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Arendt, A (2005) La tradición oculta Paidós

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La trai 
oculta
cion
Hannah
Arendt
Título original: Die verborgene Tradition
Publicado en alemán, en 2000, por Jüdischer Verlag, Francfort del Main
Traducción de R.S. Carbó (“Dedicatoria a Karl Jaspers”; “Sobre el imperialismo”; “Culpa 
organizada”; y “La tradición oculta) y Vicente Gómez Ibáñez,
(“Los judíos en el mundo de ayer”; “Franz Kafka”; “La Ilustración y la cuestión judia ; y El 
sionismo. Una retrospectiva”).
Cubierta de Mario Eskenazi
844 Arendt, Hanna
CDD La tradición oculta.- I a ed. 2- reimp.- Buenos Aires :
Paidós, 2005.
176 p. ; 22x16 cm.- (Paidós Básica)
Traducción de R. S. Carbó y Vicente Gómez Ibáñez 
ISBN 950-12-6800-4 
1. Ensayo Francés - I. Título
I a edición en España, 2004 
I a edición en Argentina, 2004 
I a reimpresión, 2004 
2“ reimpresión, 2005
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, 
bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o 
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
© Harcourt Brace New York
© 1976 de la presente compilación Suhrkamp Verlag, Francfort del Main
© 2004 de la traducción, R.S. Carbó y Vicente Gómez Ibáñez
© 2004 de todas las ediciones en castellano
Ediciones Paidós Ibérica SA 
Mariano Cubí 92, Barcelona 
© 2004 de esta edición para Argentina y Uruguay
Editorial Paidós SAICF 
Defensa 599, 1° piso, Buenos Aires 
e-mail: literaria@editorialpaidos.com.ar 
www.paidosargentina.com.ar
Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
Impreso en Primera Clase,
California 1231, Ciudad de Buenos Aires, en septiembre de 2005 
Tirada: 1000 ejemplares
ISBN 950-12-6800-4
Edición para comercializar exclusivamente en 
Argentina y Uruguay
SUMARIO
Dedicatoria a Karl J a s p e rs ................ ....................................... 9
Sobre el im p e r ia lism o ............................................................... 15
Culpa o rg a n iz a d a ......................... 35
La tradición oculta ................................................................... 49
Observación inicial ............................................................... 49
I. Heinrich Heine: Schlem ihl y el Señor del m undo de
los sueños ........................................................................ 51
II. Bernard Lazare: el paria c o n sc ie n te ................ 58
III. Charlie Chaplin: el so sp ech o so ................................... 61
IV. Franz Kafka: el hom bre de buena v o lu n ta d ........... 64
Observación final ................................................................. 73
Los judíos en el m undo de a y e r .............................................. 75
Franz K a f k a ................................................................................. 89
La Ilustración y la cuestión jud ía .......................................... 109
El sionismo. Una re tro sp e c tiv a .............................................. 129
N ota ed ito ria l 171
mailto:literaria@editorialpaidos.com.ar
http://www.paidosargentina.com.ar
DEDICATORIA A KARL JASPERS
Querido y respetado señor:
Gracias por perm itir que le dedicara este libro y le dijera lo 
que tengo que decir con m otivo de la aparición del m ism o en 
Alemania.
A un judío no le resulta fácil publicar hoy en Alemania, por 
m ucho que sea un judío de habla alem ana. La verdad es que, 
viendo lo que ha pasado, la tentación de poder escribir o tra vez 
en la lengua propia no com pensa, aunque éste sea el único re ­
greso del exilio que uno nunca consigue d este rrar del todo de 
sus sueños. Pero nosotros, judíos, no somos —o ya no— exilia­
dos y difícilmente tenemos derecho a tales sueños. Si bien nues­
tra expulsión se encuadra y entiende en el m arco de la h istoria 
alem ana o europea, el hecho mism o de la expulsión no hace si­
no rem itirnos a nuestra propia historia, en la que no represen­
ta un hecho único o singular, sino algo bien conocido y re ite ­
rado.
Sin embargo, resulta que al final esto tam bién es una ilusión, 
pues los últim os años nos han traído cosas cuya repetición no 
podríam os docum entar en nuestra historia. Nunca antes nos 
habíam os enfrentado a un intento decidido de exterm inio ni, 
por supuesto, contado seriam ente con una posibilidad tal. Com­
paradas con la aniquilación de una tercera parte del pueblo ju ­
dío existente en el m undo y de casi tres cuartas partes de los 
judíos europeos, las catástrofes profetizadas por los sionistas 
anteriores a H itler parecen torm entas en un vaso de agua.
