Logo Studenta

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL Eclesiologia (1)

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL 
TEMAS SELECTOS DE ECLESIOLOGÍA[*] 
(1984) 
 
ÍNDICE 
1. Prólogo, por el Cardenal Joseph Ratzinger 
2. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye 
3. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional 
Introducción 
1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo 
1. Estado de la cuestión 
2. Los diferentes sentidos de la palabra Ekklesia 
3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia 
4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia 
5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo 
2. La Iglesia «nuevo pueblo de Dios» 
1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia 
2. «Pueblo de Dios» 
3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico» 
3.1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico» 
3.2. La Iglesia como «sujeto histórico» 
3.3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico 
3.4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica 
4. Pueblo de Dios e inculturación 
4.1. Necesidad de la inculturación 
4.2. El fundamento de la inculturación 
4.3. Aspectos diversos de la inculturación 
5. Iglesias particulares e Iglesia universal 
5.1. Las distinciones necesarias 
5.2. Unidad y diversidad 
5.3. El servicio de la unidad 
6. El nuevo pueblo de Dios como sociedad ordenada jerárquicamente 
6.1. Comunión, estructura, organización 
6.2. Práctica de la sociedad ordenada jerárquicamente 
7. El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial 
7.1. Dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo 
7.2. Relación entre ambos sacerdocios 
7.3. Fundamento sacramental de ambos sacerdocios 
7.4. La vocación propia de los laicos 
8. La Iglesia como sacramento de Cristo 
8.1. Sacramento y misterio 
8.2. Cristo y la Iglesia 
8.3. La Iglesia sacramento de Cristo 
9. La única Iglesia de Cristo 
9.1. Unidad de la Iglesia y diversidad de los elementos cristianos 
9.2. Unicidad de la Iglesia de Cristo 
9.3. Elementos de santificación 
10. El carácter escatológico de la Iglesia: Reino e Iglesia 
10.1. La Iglesia es, a la vez, terrestre y celeste 
10.2. La Iglesia y el Reino 
10.3. ¿Es la Iglesia sacramento del Reino? 
10.4. María, la Iglesia realizada 
 
________________________________________ 
 
1. Prólogo, por el Card. Joseph Ratzinger 
 
Ya antes de que Juan Pablo II, a los veinte años de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II, 
anunciara un Sínodo extraordinario, la Comisión Teológica Internacional había mirado ese 
acontecimiento como objeto de su propio trabajo. Había decidido leer de nuevo y repensar con 
atención el texto fundamental del Concilio —la Constitución sobre la Iglesia— teniendo ciertamente 
en cuenta la experiencia de estos años. En su tarea, la Comisión era plenamente consciente de los 
límites de sus posibilidades: los documentos de los que disponía para su trabajo eran fruto de los 
debates de unos treinta expertos procedentes de todas las partes del mundo; éstos representaban, a la 
vez, las diversas disciplinas teológicas y modos de pensar muy diferentes. Las declaraciones comunes 
de la Comisión exigen un largo proceso de elaboración colectiva; lo cual las obliga a una reducción 
tanto en la extensión como en los contenidos. 
 
Igualmente, desde este punto de vista, no era en modo alguno posible exponer íntegra y ampliamente 
la riqueza teológica y espiritual del texto conciliar o elaborar un comentario de él. Por ello, hemos 
seleccionado bastantes cuestiones principales que han planteado nuevos interrogantes en el debate 
posconciliar y que exigen clarificación o también integración e investigación más profunda. Así, por 
ejemplo, señalemos la cuestión de si la Iglesia puede verdaderamente remontarse a una voluntad 
primaria de Jesús o si existe más bien sólo como efecto de una evolución sociológica no prevista por 
él; es una cuestión que antes y durante mucho tiempo se discutió entre los no católicos, pero que sólo 
después del Concilio ha revestido toda su importancia para los teólogos católicos, a causa de ciertas 
tomas de posición individuales sobre el Jesús histórico. Por ello, había que colocar este tema en el 
mismo comienzo de nuestra reflexión. La noción de «Pueblo de Dios», que el Concilio colocó con 
razón en una clara luz, integrada sin duda en la imagen que el Nuevo Testamento y los Padres tienen 
de la Iglesia, se ha convertido, poco a poco, en un «slogan» de contenido bastante superficial; allí 
también era necesario aportar precisiones. Ulteriormente la cuestión de la relación entre la Iglesia 
universal y las Iglesias particulares, que ha sido objeto, en el Concilio, de una nueva presentación en 
la óptica de una eclesiología de «comunión», ha tropezado en la práctica con bastantes puntos oscuros. 
También el problema de la inculturación se ha hecho más urgente y más actual. Y podría citar otros 
muchos ejemplos. 
 
Para responder a esta problemática, la Comisión Teológica Internacional ha elaborado un texto que 
sometemos hoy al gran público. Sin duda, es difícil apreciar en su forma actual la cantidad de trabajo 
y de exámenes minuciosos que su preparación ha requerido. Ninguno de sus capítulos da una 
presentación exhaustiva del tema. En efecto, no se trataba de publicar investigaciones científicas 
aisladas, sino de ofrecer una conclusión común que pueda dar una nueva aclaración y una 
prolongación a los temas fundamentales del Concilio. En este espíritu, pienso que este texto, 
redactado por la Comisión Teológica Internacional en vísperas del Sínodo, podrá ayudar al lector a 
captar mejor la herencia del Vaticano II y profundizarla de modo auténtico. Este es el motivo por el 
que deseo que esta obra sea bien acogida y que su difusión sea todo lo amplia posible. 
Roma, 8 de octubre de 1985 
 
 
 
2. Nota preliminar, por Mons. Ph. Delhaye 
 
El texto de esta relación conclusiva ha sido preparado, según los estatutos y las costumbres de la 
Comisión Teológica Internacional, por la elaboración de diversos estudios, por dos reuniones 
especiales de la subcomisión (París y Friburgo de Suiza) y por las discusiones de la sesión plenaria 
del mes de octubre del año 1984. 
 
El presidente de esta subcomisión «De Ecclesia» y redactor del texto último ha sido el Rvmo. Sr. P. 
Eyt, Rector del Instituto Católico de París. En diversa medida, por título diverso y de maneras diversas 
han colaborado los miembros de la subcomisión y los consejeros del grupo de trabajo: los Excmos. 
Sres. K. Lehmann, J. Medina Estévez, y B. Kloppenburg, y los Rvmos. profesores o doctores C. 
Arévalo, G. Colombo, H.U. von Balthasar, E. Khalifé, M. Ledwith, H. Schürmann, B. Sesboüé, J. 
Thornhill, Chr. Schönborn. 
 
Esta relación sintética ha sido aprobada en forma especifica por el sufragio positivo de la mayoría 
absoluta de los miembros de la Comisión Teológica Internacional, el 2 de octubre de 1985, según las 
normas de la Comisión Teológica Internacional y del Código de Derecho Canónico (canon 119, § 3). 
Esta votación ha sido confirmada por el Emmo. Sr. Presidente Card. J. Ratzinger, el 4 de octubre. 
Con su paternal tutela, el Papa Juan Pablo II, felizmente reinante, el 5 de octubre, declaró, de modo 
ciertamente peculiar, este texto aprobado y que debía ser editado cuanto antes. 
Hace relación de estos hechos, según la norma de los Estatutos de la Comisión teológica internacional 
(V, 2), el secretario general, al que corresponde «divulgar los escritos de la misma Comisión». 
Roma, 8 de octubre de 1985 
 
3. Texto del documento aprobado «in forma specifica» por la Comisión Teológica Internacional 
 
INTRODUCCIÓN 
 
En el presente documento, la Comisión teológica internacional examinaalgunos de los grandes temas 
de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium. 
Ha parecido útil para el vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II proceder, sea al 
estudio directo de textos de la Constitución, sea al análisis de cuestiones eclesiológicas que, desde 
entonces, se han agudizado. 
 
Por ello, son, en primer lugar, esencialmente los capítulos I, II, III y VII de Lumen gentiumlos que 
constituyen el objeto de los estudios presentados en nuestra relación. 
Nos ha parecido importante volver sobre algunas de las posiciones-clave de la Constitución; ellas han 
sido particularmente fecundas en la vida y en la teología de la Iglesia al servicio del aggiornamento 
deseado por Juan XXIII y Pablo VI, pero han podido también, a veces, ser olvidadas e incluso 
desviadas de su sentido originario. 
 
Ha sido además necesario examinar otras cuestiones poco presentes, a primera vista, en la 
Constitución como, por ejemplo, la inculturación del evangelio y de la Iglesia, o también la fundación 
de la Iglesia por Cristo. En efecto, estos temas han alcanzado un gran relieve en los debates ulteriores. 
Finalmente, sin pensar en modo alguno que el Código de Derecho Canónico de 1983 sea un 
documento de la misma naturaleza o de la misma importancia que una Constitución conciliar, hemos 
recurrido frecuentemente a él para hacer resaltar, sobre los puntos en debate, la convergencia y la 
aclaración recíproca de estas dos grandes disposiciones eclesiológicas. 
No se nos oculta que en vísperas del Sínodo extraordinario de noviembre de 1985, nuestro trabajo 
puede constituir una contribución a la tarea que incumbirá a esta Asamblea. 
7 de octubre de 1985. 
LEONARDO
Resaltado
 
 
1. La fundación de la Iglesia por Jesucristo 
 
1. Estado de la cuestión 
La Iglesia ha mantenido siempre, no sólo que Jesucristo es el fundamento de la Iglesia[1], sino que 
Jesucristo mismo ha querido fundar una Iglesia y que la ha fundado de hecho. La Iglesia ha nacido 
de la libre decisión de Jesús[2]. La Iglesia debe su existencia al don que él ha hecho de su vida sobre 
la cruz[3]. Por todos estos motivos, el Concilio Vaticano II llama a Jesucristo fundador de la 
Iglesia[4]. 
 
