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TODO ES PERSONAL MALÚ HUACUJA DEL TORO TODO ES PERSONAL © Malpaso Holdings, S. L., 2021 C/ Diputació, 327, principal 1.ª 08009 Barcelona www.malpasoycia.com © Malú Huacuja del Toro ISBN: 978-84-18546-23-5 Diseño de interiores: Sergi Gòdia Maquetación: Joan Edo Imagen de cubierta: Envato Elements Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley. http://www.malpasoycia.com CAPÍTULO I Se dice que las personas tienen una existencia pública y otra privada, pero aquí, cuando de crímenes se trata, casi siempre hay una forma de homicidio pública y otra privada. Por lo cual, en lugar de una «doble vida» –o además–, lo que mucha gente llega a tener en nuestro narcopaís es una «doble muerte». Dado que las fuerzas del desorden y los desgobiernos a todos los niveles de cualquier partido están involucrados, cooperando descaradamente con las mafias de venta de droga (o hasta provienen de familias de narcotraficantes que ya lograron instalar a sus siniestros retoños en puestos de poder político), el relato de los hechos que se da a conocer en redes digitales y a medios informativos tradicionales tiene poco o nada que ver con la realidad, atribuyendo la causa, a veces, al «crimen organizado», sí, pero referido como un monstruo o abstracción casi metafísica de la que no se pueden extraer nombres con sus apellidos y señas particulares. Así nadie se mete en problemas con nadie. Si acaso, se desliza a la prensa el apelativo de alguna pandilla que sea rival de la del mandatario del poblado o ciudad donde tiene lugar la balacera, o la de algún grupo delincuencial que no esté relacionado en modo alguno con la pelea local por el territorio de comercio de drogas. En la versión privada, en cambio, intervienen muy pocos participantes directos y una larga lista de sobornados. Es como una enorme cadena alimenticia que involuciona interminablemente. El caso de Santiago Parral no fue la excepción a esta regla. Al contrario: por tener un perfil tan público a escala internacional y ser una figura mediática cercana al presidente, la historia oficial de su asesinato fue toda una saga narrada en varios capítulos, escrita, precisamente, por uno de sus guionistas venezolanos (Pascual Morales tuvo tal honor, pero eso es algo que solo queda entre nosotros, los enterados). Lo que todo cibernauta consumidor de noticias falsas supo casi al instante, y que posteriormente las autoridades federales fueron revelando día a día, es que el famoso director de la exitosísima telenovela mexicana El Jefe había muerto balaceado por los sicarios del Cártel de los Emes: una banda que peleaba por territorios contra otros cárteles en la gran urbe, pero que, sobre todo, buscaba «desestabilizar al país». Los maleantes «coludidos con partidos opositores para desprestigiar a las autoridades de la Ciudad de México y poner en entredicho la eficacia de su sistema de seguridad» habían atacado al conocido Zar de las Narcotelenovelas precisamente en una locación donde estaba dirigiendo uno de los capítulos de su nueva serie. Según la versión oficial, los criminales habían irrumpido armados con metralletas y explosivos en un palacete de la Colonia Nápoles donde Santiago Parral se hallaba grabando una escena con la célebre actriz Mónica del Sol, quien era amiga personal de la esposa del presidente de la nación y que había participado en varios videos promocionales para la campaña electoral del mismo. Se trataba, por tanto, de «un claro mensaje contra el Gobierno», decían los conductores de televisión con libreto en mano. Un grupo de encapuchados fuertemente armado había entrado apuntando y gritando contra cinco técnicos, la directora de vestuario y la cocinera, para introducirse hasta la sala donde la estrella se hallaba recibiendo instrucciones de su director, el cual valientemente se interpuso para que no tocaran a su actriz. Según esta falacia, Santiago Parral Cruz perdió la vida en el intento por impedir que secuestraran a Mónica del Sol. Fue acribillado a balazos con una AK47. El galán de la serie, Arturo Gil, quien también trató de detenerlos, recibió un disparo en el hombro. Horrorizados y desarmados, los técnicos y demás intérpretes no osaron resistir el ataque. Se limitaron a obedecer, entregando a los matarifes sus teléfonos móviles y tirándose en el suelo bocabajo, tal como ordenaron. Los secuestradores asieron por la fuerza a la diva, la sacaron y se la llevaron en su camioneta blindada sin placas, dejando colgada una gran narcomanta de un balcón a otro de la casona, con su firma: «Acá estuvo el CDM ». Los vecinos creyeron que todo era parte del montaje de la telenovela y no hicieron nada. Según prosigue la trama totalmente inventada, una patrulla de la policía capitalina trató de detenerlos por exceso de velocidad y falta de identificación cuando doblaban la calle rumbo a la Avenida de los Insurgentes. Al ver que se daban a la fuga, los patrulleros mandaron aviso a todas las unidades cercanas. Mientras tanto, el primer asistente de dirección y planeador de la serie, Darío Peña, logró que le prestaran un teléfono en un restaurante cercano y pidió auxilio. La policía federal y las fuerzas antinarcóticos se movilizaron hasta que dieron con el vehículo que respondía a la descripción. Mónica del Sol fue rescatada. Fue así como la estrella apareció llorosa, temblando, interpretando bien su papel ante las cámaras de televisión. Dio unas cincuenta entrevistas solo ese día, también apegada a un guion. Lo hizo con asombrosa naturalidad, pues, al final de las cuentas, lo que tenía que fingir en torno a la muerte de Santiago Parral no fue muy distinto de lo que hacía cualquier día de llamado en el set. Los encapuchados que supuestamente la raptaron eran sus mismos colegas. La manta con el mensaje la fabricó el departamento de producción. Todo fue un montaje, excepto porque en esta ocasión sí había un cadáver humano, y se trataba precisamente de su respetado director. Pero el resto era tan irreal y parecido a cualquiera de sus jornadas de grabación, que durante muchos meses después del suceso, le fue imposible diferenciar actuación y vivencia. Se acordaba de lo que le decía su colega Laura Basurto, quien había tenido un súbito éxito en Hollywood con una sola película, gracias a las fuertes conexiones de su director con los famosos de allá: «Cuando empiezas a vivir en las nubes, debes buscar algo que te mantenga en contacto con la realidad, como una mascota o plantas. No tus familiares, porque ellos también están en las nubes como tú, o más. Por eso las estrellas tienen siempre perritos o gatitos y, después, ya con marido, hijos. Es que necesitas algo con lo que toques suelo, ¿sí?, que no sean tus asistentes o las chachas o tu familia. Tiene que ser algo que te haga darle de comer, o poner agua, o dar la mamila o cambiar pañales, ¿me entiendes?». A Mónica íntimamente le parecía una razón muy frívola para tener hijos, pero para hacer sentir bien a su amiga famosa le había dicho que sí, que la entendía, mientras pensaba que por eso muchos hijos de las celebridades salían tan psicológicamente averiados. Ahora, tristemente, la entendía, pero por un motivo opuesto, que era el asesinato de su director. Comenzó a vivir «como entre nubes» junto con sus asesores y familiares, y ya nada podía hacerla aterrizar, pues incluso el hecho más temiblemente real de la existencia, la muerte misma, había sido alterado y convertido en una ficción. La verdadera versión de lo ocurrido no tenía nada qué ver con lo que diariamente debía repetir a las cadenas de televisión y radio para ser reproducida sin parar en el reino cibernético de los gorjeos azules. Yahasta se le estaba olvidando lo que realmente pasó. La joven actriz visualizaba los ojos tristes de Arturo cuando levantaba los brazos en el set, momentos antes de que le dispararan, y ya no distinguía si la bala que lo hirió en el hombro izquierdo provino de sus colegas disfrazados con pasamontañas (lo que a su vez, en la ficción, representaba al «grupo fuertemente armado»), o de su colega Samy Méndez, el que debía dispararle en esa escena, lo que constituía otra teatralización. Era extenuante tratar de encontrar los trozos de verdad enterrados en tanto pasaje de artificio. Estaban apenas ensayando el trazo o blocking de una escena (el «bloqueo», como dice su colega agringado Samy Méndez) en la sala principal de la casa de churrigueresco decorado, en la planta baja, con la continuista o script, Guadalupe Lima. La verdad fue que Santiago Parral ni siquiera se hallaba ahí. Apenas estaban revisando parlamentos con movimiento. Samy Méndez interpretaba el papel del narcotraficante El Greñas, cabo del matón al que había traicionado por amor (todo se hacía por amor en esa historia, como en cualquier otra telenovela). Según el trazo, este debía entrar a la sala de «su patrón», el musculoso Arturo Gil, quien estaba semidesnudo besándose con Mónica. Samy tenía que gritarle en su cara los motivos por los que ahora trabajaba para la banda contraria y dispararle al hombro antes de que los guardaespaldas se le echaran encima a golpes. Esa debía ser la acción coreográfica. Al terminar la escena, todos tardaron un tiempo en darse cuenta de que el Departamento de Efectos Especiales todavía no había colocado nada en el hombro del apuesto Arturo y que, por lo tanto, la sangre que brotaba de su camisa era real. Los fuertes gritos de dolor («¡Me disparó!»), no eran una improvisación fuera de libreto para darle más realismo al momento. Al reparar en que el protagonista de la serie había sido herido con balas de verdad, Mónica y la continuista corrieron a buscar sus teléfonos para llamar a una ambulancia, mientras el cinefotógrafo gritó en busca del doctor de la producción. En poco tiempo, la agitación hirvió en temor. El productor Carlos Rosas, junto con el asistente de dirección Darío Peña, coordinaban lo que había que hacer: despejar la entrada para la ambulancia, calmar al personal, buscar al director