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Huacuja del Toro - Todo es personal

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TODO	ES	PERSONAL
MALÚ	HUACUJA	DEL	TORO
TODO	ES	PERSONAL
©	Malpaso	Holdings,	S.	L.,	2021
C/	Diputació,	327,	principal	1.ª
08009	Barcelona
www.malpasoycia.com
©	Malú	Huacuja	del	Toro
ISBN:	978-84-18546-23-5
Diseño	de	interiores:	Sergi	Gòdia
Maquetación:	Joan	Edo
Imagen	de	cubierta:	Envato	Elements
Bajo	las	sanciones	establecidas	por	las	leyes,	quedan	rigurosamente	prohibidas,
sin	la	autorización	por	escrito	de	los	titulares	del	copyright,	la	reproducción	total
o	parcial	de	esta	obra	por	cualquier	medio	o	procedimiento	mecánico	o
electrónico,	actual	o	futuro	(incluyendo	las	fotocopias	y	la	difusión	a	través	de
Internet),	y	la	distribución	de	ejemplares	de	esta	edición	mediante	alquiler	o
préstamo,	salvo	en	las	excepciones	que	determine	la	ley.
http://www.malpasoycia.com
CAPÍTULO	I
Se	dice	que	las	personas	tienen	una	existencia	pública	y	otra	privada,	pero	aquí,
cuando	de	crímenes	se	trata,	casi	siempre	hay	una	forma	de	homicidio	pública	y
otra	privada.	Por	lo	cual,	en	lugar	de	una	«doble	vida»	–o	además–,	lo	que
mucha	gente	llega	a	tener	en	nuestro	narcopaís	es	una	«doble	muerte».	Dado	que
las	fuerzas	del	desorden	y	los	desgobiernos	a	todos	los	niveles	de	cualquier
partido	están	involucrados,	cooperando	descaradamente	con	las	mafias	de	venta
de	droga	(o	hasta	provienen	de	familias	de	narcotraficantes	que	ya	lograron
instalar	a	sus	siniestros	retoños	en	puestos	de	poder	político),	el	relato	de	los
hechos	que	se	da	a	conocer	en	redes	digitales	y	a	medios	informativos
tradicionales	tiene	poco	o	nada	que	ver	con	la	realidad,	atribuyendo	la	causa,	a
veces,	al	«crimen	organizado»,	sí,	pero	referido	como	un	monstruo	o	abstracción
casi	metafísica	de	la	que	no	se	pueden	extraer	nombres	con	sus	apellidos	y	señas
particulares.	Así	nadie	se	mete	en	problemas	con	nadie.	Si	acaso,	se	desliza	a	la
prensa	el	apelativo	de	alguna	pandilla	que	sea	rival	de	la	del	mandatario	del
poblado	o	ciudad	donde	tiene	lugar	la	balacera,	o	la	de	algún	grupo	delincuencial
que	no	esté	relacionado	en	modo	alguno	con	la	pelea	local	por	el	territorio	de
comercio	de	drogas.
En	la	versión	privada,	en	cambio,	intervienen	muy	pocos	participantes	directos	y
una	larga	lista	de	sobornados.	Es	como	una	enorme	cadena	alimenticia	que
involuciona	interminablemente.
El	caso	de	Santiago	Parral	no	fue	la	excepción	a	esta	regla.	Al	contrario:	por
tener	un	perfil	tan	público	a	escala	internacional	y	ser	una	figura	mediática
cercana	al	presidente,	la	historia	oficial	de	su	asesinato	fue	toda	una	saga	narrada
en	varios	capítulos,	escrita,	precisamente,	por	uno	de	sus	guionistas	venezolanos
(Pascual	Morales	tuvo	tal	honor,	pero	eso	es	algo	que	solo	queda	entre	nosotros,
los	enterados).	Lo	que	todo	cibernauta	consumidor	de	noticias	falsas	supo	casi	al
instante,	y	que	posteriormente	las	autoridades	federales	fueron	revelando	día	a
día,	es	que	el	famoso	director	de	la	exitosísima	telenovela	mexicana	El	Jefe
había	muerto	balaceado	por	los	sicarios	del	Cártel	de	los	Emes:	una	banda	que
peleaba	por	territorios	contra	otros	cárteles	en	la	gran	urbe,	pero	que,	sobre	todo,
buscaba	«desestabilizar	al	país».	Los	maleantes	«coludidos	con	partidos
opositores	para	desprestigiar	a	las	autoridades	de	la	Ciudad	de	México	y	poner
en	entredicho	la	eficacia	de	su	sistema	de	seguridad»	habían	atacado	al	conocido
Zar	de	las	Narcotelenovelas	precisamente	en	una	locación	donde	estaba
dirigiendo	uno	de	los	capítulos	de	su	nueva	serie.	Según	la	versión	oficial,	los
criminales	habían	irrumpido	armados	con	metralletas	y	explosivos	en	un
palacete	de	la	Colonia	Nápoles	donde	Santiago	Parral	se	hallaba	grabando	una
escena	con	la	célebre	actriz	Mónica	del	Sol,	quien	era	amiga	personal	de	la
esposa	del	presidente	de	la	nación	y	que	había	participado	en	varios	videos
promocionales	para	la	campaña	electoral	del	mismo.
Se	trataba,	por	tanto,	de	«un	claro	mensaje	contra	el	Gobierno»,	decían	los
conductores	de	televisión	con	libreto	en	mano.	Un	grupo	de	encapuchados
fuertemente	armado	había	entrado	apuntando	y	gritando	contra	cinco	técnicos,	la
directora	de	vestuario	y	la	cocinera,	para	introducirse	hasta	la	sala	donde	la
estrella	se	hallaba	recibiendo	instrucciones	de	su	director,	el	cual	valientemente
se	interpuso	para	que	no	tocaran	a	su	actriz.	Según	esta	falacia,	Santiago	Parral
Cruz	perdió	la	vida	en	el	intento	por	impedir	que	secuestraran	a	Mónica	del	Sol.
Fue	acribillado	a	balazos	con	una	AK47.	El	galán	de	la	serie,	Arturo	Gil,	quien
también	trató	de	detenerlos,	recibió	un	disparo	en	el	hombro.	Horrorizados	y
desarmados,	los	técnicos	y	demás	intérpretes	no	osaron	resistir	el	ataque.	Se
limitaron	a	obedecer,	entregando	a	los	matarifes	sus	teléfonos	móviles	y
tirándose	en	el	suelo	bocabajo,	tal	como	ordenaron.
Los	secuestradores	asieron	por	la	fuerza	a	la	diva,	la	sacaron	y	se	la	llevaron	en
su	camioneta	blindada	sin	placas,	dejando	colgada	una	gran	narcomanta	de	un
balcón	a	otro	de	la	casona,	con	su	firma:	«Acá	estuvo	el	CDM	».	Los	vecinos
creyeron	que	todo	era	parte	del	montaje	de	la	telenovela	y	no	hicieron	nada.
Según	prosigue	la	trama	totalmente	inventada,	una	patrulla	de	la	policía
capitalina	trató	de	detenerlos	por	exceso	de	velocidad	y	falta	de	identificación
cuando	doblaban	la	calle	rumbo	a	la	Avenida	de	los	Insurgentes.	Al	ver	que	se
daban	a	la	fuga,	los	patrulleros	mandaron	aviso	a	todas	las	unidades	cercanas.
Mientras	tanto,	el	primer	asistente	de	dirección	y	planeador	de	la	serie,	Darío
Peña,	logró	que	le	prestaran	un	teléfono	en	un	restaurante	cercano	y	pidió
auxilio.	La	policía	federal	y	las	fuerzas	antinarcóticos	se	movilizaron	hasta	que
dieron	con	el	vehículo	que	respondía	a	la	descripción.	Mónica	del	Sol	fue
rescatada.
Fue	así	como	la	estrella	apareció	llorosa,	temblando,	interpretando	bien	su	papel
ante	las	cámaras	de	televisión.	Dio	unas	cincuenta	entrevistas	solo	ese	día,
también	apegada	a	un	guion.	Lo	hizo	con	asombrosa	naturalidad,	pues,	al	final
de	las	cuentas,	lo	que	tenía	que	fingir	en	torno	a	la	muerte	de	Santiago	Parral	no
fue	muy	distinto	de	lo	que	hacía	cualquier	día	de	llamado	en	el	set.	Los
encapuchados	que	supuestamente	la	raptaron	eran	sus	mismos	colegas.	La	manta
con	el	mensaje	la	fabricó	el	departamento	de	producción.	Todo	fue	un	montaje,
excepto	porque	en	esta	ocasión	sí	había	un	cadáver	humano,	y	se	trataba
precisamente	de	su	respetado	director.	Pero	el	resto	era	tan	irreal	y	parecido	a
cualquiera	de	sus	jornadas	de	grabación,	que	durante	muchos	meses	después	del
suceso,	le	fue	imposible	diferenciar	actuación	y	vivencia.
Se	acordaba	de	lo	que	le	decía	su	colega	Laura	Basurto,	quien	había	tenido	un
súbito	éxito	en	Hollywood	con	una	sola	película,	gracias	a	las	fuertes	conexiones
de	su	director	con	los	famosos	de	allá:	«Cuando	empiezas	a	vivir	en	las	nubes,
debes	buscar	algo	que	te	mantenga	en	contacto	con	la	realidad,	como	una
mascota	o	plantas.	No	tus	familiares,	porque	ellos	también	están	en	las	nubes
como	tú,	o	más.	Por	eso	las	estrellas	tienen	siempre	perritos	o	gatitos	y,	después,
ya	con	marido,	hijos.	Es	que	necesitas	algo	con	lo	que	toques	suelo,	¿sí?,	que	no
sean	tus	asistentes	o	las	chachas	o	tu	familia.	Tiene	que	ser	algo	que	te	haga
darle	de	comer,	o	poner	agua,	o	dar	la	mamila	o	cambiar	pañales,	¿me
entiendes?».
A	Mónica	íntimamente	le	parecía	una	razón	muy	frívola	para	tener	hijos,	pero
para	hacer	sentir	bien	a	su	amiga	famosa	le	había	dicho	que	sí,	que	la	entendía,
mientras	pensaba	que	por	eso	muchos	hijos	de	las	celebridades	salían	tan
psicológicamente	averiados.
Ahora,	tristemente,	la	entendía,	pero	por	un	motivo	opuesto,	que	era	el	asesinato
de	su	director.	Comenzó	a	vivir	«como	entre	nubes»	junto	con	sus	asesores	y
familiares,	y	ya	nada	podía	hacerla	aterrizar,	pues	incluso	el	hecho	más
temiblemente	real	de	la	existencia,	la	muerte	misma,	había	sido	alterado	y
convertido	en	una	ficción.	La	verdadera	versión	de	lo	ocurrido	no	tenía	nada	qué
ver	con	lo	que	diariamente	debía	repetir	a	las	cadenas	de	televisión	y	radio	para
ser	reproducida	sin	parar	en	el	reino	cibernético	de	los	gorjeos	azules.	Yahasta
se	le	estaba	olvidando	lo	que	realmente	pasó.	La	joven	actriz	visualizaba	los	ojos
tristes	de	Arturo	cuando	levantaba	los	brazos	en	el	set,	momentos	antes	de	que	le
dispararan,	y	ya	no	distinguía	si	la	bala	que	lo	hirió	en	el	hombro	izquierdo
provino	de	sus	colegas	disfrazados	con	pasamontañas	(lo	que	a	su	vez,	en	la
ficción,	representaba	al	«grupo	fuertemente	armado»),	o	de	su	colega	Samy
Méndez,	el	que	debía	dispararle	en	esa	escena,	lo	que	constituía	otra
teatralización.	Era	extenuante	tratar	de	encontrar	los	trozos	de	verdad	enterrados
en	tanto	pasaje	de	artificio.
Estaban	apenas	ensayando	el	trazo	o	blocking	de	una	escena	(el	«bloqueo»,
como	dice	su	colega	agringado	Samy	Méndez)	en	la	sala	principal	de	la	casa	de
churrigueresco	decorado,	en	la	planta	baja,	con	la	continuista	o	script,	Guadalupe
Lima.	La	verdad	fue	que	Santiago	Parral	ni	siquiera	se	hallaba	ahí.	Apenas
estaban	revisando	parlamentos	con	movimiento.	Samy	Méndez	interpretaba	el
papel	del	narcotraficante	El	Greñas,	cabo	del	matón	al	que	había	traicionado	por
amor	(todo	se	hacía	por	amor	en	esa	historia,	como	en	cualquier	otra	telenovela).
Según	el	trazo,	este	debía	entrar	a	la	sala	de	«su	patrón»,	el	musculoso	Arturo
Gil,	quien	estaba	semidesnudo	besándose	con	Mónica.	Samy	tenía	que	gritarle
en	su	cara	los	motivos	por	los	que	ahora	trabajaba	para	la	banda	contraria	y
dispararle	al	hombro	antes	de	que	los	guardaespaldas	se	le	echaran	encima	a
golpes.	Esa	debía	ser	la	acción	coreográfica.	Al	terminar	la	escena,	todos
tardaron	un	tiempo	en	darse	cuenta	de	que	el	Departamento	de	Efectos
Especiales	todavía	no	había	colocado	nada	en	el	hombro	del	apuesto	Arturo	y
que,	por	lo	tanto,	la	sangre	que	brotaba	de	su	camisa	era	real.	Los	fuertes	gritos
de	dolor	(«¡Me	disparó!»),	no	eran	una	improvisación	fuera	de	libreto	para	darle
más	realismo	al	momento.
Al	reparar	en	que	el	protagonista	de	la	serie	había	sido	herido	con	balas	de
verdad,	Mónica	y	la	continuista	corrieron	a	buscar	sus	teléfonos	para	llamar	a
una	ambulancia,	mientras	el	cinefotógrafo	gritó	en	busca	del	doctor	de	la
producción.	En	poco	tiempo,	la	agitación	hirvió	en	temor.