H acer que una publicación como la de este libro se entienda 
m ejor o con más facilidad no es conveniente en absoluto. Para 
mí está claro que será difícil que la m ayoría, tan to del pueblo 
alem án como del judío, considere o tra cosa que un canalla o
10 LA TRADICIÓN OCULTA
un insensato a un ju d ío que, en A lem ania, qu iera h ab la r de es­
ta m a n era a los a lem anes o, com o es m i caso, a los eu ropeos. 
Lo que digo aú n no tiene n ad a que ver con la cuestión de la cu l­
pa o la respo n sab ilid ad . H ablo sim p lem en te de los hechos ta l 
com o se me presentan, porque uno nunca puede alejarse de ellos 
sin sab er qué hace y p o r qué lo hace.
N inguno de los a rtícu lo s sigu ien tes está escrito —espero— 
sin ser conscien te de los hechos de n u estro tiem po y del d es ti­
no de los judíos en nuestro siglo, pero en n inguno —creo y espe­
ro— m e he quedado aquí, en n inguno he aceptado que el m undo 
creado p o r estos hechos fu era algo necesario e ind estru c tib le . 
A hora b ien , no h u b ie ra pod ido p e rm itirm e ju z g a r con ta l im ­
p a rc ia lid ad ni d is tan c ia rm e ta n co n sc ien tem en te de todos los 
fan a tism o s —p o r te n ta d o r que p u d ie ra serlo y p o r esp an to sa 
que p u d ie ra re su lta r la so ledad consigu ien te en todos los sen ti­
dos— sin su filosofía y sin su ex istencia , que, en los largos 
años en que las violentas c ircunstancias nos h an m an ten ido to ­
ta lm en te alejados, m e h an resu ltad o m ucho m ás n ítid as que 
antes.
Lo que aprendí de usted —y me ha ayudado a lo largo de los 
años a orientarm e en la realidad sin entregarm e a ella como an­
tes vendía uno su alm a al diablo— es que sólo im porta la ver­
dad, y no las form as de ver el m undo; que hay que vivir y pen­
sar en libertad, y no en una «cápsula» (por bien acondicionada 
que esté); que la necesidad en cualquiera de sus figuras sólo es 
un fantasm a que quiere inducirnos a representar un papel en 
lugar de in ten tar ser, de una m anera u otra, seres hum anos. 
Personalm ente, nunca he olvidado la actitud que adoptaba al 
escuchar, tan difícil de describir, ni su tolerancia, constante­
mente presta a la crítica y alejada tanto del escepticism o como 
del fanatism o (una tolerancia que no es en definitiva sino la 
constatación de que todos los seres hum anos tienen una tazón 
y de que no hay ser hum ano cuya razón sea infalible).
H ubo veces en que in ten té im ita rle incluso en su adem án al 
hab lar, pues p a ra m í s im bo lizaba al h o m b re de tra to d irec to , 
al hom bre sin segundas in tenciones. Por aquel en tonces no po­
día saber lo difícil que sería encon trar seres hum anos sin segun­
DEDICATORIA A KARL JASPERS 11
das intenciones, ni que vendría un tiem po en el que p recisa­
m ente lo que tan evidentem ente dictaban la razón y una consi­
deración lúcida e ilum inadora parecería expresión de un op ti­
mismo tem erario y perverso. Pues de los hechos, del m undo en 
que vivimos hoy, form a parte esa desconfianza básica entre los 
pueblos y los individuos que no ha desaparecido ni podía desa­
parecer con la desaparición de los nazis porque puede apoyarse 
y escudarse en el abrum ador m aterial sum inistrado por la ex­
periencia. Así pues, para nosotros, judíos, es casi imposibleque 
cuando se nos acerca un alem án no le esperem os con esta p re­
gunta: ¿qué hiciste en esos doce años que van de 1933 a 1945? 
Y detrás de esta pregunta hay dos cosas: un m alestar torturante 
por exigir a un ser hum ano algo tan inhum ano como la justifi­
cación de su existencia y la recelosa sospecha de estar frente a 
alguien que o bien prestaba sus servicios en una fábrica de la 
m uerte o bien, cuando se enteraba de alguna m onstruosidad 
del régimen, decía: no se hacen tortillas sin rom per huevos. Que, 
en el prim er caso, no hiciera falta ser ningún asesino nato y, en 
el segundo, ningún cómplice conchabado o ni siquiera un nazi 
convencido es precisam ente lo inquietante y provocador que 
con tanta facilidad induce a generalizaciones.
