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Variaciones en el contenido de los estereotipos de género: diferencias transculturales, influencia del contexto, subtipos, evolución temporal ¿Se mantiene estable el contenido de los estereotipos de género en todos los países? ¿Se aplican de manera rígida o depende del contexto? ¿Se aplican a todos los hombres y mujeres por igual? ¿Ha variado el contenido de los estereotipos de género a lo largo de los años? En este epígrafe trataremos de responder a estas cuestiones. Uno de los estudios más ambiciosos para comprobar la posible variación de los estereotipos de género a través de las culturas fue el llevado a cabo por Williams y Best en 1990 en treinta naciones diferentes (véase el Cuadro 9.5). Cuadro : Diferencias culturales en estereotipos de género. En los estudios realizados con adultos, a los estudiantes universitarios de 27 países se les presentaba un listado de 300 adjetivos y se les solicitaba que indicaran si en su cultura cada uno de estos adjetivos estaba asociado más frecuentemente a los hombres, a las mujeres, o no tenían relación con el género. Los países en los que los estereotipos de hombres y mujeres eran más diferenciados fueron los Países Bajos, Finlandia, Noruega y Alemania, y en los que se encontraron menos diferencias entre ambos este- reotipos fueron Escocia, Bolivia y Venezuela. Como señalan Best y Williams (1997), los estereotipos de hombres y mujeres eran más diferentes en países protestantes que en católicos, en países más desarrollados y en países más individualistas en valores relacionados con el trabajo masculino. No se hallaron efectos consistentes sobre la favorabilidad, es decir, en unos países el estereotipo mascu- lino era más positivo (por ejemplo, Japón, Sudáfrica, Nigeria) y en otros lo era el femenino (por ejemplo, Italia, Perú, Australia). Asimismo, los análisis revelaron: • la existencia de seis adjetivos asociados a los hombres en todas las culturas investigadas: aventurero, enérgico, dominante, independiente, masculino y fuerte. • la existencia de tres adjetivos asignados consistentemente a las mujeres en todas las culturas: senti- mental, sumisa y supersticiosa. Los autores identificaron otra serie de adjetivos asociados a los hombres o a las mujeres en la mayoría de las culturas. No obstante, también existían importantes variaciones entre los países relacionadas con diferencias en tradición religiosa. Por ejemplo, en países católicos el estereotipo femenino era más favorable que en países protestantes, resultado consistente con el rol más importante de las mujeres en la tradición católica. Aunque los resultados de esta investigación muestran que hay aspectos compartidos entre las diferentes naciones, a nuestro juicio, eso no nos puede llevar a defender una consistencia transcultural. Lo correcto es asumir que existen diferencias en los estereotipos entre diferen- tes culturas. Incluso, como veremos a continuación, los estereotipos también varían entre subgrupos dentro de una misma cultura y están ampliamente afectados por el contexto. Los estudios de Monica Biernat y sus colegas inciden en cómo el contexto afecta a la apli- cación de los estereotipos. Así, los resultados del estudio de Biernat y Manis (1994) revelan que en lugar de mantener estereotipos globales de que las mujeres son menos competentes que los hombres, los perceptores evalúan la competencia en un contexto específico: los hombres son más competentes que las mujeres en tareas “masculinas”, y las mujeres son más competentes que los hombres en tareas “femeninas”. En un estudio posterior, Biernat y Kobrynowicz (1997) encontraron resultados similares: los participantes evaluaban a los supuestos candidatos a un trabajo de manera más favorable cuando su sexo “se ajustaba” al trabajo que habían solicitado. Como indican Biernat y Thompson (2002), en las últimas décadas la literatura psicosocial ha pasado de considerar los estereotipos como estructuras rígidas y rápidamente aplicables, a una visión de que los estereotipos son constructos flexibles, que están sujetos a cambios y a varia- ciones contextuales. Estos aspectos se recogen en el Shifting Standards Model (véase Biernat y Thompson, 2002, para una revisión del modelo y una comparación con otras perspectivas teóricas relevantes), que a su vez destaca que los estereotipos de género sirven como criterio de comparación. Es decir, un hombre es juzgado en relación a los hombres en general y lo mismo sucede con las mujeres (para un mayor desarrollo de este aspecto del modelo en castellano, véase Moya, 2003, pp. 182-184). Otra variación importante en los estereotipos de género se refiere a la existencia de subti- pos estereotípicos. Es decir, existen creencias sobre tipos particulares de hombres y mujeres. Por ejemplo, existen subtipos de mujeres entre los que se encuentran las