Por el contrario, ciertos representantes de la crítica histórica moderna de los evangelios han podido, 
a veces, sostener la tesis según la cual Jesús no ha fundado, de hecho, la Iglesia y que, por la prioridad 
dada al anuncio del Reino de Dios, Jesús no ha querido tampoco fundarla. Esta manera de ver tuvo 
como consecuencia disociar la fundación de la Iglesia del «Jesús histórico». Se renunció incluso a las 
palabras «fundación» o «institución» y se retiró su alcance a los actos que se refieren a ellas. El 
nacimiento de la Iglesia, como se prefiere decir hoy, fue entonces considerado como un 
acontecimiento pospascual. Éste fue, cada vez más frecuentemente, interpretado como puramente 
histórico y/o sociológico. 
 
Este desacuerdo entre la fe de la Iglesia, recordada más arriba, y ciertas concepciones atribuidas 
abusivamente a la crítica histórica moderna ha dado lugar a numerosos problemas. Para abordarlos y 
encontrarles una solución será necesario, por tanto, manteniéndose en el terreno de la crítica y 
sirviéndose de sus métodos, buscar una nueva manera de justificar y de confirmar la fe de la Iglesia. 
 
2. Los diferentes sentidos de la palabra Ekklesia 
 
«Iglesia» (Ekklesia) es un término teológico muy cargado de sentido, a partir de la historia de la 
revelación tal como nos la muestra el Nuevo Testamento. Ekklesia (Qahal) procede de la idea 
veterotestamentaria de «reunión del pueblo de Dios», tanto mediante la traducción de los "Setenta", 
como a través del judaísmo apocalíptico. A pesar del rechazo de que fue objeto por parte de Israel, 
Jesús no ha fundado una sinagoga aparte, ni creado una comunidad separada en el sentido de un «resto 
santo» o de una secta que hace secesión. Ha querido, por el contrario, convertir a Israel, dirigiéndole 
un mensaje de salvación que será transmitido finalmente en forma universal (cf. Mt 8, 5-13; Mc 7, 
24-30). Sin embargo, no existe Iglesia en el sentido pleno y teológico del término más que después 
de Pascua, bajo la forma de una comunidad compuesta, en el Espíritu Santo, de judíos y de paganos 
(Rom 9, 24). El término Ekklesia, que en los cuatro Evangelios no aparece más que tres veces en San 
Mateo (16, 18; 18, 17), adquiere en el conjunto del Nuevo Testamento tres significaciones posibles 
que, por lo demás, se interfieren bastante frecuentemente: 
 
1. La asamblea de la comunidad. 
2. Cada una de las comunidades locales. 
3. La Iglesia universal. 
3. Noción y punto de partida de la fundación de la Iglesia 
 
En los evangelios hay dos acontecimientos que, de modo muy particular, expresan la convicción de 
que la Iglesia ha sido fundada por Jesús de Nazaret. Por una parte, la atribución a san Pedro de su 
nombre (cf Mc 3, 16), a continuación de su profesión de fe mesiánica y con referencia a la fundación 
de la Iglesia (cf. Mt 16, 16ss). Por otra, la institución de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22ss; Mt 26, 26ss; 
Lc 22, 14ss; 1 Cor 11, 23ss). Los logia de Jesús que conciernen a Pedro, como también el relato de la 
Cena, juegan ciertamente un papel primordial en la discusión sobre el problema de la fundación de la 
Iglesia. Sin embargo, hoy es preferible no ligar la respuesta a la cuestión que se pone a propósito de 
la fundación de la Iglesia por Jesucristo, únicamente a una palabra de Jesús o a un acontecimiento 
particular de su vida. 
 
Toda la acción y todo el destino de Jesús constituyen, en cierta manera, la raíz y el fundamento de la 
Iglesia. La Iglesia es como el fruto de toda la vida de Jesús. La fundación de la Iglesia presupone el 
conjunto de la acción salvífica de Jesús en su muerte y en su resurrección, así como la misión del 
Espíritu Santo. Por ello, es posible reconocer en la acción de Jesús elementos preparatorios, progresos 
y etapas en dirección de una fundación de la Iglesia. Esto es verdadero ya de la conducta de Jesús de 
Nazaret antes de Pascua. Muchos rasgos fundamentales de la Iglesia, la cual no aparecerá plenamente 
más que después de Pascua, se adivinan ya en la vida terrestre de Jesús y encuentran en ella su 
fundamento. 
 
4. Progresos y etapas en el proceso de fundación de la Iglesia 
 
Los progresos y las etapas que acabamos de mencionar testifican ya separadamente, pero de manera 
todavía más clara en su orientación de conjunto, una significativa dinámica que conduce a la Iglesia. 
El cristiano reconoce en ella el designio salvífico del Padre y la acción redentora del Hijo, que se 
comunican al hombre por el Espíritu Santo[5]. En detalle se pueden descubrir y describir los 
elementos preparatorios, los progresos y etapas. Se encuentran así. 
 
— Las promesas que en el Antiguo Testamento conciernen al pueblo de Dios, promesas que la 
predicación de Jesús presupone, y que conservan toda su fuerza salvífica. 
— El amplio llamamiento de Jesús, dirigido a todos en orden a su conversión, así como la invitación 
a creer en él. 
— El llamamiento y la institución de los Doce como signo del restablecimiento futuro de todo Israel. 
— La atribución del nombre a Simón-Pedro, su rango privilegiado en el círculo de los discípulos y 
su misión. 
— El rechazo de Jesús por Israel y la ruptura entre el pueblo y los discípulos. 
— El hecho de que Jesús, al instituir la Cena y al afrontar su pasión y su muerte, persiste en predicar 
el señorío universal de Dios, que consiste en el don de la vida que Jesús hace a todos. 
— La reedificación, gracias a la resurrección del Señor, de la comunidad entre Jesús y sus discípulos, 
que se había roto, y laintroducción después de Pascua en la vida propiamente eclesial. 
— El envío del Espíritu Santo que hace de la Iglesia una creatura de Dios («Pentecostés» en la 
concepción de san Lucas). 
— La misión con respecto a los paganos y la Iglesia de los paganos. 
— La ruptura radical entre el «verdadero Israel» y el judaísmo. 
 
Ninguna etapa, tomada aparte, es totalmente significativa, pero todas las etapas, puestas una tras otra, 
muestran bien que la fundación de la Iglesia debe comprenderse como un proceso histórico de la 
revelación. El Padre, por tanto, «determinó convocar en la santa Iglesia a los creyentes en Cristo, la 
cual, prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada maravillosamente en la historia del pueblo 
de Israel y la antigua alianza, constituida en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del 
Espíritu y será consumada gloriosamente al fin de los siglos»[6]. Simultáneamente, en este desarrollo 
se constituye la estructura fundamental permanente y definitiva de la Iglesia. La Iglesia terrestre 
misma es ya el lugar de reunión del pueblo escatológico de Dios. Ella continúa la misión confiada 
por Jesús a sus discípulos. En esta perspectiva, se puede llamar a la Iglesia «germen y comienzo en 
la tierra, del Reino de Dios y de Cristo»[7]. 
5. El origen permanente de la Iglesia en Jesucristo 
 
La Iglesia, fundada por Cristo, no depende de él solamente en su proveniencia exterior, histórica o 
social. Proviene de su Señor todavía más profundamente, porque él es quien constantemente la nutre 
y edifica en el Espíritu. Según la Escritura y en el sentido en que la entiende la tradición, la Iglesia 
nace del costado herido de Jesucristo (cf Jn 19, 34)[8]. Él la «adquirió por su sangre» (Hech 20, 28, 
cf. Tit 2, 14). Su naturaleza está fundada en el misterio de la persona de Jesucristo y de su obra de 
salvación. Así la Iglesia vive constantemente de su Señor y para Él. 
 
Esta estructura fundamental se expresa en numerosas imágenes bíblicas bajo aspectos diversos: 
esposa de Cristo, grey de Cristo, propiedad de Dios, templo de Dios, pueblo de Dios, casa de Dios, 
plantación de Dios[9] y, sobre todo, cuerpo de Cristo, imagen que san Pablo desarrolla refiriéndose, 
sin duda, a la Eucaristía que le ofrece, en el capítulo 10 de la primera carta a los Corintios, el mismo 
telón de fondo de su interpretación. Esta formulación se amplía todavía en la carta a los Colosenses 
y en la carta a los Efesios (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; 5, 23): Cristo es la Cabeza del cuerpo de la Iglesia. 
El Padre «sometió todas las cosas bajo sus pies y lo constituyó Cabeza sobre toda la Iglesia, que es 
su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 22ss). 
Así tiende y llega «a la plenitud total de Dios» (Ef 3, 19). 
 
2. La Iglesia «nuevo pueblo de Dios» 
 
1. La multiplicidad de las designaciones de la Iglesia 
La Iglesia que resplandece por la claridad de Cristo[10], manifiesta a todos los hombres «la 
disposición absolutamente libre y misteriosa de la sabiduría y del amor» del eterno Padre, de salvar a 
todos los hombres por el Hijo y en el Espíritu[11]. Para subrayar, a la vez, la presencia en la Iglesia, 
de esta realidad divina transcendente, y la expresión histórica que la manifiesta, el Concilio ha 
designado a la Iglesia con la palabra «misterio». Porque sólo Dios conoce el nombre propio que 
expresaría toda la realidad de la Iglesia, el lenguaje de los hombres experimenta su inadecuación 
radical para la expresión total del «misterio» de la Iglesia. Debe, por ello, recurrir a múltiples 
imágenes, representaciones y analogías que, por lo demás, no podrán designar jamás más que aspectos 
parciales de la realidad. 
 
