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1 
 
3. Antropología teológica 
 
Pedro Castelao 
 
 
El texto que sigue es una colaboración en una obra colectiva. La 
referencia completa de la publicación es la siguiente: 
 
P. CASTELAO, «Antropología Teológica» en: A. CORDOVILLA 
(ed.), La lógica de la fe. Manual de Teología Dogmática, 
Universidad Pontificia Comillas, Madrid, 2013, 171-274. 
 
 
 
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2 
 
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Madrid, 2011; H. W. WOLFF, Antropología del Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca, 
1975. 
3 
 
En el primer artículo del Credo —después de reflexionar sobre el 
acto de creer y sobre el Misterio de Dios— destaca indudablemente la 
omnipotente paternidad de Dios creador del cielo y de la tierra. En la obra 
de la creación el hombre ocupa, por razones obvias, un puesto 
singularmente importante. Parece necesario, pues, comenzar por una 
reflexión teológica sobre él, para poder, luego, comprender más cabalmente 
lo que signifique propiamente ese «cielo» y esa «tierra» en que el hombre 
vive y está contenido. 
 Esta primera parte introductoria consta de una sola tesis que sirve de 
obertura a todas las demás. Las otras seis tesis se agrupan en tres dípticos 
cuya estructura —suficientemente diáfana, por lo demás— me limito aquí 
simplemente a señalar. El primer díptico —la segunda parte de este 
capítulo— reflexiona sobre la creación. Ahora bien, esta reflexión atiende 
tanto a su perspectiva cósmica —y por eso piensa al universo entero como 
un «todo» procedente de Dios— como a su perspectiva personal —y, en 
consecuencia, se ocupa más concretamente del hombre y de su condición de 
criatura. El segundo díptico —a saber: la tercera parte— tiene la misma 
estructura que el díptico anterior. Consta también de una perspectiva 
cósmica y de otra personal, sin embargo, el tema que en él se trata es la 
posibilidad y la realidad efectiva del mal en esa creación procedente de 
Dios. La reflexión de la antropología teológica no estaría completa si no 
incluyésemos, también, un tercer díptico —cuarta parte del capítulo— que 
atienda a la posibilidad y a la realidad de la salvación y la gracia. De hecho, 
es esta última realidad la que aparecerá oculta ya en el inicio de la creación 
y plenamente actuante contra el pecado y a favor de la transformación de lo 
creado en la historia. Dejando siempre la primera tesis como introducción 
general, puede decirse que los tres dípticos ofrecen, pues, una estructura 
orgánica de las seis tesis que contienen según el esquema clásico de 
«creación-pecado-gracia». No obstante, también cabe otra lectura. Las tesis 
se pueden leer en una primera unidad que comprende la dos, la cuatro y la 
seis. Y en una segunda unidad comprendida por la tres, la cinco y la siete. 
En esta segunda lectura el esquema propuestono vendría dado por lo 
conceptos antes señalados, sino más bien por la realidad pensada en la 
reflexión: el universo, en el primer grupo y el hombre en el segundo. 
 En cualquier caso, sea la lectura lineal ofrecida, sea la lectura 
transversal sugerida, lo cierto es que en los dos casos de lo que se tratará 
siempre es de Dios, como creador y salvador, y de su criatura, creada en el 
bien, pero herida por el mal. De hecho, será esa realidad del mal la que nos 
muestre que la relación general de amor que Dios tiene respecto de su 
creación, se tornará en preferencial por los más necesitados por no otra 
razón que por su misma precariedad vital. 
 
I. EL HOMBRE COMO OBJETO DE LA TEOLOGÍA 
 
4 
 
§ 11. La antropología teológica es la parte de la teología sistemática 
que reflexiona sobre la condición humana ante Dios. Desde la fe cristiana 
nos muestra al hombre como un ser vivo, inteligente, libre y sexuado. La 
antropología teológica afirma que el ser humano, ubicado en un universo 
en evolución, está referido al Dios de Jesucristo en su inicio absoluto, en su 
esencia más íntima y en su final definitivo. 
 
