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Escritura y sacrificio político

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Escritura y sacrificio político: una lectura de los 
diarios de El zorro de arriba y el zorro de abajo de José 
María Arguedas
Mateo Díaz Choza
Brown University
Uno de los relatos más emotivos del entierro de José María Arguedas es el 
de Alberto Gálvez Olaechea en la primera parte de sus memorias, Años utópicos. 
Situaciones & personajes (2018). Gálvez Olaechea, quien luego se integraría al 
Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), razón por la cual pasaría 
veintisiete años en prisión, es en 1969 un joven que cursa el último año escolar. 
Los restos del escritor son velados en la Casona de San Marcos y Gálvez Olaechea 
apenas puede aproximarse al lugar, mucho menos ver el féretro, por la multitud de 
jóvenes estudiantes que abarrotan el Parque Universitario. Después de un momento 
la masa enrumba, entre banderas rojas y el canto de “La Internacional”, en una 
lenta procesión hasta llegar al Cementerio El Ángel.
Allí empiezan los homenajes: el lingüista Alfredo Torero lee pasajes del 
“¿Último diario?”, habla el presidente de la Federación Universitaria de La Molina, 
se escucha el violín de Máximo Damián y el charango de Jaime Guardia. Todo se 
desarrolla según el “libreto dispuesto por Arguedas” hasta que un hombre “vestido 
a la usanza indígena”, con poncho, ojotas y un chullo cubriéndole la cara, aparece 
en escena, lanza un grito profundo y da un discurso de despedida en quechua. De 
acuerdo con Gálvez Olaechea, la fuerza y la belleza de la arenga es tal que incluso 
quienes no entienden el idioma, probablemente la mayoría, quedan en trance (40). 
El impacto del entierro es tan intenso para el joven asistente que marca un punto 
de quiebre personal y define “su integración a la revolución” (43). 
El testimonio de Gálvez Olaechea proporciona una instantánea de 
algunas de las energías en ebullición que circularon alrededor de la muerte y el 
entierro del escritor andahuaylino, verdaderos acontecimientos para una parte 
de la sociedad peruana. En este ensayo planteo que el suicidio y el entierro de 
Arguedas son conceptualizados en sus diarios y últimas cartas, que incluiría en la 
novela póstuma El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971), como un sacrificio 
político que marca el inicio de una transformación histórica en el Perú.1 Para esto, 
el evento de la muerte es concebido en tanto suceso público, que causa un profundo 
impacto colectivo a partir de una dimensión performativa (Grillo 313), enmarcada 
en un contexto latinoamericano y peruano de intensa actividad política. Como se 
verá más adelante, esta idea de la muerte también aparece en “La agonía de Rasu-
Ñiti” (1962), uno de los relatos más conocidos de Arguedas. En ambos textos el 
protagonista sabe que va a morir y acepta el hecho como inevitable: en el cuento, 
el danzak’ o danzante recibe el llamado del apu, la divinidad de la montaña; en 
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los diarios y las cartas de Los zorros, el Arguedas-personaje, así como el real, 
decide quitarse la vida.2
La lectura de los diarios y las cartas de Arguedas ha estado fuertemente 
influida por su trágica muerte. Que ambos textos estén incrustados dentro de 
un texto mayor asimismo complejiza su lectura en tanto la novela contiene 
registros diversos como el de la ficción, que queda inconcluso, y la no ficción. A 
la luz de su suicidio, Los zorros se ha interpretado en no pocas ocasiones como 
el reconocimiento de una novela fallida y deficiente (Vargas Llosa 356), como 
una derrota radical que destruye cualquier posibilidad de logro a menos que sea 
entendido en términos negativos, en tanto accomplishment of negation (Moreiras 
101), y como el anuncio de la disolución de la subjetividad política (Feldman 117). 
El énfasis recae en el fracaso del intelectual, y limita la función de las cartas y 
los diarios a testimoniar su impotencia como escritor de ficción y sujeto político. 
Esta perspectiva se alinea con una concepción convencional del suicidio, que lo 
entiende como problema individual y hecho despolitizado; el suicida, al quitarse 
la vida, renunciaría a la comunidad (Fierke 4).3
Sin negar que esa es una lectura posible del suicidio de Arguedas, quisiera 
plantear aquí que este también puede leerse en términos del sacrificio político, es 
decir, un acto cargado de nivel performativo que implica entregar o poner en riesgo 
la propia vida con la intención de transmitir un mensaje político (Fierke 39). El 
rasgo fundamental del sacrificio político es el desplazamiento de lo individual a 
lo colectivo, pues quien se sacrifica concibe su pertenencia a la comunidad como 
un hecho que sobrepasa la identidad individual. A su vez, el evento interpela 
a los miembros de la comunidad, convertidos en audiencia, en tanto produce 
efectos en sus pensamientos, ideas y actos (Fierke 38), por lo que puede incluso 
cumplir una función de cohesión social. En el caso concreto de Los zorros, optar 
por leerlo desde el sacrificio supone prestar atención a la relación dialéctica entre 
texto y realidad, alumbrando sus zonas de contacto e interferencias. De ahí que 
si bien el suicidio coloca el punto final al libro en tanto evento lingüístico ilegible 
(Moreiras 104), de igual manera la inconclusión de la novela empuja al lector a 
completar la “historia”, no desde la literatura sino desde la Historia y la acción 
política (Lienhard 196). 
Asimismo, esta perspectiva exige redimensionar la noción andina del 
sacrificio según la cual la muerte simbólica tiene una capacidad transformadora 
(Rowe 69). A contrapelo de la mayoría de interpretaciones acerca del suicidio de 
Arguedas, propongo leerlo tal como fue tematizado en los diarios y las cartas en 
diálogo con “La agonía de Rasu-Ñiti”, que visto desde la perspectiva de la obra 
arguediana ofrece una prefiguración del desenlace de la novela. Si en el relato la 
dimensión colectiva de la muerte del dansak’ aparece explícitamente por medio de 
las descripciones de los personajes y sus reacciones, en los diarios y las cartas se 
ponen en juego una serie de mecanismos o estrategias de publicación que permiten 
insertar el texto y el cuerpo del autor, a estas alturas indesligables uno del otro, en 
la esfera pública. El suicidio así entendido deviene suceso público y constituye una 
forma de autoinscripción en el texto póstumo, la nación peruana y el canon literario 
Mateo Díaz Choza 111
latinoamericano (Moraña, Arguedas 279). En última instancia, el desenlace fatal de 
Arguedas permite la publicación tanto del texto, a través de circulación editorial, 
como del cuerpo, por medio del entierro y sus representaciones—testimonios 
como el de Gálvez Olaechea, notas periodísticas, necrologías u obituarios, por 
ejemplo—que lo convierten en un suceso público. 
