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La profesionalización del escritor en torno al primer Centenario en la Argentina CARLOS ALTAMIRANO Y BEATRIZ SARLO: “La argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos” Es en torno a los años del primer Centenario que la función del escritor adquiere perfiles profesionales. Pero la emergencia de este campo intelectual socialmente diferenciado formaba parte de un proceso más vasto de modernización que afectaba a la sociedad argentina desde la década de 1880. David Viñas señaló las diferencias entre los gentlemen escritores, típicos de 1880, y el nuevo modelo de escritor de principios de siglo XX, relacionado con los grandes diarios, con el teatro y con nuevas formas de consagración. Durante ese pasaje, Sarlo resalta que la Argentina vivió un proceso de inmigración y urbanización aceleradas que determinó una presión cada vez más fuerte de las clases medias por democratizar el régimen político y los canales de acceso a las instituciones culturales. A fines de siglo XIX, la labor literaria iba dejando de ser un esparcimiento de generales y doctores para convertirse en una profesión libre, vinculada al periodismo. A comienzos de siglo XX varios escritores se ganan la vida como periodistas, lo que refleja la incorporación de los intelectuales a las crecientes industrias culturales que determinó nuevas formas de sociabilidad intelectual. Paralelamente al desarrollo de las industrias culturales y del proceso de alfabetización de las masas populares urbanas se va conformando un mercado cultural y literario y nuevas formas de consagración. Es cuando va surgiendo una comunidad de artistas que se opone simbólicamente a las instituciones sociales para distinguirse en su diferencia. Es que en las primeras etapas de este proceso los escritores viven como un problema su relación con el público, el mercado y el éxito. La actividad intelectual o literaria pensada como programa de vida constituye uno de los efectos de la emergencia del campo intelectual. Es el caso de José Ingenieros, quien dedicó sistemáticamente toda su vida a la escritura, planificando sus publicaciones en revistas nacionales e internacionales, asistiendo a congresos y manteniendo correspondencias con otros profesionales. Pero la emergencia del nuevo campo de intelectuales y escritores en Argentina determinó la reactivación de la discusión sobre la identidad nacional. El hispanismo que se expandió por Hispanoamérica después de la guerra hispano-norteamericana de 1898 determinó un viraje de la tradición liberal decimonónica, alimentando uno de los mitos de la época: el de raza. La figura del criollo, tan denostada por Sarmiento y los liberales del siglo XIX, es revalorizado hasta convertirlo en el arquetipo de raza. El gaucho, el desierto y la carreta ya no son los representantes de una realidad “bárbara” que hay que dejar atrás en la marcha hacia la “civilización”, sino los nuevos símbolos de la “tradición nacional”. Así, fue desarrollándose en los ámbitos intelectuales del Centenario un cierto criollismo que se oponía a la figura del gringo, ese “mezquino trabajador extranjero”. Los autores señalan como representantes de esta “reacción nacionalista” a Ricardo Rojas, Manuel Gálvez y Leopoldo Lugones. Estos escritores ya no sólo invertían la famosa fórmula “Civilización o barbarie”, sino que legitimaban simbólicamente su nuevo lugar en la estructura social. Todos ellos contribuyeron a forjar mitos de legitimación para las clases dirigentes y, en el caso de Lugones, sus conferencias eran seguidas por el entonces presidente de la República y sus ministros. JORGE RIVERA: capítulos de El escritor y la industria cultural La forja del escritor profesional (1900-1930): los escritores y los nuevos medios masivos La tesis de Rivera es que, si bien las transformaciones modernizadoras de inmigración, urbanización y alfabetización puestas en marcha a partir de 1880 permitieron afirmar el carácter “profesional” del intelectual, la situación de los escritores durante 1900 y 1930 en el Río de la Plata distó de ser decorosa y estimulante. Los proyectos editoriales En 1898 nació Caras y Caretas, magazine popular que incorporó la caricatura, la historieta, cuentos de Horacio Quiroga, información deportiva, notas de actualidad, reportajes, crónicas y publicidades atractivas y modernas. Su aparición se inscribe en el proceso de alfabetización y movilización económico-social desatada por la inmigración que desde 1880 recibe el país. Para los primeros años del siglo XX lo corriente seguía siendo la edición de autor, generalmente un escritor “profesionalista” cuidadoso de sus circuitos de consumo. Pero pronto aparecieron