1. La condición humana ante Dios 
 
El ser humano ante Dios, con toda su realidad, con toda su 
complejidad. Este es el núcleo esencial de la antropología teológica. En 
consecuencia, si verdaderamente quiere ser tal, la antropología teológica ha 
de ser, antes que nada, verdadera antropología. Así pues, ha de hablar, aquí 
y ahora, sobre el ser humano real. El único existente. Y al hacerlo le estará 
vetado ignorar todo aquello que, afectando al hombre, haya sido elevado al 
orden público de conocimiento por cualquier otra disciplina. Por boca de 
Cremes dijo con razón Publio Terencio en el año 165 a. C: homo sum, 
humani nihil a me alienum puto. Así debe rezar, también, la antropología 
teológica: nada humano le puede ser extraño. Aquí se juega, entre otras 
cosas, el carácter universal de su potencial significado. Si quiere ser 
últimamente significativa para todo hombre —teniendo en cuenta, claro 
está, la mediación particular de toda tradición teológica y el carácter siempre 
situado de todos sus conceptos— ha de anclar el inicio de su reflexión en la 
existencia personal, en la comunicable, pero intransferible experiencia 
humana, en sus búsquedas y anhelos, en sus dolores y sufrimientos. 
La antropología teológica, en cuanto antropología, comparte el 
mismo camino de todo saber humano. Avanza ganando terreno al 
desconocimiento. Y progresa, a tientas, en la infinidad de enigmas que el 
hombre tiene ante sí. Pero sus temas son los temas de todo ser humano. Sus 
problemas fundamentales no pueden ser otros. Por más extraños o ajenos 
que nos parezcan los planteamientos tradicionales de muchas de las 
cuestiones tratadas en los manuales al uso de esta reciente disciplina, hay 
que decir que, en el fondo, laten tras sus conceptos unos problemas de 
primera magnitud y perenne actualidad: nuestro origen y el de todo cuanto 
existe (creación); el sufrimiento, la culpa y la muerte (pecado); la 
posibilidad y la realidad de la salvación (gracia). 
Por ello, un planteamiento adecuado de la antropología teológica no 
puede partir meramente de las respuestas formuladas por quienes nos han 
precedido, sino que, más allá de ellas —y justo para hacerlas 
comprensibles— ha de entroncar con sus auténticas preguntas, con el 
impulso existencial que provocó la reflexión que dio lugar a tales 
respuestas. Ahí, en el terreno común de las preguntas, nos encontraremos 
con todo hombre. Seremos coetáneos de toda la humanidad. En el ámbito de 
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las respuestas nos moveremos, desde el inicio de los tiempos hasta la 
actualidad, a lo largo de la historia. 
 Ahora bien, la antropología teológica es, no en vano, teología. Y por 
ello, su comprensión del ser humano está igualmente anclada en el misterio 
de Dios. Ante el misterio de Dios el hombre se descubre a sí mismo como 
misterio insondable. No ya ésta o aquella pregunta, no ya éste o aquel 
enigma, que dejará de serlo con el progreso del conocimiento horizontal. 
Sino el misterio en grado sumo: el propio vivir del hombre y su estar en la 
realidad. Él mismo como pregunta primera. Él mismo —nosotros mismos— 
como misterio radical. El misterio del hombre y el misterio de lo real nos 
plantean, en su última remitencia, el misterio de Dios. Y así, cabría ver a 
«Dios como misterio del mundo» (E. Jüngel). 
Es menester subrayar al respecto, que Dios, como misterio del 
hombre y de su realidad, no es un misterio más. Sino la raíz última —jamás 
alcanzable, ni abarcable— donde convergen, ad infinitum, el carácter 
insondable de la humanidad y de su mundo circundante. Quiere esto decir, 
pues, que el hombre tiene experiencia visible y tangible de su ser misterio, y 
la tiene también del misterio del mundo. No la tiene, ni la puede tener, del 
misterio de Dios. El misterio de Dios no es misterio mundano, sino 
transmundano, no es humano, sino transhumano. 
Sin embargo, y justo por ello, es también cierto lo contrario: el 
misterio de Dios se manifiesta en el misterio del mundo y el misterio del 
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado (GS, 22). El 
hombre y el mundo tienen que ver con Dios, por más que Dios sea 
cualitativamente distinto de todo lo mundano. La antropología teológica no 
puede olvidar que el «ante Dios» que señala su posición no puede, de 
ninguna manera, significar una mutua exterioridad de dos «objetos» —el 
mundo y el hombre, por un lado, y «Dios» por el otro, como totalidades 
delimitables o realidades yuxtapuestas— de forma que su discurso pudiera 
hacerse desde una eventual tercera posición que, desde fuera, piensa al 
hombre y a su mundo, en cuanto que ellos estarían «ante» —ahora en el 
sentido espacial de la preposición— otra realidad llamada «Dios». «Ante 
Dios» significa, más bien, no «frente a», sino, mejor, Dios en mí, yo en él y 
todas las cosas referidas en su más íntimo ser hacia el horizonte infinito de 
su trascendencia que no es sino su más propia y total inmanencia. «Ante 
Dios» significa constitutivamente referidos a Él como a nuestra más genuina 
esencia que, sin embargo, no poseemos porque es cualitativamente distinta 
de lo que ahora somos. «Ante Dios» significa desde Dios, en Dios y hacia 
Dios. La antropología teológica no puede nunca saltar sobre su propia 
sombra, a saber: desprenderse totalmente de su ubicación espacio temporal 
y adoptar —en grado absoluto y sin ninguna mediación— ni una posición 
exterior a sí misma, como si pudiese situarse más allá de las limitaciones de 
la existencia, ni —justo por eso— pretender tener la visión propia que sólo a 
Dios corresponde. 
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No obstante, puesto que se trata de una disciplina teológica, la 
antropología teológica piensa al hombre ante Dios, pero también desde 
Dios. Entiéndase: desde su revelación, desde su manifestación en la 
naturaleza y en la historia, en el mundo y en el hombre. No usurpando la 
absoluta trascendencia u objetivando la absoluta inmanencia de Dios, como 
si Dios mismo fuese algo a nuestra entera disposición y a nuestro alcance 
inmediato. Sino desde la revelación de su amor en el entramado de la 
creación, en la superación de la desesperación y el sufrimiento, y en la 
esperanza definitiva de la salvación. Y todo ello con una inequívoca 
referencia a lo acontecido en Cristo. Por eso la antropología teológica es 
«antropología», pero «teológica»: porque trata la «condición humana», «en 
perspectiva teológica» (W. Pannenberg). 
A esto habría que añadir algo de capital importancia, aunque ahora 
no hagamos más que indicarlo. La antropología teológica, al situar al 
hombre ante Dios, pide del hombre el cuestionamiento radical y la puesta 
entre paréntesis de lo que Husserl llamó la «actitud natural». La actitud 
natural es la disposición espontánea —previa a cualquier teoría del 
conocimiento o de la realidad— que supone que el yo y el mundo que lo 
circunda forma parte de una totalidad que se encuentradada, sin más, «ahí 
delante». La «epojé» fenomenológica es una llamada a cambiar 
radicalmente esta actitud desconectándola, suspendiendo todo juicio, 
poniendo entre paréntesis todo lo que atañe a eso que está «ahí delante». El 
correlato espontáneo «yo-mundo» que supone la actitud natural ha de ser 
desbordado de forma que la totalidad que «naturalmente» ellos conforman 
sea ahora trascendida hacia un yo más profundo (Ur-Ich) que se 
experimente como vida autoconsciente ante el misterio radical fuente y 
origen de toda vida. Se trata de una auténtica conversión. De un verdadero 
preguntar por el Absoluto, frente al cual el yo y el mundo no sienten sino el 
vértigo de un abismo infinito que, paradójicamente, es el único punto de 
verdadera estabilidad. La antropología teológica, siendo antropología y 
siendo teológica, sitúa al hombre efectivamente existente ante Dios. Ahora 
bien, esto no es posible si no se trasciende la superficialidad de la existencia. 
 Así las cosas, las dificultades no se hacen esperar. Por lo que 
respecta a su ser antropología y por lo que respecta a su carácter teológico. 
Respecto de lo primero cabría preguntar: ¿qué es el hombre? ¿Es posible 
una definición que nos dé cuenta cabalmente de su naturaleza? ¿No está 
presuponiendo, la antropología teológica, una esencia transhistórica del ser 
humano que, no sólo no existe, sino que es una invención arbitraria y 
puramente artificial, resultado de la hipostatización proyectiva de un modelo 
de hombre muy concreto y determinado? Esta objeción no se dirige 
únicamente contra la antropología teológica, sino contra toda antropología. 
M. Foucault, la crítica estructuralista y la desaparición del sujeto 
postmoderno serían sus ejemplos más significativos. En este sentido, de ser 
cierta la crítica, habría que reconocer que la antropología teológica sería, 
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pues, víctima del esencialismo, es decir, de una concepción que ignora los 
condicionamientos espacio temporales en los que discurre la auténtica 
existencia humana y, en consecuencia, no habla del hombre realmente 
existente, sino de un constructo abstracto, ahistórico y atemporal que, por 
estas razones, falsea la compleja realidad de lo humano. 
Frente al esencialismo se alzaría, poderoso en sus razones 
reivindicativas, el relativismo. No ha de entenderse, tras esta denominación, 
un tipo concreto de antropología, sino más bien aquella tendencia que, no 
obstante, se caracteriza, principalmente, por su crítica del esencialismo. En 
efecto, en el contexto de la antropología teológica, el relativismo constituye 
la negación del esencialismo, toda vez que supone la acentuación hasta el 
extremo de los factores culturales, sometidos al vaivén del espacio y el 
tiempo, que determinan la existencia particular y concreta de un hombre o 
una mujer en un momento dado de la historia. El relativismo antropológico 
no hace antropología en general, y por ello, no habla del hombre, sino de los 
cambiantes condicionamientos que constituyen a los hombres. Y esto hasta 
el punto de dudar de la misma existencia del hombre, en cuanto humanidad, 
propugnando, en sus versiones más radicales, la muerte de toda 
antropología. 
¿Qué puede alegar la antropología teológica en su defensa? ¿Cómo 
transitará entre la Escila del esencialismo y la Caribdis del relativismo? En 
primer lugar, tiene que reconocer que el peligro de esencialismo es un 
peligro serio ante el cual, de ningún modo, debe sucumbir. La antropología 
teológica tiene la obligación de referirse a los hombres y a las mujeres 
realmente existentes, tiene la obligación de describir y explicar todas las 
dimensiones de su existencia en su referencia a Dios y, para ello, ha de 
asumir que no trata, pues, con un concepto abstracto o supraesencial del 
hombre, de su naturaleza, o de su ser en sí. La antropología teológica debe 
atender, ciertamente, a las reclamaciones de la reacción relativista en 
aquello que tienen de verdad y, en consecuencia, debe estudiar los 
condicionamientos cambiantes de la existencia. Ahora bien, nunca, bajo 
ningún concepto puede asumir acríticamente tales condicionamientos hasta 
el punto de que llegue a afirmar la desaparición del hombre, la muerte del 
sujeto, la radical imposibilidad de la antropología. Y esto por una razón 
especial, que no es sino la existencia de unos rasgos esenciales a la 
condición humana que hacen posible proferir con sentido la palabra 
«humanidad» y que, por ello, se hace necesario estudiar como contenido 
esencial de esta disciplina teológica. El ser humano —como poco— es un 
ser «vivo», «inteligente», «libre» y «sexuado». Es también mucho más pero, 
desde luego, no puede ser nunca menos que esto. En cualquier tiempo y en 
cualquier lugar. 
Así pues, frente al relativismo, la antropología teológica deberá 
reinvindicar los rasgos comunes que atestiguan la existencia de aquello que 
podríamos llamar, con E. Morin, la condición humana, evitando, de este 
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modo, tanto el peligro de hipostatización como el de disolución. En efecto, 
la concepción cristiana del hombre está convencida de que hay algo en todo 
ser humano que está presente en él por el mero hecho de ser hombre, por el 
simple dato de pertenecer a la especie humana y que, si bien es cierto que no 
se puede esencializar estáticamente tal cualidad, no es menos cierto que 
tampoco se la puede negar diluyéndola en las procelosas aguas de los 
cambios históricos. 
A mi juicio, el mejor indicador de tal unidad entre todo el género 
humano lo tenemos en aquellas manifestaciones del espíritu del hombre en 
las que se refleja su más íntimo ser, en sus formas más depuradas y 
perfectas, es decir, en lo que comúnmente se conoce como ideal clásico. A 
saber: aquella creación del espíritu humano que, por su excelencia, se 
transmite de generación en generación, ya que nunca pierde actualidad. Con 
esto quisiera mentar, en general, los clásicos de la arquitectura, la escultura, 
la pintura, la literatura, la música, la poesía y la religión en su globalidad. 
Por más remotos o cercanos que éstos puedan ser. Es decir, aquellas 
creaciones del ser humano donde se plasma su vida y sus preocupaciones, su 
inteligencia e imaginación, su libertad y su voluntad, su corporalidad 
sexuada en tensión continua con el deseo que es el hombre. En una palabra: 
la «condición humana». 
En efecto, quién no se ha preguntado alguna vez: ¿por qué 
reconocemos el genio creador del hombre en la caza de bisontes de las 
cuevas de Altamira? ¿Qué es aquello que hace posible que la milimétrica 
estructura del Partenón o las dimensiones colosales de las pirámides de 
Egipto puedan sobrecoger al hombre del siglo XXI como, de hecho, han 
sobrecogido a todo hombre de cualquier tiempo y lugar? ¿Cómo explicar la 
perfección de la Pietà de Miguel Ángel? ¿Cómo no percibir que en su más 
grande escultura el artista italiano logró plasmar en mármol la pena infinita 
de todas las madres a quienes toque la triste necesidad de sostener el 
cadáver de sus hijos? ¿Cómo comprender, si es cierto que no existe la 
condición humana, la pequeñez y la soledad de los personajes de los cuadros 
de Caspar David Friedrich en la inmensidad ilimitada de la naturaleza, en lo 
más alto de una montaña o en lo más profundo de un valle? ¿Por qué nos 
sentimos afectados en su contemplación? ¿Cómo no compadecerse con todo 
el pueblo troyano ante la ignominiosa muerte de Héctor a manos de Aquiles, 
o cómo no ansiar con Penélope y Ulises el retorno a casa de los refugiados 
de todas las guerras? ¿Por qué vibra lo más profundo de nuestro yo al leer 
los poemas de Homero, si nos hablan de un universo tan lejano, tan 
fantasioso, tan ajeno a nuestro mundo de hoy? ¿Qué puede haber en 
Macbeth, en Hamlet, o en Romeo y Julieta que encuentra eco en mi interior 
hasta el punto de reconocerme en ellos? ¿A qué suerte de enigma 
indescifrable cabe atribuir la seducción de la música de Mozart o de Bach? 
¿Cómo no sentir en los refinados versos de Rosalía de Castro la mordedura 
aciagade aquella negra sombra que oscurece la existencia con su presencia, 
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no menos que con su ausencia? ¿Cómo no conmoverse, finalmente, con el 
sermón de Benarés, con las exhortaciones parenéticas de Amós, con las 
lamentaciones de Jeremías, con las parábolas y las bienaventuranzas de 
Jesús de Nazaret o con la acción simbólica de Mahoma en la destrucción de 
los ídolos de la Kaaba? ¿Cómo no reconocer en todo lo dicho 
manifestaciones sublimes e insuperables del espíritu humano que, pese a sus 
innegables diferencias culturales y su lejanía en el tiempo, comparten, no 
obstante, las mismas preocupaciones fundamentales —las mismas 
preguntas— acerca del nacimiento, la vida, el amor, la justicia, la belleza y 
la muerte? ¿Cómo no percibir en todo ello las huellas de lo que hemos 
llamado la condición humana? Desde que el hombre es hombre habita ante 
el misterio. Y ese misterio se hace presente en las preguntas y enigmas que 
lo acompañan. 
A esta condición humana transida de genio creador es a la que se 
refiere la antropología teológica. A sus logros y a sus miserias, a su 
esplendor y a su oscuridad. La antropología teológica se ocupa, pues, de 
aquellos rasgos de la condición humana que atraviesan la existencia 
efectiva de los hombres y las mujeres que constituyen la humanidad 
verdaderamente existente. No habla del hombre en general (esencialismo), 
ni se pierde en el entramado de sus condicionamientos (relativismo), sino 
que, teniendo su punto de partida en la existencia real y concreta, alza su 
mirada hacia el pasado y el futuro para descubrir, también en el presente, las 
dimensiones horizontales y verticales que vertebran la vida de cualquier 
hombre, en cualquier momento del tiempo y cualquier lugar del espacio, 
pero siempre ante Dios, es decir: desde Dios, en Dios y hacia Dios. 
 Respecto de su carácter teológico la antropología teológica ha de 
reivindicar que, si ciertamente el «objeto» propio de la teología es Dios, no 
es menos cierto que el Dios al que ella se refiere es no sólo el creador de 
todo cuanto existe, sino también su salvador. Así pues, también la obra de la 
creación y todo cuanto contiene son y han de ser «objeto» propio de la 
teología. La antropología teológica no es la transmutación de la teología en 
antropología, sino la comprensión de la condición humana a la luz del 
misterio de Dios revelado en la humanidad de Jesucristo. 
 