Éste es aproxim adam ente el aspecto que tienen los hechos a 
que se enfrentan am bos pueblos. Por un lado, la com plicidad 
del conjunto del pueblo alem án, que los nazis tram aron e im ­
pulsaron conscientem ente; por el otro, el odio ciego, engendra­
do en las cám aras de gas, de la to talidad del pueblo judío. Un 
judío será tan incapaz de sustraerse a este odio fanático como 
un alem án de rehu ir la com plicidad que le im pusieron los n a ­
zis; al menos m ientras am bos no se decidan a alejarse de la ba­
se que form an tales hechos.
La decisión de hacerlo com pletam ente y no preocuparse de 
las leyes que quieren dictarles cómo actuar es una decisión di­
fícil, fruto de com prender que en el pasado sucedió algo que 
no es que fuera sim plem ente m alo o injusto o brutal, sino algo 
que no hubiera tenido que pasar bajo n inguna circunstancia. 
La cosa fue diferente m ientras el dom inio nazi se atuvo a c ier­
tos límites y se pudo adoptar, como judío, un com portam iento
12 LA TRADICIÓN OCULTA
acorde con las reglas vigentes en unas condiciones de hostili­
dad entre pueblos habitual y conocida. Entonces aún podía uno 
atenerse a los hechos sin ser por ello inhum ano. Un judío po­
día defenderse como judío porque se le atacaba como tal. Los 
conceptos y las filiaciones nacionales aún tenían un sentido, 
aún eran elem entos prim ordiales de una realidad en la que era 
posible moverse. En un m undo así, intacto a pesar de la hostili­
dad, la com unicación posible entre los pueblos y los individuos 
no se in terrum pe sin m ás y no surge ese odio eterno y m udo 
que nos posee irresistiblem ente cuando nos enfrentam os a las 
consecuencias de la realidad creada por los nazis.
Ahora bien, la fabricación de cadáveres ya no tiene nada que 
ver con la hostilidad y no puede com prenderse m ediante cate­
gorías políticas. En Auschwitz, la solidez de los hechos se ha 
convertido en un abism o que a rrastrará a su in terior a quienes 
in tenten poner el pie en él. En este punto la realidad de los po­
líticos realistas, por los que la m ayoría de los pueblos se deja 
fascinar siem pre y naturalm ente, es una m onstruosidad que 
sólo podría em pujarnos a seguir aniquilando (como se fabrica­
ban cadáveres en Auschwitz).
Cuando la solidez de los hechos se ha convertido en un abis­
mo, el espacio al que uno accede al alejarse de él es, por así de­
cir, un espacio vacío en el que no hay naciones y pueblos, sino 
sólo hom bres y m ujeres aislados para los que no es relevante lo 
que piensa la m ayoría de los seres hum anos o siquiera la m a­
yoría de su propia gente. Puesto que es necesario que estos in ­
dividuos —que hay hoy en todos los pueblos y naciones de la 
Tierra— se entiendan entre ellos, es im portan te que aprendan 
a no aferrarse obstinadam ente a sus respectivos pasados n a ­
cionales (pasados que no explican absolutam ente nada, pues ni 
la h istoria alem ana ni la judía explican Auschwitz); que no ol­
viden que sólo son supervivientes casuales de un diluvio que de 
una form a u otra puede volver a caer sobre nosotros cualquier 
día (y que por eso podrían com pararse a Noé y su arca); que, 
finalm ente, no cedan a la tentación de la desesperación o del 
desprecio a la hum anidad sino que agradezcan que aún haya 
relativam ente m uchos Noé que navegan por los mares del m un­
DEDICATORIA A KARL JASPERS 13
do in ten tando m antener sus respectivas arcas lo m ás cercanas 
posible entre sí.
«Vivimos —como usted dijo en G inebra— como si estuviéra­
mos llam ando a puertas aún cerradas. Quizás hasta hoy sólo 
suceda en to tal intim idad algo que aún no funda m undo algu­
no y sólo se da al individuo p articu la r pero que quizá fundará 
un m undo cuando deje de estar disperso.»
Son esta esperanza y esta voluntad las que me parecen ju s ti­
ficar to ta lm ente la publicación en A lem ania de este libro. En 
cualquier caso, en usted (en su existencia y en su filosofía) se 
perfila el m odelo de un com portam iento que perm ite que los 
seres hum anos hablen entre sí aunque el Diluvio se abata so­
bre ellos.