amas de casa, las mujeres de carrera, las sex-symbols, las ejecutivas, las deportistas, las feministas. Entre los hombres algunos subtipos son los que incluyen deportistas, obreros y empleados de oficina, ejecutivos, machos (Deaux y La France, 1998). Las dimensiones de afecto y competencia cum- plen una función importante en la evaluación de los subtipos. En general, los estereotipos de género caracterizan a los hombres como muy competentes pero poco afectivos, y a las mujeres como poco competentes, pero muy afectivas. Eagly y Mladinic (1993) mostraron que la mayor afectividad percibida de las mujeres genera el efecto “las mujeres son maravillosas”. Estos in- vestigadores también demostraron que, aunque la competencia estereotípica de los hombres es admirada, estos rasgos, cuando se perciben en exceso, tienen un lado negativo —a los hombres se les considera con frecuencia muy competitivos, arrogantes y egoístas—. Los estereotipos generales de hombres y mujeres sugieren un “cruce”: ser percibido como competente, pero no afectivo, o como afectivo, pero no competente. La competencia y la afecti- vidad no son mutuamente excluyentes, pero cuando se trata de los estereotipos sobre hombres y mujeres ambas dimensiones están negativamente relacionadas (Spence y Buckner, 2000). Así, el estereotipo general de afectivas, pero incompetentes de las mujeres es consistente con el subtipo de mujeres tradicionales (por ejemplo, amas de casa), mientras que las percepciones de subtipos menos tradicionales básicamente invierten el estereotipo —las mujeres de carrera no son consideradas afectivas, sino competentes (Eagly, 1987; Glick, Diebold, Bailey-Werner y Zhu, 1997) y lo mismo ocurre con las feministas (MacDonald y Zanna, 1998)—. En esencia, las mujeres no tradicionales son estereotipadas como poseedoras (quizá exageradamente) de personalidades masculinas, perdiendo afectividad femenina y ganando competencia. Como consecuencia, pierden el afecto dirigido a las mujeres tradicionales, aunque a la vez ganan respeto. El problema de las mujeres no tradicionales es que lo negativo que procede de la com- petencia percibida puede ser mucho mayor que en el caso de los hombres que actúan de modo similar, porque mostrar competencia (especialmente con un estilo masculino, autoritario) rompe las prescripciones de la amabilidad femenina (Eagly, Makhijani y Klonsky, 1992; Rud- man, 1998; Rudman y Glick, 1999). Finalmente, respecto a la evolución en el contenido de los estereotipos de género, tanto en las descripciones que hacen las personas sobre los hombres y mujeres en general, como en las autodescripciones, existe cierto debate en la literatura. Así, autoras como Spence (1999) señalan que los estereotipos de hombres y de mujeres se han mantenido básicamente igual durante las últimas tres décadas. Sin embargo, en nuestro país, Moya y Pérez (1990) en el trabajo mencionado anteriormente, encontraron que de 98 rasgos originalmente atribuidos la mitad a los hombres y la otra mitad a las mujeres, 59 eran más característicos de la mujer que del hombre y sólo 24 eran más propios del hombre que de la mujer. Concretamente,se en- contró que, mientras que el estereotipo de la mujer incluía rasgos asociados tradicionalmente a los hombres, no hubo ninguna característica tradicionalmente femenina que se asociase a los hombres. En esta misma línea están los resultados de Twenge (1997). Este autor llevó a cabo un meta-análisis que incluía estudios norteamericanos realizados entre 1973 y 1993 con el BSRI y el PAQ. Encontró un aumento en la autoasignación de las mujeres de rasgos este- reotípicamente masculinos, mientras que los hombres continuaban sin autoasignarse rasgos estereotípicamente femeninos. Por tanto, en general, parece que el estereotipo de la mujer comienza a incluir rasgos mas- culinos, mientras que el estereotipo masculino no ha experimentado cambios importantes en las últimas décadas. Efectos de los estereotipos de género Bárbara Gutek (2001) realizó una comparación entre los contenidos de dos libros sobre las mujeres y el mercado laboral: Mujeres y trabajo: una perspectiva psicológica (Nieva y Gutek, 1981) y Mujeres y hombres en las organizaciones: aspectos del sexo y el género en el trabajo (Cleveland, Stockdale y Murphy, 2000). Su objetivo era investigar qué áreas se abordaban desde la perspecti- va psicosocial hace 20 años y qué áreas ocupan un lugar central actualmente en este ámbito. La investigación sobre los estereotipos de género está clasificada por la autora como una cuestión a la que no se le prestaba atención y que, en la actualidad, ocupa un lugar central en el estudio de las mujeres y el mercado laboral. Concretamente, la investigación sobre los estereotipos que se ha realizado en los últimos 20 años ha puesto de manifiesto que los estereotipos son uno de los mecanismos principales que explican