El	productor	Carlos	Rosas,	junto	con	el	asistente	de	dirección	Darío	Peña,
coordinaban	lo	que	había	que	hacer:	despejar	la	entrada	para	la	ambulancia,
calmar	al	personal,	buscar	al	director	del	Departamento	de	Armas	para	rastrear
cómo	había	terminado	entre	sus	pistolas	de	utilería	un	revólver	con	balas	de
verdad,	y	revisar	qué	más	peligros	potenciales	se	requería	controlar	de
inmediato.
Transcurrió	más	de	media	hora	antes	de	que	todos	los	presentes	se	dieran	cuenta
de	que	nadie	había	visto	ni	hablado	con	el	director	desde	que	el	accidente	tuvo
lugar.	Luego	de	preguntarse	aquí	y	allá	que	dónde	estaba	Santiago,	que	si	ya	lo
habían	avisado	o	que	si	alguien	lo	acababa	de	ver,	algunos	recordaron	que,	al
instante	del	disparo,	él	debía	hallarse	en	la	recámara	más	grande	del	segundo
piso,	preparando	el	trazo	y	los	emplazamientos	de	la	siguiente	escena	del	plan	de
grabación	del	día,	que	correspondía	al	encuentro	sexual	entre	el	personaje	del
capo,	Arturo	Gil,	y	su	amante,	Mónica	del	Sol.	Normalmente,	en	tales
momentos,	su	primer	y	segundo	asistente	pedían	que	lo	dejaran	solo	y	que	le
tomaran	las	llamadas,	por	más	urgentes	que	estas	fueran.	Fue	por	ello	por	lo	que
nadie	tocó	a	la	puerta	del	cuarto	antes	de	que	el	principal	actor	de	reparto
disparara	de	verdad	contra	el	galán	de	la	telenovela.	Después	de	eso,	se
olvidaron	de	él.
La	casa	en	la	que	estaban	era	un	pequeño	castillo	de	los	años	treinta	con	muchas
salas	en	los	tres	pisos	y	varias	escaleras.	En	medio	del	caos,	cada	uno	de	los
principales	coordinadores	del	personal	imaginó	que	su	director	se	hallaba	en
alguna	otra	parte	de	la	planta	baja	fuera	de	su	vista.	No	fue	sino	hasta	que	llegó
la	ambulancia	por	el	actor	herido	cuando	alguien	empezó	a	preguntar
insistentemente	por	él	y	a	decir	que	no	lo	encontraba	por	ninguna	parte.
Esa	persona	fue	la	celebérrima	cantante	Almira,	quien	ese	día	tenía	llamado	para
interpretar	una	escena	de	un	flashback	en	un	cabaret,	misma	que	se	grabaría	en
el	salón	de	baile	de	la	parte	trasera	de	la	casona,	del	otro	lado	del	jardín.	Almira
estaba	ensayando	con	sus	músicos	cuando	tuvo	lugar	el	accidente.	No	pararon	de
tocar	hasta	que	el	guitarrista	se	enteró	de	que	algo	extraordinario	se	había
perpetrado,	al	ver	las	luces	de	la	ambulancia	que	llegaba.	Entonces	Almira	corrió
con	sus	músicos	por	el	estacionamiento	hasta	la	calle.	Como	no	conocía	a
muchos	de	la	crew	ni	del	elenco,	empezó	a	preguntar	por	el	director,	que	era
quien	la	había	llamado	y	contratado	para	hacer	esa	aparición	en	la	serie,	y	quien
le	dirigía	desde	tiempos	inmemoriales	sus	espectáculos	musicales.	Lo	que	menos
convenía	a	la	gran	diva	era	que	uno	de	los	actores	resultara	realmente	herido	en
esa	producción.	Su	nerviosismo	desembocó	en	histeria,	aunque	los	mal	pensados
de	siempre	asumieron	que,	más	que	el	susto,	fue	porque	planeaba	armarle	un
dramón	a	Santiago	Parral,	a	quien	le	había	costado	gran	trabajo	y	dinero
convencerla	de	que	trabajara	por	fin	con	él	en	una	narcotelenovela	a	pesar	de	su
reputación	como	«cantante	seria»,	«de	protesta»	y	amiga	personal	de	los
paladines	de	la	Nueva	Trova	Cubana.	El	asistente	de	dirección	trató	de	calmarla,
pero	ella	alimentó	su	ansiedad	hiperventilándose	y	caminando	de	un	lado	para
otro,	recorriendo	desesperada	todos	los	salones	de	la	planta	baja	hasta	el	jardín.
Bien	podía	ya	vérsele	gritándole	al	director	por	qué	no	había	querido	nunca
aceptar	un	trabajo	con	él	en	televisión,	y	subiéndole	el	precio	al	doble.
Entre	Almira	y	Santiago	Parral	había	una	historia	escabrosa	a	la	que	la	gente	de
la	farándula	atribuía	un	contenido	sexual.	Se	conocían	desde	hacía	unos	veinte
años,	él	había	sido	hasta	entonces	el	director	artístico	de	todos	sus	conciertos,	y
algo	emanaba	entre	ellos	cada	vez	que	se	encontraban	físicamente	en	un	mismo
lugar,	pero	ninguno	de	los	testigos	podía	nunca	adivinar	si	lo	que	terminaba
hablando	y	envolviéndolos	en	lugar	de	las	palabras	eran	rayos	de	deseo	o	de
repugnancia.	En	cualquier	caso,	existía	en	su	pasado	cierto	hecho	muy	intenso
que	no	les	era	posible	ocultar.
Para	colmo	de	intensidades,	Almira	fue	la	primera	que	vio	su	cadáver.	Luego	de
recorrer	toda	la	planta	baja	cada	vez	más	furiosa,	preparando,	al	parecer,	un
magno	berrinche,	oyó	a	alguien	(ese	alguien	era	la	continuista	Guadalupe,
haciendo	honor	a	su	oficio,	por	cierto,	pero	nadie	habría	tenido	en	ese	momento
la	calma	para	notarlo)	decir	que	la	última	vez	que	lo	habían	visto	estaba	en	la
recámara	principal	del	segundo	piso.	La	cantante	subió	más	rápido	que	nadie	y
abrió	la	puerta	del	cuarto,	tal	vez	dispuesta	a	regañar	a	Santiago.	Pero	cuando
descubrió	en	el	suelo	su	cuerpo	ensangrentado,	en	lugar	de	pegar	un	alarido
estridente,	enmudeció.	Con	los	ojos	muy	abiertos,	se	acercó	lenta	e
incrédulamente	para	mirarlo	bien.	Lo	llamó	por	su	nombre	varias	veces	y	se
hincó	frente	a	él	pidiéndole	que	no	se	muriera	con	voz	temblorosa.	El	productor
y	el	primer	asistente	se	la	encontraron	postrada	en	el	suelo,	con	el	rostro	pegado
a	la	palma	de	una	mano	del	director,	sin	poder	moverse.	Algo	más	profundo	que
el	impacto	súbito	la	atravesaba.	Durante	cerca	de	una	hora	no	hubo	manera	de
separarla	del	cuerpo	inerte.	Algunos	pensaron	que	parecía	la	verdadera	viuda	y
no	la	que	fuera	su	esposa	y	madre	de	su	hija,	quien	llegaría	después.
Estalló	entonces	un	pandemonio	por	toda	la	casa,	a	pesar	de	que	los	allí
presentes	eran	profesionales	acostumbrados	a	trabajar	bajo	intensa	presión	y
resolver	contratiempos	sin	alterarse.	Era	precisamente	el	único	episodio	que
Mónica	del	Sol	identificaría	después	como	verdadero:	cuando	todos	estaban
fuera	de	sí	y	pasaban	de	la	negación	al	horror.	Además	de	tener	que	aceptar	que
su	director	había	sido	asesinado	por	alguien	que	tiró	a	matar	con	mano	experta,
lo	aterrador	era	que	un	director	tan	famoso	y	venerado,	eslabón	del	mundo
artístico	y	político	del	país,	fuera	tan	vulnerable	como	cualquier	ciudadano
anónimo	desarmado.Encima,	por	el	impacto	que	tenían	sus	narcotelenovelas	en
la	televisión	y	en	Netflix,	y	por	sus	inversionistas,	las	implicaciones	de	su
muerte	en	la	esfera	política	y	económica	internacional	eran	inimaginables.
El	productor	no	estaba	menos	perplejo	que	cualquiera	de	sus	subalternos,	pero	le
correspondía	reaccionar	ante	el	cúmulo	de	repercusiones	políticas	que	tenía	ese
asesinato.	Como	cotidianamente	sucede	en	el	mundo	de	los	poderosos	en
México,	lo	primero	que	tenía	que	hacer	era	ocultar	lo	sucedido.	Lo	segundo,
contar	a	los	medios	de	desinformación	y	a	las	redes	antisociales	una	mentira.
Entonces	todo	volvió	a	la	normalidad	del	simulacro	y	a	Mónica	le	tocó,	como
siempre,	el	papel	principal.
Luego	de	hacer	las	llamadas	telefónicas	de	rigor	a	la	exesposa	Pilar	y	a	la	hija
del	director,	a	los	inversionistas	de	la	producción	y	a	los	políticos	que	los
protegían	(quienes	a	su	vez	darían	aviso	al	cártel	de	drogas	que	resguardaba	a
toda	la	zona,	a	sus	autoridades	y	fuerzas	del	orden	locales	y	federales	y	a	los
sectores	de	las	fuerzas	armadas	correspondientes),	Carlos	Rosas	reunió	a	todos
en	la	sala	principal	para	explicarles	que	tenían	que	evitar	a	toda	costa,
inmediatamente,	más	derramamiento	de	sangre.	Debían	impedir	que	se	desatara
una	ola	de	violencia	en	la	Ciudad	de	México	contra	el	jefe	de	Gobierno,	lo	que
era	un	desastre	para	la	industria	turística	del	país	en	general	y	los	emporios
hoteleros	que	financiaban	esa	telenovela	en	particular.	Les	recordó	el	contrato	de
confidencialidad	que	tenían	con	su	compañía	productora	(aunque	cuidándose
bien	de	no	hacer	mención	de	que	ese	contrato	no	incluía	la	obligación	de
producir	simulacros	para	encubrir	crímenes),	y	les	pidió	calma.	En	seguida,	dejó
al	elenco	con	el	guionista	Pascual	Morales	para	que	contribuyera	con	«lluvia	de
ideas»	sobre	la	forma	en	que	debían	desviar	la	atención	pública	lo	máximo
posible	de	lo	que	realmente	ocurrió	(retratando,	por	supuesto,	a	los	miembros	de
la	policía	local	y	federal	como	héroes),	y	se	encerró	en	una	recámara	de	la	planta
alta	a	hacer	más	llamadas	al	jefe	de	Gobierno	para	que	las	autoridades	locales	y
servicios	funerarios	se	hicieran	cargo	en	secreto	de	«lo	que	realmente	ocurrió»,
que	era	lo	que	más	le	preocupaba.
Carlos	Rosas	sabía	mejor	que	nadie	que	era	imposible	que	ese	crimen	tuviera
algo	que	ver	con	los	narcotraficantes	que	operaban	en	la	Ciudad	de	México	bajo
el	manto	de	las	autoridades,	pues	esa	protección	se	hacía	extensiva	a	sus
locaciones	y	sesiones	de	grabación.	Como	mucho,	y	con	gran	imaginación,	podía
pensarse	que	era	el	ataque	de	un	cártel	rival	al	de	la	capital	del	país.	Pero,	en	ese
muy	hipotético	caso,	¿por	qué	hacerlo	de	manera	tan	discreta,	sin	grandes
balaceras	ni	cadáveres	colgados	de	barandales	y	narcomantas,	como	solían	hacer
las	pandillas	que	peleaban	por	un	territorio?	Ese	es	el	modo	en	que	sostenían
entre	ellos	una	«conversación»,	según	les	habían	explicado	una	y	otra	vez	a	sus
guionistas	los	propios	sicarios	a	los	que	clandestinamente	consultaban	como
«asesores»	de	sus	culebrones.	Hablando,	pues,	en	«clave	de	narco»,	un	crimen
así,	sin	mensaje	público	para	la	prensa	y	los	operadores	del	bando	contrario,	no
tenía	sentido.	Además,	¿por	qué	perjudicarlos	a	ellos?	A	los	grandes	capos	les
convenían	y	divertían	esas	teleseries	que	los	describían	como	superhombres	y
que	jamás	cuestionaban	el	aspecto	moral	de	su	conducta,	especialmente	cuando
empezaron	a	recrear	historias	contemporáneas	con	bandidos	que	aún	estaban
vivos	y	sanos	y	con	personajes	de	la	política	actual	(de	hecho,	había	subastas
secretas	de	jefes	de	cárteles	que	también	querían	ser	nombrados	o	de	alguna
forma	recordados	en	las	telenovelas	de	Santiago	Parral).	Era	un	director	querido
y	arropado	por	el	narco.	Nada	contra	Santiago	Parral	habría	podido	ocurrir	sin
que	sus	elementos	de	seguridad	local	lo	notaran	y	lo	advirtieran,	especialmente
en	la	capital	del	país,	mucho	menos	en	una	telenovela	protagonizada	por	la
amiga	personal	de	la	esposa	del	presidente	y	el	día	en	el	que	cantaba	Almira.	Era
muy	difícil	creer	que	cualquier	capo	quisiera	meterse	con	ellos,	excepto	por	error
o	accidente.
Pero,	por	otra	parte,	para	ser	una	equivocación,	ese	asesinato	había	estado	muy
bien	planeado.	Hasta	Rosas,	sin	ser	detective,	entendía	que	se	había	cometido	en
el	momento	en	que	el	actor	Samy	Méndez	había	herido	sin	querer	al
protagonista,	lo	que	significaba	un	trabajo	de	distracción	perfectamente
sincronizado.