Los zorros: breve genealogía
La década de 1960 está marcada en el Perú por el incremento exponencial 
de la migración del campo a la ciudad, fenómeno que transforma las urbes costeras 
“andinizándolas” y propicia el surgimiento de una nueva geografía, la barriada, y 
un nuevo sujeto social, el migrante (Matos Mar 77-95). En paralelo, se fortalece la 
organización campesina que empieza a ocupar los latifundios en distintas zonas de 
los Andes ante la escasa resistencia de los gamonales y el Estado. Esta agitación 
social coincide con la aparición de focos guerrilleros en zonas del centro y el sur 
peruano en 1965 (Rénique 75-112).
Ese mismo año, se lleva a cabo la mesa redonda acerca de Todas las 
sangres, la obra más ambiciosa de Arguedas. Allí un grupo de intelectuales 
peruanos—sociólogos, lingüistas, críticos literarios—cuestionan la validez de su 
novela porque el mundo que describe no corresponde con el del Ande actual, sino 
con aquel que su autor conoció en su infancia. El desencuentro entre la propuesta 
arguediana y las expectativas de ciertos críticos, para quienes, en palabras de 
Sebastián Salazar Bondy, su texto “no servía como documento sociológico” 
(Arguedas, et al. He vivido 24), le produce un efecto profundo al escritor que ya 
atravesabauna severa depresión. En cierto modo, la escritura de Los zorros es 
un ensayo de respuesta al debate de la mesa redonda, una forma de dar cuenta 
de las transformaciones más recientes de la sociedad peruana y al mismo tiempo 
de situar y definir su posición como intelectual. Para noviembre de 1969, la 
fecha de su suicidio, los cambios de la sociedad peruana se han agudizado con la 
instauración del Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas, cuya reforma 
agraria, una de las más radicales de América Latina, modifica sustancialmente el 
mundo tradicional de haciendas y gamonales retratado en el indigenismo clásico. 
Los zorros se publica en 1971, dos años después, y desde el inicio plantea 
innumerables retos a la crítica por su complejidad y sus peculiares condiciones 
de producción. La novela incluye una serie de relatos ambientados en el puerto 
peruano de Chimbote en los que, más que una trama unitaria al modo de una novela 
clásica, se presentan las historias vagamente relacionadas de diversos personajes 
de origen migrante.4 A partir de estos sujetos se construye una visión panorámica 
de la realidad chimbotana y, en mayor escala, del modo en que los procesos de 
modernización impactan en la sociedad peruana. Paralelamente a los capítulos 
narrativos, se incorporan anotaciones escritas a modo de diario íntimo, con las 
que inicia y cierra la novela. Sus cuatro secciones—“Primer diario”, “Segundo 
diario”, “Tercer diario” y “¿Último diario?”—son escritas entre Santiago de Chile 
112 Escritura y sacrificio político
y Lima durante mayo del 1968 y agosto de 1969, y corregidas en octubre del 
mismo año. Estas secciones le permiten reflexionar sobre su vida, la novela que 
está escribiendo, los cambios sociales del Perú y el mundo, y la situación de los 
escritores latinoamericanos. 
Asimismo, Los zorros también establece vínculos con un texto 
fundamental de la tradición andina, el manuscrito de Huarochirí, un documento 
quechua del siglo XVI. Se trata de un compendio de mitos cosmogónicos 
prehispánicos recogido por el sacerdote español Francisco de Ávila, quien expurgó 
su contenido pagano como parte de las campañas de extirpación de idolatrías en 
el Virreinato del Perú. El propio Arguedas lo traduce en 1966 y toma el relato de 
dos zorros andariegos que conversan para convertirlo en el marco de su novela, 
proporcionándole uno de sus mecanismos narrativos fundamentales, el dialogismo. 
Asimismo, por medio del encuentro de los dos zorros, símbolos de la geografía e 
identidad peruana, escindida entre la sierra andina y la costa criolla, elabora un 
debate en torno al sentido de la modernidad en el Perú (Ortega 82). Al entroncar 
Los zorros con el manuscrito de Huarochirí, el documento “más auténtico” y 
antiguo que se posee sobre la cosmovisión andina, el relato de la novela adquiere 
densidad histórica y dimensión mítica.
Además del relato y los diarios, Los zorros incluye un epílogo que contiene 
un grupo de cartas de Arguedas—dirigidas a su editor, Gonzalo Losada, y al 
rector y los estudiantes de la Universidad Agraria de La Molina, institución donde 
era profesor—y “No soy un aculturado…”, discurso con motivo de la obtención 
del Premio Inca Garcilaso de la Vega en octubre de 1968. En la primera carta, 
Arguedas da las principales disposiciones en torno a los paratextos del libro: 
incluye instrucciones para la dedicatoria y los pedidos de incorporar el mencionado 
discurso del premio Garcilaso; asimismo, dispone que su viuda, Sybilla Arredondo, 
y el poeta Emilio Adolfo Westphalen se encarguen del cuidado editorial del libro.5 
De ahí que las cartas contengan las exigencias, casi contradictorias, de preservar 
un legado textual, fragmentario e inconexo, y, al mismo tiempo, de reordenarlo 
para potenciar su legibilidad. Así como en el entierro de Arguedas, el proceso 
de publicación excede al autor e involucra a otras personas—ya sean los que 
pronuncian los discursos de homenaje, cargan el féretro, el hombre que dio el 
discurso en quechua o ya sean Arredondo, Westphalen y los editores—, quienes 
cumplen el rol de mediadores e inscriben el cuerpo/texto en la esfera pública. 
Escritura, intervención, esfera pública
En diversas ocasiones se ha indicado que los diarios de Arguedas no 
siguen muchas de las convenciones literarias del diario íntimo (Fernández 300-4, 
Rivera 192). En ellos Arguedas puede escribir sobre el pasado remoto o el futuro, 
e incluso emplea la segunda persona para dirigirse a interlocutores específicos, 
ambos recursos inusuales en ese género. Los diarios además no son textos 
autónomos, sino que forman parte de una novela a su vez bastante heterodoxa. El 
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elemento de conexión entre los diarios y las secciones narrativas de la novela son 
los diálogos de los zorros, que aparecen ocasionalmente en la primera parte del 
libro. Sin embargo, a medida que la novela avanza la presencia de los zorros va 
desapareciendo, lo que refuerza la sensación de que ambas secciones operan en 
registros discursivos distintos.