Si el empleo de estas formulaciones debe sugerir la transcendencia del «misterio» con respecto a toda 
reducción conceptual o simbólica, la multiplicación de las expresiones permitirá además evitar los 
excesos que inevitablemente engendraría la utilización de una formulación única. La Constitución 
Lumen gentium lo sugiere en su n. 6: «De la misma manera que en el Antiguo Testamento la 
revelación del Reino se propone frecuentemente bajo figuras, también ahora la naturaleza íntima de 
la Iglesia se nos muestra bajo diversas imágenes»[12]. Se han señalado, en el Nuevo Testamento, 
hasta ochenta comparaciones para hablar de la Iglesia. La pluralidad de imágenes a que recurre el 
Concilio es, por tanto, intencionada. Pretende subrayar el carácter inagotable del «misterio» de la 
Iglesia. Ésta, en efecto, se presenta a quien la contempla como «una realidad que esa impregnada por 
la presencia de Dios, y por ello es de tal naturaleza, que admite siempre exploraciones nuevas y más 
profundas de sí misma»([13]. 
 
Así, el Nuevo Testamento nos presenta «imágenes [que están] tomadas o de la vida pastoril o de la 
agricultura o del trabajo de la construcción o también de la familia y de los esponsales», y que ya 
«están preparadas en los libros de los profetas»[14]. 
 
Ciertamente no todas estas imágenes tienen la misma fuerza evocadora. Algunas, como la del 
«cuerpo», revisten una importancia primordial. 
Se estará fácilmente de acuerdo en que sin recurrir a la comparación de «cuerpo de Cristo» aplicada 
a la comunidad de los discípulos de Jesús, la realidad «Iglesia» no puede ser abordada de ninguna 
manera. 
 
En efecto, el conjunto de las cartas de san Pablo desarrolla esta comparación en muchas direcciones 
como lo señala la Constitución conciliar Lumen gentium en su n. 7[15]. Sin embargo, aunque el 
Concilio da todo su lugar a la imagen de «cuerpo de Cristo», ha sido más bien la de «pueblo de Dios» 
la que ha ocupado el primer plano, aunque sólo sea porque constituye el título mismo del capítulo II 
de la Constitución. La expresión «pueblo de Dios» ha llegado incluso a designar la eclesiología del 
Concilio. De hecho, se puede decir que «pueblo de Dios» ha sido retenido preferentemente con 
respecto a expresiones como «cuerpo de Cristo» o «templo del Espíritu Santo», a las que el Concilio 
recurre equivalentemente. 
 
Esta elección se ha efectuado por motivos a la vez teológicos y pastorales que, en el espíritu de los 
Padres conciliares, se confirman mutuamente: la expresión «pueblo de Dios» tenía la ventaja sobre 
las otras, de expresar mejor la realidad sacramental común participada por todos los bautizados, como 
dignidad en la Iglesia y, a la vez, como responsabilidad en el mundo. Simultáneamente, la naturaleza 
comunitaria y la dimensión histórica de la Iglesia quedan subrayadas, como lo deseaban muchos 
Padres. 
 
2. «Pueblo de Dios» 
 
Sin embargo, en sí misma, la expresión «pueblo de Dios» tiene una significación que no se descubre 
con un primer examen. Como toda expresión teológica, exige reflexión, profundización y 
clarificación para evitar las interpretaciones falsas. Ya a nivel lingüístico el término latino «populus» 
no parece ser capaz de traducir directamente el laos griego de la Biblia de los «Setenta». 
 
Laos es un término que en los «Setenta» tiene un sentido muy preciso, sentido no sólo religioso, sino 
incluso directamente soteriológico y destinado a encontrar su cumplimiento en el Nuevo Testamento. 
Ahora bien, Lumen gentium supone el sentido bíblico del término «pueblo»; éste es retomado por la 
Constitución con todas las connotaciones que le han conferido el Antiguo y el Nuevo Testamento. En 
la expresión «pueblo de Dios», el genitivo «de Dios» da, por lo demás, su alcance específico y 
definitivo a la expresión, situándola en su contexto bíblico de aparición y de desarrollo. Esto tiene 
como consecuencia que debe excluirse radicalmente una interpretación del término «pueblo» en un 
sentido exclusivamente biológico, racial, cultural, político o ideológico.El «pueblo de Dios» procede «de arriba», del designio de Dios, es decir, de la elección, de la alianza 
y de la misión. Esto es verdadero, sobre todo si consideramos que Lumen gentium no se limita a 
proponer la noción veterotestamentaria de «pueblo de Dios», sino que la supera hablando del «nuevo 
pueblo de Dios»[16]. El nuevo pueblo de Dios está constituido por los que creen en Jesucristo y han 
«renacido» porque han sido bautizados en el agua y en el Espíritu Santo (Jn 3, 3-6). El Espíritu Santo 
«por la fuerza del Evangelio hace rejuvenecer y renueva incesantemente a la Iglesia»[17]. 
 
Así la expresión «pueblo de Dios» recibe su sentido propio, de una referencia constitutiva al misterio 
trinitaria revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo[18]. El nuevo pueblo de Dios se presenta como 
la «comunidad de fe, de esperanza y de caridad»[19], de la que la Eucaristía es la fuente[20]: la unión 
íntima de cada creyente con su Salvador y también la unidad de los fieles entre sí constituyen el fruto 
indivisible de la pertenencia activa a la Iglesia y transforman toda la existencia del cristiano en «culto 
espiritual». La dimensión comunitaria es esencial en la Iglesia para que en ella puedan ser vividas y 
compartidas la fe, la esperanza y la caridad, y para que esa comunión, habiendo alcanzado el 
«corazón» de cada creyente, se extienda también a un plano de realización comunitaria objetivo e 
institucional. La Iglesia está también llamada a vivir, en este plano social, en la memoria y la espera 
de Jesucristo, y a anunciar la buena nueva a todos los hombres. 
 
3. La Iglesia como «misterio» y «sujeto histórico» 
 
1. La Iglesia a la vez «misterio» y «sujeto histórico» 
 
Según la intención profunda de la Constitución conciliar Lumen gentium, intención a la que la 
reflexión posconciliar no ha contradicho, la expresión «pueblo de Dios», utilizada juntamente con 
otras denominaciones para designar a la Iglesia, pretende subrayar el carácter de «misterio» y el 
carácter de «sujeto histórico» que, en todo caso, la Iglesia actualiza y «realiza» de modo inseparable. 
El carácter de «misterio» designa a la Iglesia en cuanto que proviene de la Trinidad, el carácter de 
«sujeto histórico» conviene a la Iglesia en cuanto que opera en la historia y contribuye a orientarla. 
Descartado todo riesgo de dualismo y de yuxtaposición, se debe profundizar la correlación que en «la 
Iglesia pueblo de Dios» funda la relación del «misterio» y del «sujeto histórico». En efecto, el carácter 
de misterio es el que determina, para la Iglesia, su naturaleza de sujeto histórico. Correlativamente, 
el sujeto histórico es el que, por su parte, expresa la naturaleza del misterio. 
 
En otros términos, el pueblo de Dios es simultáneamente misterio y sujeto histórico. De modo que el 
misterio constituye el sujeto histórico y el sujeto histórico desvela el misterio. Sería, por tanto, puro 
nominalismo separar en «la Iglesia-pueblo de Dios» el aspecto de misterio y el aspecto de sujeto 
histórico. 
 
El «misterio» aplicado a la Iglesia remite a la disposición libre de la sabiduría y de la bondad del 
Padre, de comunicarse: comunicación que se efectúa en la misión del Hijo y el envío del Espíritu, por 
los hombres y en orden a su salvación. 
 
En este acto divino tiene su origen la creación y también la historia de los hombres, puesto que ésta 
tiene su «principio», en el sentido más pleno del término (Jn 1, 1), en Jesucristo, el Verbo hecho 
carne. 
 
Éste, exaltado a la derecha del Padre, dará y derramará el Espíritu Santo que se hace así principio de 
la Iglesia constituyéndola como Cuerpo y Esposa de Cristo y, de este modo, en una relación particular, 
única y exclusiva con respecto a Cristo, y consecuentemente, no extensible indefinidamente. 
Se sigue también de ello que el misterio trinitario se hace presente y operante en la Iglesia. En efecto, 
si desde cierto punto de vista el misterio de Cristo-Cabeza, en el sentido del principio universalmente 
totalizante del Christus totus, «comprende» y envuelve el misterio de la Iglesia, desde otro punto de 
vista el misterio de Cristo no engloba pura y simplemente a la Iglesia, a la que es necesario reconocer 
un carácter escatológico. 
 
La continuidad entre Jesucristo y la Iglesia no es directa, sino «mediata» y asegurada por el Espíritu 
Santo que, siendo el Espíritu de Jesús, opera para instaurar en la Iglesia el señorío de Jesucristo, el 
cual se realiza en la búsqueda de la voluntad del Padre. 
 
2. La Iglesia como «sujeto histórico» 
 
La Iglesia «misterio», en cuanto creada por el Espíritu Santo como cumplimiento y plenitud del 
misterio de Jesucristo-Cabeza —y, por tanto, revelación de la Trinidad—, es propiamente un sujeto 
histórico. 
 
La voluntad por parte del Concilio de subrayar este aspecto de la Iglesia aparece claramente, como lo 
hemos referido ya, en el recurso a la categoría de «pueblo de Dios». Ésta encuentra en sus 
antecedentes veterotestamentarios una connotación precisa de sujeto histórico de la alianza con Dios. 
Esta característica está, además, confirmada en el cumplimiento neotestamentario de la noción, 
cuando refiriéndose a Cristo por el Espíritu, el «nuevo» pueblo de Dios amplía sus dimensiones, 
confiriéndoles un alcance universal. Ahora bien, precisamente porque se refiere a Jesucristo y al 
Espíritu, el nuevo pueblo de Dios se constituye en su identidad de sujeto histórico. 
 