otros proyectos editoriales que trataron de dar respuesta a los nuevos lectores surgidos del proceso de alfabetización y modernización global de la sociedad argentina. En 1901, Emilio Mitre decidió editar la Biblioteca del diario La Nación, que funcionó exitosamente hasta 1920. La función principal era traducir al castellano las obras europeas de entretenimiento sentimentaloide y folletinesco para ponerlas al alcance de las nuevas clases medias urbanas alfabetizadas. Por esos años también cobra fuerte impulso la popularización del folletín, prologando y reelaborando la experiencia precursora del folletín Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez, que La Patria Argentina había publicado desde el 28 de noviembre de 1879 hasta el 8 de enero de 1880. Los nuevos folletines ampliaron los temas gauchescos, payadores y de literatura cocoliche y lunfarda, lo que provocó la reacción de ciertos sectores de la elite cultural. En 1907 se registra un fenómeno nuevo que consiste en la aparición de Nosotros, una revista cultural de gran tiraje que, al contrario de lo que pasaba con Caras y Caretas, expresó los intereses de segmentos más “ilustrados” y culturalmente “especializados” del mismo mercado, sin ser una revista exclusivamente académica, ni de consumo restringido o elitista. Al crecimiento de la prensa argentina por la multiplicación de diarios matutinos y vespertinos, le sigue pronto el advenimiento de un nuevo periodismo, más popular, como lo demuestra la fundación del diario Crítica el 15 de septiembre de 1913 por Natalio Botana. Ausente de solemnidad, el contenido comenzó a mostrar formas amenas, atrevidas y libres de comunicarse con su lectorado popular, un estilo tributario de la prensa amarilla norteamericana. Si bien contaba con un equipo de excelente nivel profesional, la retórica sensacionalista, combinada con los viejos recursos al suspenso y al enigma, propios del folletín, contribuyó a alimentar cierta zona de la fantasía popular ligada a lo escalofriante y lo morboso. En 1915 apareció la Biblioteca Argentina, dirigida por Ricardo Rojas, que reeditó los “clásicos” argentinos del siglo XIX con un propósito fundamentalmente didáctico. Su función fue editar a precios más bajos libros nacionales para estudiantes y obreros. Ese mismo año se lanzaron las “publicaciones de quiosco” dirigidas por Leopoldo Durán y Ernesto Morales, que consistían en folletos muy económicos de 15 a 20 páginas integradas simultáneamente por excelentes contribuciones de Quiroga y escuálidas expresiones de una literatura ocasional y estereotipada que rendía tributo a las peores tendencias del sentimentalismo al uso. No obstante, este proyecto tuvo el mérito de haber incorporado a tiempo recursos modernos como la encuadernación en tomos pequeños y la inclusión de publicidad. En 1916, Manuel Gálvez lanzó los libros de la Cooperativa Buenos Aires, un proyecto revolucionario para la época que consistió en colocar el mayor volumen del paquete accionario entre hombres de fortuna y repartir el resto entre escritores de prestigio y calidad reconocida, como Horacio Quiroga, quien en este marco editó Cuentos de amor, de locura y de muerte y Cuentos de la selva. El creciente desarrollo de la actitud “profesionalista” tendrá su expresión en diferentes campos vinculados con el quehacer literario, como la crítica y el comentario delibros, generalmente publicados en periódicos o revistas de gran prestigio cultural, como La Nación. Más que interesar por su retórica evaluadora, la crítica de esta etapa es valorada por su capacidad real y operativa de llegar a un lector ideal masivo para interesarlo en el consumo de la obra. Desde los días luminosos y propiciatorios del Centenario, el auge de la edición nacional y los nuevos apetitos del público lector fomentaron y estimularon la aparición de negocios de librería, editores y talleres gráficos. Fue el caso de la Editorial Claridad del barrio de Boedo que, gracias al impulso de Antonio Zamora, en 1922 lanzó los cuadernillos económicos de Los Pensadores, Los Poetas y la Biblioteca Científica, que incluían narraciones y poemarios de los jóvenes de la “literatura social”. La tirada era económica y masiva y su núcleo de escritores fue reconocido como “grupo de Boedo”. En el extremo opuesto del espectro editorial se encontraban las lujosas ediciones encomendadas por la librería Viau de la calle Florida, que se distinguían por su refinado tratamiento, los papeles raros, los tirajes reducidos y las encuadernaciones costosas para “elevar la cultura ambiente”. La Editorial América Unida, fundada en 1926 por Cantilo y Ruiz Guiñazú publicó las obras de los escritores que serían luego reconocidos como