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Filosofia de San Agustín

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DE LA VIDA FELIZ 
INTRODUCCIÓN 
El libro DE BEATA VITA es el triduo de conversaciones filosóficas con que San 
Agustín obsequió a la colonia de Casiciaco el día de su cumpleaños y los dos siguientes 
(13-15 de noviembre del 386). 
La cuestión debatida era de perenne actualidad: ¿Dónde se halla la bienaventuranza? 
¿Cómo el hombre puede ser feliz? La filosofía moral antigua se había afanado por la 
solución de este problema, que es el capítulo más interesante de la filosofía del valor. 
Teofrasto escribió un libro sobre la vida dichosa. Substancialmente es el tema de los libros 
de Cicerón: De finibus bonorum et malorum. Esta robusta filosofía de la Antigüedad 
orienta el esfuerzo primero de la especulación de San Agustín, que sigue muy de cerca al 
orador romano, para quien la filosofía tuvo como fin la investigación de la vida feliz: 
Omnis auctoritas philosophiae... consistit in beata vita comparanda. 
También el breve diálogo agustiniano recuerda un libro del mismo título, escrito por 
nuestro Séneca: De vita beata, dirigido a su hermano Gallón. 
Para San Agustín, son incompatibles la indigencia y la felicidad: Vita beata nullius 
est indigens: omnis vita beata perfecta ests. 
En definitiva, el tema de este diálogo nos viene de la filosofía griega. Además, la 
obra se conforma de treinta y seis apartados distribuidos en cuatro capítulos. 
 
CAPITULO PRIMERO 
 
Agustín lo dedica el presente apartado a Teodoro, para mostrarle las adversidades de 
que se libró al refugiarse en el puerto de la filosofía cristiana, puerto desde el cual se 
adentra en la región y tierra firme de la vida dichosa, no obstante, en la mayoría de casos, 
no bastan la razón y la voluntad, sino que hace falta alguna tempestad que empuje al 
hombre a tan codiciada tierra. 
Según esto, hay tres clases de hombres que, como navegantes, pueden acogerse a la 
filosofía. La primera es la de los que, llegando a la edad de la lucidez racional, con un 
pequeño esfuerzo y leve ayuda de los remos, cambian de ruta y se refugian en apacible 
puerto. La segunda clase es la de aquellos que, engañados por la bonanza, se internaron 
en alta mar lejos de su patria, con frecuente olvido de la misma. Pero algunos, por no 
haberse alejado mucho, no necesitan golpes tan fuertes para el retorno. Tales son los que 
por fortuna, por las torturas y por ansiedades, instigados por el ocio mismo, se han visto 
constreñidos a refugiarse en la lectura de libros muy doctos y sabios, y al contacto con 
ellos ha despertado su espíritu. La clase intermedia, en la que Agustín traza su propia 
semblanza personal, es la de los que en el umbral de la adolescencia o después de haber 
rodado mucho por el mar, ven señales, y en medio del oleaje recuerdan su añorada patria, 
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y sin detenerse, emprenden el retorno, o retenidos por algunos halagos, dejan pasar la 
oportunidad de la buena navegación y siguen perdidos largo tiempo, con peligro de su 
vida. No obstante, en la embocadura del puerto hay un soberbio afán de gloria que es 
preciso evitar mediante la humildad. 
Agustín relata las vicisitudes espirituales de su navegación accidentada y de la 
utilidad de los sermones de algunos sacerdotes y de los libros de Plotino para liberarse de 
sus errores y tempestades. Manifiesta que en la filosofía navega como en un puerto, pero 
que es de tal magnitud, que no excluye todo riesgo de error, que no se encuentra aún en 
un terreno firme, es decir, está dudoso y vacilante cuestiones del alma. 
 