—De	distracción	y	de	espionaje	interno	—le	dijo	Froilán	Manzano,	el	jefe	de
seguridad	de	su	empresa,	en	quien	confiaba	más	que	en	nadie	para	que	revisara	a
solas	el	lugar	de	los	hechos	en	ese	momento,	antes	de	que	los	ineptos	policías
hicieran	de	las	suyas	y	hasta	se	robaran	objetos	de	la	locación,	si	les	era	posible,
cosa	que	ya	les	había	ocurrido	antes.	Su	eficiente	detective	ya	estaba	ahí	y	había
tomado	cartas	en	el	asunto,	antes	de	que	llegaran	los	médicos	forenses	y	los
investigadores	policíacos,	siempre	pagados	por	alguien	para	no	encontrar	nada.
—Tienes	un	soplón	en	el	equipo	—le	adelantó	Froilán—.	O	varios.	Alguien	que
sabía	qué	escena	se	iba	a	ensayar	y	qué	pistola	se	iba	a	disparar;	dónde	se
guardaba	la	utilería	y	cómo	entrar	a	la	casa	para	intercambiar	las	balas	de	salva.
Tienes	a	alguien	muy	cercano,	capaz	de	saber	que	la	siguiente	escena	se	grababa
arriba	y	que	Chago	se	iba	a	meter	al	cuarto	a	solas	para	«visualizar»,	como
siempre	hace.	Puede	ser	tu	script,	los	asistentes	de	dirección,	todos	los	primeros
que	tienen	acceso	al	storyboard,	y	de	ahí	para	abajo.
—Pues	todos	—respondió	Carlos,	mirando	hacia	la	puerta	de	vidrio	polarizado
que	daba	a	un	balcón,	cubierto	con	cortinas	blancas,	en	la	recámara	donde	había
instalado	su	oficina	provisional	para	ese	día.
Desde	la	calle	solo	se	podía	percibir	la	silueta	de	aquel	hombre	alto	de	sesenta	y
tres	años,	totalmente	calvo	pero	bien	conservado	y	atlético,	que	hacía	pesas	en	su
gimnasio	cada	mañana.
—Mejor	te	apartas	de	la	ventana,	¿no,	Charly?	Déjanos	asegurarnos	de	que	no
hay	ningún	francotirador	en	las	azoteas.
Tenía	razón	Froilán.	No	debía	ser	tan	imprudente.	Carlos	se	apartó	de	la	puerta
de	vidrio	del	balcón,	desde	donde	había	supervisando	la	entrada	y	salida	del
personal,	el	cual	tenía	ya	órdenes	de	comportarse	como	si	nada	hubiera	pasado.
Con	sus	largos	bigotes	canosos	sentía	que	compensaba	su	falta	total	de	cabello,	y
se	los	retorcía	cada	vez	que	cavilaba	algo.	Esta	vez	así	lo	hacía	porque	estaba
pensando	que	en	ese	balcón	debía	colgar	una	falsa	narcomanta	del	supuesto
grupo	que	atacó	a	Chago	Parral.
—¿Todos,	así,	todos	estaban	al	tanto	de	que	la	siguiente	escena	no	era	en	la
planta	baja	y	que	Chago	siempre	se	encerraba	solo	antes	de	empezar	a	dirigir?	—
insistió	el	detective—.	No	necesito	decirte	lo	importante	que	es	aquí	ser	muy
detallados,	¿verdad,	Charly?	Todos	no	me	ayuda.
—Bueno,	a	lo	mejor	los	encargados	de	limpieza	de	locación	al	final	del	llamado,
no	—ironizó	el	productor.
—Eso	es	algo.	Eso	ya	no	es	todos.	¿Quiénes	más	no?	Es	la	lista	que	necesito.
Porque,	además	de	espías,	tienes	un	genio	estratega.	¿Sí	entiendes,	Charly?
—Sí,	sí,	Froilán.	Disculpa.
—Esto	no	parece	conflicto	entre	cárteles,	mi	Charly.	Así	lo	tienes	que	presentar	a
la	prensa,	no	sé,	asesórate	con	tus	amigos,	pero	no	es	una	balacera	de	narcos
peleando	por	las	plazas.	O	a	lo	mejor	sí,	pero	muy,	muy	sofisticada,	muy
específica,	¿me	entiendes?	Alguien	mató	de	un	solo	tiro	a	Chago	en	este	piso	al
mismo	tiempo	que	tu	actor	le	daba	a	otro	allá	abajo	con	una	bala	que	debió	haber
sido	de	salva,	pero	que	fue	cambiada	horas	o	días	antes…	Pa’	la	madre,	Carlos.
El	disparo	tuvo	que	haber	estado	sincronizado	con	el	de	allá	abajo	cuando
estaban	pasando	la	escena…	O	cuando	todos	iban	a	estar	llamando	a	la
ambulancia…Ya	veremos	con	el	forense,	pero	por	ahí	fue.	Por	eso	nadie	oyó	el
disparo	y	Chago	nunca	salió	a	ver	qué	pasaba.	Te	repito:	esto	es	muy	sofisticado
y	específico.
Carlos	Rosas	conocía	a	su	investigador	de	absoluta	confianza	desde	hacía	más	de
dos	décadas,	cuando	él	y	Santiago	Parral	seiniciaron	en	la	producción	de	las
telenovelas	detectivescas,	que	todavía	no	estaban	asociadas	con	temas	del
narcotráfico.	Parral	lo	había	contratado	para	que	asesorara	a	sus	escritores	y
actores	dándoles	la	información	más	precisa	y	verídica	posible	en	un	drama
eterno	que	se	llamó	Negocios	del	amor.	Sus	amigos	abogados	se	lo	habían
recomendado	por	ser	uno	de	los	mejores	en	el	sector	privado.	Con	el	tiempo,
conforme	su	casa	productora	Tigres	Blancos	S.A.	de	C.V.	creció	y	se
internacionalizó	con	la	mina	de	oro	que	resultaron	ser	las	narcotelenovelas,
Carlos	Rosas	se	fue	dando	cuenta	de	que	Parral	lo	estaba	desperdiciando	como
consejero	de	guionistas	y	que,	en	realidad,	él	lo	necesitaba	coordinando	sus
asuntos	de	seguridad:	no	solo	a	los	custodios	para	las	grabaciones	y	oficinas,
sino	para	hacer	trabajos	de	investigación,	tanto	para	sus	abogados	en	los	asuntos
legales	de	la	empresa,	como	para	husmear	en	el	pasado	de	los	políticos	y	narcos
con	los	que	necesitaba	lidiar	por	toda	Latinoamérica.
Froilán	Manzano	ayudaba	a	la	compañía	productora	a	caminar	en	las	arenas
movedizas	de	la	policía	y	el	crimen	organizado,	pues	conocía	a	mucha	gente	en
esos	pantanos,	ya	que	él	mismo	había	sido	investigador	para	la	temible	Policía
Federal	de	Seguridad,	ahora	desaparecida.	Era	un	observador	muy	puntual	de	los
hechos,	pero	también	de	las	palabras.	Nunca	repetía	los	términos,	y	si	lo	hacía,
era	para	subrayar	algo	preocupante.	Justo	por	ello,	a	Carlos	no	le	pasó
desapercibido	que	esta	vez	hubiera	repetido	dos	calificativos:	«sofisticado	y
específico».
Además,	no	lo	había	visto	antes	verdaderamente	alterado.	A	sus	cincuenta	y	tres
años,	Froilán	seguía	siendo	físicamente	un	temible	contendiente	de	artes
marciales	(en	particular	de	jiu-jitsu,	que	practicaba	desde	la	adolescencia),	y	un
cerebro	cada	vez	más	sagaz.	No	se	ponía	nervioso	con	las	calamidades	ni
tragedias.	Por	eso	a	Carlos	le	gustaba	tenerlo	cerca	en	momentos	de	mayor
tensión.	Y	por	eso,	también,	esta	vez	le	alarmó	observar	que	sus	ojos	de	lince,
tras	esas	redondas	gafas	de	marco	negro	grueso,	chispeaban	miradas	de	alarma.
Su	límpida	frente	se	veía	perlada,	aunque	eso	ya	lo	había	visto	él	una	vez	años
atrás,	cuando	por	error	fueron	a	instalar	sus	campers	en	territorio	narco	y	los
sicarios	les	dispararon	ráfagas	directas,	pues	los	guardianes	de	la	droga	no	sabían
de	permisos	de	grabación.	Rosas	y	Parral	se	habían	salvado	por	las	buenas
diligencias	de	Froilán,	quien,	con	todo	y	su	rostro	sudoroso,	no	perdió	la
compostura	ni	la	capacidad	de	negociar	y	persuadir	al	adversario.
—¿Qué	tan	«específico»?
—No	estoy	diciendo	que	lo	sea,	sino	que	puede	ser	muy	particular.
—¿Qué	tan	particular?
—Charly,	de	verdad:	¿qué	narco	rival	de	la	Ciudad	de	México	se	va	a	venir	a
meter	a	la	cueva	del	lobo?
—Eso	pensé.
—Y,	suponte…	suponte	nomás	que	sí:	¿por	qué	tan	en	secreto,	te	digo,	si	lo	que
quieren	es	dejar	mensaje?	Puede	ser,	pero	esto	es…	muy	pensado	y	silencioso.
—¿Crees	que	es	personal?
—O	político.	Vaya:	burdo	y	ruidoso,	esto	no	es.	De	entrada,	sobre	lo	que	no
queda	duda	es	que	alguien	te	ha	traicionado	aquí	dentro.	Esto	es	a	nivel
espionaje	con	tu	gente	más	cercana,	con	tus	directivos,	con	tus	técnicos,	con	tus
alumnos…
—Encuentra	al	soplón,	Froilán.
—Te	lo	prometo.
—Tengo	que	apagar	muchos	fuegos.
—Yo	me	ocupo.	Apaga	tus	fuegos,	compadre,	que	yo	me	ocupo.
El	atlético	detective	se	puso	de	pie	y	le	dio	un	abrazo	con	fuertes	palmadas	en	la
espalda,	muy	sentido.	Sabía	que	le	dolía	en	el	alma	la	muerte	de	su	director	y
mancuerna	de	tantos	años	y	tantas	aventuras,	pero	que	no	podía	darse	el	tiempo
de	llorarla.
Froilán	caminó	rumbo	a	la	puerta	mientras	Carlos	se	retorcía	sus	bigotes	de
Mago	Merlín.	Lo	detuvo	su	voz:
—Y	Froilán:	no	es	tu	culpa.
El	productor	parecía	adivinar	lo	que	pasaba	por	su	mente.	Sí,	no	era	su	culpa,
pero	ocurrió	siendo	él	su	jefe	de	seguridad.	Debió	haber	revisado	todo	el
armamento	de	utilería	para	confirmar	que	realmente	lo	era.
—Froilán:	ni	manera	de	imaginarse	algo	así.	Quien	haya	hecho	esto	se	pasó	por
encima	de	la	policía	y	del	jefe	de	Gobierno.	Es,	como	tú	dices,	algo	muy
particular…	Es	alguien	muy	poderoso,	o…
—Con	un	servicio	de	inteligencia	cabrón	—añadió	Froilán,	levantando	las	cejas
—.	Eso,	que	ni	qué.	Sabían	exactamente	qué	pistola	iba	a	usar	el	actor	y	a	qué
horas.
—Chago,	te	pediría	que	no	te	concentres	en	el	«hubiera»	sino	en	quién	lo	mató.
—Claro,	señor	—respondió	su	amigo,	y	salió	del	cuarto	con	la	actitud	de	quien
estaba	dispuesto	a	dedicar	las	veinticuatro	horas	de	todos	los	días	por	el	resto	de
su	vida	a	ese	caso.
Carlos	tomó	aire	como	si	se	estuviera	ahogando.	Metafóricamente,	lo	estaba.
Quería	fumarse	toda	la	marihuana	que	pudiera,	tomarse	una	botella	entera	de
vodka,	inhalar	muchas	rayas	de	coca,	volver	a	beber,	irse	en	su	avión	privado	a
su	chalé	en	Huatulco	y	olvidarse	de	todo	lo	que	acababa	de	pasar.	Su	compadre
de	toda	la	vida	lo	habría	entendido.	En	cambio,	tenía	que	implantar	control	de
daños,	calmar	al	personal,	apagar	todos	los	escándalos	públicos	potenciales,
tranquilizar	a	sus	inversionistas,	seguir	la	línea	política	que	le	indicaran	sus
amigos	en	puestos	importantes	y,	desde	luego,	hacer	cuanto	estuviera	en	sus
manos	por	averiguar	quién	había	matado	a	su	socio	y	gran	amigo,	el	talentoso,
hiperactivo,	erudito,	creativo,	pendenciero,	amable,	dulce,	severo,	alegre	e
inolvidable	director	Santiago	Parral.
—¿Ya	tiene	algo,	Pascual?	—preguntó	a	su	asistente.
—Sí,	señor.	Pascual	está	listo	con	el	guion	para	que	lo	apruebe.
—Pásamelo.
Fue	ahí	donde	terminó	la	realidad	para	Mónica	del	Sol	y	comenzó	la	ficción	sin
fin	en	la	que	ahora	vivía.	Debió	vestirse	con	ropa	desgarrada,	maquillarse	alguna
coqueta	cicatriz	y	un	poquito	de	mugre	en	una	mejilla	y	los	hombros,	hacer	que
la	despeinaran	(siempre	con	estilo,	dejando	ver	su	lado	fotogénico,	como	en	las
muchas	escenas	de	ataques	y	sexo	fiero	que	había	grabado	en	capítulos
anteriores	con	el	pobre	de	Arturo	Gil),	y	aprenderse	el	guion	en	unos	quince
minutos.	Los	secuestradores	y	policías	rescatistas	eran	sus	propios	colegas
artistas	y	el	jefe	de	la	investigación	policíaca	que	supuestamente	se	abriría	y
leería	el	boletín	de	prensa	estaba	al	tanto	del	simulacro,	pero	los	periodistas	que
la	irían	a	entrevistar,	no.	Tenía	que	mostrarse	en	su	mejor	momento	actoral.