pertenecientes al “grupo de Florida”. Ligada a este grupo, en febrero de 1924 había aparecido la revista Martín Fierro, que tuvo la función actualizadora de divulgar fenómenos y expresiones culturales como el jazz y otras vanguardias artísticas, tanto nacionales (“generación del 22”: Borges, Tuñón, Xul Solar) como europeas (Apollinaire, García Lorca). Testimonio cultural de la etapa alvearista, contribuyó a forjar una reflexión sobre la estética y la producción cultural. En la vereda de enfrente se lanzó en 1926 la revista Claridad, vinculada a los proyectos editoriales y político-culturales de Boedo. Esta diferenciación habla de la segmentación y especialización de las producciones culturales que comenzaron a satisfacer requerimientos muy específicos a través de mecanismos y fórmulas “profesionales”, como lo demuestra el pago de las colaboraciones, el tiraje, el nivel del contenido, su tiraje y calidad gráfica. En este proceso de segmentación del público lector se inscriben las revistas Billiken, El Gráfico, Para Ti y La Chacra que Constancio Vigil lanzó a través de la Editorial Atlántida. No obstante, los magazines populares no especializados como Caras y Caretas siguieron su curso. La forja del escritor profesional Rivera consideró que, en el momento crítico del proceso de profesionalización, las figuras del escritor heredero y el escritor profesional ilustraron una polarización entre dos modelos de escritores. El primer caso está ejemplificado por Ángel de Estrada, diletante de gran fortuna personal que dispuso de ocio suficiente para escribir. En la otra línea está el caso de Horacio Quiroga quien entre 1905 y 1927 colaboró para Caras y Caretas, publicando cerca de setenta relatos breves. Es además el caso del autor que reflexiona pública y sistemáticamente sobre los aspectos materiales de su oficio. A medida que se consolidaban las industrias culturales, algunos escritores y artistas comienzan a vivir de su trabajo intelectual, aunque dependiendo del mercado. No obstante, seguían siendo pocos los que podían afirmar que habían ganado unos pesos con el fruto de su labor intelectual. Es por eso que en torno al Centenario comenzó a esbozarse un activo movimiento de reivindicación profesionalista. En 1910 se aprobó la Ley de Propiedad Intelectual. En 1906 ya se había fundado la primera Sociedad de Escritores y en 1918 un grupo de pioneros de la música popular fundaron la Sociedad de Autores, Intérpretes y Compositores (SADAIC). En 1891 ya se había fundado un Círculo de Cronistas, más tarde Círculo de la Prensa, que no sólo defendía la libertad de prensa sino la prestación de asistencia médica gratuita. Pero recién en 1926 se Víctor Guillot elaboró un primer proyecto de estatuto profesional para los periodistas, que avanzó en el proceso de encuadre gremial y legal para el oficio. Entretanto, la inserción en las industrias culturales provocó la anulación, marginación bohemia y hasta el suicidio físico en algunos escritores como Horacio Quiroga, pero otros encontraron vías elípticas de realización, como la crítica literaria, la nota necrológica, la crónica parlamentaria, la nota costumbrista, la descripción de viajes, etc. A pesar del patronato del Estado, el mecenazgo privado y otras formas larvadas de promoción intelectual y artística, el propio desarrollo de las industrias culturales determinarían nuevos roles para los intelectuales, que pronto se convertirían en guionistas de cine y teatro, cuentistas de revistas, ilustradores, cronistas de costumbres y poetas y músicos de tango. Cine y escritores pioneros Rivera señala que el guión fundacional del cine nacional, el Fusilamiento de Dorrego (1908) debe haber sido obra de algún escritor o periodista conocido. En 1909 José González Castillo realizó una adaptación de Juan Moreira y en 1915 colaboró en Nobleza Gaucha. En 1917 Manuel Gálvez y Horacio Quiroga planearon la creación de una empresa cinematográfica que luego fracasaría. Pero en 1919 Quiroga comenzó a publicar sus comentarios de los estrenos cinematográficos, lo que demuestra el interés por el tema cinematográfico. El cine como fenómeno estético y sociológico revistió interés en la literatura argentina. A partir del desarrollo de esta industria cultural fue surgiendo un sugestivo corpus literario al respecto. La radiofonía en su etapa pionera Como en el caso del cinematógrafo, luego de la primera emisión radiofónica del 27 de agosto de 1920 por Susini y Mujica se verificó un interés por parte de los escritores. Así es que fueron acercándose al nuevo medio figuras conocidas del ambiente periodístico. Los recitales poéticos y los radioteatros fueron nuevos géneros que también atrajeron a otros escritores. El