Autores como Martin Lienhard leen los diarios como una intervención 
del autor en su texto, recurso que tiende a reforzar el sello de literariedad, de 
“conciencia-de-la-obra-de-ser-literatura” (37). Este efecto es particularmente 
notorio en los pasajes en que el narrador del diario reflexiona sobre el proceso 
de escritura en Los zorros o cuando, en el “¿Último Diario?”, pasa revista a los 
personajes principales de la novela. Allí no solo bosqueja las escenas que no pudo 
terminar de escribir, sino que se compadece del destino muchas veces fatal de sus 
personajes. Paradójicamente, si los diarios presentan el testimonio del escritor, 
enfatizando el carácter ficcional de la narración, referirse a personajes como seres 
“reales” en un texto que no se presenta como ficción y donde sí hay interlocutores 
reales—como al final de la primera entrada del “¿Último diario?”, cuando se dirige 
al personaje de Maxwell en segunda persona (El zorro 288)—vuelve porosa la 
barrera entre ambos niveles. En todo caso, la “intervención” del autor provoca la 
expansión del texto intervenido, que ya no consiste solamente del relato, el “texto 
original”, sino también del diario, la “intervención”.
Los diarios arguedianos, por lo tanto, se sitúan en una zona intermedia 
entre la ficción y la autobiografía.6 En cierto modo, Los zorros devela la 
imposibilidad de la autonomía absoluta de lo literario al evidenciar el modo en que 
la vida se filtra en la escritura. Más aún, como se verá más adelante, existe también 
en pasajes del diario la intención de influir en el mundo real de diversas maneras, 
lo que coincide con el modo con que Arguedas conceptualiza su propia muerte; el 
sacrificio político es, finalmente, un intento de transformar la realidad. La ruptura 
de la autonomía literaria, por lo tanto, abre vías de ida y vuelta, y permite ensayar 
la lectura inversa: la realidad también se ve asaltada por la literatura, el autor no 
solamente interviene su propio texto al insertar el diario en la novela, sino que el 
libro a su vez es una intervención en la realidad. 
De acuerdo con Lienhard en su ya clásico estudio sobre Los zorros, los 
tres primeros diarios mantienen una serie de continuidades temáticas y formales. 
Posiblemente la frase que condensa su nudo argumentativo es una que aparece 
en el “Primer diario”: “si no escribo y publico, me pego un tiro” (21). El conflicto 
de Arguedas suele sintetizarse en la oposición entre el impulso vital y el de la 
muerte, el enfrentamiento entre “el anhelo de vivir y el anhelo de morir” (12), y 
en esa ecuación la escritura ocupa el primer polo: “Escribo estas páginas porque 
se me ha dicho hasta la saciedad que si logro escribir recuperaré la sanidad” (12). 
La escritura de los diarios es por momentos el modo de conjurar la impotencia 
creativa—“son la expresión de la imposibilidad pasajera de la escritura novelesca”, 
dice Lienhard (36)—y, al mismo tiempo, paradójicamente, de seguir vivo porque,mientras escribe, el autor no puede matarse. Si se quiere, en los tres diarios hay 
una primacía del testimonio de la imposibilidad de la escritura creativa producto 
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del “roto vínculo con todas las cosas” (11) y, por ende, su tono es agónico. Por el 
contrario, la sección narrativa de Los zorros es el espacio de la posibilidad de un 
proyecto creativo, es decir, de “transmitir a la palabra la materia de las cosas” 
(11), y su tono es pleno, vital, caótico, contradictorio.
En ese sentido, es revelador que cada uno de los tres diarios culmine con 
un anuncio, explícito o velado, de que la narración va a reanudarse. El “Primer 
diario” termina con el relato de un recuerdo posiblemente autobiográfico de la 
infancia de Arguedas. Se trata de su encuentro con Fidela, una historia de iniciación 
sexual y de pérdida de la inocencia. Es uno de los escasos pasajes narrativos de los 
diarios que luego es interrumpido por el primer diálogo entre el zorro de arriba y 
el zorro de abajo, donde se alude al mismo hecho desde una perspectiva mítica.7 
Es entonces por medio de la evocación de la iniciación erótica, acto vinculado a la 
continuidad de la vida—Fidela queda “preñada” (31)—, y de las voces dialogantes 
de los zorros, que como ya hemos indicado cumplen el rol de nexos entre las 
distintas partes de la novela, que se da paso a la primera sección narrativa de Los 
zorros. Los tránsitos al final de los otros diarios son menos simbólicos y mucho 
más literales: el “Segundo diario” termina cuando el narrador dice que empieza 
a escribir el capítulo III y el “Tercer diario”, cuando afirma haber encontrado el 
método para narrar las secciones siguientes. Siempre el fin de los diarios coincide 
con el acto de narrar si bien los agentes y las modalidades varían: en el “Primer 
diario”, los zorros aluden a la historia de Fidela por medio de la oralidad; en los 
otros dos, el narrador retoma el relato a través de la escritura.
Muerte y escritura son solo dos de los hilos que componen el nudo 
argumentativo y conflictivo de los diarios; el tercero, que a menudo la crítica pasa 
por alto, es el de la publicación. La escritura por sí sola no basta para contrarrestar 
la muerte como queda claro en la fórmula antes citada: “si no escribo y publico, me 
pego un tiro”. A lo largo de los diarios la necesidad apremiante de hacer público 
el texto es una constante tan presente como el suicidio. Por momentos ambas 
parecen fundirse en una sola: “voy a tratar, pues, de mezclar, si puedo, este tema 
[su suicidio] que es el único cuya esencia vivo y siento como para poder transmitirlo 
a un lector” (12, énfasis agregado). Ese lector es una presencia que crece poco a 
poco desde el “Primer diario”, que el narrador escribe “sin dejar de pensar que 
podrá ser leído” (15). Más adelante reconoce que sus páginas probablemente serán 
publicadas después de su muerte, lo que le permite hablar con mayor “audacia” 
(20). En buena cuenta, el texto se construye conociendo de antemano sus peculiares 
condiciones de inserción en la esfera pública, según las cuales este deberá en 
principio bastarse por sí mismo, sin nada que ocultar, porque su autor no podrá 
enmendarlo ni corregirlo. De ahí que si bien existen elementos de los diarios que 
permiten asociarlos con el género del testimonio (Cortez), por momentos estos 
parecen adoptar más bien la forma del testamento, un tipo de texto que expresa 
la última voluntad de la persona y que determina el modo en que su legado es 
incorporado a la comunidad.