Sabía	que,	si	lo	hacía	muy	bien,	Carlos	Rosas	lo	notaría	y	se	lo	agradecería	en	el
futuro	con	un	gran	papel.	Por	lo	demás,	no	era	nada	difícil	soltarse	a	llorar	en
cada	una	de	las	copiosas	entrevistas,	después	de	lo	que	acababa	de	presenciar	y
de	haber	perdido	a	su	admirado	director.
Lo	difícil	era	creer	o	entender	qué	era	verdad	de	lo	que	había	vivido	ese	día	y	los
que	le	sucedieron.	Reproducía	mentalmente	el	momento	en	que	su	colega
Arturo,	el	galán	de	la	telenovela,	había	sido	herido	en	el	hombro,	en	esa	escena
tan	parecida	a	cualquier	otra	que	había	grabado	con	actores	que	deben	ser
«heridos	en	el	hombro»	y	que	caen	exactamente	como	cayó	Arturo,	esto	es,
como	una	y	otra	vez	los	asesores	de	coreografía	(normalmente	policías
contratados	para	dar	realismo	a	la	escena),	les	habían	enseñado.	No	le	parecía
muy	diferente	de	las	ensayadas;	«impacto	en	el	hombro	izquierdo	implica
sacudimiento	hacia	adelante	del	derecho»,	había	aprendido.	Tal	cual	lo	había
hecho	el	guapo	Arturo.	El	rostro	había	expresado	mucho	dolor,	pero	él	era	un
gran	actor	con	formación	teatral	universitaria	y	realmente	en	muchas	ocasiones
no	se	sabía	si	estaba	fingiendo.	Nunca	rompía	la	ficción	si	había	un	verdadero
accidente	y	el	director	no	cortaba.	Nadie	entendió	que	Samy	lo	había	herido	con
balas	de	verdad	hasta	después	de	un	tiempo	que	al	pobre	debió	haberle	parecido
una	eternidad	(ahora	que	lo	pensaba	Mónica),	pues	fueron	minutos	pasados,
vaya,	con	una	herida	de	bala	en	el	cuerpo.	Ahí	comenzó	la	fragmentación	de	la
línea	entre	la	ficción	y	la	realidad	que	ahora	vivía.
Mónica	no	podía	imaginar	el	dolor	de	una	bala,	pero	suponía	que	debía	ser
mucho	más	intenso	que	el	que	ella	experimentó	cuando	se	fracturó	el	tobillo	en
su	clasede	danza	clásica	y	hubo	que	operarlo.	Ya	nunca	más	volvería	a	bailar.
Sin	embargo,	el	accidente	la	bendijo	de	por	vida,	pues	es	lo	que	la	llevó	a	la
actuación.	Ahora	era	la	estrella	más	cotizada	de	la	televisión.	Jamás	habría
podido	ser	tan	famosa	si	se	hubiera	dedicado	a	la	danza.	Pero	su	caso	era	uno	en
un	millón.	Difícilmente	a	Arturo	le	depararía	este	accidente	algo	tan	bueno	como
lo	que	a	ella	le	sucedió.	Aunque	por	la	tarde	les	informaron	de	que
afortunadamente	la	bala	no	le	había	perforado	el	hueso	ni	ningún	órgano,
primero	tendría	que	recuperar	movilidad.	Las	heridas	dolían.	Nunca	era	como	en
la	televisión	que	ellos	hacían.	Aparte,	ya	no	iba	a	poder	mostrar	en	pantalla	sus
musculosos	pectorales	en	close	up	sin	tener	que	maquillar	o	justificar	en	la
historia	del	personaje	esa	marca.	Y	eso	no	era	todo	lo	malo:	Arturo	tendría	que
ocultar	para	siempre	cómo	fue	herido.	Por	su	contrato	de	confidencialidad	(como
el	de	ella),	no	le	iban	a	permitir	decir	exactamente	en	qué	circunstancias	lo
habían	balaceado.	El	guionista	venezolano	le	tendría	que	inventar	alguna	otra
historia.	O,	por	lo	menos,	cambiar	la	fecha	y	la	locación	de	su	accidente	para
repetir	la	mentira	en	todas	las	entrevistas.
Repetir	lo	mismo	a	todos:	a	los	amigos,	a	las	novias,	a	los	proyectos	de	novia	en
serio.	Cada	vez	que	conociera	a	una	muchacha	que	le	gustara,	tendría	que	mentir,
y	ya	después,	si	realmente	le	interesaba,	tendría	que	confesarle	que	le	había
mentido	y	hacerla,	quizás,	firmar	un	contrato	de	confidencialidad.	Eso	si	quería
decirle	la	verdad	alguna	vez	en	su	vida.
Igual	ella.	O	peor,	pues	las	mentiras	que	había	tenido	que	decir	eran	mucho	más
elaboradas.	Era	el	problema	con	las	mentiras,	por	insignificantes	que	fueran.
Pero	entendía	que	tenía	que	repetirlas	y	actuarlas,	y	hacer	creer	a	todo	México	y
a	toda	Hispanoamérica	que	un	grupo	del	crimen	organizado,	denominado	Cártel
de	los	Emes,	se	había	metido	a	la	locación	y	la	había	secuestrado,	y	que	la
policía	federal,	con	ayuda	de	la	policía	municipal,	la	había	rescatado.	Y	que	su
amado	y	admiradísimo	director,	Santiago	Parral,	había	sido	balaceado	en	el
intento	por	tratar	de	salvarla.	Debía	decirlo	y	actuarlo	así,	por	el	bien	de	todos,
empezando	por	el	beneficio	del	propio	difunto.	Si	quería	al	maestro	Parral,	si	le
agradecía	los	dos	años	que	habían	trabajado	juntos,	lo	mucho	que	de	él	había
aprendido	y	que	la	había	hecho	lucir,	le	debía,	por	lo	menos,	una	buena
actuación.	La	mejor	de	su	vida,	de	preferencia.
Así	se	lo	había	explicado	el	productor	y	ella	estaba	de	acuerdo.	Su	actuación	en
el	simulacro	de	muerte	de	Santiago	Parral	era	una	ofrenda	al	maestro,	que	era
toda	una	institución	en	México.	Tendría	que	lograr	que	todos	sus	fans	quedaran
completamente	convencidos	de	que	eso	fue	lo	que	pasó	y	de	que	era	un	héroe.
Además,	no	le	quedaba	duda	de	que,	si	el	maestro	hubiera	estado	en	una
situación	semejante,	desde	luego	habría	hecho	algo	por	proteger	a	su	actriz
principal.	Ni	duda	cabía.	Y	en	honor	a	esa	«verdad	que	no	ocurrió,	pero	que
pudo	ser»,	como	decían	en	las	clases	de	actuación,	tenía	que	rendir	el	mayor
tributo	que	como	intérprete	podía	entregar	a	su	director.	Los	millones	de
seguidores	en	su	cuenta	de	Instagram	tendrían	que	acabar	imaginando,	como	ella
lo	visualizó,	al	aclamado	director	acribillado	a	balazos	y	cayendo	al	suelo	frente
a	sus	ojos.	El	equipo	de	producción	no	iba	a	decir	que	lo	mataron	de	un	solo
balazo	perfecto	entre	las	cejas	con	una	Smith	&	Wesson	modelo	22,	calibre	.40,
sino	que	los	narcos	lo	perforaron	con	Cuernos	de	Chivo,	y	que	por	eso	el	entierro
no	iba	a	ser	a	casco	abierto.
En	ese	repetir	interminable	de	su	falso	testimonio,	había	momentos	en	que	creía
desfallecer.	Entonces	le	parecía	que	su	director	estaba	con	ella,	como	tantas
veces	lo	sintió	en	vida	cuando	el	maestro	Parral	se	hallaba	en	otra	habitación	o
sala	de	la	locación	o	del	estudio,	pero	aun	así	se	quedaba	con	ella.	Era	como	si
tuviera	ojos	en	la	nuca.	Estaba	lejos,	pero	si	había	una	emergencia,	si	algo
sucedía	que	estuviera	demasiado	fuera	de	lugar,	o	si	ella	se	encontraba
totalmente	desconcertada	y	perdida,	Santiago	aparecía	de	la	nada,	como	un
fantasma,	sonriéndole	amablemente.
Porque	así	era	el	maestro:	si	ella	hacía	algo	mal,	sonreía	condescendientemente
para,	después,	explicarle.	En	cambio,	si	hacía	algo	bien,	la	miraba	con	toda
seriedad,	enérgico,	casi	enojado,	como	diciendo:	«¡Eso!	¡Así	es!»,	penetrándole
el	alma	con	sus	decididos	ojos	castaños	para	que	continuara	por	ese	camino.
Claro	que	Mónica	estaba	enamorada	de	su	director,	como	pensaba	que	toda
actriz	debe	estarlo	cuando	hay	una	verdadera	«comunión	artística»,	como	la
llamaba	él.	No	había	entendimiento	sin	enamoramiento.	Y,	desde	luego,	era	un
amor	platónico,	como	las	mejores	historias	de	amor	profesional.	Ella	podía	tener
a	Béla	y	a	cuantos	novios	quisiera,	por	no	hablar	del	hecho	de	que	el	maestro	le
llevaba	como	treinta	años,	pero	había	una	pequeña	sala	de	su	ser	artístico	que
solo	habitaban	ella	y	él	cuando	la	estaba	dirigiendo.	Con	todo,	no	era	algo
sexual.	No	se	acostaría	con	él	(su	abultada	barriga	cervecera	le	daba	asco,
sinceramente,	y	su	piel	reseca	comenzaba	a	columpiarse),	era	más	bien	un
encuentro	sacramentado	por	el	arte,	o	así	lo	quería	ver	ella.	Aunque,	claro,	de
vez	en	cuando	reparaba	en	que	no	estaba	haciendo	más	que	telenovelas	de
narcos,	que	la	gran	época	del	maestro	Parral	como	cineasta	y	director	de	La
tentación	había	pasado	y	que	no	llegaba	a	concretarse	la	gran	película	en	la	que
le	había	prometido	un	papel	estelar.
Ahora	que	estaba	muerto,	mientras	ella	narraba	ante	los	reflectores	la	escena	de
la	manera	como	debió	haber	fallecido,	le	parecía	volver	a	sentirlo	cerca,
diciéndole	muy	serio	«así,	así,	vas	bien»,	o	sonriéndole	con	paciencia	cuando
sobreactuaba	o	se	apartaba	demasiado	del	libreto.
Miraba	el	cuerpo	de	Santiago	Parral	ensangrentado	todo	él,	cayendo	frente	a	ella,
acribillado,	pero	también	veía	su	cuerpo	en	la	recámara	donde	realmente	murió,
acostado	boca	arriba	en	el	piso,	con	un	agujero	en	la	frente	e	hilos	rojos
extendiéndose	por	su	rostro,	como	siguiendo	los	senderos	de	sus	venas.	Pasaba	y
no,	así	como	lo	que	hubo	entre	ellos	fue	erótico	y	no.	Santiago	Parral	yacía	en	el
piso	de	la	recámara,	pero	también	había	tratado	de	protegerla	contra	los	matones
y	se	había	desplomado	con	el	cuerpo	agujereado.	Estaba	viviendo	«la	realidad	de
la	ficción»	que	muchas	veces	trató	de	alcanzar	en	trance	durante	sus	ejercicios
teatrales.
Y	entonces	se	le	ocurría	que	Parral	debió	haber	estado	orgulloso	de	ella,	y
lloraba	de	verdad.	Ello	sin	dejar	de	recordar	su	biblia,	La	paradoja	del
comediante	de	Denis	Diderot:	«El	artista	que	se	deja	llevar	por	sus	emociones
mientras	ejecuta	su	arte,	en	realidad	no	tiene	dominio	de	su	arte,	sino	que
improvisa,	y	eso	puede	o	salir	muy	bien,	o	salir	muy	mal».	Mónica	se	contenía	y
comenzaba	a	autodirigir	su	llanto,	tal	como	le	había	enseñado	el	propio	Santiago
Parral	cuando	fue	su	maestro	en	la	escuela	de	arte	dramático.
Significaba	para	la	estrella	un	gran	honor	ser	quien	cargara	con	la	mayor
responsabilidad	de	la	versión	pública	de	su	muerte.	No	entendía	mucho	de
política,	pero	sabía	lo	importante	que	era	Santiago	Parral	en	las	altas	esferas	del
poder	y	que,	por	su	amistad	con	muchos	diputados	y	senadores,	así	como	con	el
jefe	de	Gobierno	y	el	presidente	mismo,	resultaba	crucial	apegarse	a	una	historia
oficial	de	los	hechos.	Por	el	bien	de	todos	y	del	país.	Si	se	le	había	dicho	que	no
convenía	que	la	opinión	pública	supiera	que	alguien	había	logrado	armar	tan
meticulosamente	una	forma	de	asesinar	a	Santiago	Parral	era	por	algo.	Y,	si
estaban	anunciando	que	el	Cártel	de	los	Emes	los	había	atacado,	era	porque	así
convenía	al	Gobierno.	De	modo	que	eso	era	lo	que	ella	tenía	que	hacer	aunque
no	lo	entendiera	muy	bien,	como	cuando	a	los	actores	se	les	da	solo	una	parte	del
guion	sin	explicarles	nada	más	y	se	les	exige	que	lo	interpreten	«en	blanco»,
careciendo	de	cualquier	otra	información,	pues	el	director	busca	obtener	sus
reacciones	más	espontáneas(había	leído	que	Woody	Allen	hacía	eso	en	algunos
filmes,	y	aunque	se	tratara	de	uno	de	los	famosos	caídos	en	desgracia	como
Michael	Jackson,	alguna	vez	le	habría	gustado	trabajar	en	una	de	sus	películas,
como	Scarlett	Johansson,	a	quien	admiraba	y	envidiaba).