muchas de las experiencias de las mujeres en el mer- cado laboral. El libro de Cleveland, Stockdale y Murphy (2000) contiene un capítulo dedicado a numerosos aspectos en los que los estereotipos de género pueden afectar negativamente al desarrollo laboral de las mujeres (por ejemplo, la promoción, la evaluación del rendimiento, el acceso a recursos y apoyo, las expectativas de salario). A continuación, analizamos la influencia negativa de los estereotipos de género en un ámbito muy concreto: el acceso diferencial de las mujeres a la función directiva. El acceso diferencial de las mujeres a puestos directivos En la actualidad nadie pone en duda que la incorporación de las mujeres al mercado laboral ha experimentado un extraordinario desarrollo en las últimas décadas. Sin embargo, existen ámbitos donde el principio de igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres aún no constituye un hecho. Uno de los ejemplos más patentes de la persistencia de la desigualdad lo constituye el diferente grado de ocupación de puestos de decisión y cargos de responsabilidad por parte de hombres y mujeres en distintos ámbitos y organizaciones, hecho que, con mayor o menor incidencia, ocurre en casi todos los países. Desde hace varios años, y en diferen- tes lugares, se viene constatando la existencia del denominado techo de cristal: un término acuñado a finales de los años ochenta para designar una barrera invisible que impide a las mujeres cualificadas, como grupo, alcanzar puestos de responsabilidad en las organizaciones en las que trabajan (Morrison, White y Van Velsor, 1987). Para comprender cómo los estereotipos de género subyacen al techo de cristal es necesario introducir una idea clave. Nos referimos a la existencia de un estereotipo persistente que asocia la función directiva con cualidades estereotípicamente masculinas. Aunque existen numerosos trabajos que evidencian que la “buena dirección” está tipificada de modo masculino, a nuestro modo de ver, los realizados por Virginia Schein son los más clarificadores y representativos. Esta autora comenzó sus investigaciones aplicando un cuestionario (SDI, Schein Descriptive Index; Schein, 1973) que medía hasta qué punto 92 descripciones eran características de las mujeres, de los hombres, o de las personas que ocupan un puesto directivo medio con éxito. Sus trabajos iniciales pusieron de manifiesto que las características, actitudes y comportamientos asignados a las personas que desempeñan un puesto directivo coincidían con las asignadas a los hombres, y diferían de las asignadas a las mujeres. Estos resultados se han replicado en diferentes países (por ejemplo, Alemania, Gran Bretaña, China, EE.UU., Japón), con diferentes muestras (por ejemplo, hombres y mujeres directivos, estudiantes de dirección) y en diferentes momentos (desde 1973 hasta la actualidad). En todos ellos se ha demostrado que las mujeres poseen en menor medida que los hombres las cualidades necesarias para el éxito directivo (para una mayor descripción de estos trabajos, véase Schein, 2001). La consistencia de los resultados ha llevado a la autora a denominar este fenómeno think manager-think male. No obstante, Schein (2001) observó un cambio en la percepción del liderazgo hacia una perspectiva más andrógina entre las mujeres en Estados Unidos, lo cual puede ser, como señala la autora, un barómetro de cambio. El estudio llevado a cabo recientemente por Sczesny (2003) en Alemania demuestra también este progreso. El segundo punto de inflexión en la literatura para poner de manifiesto las consecuencias de la estereotipia de género en el acceso de las mujeres a puestos directivos lo constituye el Modelo de falta de ajuste (Heilman, 1983; 1995; 2001). De manera simplificada, según este modelo, los aspectos descriptivos de los estereotipos de género facilitan que las mujeres sean peor evaluadas que los hombres porque las cualidades estereotípicamente femeninas (por ejemplo, sumisión, debilidad) no se ajustan a las cualidades necesarias para desempeñar efi- cazmente trabajos directivos (por ejemplo, agresividad, competitividad). Esto genera expec- tativas de fracaso sobre el trabajo de las mujeres, y tales expectativas actúan como “profecías autocumplidas”. De este modo, aunque el trabajo de una mujer sea excelente, los evaluadores realizan distorsiones cognitivas que les permiten “ver precisamente lo que esperan ver”. Como consecuencia, no reconocen la competencia de las mujeres, sino que devalúan sus logros o atribuyen las causas de su éxito a factores diferentes a sus habilidades y capacidades (por ejemplo, la suerte). Hay casos, sin embargo, en los que el éxito de una mujer es innegable. Desafortunadamente, los estereotipos de género de nuevo facilitan que las mujeres reciban peores evaluaciones que los hombres. Ahora es el componente prescriptivo de los estereotipos el que