H a n n a h A r e n d t 
Nueva York, mayo de 1947
SOBRE EL IMPERIALISMO
I
Si se con tem plan las causas y los m otivos inm ediatos que a 
finales del siglo p recedente condujeron al «scram ble for Afri­
ca»* y con ello a la época im perialista en que aún vivimos, fá­
cilm ente se llega a la conclusión de que, p a ra burla de los 
pueblos y escarn io del ser hum ano, se p a rían toperas y nació 
un elefante.** En efecto, com parada con el resu ltado final de 
la devastación de todos los países europeos, del d e rru m b a­
m iento de todas las tradiciones occidentales, de la am enazada 
existencia de todos los pueblos europeos y de la desolación 
m oral de una gran parte de la hum anidad occidental, la exis­
tencia de un a pequeña clase de cap ita lis tas cuya riqueza y 
capacidad productiva d inam itaron la estructu ra social y el sis­
tem a económ ico de sus respectivos países y cuyos ojos busca­
ron ávidam ente por todo el globo terrestre inversiones prove­
chosas para sus excedentes de capital, es verdaderam ente una 
bagatela.
Esta fatal discrepancia entre causa y efecto es la base históri­
ca y m aterial de la absurdidad inhum ana de nuestro tiem po y 
estam pa el sello del espectáculo sangriento y de la desfigura­
ción caricaturesca sobre m uchos acontecim ientos im portantes 
de nuestra historia. Cuanto más sangriento sea el final del es­
pectáculo —que empezó en Francia con el caso Dreyfus casi co­
mo una com edia—, más hiriente será para la conciencia de la
* «Pelea por África.» (N . del t.)
** Arendt alude, invirtiendo su significado, al dicho alemán «parirán montañas 
pero sólo nacerán ridículos ratones» (utilizado cuando las grandes palabras o fatigas 
sólo obtienen resultados pobres), cita a su vez de la Ars poética de Horacio (parturient 
montes, nascetur ridiculus m us). (N. del t.)
16 LA TRADICIÓN OCULTA
dignidad del ser hum ano. Es una vergüenza que hiciera falta 
una guerra m undial para acabar con Hitler, sobre todo porque 
tam bién es cómico. Los historiadores de nuestro tiem po siem ­
pre han intentado esconder, bo rrar este elemento de insensatez 
sangrienta (cosa bastante comprensible) y dar a los sucesos una 
cierta grandeza o dignidad que no tenían, pero que los hacía hu­
m anam ente más llevaderos. No hay duda de que es una gran 
tentación no hablar de la fase actual del im perialism o y el deli­
rio racial y sí, en cambio, hacerlo de imperios en general, de Ale­
jandro Magno, del Im perio Rom ano o de lo favorable que ha 
sido el im perialism o británico para m uchos países de la Tierra 
(precisam ente por no poder adm inistrarlos de m anera exclusi­
vamente im perialista y tener que com partir su control con el 
Parlamento y la opinión pública de Inglaterra). Más difícil es en­
tender a aquellos que siguen creyendo en el «factor económico» 
y en su necesaria «progresividad», conceptos a los que se rem i­
tían los im perialistas cada vez que se veían obligados a suprim ir 
uno de los diez m andam ientos. Algunas veces se consolaban con 
Marx, quien a su vez se había consolado con Goethe:
¿Por qué lamentar este desmán 
si aumenta nuestros placeres?
¿No aplastómiles de seres 
en su reinado Tamerlán?*
Sólo que podría excusarse a Marx diciendo que él solam ente 
conocía imperios, pueblos conquistadores y pueblos conquista­
dos, pero no el im perialism o, es decir, razas superiores y razas 
inferiores. Desde Cartago, la hum anidad occidental sólo ha co­
nocido una doctrina que exija y practique sacrificios de sangre 
y sacrificio, intellectus hum illantes: el im perialism o, cosa difícil 
d r im aginar cuando éste —todavía con piel de cordero— predi- 
( .iIm rl nuevo ídolo de los muy ricos —el beneficio— o apelaba 
mu 11 viejo ídolo de los dem asiado pobres —la felicidad.