CAPITULO SEGUNDO 
 
En el segundo capítulo afirma que constamos de cuerpo y alma, que el alimento del 
alma es el conocimiento, que hay dos géneros de alimentos: unos saludables y útiles, y 
otros morbosos y destructores. Siendo esto así, para celebrar su cumpleaños, desea no 
solo un convite corporal, sino también espiritual, pues hay que desear con más gusto las 
viandas del espíritu que las del cuerpo, lo cual se logra teniendo sanos los ánimos, es 
decir, es precisa la salud del alma. Todos deseamos ser felices, no obstante nadie puede 
ser feliz si le falta lo que desea, pero tampoco es feliz quien lo reúne todo a la medida de 
su afán. Lo que debe buscar un hombre para ser feliz es algo permanente y seguro, 
independiente de la suerte, no sujeta a las vicisitudes de la vida. Y, puesto que Dios es lo 
eterno y permanente, luego entonces, es feliz el que posee a Dios. Quiénes tienen a Dios 
y son los verdaderamente dichosos son los que viven bien, el que cumple su voluntad en 
todo y el que tiene el alma limpia del espíritu impuro. De esta forma, Agustín anuncia 
que la contienda con los académicos está rematada, argumentando que sólo es feliz aquel 
a quien le falta lo que desea, que nadie busca lo que no quiere hallar y que si los 
académicos van siempre en pos de la verdad es porque quieren poseerla. Pero no la hallan, 
es decir, no poseen lo que desean y, por tanto, son infelices. Pero nadie es sabio sin ser 
bienaventurado (feliz). Por lo tanto, los académicos no son sabios. No obstante, si no se 
admite el argumento anterior, hay que admitir alguno de estos absurdos: o que es feliz 
aquel que carece ese bien tan estimable -la verdad- que busca con afán, o que los 
académicos no desean la verdad, o que el infeliz es sabio. Los académicos son caducarios 
(trastornados). 
 
CAPÍTULO TERCERO 
 
Este capítulo, recapitula las opiniones sobre el hombre feliz, es decir, quién os parece 
que tiene a Dios. Tres definiciones o pareceres se dieron acerca de este punto, si la 
memoria me es fiel. Según algunos, tiene a Dios el que cumple su voluntad; según otros, 
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el que vive bien goza de esa prerrogativa. Plúgoles a los demás decir que Dios habita en 
los corazones puros. Por lo tanto, no tener el espíritu inmundo significa vivir castamente 
y libre de todo pecado, estar vuelto a Dios, atenerse a él y vivir bien. Dios quiere que el 
hombre lo busque, y el que lo busca vive bien y no tiene espíritu impuro. Pero, el que 
busca a Dios, no lo tiene aún. Hay que rectificar, por consiguiente, la conclusión anterior, 
es feliz, no el que tiene a Dios, sino el que lo tiene propicio. El que ha encontrado a Dios 
y lo tiene propicio es feliz; el que lo busca lo tiene propicio, pero aún no es feliz; quien 
se aleja de Dios por sus vicios y pecados, ni es feliz, ni lo tiene propicio. Es decir, el que 
no es feliz es desgraciado (miser); si todo indigente (egens: padecer necesidad) es infeliz, 
por tanto todo infeliz es indigente, es decir, infelicidad (miseria) e indigencia (penuria) 
son la misma cosa. 
 