interviene deter- minando cómo deberían ser las mujeres. Las mujeres competentes y que desempeñan con éxito trabajos masculinos muestran una conducta inconsistente con muchas creencias mantenidas socialmente acerca de la conducta femenina deseable. Como consecuencia, son desaprobadas y sancionadas (por ejemplo, desaprobación personal en forma de rechazo), dando lugar a juicios y decisiones que obstaculizan el avance de mujeres competentes (véase el Cuadro 9.6). Cuadro : El caso de Ann Hopkins. Ann Hopkins era una contable a la que se denegó la participación en los beneficios en Price Waterhouse, una importante empresa. Fue excluida, a pesar de su brillante desempeño, bajo la excusa de que “no era suficientemente femenina” y de una supuesta carencia de habilidades sociales, tal como consta en el informe del conocido caso Price Waterhouse vs. Hopkins, 1989. Según la empresa, Hopkins tenía “problemas de habilidades interpersonales”, se comportaba como un “macho” y necesitaba un “curso de encanto”. Incluso uno de sus subordinados le advirtió que “debía andar, hablar y vestirse de modo más femenino” (Fiske, Bersoff, Borgida y Deaux, 1991). Estos argumen- tos resultan claramente ridículos, más si tenemos en cuenta que Hopkins era competente, ambiciosa y tenaz. Asimismo, recibía excelentes evaluaciones de sus clientes y llegó a facturar más horas quecualquiera de los candidatos restantes a la sociedad. Sin embargo, el comportamiento de Hopkins no era consonante con la conducta femenina deseable, lo que propiciaba la desaprobación en su trabajo. Por tanto, cuando las mujeres ocupan posiciones de prestigio y poder se encuentran en cla- ra desventaja respecto a los hombres. Así, si existe alguna ambigüedad sobre su competencia, es muy probable que sean consideradas incompetentes, y si su competencia es incuestionable, suelen ser rechazadas socialmente. Ninguna de estas reacciones facilita el avance de las mu- jeres a los puestos elevados de las organizaciones. De este modo, los estereotipos de género pueden excluir de su camino incluso a las mujeres más competentes que tratan de alcanzar puestos elevados. Estas ideas acerca de la influencia que ejercen los estereotipos de género en el acceso de las mujeres a puestos de liderazgo se han articulado en una propuesta teórica desarrollada por Eagly y Karau (2002), la Teoría de congruencia de rol del prejuicio hacia líderes femeni- nos. La teoría da un paso más respecto a anteriores análisis al postular de forma concreta las dos formas de prejuicio derivadas de la incongruencia entre los estereotipos de género y el liderazgo. Asimismo, especifica factores y procesos clave que influyen en las percepciones de congruencia y señala sus consecuencias para el prejuicio y las conductas prejuiciosas. Dado que el lector puede revisar ampliamente esta teoría en castellano (Morales y Cuadrado, 2004), presentaremos aquí únicamente sus aspectos más destacados. Según Eagly y Karau (2002), la incongruencia percibida entre las características estereo- típicamente femeninas y las del rol de liderazgo dan lugar a dos formas de prejuicio hacia las mujeres líderes. Por una parte, se evalúa de forma menos favorable a las mujeres líderes que a los hombres líderes, como resultado de la aplicación de una norma descriptiva, en concreto, la mayor estereotipicidad masculina del liderazgo. Por otra parte, la conducta de liderazgo realmente desplegada por las mujeres se evalúa de forma menos favorable que la desplegada por los hombres. Aquí nos encontramos con una norma prescriptiva: la conducta de liderazgo de las mujeres se considera menos deseable que la de los hombres. Es importante aclarar que este prejuicio no surge ni de la antipatía hacia las mujeres en general, ni de la admiración hacia los hombres en general, sino de actitudes construidas en un contexto social particular. Así, hombres y mujeres tienden a ser víctimas de prejuicio en aquellos roles para los que se percibe que no están cualificados en función de cualidades estereotípicas de género (Eagly, 2004). Estas dos formas de prejuicio se traducen en actitudes menos favorables hacia las mujeres líderes que hacia los hombres líderes. Explican, además, un menor acceso de las mujeres a roles de liderazgo y generan más obstáculos que se interponen en el camino hacia un desempeño adecuado de tales roles. La teoría también destaca los cambios que serían necesarios para fomentar el acceso de las mujeres a puestos de liderazgo (para un análisis detallado de este aspecto, véase Eagly, 2003). En primer lugar, la redefinición de las cualidades requeridas para desempeñar roles de lideraz- go: características andróginas y femeninas, no sólo masculinas. En segundo lugar, la adopción por parte de las mujeres de atributos agénticos y otras cualidades masculinas consistentes con su entrada en el mercado laboral. Finalmente, la