Ella	no	tenía	por	qué	ni	debía	saberlo	todo.	Otros,	al	igual	que	ella,	habían
firmado	acuerdos	de	secrecía,	y	tampoco	podían	contarle.	Sabía	que	la	compañía
productora	Tigres	Blancos	había	hecho	muchas	cosas	por	el	bien	del	país	y	que
no	todas	podían	saberse.	Tenía	idea	de	que	ahí	se	habían	producido	muchos
videos	promocionales	de	la	campaña	presidencial	que	resultaron	determinantes
en	el	combate	a	la	desinformación	generada	por	los	opositores	que	habrían
llevado	a	la	ruina	a	la	nación.	Y	sabía	que,	en	particular,	las	narcotelenovelas
eran	un	eslabón	importante	y	necesario	para	la	estabilidad	de	la	economía,	ya
que	tanto	el	productor	Carlos	Rojas,	con	su	capacidad	de	alcance,	como	el
maestro	Parral,	con	su	carisma,	permitían	muchas	negociaciones	fuera	de	los
reflectores	que	eran	indispensables	para	evitar	más	violencia	entre	los	cárteles	y
contra	el	Gobierno.
Hasta	ahí	llegaba	la	información	que	se	le	había	proporcionado	gradualmente	y
que	ella	misma	había	tenido	oportunidad	de	atestiguar	en	las	antesalas	del	poder
que	son	las	fiestas	de	los	políticos,	sus	bodas	y	bautizos.	No	sabía	más,	pero	con
ello	le	bastaba.	Si	por	algo	había	llegado	tan	lejos	era	no	solo	por	ser	«una	tetona
güera	más»	(como	las	malas	lenguas	tuiteras	acusaban),	ni	talentosa	(como	sus
admiradores	replicaban),	ni	muy	profesional	(como	su	agente	y	su	productor
alegarían),	sino	también	porque	sabía	cuál	era	su	papel	en	el	guion	que	la
realidad	política	del	país	exigía.	En	el	éxito	intervenían	muchos	factores	y	uno
de	ellos	era	el	del	protocolo.	Además,	si	se	concentraba	en	hacer	su	trabajo	a	la
perfección	y	dosificar	el	llanto,	no	tenía	que	enfrentar	el	verdadero	dolor	ni	el
susto	que	todo	eso	le	había	causado.
Extrañamente,	el	día	había	empezado	como	un	sueño	desagradable,	aún	antes	de
la	tragedia,	con	la	presencia	de	Almira	en	la	locación.	Nadie	había	avisado	a
Mónica	de	que	ella	sería	la	«cantante	de	boleros»	que	aparecía	en	el	guion.
Nadie	tenía	por	qué	notificarla,	claro,	pero	esa	mujer	la	ponía	nerviosa.	O,	más
precisamente,	la	tensión	que	desprendía	cada	vez	que	estaba	cerca	del	maestro
Parral	la	ponía	muy	incómoda.
Almira	era	una	leyenda	viviente	porque	había	cantado	con	todos	los	grandes	del
destape	español	y	del	rock	argentino	y	de	la	Nueva	Trova.	Por	añadidura,	Almira
había	dado	conciertos	de	recaudación	de	fondos	para	la	campaña	del	presidente.
Estaban,	pues,	del	mismo	lado	de	la	historia:	del	correcto.	Y,	con	semejante
trayectoria,	a	Mónica	debía	darle	gusto	saber	que	trabajaría	en	la	telenovela.
Debía	sentirse	honrada,	pero	no	era	así.	¿Por	qué?	Para	empezar,	porque	al
maestro	Parral	no	lo	trataba	con	el	respeto	que	todos	los	demás	mostraban.	O	sí,
pero	de	manera	fingida.	Mónica	diría	que	de	modo	un	tanto	burlón,	con	frases
dobles	llenas	de	ironía	resentida.	Lo	cual	la	indignaba	secretamente,	y	la
inquietaba,	como	cuando	de	niña	algún	adulto	les	faltaba	el	respeto	a	sus	padres
y	ella	no	sabía	qué	hacer.
Encima,	Almira	se	dirigía	despreciativamente	a	la	propia	Mónica	en	diferentes
reuniones	de	estrellas	en	donde	la	había	encontrado.	Era,	incluso,	grosera	con
ella.	Su	colega	Laura	Basurto,	tan	avezada	en	el	mundo	de	las	celebridades
(además	de	muy	chismosa),	le	decía	que	Almira	en	su	juventud	trató	mal	a	todas
las	cantantes	rubias,	pues	a	ella	no	le	daban	los	mejores	shows	ni	los	mejores
gigs,	a	pesar	de	su	preciosa	voz	y	de	que	ganó	muchos	festivales	internacionales,
ya	que	tenía	la	piel	muy	oscura.	Almira	era	bellísima,	pero	morena,	y	eso	en	la
industria	discográfica	de	las	décadas	ochenteras	y	noventeras	constituía	un	gran
problema,	incluso	dentro	del	canto	de	protesta.	Laura	conjeturaba	que	la
cabellera	dorada	y	lacia	de	Mónica	del	Sol,	sus	redondos	ojos	verdes	de	largas
pestañas	con	los	que	conseguía	siempre	los	estelares	y	su	juventud	debían
recordarle	el	desdén	con	el	que	la	guapa	y	singular	cantante	fue	constantemente
destronada.
La	hipótesis	de	Laura	era	factible,	pero	no	lo	explicaba	todo.	Sí,	claro	que
Mónica	podía	dar	cuenta	del	racismo	prevaleciente,	no	solo	en	los	noventa,	sino
hasta	la	fecha,	en	plena	generación	del	nuevo	milenio:	ella	misma,	sin	sus	ojos
claros	y	su	piel	blanquísima,	no	habría	conseguido	tantos	papeles	protagónicos,
pues	la	televisión	se	empeñaba	en	reflejar	a	esa	minoría	del	país	que	eran	los
ricos	de	las	colonias	de	Santa	Fe	y	Polanco.	Y	no	solo	la	televisión:	desde	niña
había	caminado	sobre	alfombras	que	la	población	entera	le	ponía	por	ser	rubia
(aunque	después,	en	foros	de	sociología	y	política,	se	quejaran	muchos	del
racismo),	y	de	adolescente,	vaya,	jamás	tuvo	que	pelear	por	un	novio.	Las
batallas	en	cuestiones	de	amoríos	estaban	de	antemano	decididas	a	su	favor,
gracias	a	su	color	de	piel.	Sí:	los	privilegios	de	ser	rubia	los	conocía	como	ni	la
misma	Laura,	pues	su	amiga	se	pintaba	el	pelo.
Pero	este	fenómeno	de	Almira,	esas	miradas	mordientes,	no	coincidían	con	lo
que	Mónica	había	experimentado	toda	su	vida	por	ser	blanca	y	privilegiada	en
México.	Almira	no	exponía	el	típico	ceño	fruncido	con	una	pregunta	contenida
(«¿por	qué	tú	sí	y	yo	no?»),	ni	los	ojos	socarrones	mirando	al	techo	(«claro:	es	la
primera,	como	siempre»),	ni	los	labios	rabiosos,	pero	resignados	(«y	no	vas	a
decir	nada,	cabrona»),	sino	algo	más	que	la	joven	actriz	no	podía	distinguir.
Ese	desdén	que	respiraba	cuando	estaba	cerca	de	ella	no	era	tanto	de	enojo	como
de	ansiedad,	de	incomodidad	y	desasosiego.	¿Pero	de	qué	podía	estar	ansiosa
una	cantante	consumada,	famosa,	rica,	tan	popular	y	querida	por	todo	el	país?	Lo
único	que	se	le	ocurría	es	que	le	debiera	dinero	al	fisco,	o	que	tuviera	deudas
millonarias	de	las	que	su	público	no	era	consciente,	pues	solo	algo	así	le	causaría
a	Mónica	esa	angustia.
Se	la	topó	en	el	jardín	de	la	casa	por	la	mañana.	Adivinó	al	instante	que	ella	sería
la	que	cantaría.	Aprovechando	que	Almira	estaba	hablando	en	su	teléfono	móvil,
y	sabiendo	que	no	interrumpiría	su	llamada	por	la	estrella	de	la	teleserie	a	la	que
despreciaba,	Mónica	se	acercó	a	saludarla	con	un	beso	al	aire	y	una	sonrisa	que
Almira	no	le	devolvió.	En	ese	momento	le	pareció	ver	al	maestro	Parral
contemplándolas	a	ambas	tras	las	cortinas	de	gasa	y	encaje	desde	la	recámara
con	balcón	del	segundo	piso	que	el	productor	había	improvisado	como	oficina.
Sería	esa	la	última	imagen	que	sus	ojos	recogerían	del	director	con	vida,	y	ya	le
parecía	espectral	tras	la	ondeante	tela	blanca.	Le	sacudió	la	mano	y	él	le
respondió	con	un	gesto	parsimonioso.	Mónica	se	metió	a	la	casa,	molesta	de
haber	comenzado	el	día	de	trabajo	encontrándose	de	frente	con	la	inescrutable
Almira.
En	la	sala	estaba	preparándose	café	un	Arturo	radiante.	Le	sirvió	también	a	ella
una	taza	con	unas	gotas	de	leche	descremada	y	endulzante	artificial,	como	sabía
que	le	gustaba.	Estaba	feliz,	según	explicó,	porque	su	novio	le	había	perdonado
un	pecadillo.	No	especificó	en	qué	consistía,	ni	ella	preguntó.	La	sonrisa	del
galán	de	la	telenovela	mitigó	el	mal	sabor	de	boca	que	le	había	dejado	el
encuentro	fugaz	con	Almira.	Brindaron	con	sendas	tazas	de	café	por	los
pecadillos	perdonados.
Cuatro	horas	después,	a	su	dulce	amigo	y	colega	lo	estarían	trasladando	al
hospital	para	extraer	de	su	pecho	una	bala	que	debía	haber	sido	ficticia.	Y	ella	ni
siquiera	podía	ir	a	verlo,	a	tomarle	la	mano	y	a	decirle	que	lo	quería	mucho,
porque	tenía	que	encargarse	de	convertir	el	asesinato	de	su	director	en	toda	una
invención.
En	ella	descansaba	la	responsabilidad	de	lograr	que	una	gran	mentira	se	hiciera
viral	y	revoloteara	entre	millones	de	bocas	y	manos	tecleadoras	de	palabrería
ciberespacial.	Por	el	bien	del	país	y	en	homenaje	último	a	su	venerado
benefactor,	tenía	que	lograr	la	mejor	actuación	de	su	vida.
CAPÍTULO	II
Las	redes	tienen	que	ser	tóxicas.	Daniela	ya	lo	sabía.	No	necesitaba	ver	el	videodel	exitoso	maestro	de	ceremonias	cuyo	enlace	le	acababan	de	wasapear.	Se	lo
habían	enseñado	en	los	talleres	de	mercadeo	de	troles	antes	de	integrarse	al
equipo:	si	no	humillas,	no	haces	enojar,	y	si	no	haces	enojar,	no	hay	reacciones.
Según	explicaban	los	expertos	en	psicología	industrial	que	habían	diseñado	todo
eso,	lo	único	que	garantiza	que	los	usuarios	estén	constantemente	activos
produciendo	cliqueos,	reenvíos,	comentarios	y	nuevos	contenidos	es	que	se
quieran	desquitar	de	una	humillación	y	de	un	malentendido.	¿Y	qué	se	necesita
para	que	los	domine	sin	tregua	ese	impulso?	Herir	su	ego.	Mancharlo,	ya	sea	con
definiciones	reduccionistas	que	hagan	sentir	la	necesidad	de	aclarar,	o	con
denuestos	que	injurien	totalmente	a	la	persona	pública	y	la	hagan	defenderse.	Ni
la	curiosidad	ni	el	miedo	producen	tantas	respuestas	incesantes	para	que	el
usuario	aporte	información	sobre	su	comportamiento,	alimente	de	datos	a	las
empresas	y	los	gobiernos	sin	darse	cuenta,	y	compre	artículos	en	línea.	De	ahí
había	surgido	el	llamado	«mercadeo	de	odio»	que	no	solo	generó	mucho	dinero,
sino	éxito	político.
A	Daniela	no	le	hacían	falta	más	tutoriales	ni	conferencias	para	hacer	mejor	algo
en	lo	que	había	demostrado	ser	más	diestra	que	muchos	y	con	lo	que	había
pagado	durante	años,	casi	completa,	la	colegiatura	de	las	niñas	en	el	colegio
particular.	Lo	que	quería	saber	era	cómo	agilizar	el	sistema	de	casino	para	crear
adicciones	a	los	tuits	escandalosos,	pues	tenía	entendido	que	había	una	comisión
del	cinco	por	ciento	y	no	encontraba	el	enlace	ni	al	usuario	que	le	había	contado
eso.	Cosa	rara,	pues	era	muy	buena	investigando.	Antes	de	tener	a	Ximena	y
convertirse	en	señora,	había	sido	una	buena	reportera.	De	hecho,	se	embarazó
para	dejar	de	serlo.	Le	asustó	su	propia	capacidad	cuando	le	ofrecieron	la
oportunidad	de	irse	a	trabajar	de	corresponsal	a	Argentina	para	Notimex.