2. El hombre es un ser vivo 
 
La vida puede entenderse de formas diferentes. 1) En su sentido más 
amplio «vivir» es «existir». Así pues, cabe hablar del nacimiento de una 
estrella (y de su ocaso), o de la vida de un mineral. 2) En un sentido más 
preciso la vida es una cualificación concreta de la existencia. Los seres 
inertes existen, pero no viven. La vida se caracteriza, pues, por aquellos 
procesos que rigen el intercambio de energía con el medio. La fotosíntesis, 
el pasto o la depredación son procesos vitales únicamente predicables de los 
seres vivos. En este segundo sentido, sólo viven quienes también pueden 
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morir. Los seres vivientes son los seres fallecientes. Y en este sentido es en 
el que más propiamente hay que decir que el hombre es un ser vivo. 
Comparte con todos los seres vivos del planeta los procesos básicos que 
aseguran su supervivencia. Sin embargo, ocupa un puesto muy especial en 
la cadena trófica. El ser humano es el culmen evolutivo de la pirámide 
alimenticia, pero puede ser también la causa de su desequilibrio. Ha llegado 
a ser la forma de vida más evolucionada, pero también la amenaza más letal 
al entramado de la vida. En el mero acercamiento a la vida humana se 
percibe ya su constitutiva ambigüedad: puede ser fuente de nueva vida o 
puede ser causa de su destrucción. En su modo de existencia más básico se 
anuncia ya, junto con su gloria, su tragedia. Y ambas como las dos caras de 
una misma moneda. 
 La vida, y el lugar del hombre en ella, ha de ser, pues, objeto de la 
antropología teológica —y por tanto de la teología sistemática— toda vez 
que, ya en su sentido más amplio (existencia) ya en su cualificación 
concreta (vida orgánica), nombra un rasgo de la condición humana que lo 
distingue especialmente de todo cuanto existe, por contraste, por un lado, 
con los seres inertes y, por otro, con los seres vivos inferiores. 
La importancia de la vida, para nuestra disciplina, se percibe con 
más claridad cuando se atiende a dos datos de la mayor importancia. 1) El 
hombre vive su vida, su existencia, su interacción con el medio, como 
biografía. En la densidad de una vida personal —a saber: en una existencia 
biográfica— confiesa el kerigma la máxima e insuperable vecindad de Dios. 
La encarnación es un acontecimiento biográfico. 2) Dios es, según la 
tradición cristiana, no sólo el «Dios vivo», sino la fuente y origen de toda 
vida. No en vano el Espíritu Santo es el «vivificante» y el cuarto Evangelio 
nos muestra al Hijo como «pan de vida». 
La sola enunciación de estas dos consideraciones nos revela la 
importancia de una dimensión tan crucial para el cristianismo y su 
comprensión del hombre, como injustamente desatendida. Cabría 
preguntarse, pues, ¿cuál es el origen primero de la vida humana? No ya el 
inicio de su aparecer biológico sobre la faz de la tierra —realidad ésta que 
tendrá que describir la paleontología, sea cual sea la explicación técnica que 
pueda dar— sino la razón de ser que explica su origen más remoto allende 
las explicaciones evolutivas que, como no puede ser de otra manera, no 
superan el orden causal de lo intramundano. En otras palabras: ¿no es 
imprescindible preguntar por el sentido de la vida humana ante Dios más 
allá de los avatares concretos de su configuración evolutiva? Lo mismo 
puede plantearse respecto de su fin. ¿Podemos pensar que la muerte del 
hombre —ser falleciente— supone el final absoluto de su vida? ¿Qué dice el 
cristianismo respecto del hombre y de su fin? Piénsese, además, que estas 
trascendentales cuestiones que afectan al origen y al fin del ser humano 
admiten una doble interpretación. Pueden ser formuladas con perfecto 
sentido en perspectiva «ontogenética», pero también son perfectamente 
11 
 
pertinentes en el ámbito de la «filogenésis». El primero nos sitúa ante los 
misterios de la concepción y la muerte y nos abre a todas las cuestiones de 
la bioética sobre el inicio y el final de la vida. El segundo, ante el complejo 
proceso de hominización y la eventual extinción del género humano. En 
cualquiera de los dos casos la pregunta por la vida del ser humano nos hace 
dirigir la mirada al Dios de Jesucristo, fuente y origen de toda vida. Los 
problemas clásicos sobre la vida del hombre, su principio (embrión y 
hominización), su constitución íntima (alma-cuerpo) y su final (muerte y 
resurrección) aparecen, así, mejor integrados en el todo de la visión 
evolutiva actual sobre Dios, el hombre y el mundo. 
 
3. El hombre es un ser inteligente 
 
Según la clásica definición de Boecio, la condición humana se 
caracteriza por ser rationalis naturae individua substantia. El carácter 
racional del ser humano implica, cuando menos, tres cosas. 1) Como ser 
racional, el hombre aprehende el mundo. 2) Ahora bien, también, como ser 
racional, el hombre transforma el mundo. 3) De igual forma, el hombre se 
trasciende a sí mismo y al mundo. Lo primero nombra la dimensión 
cognoscitiva de todo ser humano. La frase inicial de la Metafísica de 
Aristóteles es muy ilustrativa al respecto: «todo hombre desea por 
naturaleza saber». La interacción del hombre con su medio vital está 
mediada por su capacidad innata para hacerse cargo de lo real. Dicho con 
Ortega: el hombre tiene que vérselas con su vida para crear la realidad que 
habita, ya que el hombre es un creador de mundos, un realizador de 
proyectos, un inventor de realidades vivibles y habitables. La amplia 
capacidad craneal del homo sapiens que somos —y que tantos problemas ha 
creado en el momento crítico del parto— es la base biológica de nuestra 
apertura bidireccionalcon todo lo que nos rodea. Aprehendemos el mundo, 
pero también lo transformamos, lo modelamos, lo cambiamos según la 
medida de nuestras necesidades por medio de una técnica cada vez más 
compleja. Los rudimentarios bifaces con que el antropoide ha diseccionado 
su presa en el alba de la humanidad, son al rayo láser que hoy se utiliza en 
medicina, lo que los balbuceos de un infante a la prosa de Cervantes. La 
inteligencia del hombre —considerado ahora filogenéticamente— ha ido 
evolucionando de tal manera que ha alcanzado lo inimaginable en el 
dominio y control del planeta. La razón cognoscitiva es la hermana mayor 
de la razón técnica. Pero ésta última se ha emancipado en la modernidad y 
amenaza con robar la primogenitura. 
 Con todo, la razón, ya cognoscitiva ya instrumental, no se agota en el 
ejercicio del conocimiento teórico ni en el de la práctica técnica. La razón 
humana puede conocer el mundo y de hecho lo conoce, puede transformar el 
mundo y de hecho lo transforma, justo porque el carácter racional de la 
condición humana tiene una dimensión de profundidad infinita que hace que 
12 
 