utilización de las mujeres líderes competentes de estilos andróginos de liderazgo, para evitar la incongruencia aún existente entre los roles de liderazgo y el rol de género femenino. Cuadro : Cambios en los estereotipos de género automáticos. Dos estudios llevados a cabo recientemente por Dasgupta y Asgari (2004) revelan que las creencias estereotípicas automáticas de las mujeres sobre su endogrupo pueden ser socavadas si en un contexto concreto las mujeres ocupan roles de liderazgo contraestereotípicos de manera frecuente. Sus datos sugieren que pequeños cambios en las ocupaciones de hombres y mujeres en la sociedad, en un periodo relativamente corto de tiempo, pueden tener un poderoso impacto en el cambio de los estereotipos. Los resultados también sugieren que estos cambios se producirían principalmente en las creencias no conscientes, más que en las conscientes. La aplicación de estos resultados a la teoría de Eagly y Karau (2002) permite a los autores argumentar que es muy poco probable que los perceptores sean conscientes de que la incongruencia es la razón por la que una mujer sea menos adecuada para desempeñar un rol de liderazgo que un hombre, o que sea la causa por la que se evalúa a un líder como más deficiente en habilidades interpersonales si esa persona es una mujer que si es un hombre. Por tanto, sugieren que los cambios en los estereotipos de género automáticos que demuestran sus estudios disminuirían la incongruencia entre los roles de liderazgo y los de género, aumentando de este modo el acceso de las mujeres a roles de liderazgo. Estos cambios son necesarios teniendo en cuenta el trabajo de Agars (2004), en el que demuestra cómo los estereotipos de género impiden el acceso de las mujeres a puestos elevados en las organizaciones. Concretamente, su análisis evidencia que la literatura organizacional no ha prestado suficiente atención a los poderosos efectos de la estereotipia de género en la distribución desigual de hombres y mujeres en puestos elevados en las organizaciones. Según este autor, considerar el efecto de los estereotipos de género de modo acumulativo permite comprobar su impacto real en las organizaciones. Para ello, realiza un interesante examen de este efecto sobre las mujeres en una organización hipotética, demostrando que contribuyen en alto grado a la infrarepresentación de las mujeres en posiciones directivas. El sexismo hacia las mujeres Los estereotipos de género legitiman y justifican la discriminación de las mujeres. En la actualidad la discriminación abierta ya no es legal y, además, no es deseable socialmente mantener actitudes sexistas. Sin embargo, esto no significa que el sexismo hacia las mujeres haya desaparecido. Al igual que ocurre con el racismo, simplemente ha adquirido nuevas formas de expresión. El mejor exponente de la coexistencia de las nuevas y viejas formas de sexismo lo consti- tuye la Teoría de sexismo ambivalente (véase, por ejemplo, Glick y Fiske, 2001), según la cual el sexismo puede ser hostil y benévolo. Según estos autores, el sexismo hostil hace referencia al sexismo tradicional, basado en una supuesta inferioridad de las mujeres como grupo. El sexismo benevolente expresa un deseo por parte de los hombres de cuidar de las mujeres, protegerlas, adorarlas y “situarlas en un pedestal”. Es un tipo de prejuicio hacia las mujeres basado en una visión estereotipada y limitada de la mujer, pero con un tono afectivo positivo y unido a conductas de apoyo. Estas características aumentan la dificultad de detectarlo y, en consecuencia, de intervenir sobre él. Según los autores, existen una serie de variables con implicaciones importantes para el contenido de ideologías de género hostiles y benevolentes (véase el Cuadro 9.8). Cuadro : Variables implicadas en el sexismo hostil y benévolo. Susan Fiske Peter Glick La primera variable es el patriarcado, o poder estructural masculino. En las actitudes hacia las mujeres, la manifestación ideológica del patriarcado es el paternalismo, la justificación de la dominancia masculina. Según la distinción establecida por Glick y Fiske (2001), el lado hostil del paternalismo es el paternalis- mo dominante y el lado benévolo el paternalismo protector. El paternalismo dominante consiste en la creencia de que los hombres deberían tener más poder que las mujeres y el consiguiente temor de que las mujeres puedan usurpar el poder de los hombres. Esta expresión podemos encontrarla tantoen el ámbito público (por ejemplo, las mujeres son objeto de más discriminación en el trabajo), como en el privado (por ejemplo, la creencia de que el hombre en una pareja heterosexual debe tomar las decisiones más importantes). El paternalismo protector hace referencia a la percepción de que los hombres deben proteger y mantener a las mujeres que dependen de ellos. Esto se extiende a las relaciones de género, tanto