del Departamento de Armas para rastrear cómo había terminado entre sus pistolas de utilería un revólver con balas de verdad, y revisar qué más peligros potenciales se requería controlar de inmediato. Transcurrió más de media hora antes de que todos los presentes se dieran cuenta de que nadie había visto ni hablado con el director desde que el accidente tuvo lugar. Luego de preguntarse aquí y allá que dónde estaba Santiago, que si ya lo habían avisado o que si alguien lo acababa de ver, algunos recordaron que, al instante del disparo, él debía hallarse en la recámara más grande del segundo piso, preparando el trazo y los emplazamientos de la siguiente escena del plan de grabación del día, que correspondía al encuentro sexual entre el personaje del capo, Arturo Gil, y su amante, Mónica del Sol. Normalmente, en tales momentos, su primer y segundo asistente pedían que lo dejaran solo y que le tomaran las llamadas, por más urgentes que estas fueran. Fue por ello por lo que nadie tocó a la puerta del cuarto antes de que el principal actor de reparto disparara de verdad contra el galán de la telenovela. Después de eso, se olvidaron de él. La casa en la que estaban era un pequeño castillo de los años treinta con muchas salas en los tres pisos y varias escaleras. En medio del caos, cada uno de los principales coordinadores del personal imaginó que su director se hallaba en alguna otra parte de la planta baja fuera de su vista. No fue sino hasta que llegó la ambulancia por el actor herido cuando alguien empezó a preguntar insistentemente por él y a decir que no lo encontraba por ninguna parte. Esa persona fue la celebérrima cantante Almira, quien ese día tenía llamado para interpretar una escena de un flashback en un cabaret, misma que se grabaría en el salón de baile de la parte trasera de la casona, del otro lado del jardín. Almira estaba ensayando con sus músicos cuando tuvo lugar el accidente. No pararon de tocar hasta que el guitarrista se enteró de que algo extraordinario se había perpetrado, al ver las luces de la ambulancia que llegaba. Entonces Almira corrió con sus músicos por el estacionamiento hasta la calle. Como no conocía a muchos de la crew ni del elenco, empezó a preguntar por el director, que era quien la había llamado y contratado para hacer esa aparición en la serie, y quien le dirigía desde tiempos inmemoriales sus espectáculos musicales. Lo que menos convenía a la gran diva era que uno de los actores resultara realmente herido en esa producción. Su nerviosismo desembocó en histeria, aunque los mal pensados de siempre asumieron que, más que el susto, fue porque planeaba armarle un dramón a Santiago Parral, a quien le había costado gran trabajo y dinero convencerla de que trabajara por fin con él en una narcotelenovela a pesar de su reputación como «cantante seria», «de protesta» y amiga personal de los paladines de la Nueva Trova Cubana. El asistente de dirección trató de calmarla, pero ella alimentó su ansiedad hiperventilándose y caminando de un lado para otro, recorriendo desesperada todos los salones de la planta baja hasta el jardín. Bien podía ya vérsele gritándole al director por qué no había querido nunca aceptar un trabajo con él en televisión, y subiéndole el precio al doble. Entre Almira y Santiago Parral había una historia escabrosa a la que la gente de la farándula atribuía un contenido sexual. Se conocían desde hacía unos veinte años, él había sido hasta entonces el director artístico de todos sus conciertos, y algo emanaba entre ellos cada vez que se encontraban físicamente en un mismo lugar, pero ninguno de los testigos podía nunca adivinar si lo que terminaba hablando y envolviéndolos en lugar de las palabras eran rayos de deseo o de repugnancia. En cualquier caso, existía en su pasado cierto hecho muy intenso que no les era posible ocultar. Para colmo de intensidades, Almira fue la primera que vio su cadáver. Luego de recorrer toda la planta baja cada vez más furiosa, preparando, al parecer, un magno berrinche, oyó a alguien (ese alguien era la continuista Guadalupe, haciendo honor a su oficio, por cierto, pero nadie habría tenido en ese momento la calma para notarlo) decir que la última vez que lo habían visto estaba en la recámara principal del segundo piso. La cantante subió más rápido que nadie y abrió la puerta del cuarto, tal vez dispuesta a regañar a Santiago. Pero cuando descubrió en el suelo su cuerpo ensangrentado, en lugar de pegar un alarido estridente, enmudeció. Con los ojos muy abiertos, se acercó lenta e incrédulamente para mirarlo bien. Lo llamó por su nombre varias veces y se hincó frente a él pidiéndole que no se muriera con voz temblorosa. El productor y el primer asistente se la encontraron postrada en el suelo, con el rostro pegado a la palma de una mano del director, sin poder moverse. Algo más profundo que el impacto súbito la atravesaba. Durante cerca de una hora no hubo manera de separarla del cuerpo inerte. Algunos pensaron que parecía la verdadera viuda y no la que fuera su esposa y madre de su hija, quien llegaría después. Estalló entonces un pandemonio por toda la casa, a pesar de que los allí presentes eran profesionales acostumbrados a trabajar bajo intensa presión y resolver contratiempos sin alterarse. Era precisamente el único episodio que Mónica del Sol identificaría después como verdadero: cuando todos estaban fuera de sí y pasaban de la negación al horror. Además de tener que aceptar que su director había sido asesinado por alguien que tiró a matar con mano experta, lo aterrador era que un director tan famoso y venerado, eslabón del mundo artístico y político del país, fuera tan vulnerable como cualquier ciudadano anónimo desarmado.Encima, por el impacto que tenían sus narcotelenovelas en la televisión y en Netflix, y por sus inversionistas, las implicaciones de su muerte en la esfera política y económica internacional eran inimaginables. El productor no estaba menos perplejo que cualquiera de sus subalternos, pero le correspondía reaccionar ante el cúmulo de repercusiones políticas que tenía ese asesinato. Como cotidianamente sucede en el mundo de los poderosos en México, lo primero que tenía que hacer era ocultar lo sucedido. Lo segundo, contar a los medios de desinformación y a las redes antisociales una mentira. Entonces todo volvió a la normalidad del simulacro y a Mónica le tocó, como siempre, el papel principal. Luego de hacer las llamadas telefónicas de rigor a la exesposa Pilar y a la hija del director, a los inversionistas de la producción y a los políticos que los protegían (quienes a su vez darían aviso al cártel de drogas que resguardaba a toda la zona, a sus autoridades y fuerzas del orden locales y federales y a los sectores de las fuerzas armadas correspondientes), Carlos Rosas reunió a todos en la sala principal para explicarles que tenían que evitar a toda costa, inmediatamente, más derramamiento de sangre. Debían impedir que se desatara una ola de violencia en la Ciudad de México contra el jefe de Gobierno, lo que era un desastre para la industria turística del país en general y los emporios hoteleros que financiaban esa telenovela en particular. Les recordó el contrato de confidencialidad que tenían con su compañía productora (aunque cuidándose bien de no hacer mención de que ese contrato no incluía la obligación de producir simulacros para encubrir crímenes), y les pidió calma. En seguida, dejó al elenco con el guionista Pascual Morales para que contribuyera con «lluvia de ideas» sobre la forma en que debían desviar la atención pública lo máximo posible de lo que realmente ocurrió (retratando, por supuesto, a los miembros de la policía local y federal como héroes), y se encerró en una recámara de la planta alta a hacer más llamadas al jefe de Gobierno para que las autoridades locales y servicios funerarios se hicieran cargo en secreto de «lo que realmente ocurrió», que era lo que más le preocupaba. Carlos Rosas sabía mejor que nadie que era imposible que ese crimen tuviera algo que ver con los narcotraficantes que operaban en la Ciudad de México bajo el manto de las autoridades, pues esa protección se hacía extensiva a sus locaciones y sesiones de grabación. Como mucho, y con gran imaginación, podía pensarse que era el ataque de un cártel rival al de la capital del país. Pero, en ese muy hipotético caso, ¿por qué hacerlo de manera tan discreta, sin grandes balaceras ni cadáveres colgados de barandales y narcomantas, como solían hacer las pandillas que peleaban por un territorio? Ese es el modo en que sostenían entre ellos una «conversación», según les habían explicado una y otra vez a sus guionistas los propios sicarios a los que clandestinamente consultaban como «asesores» de sus culebrones. Hablando, pues, en «clave de narco», un crimen así, sin mensaje público para la prensa y los operadores del bando contrario, no tenía sentido. Además, ¿por qué perjudicarlos a ellos? A los grandes capos les convenían y divertían esas teleseries que los describían como superhombres y que jamás cuestionaban el aspecto moral de su conducta, especialmente cuando empezaron a recrear historias contemporáneas con bandidos que aún estaban vivos y sanos y con personajes de la política actual (de hecho, había subastas secretas de jefes de cárteles que también querían ser nombrados o de alguna forma recordados en las telenovelas de Santiago Parral). Era un director querido y arropado por el narco. Nada contra Santiago Parral habría podido ocurrir sin que sus elementos de seguridad local lo notaran y lo advirtieran, especialmente en la capital del país, mucho menos en una telenovela protagonizada por la amiga personal de la esposa del presidente y el día en el que cantaba Almira. Era muy difícil creer que cualquier capo quisiera meterse con ellos, excepto por error o accidente. Pero, por otra parte, para ser una equivocación, ese asesinato había estado muy bien planeado. Hasta Rosas, sin ser detective, entendía que se había cometido en el