Adrian Johns, Vol. 31, nº 1, otoño de 
2004, págs. 133-152.
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electrónico reintroduce en la escritura algo de las lenguas for-
males que buscaban un lenguaje simbólico capaz de represen-
tar adecuadamente los procedimientos del pensamiento. Con-
dorcet subrayaba en su Esquisse d’un tableau historique des 
progrès de l’esprit humain la necesidad de una lengua común, 
apta para formalizar las operaciones del entendimiento y los 
razonamientos lógicos. Esa lengua universal debía escribirse 
mediante signos convencionales: símbolos, cuadrosy tablas, 
todos ellos «métodos técnicos» que permiten captar las relacio-
nes entre los objetos y las operaciones cognitivas.10 
Si Condorcet vinculaba estrechamente el uso de esta len-
gua universal con la invención y la difusión de la imprenta, 
en el mundo contemporáneo es en relación con la textualidad 
electrónica como se esboza un nuevo idioma formal, inmedia-
tamente descifrable por cada uno. Sucede con la invención de 
los símbolos, los emoticonos, que utilizan de una manera picto-
gráfica algunos caracteres del teclado (paréntesis, coma, punto 
y coma, dos puntos) para indicar el registro de significado de 
las palabras: alegría, tristeza, ironía, etc. Más recientemente, 
está el caso de la multiplicación de los emojis, que permiten 
traducir pictográficamente los discursos. Expresan la búsque-
da de un lenguaje no verbal y que, por esta misma razón, 
pueda permitir la comunicación universal de las emociones y 
fijar el sentido del discurso. 
Por otro lado, es posible decir que el inglés de la comunica-
ción electrónica es más una lengua artificial, con su vocabu-
lario y sintaxis propios, que una lengua particular elevada, 
como lo fue antes el latín, al rango de lengua universal.11 De 
una manera más escondida que en el caso de las lenguas in-
10. Nicolas de Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progre-
sos del espíritu humano, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 
1997.
11. Anne Rasmussen, «A la recherche d’une langue internationale de la 
science, 1880-1914», en Sciences et langues en Europe, sous la direction de 
Roger Chartier et Pietro Corsi, París, École des Hautes Études en Sciences 
Sociales, 1996, págs. 139-155.
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ventadas en el siglo xix, el inglés transformado en lingua fran-
ca electrónica es una especie de nueva lengua que reduce el 
léxico, simplifica la gramática, inventa palabras y multiplica 
abreviaturas. Esta ambigüedad propia a una lengua univer-
sal que tiene como matriz una lengua ya existente refuerza 
la certidumbre de los estadounidenses en la hegemonía de su 
lengua y en la inutilidad del aprendizaje de otras. 
El segundo desafío se refiere a la biblioteconomía. Cierta-
mente la revolución electrónica pareció augurar el fin de las 
bibliotecas. La comunicación a distancia hace concebible, si no 
inmediatamente posible, la disponibilidad universal del patri-
monio escrito al mismo tiempo que hace que la biblioteca ya 
no sea el único lugar de conservación de ese patrimonio. Todo 
lector, sea cual fuese su lugar de lectura, podría recibir cual-
quiera de los textos que componen la biblioteca sin muros en 
la que se hallarán, en su forma electrónica, todos los libros.
El sueño no carece de seducción. Pero no debe engañarnos. 
Ante todo, es necesario recordar que la conversión electrónica 
de los textos cuya existencia no empieza con la nueva técnica 
no debe impedir la posibilidad de encontrarlos en las formas 
materiales que fueron las suyas durante la historia de su pu-
blicación. Es la razón por la cual hoy más que nunca la tarea 
esencial de las bibliotecas es recoger, proteger y hacer accesi-
bles los objetos escritos tal como fueron publicados y leídos. 
Si las obras que difundieron esos objetos se comunicaran y se 
conservaran solamente en una forma electrónica, existiría el 
gran riesgo de que se perdiera la inteligibilidad de una cul-
tura textual y libresca identificada con los objetos que la han 
transmitido. La biblioteca de hoy debe ser una biblioteca elec-
trónica, por supuesto, pero debe ser también el lugar donde se 
mantiene el conocimiento y la apropiación de la cultura escri-
ta en sus materialidades sucesivas o simultáneas. 