Lo fundamentalmente propio de este pueblo y que, por ello, lo distingue de todo otro pueblo, es vivir 
ejerciendo simultáneamente la memoria y la espera de Jesucristo y, por ello, el compromiso de la 
misión. El pueblo de Dios lo realiza ciertamente por la adhesión libre y responsable de cada uno de 
sus miembros, pero gracias al apoyo de una estructura institucional establecida para este fin (palabra 
de Dios y ley nueva, Eucaristía y sacramentos, carismas y ministerios). 
 
En todo caso, memoria y espera dan una especificación precisa al pueblo de Dios, confiriéndole una 
identidad histórica que, por su misma estructuración, lo preserva, en toda situación, de la dispersión 
y del anonimato. Memoria y espera tampoco pueden estar disociadas de la misión para la que el 
pueblo de Dios es convocado permanentemente. 
 
Se puede decir, en efecto, que la misión se deriva intrínsecamente de la memoria y de la espera de 
Jesucristo en el sentido de que éstas constituyen su fundamento. El motivo de ello debe buscarse en 
el hecho de que el pueblo de Dios aprende por la fe y a partir de la memoria y de la espera de Jesús, 
lo que los otros pueblos no saben y no podrán saber jamás sobre el sentido de la existencia y de la 
historia de los hombres. El pueblo de Dios debe anunciar este conocimiento y esta buena nueva a 
todos los hombres por la misión recibida de Jesús (Mt 28, 19). Si no, y a pesar de la sabiduría humana 
o «griega» (según san Pablo), o incluso no obstante el progreso científico y técnico, los hombres 
seguirán permaneciendo en la esclavitud y las tinieblas. 
 
Desde este ángulo, la misión que constituye el objetivo histórico del pueblo de Dios desencadena una 
acción especifica que ninguna otra acción humana puede sustituir, acción a la vez crítica, estimuladora 
y realizadora del modo de vivir de los hombres, dentro del cual cada uno acepta o rechaza su 
salvación. Subestimar la función propia de la misión y, en consecuencia, reducirla, sólo podría agravar 
el conjunto de los problemas y de las desgracias del mundo. 
 
3. Plenitud y relatividad del sujeto histórico 
 
Por otro lado, la insistencia en la designación del pueblo de Dios como sujeto histórico, y también la 
referencia constitutiva a la memoria y la espera de Jesucristo, permitirán atraer la atenciónsobre las 
notas de relatividad e incompleción que son inherentes al pueblo de Dios. En efecto, «memoria» y 
«espera» expresan simultáneamente, por una parte, «identidad», y por otra «diferencia». «Memoria» 
y «espera» expresan «identidad» en el sentido de que la referencia del nuevo pueblo de Dios a 
Jesucristo por el Espíritu no hace de este pueblo «otra» realidad, independiente o diversa, sino muy 
simplemente una realidad llena de la «memoria» y de la «espera» que la unen a Jesucristo. Desde este 
ángulo, la realidad completamente relativa del nuevo pueblo de Dios resalta claramente, ya que sin 
poder cerrarse sobre sí mismo está en total dependencia de Jesucristo. Se sigue de ello que el nuevo 
pueblo de Dios no tiene genio propio que hacer valer, imponer o proponer al mundo, sino que sólo 
puede comunicar la memoria y la espera de Jesucristo, de que vive: «Ya no soy yo el que vive, sino 
que Cristo es el que vive en mí» (Gál 2, 20). 
 
Es igualmente coherente que «memoria» y «espera», que sugieren la presencia de un Otro y que, por 
lo mismo, expresan la «relatividad» con respecto a él, implican también la «incompleción». Por esta 
razón, el nuevo pueblo de Dios, sea que actúe en sus miembros tomados individualmente o en el 
conjunto que constituyen, permanece siempre «en camino» (in via) y en una situación que jamás será 
acabada aquí abajo. El destino de este pueblo es hacerse «memoria» y «espera» cada vez más fieles 
y cada vez más obedientes. La posición auténtica del pueblo de Dios, por tanto, no podría acomodarse 
a alguna forma de arrogancia o a algún sentimiento de superioridad. Su situación de referencia a 
Cristo debe, por el contrario, incitarlo a entregarse humildemente a la conversión. A todos los 
hombres, el nuevo pueblo de Dios no impone más que lo que debe exigirse a sí mismo. Lo que 
propone de hecho no es algo que le pertenecería como propio, sino más bien lo que, sin ningún mérito 
propio, ha recibido de Dios. 
 
4. El nuevo pueblo de Dios en su existencia histórica 
 
Del Espíritu Santo el nuevo pueblo de Dios recibe su «consistencia» de pueblo. Según las palabras 
del apóstol Pedro, «lo que no es un pueblo» no puede llegar a ser un «pueblo» (cf. 1 Pe 2, 10) más 
que por aquel que lo une desde arriba y por dentro en orden a realizar la unión en Dios. El Espíritu 
Santo hace vivir al nuevo pueblo de Dios en la memoria y la espera de Jesucristo y le confiere la 
misión de anunciar la buena nueva de esta memoria y de esta espera a todos los hombres. Con esta 
memoria, esta espera y esta misión no se trata de una realidad que se superpondría o se sobreañadiría 
a una existencia y a actividades ya vividas. A este respecto, los miembros del pueblo de Dios no 
constituyen un grupo particular que se diferenciaría de otros grupos humanos en el plano de las 
actividades cotidianas. Las actividades de los cristianos no son diferentes de las actividades por las 
que los hombres, sean los que sean, «humanizan» el mundo. Para los miembros del pueblo de Dios, 
como para todos los demás hombres, no hay más que las condiciones ordinarias y comunes de la vida 
humana que todos, según la diversidad de su vocación, están llamados a compartir en solidaridad. 
 
Sin embargo, el hecho de ser miembros del pueblo de Dios da a los cristianos una responsabilidad 
específica con respecto al mundo: «¡Lo que el alma es en el cuerpo, sean los cristianos en el 
mundo!»[21]. Ya que al mismo Espíritu Santo se le llama alma de la Iglesia[22], los cristianos 
reciben, en este mismo Espíritu, la misión de realizar en el mundo algo tan vital como lo que él lleva 
a término en la Iglesia. Esta acción no es una acción técnica, artística o social más, sino más bien la 
confrontación de la acción humana en todas sus formas, con la esperanza cristiana o, para conservar 
nuestro vocabulario, con las exigencias de la memoria y de la espera de Jesucristo. En las tareas 
humanas, los cristianos y entre ellos más particularmente los seglares, «llevados por el espíritu 
evangélico, a modo de fermento, [trabajan] por la santificación del mundo, como desde dentro, y así, 
ante todo por el testimonio de la vida, resplandecientes por la fe, la esperanza y la caridad, 
[manifiestan] a Cristo a los otros»[23]. 
 
El nuevo pueblo de Dios no está, por tanto, caracterizado por un modo de existencia o una misión 
que sustituirían a una existencia y a proyectos humanos ya presentes. La memoria y la espera de 
Jesucristo deben, por el contrarío, convertir o transformar, desde el interior, el modo de existencia y 
los proyectos humanos ya vividos en un grupo de hombres. Se podría decir a este respecto que la 
memoria y la espera de Jesucristo, de las que vive el nuevo pueblo de Dios, constituyen como el 
elemento «formal» (en el sentido escolástico del término) que viene a estructurar la existencia 
concreta de los hombres. Esta que es como la «materia» (igualmente en sentido escolástico), 
evidentemente responsable y libre, recibe esta o aquella determinación para constituir un modo de 
vida «según el Espíritu Santo». Estos modos de vida no existen a priori y no se pueden determinar 
anticipadamente, se presentan en una gran diversidad y, por tanto, son siempre imprevisibles, aunque 
se los pueda referir a la acción constante de un único Espíritu Santo. Por el contrario, lo que estos 
diversos modos de vida tienen de común y de constante, es expresar «en las condiciones ordinarias 
de la vida familiar y social, de las que está como tejida la existencia [humana]»[24], las exigencias y 
las alegrías del Evangelio de Cristo. 
 
 
 
 
4. Pueblo de Dios e inculturación 
 
1. Necesidad de la inculturación 
 
A la vez como «misterio» y como «sujeto histórico», el nuevo pueblo de Dios «se compone de 
hombres que, reunidos en Cristo, son conducidos por el Espíritu Santo en su peregrinación al Reino 
del Padre y han recibido un mensaje de salvación que han de proponer a todos. Por esta razón, ella 
[la comunidad de los cristianos] se siente real e íntimamente unida al género humano y a su 
historia»[25]. Siendo la misión de la Iglesia entre los hombres hacer «que se introduzca este Reino 
[de Dios], el [nuevo] pueblo de Dios no sustrae nada al bien temporal de cada pueblo, sino que, por 
el contrario, fomenta y asume los valores y las riquezas y las costumbres de los pueblos en lo que 
tienen de bueno, pero, asumiéndolos, los purifica, fortalece y eleva»[26]. El término general de 
«cultura» parece poder resumir, como lo propone la Constitución pastoral Gaudium et spes, este 
conjunto de datos personales y sociales que marcan al hombre, permitiéndole asumir y dominar su 
condición y su destino[27]. 
 