Aunque	fuera	una	agencia	del	Gobierno,	sabía	que	desde	el	extranjero	iba	a
poder	hacer	un	muy	buen	trabajo	periodístico,	pues,	a	excepción	de	ciertos
casos,	no	había	tanto	control	de	contenidos	sobre	las	notas	que	provenían	del
exterior	en	aquellos	tiempos.	A	Daniela	le	daba	miedo	su	propia	habilidad
potencial.	Temía	irse,	pero	también	quedarse,	y	el	embarazo	tomó	la	oportuna
decisión	por	ella.	Se	convenció	de	que	estaba	perdidamente	enamorada	de
Eduardo,	a	quien	decidió	convertir	en	su	razón	de	existir,	su	salvación,	su
credencial	de	identificación	con	fotografía,	su	pasaporte	a	la	felicidad	y	una
excelente	razón	para	dejar	de	tomar	la	píldora.
Claro	que	estas	cosas	Daniela	no	se	las	había	dicho	ni	a	su	sombra,	pero
precisamente	porque	se	sacrificó	de	esa	manera	y	se	convirtió	en	todo	lo	que
odiaba	de	su	madre,	ahora	tenía	esa	capacidad	peculiar	de	dar	rienda	suelta	a	su
rabia	en	sus	perfiles	falsos,	y	de	ofender	en	redes	digitales	como	nadie,
especialmente	a	mujeres	profesionales	que	habían	llegado	al	sitio	que	ella
hubiera	querido	ocupar.	Fue	tan	exitosa	con	sus	insultos	que	otros	troles
empezaron	a	copiarla.	A	los	seis	meses	de	mostrar	las	más	altas	estadísticas	fue
ascendida	a	coordinadora	de	la	fábrica	de	troles,	eufemísticamente	conocida
como	«mercadeo	en	línea».	Desde	ahí	desahogaba	toda	su	insidia	y	no	pasaba	un
viernes	de	pago	sin	maravillarse	de	que	pudiera	cobrar	por	haber	acumulado
tanto	veneno.	En	eso	habían	terminado	sus	estudios	en	Ciencias	de	la
Comunicación	y	sus	sueños	de	llegar	a	ser	la	mejor	reportera	de	México.	Ahora
era,	quizás,	la	mejor	cibergolpeadora	de	México,	pero	nadie	lo	sabía.	Era	como
tener	una	doble	vida:	la	pública	de	hacendosa	ama	de	casa	con	dos	hijas
adolescentes,	impartiendo	enseñanza	de	mujer	decente,	y	la	nocturna,	como	trol
a	escondidas.	Decía	que	el	dinero	que	ganaba	provenía	de	vender	aretes	y
pasteles.	Mientras	más	lo	pensaba	más	frustración	sentía	y	más	ofensiva	se
volvía	en	redes	digitales,	lo	que	por	mucho	tiempo	la	hizo	más	eficaz	y	le	dio
más	clientes.
Por	ese	éxito	era	tan	incomprensible	que	últimamente	hubiera	bajado	tanto	su
índice	de	comisiones	y	su	cantidad	de	pedidos.	Ella	había	llegado	antes	que
muchos	a	ese	mercado	oculto	donde	cualquiera	podía	triunfar,	pues	no	se
requería	casi	ningún	tipo	de	estudios,	y	ahora	con	los	correctores	gramaticales
automáticos,	los	dictáfonos	y	los	generadores	de	palabras,	menos	aún.	Lo	que	se
necesitaba	era	conocer	los	túneles	secretos,	como	en	las	películas	de	viajeros	del
tiempo	y	del	espacio,	rumbo	a	los	contratistas	invisibles,	pues	es	una	industria
que	exige	la	máxima	secrecía	a	sus	empleados	precarizados,	deseosos	de	ganar
dinero	con	el	tiempo	que	les	sobra.	Y	tiempo	era	lo	que	las	amas	de	casa	como
ella	tenían	en	esas	largas	horas	de	espera	calentando	mamilas	y	arrullando	bebés.
Por	eso	la	producción	de	troles	estaba	deshumanizando	también	a	las	madres	de
clase	baja	y	media,	no	solo	a	los	usuarios	a	los	que	se	proponían	enfurecer	y
obligar	a	reaccionar	para	que	los	comerciantes	obtuvieran	más	cliqueos.
Con	tiempo	fue	como	Daniela	encontró	los	accesos	a	ese	tipo	de	empleadores	y
empezó	a	ganar	dinero	aligerando	sus	rencores.	Era	formidable	que	la	tecnología
digital	le	permitiera	ser	remunerada	por	insultar	a	la	gente.	Simplemente	se
imaginaba	que	los	destinatarios	a	los	que	tenía	que	agredir	eran	su	suegra	o	sus
cuñados,	o	las	amigas	a	las	que	a	veces	odiaba.	No	era	un	trabajo	que	Daniela
quisiera	que	sus	hijas	aprendieran,	pero	era	una	fuente	de	recursos	monetarios
que	le	permitieron	complementar	los	de	Eduardo,	durante	las	temporadas	en	que
él	no	conseguía	trabajos	en	las	telenovelas	y	no	vendía	ni	un	cuadro.	En	ese
aspecto,	le	daba	orgullo	haber	sido	capaz	de	solucionar	una	situación	económica
en	momentos	difíciles.	Comenzó	a	alcanzarle	el	dinero	para	hacer	regalos	a	las
niñas	y	ahorrar	para	comprarse	un	coche	para	ella.
A	Eduardo	nunca	le	fue	mejor	como	artista.	Sus	cuadros	se	vendieron	siempre	a
precios	muy	bajos	y	no	logró	presentarse	más	que	en	una	que	otra	galería.
Afortunadamente,	eso	hacía	que	lo	llamaran	a	hacer	trabajos	relacionados	con
las	artes	plásticas.	El	negocio	de	las	narcotelenovelas	estaba	en	auge	y	uno	de
sus	compañeros	de	escuela,	Francisco	Martínez,	conocido	como	El	Pato,	era	a
menudo	contratado	como	director	de	arte	de	grandes	producciones	para	Tigres
Blancos.	El	Pato	lo	llamaba	como	asistente.
Así	que	el	joven	aspirante	a	pintor,	igual	que	su	mujer,	no	vivía	de	lo	que	le
gustaba,	pero	por	lo	menos	tenía	cómo	pagar	la	renta.	Daniela	le	decía	que	sus
cuadros	eran	demasiado	buenos	para	que	los	grandes	compradores	los	quisieran
y	los	críticos	lo	entendieran.	Secretamente	Eduardo	sabía	que	no	podía	creerla,
pues	Daniela	sabía	muy	poco	de	pintura,	pero	necesitaba	su	entusiasmo	de	típica
porrista	del	marido	para	sobrevivir,	pues	era	casi	la	única	persona	que	creía	en	él,
además	de	su	mamá.	Pensaba	que	debía	conseguir	más	exposiciones	con	sus
amigos	y	alguna	solo,	intentando	el	juego	de	ruleta,	hasta	lograr	que	un	día
cayera	por	ahí	«la	canica»,	esto	es,	algún	crítico	especializado	que	cotizara	su
trabajo	y	lo	hiciera	vender.	También	sabía	que	si	pedía	una	beca	del	Gobierno
como	joven	creador	entraba	al	círculo	mágico	en	el	que	los	críticos	también
becados	tenían	obligación	de	hablar	bien	de	su	trabajo,	pero	cada	año	se
postulaba	y	nunca	ganaba.	O	era	un	mal	pintor,	o	era	cierto	que	tenía	que	hacer
trampas	para	ganar.	Alguien	le	dijo	que	ya	también	los	jurados	de	los	becarios
estaban	cobrando	el	favor	y	que	tenía	que	conseguir	dinero	para	pagarles.	No	lo
sabía	a	ciencia	cierta.
En	todo	caso,	tanto	si	seguía	buscando	galerías	como	becas,	o	maneras	de
comprar	a	los	jurados,	necesitaba	recursos	económicos	para	pagar	los	materiales
y	la	entrada	en	galerías	de	los	cuadros	que	no	vendía,	además	de	la	manutención
del	hogar	y	de	las	hijas	que	cada	año	le	costaban	más	y	no	menos.	A	medida	que
Ximena	y	Maya	crecían,	Eduardo	Borja	veía	que	estaba	pagando	una	versión	de
vida	de	adulto,	mientras	que,	como	artista,	apenas	era	un	púber,	pues	la	realidad
no	avalaba	tanto	esfuerzo	ni	recursos	en	conservar	un	taller.	Encima	de	todo,	esa
autoimagende	artista	le	hacía	creer	a	Eduardo	que	debía	y	podía	recurrir	a	las
drogas	como	fuente	de	inspiración.	Todo	eso	costaba	mucho	y	la	culpa	no	hacía
más	que	incrementar	su	necesidad	de	anestesiarse	la	conciencia.
Pero	no	podía	rendirse.	Si	no	era	pintor,	¿qué	era?	¿Asistente	del	director	de	arte
de	una	telenovela?	«Pues	sí,	en	términos	estrictos,	eres	aquello	por	lo	que	te
conviertes	en	demanda	en	el	mercado»,	se	quejaba	con	Daniela.	«Pero	el
mercado	no	tiene	por	qué	definir	tu	identidad»,	le	respondía	su	alentadora	mujer,
quien	no	podía	soportar	la	idea	de	que	fracasara	como	artista	después	de	lo	que
ella,	a	su	vez,	había	sacrificado	por	esa	tarjeta	de	identidad	ante	el	mundo	(no	era
lo	mismo	ser	«la	esposa	de	un	técnico	de	telenovelas»	que	la	de	un	genio
incomprendido).
La	identidad	de	artista	insolvente	para	Eduardo	Borja	en	conjunción	(y
contradicción)	con	la	vida	de	familia	tradicional	de	clase	media	siguieron
costando	y	acumulando	deudas,	hasta	que	Saúl,	su	conecte	de	drogas,	le	propuso
empezar	a	vender	marihuana	y	cocaína	entre	los	equipos	de	grabación.	El
narcomenudista	le	explicó	que	su	patrón	quería	colocar	su	mercancía,	pero	que
las	narcotelenovelas	de	por	sí	estaban	financiadas	de	una	manera	muy	sofisticada
y	velada	por	los	grandes	capos	y	no	se	podía	ni	se	debía	competir	con	sus
productos,	pues	Saúl	y	sus	patrones	eran	ligas	muy	menores	en	comparación	con
ellos.	En	cambio,	el	hecho	de	que	él	formara	parte	del	personal	lo	hacía	menos
formal	e	inocente,	tal	como	lo	necesitaban.	En	el	improbable	caso	de	que	se	le
reclamara	estar	vendiendo	un	producto	que	no	era	de	los	propios	accionistas	de
ese	negocio,	siempre	podía	alegar	que	no	sabía,	que	nunca	se	había	dedicado	a
eso	y	que	simplemente	había	llevado	para	unos	amigos,	pero	que	solo	estaba
cobrando	lo	que	él	había	pagado.	Algo	muy	distinto	pasaba	cuando	a	alguien	que
no	era	de	la	producción	televisiva	se	le	veía	merodeando	por	ahí	o
intercambiando	paquetes	con	los	empleados.	Eso	es	lo	que	hacía	particularmente
valiosa	la	posición	del	joven	como	asistente	de	arte.
Con	ese	nuevo	ingreso	y	«las	entraditas»	de	Daniela	(como	llamaba	a	su	trabajo
clandestino	de	trol),	en	los	últimos	años	habían	podido	cubrir	las	rentas	y	ahorrar
para	comprar	una	casa	hipotecada	con	un	gran	espacio	para	el	estudio	de
Eduardo,	además	de	pagarse	sus	vacaciones	de	verano	cada	año	en	la	playa.	Así
pudieron	seguir	sosteniendo	la	fantasía	de	que	él	era	un	pintor	reconocido	pero
que	el	buen	arte	no	se	vendía	bien.
Claro	que	los	patrones	de	Saúl	empezaron	a	pedir	que	Eduardo	vendiera	cada
vez	más	y	no	solo	en	telenovelas,	sino	que	se	expandiera	a	más	lugares,	y	que	les
hiciera	cada	vez	más	favores,	como	esconder	cajas	de	contenido	desconocido	en
el	estudio	y,	en	ocasiones,	esconder	a	personas	a	las	que	no	volvía	a	ver.	Eduardo
no	se	opuso	porque,	de	alguna	manera,	le	parecía	un	intercambio	equitativo	por
un	negocio	que	le	había	permitido	la	vida	que	quería	tener.	«Ni	modo	que	no	me
cobren	nada»,	pensaba.	Justo	cuando	ocurrió	el	asesinato	del	Zar	de	las
Narcotelenovelas	en	la	locación	de	la	colonia	Nápoles,	Saúl	le	había	hablado	de
la	posibilidad	de	que	su	patrón	le	comprara	sus	cuadros	a	precios	exorbitantes,
pagándole	una	modesta	comisión,	para	evadir	impuestos	y	tener	cómo	guardar	el
dinero.
Eduardo	le	dijo	que	lo	iba	a	pensar	sabiendo	que	lo	iba	a	aceptar.
Tal	vez	ese	era	el	camino	para	ser	pintor,	se	dijo.	En	un	mundo	podrido,	era	la
única	forma	de	hacerse	valer.	Por	fin	la	crítica	pagada	voltearía	a	verlo.
Sin	querer	saberlo	(aunque	sospechándolo	en	un	lugar	de	su	conciencia	que	no
quería	visitar),	Eduardo	estaba	a	punto	de	caminar	la	ruta	que	los	millones	de
personas	que	en	México	sirven	al	crimen	organizado	creyendo	que	son
especiales.	Nunca	se	enteraría	de	si	era	un	buen	pintor	o	no,	pues	la	«crítica
pagada»	tan	anhelada	no	solo	servía	para	elogiarlo,	sino	para	anular	la
posibilidad	de	que	creyera	en	sí	mismo.	A	partir	de	entonces	dependería	de	esta
y	de	sus	jefes.	Más	aún:	si	alguna	vez	algún	testigo	de	lo	ocurrido	o	un	pintor	de
valor	se	lo	señalaba,	al	aceptar	ese	pacto	él	quedaba	ya	predestinado	a	responder
como	si	decir	la	verdad	fuera	un	crimen	y	no	un	derecho.	Le	armaría	un
escándalo.