CAPITULO CUARTO 
 
En el último capítulo, replantea el punto anterior expresando que, el hombre feliz es 
el que no tiene necesidades, es decir, el que no es indigente, sin embargo, por no haber 
término medio, no podemos deducir que todo el que no padezca indigencia es feliz, si 
bien, es indudable que quien padece necesidades (indigente) es infeliz, pero tratándose 
del sabio hay que excluir algunas necesidades corporales, pues el alma, donde radica la 
felicidad, está libre de ellas, es decir, el sabio no teme a la muerte, ni a los dolores; no los 
desdeña, pero los evita. Al discutir si todo infeliz es indigente, se puede objetar que 
hombres ricos sin necesidad, tendrían el temor a perder sus bienes por un giro de la 
fortuna, pero para Agustín, el temor no es una necesidad, la necesidad consiste en no 
tener, y no en el temor de perder lo que se tiene, si bien, la más miserable indigencia es 
la falta de sabiduría. Por lo tanto la indigencia del alma es la estulticia, opuesta a la 
sabiduría. Luego entonces, todo no necio es sabio, por lo que todo necio es desdichado y 
todo desdichado necio. Por lo tanto, toda necesidad es miseria y toda miseria necesidad, 
es decir, indigencia y necesidad se identifican, concluyendo en que quien no tiene 
indigencia es sabio y feliz. La estulticia significa indigencia, y ésta equivale a pobreza. 
En otras palabras, el necioes vicioso y la estulticia es resumen de todos los vicios. 
Agustín enfatiza en que la indigencia y la plenitud son dos conceptos que se oponen, 
es decir, sí la indigencia es estulticia, la sabiduría será plenitud. Cicerón, que coincide 
con estas apreciaciones, agrega los términos “moderación” y “templanza” como 
sinónimas de plenitud, pues modestia viene de templanza, y donde nada falta ni sobra, 
hay plenitud. Abundancia y opulencia implican indigencia, pues tanto lo poco como lo 
demasiado carecen de medida. De tal manera que sabiduría es plenitud, pues en la 
plenitud hay medida y la medida del alma está en la sabiduría. Podemos pues, identificar 
la infelicidad (miseria) con la indigencia, por lo tanto, ser feliz es no padecer necesidad, 
es decir, ser sabio. Entonces sabiduría no es otra cosa que moderación y uno comete 
excesos por la lujuria, por ambición, por soberbia, etc.; o bien se limita por la avaricia, el 
miedo, la tristeza, la codicia, etc. 
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Llamamos sabiduría a la sabiduría de Dios, es decir, la sabiduría no es sino la verdad, 
pero la medida suprema es también medida verdadera, es decir, no hay verdad sin medida 
ni medida sin verdad y quien llega a la suprema medida por la verdad es feliz. Esto es 
tener a Dios en el alma, es gozar de Dios. En consecuencia, ya no es el hombre o la razón 
la medida de todas las cosas sino esa suprema medida es Dios. Se puede seguir pensando 
que es feliz el sabio, pero la sabiduría ya no consiste en el atenimiento a sí mismo, a sus 
propias fuerzas. La sabiduría se ha desplazado del hombre a Dios. Otro tanto se puede 
decir de la verdad, que ya no está en las cosas sino en tener a Dios en el alma. Es así que 
de Dios procede toda la verdad que expresamos, por lo que sólo es beata vita la plena 
saciedad de las almas, es decir, el conocer piadosa y perfectamente por quién somos 
conducidos a la verdad. Esta es la vida feliz, perfecta, a la que podemos ser llevados por 
una fe firme, una alegre esperanza y una caridad ardiente. El diálogo termina con una 
acción de gracias y con la recomendación final de observar y amar en todo la medida, 
como condición de la vuelta a Dios. 
 
CONCLUSIÓN 
 
La verdadera vida feliz no puede consistir en gozarse a sí mismo; sino que la vida 
feliz consiste en el perfecto conocimiento de Dios. Además, la felicidad no consiste en la 
posesión y disfrute de ningún bien creado y transitorio, sino del Bien absoluto y perfecto. 
La vida feliz no será posible en este valle de lágrimas sino en esperanza, y su logro 
completo—en carne y espíritu—se reservará para la otra vida. La resurrección de la carne 
forma el lote pleno de la beatitud humana. La ataraxia estoica no puede constituir un 
paraíso en la tierra. Por ello, el perfecto conocimiento abarca tres cosas, a saber: Quién 
nos guía a la verdad, qué es la verdad y cuál el medio conexivo que nos vincula con el 
supremo modo o medida. 
Por lo tanto, sólo en el alma del sabio en la presente vida está la vida bienaventurada 
sea cual fuere el estado de su cuerpo, siendo así que el perfecto conocimiento de Dios, el 
máximo que puede lograr el hombre, lo reserva el Apóstol para la vida futura, la cual 
únicamente merece el nombre de bienaventurada, porque allí el cuerpo, ya incorruptible 
e inmortal, se someterá al espíritu sin ninguna molestia ni resistencia.

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