Las bibliotecas deben también ser un instrumento que per-
mita a los nuevos lectores encontrar su camino en el mun-
do digital que les desconcierta. Pueden desempeñar un papel 
fundamental en el aprendizaje de las técnicas capaces de ase-
gurar a los más desprovistos de los lectores el manejo de la 
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nueva oferta textual. La comunicación electrónica de los tex-
tos no transmite por sí sola el saber necesario para utilizarlos. 
El lector navegante del mundo digital corre el peligro de per-
derse en un mar textual sin faro ni puerto. La biblioteca debe 
procurar ambos.
Por último, la biblioteca debe reconstituir alrededor del li-
bro y de la cultura escrita las sociabilidades e intercambios 
que hemos perdido. La historia de la lectura enseña que la 
lectura se transformó en una práctica silenciosa, solitaria, que 
borró los momentos compartidos alrededor de lo escrito y de 
la lectura colectiva hecha en voz alta —las reuniones familia-
res, las asambleas amistosas, los compromisos militantes. En 
un mundo en el que la lectura se identifica con una relación 
personal, íntima, privada, con el libro, o bien con la conversa-
ción sin presencia de la red, la biblioteca debe multiplicar las 
circunstancias para que los lectores se encuentren alrededor 
del patrimonio escrito, de la creación intelectual, de las expe-
riencias estéticas. De ese modo puede contribuir a construir 
el espacio público y crítico que necesitan nuestras sociedades. 
En nuestras sociedades la información, multiplicada en sus 
fuentes y formas, se encuentra a menudo manipulada por los 
poderes económicos, políticos o mediáticos. Resistir a semejan-
te multiplicación y manipulación supone que los ciudadanos 
puedan adquirir los instrumentos intelectuales que permiten 
evitar el sometimiento a los mensajes que reciben. La bibliote-
ca no es el único lugar donde puede hacerse el aprendizaje de 
este uso crítico de la razón. Pero es uno de ellos. 
El tercer desafío es pedagógico. Como subrayó Emilia Fe-
rreiro: «La tecnología, de por sí, no va a simplificar las dificul-
tades del proceso de alfabetización, ni es la oposición “método 
vs. tecnología” la que nos permitirá superar las desventuras 
del analfabetismo [...] La alfabetización no es un lujo ni una 
obligación: es un derecho. Un derecho de niños y niñas que 
serán hombres y mujeres libres (al menos eso es lo que desea-
mos), ciudadanos y ciudadanas de un mundo donde las dife-
rencias lingüísticas y culturales se consideren una riqueza y 
no un defecto. La diversidad cultural es tan importante como 
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la biodiversidad: si la destruimos, no seremos capaces de re-
crearla».12 
Todos los interrogantes del presente hallan sus razones en 
estas rupturas decisivas. ¿Cómo mantener el concepto de pro-
piedad literaria, definido desde el siglo xviii a partir de una 
identidad perpetuada de las obras, reconocible más allá de 
cuál fuera la forma de su publicación, en un mundo donde los 
textos son posiblemente móviles, maleables, abiertos? ¿Cómo 
reconocer un orden del discurso, que fue siempre un orden de 
los libros o, para decirlo mejor, un orden de las producciones 
escritas que asocia estrechamente autoridad de saber y forma 
de publicación,13 cuando las posibilidades técnicas permiten, 
sin controles ni plazos, la puesta en circulación universal de 
opiniones y conocimientos, pero también de errores y falsifi-
caciones? ¿Cómo preservar maneras de leer que construyen la 
significación a partir de la coexistencia de textos en un mismo 
objeto (un libro, una revista, un periódico) mientras que el nue-
vo modo de conservación y transmisión de los escritos impone a 
la lectura una lógica analítica y enciclopédica donde cada texto 
no tiene otro contexto más que el proveniente de su pertenen-
cia a una misma temática?