el hombre trascienda su propio conocimiento y nunca quede agotado en su 
obrar (Tillich). El carácter insondable de la razón humana aparece en la 
introspección subjetiva y en el contacto objetivo con todo cuanto nos rodea. 
La razón subjetiva es el logos personal. La razón objetiva es el logos de lo 
real. El hombre ejerce la razón cognoscitiva porque él mismo es logos y 
porque también el mundo que lo circunda está habitado por el logos. De lo 
contrario su propio ser y su relación con el mundo serían imposibles, serían 
«ilógicas», a saber: se mostrarían absurdas. El logos, pues, se nos muestra 
ahora como una dimensión esencial de la condición humana que, no sólo es 
importante en sí misma, sino que nos abre a la profundidad de lo real y, 
sobre todo, al fundamento último que puede explicar la primacía de la razón 
en todo cuanto existe: el Logos de Dios. A esto es a lo que se refería 
Buenaventura cuando, citando a Hugo de San Victor, afirma que el hombre 
está dotado de tres ojos: «el ojo de la carne para ver el mundo y lo que hay 
en él, el ojo de la razón para ver el alma y lo que hay en ella y el ojo de la 
contemplación para ver a Dios y lo que hay en Dios» (Breviloquio, II, 12, 
125). El logos de lo real, el logos del ser humano y el Logos de Dios. Los 
problemas clásicos sobre el conocimiento del mundo (el libro de la creación 
y el conocimiento científico), el conocimiento interior que el ser humano 
puede tener de Dios (introspección psicológica) y el encuentro con Dios a 
través de todo lo creado (mundo y hombre) pueden ser reasumidos desde 
esta perspectiva «lógica». Con todo, no ha de olvidarse, ya desde el 
principio, que la inteligencia del hombre, como toda potencialidad de su 
vida, es igualmente ambigua: tiene en sí la posibilidad de continuar la 
acción fructífera del logos creador, pero puede también utilizar su potencia 
cognoscitiva y transformadora para la opresión y la destrucción. En el 
reverso de su gloria está su tragedia. El antagonista de la divinización a 
través del logos es la demonización. 
 
4. El hombre es un ser libre 
 
La libertad, como la razón, no es algo que el hombre tiene pero 
podría no tener. Es su mismo ser. Es su propio yo en cuanto se hace en la 
vida, en cuanto se realiza en la historia. La libertad es una realidad 
enormemente compleja que es difícil aprehender cabalmente. Como decía 
Agustín del tiempo, también se puede decir de la libertad que sabemos lo 
que es si no nos lo preguntan, pero, por el contrario, lo ignoramos si 
tenemos que pronunciarnos sobre ella. Más allá de los extremos que, o bien 
afirman el carácter absoluto de la libertad humana (idealismos y 
existencialismos) o bien la niegan absolutamente (determinismos y 
mecanicismos), pensamos que lo más razonable es reconocerla —como a la 
razón— dentro de sus justos límites. 
En consecuencia, debemos decir que el hombre es una libertad finita. 
Es decir, realiza su vida, su biografía, como resultado de dos factores 
13 
 
interdependientes que, sin embargo, convergen en y constituyen la misma 
realidad: aquello que condiciona su libertad —primer factor: su destino— y 
aquello que la posibilita —segundo factor: su capacidad de 
autorrealización— se entrecruzan, justamente, en la ubicación concreta de 
todo hombre en el espacio tiempo, a saber: en su existencia histórica. 
Dicho de otra forma: que el hombre sea una libertad finita implica 
que su vida acontece en la historia y, por lo tanto, está sujeta a los 
condicionamientos de toda existencia. Ahora bien, sin tal sujeción, sin tal 
concreción no hay ni libertad ni existencia histórica. El objeto puede 
quejarse de que la forma limita a la materia, pero hay que reconocer que sin 
forma no hay objeto. La materia informe, efectivamente, deviene objeto 
porque sobreviene una forma. De igual modo, la libertad humana es, en 
tanto que tal, porque hay múltiples posibilidades de realización, pero un solo 
tiempo. El tiempo y el espacio actúan en la vida humana como la forma lo 
hace sobre el barro. Le da concreción, le confiere realidad. Ahorma la 
existencia, pero también la posibilita. Hace que el hombre sea lo que es: 
realidad histórica. El hombre elige su vida, conforme a los indicios de su 
razón, pero su elección está condicionada por factores que le vienen dados y 
que, por tanto, no caen bajo su propio arbitrio. Los condicionamientos (su 
destino) son, sin embargo, la condición de posibilidad del ejercicio de su 
libertad (de su capacidad de autorrealización). 
Se verá más claro con una simple concreción. Nadie decide sobre su 
nacimiento en el tiempo y en el espacio. Nadie sobre su condición sexual. 
Nadie sobre la capacidad de su entendimiento. Nadie sobre su tradición 
cultural. Todo esto es destino. Ahora bien, aquello que hace de un hombre 
lo que finalmente llega a ser es, justamente, su capacidad de creación con 
todo cuanto le viene previamente dado. Esto es autorrealización. La 
convergencia y reunión de ambas dimensiones es, justamente, el ejercicio de 
la libertad. De la libertad finita. De la libertad humana que se realiza a sí 
misma en los condicionamientos de la historia. 
Nótese, además, que el ejercicio de la libertad exige siempre el 
sacrificio de lo real por lo posible, o el sacrificio de lo posible por lo real 
(Tillich). No otra es la dinámica de la tentación: ofrecer (engañosamente) 
como posible, la plenitud de lo real. En este sentido es claro que el ejercicio 
de la libertad exige deliberación, elección y responsabilidad. El hombre 
quiere aquello que hace, pero no siempre hace aquello que quiere (Rm 
7,14ss). Experimenta su voluntad escindida y quebrada la dinámica de su 
obrar. Lo posible es siempre abstracto y plural. Por el contrario, lo real es 
siempre concreto y singular. Por eso, el ejercicio de la libertad es siempre 
dialéctico: de lo posible a lo real y de lo real a lo posible. La realización de 
la libertad pone al hombre ante su límite: ¿cómo alcanzar la vida plena? 
¿Cómo conferir realidad a mi mejor yo posible? ¿Qué posibilidad he de 
rechazar como tentación embustera y qué posibilidad debo creer como 
camino de salvación? ¿Cómo actúa en mí la acción salvadora de Dios? La 
14 
 
antropología teológica nos hace mirar a la libertad finita de Cristo, a su 
experiencia neotestamentaria de la tentación y a su realización paradójica en 
la cruz. Y desde Cristo, nos hace mirar, también, hacia la libertad de Dios. 
La libertad de Dios no puede entender de posibles: el ejercicio de su libertad 
es uno con el bien, la verdad y el ser. La libertad de Dios no es la elección 
entre posibilidades, sino el ejercicio del amor máximo que trasciende la 
muerte en la vida eterna. Los problemas clásicos sobre el pecado, la gracia y 
la libertad (Pelagio, Agustín, Lutero, Erasmo, De Auxiliis, «Surnaturel») 
adquieren, desde aquí, un entronque certero con toda la tradición y, al 
mismotiempo, una dimensión más completa y global. Véase, pues, que 
también la libertad humana, por ser, justamente, «humana» (y no divina) 
encierra en sí una inevitable condición trágica —el reverso de su camino 
hacia la gloria de Dios— que, en ella —a diferencia del resto de la 
creación— es «drama», a saber: lucha consciente entre el bien y el mal. 
 
5. El hombre es un ser sexuado 
 
La condición humana no puede ser pensada sin su dimensión 
corporal. «Cuerpo» significa aquí: límite, frontera, individualidad, pero 
también relación. El hombre es un ser relacional porque su identidad 
corpórea lo diferencia del otro y de lo otro. Pero es justamente esa 
diferencia que pone el cuerpo la que posibilita que el ser humano salga de sí 
al encuentro del no-yo. En la formación de la identidad individual y social 
de cada ser humano —en esa compleja dialéctica de la autoafirmación frente 
al grupo y, al mismo tiempo, de inserción en un grupo— tiene la 
corporalidad sexuada una importancia decisiva que puede ser positiva o 
negativa, según las circunstancias sociales y culturales. Pero, en cualquier 
caso, lo cierto es que, de hecho, nuestra vida, nuestra razón y nuestra 
libertad, con toda su ambigüedad, adquieren concreción real e intransferible 
en la singularidad de nuestra corporalidad sexuada. 
La corporalidad sexuada es, pues, una condición de la existencia. 
Seamos niños o adultos, somos seres sexuados. Comprendiendo, pues, la 
sexualidad en toda su amplitud vital y existencial, habrá que diferenciar 
entre sexualidad, si nos queremos referir a una dimensión constitutiva de 
toda persona, y sexo, si lo que queremos es nombrar una determinada 
concreción —varón o mujer— de la identidad humana. Es absolutamente 
necesario afirmar con toda la firmeza y energía posibles que la distinción 
biológica entre los sexos de ninguna manera puede ser utilizada para 
sostener o fundamentar cualquier tipo de diferencia ontológica entre los 
seres humanos. De igual forma que la raza no puede ser utilizada como 
criterio diferenciador en una eventual valoración discriminatoria de la vida 
humana, tampoco el sexo puede cumplir semejante función. Que nuestra 
primera identidad —previa incluso al nacimiento— sea sexuada, no justifica 
en ningún caso cualquier intento de establecer algún tipo diferencia 
15 
 