Estos rasgos se acentúan en el “¿Último diario?” y las cartas del epílogo, 
a las que Julio Ortega se ha referido como un “testamento público” (84). En efecto, 
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los conflictos de Arguedas, al mismo tiempo fructíferos y desgarradores como 
evidencian los primeros diarios, encuentran en este segundo grupo de textos 
epilogales una resolución. La problemática de la escritura se clausura cuando en 
el “¿Último diario?” el narrador afirma que los hervores “han quedado enterrados” 
(283) y se dedica a bosquejar el futuro de sus personajes; la de la publicación, con las 
disposiciones editoriales dejadas fundamentalmente en las cartas; la del conflicto 
entre vida y muerte, con el suicidio del autor.8 Los textos están precedidos por 
anotaciones entre paréntesis que refuerzan su carácter definitivo: ambos han sido 
“corregidos” y, en el caso de las cartas, lo dicho ahí está además “reafirmado a mi 
vuelta, en Lima, el 5 de noviembre” (289). Esta exactitud por supuesto contrasta 
con los signos interrogativos que acompañan al “¿Último diario?”, marcas de 
una incertidumbre que la última entrada del 22.10.1969 retoma: “Habrán de 
dispensarme lo que hay de petitorio y de pavonearse en este último diario, si el 
balazo se da y acierta” (288, énfasis agregado). Lo “petitorio” del diario—las 
disposiciones de su última voluntad—está condicionado por su propio suicidio que 
aún no es un hecho seguro y podría no concretarse, como en su intento fallido de 
abril de 1966 descrito al comienzo del “Primer diario”. Es decir, si bien el “¿Último 
diario?” y las cartas clausuran en términos discursivos los conflictos de Arguedas, 
su resolución se desplaza al campo de la realidad, fuera de la literatura. 
El diario como documento colectivo
Para que la experiencia individual del diario pueda hacerse pública, esta 
debe pasar por un proceso que Antonio Cornejo Polar denomina la “socialización 
del yo” y que considera una constante de la producción literaria de Arguedas. 
Según el crítico, en la obra del escritor andahuaylino predomina la idea de que 
“su ser individual depende de las relaciones de pertenencia o ajenidad que pueda 
establecer con el mundo” (Un ensayo 296). Esta conciencia de colectividad, 
indispensable para que exista el sacrificio político, se agudiza en textos como el 
“¿Último diario?”, donde “el problema de la identidad individual se desplaza hacia 
el de la identidad de todo un pueblo […] ahora no se trata de saber quién es cada 
quién, sino de mostrar en una figura simbólica, la del propio Arguedas, el destino 
de una nación” (298). De esa manera, las experiencias “personalísimas” del diario 
adquieren—dice Cornejo Polar en otro ensayo—“un significado colectivo, casi 
materialmente social” (Arguedas 21).
El yo de los diarios se construye en diversos pasajes a partir de la 
identificación con la cultura andina y quechua. Es el caso, por ejemplo, de la escena 
de las cascadas de San Miguel, cuya textura evoca los momentos más poéticos de 
Los ríos profundos: “Las cascadas de agua del Perú, como las de San Miguel, que 
resbalan sobre abismos, centenares de metros en salto casi perpendicular, y regando 
andenes donde florecen plantas alimenticias, alentarán en mis ojos instantes antes de 
morir. Ellas retratan el mundo para los que sabemos cantar en quechua; podríamos 
quedarnos eternamente oyéndolas […] (13, énfasis agregado)”. El pasaje muestra 
116 Escritura y sacrificio político
con nitidez el paso de la primera persona del singular a la primera persona del 
plural, así como el paso de una experiencia individual, el suicidio, aquí vinculado 
al sentido de la vista, a una experiencia entendida como colectiva, vinculada 
a la escucha. El yo del diario forma parte de una colectividad no porque esté 
acompañado, físicamente al lado de otros, sino porque comparte una sensibilidad 
común: oír a la cascada tal como hacen “los que saben cantar en quechua”.9
Esta configuración identitaria se complejiza en “No soy un aculturado…”, 
el discurso que su autor pidió incorporar a Los zorros. Allí Arguedas examina 
su propia trayectoria, traza una tradición literaria peruana e incluso ensaya 
una definición de sí mismo: “Yo no soy un aculturado; soy un peruano que 
orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español 
y en quechua” (297). Así, la caracterización del “Primer diario” se enriquece: no 
solamente sabe cantar en quechua, sino que además habla enlos dos idiomas y 
ello, a pesar de que corresponde a “dos naciones en conflicto” (297), es motivo 
de plenitud. El bilingüismo cultural, sobre todo a partir de las migraciones de la 
segunda mitad del siglo XX, se convierte en la experiencia fundamental de la 
identidad peruana y es este rasgo el que permite pensar el yo de los diarios, aun 
cuando estén escritos en español, como representativo y “socializado”. Desde 
esa perspectiva, la inserción de los diarios en Los zorros convierte a su narrador 
autobiográfico en otro personaje más de la novela, más allá de la relación jerárquica 
y del juego metaficcional entre autor y personaje. El relato del Arguedas-personaje 
se integra también como uno más al fresco social de la novela habitado por sujetos 
migrantes, bilingües y biculturales.
Además de ser el locus enunciativo donde se construye una subjetividad, 
los diarios constituyen verdaderos espacios de diálogo y debate. Esto es evidente 
en uno de los rasgos más inusuales de los diarios arguedianos, la presencia de 
interlocutores específicos, la mayoría intelectuales peruanos y latinoamericanos. 
En cierto modo, estas secciones de los diarios reinventan el mito de los dos zorros 
conversadores, con la salvedad de que el diálogo no necesariamente se limita al 
territorio peruano. De modo similar, a veces el eje temporal se relativiza como en 
la sección del “Segundo diario” dedicada a su amigo Julio Gastiaburú. Inicialmente 
un narrador objetivo evoca sus conversaciones durante la década de los 30 cuando 
creían que la llegada del socialismo era inminente, “de allí para el día siguiente”, 
para luego utilizar la segunda persona y así yuxtaponer ambas temporalidades: 
“Revolución socialista por estos lados sólo en Cuba, negro” (100). El narrador le 
da las noticias sobre la actualidad a Gastiaburú, quien ha muerto hace ya varios 
años, haciendo de puente entre el pasado y el presente.