Tal	como	reaccionan	los	pillos.
O	como	hacía	su	esposa	trabajando	de	trol	en	redes.
Se	lo	anunció	a	Daniela	la	última	noche	que	pasaría	con	ella.	El	día	anterior	al
asesinato	del	director	de	El	Jefe,	al	regresar	de	su	llamado,	Eduardo	se	la
encontró	sentada	a	la	mesa	del	comedor,	malhumorada,	diciéndole	a	la	laptop:
«Ya	sé,	pendejo,	no	necesito	un	tutorial	para	eso».	La	demanda	de	trabajo	había
ido	decayendo	y	no	se	explicaba	por	qué,	si	siempre	había	nuevos	productos	qué
anunciar,	empresas	que	necesitaban	que	se	les	hiciera	ruido	en	las	redes
provocando	rencillas,	y	elecciones	en	algún	país	hispanohablante.	Su	clientela	se
había	reducido	a	más	de	la	mitad,	y	en	lo	que	iba	del	año,	a	la	mitad	de	esa
mitad.	Era	el	colmo.	¿Sería	que	por	fin	toda	la	gente	había	descubierto	los
corredores	clandestinos	del	negocio?
«No	ha	habido	peticiones	últimamente.	Perdona»,	le	había	dicho	por	enésima
vez	su	representante	(se	había	vuelto	tan	famosa	en	el	medio	que	hasta	ya	tenía
un	agente	que	le	colocaba	trabajos).	Daniela	se	había	puesto	a	buscar	otra	vez	el
asunto	de	los	casinos,	o	al	usuario	que	le	había	contado	que	existían,	pero	no
encontró	nada	de	nuevo.	Empezaba	a	entender	que	su	volumen	de	ventas	se
había	deprimido	de	manera	permanente,	quién	sabe	por	qué.
Se	quejó	con	Eduardo,	a	manera	de	saludo.	Él	se	colocó	de	pie	junto	a	ella.	Le
recogió	en	una	cola	su	abundante	cabellera	negrísima,	larga	y	ondulada,	que
tantas	veces	había	pintado,	le	plantó	un	beso	en	la	frente	y	le	dijo	que	ya	no	tenía
que	preocuparse	de	nada.	«De	veras,	de	nada»,	subrayó,	quitándole	los	lentes	de
marco	azul	turquesa	con	forma	de	antifaz	de	batichica	que	tanto	le	gustaban.	Le
besó	los	labios	brevemente	y	se	sentó	a	su	lado	a	acariciarle	los	delgados	muslos
bajo	el	camisón,	excitándola,	mientras	le	explicaba	lo	que	iba	a	pasar	en	sus
vidas.
Nada	más	opuesto	a	lo	que	realmente	sucedió,	pero	esa	noche	ellos	no	lo	sabían.
Sus	futuras	trayectorias	defraudándose	a	sí	mismos	igual	que	otros	miles	de
clasemedieros	mexicanos	que	ingresan	al	narcotráfico	de	lleno,	pero	no	se
atreven	a	confesárselo	ni	a	sus	seres	queridos,	se	verían	truncadas	por	el
asesinato	de	Santiago	Parral,	que	ocurriría	al	día	siguiente.
Todo	porque	Eduardo	Borja	fue	la	primera	persona	que	se	encontró	muerto	al
director	de	la	telenovela	en	la	recámara	donde	había	pedido	estar	solo.	Y	porque,
a	diferencia	de	la	cantante	Almira,	no	gritó	ni	pidió	auxilio	ni	se	lo	contó	a	nadie.
Luego	de	observarlo,	cerró	la	puerta	sigilosamente	y	desapareció	sin	ser	visto.
Su	conducta	fue	suficiente	razón	para	sospechar	de	él	en	la	investigación	interna,
que	era	la	que	importaba,	a	cargo	del	detective	privado.	Mientras	las	redes	y
medios	de	comunicación	tradicional	estallaron	saturando	espacios	con	la	versión
del	Cártel	de	los	Emes	atacando	la	casa	y	el	director	tratando	de	salvar	a	su
actriz,	la	empresa	inició	la	única	pesquisa	que	podía	tener	consecuencias	reales,
pues	bastaba	con	un	señalamiento	del	productor	Carlos	Rosas	a	la	Policía
federal,	una	vez	hecha	su	investigación	interna,	para	que	investigaran	(ahora	sí,
formalmente)	a	quien	quiera	que	el	detective	de	su	compañía	encontrara
culpable.	Lo	demás	(incluidas	las	declaraciones	de	la	Policía	municipal)	no	era
más	que	un	circo	para	marear	al	pueblo.	Por	la	noche	de	ese	mismo	día	ya	se
hablaba	en	todo	México	de	un	complot	urdido	por	los	narcotraficantes	y	por
políticos	corruptos	para	dañar	a	las	instituciones,	perjudicar	a	la	industria	del
turismo	en	la	ciudad,	asustar	a	la	inversión	externa	y	dar	un	«golpe	de	Estado
blando»	contra	el	Gobierno.
Pero	mientras	en	el	ciberespacio	bullían	las	acusaciones	falsas	y	los	insultos	para
dividir	a	la	población,	Froilán	Manzano	le	anunció	a	Carlos	Rosas	que	tenía	ya
identificado	en	qué	sala	y	a	qué	horas	pudo	haberse	armado	el	operativo	de
distraccióncon	la	bala	que	debió	ser	falsa	para	la	escena	de	Arturo	Gil,	y	quiénes
eran	las	últimas	personas	que	habían	estado	en	el	segundo	piso,	cerca	de	la
habitación	donde	mataron	al	director.
La	última	persona	a	la	que	se	vio	entrar	a	hablar	con	él	era	el	único	empleado
que	no	aparecía	por	ninguna	parte:	el	joven	Eduardo	Borja	Sánchez,	asistente	del
director	de	arte,	quien	a	veces	les	vendía	droga	a	varios	del	equipo,	según	le
informaron	los	propios	compradores	al	detective.
¿Sabía	eso	el	productor	televisivo?	Claro	que	sí.	Y	lo	sabían	los	grandes	capos
que,	de	manera	sofisticadamente	encubierta,	financiaban	a	Tigres	Blancos	S.A.
de	C.V.	Tal	como	Rosas	pareció	aclararle	a	Manzano	aquella	noche	en	la	reunión
de	recapitulación	(también	de	manera	muy	velada,	siempre	con	metáforas	y
dobles	sentidos	para	que	nunca	se	pudiera	asegurar	que	alguien	dijo	lo	que
quería	decir,	como	solían	hablar	de	sus	inversionistas),	todos	los	altos	mandos
sabían	que	Eduardo	Borja	vendía	drogas	en	las	camionetas	y	las	áreas	de
descanso	de	las	grabaciones	desde	hacía	mucho,	pero	la	mercancía	provenía	de
unas	bandas	pequeñas	del	barrio	de	Tepito,	protegidas	por	algún	funcionario	de
medio	rango	del	Gobierno	de	la	ciudad.	A	los	grandes	capitales	de	la	telenovela
no	les	hacía	mucho	daño	ese	narcomenudeo	en	clave	insignificante	y,	de	hecho,
les	convenía,	puesto	que	no	estaba	asociado	directamente	con	ellos.	Habría	sido
bastante	torpe	de	su	parte	financiar	la	teleserie	que	los	dejaba	como	una	leyenda
a	nivel	internacional	una	vez	que	se	retransmitía	en	plataformas	digitales	y,
simultáneamente,	vender	sus	propios	cigarrillos	de	mota	y	coca	para	algunos
técnicos	y	actores	en	los	vehículos	y	estudios	de	grabación.
No	solo	era	imbécil,	sino	de	mal	gusto,	como	dejó	entrever	Rosas	en	aquella
reunión	con	su	encargado	de	seguridad.	Por	eso	fue	por	lo	que	el	joven	aspirante
a	pintor	había	conseguido	vender	drogas	durante	tres	años	entre	el	equipo	de
grabación	sin	que	nadie	le	pusiera	un	alto.	Y,	también	por	eso,	los	patrones	de
Saúl	(el	suministro	de	Eduardo),	se	creían	más	listos	y	realizados	de	lo	que
realmente	eran.	La	verdad	era	que	se	les	había	dado	permiso	para	operar
temporalmente	en	terrenos	que	no	les	pertenecían,	solo	para	guardar	bien	las
apariencias.
—Pues	vamos	a	ver	si	el	tal	Eduardo	llega	esta	noche	a	dormir	a	su	casa.	Lo
dudo	—anunció	Froilán	en	la	oficina	improvisada	de	la	locación—.	Ya	hice
todos	los	interrogatorios	con	el	personal	que	de	verdad	quiere	ayudar…	Las	tres
últimas	personas	que	vieron	al	Chago	con	vida	fueron	tú	mismo,	Darío	Peña,	que
no	tiene	ninguna	razón	para	matarlo	y	que	pidió	que	lo	dejaran	solo,	la	pobre
cocinera	que	después	le	llevó	su	desayuno,	con	permiso	de	Darío,	que	no	para	de
llorar	y	de	temblar	y	que	dudo	que	pueda	hacer	un	disparo	tan	profesional,	y	este
tipo…	Este	tipo	Eduardo	Borja,	que	vende	droga	a	la	crew	y	que	desaparece
inmediatamente	después	de	que	todos	oigamos	el	disparo…	El	disparo	distractor,
al	menos,	porque	el	verdadero	ninguno	lo	oyó,	y	de	eso	se	trataba.	Bueno.	El
caso	es	que	ni	rastro	de	Eduardo	Borja	desde	entonces,	y	le	mandamos	mensaje	a
su	esposa	y	dice	que	no	tiene	idea	de	dónde	está,	que	creía	que	estaba	con
nosotros.	Qué	pensar,	¿eh?	¿Por	qué	será	tan	difícil	sospechar	de	él?
Carlos	Rosas	asintió	con	la	cabeza,	meditabundo.	Él	tenía	identificados	a	todos
los	miembros	de	su	equipo.	Claro	que	conocía	al	tal	Eduardo	Borja,	el	asistente
de	su	director	de	arte,	un	güerillo	menudo	que	siempre	vestía	camisas	de	manta,
adornado	con	collares	y	pulseras.	Estaba	claro	que	ese	chico	nunca	tenía	que	ir	a
trabajar	trajeado	ni	uniformado	a	ningún	lugar.	Tendría	unos	treinta	años	y	buena
puntería.	Era	preciso.	Era	pintor,	le	había	dicho	su	encargado.	Carlos	se	cruzaba
de	vez	en	cuando	con	él	y	lo	había	visto	varias	veces	lanzar	los	objetos	con	los
que	maniobraba,	jugando	al	baloncesto.	Siempre	atinaba.	Además,	era	uno	de	los
que	tenían	acceso	a	las	cosas	de	utilería.	Podría	haber	sabido	dónde	se	guardaban
las	armas	en	esa	casa	la	noche	anterior.	Pero	difícilmente	lo	podía	imaginar
orquestando	ese	asesinato	tan	enrevesado	y	bien	calculado,	sabiendo	que	tendría
que	darse	una	versión	pública	de	los	hechos	completamente	ajena	a	la	verdad.
En	todo	caso,	no	le	veía	razón	para	hacerlo.	Nunca	lo	había	visto	con	Santiago
más	que	recibiendo	instrucciones	o	vendiéndole	yerba.	No	había	entre	ellos	más
que	camaradería,	y	bastante	distante.	Si	él	era	el	asesino	de	su	compadre	Chago,
tendría	que	haberlo	hecho	por	encargo,	y	por	muchísimo	dinero.	Había	que	ver	si
la	esposa	estaba	al	tanto.	Tenía	razón	Froilán	(siempre	tenía	razón	Froilán):	si	tal
era	la	situación,	el	hombre	no	regresaría	a	su	hogar.	Era	cuestión	de	poner
presión	sobre	la	esposa.	Si	tenían	hijos,	seguramente	Eduardo	había	hecho
planes	para	que	lo	alcanzaran	en	algún	lugar	después.
De	todas	formas,	faltaba	un	motivo.	Alguien	a	quien	nadie	del	equipo	de	trabajo
veía	como	un	extraño	había	pasado	varias	jornadas	de	grabación	en	esa	casa,
analizándola,	muy	familiarizado	con	todos	los	movimientos	de	los	trabajadores	y
de	la	forma	como	se	hacían	los	ensayos.	Daba	escalofríos	pensarlo.	El	asesino
estaba	entre	ellos,	y	lo	más	probable	era	que	el	crimen	fuera	personal.
¿Sería	posible?	En	nuestra	nación	inundada	de	crímenes	políticos	y	asesinatos	a
periodistas	que	pasan	décadas	impunes,	con	todas	las	razones	políticas	y
económicas	que	había	para	perjudicar	a	una	de	las	empresas	productoras	de
televisión	y	cine	más	politizadas	y	cercanas	al	Gobierno,	¿sería	factible	que	se
tratara	de	un	asesinato	meramente	pasional?
—Bueno.	Tenemos	que	contemplar	todas	las	aristas	—le	dijo	el	detective	antes
de	irse	rumbo	a	la	casa	del	sospechoso	Eduardo	Borja—.	Yo	todavía	no	descarto
nada.	Ni	siquiera	al	narco,	así	como	lo	ves.
Carlos	Rosas	lo	detuvo	de	un	brazo.
—Entonces	pensemos	en	razones	personales	también.	Darío	estuvo	discutiendo
con	Chago	hace	unos	días.	No,	no	eran	las	discusiones	de	trabajo	entre	ellos,
muy	normales,	a	veces	a	gritos.	Pero	no,	esto	era	por	Anti,	que	anda	con	Darío.
Le	dijo	a	Chago	que	se	quería	casar	con	ella	y	eso	no	le	pareció	nada	bien.	No	es
el	marido	que	Chago	ve….	veía	para	su	hija.