axiológica entre varones y mujeres. Más bien, al contrario, de la misma 
forma que la multiplicidad de razas humanas realza la grandeza de todo el 
género humano, asimismo, la evidente e indudable concreción biológica del 
sexo pone de manifiesto lo absurdo de pensar la condición humana 
conforme a un patrón único que, además, sería el mejor y más estimable. 
A este respecto, hay que reconocer que, durante décadas, la 
antropología teológica no se ha ocupado adecuadamente de la sexualidad 
humana. Y cuando en el pasado lo ha hecho ha sido, principalmente, en 
relación con el pecado (sobre todo, en la transmisión del pecado original). 
¿No debería, la antropología teológica —siguiendo el impulso de la primera 
encíclica de Benedicto XVI— profundizar más adecuadamente en una 
dimensión tan central para la vida humana, así como para el propio 
cristianismo? En el trasfondo del amor humano —en todas sus dimensiones, 
también en su dimensión corporal— late el amor infinito de Dios 
manifestado en Cristo. Desde aquí, cabría releer el trasfondo antropológico 
del matrimonio (contra todo encratismo), el supuesto «pesimismo» cristiano 
sobre la sexualidad, la relación entre el pecado y el sexo en la teología del 
pecado original y, también, prolongar las reflexiones sobre el cuerpo y la 
corporalidad en su provenir de, vivir ante y resucitar en Dios (teología del 
cuerpo y resurrección de la carne). En esta línea parecen encontrarse las 
reflexiones de la Comisión Teológica Internacional que, en este caso, 
explora las potencialidades teológicas del matrimonio: «Aun siendo 
verdadero que la unión entre los seres humanos puede realizarse de muchas 
maneras, la teología católica afirma hoy que el matrimonio constituye una 
forma elevada de comunión entre las personas humanas y una de las 
mejores analogías de la vida trinitaria. Cuando un hombre y una mujer unen 
su cuerpo y su espíritu con total apertura y entrega de sí forman una nueva 
imagen de Dios. Su unión en una sola carne no responde simplemente a una 
unión biológica, sino a la intención del Creador que los conduce a compartir 
la felicidad de ser hechos a su imagen. La tradición católica habla del 
matrimonio como un camino eminente de santidad» (CTI, Comunión y 
servicio, nº 39, 31). 
Pensemos, por otra parte, que hablar de sexualidad, como dimensión 
constitutiva del ser humano, entronca perfectamente con las tendencias 
actuales de la antropología médica y de la psicología que sostienen que el 
afecto originario que envuelve al neonato influirá decisivamente en el 
ejercicio de su corporalidad sexuada. El doctor Juan Rof Carballo distinguió 
acertadamente entre sexualidad diatrófica y sexualidad procreativa. El 
significado de la segunda es obvio. Se trata de la capacidad humana para 
engendrar por medio de las relaciones sexuales ordinarias. Por sexualidad 
diatrófica se debería entender, en cambio, el conjunto de cuidados afectivos 
que, por medio del cariño y la ternura, le transmiten al neonato una 
seguridad y una paz que le hace más llevadera la dura etapa postnatal. Se 
trata del tejido psicobiológico que constituye esa «urdimbre afectiva» en la 
16 
 
que, según indican múltiples estudios, no sólo se juega la cualidad de las 
posteriores relaciones de afecto, sino la misma vida o muerte del recién 
nacido. 
Pensar la dimensión relacional del ser humano, desde su dimensión 
corporal sexuada, nos introduce, también el ámbito propio de la transmisión 
de la vida, es decir, en la potencialidad que el hombre tiene de crear una 
nueva existencia. A través de la sexualidad procreativa el hombre es un 
creador de nueva vida. El acto supremo de creación que el hombre puede 
realizar —más allá de las obras de su libertad y su razón— consiste en 
alumbrar nuevas generaciones según el propio mandato genesíaco: creced y 
multiplicaos. Por tanto, la corporalidad sexuada incluye al sexo como 
identidad y como actividad. Pero los supera toda vez que la sexualidad es la 
transformación en el ámbito de lo humano de aquella dimensión de la vida 
que en el reino animal cumple las funciones básicas del apareamiento y la 
reproducción. Entre el sexo animal y la sexualidad humana existe una 
diferencia cualitativa absoluta en la continuidad de lo vital. Se trata de una 
auténtica superación, por cuanto que la sexualidad humana desborda los 
límites de la mera biología para adentrarse en el mundo de la verdadera 
significación interpersonal. En este sentido la antropología teológica no 
puede dejar de preguntar: ¿será posible profundizar en una comprensión 
religiosa de la sexualidad como dimensión constitutiva de la condición 
humana, y del sexo como identidad personal y, asimismo, actividad 
interpersonal? La comprensión profunda de la sexualidad humana —tanto 
diatrófica como procreativa— abre nuestra corporalidad a la realidad del 
amor. Del amor afectivo, del amor erótico y del amor agápico. Lo cual, 
claro está, de ninguna manera ha de llevarnos a cualquier tipo de ingenuidad 
respecto de nuestra condición sexual. También ella, como toda criatura, es 
ambigua y, por tanto, encierra en sí, al mismo tiempo, una potencialidad de 
apertura al infinito y la tragedia de la manipulación de ese límite 
infranqueable. Cielo e infierno se dan la mano en la vivencia real de la 
sexualidad. 
 
6. El hombre ante Dios en el espacio-tiempo 
 
Todas estas dimensiones de la «condición humana» —vida, razón, 
libertad, corporalidad sexuada— no son realidades estáticas. Antes bien, al 
contrario, se realizan bajo las condiciones de la existencia. Con sus 
posibilidades, pero también con sus límites. Los límites infranqueables de la 
condición humana están marcadospor el nacimiento y la muerte. La 
antropología teológica los afronta de una manera extremadamente singular. 
Rozando lo impensable. Y siendo consciente de que necesariamente ha de 
ser así. Los mejores logros de los teólogos han tenido esto presente. La 
mayoría de sus problemas provienen de su fatal olvido. 
17 
 
Así pues, puede decirse que el inicio absoluto de todo cuanto existe, 
en relación primera con el origen más remoto del todo el universo —y, por 
tanto, también del hombre—, es aquello de lo que trata la protología. Nótese 
que «el inicio absoluto de todo cuanto existe» ha de diferenciarse 
adecuadamente del «origen más remoto de todo el universo». De lo segundo 
se ocupa especialmente la astrofísica en la horizontalidad del conocimiento 
empírico. De lo primero la metafísica en la singular elevación del espíritu 
humano. De ambas, una vez superada la «actitud natural», en cuanto que la 
totalidad de lo existente y, por tanto, el universo entero, dice relación al 
misterio de Dios, se ocupa la protología. 
La protología, pues, debe incluir en su reflexión crítica la ciencia y la 
metafísica, pero debe iluminar la realidad por ellas apuntada desde el 
misterio absoluto de Dios. En consecuencia, la antropología teológica 
sostiene que el ser humano, ubicado en un cosmos evolutivo, está referido al 
Dios de Jesucristo en su inicio absoluto. Por ello sostiene que en ese inicio 
absoluto —sea cual sea el modo concreto con el que la ciencia describa el 
origen más remoto de todo cuanto existe— se encuentra la acción creadora 
de Dios. 
Ahora bien, la relación Creador-criatura no dice únicamente relación 
a la protología, a saber: a la dimensión del tiempo que se vuelve hacia su 
inicio, sino también al presente y al futuro. Por ello, lo dicho respecto del 
«pasado» ha de observarse, de igual modo, respecto del «presente» y del 
«futuro». 
Para la antropología teológica el «presente» es la cronología, a 
saber: la historia del cosmos y la historia del hombre en el cosmos. Toda 
ella, desde su origen más remoto hasta su eventual final horizontal. 
Cronología es aquí historia del mundo, pero historia de un tiempo y un 
espacio secuencial, fragmentado, rectilíneo y homogéneo que avanza 
inexorablemente como el movimiento planetario y la expansión del 
universo. La cronología es, pues, aquello que incluye el pasado, el presente 
y el futuro del tiempo ordinario. Así como del inicio absoluto del tiempo se 
ocupa la protología, así del futuro absoluto trata la escatología. La 
escatología no se ocupa del eventual tramo final del tiempo secuencial, sino 
de la superación de esa horizontalidad en la eternidad de Dios. Lo relevante 
para la antropología teológica es lo ya insinuado: el ser humano está 
referido al misterio de Dios en todos los modos del tiempo. De ese único y 
uniforme tiempo secuencial de la historia y de sus límites infranqueables. 
Una comprensión adecuada, pues, de la protología y de la escatología ha de 
evitar el equívoco de pensarlas en la horizontalidad de la historia, como si 
fuesen sus extensiones ilimitadas. En el inicio absoluto y en el futuro 
absoluto el tiempo de la creación «se adentra» de forma irrepresentable en la 
eternidad de Dios. 
Así pues, recuérdese lo dicho anteriormente: la antropología 
teológica es la parte de la teología sistemática que reflexiona sobre la 
18 
 
condición humana ante Dios. Desde la fe cristiana nos muestra al hombre 
como un ser vivo, inteligente, libre y sexuado. La antropología teológica 
afirma que el ser humano, ubicado en un universo en evolución, está 
referido al Dios de Jesucristo en su inicio absoluto, en su esencia más íntima 
y en su final definitivo. 
 
II. LA CREACIÓN Y LA CONDICIÓN DE CRIATURA 
 
Una vez presentada la condición humana desde Dios, en Dios y 
hacia Dios como «objeto» propio de la antropología teológica, 
adentrémonos en la teología de la creación. 
 