|i> I i» i ........I. ...... lio • Aii Sulcik.i que forma parte del libro West-óstlicher Di-
i iin I N ilt>l t |
SOBRE EL IMPERIALISMO 17
En los años seten ta y ochenta, cuando se descubrieron los 
filones de d iam antes y oro en Sudáfrica, esta nueva voluntad 
de beneficio a cualquier precio y aquel viejo ir a la caza de la 
felicidad se unieron por p rim era vez. Codo con codo con el ca­
pital, los buscadores de oro, los aventureros y la chusm a salieron 
de las grandes ciudades de los países industria lm ente d esarro ­
llados para ir al continente negro. A p artir de ese m om ento, la 
chusm a, engendrada por la inm ensa acum ulación de capital 
que se produjo duran te el siglo xix, acom pañó a aquellos que 
la hab ían creado a aventureros viajes de descubrim iento (en 
los que lo único que se descubría era la posibilidad de inver­
siones rentables). En algunos países, sobre todo en Inglaterra , 
esta alianza inédita entre los muy ricos y los muy pobres se c ir­
cunscribió a las posesiones u ltram arinas. En otros, sobre todo 
en aquellos que hab ían hecho peor negocio en el reparto del 
p laneta (como Alemania y Francia) o en aquellos a los que no 
les había tocado nada de nada (como Austria), la alianza se es­
tableció enseguida dentro del mism o territorio nacional, con el 
fin de in ic iar así lo que se denom inó una política colonial. El 
París de los antidreyfusianos, el Berlín del m ovim iento de 
Stócker y Ahlwardt, la Viena de Schónerer y Lueger, los pana- 
lem anes en Prusia, los pangerm anistas en Austria, los panesla­
vistas en Rusia, todos trasladaron directam ente las nuevas po ­
sibilidades políticas generadas por esta alianza a la política 
in terio r de sus respectivos países. Lo que entre los partidarios 
de los «pan»-movimientos se consideraba prim acía de la políti­
ca exterior era en realidad el p rim er in ten to (aunque tím ido) 
de im perializar la nación, de reorganizarla y convertirla en un 
instrum ento para la conquista a rrasadora de territo rios ex­
tranjeros y el exterm inio represivo de otros pueblos.
Toda política im perialista consecuente se basa en la alianza 
entre capital y chusm a. Las dos grandes fuerzas que al com ien­
zo parecían obstaculizarla —la tradición del Estado nacional y 
el m ovim iento obrero— al final se revelaron to talm ente ino ­
fensivas. Es verdad que hubo Estados nacionales cuyos esta­
distas m antuvieron duran te m ucho tiem po una desconfianza 
instintiva hacia la política colonial, desconfianza a la que sólo
18 LA TRADICIÓN OCULTA
Robespierre dio expresión política consciente con su «Péris- 
sent les colonies: elles nous en coütent l'honneur, la liberté».* 
Bism arck rechazó la oferta francesa de aceptar como indem ni­
zación por Alsacia-Lorena las posesiones de Francia en África 
y, veinte años m ás tarde, cam bió Helgoland por Uganda, Zan­
zíbar y W itu («Una bañera por dos reinos», como dijeron des­
pectivam ente los im perialistas alem anes); en Francia, Clemen- 
ceau se quejó en los años ochenta del dom inio del «partido de 
los pudientes», que sólo pensaban en la seguridad de su capital 
y exigían una expedición m ilitar contra Inglaterra en Egipto e 
involucrar a la R epública en aventuras u ltram arinas (m ás de 
tre in ta años después cedió sin el m enor pesar los yacim ientos 
petrolíferos de Mosul a Inglaterra). Pero esta sabia lim itación 
de la política nacional parece an ticuada ante los nuevos p ro ­
blem as de alcance m undial que el im perialism o puede —o al 
menos eso pretende— solucionar.
La lucha de los movimientos obreros europeos, por su parte, 
interesados exclusivamente en la política interior, tam bién que­
dó a trapada en la nación, a pesar de todas las «Internaciona­
les». Padecían de desprecio crónico por los partidos im peria­
listas. Algunos avisos ocasionales sobre el lumpenproletariat y 
la posibilidad de que se sobornase a sectores del proletariado 
prom etiéndoles partic ipar de los beneficios del im perialism o, 
no consiguieron hacer ver que esta alianza —antinatu ra l en el 
sentido del m arxism o y el dogm a de la lucha de clases— entre 
chusm a y capital constitu ía una nueva fuerza política. Sin du ­
da hay que agradecer que teóricos socialistas como Hobson en 
Inglaterra, H ilferding en Alemania y Lenin en Rusia nos des­
cubrieran y explicaran pronto que las fuerzas m otrices del im ­
perialismo eran puram ente económicas, pero la estructura polí­
tica del mismo, el intento de dividir a la hum anidad en señores 
y esclavos, in higher and lower breeds,** en negros y blancos, en 
citoyens y una forcé noire que los p ro teja , y de organ izar las 
naciones según el modelo de las tribus salvajes (aunque do tán­
* «Mueran las colonias: nos cuestan el honor, la libertad.» (N . del t.)