Se trata, por tanto, para la Iglesia en su misión de evangelizar, de «introducir la fuerza del Evangelio 
en lo más íntimo de la cultura humana y de las formas de la misma cultura»[28]. Si esto faltara, el 
hombre no sería alcanzado verdaderamente por el mensaje de salvación que la Iglesia le comunica. 
La reflexión sobre la evangelización hace tomar una conciencia cada vez más viva de ello en la 
medida misma del progreso que realiza la humanidad en el conocimiento que puede tener de sí misma. 
La evangelización no alcanza su objetivo más que cuando el hombre, a la vez como persona única y 
como miembro de una comunidad que lo marca en profundidad, acepta recibir la Palabra de Dios y 
hacerla fructificar en su vida. De manera que Pablo VI ha podido escribir en Evangelii nuntiandi: 
«Decimos grupos del género humano que han de ser transformados: para la Iglesia no se trata sólo de 
predicar el evangelio en zonas geográficas cada vez más amplias o a multitudes cada vez mayores, 
sino de tocar y, por así decirlo, de revolucionar, por la fuerza del evangelio,los criterios de juicio, los 
valores que tienen más importancia, los anhelos y modos de pensar, los movimientos impulsores y 
los modelos de vida del género humano, que están en contraste con la palabra de Dios y el designio 
de salvación»[29]. En efecto, como lo señala el Papa en este mismo documento: «La escisión entre 
Evangelio y cultura es, sin duda, el drama de nuestra época»[30]. 
 
Para designar esta perspectiva y esta acción, por las que el evangelio pretende alcanzar el corazón de 
las culturas, se recurre hoy al término «inculturación». El término «aculturación» o «inculturación», 
«es ciertamente un neologismo que, sin embargo, expresa de modo egregio uno de los elementos del 
gran misterio de la encarnación»[31]. Juan Pablo II subraya en Corea la dinámica de la inculturación: 
«Es necesario que la Iglesia asuma todo en los pueblos. Tenemos delante de nosotros un largo e 
importante proceso de inculturación para que el evangelio pueda penetrar en el fondo del alma de las 
culturas vivas. Alentar este proceso es responder a las aspiraciones profundas de los pueblos y 
ayudarlos a venir a la esfera de la misma fe»[32]. 
 
Sin pretender dar aquí una doctrina completa de la inculturación, querríamos simplemente recordar 
su fundamento en el misterio de Dios y de Cristo, en orden a investigar su significación para la misión 
de la Iglesia. Sin duda, la exigencia de inculturación se impone a todas las comunidades cristianas, 
pero tenemos que estar hoy más particularmente atentos a las situaciones vividas por las Iglesias de 
Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur o de América del Norte, tanto si se trata de nuevas 
Iglesias o de cristiandades ya antiguas[33]. 
 
 
 
 
2. El fundamento de la inculturación 
 
El fundamento doctrinal de la inculturación se encuentra, en primer lugar, en la diversidad y multitud 
de los seres creados que proviene de la intención de Dios Creador, deseoso de que esta multitud 
diversificada ilustre más los innumerables aspectos de su bondad[34]. Todavía más se encuentra en 
el misterio del mismo Cristo: su encarnación, su vida, su muerte y su resurrección. 
 
En efecto, de la misma manera que el Verbo de Dios ha asumido en su propia persona una humanidad 
concreta y ha vivido todas las particularidades de la condición humana en un lugar, en un tiempo y 
en el seno de un pueblo, la Iglesia, a ejemplo de Cristo y por el don de su Espíritu, debe encarnarse 
en cada lugar, en cada tiempo y en cada pueblo (cf. Hech 2, 5-11). 
 
De la misma manera que Jesús ha anunciado el Evangelio sirviéndose de todas las realidades 
familiares que constituían la cultura de su pueblo, la Iglesia no puede dejar de tomar, para la 
construcción del Reino, elementos venidos de las culturas humanas. 
 
Jesús decía: «Convertíos y creed al evangelio» (Mc 1, 15). Él se ha enfrentado con el mundo pecador 
hasta la muerte en la cruz, para hacer a los hombres capaces de esta conversión y de esta fe. Ahora 
bien, con las culturas sucede como con las personas: no hay inculturación conseguida sin que se 
denuncien los límites, los errores y el pecado que habitan en ellas. Toda cultura debe aceptar el juicio 
de la cruz sobre su vida y sobre su lenguaje. 
 
Cristo ha resucitado revelando plenamente el hombre a sí mismo y comunicándole los frutos de una 
redención perfecta. Igualmente, una cultura que se convierte al Evangelio encuentra en él su propia 
liberación y saca a la luz riquezas nuevas que son, a la vez, dones y promesas de resurrección. 
En la evangelización de las culturas y la inculturación del Evangelio se produce un misterioso 
intercambio: por una parte, el evangelio revela a cada cultura y libera en ella la verdad última de los 
valores de que es portadora; por otra, cada cultura expresa el Evangelio de manera original y 
manifiesta nuevos aspectos de él. La inculturación es así un elemento de la recapitulación de todas 
las cosas en Cristo (Ef 1, 10) y de la catolicidad de la Iglesia[35]. 
 
3. Aspectos diversos de la inculturación 
 
La inculturación repercute profundamente en todos los aspectos de la existencia de la Iglesia. 
Retengamos aquí lo que afecta a su vida y su lenguaje. 
En el campo de la vida, la inculturación consiste en que las formas y figuras concretas de expresión 
y de organización de la institución eclesial correspondan, del modo mejor, a los valores positivos que 
constituyen la personalidad de una cultura. Consiste también en una presencia positiva y un 
compromiso activo con respecto a los problemas humanos más fundamentales que existen en ella. La 
inculturación no es solamente tomar en cuenta tradiciones culturales, es también una acción al 
servicio de todo el hombre y de todos los hombres; penetra y transforma todas las relaciones; estando 
atenta a los valores del pasado, mira también al futuro. 
 
En el campo del lenguaje (entendido aquí en el sentido antropológico y cultural), la inculturación 
consiste, en primer lugar, en el acto de apropiación del contenido de la fe en las palabras y las 
categorías de pensamiento, los símbolos y los ritos de una cultura dada. Exige después la elaboración 
de una respuesta doctrinal, a la vez, fiel y nueva, constructiva, pero postuladora de la conversión, 
frente a los problemas nuevos de pensamiento y de ética, ligados a las aspiraciones y a los rechazos, 
a los valores y a las desviaciones de esta cultura. 
 
Si las culturas son diversas, la condición humana es una; por ello, la comunicación entre las culturas 
no sólo es posible, sino necesaria. Así, el evangelio, que se dirige a lo más profundo del hombre, tiene 
un valor transcultural y su identidad debe poder ser reconocida de cultura en cultura. Esto requiere la 
apertura de cada cultura a las otras culturas. Baste recordar aquí estas palabras de la exhortación 
apostólica Catechesi tradendae: «Podemos aseverar que tanto a la catequesis como a la evangelización 
en general se le propone introducir la fuerza del evangelio en lo más íntimo de la cultura y de las 
formas de la misma cultura»[36]. 
 
Por su presencia y su compromiso en la historia de los hombres, el nuevo pueblo de Dios es conducido 
siempre hacia situaciones nuevas. Tiene, por tanto, que retomar sin cesar el esfuerzo de anunciar el 
evangelio en el corazón de la cultura y de las culturas. Hay, sin embargo, situaciones y épocas que 
exigen un esfuerzo particular. Así sucede hoy, especialmente, para la evangelización de los pueblos 
de Asia, de África, de Oceanía, de América del Sur e del Norte. Sean iglesias nuevas o Iglesias ya 
más antiguas, estas Iglesias, que podemos llamar «no europeas», se encuentran en una situación 
particular con respecto a la inculturación. Los misioneros que han llevado el evangelio transmitieron 
inevitablemente con él elementos de su propia cultura. Por definición no podían hacer lo que debía 
ser tarea propia de los cristianos que viven en las culturas recientemente evangelizadas. Corno lo ha 
señalado Juan Pablo II ante los Obispos del Zaire, «la evangelización comporta etapas y 
profundizaciones»[37]. Por esto, parece que ha llegado el momento en que bastantes Iglesias no 
europeas, tomando conciencia por vez primera de su propia originalidad y de las tareas que les 
incumben, deben crearse, en los campos de la vida y de la palabra, nuevas formas de expresión del 
único evangelio. Sean las que fueren las dificultades que encuentren estas comunidades y las 
dilaciones necesarias para tal empresa, el esfuerzo que ellas llevan adelante en comunión con la Santa 
Serle y con la ayuda del conjunto de la Iglesia se muestra decisivo para el futuro de la evangelización. 
En esta tarea global, la promoción de la justicia, sin duda, no es más que un elemento, peroun 
elemento importante y urgente. El anuncio del evangelio debe asumir el reto tanto de las injusticias 
locales como de la injusticia planetaria. Es verdad que en este campo se han manifestado ciertas 
desviaciones de naturaleza político-religiosa. Pero tales desviaciones no deben llevar al recelo o al 
olvido de la tarea necesaria de la promoción de la justicia. Muestran más bien la urgencia de un 
discernimiento teológico fundado en instrumentos de análisis tan científicos como sea posible, 
sometidos siempre a la luz de la fe[38]. Por otra parte, como las injusticias locales son muy 
frecuentemente solidarias de la injusticia planetaria sobre la que llamó vigorosamente la atención el 
papa Pablo VI en Populorum progressio, la promoción de la justicia concierne a la Iglesia católica 
extendida en el universo entero, es decir, requiere la ayuda mutua de todas las Iglesias particulares y 
la ayuda de la Sede de Roma. 
 
5. Iglesias particulares e Iglesia universal 
 
1. Las distinciones necesarias 
 
Siguiendo el uso mas corriente del Concilio Vaticano II, retomado por el nuevo Código de Derecho 
Canónico, mantenemos en la presente exposición la siguiente distinción: la «Iglesia particular» 
(Ecclesia peculiaris aut particularis) es, en primer lugar, la diócesis[39] «unida a su Pastor y 
congregada por el en el Espíritu Santo mediante el evangelio y la eucaristía»[40]. El criterio es aquí 
esencialmente teológico. Según un cierto uso que, por lo demás, no ha sido mantenido por el Código, 
la «Iglesia local» (Ecclesia localis) puede designar un conjunto más o menos homogéneo de Iglesias 
particulares, cuya constitución resulta, muy frecuentemente, de datos geográficos, históricos, 
lingüísticos o culturales. Bajo la acción de la Providencia, estas Iglesias han desarrollado, también en 
nuestros días, un patrimonio propio de orden teológico, jurídico, litúrgico y espiritual. El criterio es 
aquí, primariamente, de orden socio-cultural. 
 