§ 12: La dimensión cósmica de la antropología teológica se ocupa 
de la teología de la creación del universo. La fe cristiana sostiene que Dios, 
omnipotente, omnipresente, eterno, omnisciente y benevolente, ha creado 
todo de la nada, mantiene a lo creado en el ser y orienta la creación hacia 
la plenitud inimaginable de su amor manifestado en Cristo. 
 
1. «Inicio absoluto» y «origen remoto» 
 
El ser humano ante Dios se sabe parte insignificante de un universo 
en evolución que, según la hipótesis de la «gran explosión», ha pasado de un 
concentrado «caos» inicial a una configuración «cósmica» en progresiva 
expansión. Los astrofísicos nos dicen que la edad del universo estimada por 
la cosmología actual oscila entre los 15.000 y los 13.700 millones de años. 
Según sus investigaciones en la inmensidad del espacio existen unos 
100.000 millones de galaxias. Sólo en el seno de la Vía Lactea habría unos 
400.000 millones de estrellas. La edad de la tierra es, aproximadamente, de 
unos 4.600 millones de años. La vida habría aparecido sobre la faz de 
nuestro planeta —en un medio acuoso (células procariotas)— hace unos 
3.600 millones de años. El colosal proceso de la evolución cósmica habría 
llevado a la aparición del hombre moderno hace, tan solo, entre 200.000 y 
150.000 años. 
El primer artículo del credo confiesa la creencia en «Dios, Padre, 
Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra». La antropología teológica se 
pregunta, pues, ¿qué significa que el Dios de Jesucristo es el «creador» de 
todo cuanto existe? ¿Cómo hay que entender el concepto de «creación»? 
¿Es incompatible la confesión del primer artículo del Credo con la 
cosmología actual? A este respecto puede resultar útil recordar aquellas 
palabras que Juan Pablo II dirigió al director del Observatorio Vaticano: 
«No es propio de la teología incorporar indiferentemente cada nueva teoría 
filosófica o científica. Sin embargo, cuando estos descubrimientos llegan a 
formar parte de la cultura intelectual de la época, los teólogos deben 
entenderlos y contrastar su valor en orden a extraer del pensamiento 
19 
 
cristiano alguna de sus posibilidades aún no realizadas». A modo de 
ejemplo, se pregunta también: «Si las cosmologías antiguas del Cercano 
Oriente pudieron purificarse e incorporarse a los primeros capítulos del 
Génesis, la cosmología contemporánea ¿no podría tener algo que ofrecer a 
nuestras reflexiones sobre la creación?» (JUAN PABLO II, «Epistula…», 
281). Así pues, la antropología teológica descarta dos posturas antagónicas 
en su relación con los saberes hodiernos: ni el cientifismo ni el 
creacionismo; es decir: ni el fundamentalismo de la ciencia ni el de la 
religión. Ella se sitúa en diálogo crítico con las ciencias coetáneas en 
humilde actitud de escucha, pero segura, también, del sentido último que 
puede aportar a todas las investigaciones intramundanas, por enormes que 
sean las inmensidades del universo. La teología debe pensar el «inicio 
absoluto» de todo cuanto existe y, para ello, ha de escuchar las 
descripciones del «origen más remoto» que da ciencia actual. 
 
2. El concepto de creación 
 
El concepto de creación no es un dato primario del encuentro del 
hombre con el mundo. No es, pues, un dato neutral de la experiencia. Se 
trata de un término filosófico y teológico fruto de la elaboración racional de 
una experiencia existencial y religiosa. ¿A qué dato y a qué experiencia nos 
estamos refiriendo? A la experiencia de la contingencia y de la gratuidad. 
En efecto, el concepto de creación tiene en su trasfondo esa singular y 
compleja experiencia a la que se puede aludir intuitivamente a través de 
aquellas situaciones que K. Jaspers llamó «situaciones límite», en las que se 
hace presente la posibilidad de no-ser y la aparente ausencia de sentido. La 
experiencia religiosa de agradecimiento de una existencia contingente es el 
trasfondo antropológico de la idea de creación. En ella se celebra la 
existencia, y se acoge con gratuidad lo que gratuitamente es recibido. 
El saber que todo cuanto existe —incluido nuestro propioser— bien 
pudiera no existir, nos hace experimentar lo que Paul Tillich llamó la 
«conmoción ontológica», es decir, la amenaza del no ser absoluto. El 
universo parece mudo cuando se le inquiere sobre cuestiones últimas. 
Nuestra propia vida no puede dar razón de sí, ya que la vida sencillamente 
se recibe y nadie puede disponer, a priori, sobre su existencia efectiva o 
sobre su no existencia. Pudiendo no existir, la pregunta decisiva surge de 
modo incontenible: ¿por qué, pues, existimos? ¿Por qué el ser y no la nada? 
—que dirían a una Leibniz, Schelling y Heidegger. A esta pregunta 
fundamental, a esta experiencia universal dice relación el concepto de 
creación. Que el mundo ha sido creado, que la vida tiene un sentido y que la 
historia se dirige hacia la plenitud definitiva son las respuestas teológicas (y 
filosóficas) a la cuestión existencial implicada en la contingencia del 
mundo, en la posibilidad de nuestra no existencia y en la radical amenaza de 
la nada a todo cuanto de hecho es. 
20 
 
Se percibe con claridad que no se trata aquí de una afirmación 
empírica susceptible de un análisis causal, matemático o físico, sino más 
bien de una afirmación metafísica y religiosa, con su propia lógica y 
coherencia interna. Frente a todo cientifismo antirreligioso nunca se insistirá 
lo suficiente en la necesaria y escrupulosa separación de ámbitos de 
investigación de las ciencias y de la religión, así como sobre la legitimidad y 
el derecho de la teología de establecer afirmaciones sobre el sentido del 
todo, ante Dios, que las ciencias nunca tienen ante sí, sino de modo parcial y 
fragmentario. Frente a todo creacionismo fundamentalista nunca se insistirá 
lo suficiente en la necesidad intrínseca de la teología de establecer sus 
afirmaciones sobre la creación en correlación estrecha con la imagen del 
mundo de las ciencias coetáneas (como hizo Agustín con Platón y Tomás 
con Aristóteles), así como en el carácter histórico de la revelación y en la 
necesidad de una adecuada inculturación de la fe que es, no sólo deseable en 
todo tiempo y lugar, sino incluso imprescindible para una verdadera 
evangelización. Así pues, hay que decir que el concepto de «creación» es el 
término filosófico y teológico específico, que está enraizado en la 
experiencia de la contingencia y la gratuidad, cuyo sentido es referirse a la 
totalidad de lo existente, al mundo, al universo, utilizando la lógica de la 
causalidad pensada como un símbolo, a fin de comprender todo cuanto 
existe como remitiendo a un horizonte infinito e incondicional, «causa 
incausada» y «fundamento infundado» de toda la realidad. En una palabra: 
la «creación» implica la comprensión de todo el universo como una realidad 
originada, sustentada y orientada por aquel al que la tradición llamó 
«Creador». 
 
3. El Creador desde la condición de criatura 
 
En relación con la totalidad de lo que existe la teología afirma que 
ese «Creador» es el Dios de Jesucristo. El único existente. El único Dios 
verdadero. Aquel de quien —con la mejor tradición filosófica— afirma la 
teología que es el Absoluto, a saber: el omnipotente, omnipresente, eterno, 
omnisciente y benevolente. Estas atribuciones sublimes sólo cabe 
entenderlas desde nuestra «condición de criatura». En efecto, nuestra 
capacidad de transformar el mundo y, por ello, de «crear» lo nuevo nunca 
puede trascender el ámbito del hacer, deshacer y rehacer. Ireneo nos 
recuerda que sólo Deus facit; homo autem fit. En sentido estricto, sólo Dios 
«crea». El hombre es hecho y, por lo tanto, sólo le cabe «hacer», pero no 
«crear» en sentido absoluto. El hacer del hombre es como el del escultor que 
transforma la roca en la figura, pero no es —ni será nunca— como el del 
«Creador» que confiere el ser —de la nada— a los componentes atómicos 
de las cristalizaciones pétreas. El hombre «puede» cosas. Dios, en cambio, 
lo puede todo. Por eso es el «omnipotente». 
21 
 