En otras ocasiones, sobre todo en el “Primer diario”, las evocaciones de 
distintos interlocutores tienen como objetivo polemizar con ellos y situar al yo 
de los diarios en la conversación de los escritores latinoamericanos. Los recursos 
utilizados son los de la oralidad, casi siempre con un tono cercano a la confidencia: 
“Dispénseme, don Alejo [Carpentier]; no es que me caiga usted muy pesado. Olí 
en usted a quien considera nuestras cosas de indígenas como excelente elemento 
o material de trabajo” (17, énfasis agregado). En la misma dirección van sus 
Mateo Díaz Choza 117
numerosas menciones a Julio Cortázar, la polémica más famosa del diario: “Soy 
en ese sentido un escritor provincial; sí, mi admirado Cortázar; y, errado o no, 
así entendí que era don João [Guimaraes Rosa] y que es don Juan Rulfo” (25). La 
lógica del narrador es binaria y distingue a los narradores profesionales y eruditos, 
entre los que se encontrarían los mencionados Carpentier, Cortázar y otros como 
Vargas Llosa y Fuentes, y a los provincianos como él mismo, Guimaraes o Rulfo. 
Que Arguedas anote planteamientos sobre sus contemporáneos no es inusual 
en un diario, por supuesto, pero sí lo es la utilización de recursos propios de la 
oralidad como el uso de la segunda persona y las finas distinciones a nivel de los 
pronombres. En los textos citados hay una correspondencia entre la proximidad 
o distancia estética del narrador con sus interlocutores y el empleo de las formas 
de cortesía de la segunda persona: a los escritores que siente afines los tutea, a 
los otros los trata de “usted”.
Este performance de oralidad podría quedar como algo anecdótico si es 
que Arguedas no hubiera escrito los diarios con intención de sacarlos a la luz en 
un breve plazo. A modo de adelanto de la novela, en 1968 publica en la revista 
Amaru, la más importante en ese momento en el Perú, el “Primer diario” con el 
título de “El zorro de arriba y el zorro de abajo”. Allí, el texto íntimo se inscribe 
por primera vez en la esfera pública, haciendo uso no solo de los recursos textuales 
de la oralidad sino también de los canales extratextuales de los circuitos literarios. 
Su aparición suscita una respuesta de Cortázar que, a su vez, es incorporada en el 
“Tercer diario” en la entrada del 18.05.1969: “Don Julio ha querido atropellarme y 
ningunearme, irritadísimo, porque digo en el primer diario de este libro…” (204, 
énfasis agregado).10 El ejemplo muestra el quiebre de la autonomía de lo literario, 
una suerte de ruptura de la “cuarta pared” del diario íntimo que remite a algo que 
no se encuentra dentro de la novela—la respuesta de Cortázar, que en este caso es 
además un cuestionamiento de su poética—sino fuera de ella. La oscilación entre 
lo público y lo privado, entre el afuera del mundo y el adentro de la literatura, da 
paso a una suerte de escritura no autónoma permeada y tejida, también, con las 
hebras de la realidad. Al mismo tiempo, la cita evidencia la cualidad sui géneris 
de los diarios: su pertenencia, indicada en la preposición “de”, a un conjunto 
mayor (“este libro”). 
La inscripción de la esfera privada en lo público se hace más patente en el 
“¿Último diario?”, llevando al extremo la conversación con distintos interlocutores 
e incluyendo explícitamente una dimensión reflexiva histórica e identitaria sobre el 
Perú. Allí el recurso se multiplica hasta llegar a referirse simultáneamente a varios 
interlocutores al mismo tiempo: ya no se trata solo del encuentro confidencial entre 
dos personas, o zorros, que conversan. El primero en aparecer es el teólogo Gustavo 
Gutiérrez a partir de una pregunta que en cierto modo sintetiza la actitud de una 
época: “¿Es mucho menos lo que sabemos que la gran esperanza que sentimos, 
Gustavo?” (285). A medida que avanza el texto, los interlocutores, primero 
Gutiérrez y luego el joven izquierdista Edmundo Murrugarra, se confunden 
con los zorros, las figuras dialogantes por excelencia en la novela.11 Pronto el 
“tú” deviene en plural: “Me gustan, hermanos, las ceremonias honradas, no las 
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fantochadas del carajo. […] Y tú, Gustavo, o vosotros, como es lo correcto decir, 
Alberto, Máximo Damián, Jaime, Edmundo… No se van a prestar en jamás de 
los jamases, mientras sean como yo los conocí, a fantochadas” (286, énfasis 
agregado). Ese “decir correcto” marca la transición de la confidencia personal a 
una enunciación dirigida a un interlocutor múltiple, preparando el paso al núcleo 
del “¿Último diario?”.
En el siguiente párrafo, uno de los más conocidos de toda la novela, el 
narrador sitúa su muerte, aún hipotética, como un punto de quiebre de la historia 
peruana: 
… Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú 
y lo que él representa: se cierra el de la calandria consoladora, del azote, 
del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres “alzamientos”, del temor 
a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; 
se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de 
Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador, Aquel que se 
reintegra. (286) 
Si, como hemos afirmado, el sacrificio político busca transmitir un mensaje, es 
este pasaje quizás el que condensa mejor la lectura de Arguedas de su propia 
muerte. El mensaje político es por supuesto la emancipación popular en el Perú y 
su tono es utópico en el mismo sentido que pocos años después Gutiérrez le daría 
a ese término, como una formulación compuesta de una denuncia, dirigida hacia 
el presente, y un anuncio, proyectado hacia el futuro (Teología 279-80). La muerte 
del yo se inscribe como el acontecimiento colectivo que activa los engranajes de 
la historia a partir de un movimiento doble, el cierre del pasado y la apertura del 
futuro.12 
El ciclo del pasado se identifica claramente con la imposición colonial 
simbolizada por el “azote”, instrumento de dominación, y “arrieraje”, un medio 
de transporte utilizado durante la época virreinal. Es un universo marcado, por 
un lado, por la impotencia, el odio y losalzamientos estériles, “fúnebres”, de los 
oprimidos y, por el otro, por el temor a un Dios que llama el “Dios inquisidor”. 
La religión, sostenida por una maquinaria de protegidos y fabricantes, se presenta 
como creación humana dirigida a convertirse en instrumento de dominación. 
Además, añade un elemento ambivalente, la calandria, ave cuya presencia y canto 
en principio alivian el sufrimiento del oprimido. De acuerdo con Gutiérrez, sin 
embargo, el consuelo puede también cumplir una función amortiguadora y, por 
lo tanto, “prolongar sus sufrimientos al dejar intactas las causas que lo producen” 
(Entre 59).