auge de la industria cultural (1930-1955) En este capítulo Rivera insistió en que, a pesar del extraordinario desarrollo de las industrias culturales y del mercado local, resultaba prácticamente imposible localizar a un autor que viva exclusivamente de sus libros. En todo caso, vivían de una suma de ocupaciones vinculadas, directa o indirectamente, con la literatura: novela, periodismo, traducciones, cesión de derechos para adaptaciones cinematográficas, libretos radiofónicos, notas para revistas, conferencias, asesoramientos, corresponsalías, etc. Rivera tomó como referencia al año 1947 para señalar la decadencia irremediable del cine nacional, el comienzo de uno de los eclipses más prolongados de la producción tanguera y la inocultable crisis de la industria del libro. Quizás por ello en junio de 1948 la Subsecretaría de Cultura del primer gobierno peronista creó la Junta Nacional de Intelectuales para promover la creación cultural, pero sentando un grave precedente de censura ya que disponía que no serían acreedores de la protección del Estado los libros que ofendan a la religión del país, la nacionalidad o al “orden moral”. BEATRIZ SARLO: “Horacio Quiroga y la hipótesis técnico-científica”, “Arlt: la técnica en la ciudad” y “Divulgación periodística y ciencia popular” La tesis central de Beatriz Sarlo es que los sectores populares, y en especial los de origen inmigratorio, realizaron operaciones complejas de incorporación a una cultura común. Si la institución escolar imponía las condiciones y reglas de argentinización de los hijos de inmigrantes a través de rituales criollistas, al mismo tiempo los sectores populares recién llegados a la cultura letrada buscaron en la moda por la técnica la incorporación a una cultura dominante definida desde el Estado y las elites periodísticas e intelectuales. El lugar que ocuparon los folletines sentimentales también supo ocuparlo una imaginación tecnográfica que no estaba sólo circunscripta a aplicaciones utilitariassino más bien culturales. Dentro del universo cultural rioplatense, Horacio Quiroga representó el puente sobre los libros con un saber hacer que no tenía ni prestigio intelectual ni mayores tradiciones locales en las elites letradas. Al tiempo que proliferan las revistas especializadas en cine y se multiplican las críticas de películas en los periódicos, Quiroga acompañó a Lugones para fotografiar las Misiones Jesuíticas. Paralelamente, a la vez que las ciencias físico-naturales gozaban de sólido prestigio como esquema explicativo y que los inventores aparecen citados con frecuencia en los diarios, Quiroga se dedica a desarmar artefactos para estudiar su funcionamiento. Así es que en 1910 publicó en Caras y Caretas el folletín “El hombre artificial”, en el que insertó un conjunto de hipótesis científico-técnicas que remitían a muchos de los temas que lo apasionaban y animaban muchas de las conferencias y discusiones periodísticas de las primeras décadas del siglo XX. Roberto Arlt, en cambio, a través de sus columnas en el diario El Mundo (fundado en 1928), imaginó en la Buenos Aires de los años treinta lo que iba a ser la ciudad en las décadas del cuarenta y cincuenta: fachadas desordenadas entre futuros rascacielos, calles obstruidas por filas interminables de automóviles. Lo que Arlt estaba escribiendo al incorporar el vocabulario de la metalurgia, la aviación y el cine era una respuesta a la cultura literaria de su tiempo porque estaba construyendo otros sistemas de representación de lo urbano, a través de saberes aprendidos en diarios, revistas especializadas, manuales baratos y bibliotecas populares que funcionaban en todos los barrios. Se trataba del “saber del pobre”, es decir, un saber de lo práctico que cumple la doble función del mito de ascenso y la compensación de la pobreza de capital simbólico (o escolar). Las novedades tecnológicas que pronto se incorporaron a la vida cotidiana coexisten con fantasías arcaicas y ofrecen nuevas posibilidades de ficcionalización. Las revistas especializadas y las notas periodísticas sobre ciencia y técnica funcionaron como bisagras entre lo maravilloso inexplicable y la manipulación técnica. También fueron un espacio donde los que tenían radio y los que no contemplaban la diseminación de saberes, datos e hipótesis sobre tecnología. La literatura y el periodismo (Arlt) organizaron en una estructura narrativa esos fragmentos de lo nuevo que los diarios transmitían en forma dispersa a través de noticias. Si bien Arlt consideraba que el futuro era indetenible, advirtió, junto a otros intelectuales de su tiempo, sobre los peligros que encerraba el futuro.
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