 En relación con el espacio Dios es «omnipresente». Nótese la 
precisión irreemplazable del término: el omni-presente. Nuestra condición 
de criatura obliga a que nuestra relación con el espacio se configure de 
forma puntual y exclusiva. Puntual, porque somos puntos singulares en los 
ejes tridimensionales de las coordenadas cartesianas. Estamos aquí, en esta 
ubicación singular, particular y puntual del espacio que nos circunda. 
Exclusiva, porque el lugar que ocupamos no puede ser ocupado por otro 
cuerpo. Nos alojamos en un punto del espacio desalojando toda otra forma 
de presencia. Nuestra presencia espacial es disyuntiva: o tú o yo. La 
imaginación nos ha llevado a pensar la posibilidad de ocupar dos puntos del 
espacio de forma simultánea, esto es: nos ha llevado a conjeturar la 
bilocación. Es sencillo llevar el razonamiento hasta el final. Pensemos en la 
triple presencia categorial. Tendríamos la trilocación. No hay más que 
extender la serie numérica hasta el infinito para alcanzar un concepto de lo 
más sugerente: la ubicuidad. La ubicuidad es la presencia total en la 
horizontalidad del espacio de aquellos cuerpos cuya forma de situarse en él 
es la ocupación singular, puntual y exclusiva. Es la presencia categorial de 
un cuerpo extendida sin límite hasta el infinito. 
Sin embargo, de Dios no dice la teología cristiana que sea «ubicuo» 
(y no lo dice con razón), sino que afirma su «omnipresencia». ¿Dónde está 
la diferencia? En algo que ya quedó insinuado al nombrar su omnipotencia. 
Es decir, en la diferencia cualitativa absoluta que necesariamente ha de 
darse entre el «Creador» y su creación. Dicho de otro modo: igual que su 
poder, también la presencia de Dios en lo creado ha de ser absolutamente 
trascendente y absolutamente inmanente. Por eso Dios no «está» en ningún 
sitio (en forma puntual), pero está en «todos» (omni-) sin ser delimitado por 
ninguno. La omnipresencia es, pues, la cercanía máxima que el «Creador» 
tiene respecto de la criatura superando incluso, de forma francamente 
increíble, la respectividad que ella tiene respecto de sí misma. Es Dios más 
íntimo a la criatura que la propia intimidad de lo creado. E igualmente por lo 
que se refiere a la absoluta trascendencia. La omnipresencia es, así, la 
diferencia o la lejanía absoluta —la total distinción— que el «Creador» 
tiene respecto de la criatura superando, incluso, de forma inimaginable, las 
abismales distancias cósmicas que nos representamos con los años-luz. Esta 
absoluta trascendencia es, precisamente, la que permite la absoluta 
inmanencia. Y viceversa. De lo contrario, no habría «omnipresencia». 
 La eternidad es al tiempo lo que la omnipresencia al espacio. El 
tiempo secuencial de la cronología histórica es la yuxtaposición irreversible 
de momentos puntuales. El «ahora» es al tiempo lo que el «aquí» al espacio. 
También el acontecer secuencial del tiempo es, pues, puntual y exclusivo. 
Tal vez porque no hay espacio sin tiempo ni tiempo sin espacio. Antes al 
contrario, el continuo «espacio-tiempo» es aquella realidad donde acontece 
la historia del mundo. Mi estar aquí ahora es totalmente incompatible con el 
estar allí al mismo tiempo. Ya lo hemos dicho al pensar la bilocación. El 
22 
 
razonamiento que nos condujo antes a la ubicuidad, nos debería llevar ahora 
a otro concepto que, en la dimensión temporal, señale la duración 
ininterrumpida de momentos secuenciales, puntuales y exclusivos sin 
principio ni fin. Los conceptos de «sempiternidad» o «eviternidad» evocan 
esa idea. En cualquier caso, no parece que sea eso lo que la tradición ha 
dicho respecto de Dios. Dios es eterno, no «sempiterno». Boecio, en 
relación con la eternidad del mundo, afirmó con razón: «algunos, cuando 
oyen decir que a Platón le pareció que este mundo no tuvo principio en el 
tiempo ni tendrá un final, deducen que este mundo creado es coeterno con el 
Creador, lo que no es correcto. Una cosa es, en efecto, discurrir por una vida 
interminable, lo que Platón atribuyó al mundo, otra ser la presencia total y 
simultánea de una vidainterminable, lo que manifiestamente es propio de la 
mente divina» (La consolación de la filosofía V, prosa 6, CCL 94, 101, lin. 
28-34). La eternidad de Dios tiene más que ver, pues, con esa «presencia 
total y simultánea» que con el «discurrir por una vida interminable». Es el 
señorío de Dios sobre todos los tiempos. La omnisciencia es la aplicación de 
esta misma dialéctica al ámbito del conocimiento. Y la benevolencia 
omnímoda no es sino lo mismo respecto de su bondad máxima y suprema. 
Las cuestiones implicadas en la omnisciencia y la «omnibondad» de Dios 
serán tratadas con detalle en su relación con el pecado del hombre y con su 
libertad. Piénsese, por ejemplo, en toda la problemática acerca de la 
existencia o inexistencia del libre arbitrio, en la difícil cuestión de la 
predestinación y en toda la problemática acerca de la elevación 
«sobrenatural». En cualquier caso, parece claro que la profundización en 
nuestra «condición de criatura» exige que sigamos indagando acerca del 
«Creador». 
 
4. La creación de la nada 
 
La experiencia antropológica que subyace al concepto de creación ha 
acompañado al hombre desde siempre. De ello dan testimonio los relatos 
más antiguos de la humanidad. Los distintos mitos de la creación de la 
mayoría de las religiones muestran una clara intención comprensiva de la 
existencia. De una existencia que parece radicada en lo divino, en aquello 
que trasciende lo aparente y se oculta en el misterio del cosmos. Las 
teogonías, las cosmogonías y las antropogonías son aquellos relatos 
religiosos, simples o complejos, que intentan dar razón de tales misterios. 
Intentan mostrar lo que siempre es, narrando lo que nunca fue (E. Zenger). 
Y por ello, remiten a un tiempo primordial en el que hay un estado de cosas 
—que bien puede ser caótico u ordenado— que contrasta con el estado de 
cosas actual (ordenado o caótico). La experiencia de la contingencia del 
estado actual se manifiesta en la contraposición con el estado primordial. En 
efecto, la idea de la contingencia de la realidad actualmente existente es un 
trasfondo constante en las tradiciones religiosas del planeta. Así nos lo 
23 
 
muestran, p. e., la multitud de mitos de la creación del mundo recogidos en 
el IV volumen de M. Eliade, Historia de las creencias y de las ideas 
religiosas. En todos ellos se constata la misma experiencia: el estado actual 
de cosas no es el estado primordial. Estos textos, escritos en diferentes 
tiempos y lugares y pertenecientes a muy distintas tradiciones religiosas del 
planeta, comparten, sin embargo, una misma sintonía de fondo. Son relatos 
míticos —si bien en diverso grado— que acontecen en un espacio y un 
tiempo primordial y que tienen una clara intención etiológica, es decir, 
explicativa de las causas originarias. Las condiciones de la existencia actual 
han de ser entendidas desde las condiciones de la existencia primordial. El 
modo actual en que existe el universo no es el modo primigenio. No es 
difícil ver, por tanto, que en ellos no se trata —por lo menos no en la 
mayoría de ellos— de un cuestionamiento ontológico de la totalidad de la 
existencia —lo que podría llamarse contingencia absoluta—, sino que más 
bien estamos ante un cuestionamiento del modo según el cual están 
existiendo en el momento en el que el autor escribe. Como ha dicho G. 
Scholem “el mito presupone en general siempre un caos a partir de cuyos 
elementos se da forma a la obra de la creación. El mito de la creación se 
queda en el «milagro del comienzo»” (Conceptos básicos del judaísmo, 47-
48). 
No es difícil comprender que el relato judío de Gn 1,1ss no es una 
excepción a este respecto. En él no se cuestiona de un modo absoluto la 
totalidad de lo existente. La ausencia explícita de la doctrina de la creatio ex 
nihilo en este relato, así como el carácter tardío de dicha doctrina, son buena 
prueba de ello. En efecto, en ninguno de los dos relatos clásicos de la 
creación se afirma que Dios haya creado todo de la nada. Es más, la 
concepción de fondo parece más bien suponer lo contrario —es decir, la 
creación como la formación de un cosmos a partir de un caos— aun cuando 
haya que reconocer que también es posible una lectura conciliadora que vea 
la creatio ex nihilo tras el uso del verbo bará y la creación por la palabra, 
etc. Sin embargo, está fuera de discusión que, en sentido estricto, ni el relato 
sacerdotal ni mucho menos el yahvista menciona expresamente tan 
compleja y especulativa expresión. 
De hecho, es del todo conocido que la teología de la creación en los 
escritos del Primer Testamento se va desplegando progresivamente, pasando 
de una creencia implícita o poco desarrollada en los estratos más antiguos 
de la tradición, a una elaboración explícita a partir del exilio y del 
postexilio. Pese a sus diferencias, tanto C. Westermann como G. von Rad 
coinciden en esta caracterización general. No hay duda, pues, de que el 
trabajo teológico del Deuteroisaías es, en la cuestión de la creación, de 
inestimable valor. En él se percibe con meridiana claridad que dicha 
evolución se encuentra en clara relación con los fenómenos políticos, 
sociales y religiosos que parecen cuestionar la Alianza de YHWH con 
Israel; en particular, en relación al destierro babilónico. La fe en la creación 
24 
 