públicas (por ejemplo, las mujeres deben ser atendidas antes que los hombres en las emergencias), como privadas (por ejemplo, el hombre de la casa es el principal sostén y protector de la familia). La segunda variable es la diferenciación existente entre hombres y mujeres. Esta diferenciación tiene un componente hostil (diferenciación de género competitiva) y otro benévolo (diferenciación de género comple- mentaria). La diferenciación de género competitiva consiste en la creencia subyacente de que, como grupo, las mujeres son inferiores a los hombres en dimensiones relacionadas con la competencia. De este modo, los hombres hacen comparaciones de superioridad con las mujeres que justifican su poder y aumentan su autoestima colectiva. La diferenciación de género complementaria se basa en que los roles convencionales de las mujeres complementan y cooperan con los de los hombres. Así, el trabajo de las mujeres en la casa les permite a los hombres concentrarse en sus carreras. Esta complementariedad lleva a la creencia de que las mujeres son el “mejor sexo”, pero sólo en roles convencionales de género, de menor estatus. Continúa La última variable es la heterosexualidad, que también presenta un componente hostil y otro benévolo (el de intimidad). Así, la hostilidad heterosexual se basa en la categorización grupal, que produce favoritismo endogrupal y competición intergrupal, generando hostilidad hacia el exogrupo. Incluye la creencia de que las mujeres son “peligrosas y manipuladoras” para los hombres. El lado benévo- lo, la intimidad heterosexual, está basado en la complementariedad y cooperación intergrupal, que conducen a una mayor intimidad con el exogrupo. Tanto hombres como mujeres consideran que las “mujeres son maravillosas” porque los rasgos “comunales-expresivos” asociados con las mujeres se consideran positivos. Así, el sexismo benevolente de los hombres expresa un deseo de cuidar de las mujeres, protegerlas, adorarlas y situarlas en un pedestal, pero a pesar de su aparente favorabilidad, tal y como señalan Glick y Fiske (2001), también es problemático por varias razones. Primero, porque apoya el sistema sexista. Segundo, porque las evaluaciones positivas que elicita el sexis- mo benevolente están dirigidas selectivamente hacia las mujeres que aceptan roles femeninos convencionales (por ejemplo, amas de casa). Y, finalmente, porque las creencias de las propias mujeres en el sexismo benevolente favorecen que ellas mismas acepten los actos sexistas, espe- cialmente cuando las acciones discriminatorias están justificadas por motivos aparentemente benévolos (por ejemplo, “esto es por tu propio bien” o “para tu propia protección”) u ocurren en el ámbito de las relaciones íntimas. Cuadro: Ideologías justificadoras del sexismo hostil y benevolente. Sexismo hostil Sexismo benevolente Paternalismo dominante Diferenciación de género competitiva Hostilidad heterosexual Paternalismo protector Diferenciación de género complementaria Intimidad heterosexual Por tanto, aunque el sexismo hostil es una orientación subjetivamente negativa hacia las mujeres, mientras el sexismo benevolente es una orientación subjetivamente positiva, ambas formas de sexismo tienen como finalidad última legitimar y reforzar la posición subordinada de las mujeres, es decir, la desigualdad de género. Como hemos podido comprobar, son creen- cias estereotipadas de género las que subyacen al mantenimiento de esta desigualdad. Estrategias para afrontar la ambivalencia Ahora bien, ¿cómo resuelve un hombre el conflicto psicológico que genera la ambivalencia? Imaginemos los sentimientos conflictivos que puede tener un hombre hacia un ama de casa que defiende perspectivas feministas o hacia una mujer atractiva sexualmente que desempe- ña una profesión en la que tiene mucho poder. Esta cuestión, a nuestro juicio, es relevante y refleja ciertos contenidos expuestos en el presente capítulo. Según Glick y Fiske (2001), la ambivalencia se resuelve de dos modos. En primer lugar, se divide el objeto de actitud (es decir, la mujer) en múltiples objetos de actitud (subtipos de mujeres) a las que evalúan de modo diferente. Así, los sentimientos ambivalentes se resuelven dirigiendo afecto positivo y negativo hacia diferentes tipos de mujeres. De este modo, es psicológicamente consistente amar a algunas mujeres (por ejemplo amas de casa) y despreciar a otras (por ejemplo femi- nistas). El problema que genera esta opción es que no todas las mujeres encajan fácilmente en estas categorías. Los autores piensan, además, que es poco probable que la división de las mujeres en subtipos polarizados capte toda la esencia de las actitudes sexistas de los hombres hacia las mujeres. La segunda estrategia utilizada por los sexistas para resolver las actitudes conflictivas hacia las mujeres se pone en marcha cuando consideran un tipo específico de