Distinguimos igualmente la estructura esencial de la Iglesia, de su figura concreta y evolutiva (o su 
organización). La estructura esencial comprende todo lo que en la Iglesia proviene de su institución 
por Dios (iure divino), a través de la fundación por Jesús y el don del Espíritu Santo. Esta estructura 
tiene que ser única y destinada a durar siempre. Sin embargo, esta estructura esencial y permanente 
reviste siempre una figura concreta y una organización (iure ecclesiastico) que son fruto de datos 
contingentes y evolutivos, históricos, culturales, geográficos, políticos... La figura de la Iglesia está, 
por ello, normalmente sujeta a evolución; ella es el lugar en que se manifiestan diferencias legítimas 
e incluso necesarias. La diversidad de organizaciones implica, sin embargo, la unidad de la estructura. 
La distinción entre la estructura esencial y la figura concreta (u organización) no significa que haya 
entre ellas una separación. La estructura esencial está siempre implicada en una figura concreta sin la 
cual no podría vivir. Por ello, la figura concreta no es neutra con respecto a la estructura esencial que 
debe poder expresar con fidelidad y eficacia en una situación dada. Sobre ciertos puntos, determinar 
con certeza lo que pertenece a la estructura y a la figura (u organización) puede exigir un 
discernimiento delicado. 
 
La Iglesia particular, unida a su Obispo o pastor, pertenece en cuanto tal a la estructura esencial de la 
Iglesia. Sin embargo, en el curso del tiempo, esta misma estructura reviste figuras que pueden variar. 
El modo de funcionamiento en el seno de cada Iglesia particular, así como las diversas reagrupaciones 
de varias Iglesias particulares, pertenecen a la figura concreta y a la organización. Este es, bien 
entendido, el caso de las «Iglesias locales», localizadas por su origen y sus tradiciones. 
 
2. Unidad y diversidad 
 
Puestas estas distinciones, es necesario subrayar aquí que para la teología católica de la unidad y de 
la diversidad se impone una referencia originaria: la de la Trinidad diferenciada de las personas en la 
Unidad misma de Dios. La distinción de las Personas no divide en nada la naturaleza. La teología de 
la Trinidad nos muestra que las verdaderas diferencias no pueden existir más que en la unidad. Al 
contrario, lo que no tiene unidad no soporta la diferencia (cf. J. A. Moehler). Podemos aplicar 
analógicamente estas reflexiones a la teología de la Iglesia. 
 
La Iglesia de la Trinidad[41], cuya diversidad es múltiple, recibe su unidad del don del Espíritu Santo, 
que es, él mismo, lazo de unidad entre el Padre y el Hijo. 
 
Lo universal «católico» debe, por tanto, distinguirse de las falsas figuras de lo universal, ligadas sea 
a las doctrinas totalitarias, sea a los sistemas materialistas, sea a las falsas ideologías de la ciencia y 
de la técnica, sea también a las estrategias imperialistas de cualquier origen. Tampoco puede 
confundirse con una uniformidad que destruiría las particularidades legítimas ni se lo podría asimilar 
a una reivindicación sistemática de singularidad que amenazase la unidad esencial. 
 
El Código de Derecho Canónico[42] ha retomado la fórmula de Lumen gentium, según la cual «la 
una y única Iglesia católica existe en las Iglesias particulares y a partir de ellas»[43]. Entre las Iglesias 
particulares y la Iglesia universal existe, por tanto, una interioridad mutua, una especie de ósmosis. 
La Iglesia universal, en efecto, encuentra su existencia concreta en cada Iglesia en la cual esta 
presente. Recíprocamente, cada Iglesia particular está formada «a imagen de la Iglesia universal»[44], 
con la cual vive en intensa comunión. 
 
3. El servicio de la unidad 
En el corazón de la red universal de Iglesias particulares de que se compone la única Iglesia de Dios, 
hay un centro y un punto de referencia: la Iglesia particular de Roma. Ésta, con la que «toda Iglesia 
debe concordar necesariamente», como escribía san Ireneo[45] , preside a la caridad y la comunión 
universal[46]. «Pues Jesucristo, Pastor eterno [...], para que el Episcopado mismo fuera uno e 
indiviso, puso al bienaventurado Pedro al frente de los demás Apóstoles e instituyó en él el principio 
y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión»[47]. «El Romano Pontífice, 
sucesor del apóstol Pedro, es vicario de Cristo y cabeza visible de toda la Iglesia, que tiene sobre ella 
potestad plena, suprema y universal, que puede ejercitar siempre libremente»[48]. 
La constitución no quiere disociar la doctrina que propone de nuevo con respecto al primado y al 
magisterio del Romano Pontífice, de «la doctrina sobre los Obispos, sucesores de los Apóstoles»[49]. 
El colegio de los Obispos, que sucede al colegio de los Apóstoles, manifiesta, a la vez, la diversidad, 
la universalidad y la unidad del pueblo de Dios. Ahora bien, «los Obispos, sucesores de los Apóstoles, 
con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios 
vivo»[50], es decir, la Iglesia. De ello se sigue que «el Orden de los Obispos [...] juntamente con su 
Cabeza, el Romano Pontífice, y nunca sin esta Cabeza, es también sujeto de potestad plena y suprema 
sobre toda la Iglesia»[51]. Cada Obispo en su Iglesia local «está ligado, por el vínculo de su oficio, 
al colegio episcopal, al cual, como sucesor del colegio apostólico, ha sido confiado el encargo de 
vigilar por la pureza de la fe y la unidad de la Iglesia»[52]. Así, «está obligarlo a tener aquella solicitud 
por toda la Iglesia que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran 
manera, al bien de la Iglesia universal»[53]. Igualmente, el Obispo gobernará su diócesis pensando 
«que la Iglesia particular[...] está formada a imagen de la Iglesia universal»[54]. 
 
El «sentimiento colegial» (affectus collegialis) que el Concilio ha vivificado entre los Obispos se ha 
traducido concretamente desde entonces por el papel importante jugado por las Conferencias 
Episcopales[55]. En el seno de estas instancias, los Obispos de una nación o de un territorio ejercen 
«a la vez» o «conjuntamente» algunas de sus responsabilidades apostólicas y pastorales[56]. 
 
Podemos notar también que las Conferencias Episcopales desarrollan frecuentemente entre ellas 
relaciones de vecindad, de colaboración y de solidaridad, especialmente a escala de los continentes. 
Así, asambleas episcopales continentales reagrupan a delegados de las diversas Conferencias en el 
cuadro de los grandes conjuntos geográficos del mundo; por ejemplo, el Consejo Episcopal Latino-
Americano (CELAM); el Symposium de las Conferencias Episcopales de África y de Madagascar 
(SECAM); la Federation of Asian Bishop's Conferences (FABC); el Consejo de las Conferencias 
Episcopales Europeas (CCEE). Tales asambleas proponen a nuestro tiempo, que ve la unificación y 
la organización de grandes conjuntos geopolíticos, una figura concreta de la unidad de la Iglesia en 
la diversidad de las culturas y de las situaciones humanas. 
 
La utilidad e incluso la necesidad pastoral de las Conferencias Episcopales, así como de sus 
reagrupaciones a escala continental, es indiscutible. ¿Habría que ver consecuentemente en ellas, como 
se hace a veces a causa de que efectúan un trabajo en común, instancias específicas «colegiales», 
entendidas en el sentido estricto utilizado por Lumen gentium [57] y Christus Dominus?[58]. Estos 
textos no permiten que se pueda, en rigor del término, atribuir a las Conferencias Episcopales y a sus 
reagrupaciones continentales el calificativo de «colegial» (la palabra «colegialidad», en cuanto tal, 
no ha sido empleada por el Concilio). En efecto, la colegialidad episcopal, que sucede a la 
colegialidad de los Apóstoles, es universal y se entiende de la totalidad del cuerpo episcopal en 
comunión jerárquica con el Romano Pontífice con respecto a la totalidad de la Iglesia. Estas 
condiciones se verifican plenamente en el Concilio Ecuménico y pueden verificarse en la acción unida 
de los Obispos dispersos en toda la tierra, en las condiciones que determina el decreto Christus 
Dominus[59]. En cierto modo, pueden verificarse también en el Sínodo de los Obispos, que puede 
tenerse corno expresión verdadera, aunque parcial, de colegialidad universal, porque, «en cuanto 
representación de todo el Episcopado católico, significa a la vez que todos los Obispos en la comunión 
jerárquica son partícipes de la solicitud por la Iglesia universal»[60]. Por el contrario, instituciones 
como las Conferencias Episcopales (y sus reagrupaciones continentales) pertenecen a la organización 
o figura concreta de la Iglesia (iure ecclesiastico); con respecto a ellas, el empleo de los términos 
«colegio», «colegialidad», «colegial» no puede tener, por tanto, más que un sentido analógico, 
teológicamente impropio. 
 
Estas afirmaciones no disminuyen en nada la importancia del papel práctico que las Conferencias 
Episcopales y sus reagrupaciones continentales deben jugar en el futuro, especialmente en lo que se 
refiere a las relaciones entre las Iglesias particulares, las Iglesias «locales» y la Iglesia universal. Los 
resultados ya obtenidos permiten abrigar, a este respecto, una confianza fundada. 
 
Resta que, en nuestra situación peregrinante, las relaciones entre Iglesias particulares, como las 
relaciones de estas Iglesias con la Sede de Roma, encargada del ministerio de la unidad y de la 
comunión universales, pueden, a veces, resultar difíciles. La tendencia pecadora de los hombres los 
lleva a transformar las dificultades en oposiciones. Es, por ello, necesario buscar, sin cesar, en 
comunión con la Sede de Roma y bajo su autoridad, las mejores modalidades de expresión de la 
universalidad católica que permitan la compenetración de los más diversos elementos humanos en la 
unidad de la fe. 
 