Dichos términos se invierten en el nuevo ciclo, que adopta las 
características de la temporalidad revolucionaria y del relato emancipatorio. Sus 
elementos se articulan en torno a los campos semánticos de la luz, el fuego, la 
fortaleza y la liberación, y de ese modo constituyen un nuevo sujeto, el “hombre 
de Vietnam”—tan reminiscente del “hombre nuevo” guevariano—, llamado a 
Mateo Díaz Choza 119
llevar a cabo tales transformaciones. Supone también el entrecruzamiento y la 
adherencia de la experiencia peruana a un movimiento universal; en buena cuenta, 
la preposición “de” en la frase anterior indica, antes que la pertenencia geográfica 
al país asiático, una identificación espiritual con la resistencia norvietnamita leída 
en clave anticolonialista. Paradójicamente, la alusión a la Guerra de Vietnam tiene 
algo de anacrónica, ya que el evento que se anuncia como futuro en 1969 ha iniciado 
hace más de una década; el presente se revela, por ende, como una temporalidad 
frágil atravesada por el pasado y el futuro imaginado. Los elementos del ciclo 
anterior no desaparecen en el nuevo, sino que se resemantizan: el oprimido pierde 
su connotación pasiva y se convierte en agente transformador, Dios deja de ser 
instrumento de dominación y se reintegra a la experiencia humana, la calandria 
no proporciona más consolación engañosa sino fuego liberador. Es quizás este 
último elemento el que mejor capta los matices de la nueva era anunciada, ya que el 
fuego connota no solamente luz, calor, poder, sino también capacidad destructiva.
Para el narrador su muerte coincide, en cierto modo inaugura, ese 
momento de tránsito en el que se agudizan las tensiones identitarias nacionales: 
“Y ese país en que están todas las clases de hombres y naturalezas yo lo dejo 
mientras hierve con las fuerzas de tantas sustancias diferentes que se revuelven 
para transformarse al cabo de una lucha sangrienta de siglos que ha empezado a 
romper, de veras, los hierros y tinieblas con que los tenían separados, sofrenándose” 
(287). Desde la concepción arguediana el Perú es un territorio radicalmente diverso 
(“todas las clases de hombres y naturalezas”) y de profunda densidad histórica (“de 
siglos”) que se encuentra a la vera de un momento de cambio. Este se proyecta como 
un proceso violento (“lucha sangrienta”) descrito como una reacción química, en 
la cual “sustancias diferentes” entran en ebullición (“hierve”) para así “revolverse” 
y “transformarse”. Se trata de un imaginario integrador, donde la mezcla adquiere 
una connotación positiva y los “hierros y tinieblas”, cuya función es mantener las 
jerarquías y divisiones (“separan” y “sofrenan”), “han empezado a romperse”. Las 
transformaciones sociales parecen procesos autónomos e inevitables, hechos que 
no dependen de la acción de individuos específicos. 
En ese contexto, puede parecer paradójico que el narrador opte por no 
intervenir personalmente en aquel momento histórico o, mejor dicho, que la 
renuncia sea su única forma de participación. No lo es tanto, sin embargo, si se 
toma en cuenta que el sacrificio es también una renuncia a la identidad individual, 
subsumida como parte de la colectividad. Asimismo, la puesta en escena del 
sacrificio, que sobrepasa los confines del texto, activa la difusión de un mensaje 
político y constituye así también un modo de intervención. 
Sacrificio y performance: de Rasu-Ñiti a Los zorros 
Como se ha mencionado, a lo largo de los diarios el narrador se construye 
como un sujeto ligado a la comunidad, cuyas contradicciones parece vivir en su 
propio cuerpo y estados de ánimo. Eso permite imaginar la posibilidad de que 
120 Escritura y sacrificio político
la desaparición del individuo, en vez de simplemente aniquilarlo, lo reintegre al 
cuerpo social. Así como en los casos de sacrificio político, el yo comunitario de los 
diarios se siente parte de un grupo humano—acaso habría que decir también de 
una geografía—que trasciende la experiencia temporal individual. Por eso, al final 
del “¿Último diario?” el narrador se permite afirmar que “En la voz del charango 
y de la quena, lo oiré todo” (288). En vez de desintegrarse después de la muerte, 
el “yo” deja de hablar, pero todavía oye; como en la escena de las cascadas de San 
Miguel, es la capacidad de escucha la que permite reconocerse como miembro 
de una comunidad.
Este desplazamiento hacia la escucha cambia el énfasis de la última 
sección de Los zorros, donde los lectores abandonan su rol pasivo y se convierten 
en agentes. Esto sucede en un sentido simbólico a partir del lenguaje anunciador 
del “¿Último diario?” y sus imágenes—la calandria de fuego, el hombre de 
Vietnam, el Dios liberador—, las cuales indican a nivel figurativo una serie de 
procesos transformadores de fines de la década del 60. No obstante, los diarios 
y las cartas también plantean un nivel concreto e inmediato de incidencia en la 
realidad a partir de las disposiciones sobre el funeral de Arguedas. En el “¿Último 
diario?”, el narrador pide la participación de algunas personas en su sepelio, por 
ejemplo tocando el charango o la quena (285-86). Como se evidencia en la escena 
descrita al inicio de este ensayo, hay una elección de determinadas personas, 
quienes dejan de ser meros lectores o receptores para convertirse en emisores. 
Al comparar a Gutiérrez y Murrugarra con los zorros, incluso los coloca en una 
posición semejante a la suya, casi como si ellos fueran encargados de continuar 
en la realidad la novela inconclusa. No debe olvidarse que los zorros no son tan 
solo contadores de historias sino también danzantes (Cornejo Polar, Un ensayo 
304) y, en algunas secciones del “¿Último diario?”, ambas actividades—la danza 
y la narración—se realizan conjuntamente.13
Para Arguedas el sacrificio no consiste solamente de un acto, sino también 
de una puesta en escena. Como afirma María Teresa Grillo, se puede considerar 
su suicidio como un acto de performance “tanto en el sentido de la capacidad de 
llevar a cabo una acción, como en relación a la puesta en escena que se origina en 
esta acción y que incluye un escenario (la universidad), actores (músicos, oradores) 
y una audiencia prevista (asistentes al funeral)” (314). Aunque las disposiciones 
de los diarios y las cartas no lo especifican, en la misma ceremonia se leen 
fragmentos del “¿Último diario?” (Gálvez Olaechea 40) y así se hace presente la 
voz del ausente. El performance replantea la relación entre cuerpo y texto, antes 
indesligables, ya que mientras el cadáver transita para quedarse en el mundo 
subterráneo, el segundo es leído para los vivos. Si bien la fusión de cuerpo y texto 
en Los zorros tiene fundamentalmente un sentido material, ello no impide que este 
último pueda resonar en otras voces y adquiera otros acentos. Simbólicamente 
la voz del maestro es emitida por los discípulos en un proceso de transmisión de 
saberes y sensibilidades que trasciende la experiencia individual.