momento en que el actor Samy Méndez había herido sin querer al protagonista, lo que significaba un trabajo de distracción perfectamente sincronizado. —De distracción y de espionaje interno —le dijo Froilán Manzano, el jefe de seguridad de su empresa, en quien confiaba más que en nadie para que revisara a solas el lugar de los hechos en ese momento, antes de que los ineptos policías hicieran de las suyas y hasta se robaran objetos de la locación, si les era posible, cosa que ya les había ocurrido antes. Su eficiente detective ya estaba ahí y había tomado cartas en el asunto, antes de que llegaran los médicos forenses y los investigadores policíacos, siempre pagados por alguien para no encontrar nada. —Tienes un soplón en el equipo —le adelantó Froilán—. O varios. Alguien que sabía qué escena se iba a ensayar y qué pistola se iba a disparar; dónde se guardaba la utilería y cómo entrar a la casa para intercambiar las balas de salva. Tienes a alguien muy cercano, capaz de saber que la siguiente escena se grababa arriba y que Chago se iba a meter al cuarto a solas para «visualizar», como siempre hace. Puede ser tu script, los asistentes de dirección, todos los primeros que tienen acceso al storyboard, y de ahí para abajo. —Pues todos —respondió Carlos, mirando hacia la puerta de vidrio polarizado que daba a un balcón, cubierto con cortinas blancas, en la recámara donde había instalado su oficina provisional para ese día. Desde la calle solo se podía percibir la silueta de aquel hombre alto de sesenta y tres años, totalmente calvo pero bien conservado y atlético, que hacía pesas en su gimnasio cada mañana. —Mejor te apartas de la ventana, ¿no, Charly? Déjanos asegurarnos de que no hay ningún francotirador en las azoteas. Tenía razón Froilán. No debía ser tan imprudente. Carlos se apartó de la puerta de vidrio del balcón, desde donde había supervisando la entrada y salida del personal, el cual tenía ya órdenes de comportarse como si nada hubiera pasado. Con sus largos bigotes canosos sentía que compensaba su falta total de cabello, y se los retorcía cada vez que cavilaba algo. Esta vez así lo hacía porque estaba pensando que en ese balcón debía colgar una falsa narcomanta del supuesto grupo que atacó a Chago Parral. —¿Todos, así, todos estaban al tanto de que la siguiente escena no era en la planta baja y que Chago siempre se encerraba solo antes de empezar a dirigir? — insistió el detective—. No necesito decirte lo importante que es aquí ser muy detallados, ¿verdad, Charly? Todos no me ayuda. —Bueno, a lo mejor los encargados de limpieza de locación al final del llamado, no —ironizó el productor. —Eso es algo. Eso ya no es todos. ¿Quiénes más no? Es la lista que necesito. Porque, además de espías, tienes un genio estratega. ¿Sí entiendes, Charly? —Sí, sí, Froilán. Disculpa. —Esto no parece conflicto entre cárteles, mi Charly. Así lo tienes que presentar a la prensa, no sé, asesórate con tus amigos, pero no es una balacera de narcos peleando por las plazas. O a lo mejor sí, pero muy, muy sofisticada, muy específica, ¿me entiendes? Alguien mató de un solo tiro a Chago en este piso al mismo tiempo que tu actor le daba a otro allá abajo con una bala que debió haber sido de salva, pero que fue cambiada horas o días antes… Pa’ la madre, Carlos. El disparo tuvo que haber estado sincronizado con el de allá abajo cuando estaban pasando la escena… O cuando todos iban a estar llamando a la ambulancia…Ya veremos con el forense, pero por ahí fue. Por eso nadie oyó el disparo y Chago nunca salió a ver qué pasaba. Te repito: esto es muy sofisticado y específico. Carlos Rosas conocía a su investigador de absoluta confianza desde hacía más de dos décadas, cuando él y Santiago Parral seiniciaron en la producción de las telenovelas detectivescas, que todavía no estaban asociadas con temas del narcotráfico. Parral lo había contratado para que asesorara a sus escritores y actores dándoles la información más precisa y verídica posible en un drama eterno que se llamó Negocios del amor. Sus amigos abogados se lo habían recomendado por ser uno de los mejores en el sector privado. Con el tiempo, conforme su casa productora Tigres Blancos S.A. de C.V. creció y se internacionalizó con la mina de oro que resultaron ser las narcotelenovelas, Carlos Rosas se fue dando cuenta de que Parral lo estaba desperdiciando como consejero de guionistas y que, en realidad, él lo necesitaba coordinando sus asuntos de seguridad: no solo a los custodios para las grabaciones y oficinas, sino para hacer trabajos de investigación, tanto para sus abogados en los asuntos legales de la empresa, como para husmear en el pasado de los políticos y narcos con los que necesitaba lidiar por toda Latinoamérica. Froilán Manzano ayudaba a la compañía productora a caminar en las arenas movedizas de la policía y el crimen organizado, pues conocía a mucha gente en esos pantanos, ya que él mismo había sido investigador para la temible Policía Federal de Seguridad, ahora desaparecida. Era un observador muy puntual de los hechos, pero también de las palabras. Nunca repetía los términos, y si lo hacía, era para subrayar algo preocupante. Justo por ello, a Carlos no le pasó desapercibido que esta vez hubiera repetido dos calificativos: «sofisticado y específico». Además, no lo había visto antes verdaderamente alterado. A sus cincuenta y tres años, Froilán seguía siendo físicamente un temible contendiente de artes marciales (en particular de jiu-jitsu, que practicaba desde la adolescencia), y un cerebro cada vez más sagaz. No se ponía nervioso con las calamidades ni tragedias. Por eso a Carlos le gustaba tenerlo cerca en momentos de mayor tensión. Y por eso, también, esta vez le alarmó observar que sus ojos de lince, tras esas redondas gafas de marco negro grueso, chispeaban miradas de alarma. Su límpida frente se veía perlada, aunque eso ya lo había visto él una vez años atrás, cuando por error fueron a instalar sus campers en territorio narco y los sicarios les dispararon ráfagas directas, pues los guardianes de la droga no sabían de permisos de grabación. Rosas y Parral se habían salvado por las buenas diligencias de Froilán, quien, con todo y su rostro sudoroso, no perdió la compostura ni la capacidad de negociar y persuadir al adversario. —¿Qué tan «específico»? —No estoy diciendo que lo sea, sino que puede ser muy particular. —¿Qué tan particular? —Charly, de verdad: ¿qué narco rival de la Ciudad de México se va a venir a meter a la cueva del lobo? —Eso pensé. —Y, suponte… suponte nomás que sí: ¿por qué tan en secreto, te digo, si lo que quieren es dejar mensaje? Puede ser, pero esto es… muy pensado y silencioso. —¿Crees que es personal? —O político. Vaya: burdo y ruidoso, esto no es. De entrada, sobre lo que no queda duda es que alguien te ha traicionado aquí dentro. Esto es a nivel espionaje con tu gente más cercana, con tus directivos, con tus técnicos, con tus alumnos… —Encuentra al soplón, Froilán. —Te lo prometo. —Tengo que apagar muchos fuegos. —Yo me ocupo. Apaga tus fuegos, compadre, que yo me ocupo. El atlético detective se puso de pie y le dio un abrazo con fuertes palmadas en la espalda, muy sentido. Sabía que le dolía en el alma la muerte de su director y mancuerna de tantos años y tantas aventuras, pero que no podía darse el tiempo de llorarla. Froilán caminó rumbo a la puerta mientras Carlos se retorcía sus bigotes de Mago Merlín. Lo detuvo su voz: —Y Froilán: no es tu culpa. El productor parecía adivinar lo que pasaba por su mente. Sí, no era su culpa, pero ocurrió siendo él su jefe de seguridad. Debió haber revisado todo el armamento de utilería para confirmar que realmente lo era. —Froilán: ni manera de imaginarse algo así. Quien haya hecho esto se pasó por encima de la policía y del jefe de Gobierno. Es, como tú dices, algo muy particular… Es alguien muy poderoso, o… —Con un servicio de inteligencia cabrón —añadió Froilán, levantando las cejas —. Eso, que ni qué. Sabían exactamente qué pistola iba a usar el actor y a qué horas. —Chago, te pediría que no te concentres en el «hubiera» sino en quién lo mató. —Claro, señor —respondió su amigo, y salió del cuarto con la actitud de quien estaba dispuesto a dedicar las veinticuatro horas de todos los días por el resto de su vida a ese caso. Carlos tomó aire como si se estuviera ahogando. Metafóricamente, lo estaba. Quería fumarse toda la marihuana que pudiera, tomarse una botella entera de vodka, inhalar muchas rayas de coca, volver a beber, irse en su avión privado a su chalé en Huatulco y olvidarse de todo lo que acababa de pasar. Su compadre de toda la vida lo habría entendido. En cambio, tenía que implantar control de daños, calmar al personal, apagar todos los escándalos públicos potenciales, tranquilizar a sus inversionistas, seguir la línea política que le indicaran sus amigos en puestos importantes y, desde luego, hacer cuanto estuviera en sus manos por averiguar quién había matado a su socio y gran amigo, el talentoso, hiperactivo, erudito, creativo, pendenciero, amable, dulce, severo, alegre e inolvidable director Santiago Parral. —¿Ya tiene algo, Pascual? —preguntó a su asistente. —Sí, señor. Pascual está listo con el guion para que lo apruebe. —Pásamelo. Fue ahí donde terminó la realidad para Mónica del Sol y comenzó la ficción sin fin en la que ahora vivía. Debió vestirse con ropa desgarrada, maquillarse alguna coqueta cicatriz y un poquito de mugre en una mejilla y los hombros, hacer que la despeinaran (siempre con estilo, dejando ver su lado fotogénico, como en las muchas escenas de ataques y sexo fiero que había grabado en capítulos anteriores con el pobre de Arturo Gil), y aprenderse el guion en unos quince minutos. Los secuestradores y policías rescatistas eran sus propios colegas artistas y el jefe de la investigación policíaca que supuestamente se abriría y leería el boletín de prensa estaba al tanto del simulacro, pero los periodistas que la irían a entrevistar, no. Tenía que mostrarse en