Froilán	tomó	nota	de	la	nueva	información.	Había	hablado	muchas	veces	ese	día
con	Darío	Peña,	el	memorioso	y	ordenadísimo	primer	asistente	de	dirección	de
Santiago	Parral,	quien	había	resultado	de	gran	ayuda	para	trazar	un	mapa	con	los
movimientos	de	todos	por	la	casa,	sus	nombres,	teléfonos	y	direcciones.	Lo	raro
fue	que	en	ese	tiempo,	unas	ocho	horas,	Darío	nunca	le	mencionó	que	pensaba
casarse	con	Artemisa	Parral,	la	perla	de	la	familia.	Menos	aún	que	se	acababa	de
pelear	por	ella	con	el	padre	de	la	novia,	el	ahora	difunto.
Ya	se	imaginaba	Froilán	la	carga	de	tensión	que	eso	había	originado,	porque	si
algo	cuidaban	Santiago	y	Pilar,	su	exmujer,	eran	las	relaciones	de	Artemisa,	a
quien	verdaderamente	habían	cultivado	como	a	un	tesoro.	La	tenían	estudiando
actuación	en	Londres,	esperando	convertirla	en	una	estrella	de	Hollywood.
Seguramente	no	era	a	Darío	Peña	a	quien	planeaban	tener	de	yerno.
¿Por	qué	el	asistente	de	dirección	se	había	callado	una	información	tan	relevante
y	reciente	en	su	vida?	Froilán	se	propuso	averiguarlo,	pues,	aparte	de	Eduardo
Borja,	era	el	único	otro	individuo	joven	que	estuvo	en	esa	recámara	con	la
condición	física	para	disparar	una	pistola	y	dar	en	el	blanco.
Aunque,	aquella	noche,	tan	pronto	llegó	a	la	casa	de	Eduardo	Borja,	corroboró	lo
que	ya	se	imaginaba:	el	más	probable	asesino	de	los	presentes	no	había
regresado	a	su	hogar.
Le	abrió	la	puerta	una	bella	joven	espigada,	alta,	de	ojos	muy	grandes	y
redondos,	como	espantados	siempre	por	la	vida,	tras	unos	anteojos	con	forma	de
antifaz.	Enmarcaba	su	hermoso	rostro	el	pelo	oscuro	y	ondulado	que	le	llegaba
hasta	la	cintura.	A	Froilán	le	atrajo	de	inmediato	y	le	provocó	simpatía.	Pero	no
podía	asegurar	que	no	estuviera	mintiendo	cuando	dijo	que	no	tenía	idea	de
dónde	estaba	su	marido	ni	qué	había	pasado	con	él.	Pese	a	que	se	veía	muy
asustada	y	nerviosa,eran	ya	cerca	de	las	diez	de	la	noche,	sus	hijas	ya	habían
regresado	a	casa,	no	sabían	nada	de	él,	tampoco	se	había	comunicado	con
ninguna	de	ellas,	y	la	señora	no	había	esculcado	sus	pertenencias	para	ver	qué
podía	encontrar	que	le	diera	una	pista	o	se	había	llevado,	por	ejemplo.	Eso	era
inverosímil.	Ni	la	más	respetuosa	y	confiada	de	las	mujeres	evita	echar	un
vistazo	a	lo	último	que	haya	tocado	o	hecho	el	marido	que	no	llega,	siquiera	para
revisar	si	se	llevó	el	teléfono.	Solo	en	ese	momento	Daniela	lo	hizo,	a	sugerencia
de	Froilán,	quien	necesitaba	saber	si	había	dejado	en	su	casa	su	pasaporte	o
cualquier	otro	documento	importante.
Mientras	Daniela	abría	cajones	y	desaparecía	por	las	escaleras	rumbo	a	las
recámaras,	Froilán	se	puso	a	revisar	la	estancia	principal	de	la	casa.	Cosa	rara:
no	había	ningún	cuadro	de	Eduardo	por	ahí.	¿No	le	habían	dicho	que	era	pintor?
¿No	fue	lo	que	su	esposa	misma	anunció	casi	tan	pronto	le	abrió	la	puerta?
Había	reproducciones	impresas	de	Van	Gogh	que	hasta	él	reconocía	sin	saber
nada	de	arte,	y	otras	muy	famosas	cuyos	autores	no	identificaba,	pero	ninguna
del	señor	de	la	casa.
Se	notaba,	en	cambio,	que	el	negocio	de	la	droga	al	menudeo	había	sido
redituable,	pues	era	una	vivienda	espaciosa	con	algunos	lujos	inocultables,	como
la	pantalla	de	televisión	gigantesca,	empotrada	en	la	pared,	y	la	computadora
portátil	MacBook	Pro	sobre	la	sala,	modelo	del	año.	Poco	faltó	para	que	Froilán
cediera	a	la	tentación	de	abrirla,	pero	en	eso	volvió	a	aparecer	Daniela	con	el
pasaporte	y	el	acta	de	nacimiento	de	Eduardo.	No	se	los	había	llevado.	Si
pensaba	escapar,	tal	vez	se	comunicaría	con	Daniela	después.
—Señora,	le	pido	que	me	avise	inmediatamente	en	cuanto	sepa	algo	de	él.
Disculpe	la	molestia,	pero	como	usted	sabe,	la	policía	lo	que	menos	hace	es
investigar	y	yo	tengo	una	obligación	moral	con	don	Santiago	y	don	Carlos.
—Claro	que	sí	—respondió	Daniela,	visiblemente	aliviada	de	verlo	partir—.	Yo
por	eso	no	quiero	avisar	a	la	delegación	hasta	no	estar	segura.	Igual	se	fue	con
unos	amigos,	se	le	acabó	la	batería	del	teléfono,	o	algo.
—¿Hace	eso	muy	seguido?
—No,	no	muy	seguido,	pero	a	veces.	Él	es	un	artista,	¿sabe?	Y	así	son	los
artistas.	Distraídos.
—No	veo	ninguno	de	sus	cuadros	por	aquí.	¿Dónde	están?
—Ah,	es	que	siempre	los	tenemos	todos	en	el	estudio	de	Eduardo,	para	que	no	se
asusten	las	niñas.	Es	costumbre	de	cuando	eran	niñas	—aclaró	Daniela,	al	ver	los
ojos	de	plato	que	abría	el	detective—.	Ahora	ya	están	grandes,	no	se	asustan.
Pero	de	todas	formas	los	dejamos	ahí,	expuestos	para	los	clientes,	que	entran	por
la	puerta	de	atrás.
¿Había	escuchado	bien	Froilán?	¿Sus	propias	hijas	se	asustaban	con	los	cuadros
que	pintaba	su	papá	y	había	que	esconderlos?
—¿Quiere	decir	que	ese	estudio	está	aquí	mismo,	doña	Daniela?
—Aquí	mismo,	por	allá.
—¿Puedo	verlo?
—Claro	que	sí,	pero	por	favor	no	se	predisponga.	Es	solo	arte.	Todo	invención.
Daniela	lo	condujo	por	la	cocina	rumbo	al	jardín	y	a	una	pequeña	casa	de	techo
de	dos	aguas	en	el	otro	extremo.	Le	encendió	las	potentes	lámparas	para	que
contemplara	la	obra	de	su	marido.
Manzano	entendió	entonces	por	qué	«las	niñas	se	habrían	asustado».	Eduardo
Borja	pintaba	cuadros	de	descabezados,	cadáveres	sin	extremidades	y	mujeres
descuartizadas.	En	muchos	podía	notarse	que	Daniela	había	sido	la	modelo.
—Yo	no	le	mostraría	esto	a	la	Policía,	¿me	entiende?	—explicó	Daniela.
Froilán	asintió	con	la	cabeza	sin	acertar	a	comentar	nada.	Hasta	él,	que	lo	había
visto	todo,	estaba	sorprendido.	No,	ese	hombre	no	podía	descartarse	como
sospechoso.
CAPÍTULO	III
El	palacete	de	la	colonia	Nápoles	donde	se	videograbaron	algunas	escenas	de	la
telenovela	El	Jefe	tenía	mucha	historia	sobre	la	política	del	país	guardada	en	sus
salones.	Había	sido	construida	en	los	años	treinta,	cuando	la	zona	era	todavía
una	planicie	de	descanso	para	ricos	hacendados,	cerca	del	río	Churubusco,	en	las
afueras	de	la	gran	ciudad.	Sus	aspiraciones	aristocráticas	quedaron	labradas	en
sus	cornisas	y	frontispicios	de	cantera,	en	sus	balcones	y	torreones	majestuosos	y
en	una	fuente	con	esculturas	en	el	jardín.	El	salón	de	baile	en	la	parte	trasera,
cruzando	el	jardín,	donde	Almira	estuvo	ensayando,	tenía	en	su	interior	las
paredes	esculpidas	en	bajorrelieve	con	figuras	de	danzantes	griegos	y	el	piso
entablado,	pues	originalmente	había	sido	una	sala	para	que	la	hija	del	dueño
estudiara	ballet.
Cuando	la	ciudad	creció,	los	hacendados	se	convirtieron	en	empresarios	y
comerciantes.	A	partir	de	los	años	70,	la	zona	empezó	a	ser	habitada	por
periodistas	que	se	vendieron	al	poder	en	turno	desde	el	sexenio	de	Luis
Echeverría,	un	presidente	que	fue	pródigo	con	la	prensa	que	no	lo	criticaba	y	que
le	ayudaba	a	encubrir	su	participación	en	la	matanza	de	estudiantes	durante	el
movimiento	del	68.	La	casa	fue	comprada	por	uno	de	ellos	y	desde	entonces
hasta	la	fecha	estuvo	habitada	por	su	descendencia,	que	también	se	dedicó	al
periodismo	por	encargo.	La	casona	fue	escenario	de	grandes	festejos	de
periodistas	ansiosos	de	poder	político	y	el	salón	de	baile	trasero	fue	adaptado
para	fiestas	con	música	en	vivo,	mismas	que,	en	fines	de	semana,	terminaban
usualmente	en	bacanales.
Ahí	acudieron	muchas	figuras	de	la	farándula	artística	mezclada	con	la	política	e
intelectual:	cantantes	y	actores	que,	como	Almira,	se	alejaban	de	la	música	pop
de	Thalía	y	Daniela	Romo	o	Verónica	Castro	y	de	los	melodramas	telenoveleros
de	cenicientas	de	ojos	verdes	para	hacer	lo	que	en	ese	entonces	aspiraba	a	ser
«un	trabajo	redituable	y	digno».	Ahí	es	donde	se	fusionaban	los	poderes
políticos	con	los	de	la	industria	de	entretenimiento	«de	buen	gusto».	De	muchas
de	esas	tertulias	surgieron,	precisamente,	las	ideas	para	el	llamado	nuevo	cine
mexicano,	así	como	para	las	telenovelas	más	policíacas	y	detectivescas	que
románticas,	con	algún	contexto	político.	Lo	cual,	desde	luego,	en	nuestro	país
anegado	por	el	narcotráfico,	no	podía	existir	por	mucho	tiempo	como	tal:
después	se	vendería	en	paquete	a	las	autoridades	para	que	lo	revisaran,	y	como
estas	estaban	coludidas	con	el	crimen	organizado,	terminaría	como	un	producto
del	narco	en	el	que	se	glorificaba	a	los	capos	que	aún	seguían	con	vida	y	eran
prófugos	de	la	(in)justicia	mexicana,	con	largos	mensajes	dramatizados	para
mostrar	su	poderío.
En	las	fiestas	de	esa	casa	fue	donde	Santiago	Parral	prácticamente	fue	juntando
su	reparto	para	sus	producciones	televisivas.	Le	traía	tan	buenos	recuerdos	que
por	eso	a	veces	se	la	rentaba	al	dueño,	su	gran	amigo	el	periodista	Felipe	León,
como	locación.	En	sus	múltiples	habitaciones	jugó	muchas	veces	la	niña
Artemisa	con	otros	pequeños	hijos	de	famosos,	a	cuyo	lado	se	hizo	adolescente.
En	la	amplia	biblioteca	se	había	escondido	con	los	dos	hijos	de	León	para
desnudarse	y	mostrarse	los	genitales	por	primera	vez	a	los	once	años.	Y,	de	los
dieciocho	años	en	adelante,	en	esos	mismos	torreones	tuvo	sexo	intempestivo,
con	varios	de	los	técnicos	del	equipo	de	su	papá,	con	quienes	tenía	el	hábito	de
acostarse	durante	los	recesos,	desafiando	a	la	autoridad	paterna	y	materna,	a
veces	en	tríos.	Cuenta	la	leyenda	de	entretelones	que	alguna	vez	se	acostó	con
dos	asistentes	de	cámara	sobre	el	lecho	donde	se	suponía	que	el	personaje	del
capo	se	iba	a	refocilar	con	dos	de	sus	prostitutas,	siguiendo	la	coreografía	ya
ensayada,	y	con	los	coitos	cronometrados	durante	el	corte	para	comer.
En	este	recuento	de	la	historia	íntima	del	asesinato	de	nuestro	afamado	director
Santiago	Parral,	sobra	decir	que	su	hija	conocía	la	casa	al	derecho	y	al	revés.
Arty,	como	la	llamaban,	era	una	de	las	pocas	personas	que	sabía	de	la	existencia
de	un	pasadizo	secreto	desde	la	cocina	hasta	la	recámara	donde	habían	matado	a
su	padre.
Eran	las	siete	de	la	noche	en	Londres	cuando	recibió	la	noticia.	Su	madre	la
llamó	por	videoconferencia,	casi	histérica.	Aunque	se	habían	divorciado	hacía
cinco	años,	seguían	siendo	pareja	en	todo	lo	que	no	fuera	sexual.	Pilar	Santos	era
productora	y	socia	también	de	la	compañía.	Sus	vidas	estaban	entrelazadas

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