mujer. En este caso, distinguen entre diferentes dimensiones de evaluación (por ejemplo, competencia vs. afecto). Así, las personas sexistas evalúan negativamente a las mujeres no tradicionales o poderosas, pero a la vez las respetan (aunque con antipatía) por ser competentes. Y a la inversa, a las mujeres tradicionales o subordinadas, a pesar de percibirlas de forma afectuosa, las evalúan como incompetentes. El estudio de Glick y cols. (1997) muestra dos resultados que apoyan la adopción de esta estrategia. Respecto a las mujeres de carrera, los sexistas hostiles las percibían competentes, profesionales y muy trabajadoras (igual que los no sexistas), pero también como egoístas, codiciosas, frías y agresivas, e informaban de emociones hacia ellas de temor, envidia, intimidación y competitividad. En el caso de las mujeres tradicionales (amas de casa), los sexistas hostiles las percibían con calidez y confianza (igual que los no sexistas), y experimen- taban hacia ellas emociones positivas, pero a la vez las percibían como incompetentes. Ambas estrategias evitan la forma más disonante de ambivalencia, es decir, mantener ac- titudes conflictivas sobre el mismo tipo de mujer en una dimensión específica. Sin embargo, como la interacción no ocurre con estereotipos, sino con mujeres individuales que pueden combinar características de diferentes categorías, es bastante probable que los hombres sexis- tas experimenten sentimientos ambivalentes hacia mujeres en particular, especialmente hacia aquellas con las que mantienen las relaciones más íntimas. El ejemplo más ilustrativo y extre- mo son los “periodos de luna de miel” que siguen a un acto de violencia de género. En definitiva, los individuos sexistas evalúan negativamente a las mujeres porque mantienen creencias estereotipadas hacia ellas —que pueden tener un tono hostil, benévolo o ambivalen- te—. Como en cualquier otra actitud, se traduce en un tratamiento discriminatorio cuya finali- dad última es legitimar la posición subordinada de la mujer, y que en su forma más extrema llega al punto de la desafortunada y cotidiana violencia de género. Discriminación contra los hombres Hasta el momento hemos puesto de manifiesto cómo los estereotipos de género legitiman un trato discriminatorio a las mujeres. Esto no quiere decir que no actúen también en detrimento de los hombres, sólo que la tradicional posición subordinada de las mujeres en la sociedad ha oca- sionado que sean objeto de discriminación en mayor medida. Sin embargo, también los hombres sufren discriminación por motivos relacionados con el género. Por ejemplo, cuando los padres se separan, la ley asume que es la madre la quecuidará y protegerá al hijo. No debemos pasar por alto cómo las características estereotípicas atribuidas tradicionalmente a hombres y mujeres convierten en “más aptas” a éstas últimas para el cuidado de los hijos. Otro caso paradigmático lo constituye la Ley Integral contra la Violencia Doméstica. Esta ley adopta medidas como la mayor penalización para los hombres que para las mujeres por la misma conducta. De nuevo, los estereotipos de género favorecen la percepción de una mayor debilidad y vulnerabilidad de las mujeres que, en este caso, perjudica penalmente a los hombres. La cuestión de inconstitu- cionalidad planteada el 1 de marzo de 2006 por D. Eloy Velasco Núñez, Magistrado Juez del Juzgado de Instrucción 24 de Madrid, contra la redacción de la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género del Código Penal, ilustra perfectamente esta situación. En el Cuadro 9.10 se exponen muy brevemente algunos de los argumentos propuestos por el Magistrado que evidencian la discriminación contra los hombres en la citada ley. Cuadro 9.10: Discriminación contra los hombres en la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género . Castigar una acción (coaccionar): • siempre como delito si se realiza sobre una persona de un sexo (femenino), y • siempre como falta si es del sexo contrario (masculino) es discriminatorio y contrario al principio de igualdad del Art. 14 de la Constitución Española. Lo mismo cabe decir de castigar la misma acción (maltratar o amenazar) siempre como delito, pero imponer más pena a la hecha sobre la mujer que a la hecha sobre el hombre. El Tribunal Constitucional admite la licitud de tratos desiguales en casos realmente desiguales siempre que tengan un fundamento razonable. Pero el atentado contra la integridad física o contra la libertad de la mujer, por el mero hecho de serlo, lejos de constituir una discriminación positiva a favor de la mujer, constituye una simple discriminación negativa contra el hombre. La Ley presume la vulnerabilidad de la mujer, llevando a la conclusión, no aceptable, de la vulnerabilidad de cualquier mujer. Habrá mujeres que lo sean y mujeres que no. Generalizar el desvalimiento para el total de