su mejor momento actoral. Sabía que, si lo hacía muy bien, Carlos Rosas lo notaría y se lo agradecería en el futuro con un gran papel. Por lo demás, no era nada difícil soltarse a llorar en cada una de las copiosas entrevistas, después de lo que acababa de presenciar y de haber perdido a su admirado director. Lo difícil era creer o entender qué era verdad de lo que había vivido ese día y los que le sucedieron. Reproducía mentalmente el momento en que su colega Arturo, el galán de la telenovela, había sido herido en el hombro, en esa escena tan parecida a cualquier otra que había grabado con actores que deben ser «heridos en el hombro» y que caen exactamente como cayó Arturo, esto es, como una y otra vez los asesores de coreografía (normalmente policías contratados para dar realismo a la escena), les habían enseñado. No le parecía muy diferente de las ensayadas; «impacto en el hombro izquierdo implica sacudimiento hacia adelante del derecho», había aprendido. Tal cual lo había hecho el guapo Arturo. El rostro había expresado mucho dolor, pero él era un gran actor con formación teatral universitaria y realmente en muchas ocasiones no se sabía si estaba fingiendo. Nunca rompía la ficción si había un verdadero accidente y el director no cortaba. Nadie entendió que Samy lo había herido con balas de verdad hasta después de un tiempo que al pobre debió haberle parecido una eternidad (ahora que lo pensaba Mónica), pues fueron minutos pasados, vaya, con una herida de bala en el cuerpo. Ahí comenzó la fragmentación de la línea entre la ficción y la realidad que ahora vivía. Mónica no podía imaginar el dolor de una bala, pero suponía que debía ser mucho más intenso que el que ella experimentó cuando se fracturó el tobillo en su clasede danza clásica y hubo que operarlo. Ya nunca más volvería a bailar. Sin embargo, el accidente la bendijo de por vida, pues es lo que la llevó a la actuación. Ahora era la estrella más cotizada de la televisión. Jamás habría podido ser tan famosa si se hubiera dedicado a la danza. Pero su caso era uno en un millón. Difícilmente a Arturo le depararía este accidente algo tan bueno como lo que a ella le sucedió. Aunque por la tarde les informaron de que afortunadamente la bala no le había perforado el hueso ni ningún órgano, primero tendría que recuperar movilidad. Las heridas dolían. Nunca era como en la televisión que ellos hacían. Aparte, ya no iba a poder mostrar en pantalla sus musculosos pectorales en close up sin tener que maquillar o justificar en la historia del personaje esa marca. Y eso no era todo lo malo: Arturo tendría que ocultar para siempre cómo fue herido. Por su contrato de confidencialidad (como el de ella), no le iban a permitir decir exactamente en qué circunstancias lo habían balaceado. El guionista venezolano le tendría que inventar alguna otra historia. O, por lo menos, cambiar la fecha y la locación de su accidente para repetir la mentira en todas las entrevistas. Repetir lo mismo a todos: a los amigos, a las novias, a los proyectos de novia en serio. Cada vez que conociera a una muchacha que le gustara, tendría que mentir, y ya después, si realmente le interesaba, tendría que confesarle que le había mentido y hacerla, quizás, firmar un contrato de confidencialidad. Eso si quería decirle la verdad alguna vez en su vida. Igual ella. O peor, pues las mentiras que había tenido que decir eran mucho más elaboradas. Era el problema con las mentiras, por insignificantes que fueran. Pero entendía que tenía que repetirlas y actuarlas, y hacer creer a todo México y a toda Hispanoamérica que un grupo del crimen organizado, denominado Cártel de los Emes, se había metido a la locación y la había secuestrado, y que la policía federal, con ayuda de la policía municipal, la había rescatado. Y que su amado y admiradísimo director, Santiago Parral, había sido balaceado en el intento por tratar de salvarla. Debía decirlo y actuarlo así, por el bien de todos, empezando por el beneficio del propio difunto. Si quería al maestro Parral, si le agradecía los dos años que habían trabajado juntos, lo mucho que de él había aprendido y que la había hecho lucir, le debía, por lo menos, una buena actuación. La mejor de su vida, de preferencia. Así se lo había explicado el productor y ella estaba de acuerdo. Su actuación en el simulacro de muerte de Santiago Parral era una ofrenda al maestro, que era toda una institución en México. Tendría que lograr que todos sus fans quedaran completamente convencidos de que eso fue lo que pasó y de que era un héroe. Además, no le quedaba duda de que, si el maestro hubiera estado en una situación semejante, desde luego habría hecho algo por proteger a su actriz principal. Ni duda cabía. Y en honor a esa «verdad que no ocurrió, pero que pudo ser», como decían en las clases de actuación, tenía que rendir el mayor tributo que como intérprete podía entregar a su director. Los millones de seguidores en su cuenta de Instagram tendrían que acabar imaginando, como ella lo visualizó, al aclamado director acribillado a balazos y cayendo al suelo frente a sus ojos. El equipo de producción no iba a decir que lo mataron de un solo balazo perfecto entre las cejas con una Smith & Wesson modelo 22, calibre .40, sino que los narcos lo perforaron con Cuernos de Chivo, y que por eso el entierro no iba a ser a casco abierto. En ese repetir interminable de su falso testimonio, había momentos en que creía desfallecer. Entonces le parecía que su director estaba con ella, como tantas veces lo sintió en vida cuando el maestro Parral se hallaba en otra habitación o sala de la locación o del estudio, pero aun así se quedaba con ella. Era como si tuviera ojos en la nuca. Estaba lejos, pero si había una emergencia, si algo sucedía que estuviera demasiado fuera de lugar, o si ella se encontraba totalmente desconcertada y perdida, Santiago aparecía de la nada, como un fantasma, sonriéndole amablemente. Porque así era el maestro: si ella hacía algo mal, sonreía condescendientemente para, después, explicarle. En cambio, si hacía algo bien, la miraba con toda seriedad, enérgico, casi enojado, como diciendo: «¡Eso! ¡Así es!», penetrándole el alma con sus decididos ojos castaños para que continuara por ese camino. Claro que Mónica estaba enamorada de su director, como pensaba que toda actriz debe estarlo cuando hay una verdadera «comunión artística», como la llamaba él. No había entendimiento sin enamoramiento. Y, desde luego, era un amor platónico, como las mejores historias de amor profesional. Ella podía tener a Béla y a cuantos novios quisiera, por no hablar del hecho de que el maestro le llevaba como treinta años, pero había una pequeña sala de su ser artístico que solo habitaban ella y él cuando la estaba dirigiendo. Con todo, no era algo sexual. No se acostaría con él (su abultada barriga cervecera le daba asco, sinceramente, y su piel reseca comenzaba a columpiarse), era más bien un encuentro sacramentado por el arte, o así lo quería ver ella. Aunque, claro, de vez en cuando reparaba en que no estaba haciendo más que telenovelas de narcos, que la gran época del maestro Parral como cineasta y director de La tentación había pasado y que no llegaba a concretarse la gran película en la que le había prometido un papel estelar. Ahora que estaba muerto, mientras ella narraba ante los reflectores la escena de la manera como debió haber fallecido, le parecía volver a sentirlo cerca, diciéndole muy serio «así, así, vas bien», o sonriéndole con paciencia cuando sobreactuaba o se apartaba demasiado del libreto. Miraba el cuerpo de Santiago Parral ensangrentado todo él, cayendo frente a ella, acribillado, pero también veía su cuerpo en la recámara donde realmente murió, acostado boca arriba en el piso, con un agujero en la frente e hilos rojos extendiéndose por su rostro, como siguiendo los senderos de sus venas. Pasaba y no, así como lo que hubo entre ellos fue erótico y no. Santiago Parral yacía en el piso de la recámara, pero también había tratado de protegerla contra los matones y se había desplomado con el cuerpo agujereado. Estaba viviendo «la realidad de la ficción» que muchas veces trató de alcanzar en trance durante sus ejercicios teatrales. Y entonces se le ocurría que Parral debió haber estado orgulloso de ella, y lloraba de verdad. Ello sin dejar de recordar su biblia, La paradoja del comediante de Denis Diderot: «El artista que se deja llevar por sus emociones mientras ejecuta su arte, en realidad no tiene dominio de su arte, sino que improvisa, y eso puede o salir muy bien, o salir muy mal». Mónica se contenía y comenzaba a autodirigir su llanto, tal como le había enseñado el propio Santiago Parral cuando fue su maestro en la escuela de arte dramático. Significaba para la estrella un gran honor ser quien cargara con la mayor responsabilidad de la versión pública de su muerte. No entendía mucho de política, pero sabía lo importante que era Santiago Parral en las altas esferas del poder y que, por su amistad con muchos diputados y senadores, así como con el jefe de Gobierno y el presidente mismo, resultaba crucial apegarse a una historia oficial de los hechos. Por el bien de todos y del país. Si se le había dicho que no convenía que la opinión pública supiera que alguien había logrado armar tan meticulosamente una forma de asesinar a Santiago Parral era por algo. Y, si estaban anunciando que el Cártel de los Emes los había atacado, era porque así convenía al Gobierno. De modo que eso era lo que ella tenía que hacer aunque no lo entendiera muy bien, como cuando a los actores se les da solo una parte del guion sin explicarles nada más y se les exige que lo interpreten «en blanco», careciendo de cualquier otra información, pues el director busca obtener sus reacciones más espontáneas(había leído que Woody Allen hacía eso en algunos filmes, y aunque se tratara de uno de los famosos caídos en desgracia como Michael Jackson, alguna vez le habría gustado trabajar en una de sus películas, como