Estas cuestiones ya han sido largamente discutidas por los 
innumerables discursos que, desde el año 2000, intentaron 
conjurar, por su propia abundancia, la desaparición anuncia-
da del libro, de lo impreso y de la lectura. A la admiración ante 
las increíbles promesas de la navegaciones entre los archipié-
lagos de los textos digitales se le ha opuesto la nostalgia por 
un mundo delo escrito que ya habríamos perdido. Pero ¿en 
verdad hay que elegir entre el entusiasmo y la lamentación? 
Para situar mejor las grandezas y miserias de las transfor-
maciones del presente, tal vez sea útil recordar que el pre-
12. Emilia Ferreiro, Pasado y presente de los verbos leer y escribir, Ciu-
dad de México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
13. Roger Chartier, El Orden de los libros. Lectores, autores, bibliotecas 
en Europa entre los siglos xiv y xviii, Nuevo prólogo: «Veinticinco años des-
pués», Barcelona, Gedisa, 2017.
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sente está hecho de pasados sedimentados y así contribuir a 
un diagnóstico más lúcido en cuanto a las novedades que nos 
seducen o espantan.
En la historia de larga duración de la cultura escrita cada 
mutación (la aparición del codex, la invención de la imprenta, 
las revoluciones de la lectura) produjo una coexistencia origi-
nal entre los antiguos objetos y gestos y las nuevas técnicas 
y prácticas. Es semejante reorganización de la cultura escri-
ta la que la revolución digital nos permite imaginar, buscar o 
desear.14 Sin embargo, es verdad que la forma digital de pro-
ducción y transmisión de los escritos supone un profundo de-
safío tanto para las categorías que fundamentaron el orden 
del discurso que es todavía el nuestro (por ejemplo, propiedad 
intelectual, originalidad de la obra, individualización de la es-
critura) como para la relación con la cultura escrita, siempre 
plasmada hasta el mundo electrónico por la inseparable vin-
culación entre el texto y el objeto, la obra y el libro, los artícu-
los y la revista o el periódico.
Es la razón por la cual me parece que el porvenir se ubi-
ca en un encuentro entre discursos y prácticas. Los discursos 
intentan convencer a las instituciones, los poderes públicos y 
los lectores de hoy de que las varias formas de inscripción, 
publicación y apropiación de los escritos no son equivalentes 
y que, por ende, una no puede o no debe sustituirse por otra. 
Así, las colecciones digitalizadas no son equivalentes a los li-
bros impresos de las bibliotecas, los periódicos electrónicos a 
su edición sobre papel, o la compra de libros on line a la com-
pra en librerías. Es esta percepción inmediata, evidente pero 
engañosa, de la equivalencia la que puede explicar las contra-
dicciones entre la resistencia del libro impreso en el mercado 
editorial (solamente entre 3 % y 4 % del total de ventas de 
libros en Francia tanto en 2013 como en 2001) y la crisis de 
todas las instituciones de la cultura impresa: los periódicos 
que abandonan su edición impresa, las librerías condenadas 
14. Umberto Eco y Jean-Claude Carrière, Nadie acabará con los libros, 
Barcelona, Lumen, 2010. 
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a la desaparición, las bibliotecas que relegan sus colecciones 
impresas o deploran la baja de la frecuentación de sus salas. 
Es en contra de la idea de equivalencia que debe afirmarse la 
necesidad de mantener y asociar las tres culturas de lo escrito 
que tenemos hoy en día: la escritura a mano, la publicación 
impresa, el mundo digital. 
Pero los discursos no bastan para producir las realidades 
que desean. Lo que las determina es el conjunto de las prác-
ticas, con o sin discurso, de los usuarios —en este caso, los 
digital natives, para quienes la cultura escrita es la cultura de 
la red. Para ellos, el world ya no es un stage, como en Shakes-
peare, sino una serie de pantallas. Son sus hábitos y deseos los 
que dibujan el porvenir de la cultura escrita. Pero son lectores 
capaces de ubicarse en una cultura escrita que no empieza en 
Facebook. 
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