se mostrará pues, como un nuevo fundamento para garantizar la continuidad 
de la Alianza. Sin embargo, es cierto que tanto en el pentateuco (Gn 1,1-
2,4a), como en la literatura profética (Is 40-55), en la poesía salmódica (Sal 
8; 104), en los escritos sapienciales (Prov 8,22ss; 14,31; Eclo 43,9-11; Ecl 
12,1.6s; Sab 1,14;13,1-7), así como en los textos apocalípticos (Is 65,16b-
18) hay claras huellas de la fe en la creación, y éstas se intensifican según 
nos vamos acercando al kairós cristológico, pero no es menos cierto que 
formulaciones explícitas de la creación de la nada, que supongan una puesta 
en cuestión de la totalidad de lo que existe, brillan por su ausencia hasta el 
período helenista. 
Se afirma con frecuencia que la creación de la nada es una creación 
exclusiva del genio teológico del cristianismo. La realidad es bien distinta, 
pues su origen se encuentra en el judaísmo del período helénico en el que se 
ha fraguado el segundo libro de los Macabeos (2 Mac 7, 28). Sin embargo, 
también hay que reconocer que la creatio ex nihilo ha sido desarrollada con 
igual legitimidad y similar profundidad no solo por los cabalistas judíos, 
sino también por los teólogos del Cristianismo y del Islam. Así pues, 
estamos ante un patrimonio común de las tres grandes religiones 
monoteístas del planeta. Son estériles las controversias acerca de su origen, 
aunque sí son apasionantes las investigaciones sobre su auténtico 
significado. Porque, en definitiva la pregunta decisiva —común a las tres 
religiones— no es otra que ésta: ¿qué significa exactamente que Dios ha 
creado todo de la nada? Sería un profundo error comprender tal afirmación 
en sentido literal, como si de la nada significase de un algo que es nada 
(aunque fuese así como lo entendió, p. e., Fredegiso de Tours). Tenemos 
que desconfiar de las trampas que el lenguaje conceptual nos puede tender 
aquí. En caso contrario, tendríamos que decir que Dios habría creado el 
mundo de la nada como si la nada fuese la singular materia «a partir de» la 
cual el Creador produce el mundo. Primero sería la nada y, después del acto 
creador de Dios, sería la creación. La creatio ex nihilo no puede ser 
concebida como un mero juego de palabras que objetiva o cosifica la nada. 
¿Cuál sería si no su significación religiosa? ¿Acaso habría que suponer la 
eterna coexistencia con Dios de una nada primigenia anterior a la creación? 
¿No se esconde aquí una forma encubierta de dualismo totalmente 
incompatible con la configuración cristiana (o judía o musulmana) de lo 
divino? 
 Así de claro lo vio ya Taciano cuando, en su Discurso a los griegos, 
afirma que “toda la construcción del mundo y la creación entera, fácil esde 
ver que está hecha de materia, y que la materia misma ha sido producida por 
Dios” (§12), de tal manera que si para Platón, en el Timeo, y para la mente 
griega en general, era necesaria la afirmación de una chóra preexistente 
sobre la cual el Demiurgo creador ejerciese su acción modeladora, para 
Taciano la misma materia de la creación tiene que haber sido creada por 
Dios, pues, de lo contrario, sería divina al ser eterna y, en consecuencia, 
25 
 
sería otro Dios. Justino no lo vio tan claro, pues en su Diálogo con el judío 
Trifón, asimiló la concepción platónica asemejándola a Gn 1,1, donde, 
ciertamente no se habla de una creatio ex nihilo, sino más bien, de la 
transformación de una materia informe. Teófilo de Antioquía fue, tal vez, 
quien mejor formuló el problema al señalar que “si Dios es increado y la 
materia también lo es, ya no es Dios, según los platónicos, el Hacedor de 
todas las cosas, ni, de seguirlos a ellos, se ve ya la monarquía o la unicidad 
de Dios. Además, como Dios, por ser increado es inmutable, si también la 
materia fuese increada sería del mismo modo inmutable e igual a Dios” (Los 
tres libros a Autólico, II, 3-4). No hay duda: la teología prenicena fue 
percibiendo cada vez con más claridad que la creencia en un Dios creador 
implicaba necesariamente que esta creación fuese total y absoluta, y no un 
mero ejercicio de estructuración de una realidad previa, fuese cual fuese su 
configuración. Ni materia preexistente ni la nada entendida como materia 
primordial. 
La omnipotencia de Dios, pues, y su absoluta libertad es lo que 
subyace bajo la formulación de la creatio ex nihilo. Tan es así que bien se 
podría decir que la expresión creatio ex nihilo afirma en negativo lo que el 
pantokrator dice en positivo. Se trataría, pues, de la formulación negativa 
del poder absoluto de Dios. La creación de la nada significaría, en 
definitiva, que la totalidad de lo existente, ahora y siempre, se encuentra en 
una radical relación de dependencia ontológica con respecto al fundamento 
último de todo cuanto existe. De tal manera, que podemos afirmar que nada 
hubo, ni hay, ni habrá que se sitúe al margen del poder originariamente 
creador de Dios. Pablo lo captó de forma excepcional y lo expresó en otro 
contexto de modo insuperable al decir: “estoy seguro de que ni la muerte ni 
la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las 
potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá 
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” 
(Rm 8, 38-39). Justamente, porque es el amor de Dios la fuente última de 
todo lo creado. El poder absoluto de Dios no es el poder déspota y 
absolutista del monarca sin escrúpulos (2 Mac 7, 28). Antes bien, es el 
poder absoluto del amor, de la gracia, del perdón y la misericordia. De ahí el 
sentido de su absoluta libertad: la creación y la salvación en el amor 
manifestado en Cristo. Esto nos plantea la siguiente cuestión: ¿qué relación 
hay entre la creación de la nada y la afirmación neotestamentaria de la 
creación en Cristo? 
 
5. La creación en Cristo 
 
En el NT, se produce una concentración cristológica del tema de la 
creación. Los sinópticos nos muestran al Dios de Jesús cuidando 
paternalmente y manteniendo en el ser a su creación. Viste a los lirios del 
campo y se preocupa de la aves del cielo (Mt 6,25-33). Dios hace llover 
26 
 
sobre buenos y malos, sobre justos e injustos (Mt 5,43-48). En este mismo 
sentido, incluso cabría comprender la actividad taumatúrgica de Jesús como 
una realización del poder creador y salvador de Dios que lucha contra el mal 
(caos) que amenaza y destruye el orden (cosmos) creatural. 
Sin embargo, la vinculación entre Cristo y la creación sólo aparece 
explícitamente formulada en la teología paulina y en el corpus joánico. 
Semejante vinculación no puede dejar de sorprendernos. ¿Cómo es posible 
que, siendo los escritos más antiguos del NT las cartas paulinas, nos 
encontremos ya en ellas —y nada menos que como testimonios 
prepaulinos— doxologías e himnos litúrgicos en los que se dice que todo ha 
sido creado en él, por él y para él? ¿Cómo ha podido alcanzarse en tan 
escaso lapso de tiempo una altura especulativa semejante? ¿Qué tienen que 
ver la confesión en la resurrección del crucificado con la audaz afirmación 
de que todo cuanto existe ha sido creado en Cristo? ¿No se produce aquí una 
diástasis insalvable que el pensamiento a duras penas puede explicar? 
Intentemos una explicación del proceso. 
La clave se encuentra en una adecuada comprensión de la 
potencialidad de pensamiento que está implicado en la resurrección. Todo el 
NT es una confesión unánime de la resurrección de Jesucristo. Y la 
resurrección no implica sino que Jesús, el judío Jesús de Nazaret, ajusticiado 
en la cruz por la autoridad romana con la instigación de las autoridades 
judías, ha sido incorporado definitivamente a la vida plena de Dios. La 
expresión más breve, quizá, de todo el NT que condensa in nuce dicha 
potencialidad es la confesión: Jesús es Kyrios. El reconocimiento del 
señorío de Jesús conlleva una confesión implícita de su incorporación a 
Dios, ya que, al confesarlo como Señor, se confiesa también el dominio 
sobre todo lo existente que sólo de Dios puede ser predicado. En este mismo 
sentido se encuentran emparentadas las denominaciones de Jesús como 
Lógos de Dios (Jn 1,1) o como Sofía divina (1Cor 1,24). En la línea de Prov 
8,22ss se irá concibiendo al resucitado según el modelo del artífice 
veterotestamentario que, de forma lúdica y festiva, efectuó la creación de los 
cielos y la tierra de consuno con Dios. La resurrección de Jesús implica, 
también, la afirmación de que la vida plena de la que ahora participa ya no 
tendrá fin. Y esto, se explicita según la lógica del antiguo adagio: «lo que no 
tiene fin tampoco ha debido tener principio». Este parece ser, pues, el 
vínculo entre resurrección y preexistencia, es decir, entre la confesión de 
una vida sin fin y la confesión de una vida sin principio en la eternidad de 
Dios. Tendremos que esperar hasta el año 325 para que resurrección y 
preexistencia convergan en la fórmula, defendida por Atanasio, del 
homooúsios. Con todo, lo que aquí nos importa señalar es que la afirmación 
de la creación en Cristo surge, también, como desarrollo lógico de la 
resurrección de Cristo, en estrecha vinculación con la idea de la 
preexistencia y como clara confesión del señorío absoluto de Dios que, 
ahora y por siempre, es también el señorío de Cristo. En este sentido es 
27 
 
importante la fórmula binaria de 1Cor 8,6: «para nosotros sólo hay un Dios, 
el Padre, de quien proceden todas las cosas y para quien nosostros 
existimos; y un Señor, Jesucristo, por el cual existen todas las cosas y 
nosotros también». 
Desde aquí cabe comprender afirmaciones tan osadas como, por 
ejemplo, las del himno de la Carta de Pablo a los Colosenses: “Él es imagen 
de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron 
creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las 
invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: 
todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo 
tiene en él su consistencia” (Col 1, 15-17). La lógica de las preposiciones 
nos muestra el carácter cósmico de lo acontecido en Jesús. En él, por él y 
para él. Afirmaciones similares las encontramos, también, en Rm 11,36; Ef 
1,10.20-22; 4,6; Hb 1,2s. 
Los himnos neotestamentarios en los que aparece la creación en 
Cristo acentúan diferentes dimensiones de su salvación, desde la perspectiva 
de la procedencia originaria, del tiempo presente y del fin último. 
Protología, cronología y escatología aparecen condensadas en ellos y, en 
consecuencia, Cristo aparece, pues, como instrumento originario, como 
poder sustentador y como recapitulación última de todo lo existente. No en 
vano se afirma, también, que ta panta en autó synésteken,

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