Scarlett Johansson, a quien admiraba y envidiaba). Ella no tenía por qué ni debía saberlo todo. Otros, al igual que ella, habían firmado acuerdos de secrecía, y tampoco podían contarle. Sabía que la compañía productora Tigres Blancos había hecho muchas cosas por el bien del país y que no todas podían saberse. Tenía idea de que ahí se habían producido muchos videos promocionales de la campaña presidencial que resultaron determinantes en el combate a la desinformación generada por los opositores que habrían llevado a la ruina a la nación. Y sabía que, en particular, las narcotelenovelas eran un eslabón importante y necesario para la estabilidad de la economía, ya que tanto el productor Carlos Rojas, con su capacidad de alcance, como el maestro Parral, con su carisma, permitían muchas negociaciones fuera de los reflectores que eran indispensables para evitar más violencia entre los cárteles y contra el Gobierno. Hasta ahí llegaba la información que se le había proporcionado gradualmente y que ella misma había tenido oportunidad de atestiguar en las antesalas del poder que son las fiestas de los políticos, sus bodas y bautizos. No sabía más, pero con ello le bastaba. Si por algo había llegado tan lejos era no solo por ser «una tetona güera más» (como las malas lenguas tuiteras acusaban), ni talentosa (como sus admiradores replicaban), ni muy profesional (como su agente y su productor alegarían), sino también porque sabía cuál era su papel en el guion que la realidad política del país exigía. En el éxito intervenían muchos factores y uno de ellos era el del protocolo. Además, si se concentraba en hacer su trabajo a la perfección y dosificar el llanto, no tenía que enfrentar el verdadero dolor ni el susto que todo eso le había causado. Extrañamente, el día había empezado como un sueño desagradable, aún antes de la tragedia, con la presencia de Almira en la locación. Nadie había avisado a Mónica de que ella sería la «cantante de boleros» que aparecía en el guion. Nadie tenía por qué notificarla, claro, pero esa mujer la ponía nerviosa. O, más precisamente, la tensión que desprendía cada vez que estaba cerca del maestro Parral la ponía muy incómoda. Almira era una leyenda viviente porque había cantado con todos los grandes del destape español y del rock argentino y de la Nueva Trova. Por añadidura, Almira había dado conciertos de recaudación de fondos para la campaña del presidente. Estaban, pues, del mismo lado de la historia: del correcto. Y, con semejante trayectoria, a Mónica debía darle gusto saber que trabajaría en la telenovela. Debía sentirse honrada, pero no era así. ¿Por qué? Para empezar, porque al maestro Parral no lo trataba con el respeto que todos los demás mostraban. O sí, pero de manera fingida. Mónica diría que de modo un tanto burlón, con frases dobles llenas de ironía resentida. Lo cual la indignaba secretamente, y la inquietaba, como cuando de niña algún adulto les faltaba el respeto a sus padres y ella no sabía qué hacer. Encima, Almira se dirigía despreciativamente a la propia Mónica en diferentes reuniones de estrellas en donde la había encontrado. Era, incluso, grosera con ella. Su colega Laura Basurto, tan avezada en el mundo de las celebridades (además de muy chismosa), le decía que Almira en su juventud trató mal a todas las cantantes rubias, pues a ella no le daban los mejores shows ni los mejores gigs, a pesar de su preciosa voz y de que ganó muchos festivales internacionales, ya que tenía la piel muy oscura. Almira era bellísima, pero morena, y eso en la industria discográfica de las décadas ochenteras y noventeras constituía un gran problema, incluso dentro del canto de protesta. Laura conjeturaba que la cabellera dorada y lacia de Mónica del Sol, sus redondos ojos verdes de largas pestañas con los que conseguía siempre los estelares y su juventud debían recordarle el desdén con el que la guapa y singular cantante fue constantemente destronada. La hipótesis de Laura era factible, pero no lo explicaba todo. Sí, claro que Mónica podía dar cuenta del racismo prevaleciente, no solo en los noventa, sino hasta la fecha, en plena generación del nuevo milenio: ella misma, sin sus ojos claros y su piel blanquísima, no habría conseguido tantos papeles protagónicos, pues la televisión se empeñaba en reflejar a esa minoría del país que eran los ricos de las colonias de Santa Fe y Polanco. Y no solo la televisión: desde niña había caminado sobre alfombras que la población entera le ponía por ser rubia (aunque después, en foros de sociología y política, se quejaran muchos del racismo), y de adolescente, vaya, jamás tuvo que pelear por un novio. Las batallas en cuestiones de amoríos estaban de antemano decididas a su favor, gracias a su color de piel. Sí: los privilegios de ser rubia los conocía como ni la misma Laura, pues su amiga se pintaba el pelo. Pero este fenómeno de Almira, esas miradas mordientes, no coincidían con lo que Mónica había experimentado toda su vida por ser blanca y privilegiada en México. Almira no exponía el típico ceño fruncido con una pregunta contenida («¿por qué tú sí y yo no?»), ni los ojos socarrones mirando al techo («claro: es la primera, como siempre»), ni los labios rabiosos, pero resignados («y no vas a decir nada, cabrona»), sino algo más que la joven actriz no podía distinguir. Ese desdén que respiraba cuando estaba cerca de ella no era tanto de enojo como de ansiedad, de incomodidad y desasosiego. ¿Pero de qué podía estar ansiosa una cantante consumada, famosa, rica, tan popular y querida por todo el país? Lo único que se le ocurría es que le debiera dinero al fisco, o que tuviera deudas millonarias de las que su público no era consciente, pues solo algo así le causaría a Mónica esa angustia. Se la topó en el jardín de la casa por la mañana. Adivinó al instante que ella sería la que cantaría. Aprovechando que Almira estaba hablando en su teléfono móvil, y sabiendo que no interrumpiría su llamada por la estrella de la teleserie a la que despreciaba, Mónica se acercó a saludarla con un beso al aire y una sonrisa que Almira no le devolvió. En ese momento le pareció ver al maestro Parral contemplándolas a ambas tras las cortinas de gasa y encaje desde la recámara con balcón del segundo piso que el productor había improvisado como oficina. Sería esa la última imagen que sus ojos recogerían del director con vida, y ya le parecía espectral tras la ondeante tela blanca. Le sacudió la mano y él le respondió con un gesto parsimonioso. Mónica se metió a la casa, molesta de haber comenzado el día de trabajo encontrándose de frente con la inescrutable Almira. En la sala estaba preparándose café un Arturo radiante. Le sirvió también a ella una taza con unas gotas de leche descremada y endulzante artificial, como sabía que le gustaba. Estaba feliz, según explicó, porque su novio le había perdonado un pecadillo. No especificó en qué consistía, ni ella preguntó. La sonrisa del galán de la telenovela mitigó el mal sabor de boca que le había dejado el encuentro fugaz con Almira. Brindaron con sendas tazas de café por los pecadillos perdonados. Cuatro horas después, a su dulce amigo y colega lo estarían trasladando al hospital para extraer de su pecho una bala que debía haber sido ficticia. Y ella ni siquiera podía ir a verlo, a tomarle la mano y a decirle que lo quería mucho, porque tenía que encargarse de convertir el asesinato de su director en toda una invención. En ella descansaba la responsabilidad de lograr que una gran mentira se hiciera viral y revoloteara entre millones de bocas y manos tecleadoras de palabrería ciberespacial. Por el bien del país y en homenaje último a su venerado benefactor, tenía que lograr la mejor actuación de su vida. CAPÍTULO II Las redes tienen que ser tóxicas. Daniela ya lo sabía. No necesitaba ver el videodel exitoso maestro de ceremonias cuyo enlace le acababan de wasapear. Se lo habían enseñado en los talleres de mercadeo de troles antes de integrarse al equipo: si no humillas, no haces enojar, y si no haces enojar, no hay reacciones. Según explicaban los expertos en psicología industrial que habían diseñado todo eso, lo único que garantiza que los usuarios estén constantemente activos produciendo cliqueos, reenvíos, comentarios y nuevos contenidos es que se quieran desquitar de una humillación y de un malentendido. ¿Y qué se necesita para que los domine sin tregua ese impulso? Herir su ego. Mancharlo, ya sea con definiciones reduccionistas que hagan sentir la necesidad de aclarar, o con denuestos que injurien totalmente a la persona pública y la hagan defenderse. Ni la curiosidad ni el miedo producen tantas respuestas incesantes para que el usuario aporte información sobre su comportamiento, alimente de datos a las empresas y los gobiernos sin darse cuenta, y compre artículos en línea. De ahí había surgido el llamado «mercadeo de odio» que no solo generó mucho dinero, sino éxito político. A Daniela no le hacían falta más tutoriales ni conferencias para hacer mejor algo en lo que había demostrado ser más diestra que muchos y con lo que había pagado durante años, casi completa, la colegiatura de las niñas en el colegio particular. Lo que quería saber era cómo agilizar el sistema de casino para crear adicciones a los tuits escandalosos, pues tenía entendido que había una comisión del cinco por ciento y no encontraba el enlace ni al usuario que le había contado eso. Cosa rara, pues era muy buena investigando. Antes de tener a Ximena y convertirse en señora, había sido una buena reportera. De hecho, se embarazó para dejar de serlo. Le asustó su propia capacidad cuando le ofrecieron la oportunidad de irse a trabajar de corresponsal a Argentina para Notimex. Aunque fuera una agencia del Gobierno, sabía que desde el extranjero iba a poder hacer un muy buen trabajo periodístico, pues, a excepción de ciertos casos, no había tanto control de contenidos sobre las notas que provenían del exterior en aquellos tiempos. A Daniela le daba miedo su propia