6. El nuevo pueblo de Dios como sociedad ordenada jerárquicamente 
 
1. Comunión, estructura y organización 
 
Desde que aparece en la historia, el nuevo pueblo de Dios está estructurado en torno a los pastores 
que Jesucristo mismo ha elegido haciendo de ellos sus Apóstoles (Mt 10,1-42) y poniendo a Pedro a 
su cabeza (Jn 21,15-17). «Aquella misión divina, confiada por Cristo a los Apóstoles, durará hasta el 
fin del mundo (cf. Mt 28,20), ya que el evangelio que ellos han de transmitir ha de ser en todo tiempo, 
para la Iglesia, principio de toda vida. Por ello, los Apóstoles tuvieron cuidado de instituir sucesores 
en esta sociedad ordenada jerárquicamente»[61]. No es, por ello, posible disociar el pueblo de Dios, 
que es la Iglesia, de los ministerios que la estructuran, y especialmente del episcopado. Éste se hace, 
a la muerte de los Apóstoles, el verdadero «ministerio de la comunidad» que los Obispos ejercen con 
la ayuda ele los presbíteros y de los diáconos[62]. Desde entonces, si la Iglesia se presenta como un 
pueblo y una comunión de fe, de esperanza y de caridad, en el seno de la cual los fieles de Cristo 
«todos [...] gozan de verdadera dignidad cristiana»[63], este pueblo y esta comunión han sido 
provistos de ministerios y de medios de crecimiento que aseguran el bien de todo el cuerpo. No se 
pueden, por tanto, separar en la Iglesia los aspectos de una estructura y de una vida que están en ella 
profundamente asociados entre sí. «El único mediador, Cristo, instituyó y mantiene continuamente 
en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, mediante 
la cual difunde la verdad y la gracia. Pues la sociedad provista de órganos jerárquicos y el Cuerpo 
místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia 
enriquecida con los bienes celestiales, no deben considerarse como dos cosas, sino que forman una 
sola realidad compleja que consta de un elemento humano y otro divino»[64]. 
 
La comunión que define al nuevo pueblo de Dios es, por tanto, una comunión social ordenada 
jerárquicamente. Como lo precisa la Nota explicativa previa, de 16 de noviembre de 1964: «La 
comunión es una noción que en la antigua Iglesia (como también hoy, sobre todo en Oriente) se tiene 
en gran honor. Pero no se entiende de un cierto sentimiento vago, sino de una realidad orgánica que 
exige una forma jurídica que, al mismo tiempo, está animada por la caridad»[65]. 
 
Aquí es donde se puede plantear con coherencia la cuestión de la presencia y el alcance de la 
organización jurídica en la Iglesia. Si se puede distinguir la función sacramental ontológica del 
aspecto canónico-jurídico[66], no es menos verdadero que, en grados diversos, ambos aspectos son 
absolutamente necesarios a la vida de la Iglesia. Teniendo en cuenta la analogía parcial o relativa 
(haud mediocres analogia) de la Iglesia con el Verbo encarnado, como la desarrolla el texto de Lumen 
gentium, no olvidarnos que «así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como instrumento 
vivo de salvación, unido indisolublemente a él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia 
sirve al Espíritu de Cristo que la vivifica para crecimiento del cuerpo»[67]. La analogía con el Verbo 
encarnado permite afirmar que este «instrumento de salvación», que es la Iglesia, debe ser 
comprendido de tal manera que se eviten dos excesos característicos de las herejías cristológicas de 
la antigüedad. Así se podría, por una parte, descartar una especie de «nestorianismo» eclesial para el 
cual no existiría ninguna relación sustancial entre el elementodivino y el elemento humano. 
Inversamente sería posible guardarse también de un «monofisismo» eclesial para el cual en la Iglesia 
todo estaría «divinizado», sin que exista espacio para los límites, los defectos o las faltas de la 
organización, fruto de los pecados y de la ignorancia de las personas. La Iglesia es un sacramento 
ciertamente, pero no al mismo nivel y con la misma densidad en todas sus actividades. Baste recordar 
aquí, ya que volveremos sobre el tema Iglesia-sacramento, que la liturgia constituye el campo en el 
que la sacramentalidad de la Iglesia actúa y se expresa con más potencia[68]. A continuación se 
coloca el ministerio de la Palabra en sus formas más altas[69]. Finalmente viene el campo en que se 
ejercita la función pastoral con la autoridad canónica o poder de gobierno[70]. Se sigue que la 
legislación eclesiástica, aunque tiene su fuente en una autoridad cuyo origen es divino, no puede 
evitar ser influenciada, en una medida variable, por la ignorancia y el pecado. En otros términos, la 
legislación eclesiástica no es ni puede ser infalible. Lo que, como es claro, no significa que no tenga 
importancia en el misterio de la salvación. Negarle toda función positivamente salvífica equivaldría, 
a fin de cuentas, a restringir la sacramentalidad de la Iglesia a solos los sacramentos y, por ello, a 
debilitar la visibilidad de la Iglesia en la vida cotidiana. 
 
2. Práctica de la sociedad ordenada jerárquicamente 
 
En la estructura fundamental de la Iglesia se pueden hallar los principios mismos que esclarecen su 
organización y su práctica canónico-jurídicas. 
 
1. En cuanto comunidad visible y organismo social, la Iglesia tiene necesidad de normas que expresen 
su estructura fundamental y precisen, en virtud de un juicio prudencial, ciertas condiciones de vida 
comunitaria. Estas condiciones pueden cambiar, de la misma manera que la fidelidad al Espíritu Santo 
puede exigir cambios. 
 
2. El fin de la legislación eclesial no puede ser sino el bien común de la Iglesia. Este comprende 
inseparablemente la salvaguardia del depósito de la fe, recibido de Cristo, y el progreso espiritual de 
los hijos de Dios, hechos miembros del Cuerpo de Cristo. 
 
3. Si la Iglesia tiene necesidad de normas y de derecho, es preciso, en consecuencia, reconocer que 
goza de una autoridad legislativa[71]. Ésta respetará escrupulosamente la regla general recordada por 
la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, según la cual «se debe reconocer al hombre la 
máxima libertad, y no se la debe restringir sino cuando y en la medida en que es necesario»[72]. Tal 
poder implica también que las disposiciones legislativas legítimas deben ser acogidas y puestas en 
práctica por los fieles con una obediencia religiosa. Sin embargo, el ejercicio de esta autoridad 
requerirá de los Pastores una atención particular a la temible responsabilidad que implica el poder de 
legislar; a él debe unirse el grave deber moral de proceder a consultas previas, como también la 
obligación de proceder a ulteriores enmiendas, cuando ello sea necesario. 
 
La presencia de elementos jurídicos en las disposiciones que presiden la vida de la Iglesia demanda 
todavía algunas consideraciones. La libertad cristiana es uno de los rasgos característicos de la Nueva 
Alianza o del «nuevo pueblo de Dios» y constituye, por ello, una novedad con respecto a la ley 
antigua. Sin embargo, la llegada de esta libertad, ligada ya en el testimonio de los profetas de Israel a 
la interiorización dem la Ley (cf. Jer 31,31), no implica que la ley exterior desaparezca totalmente de 
la vida de la Iglesia, al menos mientras está «en peregrinación» en este mundo. El Nuevo Testamento 
nos presenta ya esbozos de un derecho eclesial (Mt 18,15-18; Hch I5,28s; 1 Tim 3,1-13; 5,17-22; Tit 
1,5-9; etc.). Los Padres de la Iglesia mas antiguos testifican ciertos desarrollos de reglas que miran a 
establecer y conservar el buen orden de la comunidad. Así sucede en Clemente de Roma, Ignacio de 
Antioquía, Policarpo de Esmirna, Tertuliano, Hipólito, etc. Los concilios ecuménicos o locales toman 
disposiciones disciplinares que enuncian al lado de sus decisiones doctrinales propiamente dichas. 
Ya el derecho antiguo de la Iglesia es, por tanto, importante. Sin embargo, no tomaba siempre la 
forma de una ley escrita. Había, en efecto, como un derecho consuetudinario, derecho que no era 
menos obligatorio y que ha constituido frecuentemente la fuente de los «santos cánones» que se 
redactarán más tarde. 
 
7. El sacerdocio común en su relación al sacerdocio ministerial 
 
1. Dos formas de participación en el sacerdocio de Cristo 
 
El Concilio Vaticano II ha prestado una renovada atención al sacerdocio común de los fieles. La 
expresión «sacerdocio común» y la realidad que tal expresión designa tienen profundas raíces bíblicas 
(cf., por ejemplo, Éx 19,6; Is 61,6; 1 Pe 2,5-9; Rom 12,1; Ap 1,6t 5,9-10), y fueron abundantemente 
objeto de comentarios de Padres de la Iglesia (Orígenes, san Juan Crisóstomo, san Agustín...). Sin 
embargo, esta expresión casi había desaparecido de la terminología de la teología católica, por el uso 
antijerárquico que de ella habían hecho los Reformadores. Pero conviene recordar aquí que el 
Catecismo Romano aludió a ella explícitamente. La constitución dogmática Lumen gentium da a la 
categoría de «sacerdocio común de los fieles» un lugar relevante. A veces, este sacerdocio es referido 
a las personas, estrictamente tales, de los bautizados[73]; a veces, la comunidad misma, es decir, la 
Iglesia en su complejo, es llamada «sacerdotal»[74]. 
 
Por otra parte, el Concilio emplea la expresión «sacerdocio ministerial o jerárquico»[75], del que se 
dice que están dotados «algunos [los Obispos y presbíteros, que en la Iglesia] desempeñan el 
ministerio sagrado para bien de sus hermanos»[76]. Aunque esta denominación no aparezca directa 
y explícitamente en el Nuevo Testamento, es usada constantemente en la Tradición desde el siglo III. 
El Concilio Vaticano II la utiliza habitualmente, y el Sínodo de los Obispos del año 1971 le dedicó 
un documento específico. 
 