un sexo o erigir al colectivo de mujeres en víctimas “sensibles” o “especialmente más prote- gibles”, supone, por pasiva y por exclusión, discriminar al sexo contrario, al que se deja en vía penal menos protegido ante las mismas acciones con la misma antijuricidad y culpabilidad, pero con penalidad desproporcionadamente muy diferente. El delito de violencia doméstica se aplicaría mayoritariamente a hombres, aunque la ley no mencionara a la víctima mujer, porque esa es la realidad casi de 9 a 1. El valor de la Justicia no debe rebajarse para tranquilizar la alarma social que, con toda razón, genera la violencia sexista, y luchar por los derechos de la mitad de la población no puede suponer entrar en contradicción con lo que defiende, infravalorando los derechos de la otra mitad. Más que separar y diferenciar para mantener enfrentamientos entre los dos sexos, hay que formular leyes integradoras que valgan para todas las personas por igual por el mero hecho de serlo y no las trate como objetos sexuados, ya que la diferencia de penalidad por razón del sexo no es razón para imponer una pena distinta en un mismo delito. Conclusiones Las principales conclusiones que se extraen de los contenidos presentados a lo largo de este capítulo pueden estructurarse en los siguientes puntos: • Los estereotipos de género son un conjunto de creencias sociales referidas a rasgos de per- sonalidad, roles, características físicas y ocupaciones que se aplican a hombres y mujeres de forma generalizada. • Estas creencias no sólo son descriptivas, sino que, debido al componente prescriptivo, las descripciones estereotipadas se convierten en normativas, es decir, los estereotipos de gé- nero cumplen de este modo una función de mecanismo de control que determina lo que es normal, lo que es aceptable y lo que se desvía de la norma. • Los estereotipos de género pueden surgir de la observación de hombres y mujeres en diferentes roles sociales que les confiere distintas conductas y rasgos de personalidad, o, alternativamente, de un intento de racionalizar, justificar o explicar la división sexual del trabajo. Esta función de justificación social de los estereotipos de género ha sido amplia- mente documentada en la literatura y se deriva básicamente del componente prescriptivo. • A pesar de su resistencia al cambio, pueden existir ciertas variaciones en el contenido de los estereotipos de género de un país a otro, de un contexto a otro, de un momento temporal a otro y en función de subtipos de hombres y mujeres. • Debido a los estereotipos de género y a su influencia en las evaluaciones en el entorno labo- ral, ser competente no asegura el avance de una mujer a la misma posición organizacional que un hombre con el mismo desempeño. • Los estereotipos de género sustentan el sexismo ambivalente, es decir, la actual coexisten- cia de formas hostiles y benévolas de sexismo. Resumen A lo largo de este capítulo se han presentado una serie de contenidos que podemos agrupar en dos amplios bloques. En el primero se ha tratado de ofrecer al lector una exposición de los aspectos más destacados de los estereotipos de género. Para ello, los hemos definido, nos hemos detenido en sus componentes, dimensiones y funciones, con objeto de captar su complejidad. También se ha abordado en estas páginas el origen de la formación de los estereotipos de género y su ineludible variación en función de diversos aspectos contextuales y temporales. El objetivo del segundo bloque ha sido poner de manifiesto los poderosos efectos de los estereotipos de género. Así, hemos comprobado cómo las dimensiones descriptivas y prescriptivas de dichos este- reotipos permiten explicar y justificar por qué las mujeres no son promovidas a posiciones directivas de poder y prestigio organizacional. Con ello se evidencia su función de mantenimiento del statu quo. Las consecuencias directas de la influencia de los estereotipos de género en el ejercicio del liderazgo de las mujeres pueden resumirse en tres: la existencia de actitudes menos favorables hacia las mujeres, la mayor dificultad que encuentran las mujeres para alcanzar roles de liderazgo, y la mayor dificultad para ser reconocidas como líderes eficaces. Asimismo, en este segundo bloque hemos comprobado cómo las creencias estereotípicas de género subyacen al mantenimiento de ideologías sexistas, no sólo hacia las mujeres, sino también hacia los hombres. Dimensión descriptiva de los estereotipos de género Dimensión prescriptiva de los estereotipos de género Estereotipia de ocupaciones Estereotipia de rasgo Estereotipia de rasgos físicos Estereotipia de rol Estereotipos de género Género Rasgos expresivos/comunales Rasgos instrumentales/agentes Sexismo benevolente o benévolo Sexismo hostil Sexo Subtipos estereotípicos Techo de cristal Términos de glosario
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