habilidad potencial. Temía irse, pero también quedarse, y el embarazo tomó la oportuna decisión por ella. Se convenció de que estaba perdidamente enamorada de Eduardo, a quien decidió convertir en su razón de existir, su salvación, su credencial de identificación con fotografía, su pasaporte a la felicidad y una excelente razón para dejar de tomar la píldora. Claro que estas cosas Daniela no se las había dicho ni a su sombra, pero precisamente porque se sacrificó de esa manera y se convirtió en todo lo que odiaba de su madre, ahora tenía esa capacidad peculiar de dar rienda suelta a su rabia en sus perfiles falsos, y de ofender en redes digitales como nadie, especialmente a mujeres profesionales que habían llegado al sitio que ella hubiera querido ocupar. Fue tan exitosa con sus insultos que otros troles empezaron a copiarla. A los seis meses de mostrar las más altas estadísticas fue ascendida a coordinadora de la fábrica de troles, eufemísticamente conocida como «mercadeo en línea». Desde ahí desahogaba toda su insidia y no pasaba un viernes de pago sin maravillarse de que pudiera cobrar por haber acumulado tanto veneno. En eso habían terminado sus estudios en Ciencias de la Comunicación y sus sueños de llegar a ser la mejor reportera de México. Ahora era, quizás, la mejor cibergolpeadora de México, pero nadie lo sabía. Era como tener una doble vida: la pública de hacendosa ama de casa con dos hijas adolescentes, impartiendo enseñanza de mujer decente, y la nocturna, como trol a escondidas. Decía que el dinero que ganaba provenía de vender aretes y pasteles. Mientras más lo pensaba más frustración sentía y más ofensiva se volvía en redes digitales, lo que por mucho tiempo la hizo más eficaz y le dio más clientes. Por ese éxito era tan incomprensible que últimamente hubiera bajado tanto su índice de comisiones y su cantidad de pedidos. Ella había llegado antes que muchos a ese mercado oculto donde cualquiera podía triunfar, pues no se requería casi ningún tipo de estudios, y ahora con los correctores gramaticales automáticos, los dictáfonos y los generadores de palabras, menos aún. Lo que se necesitaba era conocer los túneles secretos, como en las películas de viajeros del tiempo y del espacio, rumbo a los contratistas invisibles, pues es una industria que exige la máxima secrecía a sus empleados precarizados, deseosos de ganar dinero con el tiempo que les sobra. Y tiempo era lo que las amas de casa como ella tenían en esas largas horas de espera calentando mamilas y arrullando bebés. Por eso la producción de troles estaba deshumanizando también a las madres de clase baja y media, no solo a los usuarios a los que se proponían enfurecer y obligar a reaccionar para que los comerciantes obtuvieran más cliqueos. Con tiempo fue como Daniela encontró los accesos a ese tipo de empleadores y empezó a ganar dinero aligerando sus rencores. Era formidable que la tecnología digital le permitiera ser remunerada por insultar a la gente. Simplemente se imaginaba que los destinatarios a los que tenía que agredir eran su suegra o sus cuñados, o las amigas a las que a veces odiaba. No era un trabajo que Daniela quisiera que sus hijas aprendieran, pero era una fuente de recursos monetarios que le permitieron complementar los de Eduardo, durante las temporadas en que él no conseguía trabajos en las telenovelas y no vendía ni un cuadro. En ese aspecto, le daba orgullo haber sido capaz de solucionar una situación económica en momentos difíciles. Comenzó a alcanzarle el dinero para hacer regalos a las niñas y ahorrar para comprarse un coche para ella. A Eduardo nunca le fue mejor como artista. Sus cuadros se vendieron siempre a precios muy bajos y no logró presentarse más que en una que otra galería. Afortunadamente, eso hacía que lo llamaran a hacer trabajos relacionados con las artes plásticas. El negocio de las narcotelenovelas estaba en auge y uno de sus compañeros de escuela, Francisco Martínez, conocido como El Pato, era a menudo contratado como director de arte de grandes producciones para Tigres Blancos. El Pato lo llamaba como asistente. Así que el joven aspirante a pintor, igual que su mujer, no vivía de lo que le gustaba, pero por lo menos tenía cómo pagar la renta. Daniela le decía que sus cuadros eran demasiado buenos para que los grandes compradores los quisieran y los críticos lo entendieran. Secretamente Eduardo sabía que no podía creerla, pues Daniela sabía muy poco de pintura, pero necesitaba su entusiasmo de típica porrista del marido para sobrevivir, pues era casi la única persona que creía en él, además de su mamá. Pensaba que debía conseguir más exposiciones con sus amigos y alguna solo, intentando el juego de ruleta, hasta lograr que un día cayera por ahí «la canica», esto es, algún crítico especializado que cotizara su trabajo y lo hiciera vender. También sabía que si pedía una beca del Gobierno como joven creador entraba al círculo mágico en el que los críticos también becados tenían obligación de hablar bien de su trabajo, pero cada año se postulaba y nunca ganaba. O era un mal pintor, o era cierto que tenía que hacer trampas para ganar. Alguien le dijo que ya también los jurados de los becarios estaban cobrando el favor y que tenía que conseguir dinero para pagarles. No lo sabía a ciencia cierta. En todo caso, tanto si seguía buscando galerías como becas, o maneras de comprar a los jurados, necesitaba recursos económicos para pagar los materiales y la entrada en galerías de los cuadros que no vendía, además de la manutención del hogar y de las hijas que cada año le costaban más y no menos. A medida que Ximena y Maya crecían, Eduardo Borja veía que estaba pagando una versión de vida de adulto, mientras que, como artista, apenas era un púber, pues la realidad no avalaba tanto esfuerzo ni recursos en conservar un taller. Encima de todo, esa autoimagende artista le hacía creer a Eduardo que debía y podía recurrir a las drogas como fuente de inspiración. Todo eso costaba mucho y la culpa no hacía más que incrementar su necesidad de anestesiarse la conciencia. Pero no podía rendirse. Si no era pintor, ¿qué era? ¿Asistente del director de arte de una telenovela? «Pues sí, en términos estrictos, eres aquello por lo que te conviertes en demanda en el mercado», se quejaba con Daniela. «Pero el mercado no tiene por qué definir tu identidad», le respondía su alentadora mujer, quien no podía soportar la idea de que fracasara como artista después de lo que ella, a su vez, había sacrificado por esa tarjeta de identidad ante el mundo (no era lo mismo ser «la esposa de un técnico de telenovelas» que la de un genio incomprendido). La identidad de artista insolvente para Eduardo Borja en conjunción (y contradicción) con la vida de familia tradicional de clase media siguieron costando y acumulando deudas, hasta que Saúl, su conecte de drogas, le propuso empezar a vender marihuana y cocaína entre los equipos de grabación. El narcomenudista le explicó que su patrón quería colocar su mercancía, pero que las narcotelenovelas de por sí estaban financiadas de una manera muy sofisticada y velada por los grandes capos y no se podía ni se debía competir con sus productos, pues Saúl y sus patrones eran ligas muy menores en comparación con ellos. En cambio, el hecho de que él formara parte del personal lo hacía menos formal e inocente, tal como lo necesitaban. En el improbable caso de que se le reclamara estar vendiendo un producto que no era de los propios accionistas de ese negocio, siempre podía alegar que no sabía, que nunca se había dedicado a eso y que simplemente había llevado para unos amigos, pero que solo estaba cobrando lo que él había pagado. Algo muy distinto pasaba cuando a alguien que no era de la producción televisiva se le veía merodeando por ahí o intercambiando paquetes con los empleados. Eso es lo que hacía particularmente valiosa la posición del joven como asistente de arte. Con ese nuevo ingreso y «las entraditas» de Daniela (como llamaba a su trabajo clandestino de trol), en los últimos años habían podido cubrir las rentas y ahorrar para comprar una casa hipotecada con un gran espacio para el estudio de Eduardo, además de pagarse sus vacaciones de verano cada año en la playa. Así pudieron seguir sosteniendo la fantasía de que él era un pintor reconocido pero que el buen arte no se vendía bien. Claro que los patrones de Saúl empezaron a pedir que Eduardo vendiera cada vez más y no solo en telenovelas, sino que se expandiera a más lugares, y que les hiciera cada vez más favores, como esconder cajas de contenido desconocido en el estudio y, en ocasiones, esconder a personas a las que no volvía a ver. Eduardo no se opuso porque, de alguna manera, le parecía un intercambio equitativo por un negocio que le había permitido la vida que quería tener. «Ni modo que no me cobren nada», pensaba. Justo cuando ocurrió el asesinato del Zar de las Narcotelenovelas en la locación de la colonia Nápoles, Saúl le había hablado de la posibilidad de que su patrón le comprara sus cuadros a precios exorbitantes, pagándole una modesta comisión, para evadir impuestos y tener cómo guardar el dinero. Eduardo le dijo que lo iba a pensar sabiendo que lo iba a aceptar. Tal vez ese era el camino para ser pintor, se dijo. En un mundo podrido, era la única forma de hacerse valer. Por fin la crítica pagada voltearía a verlo. Sin querer saberlo (aunque sospechándolo en un lugar de su conciencia que no quería visitar), Eduardo estaba a punto de caminar la ruta que los millones de personas que en México sirven al crimen organizado creyendo que son especiales. Nunca se enteraría de si era un buen pintor o no, pues la «crítica pagada» tan anhelada no solo servía para elogiarlo, sino para anular la posibilidad de que creyera en sí mismo. A partir de entonces dependería de esta y de sus jefes. Más aún: si alguna vez algún testigo de lo ocurrido o un pintor de valor se lo señalaba, al aceptar ese pacto él quedaba ya predestinado a responder como