Este proceso vincula la muerte de Arguedas con uno de sus relatos más 
importantes, “La agonía de Rasu-Ñiti”, publicado en 1962. Allí relata los últimos 
Mateo Díaz Choza 121
momentos de vida del indio Pedro Huancayre, el dansak’ Rasu-Ñiti. Sabiendo 
que el wamani—el espíritu de la montaña—lo llama y que su muerte se avecina, 
Rasu-Ñiti manda a su esposa e hijas a traer a los músicos mientras él se viste con 
los atavíos tradicionalesde la danza de tijeras. Junto con el arpista, Lurucha, y el 
violinista, don Pascual, llega su discípulo, Atok’ sayku, y también un tumulto de 
gente para asistir a la presentación. El relato coincide con las distintas secciones de 
la danza, cuyo momento climático es el yawar mayu—río de sangre—, el momento 
sacrificial propiamente dicho donde “los bailarines se azotan las pantorrillas hasta 
hacerlas sangrar” (Zeballos 104). Al final del yawar mayu, mientras el arpista 
empieza a tocar el illapa vivon—el borde del rayo—, el dansak’ deja caer las tijeras, 
se queda mirando, luego cierra los ojos y muere. Entonces, Atok’ sayku entra a 
escena y empieza a bailar y tocar las tijeras hasta el punto de que el narrador se 
permite afirmar: “Era él, el padre ‘Rasu-Ñiti’, nacido, con tendones de bestia tierna” 
(Arguedas, Relatos 219). Al final del relato, cuando Lurucha sugiere enterrar al 
día siguiente al dansak’, su hija menor afirma que su padre no ha muerto y que, 
al contrario, sigue bailando. El arpista le responde dándole la razón, “Dansak’ no 
muere”, y ella replica que nadie debe llorarlo.
Según Ulises Zeballos, quien ha estudiado la representación de la danza 
de las tijeras en la obra arguediana, es difícil saber si el ritual descrito en el relato 
es ficticio o verídico pero sí es, afirma, verosímil en el universo cultural quechua 
(104). Particularmente importante es el concepto de yawar mayu, una metáfora 
que explica la interrelación entre regeneración y muerte en la cultura andina: la 
frase quechua designa tanto a los ríos serranos en épocas de lluvias—con gran 
capacidad destructiva, aunque luego las tierras inundadas se convierten en las más 
fértiles por el limo sedimentado—como, en el habla coloquial, a la menstruación 
(Zeballos 105). De acuerdo con William Rowe, en la concepción andina el “pago” 
a los dioses-montaña asegura la proliferación del rebaño y la siembra; dado que 
cuerpo y naturaleza están en una relación de intercambio permanente, “el producto 
del trabajo se concibe como fuerza natural que requiere la destrucción de bienes y 
hasta de cuerpos humanos” (86). En la lógica andina mágico-religiosa del sacrificio, 
la naturaleza exige la destrucción del sujeto para que el cuerpo individual retorne 
a la entidad trascendente, sea esta el Dios Montaña—apu, auki, wamani—, sea la 
gran selva—jatun yunka—a la que bajan los ríos (87). De ahí que en el relato la 
agonía del dansak’ no tenga las connotaciones negativas que la proximidad de la 
muerte genera en la cosmovisión occidental y, por el contrario, sea vivida como 
un rito de pasaje natural. Si bien sería problemático querer homologar sin más el 
estatuto ficcional de “La agonía de Rasu-Ñiti” al texto de Los zorros y a la muerte 
del propio autor, el relato sí abre vías de lectura de los diarios más allá del discurso 
individualista del suicidio.
Así como en los diarios y las cartas, según Zeballos el ritual de la muerte 
en el cuento “es un acto público y no se circunscribe al ámbito familiar privado” 
(114). Ahí participan, además del propio dansak’, su esposa, sus hijas, los músicos, 
Atok’ sayku y el “tumulto de gente”; Rasu-Ñiti es conocido en toda la región y 
su presencia es “luz de las fiestas de centenares de pueblos” (Arguedas, Relatos 
122 Escritura y sacrificio político
212). Se trata, al igual que el narrador de los diarios, de un yo socializado cuya 
experiencia se define por el lugar que ocupa y los lazos que establece con la 
comunidad. Subyace en la escena además una confianza de la cultura indígena de su 
propia capacidad de proyectarse hacia el futuro, en tanto el rito sacrificial posibilita 
la reproducción de costumbres y cosmovisiones locales: es un “catalizador que 
refuerza los vínculos de la comunidad” (Zeballos 114). Los paralelos con el entierro 
de Arguedas son llamativos por la importancia del nivel escénico y la narrativa 
agónica del sacrificio, así como porque el acontecimiento del entierro, en tanto 
ritual de muerte, cumple una función similar de cohesión social. Parte de la eficacia 
de Los zorros se deriva de su poder persuasivo para involucrar a los lectores en el 
proceso de cambio del cual el propio texto se convierte en anunciante.
Sin embargo, cabe preguntarse, ¿cuál es la comunidad que Los zorros y 
fundamentalmente el “¿Último diario?” imaginan? ¿Para quiénes el entierro de 
Arguedas puede resultar una forma significativa de afianzar vínculos sociales? 
En “La agonía de Rasu-Ñiti” la comunidad es el pueblo del dansak’ y aquellos 
vecinos que acuden a verlo bailar, un grupo relativamente homogéneo de personas 
que viven en proximidad física y comparten costumbres similares. En cambio, en 
Los zorros la comunidad es un espacio incierto e indefinido, cuyo eje central es la 
nación peruana—una historia, una geografía, un conjunto de lenguas, multiplicidad 
de grupos humanos—que, sin embargo, no aparece nunca inmóvil sino en perpetuo 
movimiento y atravesada por “el afuera”. Para escribir los diarios el propio autor 
se desplaza físicamente entre Lima, ciudad colonial y moderna; Puruchuco, ruinas 
prehispánicas y luego zona migrante, obrera, de la capital; y Santiago de Chile, 
territorio extranjero y familiar al mismo tiempo, donde encontraría a su última 
esposa y viajaría frecuentemente para atenderse con su psiquiatra. 