El Concilio pone en conexión el sacerdocio común de los fieles con el sacramento del bautismo. Del 
mismo modo se indica que tal sacerdocio implica para los fieles y tiene como finalidad «que ofrezcan 
hostias espirituales por medio de todas las obras del hombre cristiano»[77], o ulteriormente que en él 
se trata —como ya san Pablo determinaba más concretamente— de que se muestren a sí mismos 
como «hostia viva, santa, agradable a Dios...» (Rom 12,1). Así, la vida cristiana se considera como 
alabanza ofrecida a Dios y culto tributado a él por cada persona y por toda la Iglesia. La sagrada 
Liturgia[78], el testimonio de la fe y el anuncio del evangelio[79], a partir del sentido sobrenatural de 
la fe, que participan todos los fieles[80], constituyen una expresión de este sacerdocio. Este 
sacerdocio se ejercita concretamente en la vida cotidiana del bautizado cuando la misma existencia 
se hace oblación de sí por la inserción en el misterio pascual de Cristo. El sacerdocio común de los 
fieles (o de los bautizados) manifiesta claramente la profunda unidad entre el culto litúrgico y el culto 
espiritual y concreto de la vida cotidiana. Debemos subrayar también aquí que tal sacerdocio no puede 
entenderse sino corno participación del sacerdocio de Cristo: ninguna alabanza asciende al Padre a 
no ser por intervención de Cristo. En realidad, en la economía cristiana, la oblación de la vida no se 
realiza plenamente más que por los sacramentos y, de modo completamente singular, por la 
Eucaristía. ¿No son los sacramentos, a la vez, fuente de gracia y expresión de la oblación cultual?2. Relación entre ambos sacerdocios 
 
El Concilio Vaticano II, habiendo, de alguna manera, restituido a la expresión «sacerdocio común de 
los fieles» su sentido pleno, se propuso la cuestión de dilucidar cómo se relacionan entre sí el 
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico. Es evidente que ambos tienen 
su fundamento y su fuente en el único sacerdocio de Cristo. Ciertamente, «el sacerdocio de Cristo es 
participado, de modos diversos, tanto por los ministros como por el pueblo fiel»[81]. Ambos se 
expresan en la Iglesia por una relación sacramental a la persona, vida y acción santificantes de Cristo. 
Para la expansión de la vida en la Iglesia, Cuerpo de Cristo, el sacerdocio común de los fieles y el 
sacerdocio ministerial o jerárquico deben ser complementarios, es decir, necesariamente «se ordenan 
el uno al otro», de tal manera, sin embargo, que en el aspecto de la finalidad de la vida cristiana y de 
su cumplimiento tenga la primacía el sacerdocio común, aunque en el aspecto de la estructura visible 
de la Iglesia y de la eficacia sacramental la prioridad compete al sacerdocio ministerial. La 
constitución dogmática Lumen gentium determinó más concretamente estas relaciones en el número 
10: «Pero el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque difieran 
esencialmente y no sólo en grado, sin embargo se ordenan el uno al otro; porque uno y otro, según su 
modo peculiar, participan del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial, por la potestad 
sagrada de que goza, forma y rige al pueblo sacerdotal, hace el sacrificio eucarístico en persona de 
Cristo y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo; los fieles, por su parte, concurren a la oblación 
de la Eucaristía por su sacerdocio real, y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración 
y la acción de gracias, en el testimonio de la vida santa, la abnegación y la caridad activa»[82] . 
 
3. Fundamento sacramental de ambos sacerdocios 
 
Como muestran estas palabras, la relación entre ambas formas de sacerdocio y la articulación de ellas 
se pueden determinar con más exactitud a partir de la realidad sacramental presente en la vida de la 
Iglesia, realidad que se expresa, de manera completamente singular, en la Eucaristía. Como ya hemos 
notado, los sacramentos son, a la vez, fuente de gracia y expresión de la oblación espiritual de toda 
la vida. Ahora bien, el culto litúrgico de la Iglesia, en el que esa oblación llega a la plenitud, no se 
puede realizar más que cuando la comunidad es presidida por alguien que puede actuar «en persona 
de Cristo». Sólo esta condición da al «culto espiritual» la plenitud, en cuanto que lo inserta en la 
misma oblación y sacrificio del Hijo. «Pues, por el ministerio de los presbíteros, el sacrificio espiritual 
de los fieles se consuma en unión con el sacrificio de Cristo único Mediador, sacrificio que se ofrece 
por manos de ellos en la Eucaristía, de modo incruento y sacramental, en nombre de toda la Iglesia, 
hasta que venga el mismo Señor. A esto tiende y en esto se consuma el ministerio de los presbíteros. 
Pues su ministerio, que empieza por el anuncio evangélico, saca su fuerza y virtud del sacrificio de 
Cristo, y tiende a que "toda la ciudad misma redimida, es decir, la congregación y sociedad de los 
santos, sea ofrecida a Dios por medio del Gran Sacerdote que también se ofreció a sí mismo por 
nosotros en la pasión, para que fuéramos cuerpo de tanta Cabeza"»[83]. 
 
Porque ambos se refieren a una única fuente, es decir, al sacerdocio de Cristo, y porque ambos 
pretenden, en último término, una única finalidad: la oblación de todo el Cuerpo de Cristo, el 
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial de los Obispos y presbíteros son 
estrictamente correlativos. De modo que san Ignacio de Antioquía afirmó que sin Obispo, presbíteros 
y diáconos no se puede hablar de la Iglesia[84]. La Iglesia no existe más que como Iglesia dotada de 
estructura, y esta afirmación es igualmente válida cuando se utiliza la categoría «pueblo de Dios», 
que sería erróneo identificar con sólo los laicos, haciendo abstracción de los Obispos y presbíteros. 
De modo semejante, el «sentido sobrenatural de la fe» pertenece a todo el pueblo «cuando "desde los 
Obispos hasta los últimos fieles laicos" muestra su consentimiento universal sobre cosas de fe y de 
costumbres»[85]. En esto, por tanto, no se podría oponer el sentido de la fe del pueblo de Dios, 
entendido prescindiendo de los Obispos y presbíteros, al magisterio jerárquico de la Iglesia. El sentido 
de la fe, al que rinde testimonio el Concilio y «que es excitado y mantenido por el Espíritu de la 
verdad», no recibe verdaderamente la palabra de Dios más que bajo la guía del sagrado 
magisterio[86]. 
 
Dentro del único pueblo de Dios, el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial de los Obispos y 
presbíteros son inseparables. El sacerdocio común alcanza la plenitud de su importancia eclesial por 
el sacerdocio ministerial, mientras que, por su parte, éste no existe más que en orden al ejercicio del 
sacerdocio común. Los Obispos y presbíteros son necesarios en la vida de la Iglesia y de los 
bautizados, pero también los Obispos y presbíteros están llamados a vivir plenamente este mismo 
sacerdocio común y, en este aspecto, tienen necesidad del sacerdocio ministerial. «Pues para vosotros 
soy Obispo, con vosotros soy cristiano», dice san Agustín[87]. 
 
El sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial de los Obispos y presbíteros, 
ordenados el uno al otro, tienen entre sí una diferencia esencial (diferencia que no es sólo diferencia 
de grado) por la finalidad a que están destinados. Así, el sacerdocio del Obispo y del presbítero es 
representativo. Actuando «en persona de Cristo», el Obispo y el presbítero lo hacen presente al 
pueblo; pero, al mismo tiempo, el Obispo y el presbítero representan también a todo el pueblo ante el 
Padre. 
 
Hay, ciertamente, algunos actos sacramentales cuya validez depende de que aquel que los celebra, en 
virtud de su ordenación, tenga potestad de actuar «en persona de Cristo» o «en papel de Cristo». Sin 
embargo, no sería lícito limitarse a esta advertencia para legitimar la existencia del ministerio 
ordenado en la Iglesia. Este ministerio pertenece a la estructura esencial de la Iglesia y, por ello, a su 
rostro y visibilidad. La estructura esencial de la Iglesia, como su rostro, implica la dimensión 
«vertical», signo e instrumento de la iniciativa y de la prioridad de la acción divina en la economía 
cristiana. 
 
4. La vocación propia de los laicos 
 
La reflexión que hemos hecho hasta ahora se muestra útil para explicar ciertas disposiciones del nuevo 
Código de Derecho Canónico, que se refieren al sacerdocio común de los fieles. El canon 204, § 1, 
siguiendo al número 31 de la constitución dogmática Lumen gentium, pone la participación de los 
cristianos en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, en conexión con el bautismo. «Los fieles 
cristianos que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, están constituidos como pueblo de 
Dios y que, por esta razón, son hechos partícipes, a su manera, del oficio sacerdotal, profético y real 
de Cristo, son llamados, según la condición propia de cada uno, a ejercitar la misión que Dios confió 
a la Iglesia para que la cumpliera en el mundo»[88]. En el espíritu de la misión que los laicos ejercen 
en la Iglesia y en el mundo, misión que es la de todo el pueblo de Dios, los cánones 228, § 1 y 230, § 
1 y 3, contemplan la admisión de laicos a oficios y cargos eclesiásticos, por ejemplo, a los ministerios 
de lector, acólito y otros[89]. Sin embargo, sólo abusivamente se podría

Continuar navegando

Materiales relacionados

40 pag.
cis107

Vicente Riva Palacio

User badge image

Andres

232 pag.
18 pag.
ST_XXVIII-3_06

Escuela Universidad Nacional

User badge image

Merlina costa

57 pag.
admin,02_SantiagoMADRIGAL

SIN SIGLA

User badge image

Lina Viveros Home