si decir la verdad fuera un crimen y no un derecho. Le armaría un escándalo. Tal como reaccionan los pillos. O como hacía su esposa trabajando de trol en redes. Se lo anunció a Daniela la última noche que pasaría con ella. El día anterior al asesinato del director de El Jefe, al regresar de su llamado, Eduardo se la encontró sentada a la mesa del comedor, malhumorada, diciéndole a la laptop: «Ya sé, pendejo, no necesito un tutorial para eso». La demanda de trabajo había ido decayendo y no se explicaba por qué, si siempre había nuevos productos qué anunciar, empresas que necesitaban que se les hiciera ruido en las redes provocando rencillas, y elecciones en algún país hispanohablante. Su clientela se había reducido a más de la mitad, y en lo que iba del año, a la mitad de esa mitad. Era el colmo. ¿Sería que por fin toda la gente había descubierto los corredores clandestinos del negocio? «No ha habido peticiones últimamente. Perdona», le había dicho por enésima vez su representante (se había vuelto tan famosa en el medio que hasta ya tenía un agente que le colocaba trabajos). Daniela se había puesto a buscar otra vez el asunto de los casinos, o al usuario que le había contado que existían, pero no encontró nada de nuevo. Empezaba a entender que su volumen de ventas se había deprimido de manera permanente, quién sabe por qué. Se quejó con Eduardo, a manera de saludo. Él se colocó de pie junto a ella. Le recogió en una cola su abundante cabellera negrísima, larga y ondulada, que tantas veces había pintado, le plantó un beso en la frente y le dijo que ya no tenía que preocuparse de nada. «De veras, de nada», subrayó, quitándole los lentes de marco azul turquesa con forma de antifaz de batichica que tanto le gustaban. Le besó los labios brevemente y se sentó a su lado a acariciarle los delgados muslos bajo el camisón, excitándola, mientras le explicaba lo que iba a pasar en sus vidas. Nada más opuesto a lo que realmente sucedió, pero esa noche ellos no lo sabían. Sus futuras trayectorias defraudándose a sí mismos igual que otros miles de clasemedieros mexicanos que ingresan al narcotráfico de lleno, pero no se atreven a confesárselo ni a sus seres queridos, se verían truncadas por el asesinato de Santiago Parral, que ocurriría al día siguiente. Todo porque Eduardo Borja fue la primera persona que se encontró muerto al director de la telenovela en la recámara donde había pedido estar solo. Y porque, a diferencia de la cantante Almira, no gritó ni pidió auxilio ni se lo contó a nadie. Luego de observarlo, cerró la puerta sigilosamente y desapareció sin ser visto. Su conducta fue suficiente razón para sospechar de él en la investigación interna, que era la que importaba, a cargo del detective privado. Mientras las redes y medios de comunicación tradicional estallaron saturando espacios con la versión del Cártel de los Emes atacando la casa y el director tratando de salvar a su actriz, la empresa inició la única pesquisa que podía tener consecuencias reales, pues bastaba con un señalamiento del productor Carlos Rosas a la Policía federal, una vez hecha su investigación interna, para que investigaran (ahora sí, formalmente) a quien quiera que el detective de su compañía encontrara culpable. Lo demás (incluidas las declaraciones de la Policía municipal) no era más que un circo para marear al pueblo. Por la noche de ese mismo día ya se hablaba en todo México de un complot urdido por los narcotraficantes y por políticos corruptos para dañar a las instituciones, perjudicar a la industria del turismo en la ciudad, asustar a la inversión externa y dar un «golpe de Estado blando» contra el Gobierno. Pero mientras en el ciberespacio bullían las acusaciones falsas y los insultos para dividir a la población, Froilán Manzano le anunció a Carlos Rosas que tenía ya identificado en qué sala y a qué horas pudo haberse armado el operativo de distraccióncon la bala que debió ser falsa para la escena de Arturo Gil, y quiénes eran las últimas personas que habían estado en el segundo piso, cerca de la habitación donde mataron al director. La última persona a la que se vio entrar a hablar con él era el único empleado que no aparecía por ninguna parte: el joven Eduardo Borja Sánchez, asistente del director de arte, quien a veces les vendía droga a varios del equipo, según le informaron los propios compradores al detective. ¿Sabía eso el productor televisivo? Claro que sí. Y lo sabían los grandes capos que, de manera sofisticadamente encubierta, financiaban a Tigres Blancos S.A. de C.V. Tal como Rosas pareció aclararle a Manzano aquella noche en la reunión de recapitulación (también de manera muy velada, siempre con metáforas y dobles sentidos para que nunca se pudiera asegurar que alguien dijo lo que quería decir, como solían hablar de sus inversionistas), todos los altos mandos sabían que Eduardo Borja vendía drogas en las camionetas y las áreas de descanso de las grabaciones desde hacía mucho, pero la mercancía provenía de unas bandas pequeñas del barrio de Tepito, protegidas por algún funcionario de medio rango del Gobierno de la ciudad. A los grandes capitales de la telenovela no les hacía mucho daño ese narcomenudeo en clave insignificante y, de hecho, les convenía, puesto que no estaba asociado directamente con ellos. Habría sido bastante torpe de su parte financiar la teleserie que los dejaba como una leyenda a nivel internacional una vez que se retransmitía en plataformas digitales y, simultáneamente, vender sus propios cigarrillos de mota y coca para algunos técnicos y actores en los vehículos y estudios de grabación. No solo era imbécil, sino de mal gusto, como dejó entrever Rosas en aquella reunión con su encargado de seguridad. Por eso fue por lo que el joven aspirante a pintor había conseguido vender drogas durante tres años entre el equipo de grabación sin que nadie le pusiera un alto. Y, también por eso, los patrones de Saúl (el suministro de Eduardo), se creían más listos y realizados de lo que realmente eran. La verdad era que se les había dado permiso para operar temporalmente en terrenos que no les pertenecían, solo para guardar bien las apariencias. —Pues vamos a ver si el tal Eduardo llega esta noche a dormir a su casa. Lo dudo —anunció Froilán en la oficina improvisada de la locación—. Ya hice todos los interrogatorios con el personal que de verdad quiere ayudar… Las tres últimas personas que vieron al Chago con vida fueron tú mismo, Darío Peña, que no tiene ninguna razón para matarlo y que pidió que lo dejaran solo, la pobre cocinera que después le llevó su desayuno, con permiso de Darío, que no para de llorar y de temblar y que dudo que pueda hacer un disparo tan profesional, y este tipo… Este tipo Eduardo Borja, que vende droga a la crew y que desaparece inmediatamente después de que todos oigamos el disparo… El disparo distractor, al menos, porque el verdadero ninguno lo oyó, y de eso se trataba. Bueno. El caso es que ni rastro de Eduardo Borja desde entonces, y le mandamos mensaje a su esposa y dice que no tiene idea de dónde está, que creía que estaba con nosotros. Qué pensar, ¿eh? ¿Por qué será tan difícil sospechar de él? Carlos Rosas asintió con la cabeza, meditabundo. Él tenía identificados a todos los miembros de su equipo. Claro que conocía al tal Eduardo Borja, el asistente de su director de arte, un güerillo menudo que siempre vestía camisas de manta, adornado con collares y pulseras. Estaba claro que ese chico nunca tenía que ir a trabajar trajeado ni uniformado a ningún lugar. Tendría unos treinta años y buena puntería. Era preciso. Era pintor, le había dicho su encargado. Carlos se cruzaba de vez en cuando con él y lo había visto varias veces lanzar los objetos con los que maniobraba, jugando al baloncesto. Siempre atinaba. Además, era uno de los que tenían acceso a las cosas de utilería. Podría haber sabido dónde se guardaban las armas en esa casa la noche anterior. Pero difícilmente lo podía imaginar orquestando ese asesinato tan enrevesado y bien calculado, sabiendo que tendría que darse una versión pública de los hechos completamente ajena a la verdad. En todo caso, no le veía razón para hacerlo. Nunca lo había visto con Santiago más que recibiendo instrucciones o vendiéndole yerba. No había entre ellos más que camaradería, y bastante distante. Si él era el asesino de su compadre Chago, tendría que haberlo hecho por encargo, y por muchísimo dinero. Había que ver si la esposa estaba al tanto. Tenía razón Froilán (siempre tenía razón Froilán): si tal era la situación, el hombre no regresaría a su hogar. Era cuestión de poner presión sobre la esposa. Si tenían hijos, seguramente Eduardo había hecho planes para que lo alcanzaran en algún lugar después. De todas formas, faltaba un motivo. Alguien a quien nadie del equipo de trabajo veía como un extraño había pasado varias jornadas de grabación en esa casa, analizándola, muy familiarizado con todos los movimientos de los trabajadores y de la forma como se hacían los ensayos. Daba escalofríos pensarlo. El asesino estaba entre ellos, y lo más probable era que el crimen fuera personal. ¿Sería posible? En nuestra nación inundada de crímenes políticos y asesinatos a periodistas que pasan décadas impunes, con todas las razones políticas y económicas que había para perjudicar a una de las empresas productoras de televisión y cine más politizadas y cercanas al Gobierno, ¿sería factible que se tratara de un asesinato meramente pasional? —Bueno. Tenemos que contemplar todas las aristas —le dijo el detective antes de irse rumbo a la casa del sospechoso Eduardo Borja—. Yo todavía no descarto nada. Ni siquiera al narco, así como lo ves. Carlos Rosas lo detuvo de un brazo. —Entonces pensemos en razones personales también. Darío estuvo discutiendo con Chago hace unos días. No, no eran las discusiones de trabajo entre ellos, muy normales, a veces a gritos. Pero no, esto era por Anti, que anda con Darío. Le dijo a Chago que se quería casar con ella y eso no le pareció