Si la comunidad en Los zorros todavía está en proceso de ser construida 
e imaginada, el sacrificio llevado a cabo en los diarios permite avistarla. La 
destrucción del sujeto es aquí una forma de estrechar lazos sociales, pues muerte y 
regeneración una vez más aparecen unidas en el que es quizás el lema del “¿Último 
diario?”: “Despidan en mí un tiempo del Perú” (287). La voz narrativa no les pide 
a los lectores que se despidan de él en tanto individuo, sino que despidan en él—
como lugar y escenario donde se llevan a cabo los conflictos y las contradicciones 
del país—a una época del Perú. Su muerte, como la de Rasu-Ñiti, favorece la 
preservación de lo colectivo y al mismo tiempo la renovación generacional, la 
llegada de lo nuevo.
Sin embargo, la anunciación utópica contiene la posibilidad no solo 
de lo nuevo sino de lo impensado. Arguedas supo leer las tensiones del Perú y 
relacionarlas con sus propios conflictos vitales en los textos de las cartas y los 
diarios, pero no podía saber de qué modo se irían a desencadenar los procesos 
históricos que le sucederían: la agitación social durante los 70 y el Conflicto 
Armado Interno (1980-2000) iniciado a partir de la guerra que Sendero Luminoso y 
el MRTA emprendieron contra el Estado peruano. Su propia muerte incluso puede 
leerse como un hito en esa cronología, un momento determinante que llevaría a 
algunos jóvenes como Gálvez Olaechea a radicalizarse. 
Mateo Díaz Choza 123
En síntesis, en los diarios de Los zorros Arguedas plantea el tema de la 
propia muerte—de un modo semejante a como lo había hecho en “La agonía de 
Rasu-Ñiti”—como un evento sacrificial que permite la renovación de los lazos 
comunitarios y que indica un punto de quiebre dentro de la historia peruana. Para 
el yo de los diarios, las barreras entre lo público y lo privado se vuelven imprecisas 
en tanto su suicidio es concebido como una intervención en la realidad, que inscribe 
el texto/cuerpo en la esfera pública. Sin dejar de ser íntimo, el diario también se 
convierte en un documento dirigido hacia la colectividad, al delegarle a sus lectores 
y espectadores la tarea de completar la trama inconclusa de la transformación 
social en el Perú. Tal como evidencian sus disposiciones y el testimonio de Gálvez 
Olaechea, el acontecimiento del entierro supuso la puesta en escena de los conflictos 
desarrollados en los diarios. En ese sentido, la irrupción no pautada del hombre 
“vestido a la usanza andina”, su grito y el discurso en quechua aparece como un 
incidente de sugestivo simbolismo, en tanto evidencia los desencuentros entre la 
realidad, con su componente de imprevisibilidad, y las figuraciones del futuro. El 
eventode la muerte de Arguedas, con toda su carga simbólica y sacrificial, movilizó 
esa y muchas otras voces, aún necesitadas de ser escuchadas y comprendidas en 
el Perú contemporáneo.
Notas
1 A pesar de los lazos temáticos entre los diarios y las cartas, en este 
ensayo me centro fundamentalmente en el análisis de los primeros.
2 De ahora en adelante me refiero a la novela con el nombre abreviado 
de Los zorros.
3 Por supuesto, esas nociones pueden complicarse. Existen mediaciones 
entre el suicida y la comunidad como la nota de suicidio. De acuerdo con Simon 
Critchley, la escritura y publicación de notas de suicidio ha sido desde sus orígenes 
en la prensa inglesa del siglo XVIII un acto intensamente público (61). En ese 
sentido, me parece legítimo leer los diarios y las cartas de Los zorros como una 
extensa nota de suicidio.
4 Si bien algunos de los temas aquí trabajados, particularmente el 
sacrificio, también atraviesan las secciones de ficción de Los zorros, su análisis 
desborda el alcance de este ensayo.
5 La publicación de la novela es pues un proceso colectivo que involucra, 
por disposiciones del propio Arguedas, a un grupo de personas. Por eso, si bien la 
sección del epílogo no aparece en ninguna de las disposiciones del autor y responde 
a una decisión de los editores (Fernández 299), esto no lo vuelve necesariamente 
apócrifo.
6 Coincido con Rivera cuando afirma que los diarios “deben operar 
dentro del espacio de la ficción como textos escritos para la ficción y el narrador 
es un personaje sui generis, pero personaje al fin y al cabo” (192). La suya es una 
postura intermedia frente a la de Vargas Llosa, que toma los diarios como fuentes 
124 Escritura y sacrificio político
fidedignas y veraces, y de Fernández, para quien se tratan pura y llanamente de 
textos de ficción (Fernández 301-2).
7 Dice el zorro de arriba: “La Fidela preñada; sangre; se fue. El muchacho 
estaba confundido. También era forastero. Bajó a tu terreno” (Arguedas 31). La 
iniciación sexual da paso pues a la migración a la costa, el terreno del zorro de abajo.
8 “Hervores” es el término que el narrador usa para describir las secciones 
narrativas de la novela.
9 Esta capacidad de escuchar es un saber cultural más amplio, que le 
permite al narrador transmitir su percepción de la naturaleza—por ejemplo, las 
escenas del insecto del huayronqo (“Primer diario”, 15.05.1968 y 16.05.1968) o 
del ave de la pariwana (“Segundo diario”, 13.02.1969)—o a Carmen Taripha, la 
mujer de Maranganí, Cuzco, contar historias e imitar a los animales “de voz y 
cuerpo” (20).
10 La respuesta de Cortázar apareció en la revista Life el 7 de abril de 
1969. Para una lectura de la polémica, ver Moraña Territorialidad.
11 Las citas son: “Te parecías a los dos Zorros, Gustavo” (285) y “Edmundo 
también tiene la cara de los dos Zorros” (286).
12 Así fue leído, por lo demás, años después de su muerte. Cornejo Polar 
relata una anécdota en que un estudiante de Huancayo dijo que “José María se 
sacrificó por nosotros, su pueblo” (Arguedas 19).
13 Por ejemplo, en la siguiente escena: “Los Zorros corren del uno al otro 
de sus mundos; bailan bajo la luz azul, sosteniendo trozos de bosta agusanada 
sobre la cabeza. Ellos sienten, musian, más claro, más denso que los medio locos 
transidos y conscientes y, por eso, y no siendo mortales, de algún modo hilvanan 
e iban a seguir hilvanando los materiales y almas que empezó a arrastrar este 
relato” (285).
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