nada bien. No es el marido que Chago ve…. veía para su hija. Froilán tomó nota de la nueva información. Había hablado muchas veces ese día con Darío Peña, el memorioso y ordenadísimo primer asistente de dirección de Santiago Parral, quien había resultado de gran ayuda para trazar un mapa con los movimientos de todos por la casa, sus nombres, teléfonos y direcciones. Lo raro fue que en ese tiempo, unas ocho horas, Darío nunca le mencionó que pensaba casarse con Artemisa Parral, la perla de la familia. Menos aún que se acababa de pelear por ella con el padre de la novia, el ahora difunto. Ya se imaginaba Froilán la carga de tensión que eso había originado, porque si algo cuidaban Santiago y Pilar, su exmujer, eran las relaciones de Artemisa, a quien verdaderamente habían cultivado como a un tesoro. La tenían estudiando actuación en Londres, esperando convertirla en una estrella de Hollywood. Seguramente no era a Darío Peña a quien planeaban tener de yerno. ¿Por qué el asistente de dirección se había callado una información tan relevante y reciente en su vida? Froilán se propuso averiguarlo, pues, aparte de Eduardo Borja, era el único otro individuo joven que estuvo en esa recámara con la condición física para disparar una pistola y dar en el blanco. Aunque, aquella noche, tan pronto llegó a la casa de Eduardo Borja, corroboró lo que ya se imaginaba: el más probable asesino de los presentes no había regresado a su hogar. Le abrió la puerta una bella joven espigada, alta, de ojos muy grandes y redondos, como espantados siempre por la vida, tras unos anteojos con forma de antifaz. Enmarcaba su hermoso rostro el pelo oscuro y ondulado que le llegaba hasta la cintura. A Froilán le atrajo de inmediato y le provocó simpatía. Pero no podía asegurar que no estuviera mintiendo cuando dijo que no tenía idea de dónde estaba su marido ni qué había pasado con él. Pese a que se veía muy asustada y nerviosa,eran ya cerca de las diez de la noche, sus hijas ya habían regresado a casa, no sabían nada de él, tampoco se había comunicado con ninguna de ellas, y la señora no había esculcado sus pertenencias para ver qué podía encontrar que le diera una pista o se había llevado, por ejemplo. Eso era inverosímil. Ni la más respetuosa y confiada de las mujeres evita echar un vistazo a lo último que haya tocado o hecho el marido que no llega, siquiera para revisar si se llevó el teléfono. Solo en ese momento Daniela lo hizo, a sugerencia de Froilán, quien necesitaba saber si había dejado en su casa su pasaporte o cualquier otro documento importante. Mientras Daniela abría cajones y desaparecía por las escaleras rumbo a las recámaras, Froilán se puso a revisar la estancia principal de la casa. Cosa rara: no había ningún cuadro de Eduardo por ahí. ¿No le habían dicho que era pintor? ¿No fue lo que su esposa misma anunció casi tan pronto le abrió la puerta? Había reproducciones impresas de Van Gogh que hasta él reconocía sin saber nada de arte, y otras muy famosas cuyos autores no identificaba, pero ninguna del señor de la casa. Se notaba, en cambio, que el negocio de la droga al menudeo había sido redituable, pues era una vivienda espaciosa con algunos lujos inocultables, como la pantalla de televisión gigantesca, empotrada en la pared, y la computadora portátil MacBook Pro sobre la sala, modelo del año. Poco faltó para que Froilán cediera a la tentación de abrirla, pero en eso volvió a aparecer Daniela con el pasaporte y el acta de nacimiento de Eduardo. No se los había llevado. Si pensaba escapar, tal vez se comunicaría con Daniela después. —Señora, le pido que me avise inmediatamente en cuanto sepa algo de él. Disculpe la molestia, pero como usted sabe, la policía lo que menos hace es investigar y yo tengo una obligación moral con don Santiago y don Carlos. —Claro que sí —respondió Daniela, visiblemente aliviada de verlo partir—. Yo por eso no quiero avisar a la delegación hasta no estar segura. Igual se fue con unos amigos, se le acabó la batería del teléfono, o algo. —¿Hace eso muy seguido? —No, no muy seguido, pero a veces. Él es un artista, ¿sabe? Y así son los artistas. Distraídos. —No veo ninguno de sus cuadros por aquí. ¿Dónde están? —Ah, es que siempre los tenemos todos en el estudio de Eduardo, para que no se asusten las niñas. Es costumbre de cuando eran niñas —aclaró Daniela, al ver los ojos de plato que abría el detective—. Ahora ya están grandes, no se asustan. Pero de todas formas los dejamos ahí, expuestos para los clientes, que entran por la puerta de atrás. ¿Había escuchado bien Froilán? ¿Sus propias hijas se asustaban con los cuadros que pintaba su papá y había que esconderlos? —¿Quiere decir que ese estudio está aquí mismo, doña Daniela? —Aquí mismo, por allá. —¿Puedo verlo? —Claro que sí, pero por favor no se predisponga. Es solo arte. Todo invención. Daniela lo condujo por la cocina rumbo al jardín y a una pequeña casa de techo de dos aguas en el otro extremo. Le encendió las potentes lámparas para que contemplara la obra de su marido. Manzano entendió entonces por qué «las niñas se habrían asustado». Eduardo Borja pintaba cuadros de descabezados, cadáveres sin extremidades y mujeres descuartizadas. En muchos podía notarse que Daniela había sido la modelo. —Yo no le mostraría esto a la Policía, ¿me entiende? —explicó Daniela. Froilán asintió con la cabeza sin acertar a comentar nada. Hasta él, que lo había visto todo, estaba sorprendido. No, ese hombre no podía descartarse como sospechoso. CAPÍTULO III El palacete de la colonia Nápoles donde se videograbaron algunas escenas de la telenovela El Jefe tenía mucha historia sobre la política del país guardada en sus salones. Había sido construida en los años treinta, cuando la zona era todavía una planicie de descanso para ricos hacendados, cerca del río Churubusco, en las afueras de la gran ciudad. Sus aspiraciones aristocráticas quedaron labradas en sus cornisas y frontispicios de cantera, en sus balcones y torreones majestuosos y en una fuente con esculturas en el jardín. El salón de baile en la parte trasera, cruzando el jardín, donde Almira estuvo ensayando, tenía en su interior las paredes esculpidas en bajorrelieve con figuras de danzantes griegos y el piso entablado, pues originalmente había sido una sala para que la hija del dueño estudiara ballet. Cuando la ciudad creció, los hacendados se convirtieron en empresarios y comerciantes. A partir de los años 70, la zona empezó a ser habitada por periodistas que se vendieron al poder en turno desde el sexenio de Luis Echeverría, un presidente que fue pródigo con la prensa que no lo criticaba y que le ayudaba a encubrir su participación en la matanza de estudiantes durante el movimiento del 68. La casa fue comprada por uno de ellos y desde entonces hasta la fecha estuvo habitada por su descendencia, que también se dedicó al periodismo por encargo. La casona fue escenario de grandes festejos de periodistas ansiosos de poder político y el salón de baile trasero fue adaptado para fiestas con música en vivo, mismas que, en fines de semana, terminaban usualmente en bacanales. Ahí acudieron muchas figuras de la farándula artística mezclada con la política e intelectual: cantantes y actores que, como Almira, se alejaban de la música pop de Thalía y Daniela Romo o Verónica Castro y de los melodramas telenoveleros de cenicientas de ojos verdes para hacer lo que en ese entonces aspiraba a ser «un trabajo redituable y digno». Ahí es donde se fusionaban los poderes políticos con los de la industria de entretenimiento «de buen gusto». De muchas de esas tertulias surgieron, precisamente, las ideas para el llamado nuevo cine mexicano, así como para las telenovelas más policíacas y detectivescas que románticas, con algún contexto político. Lo cual, desde luego, en nuestro país anegado por el narcotráfico, no podía existir por mucho tiempo como tal: después se vendería en paquete a las autoridades para que lo revisaran, y como estas estaban coludidas con el crimen organizado, terminaría como un producto del narco en el que se glorificaba a los capos que aún seguían con vida y eran prófugos de la (in)justicia mexicana, con largos mensajes dramatizados para mostrar su poderío. En las fiestas de esa casa fue donde Santiago Parral prácticamente fue juntando su reparto para sus producciones televisivas. Le traía tan buenos recuerdos que por eso a veces se la rentaba al dueño, su gran amigo el periodista Felipe León, como locación. En sus múltiples habitaciones jugó muchas veces la niña Artemisa con otros pequeños hijos de famosos, a cuyo lado se hizo adolescente. En la amplia biblioteca se había escondido con los dos hijos de León para desnudarse y mostrarse los genitales por primera vez a los once años. Y, de los dieciocho años en adelante, en esos mismos torreones tuvo sexo intempestivo, con varios de los técnicos del equipo de su papá, con quienes tenía el hábito de acostarse durante los recesos, desafiando a la autoridad paterna y materna, a veces en tríos. Cuenta la leyenda de entretelones que alguna vez se acostó con dos asistentes de cámara sobre el lecho donde se suponía que el personaje del capo se iba a refocilar con dos de sus prostitutas, siguiendo la coreografía ya ensayada, y con los coitos cronometrados durante el corte para comer. En este recuento de la historia íntima del asesinato de nuestro afamado director Santiago Parral, sobra decir que su hija conocía la casa al derecho y al revés. Arty, como la llamaban, era una de las pocas personas que sabía de la existencia de un pasadizo secreto desde la cocina hasta la recámara donde habían matado a su padre. Eran las siete de la noche en Londres cuando recibió la noticia. Su madre la llamó por videoconferencia, casi histérica. Aunque se habían divorciado hacía cinco años, seguían siendo pareja en todo lo que no fuera sexual. Pilar Santos era productora y socia también de la compañía. Sus vidas estaban entrelazadas
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