** «Casias superiores e inferiores.» (N. del t.)
SOBRE EL IMPERIALISMO 19
dolas al m ism o tiem po de la superioridad técnica de pueblos 
a ltam ente civilizados), m ás que explicarla, las agudas investi­
gaciones de sus causas económ icas la ocultaron.
Sin em bargo, de lo que se tra ta aún hoy es de la estructu ra 
política de los im perialism os, así com o de d estru ir las doctri­
nas im perialistas capaces de m ovilizar a la gente p a ra defen­
derlos o construirlos. Hace m ucho que la política im perialista 
ha abandonado las vías de la legalidad económ ica. Hace m u­
cho que el factor económ ico se ha sacrificado al im perial. Sólo 
algunos viejos señores de los altos círculos financieros de todo 
el m undo creen todavía en los derechos inalienables de las cuo­
tas de beneficios, y si la chusm a —que sólo cree en la raza— 
aún los tolera es porque ha visto que en caso de necesidad pue­
de con tar con la ayuda m aterial y financiera de estos creyentes 
del beneficio, incluso en el caso de que sea evidente que ya no 
queda nada de lo que beneficiarse exceptuando, quizá, salvar los 
restos de antiguas fortunas. Está claro, pues, que en la alianza 
entre chusm a y capital la iniciativa ha pasado a la chusm a: su 
creencia en la raza ha vencido a la tem eraria esperanza de be­
neficios ultraterrenales, su cínica resistencia a cualquier valor 
racional y m oral ha sacudido, y en parte ha destruido, la h ipo­
cresía, el fundam ento del sistem a capitalista.
Ahora bien, como la hipocresía aún hace agasajo de la v ir­
tud, es en el m om ento en que no funciona cuando aparece el 
peligro real. En el lenguaje de la política esto significa que será 
difícil m antener el acreditado sistem a inglés, que separa abso­
lu ta y radicalm ente la política colonial de la política exterior e 
in te rio r norm al; que el único sistem a que había atenuado el 
efecto bum erán del im perialism o sobre la nación y, por lo tan ­
to, m antenido sana la esencia del pueblo y en cierta m anera in­
tactos los cim ientos del E stado nacional está anticuado. En 
efecto, m uy pronto será evidente que la organización racial, 
verdadero núcleo del fascism o, es la consecuencia ineluctable 
de la política im perialista. La chusm a, reacia a som eterse a 
n inguna organización propia del Estado nacional, se organiza 
de hecho y se pone en m ovim iento de una form a nueva: como 
raza, com o hom bre blanco (o negro o am arillo o de tez oscu­
20 LA TRADICIÓN OCULTA
ra). Después de que tantos alemanes se trasform aran en «arios», 
lo que antes era un inglés puede acabar siendo definitivamente 
un «hombre blanco». Que el in tento alem án saliera mal no sig­
nifica de n ingún m odo que estem os seguros de que no habrá 
otros pueblos y naciones que se conviertan en razas o sucum ­
ban a ellas. Inglaterra conoce perfectam ente el peligro con que 
los «hom bres blancos» que regresan de servir al im perio am e­
nazan su condición fundam entalm ente dem ocrática, y hasta 
sus teóricos e historiadores im perialistas han lanzado num ero­
sas advertencias al respecto. El hecho de que hoy se sacudan 
los pilares de los im perios m ás antiguos, de que las doctrinas 
racistas tam bién em piecen a envenenar a los pueblos de color, 
indignados con el «hom bre blanco», insinúa form as de dom i­
nio que, al igualar resueltam ente la política in terio r y la exte­
rior, con tro larán toda oposición y serán capaces de alcanzar 
sin contratiem pos unos niveles de productiv idad adm in istra ­
dora desconocidos hasta la fecha.
II
Que el sistem a social y productivo del capitalism o genera­
ba chusm a es un fenóm eno que ya se observó tem p ran am en ­
te y todos los h is to riadores serios del siglo xix tom aron cu i­
dadosa y preocupada nota de él. El pesim ism o histórico desde 
B urckhardt hasta Spengler se basa esencialm ente en tales ob­
servaciones. Pero lo que los h istoriadores, entristecidos y ab­
sorbidos por el puro fenómeno, no vieron fue esto: que la chusma 
no podía identificarse con el creciente pro letariado industrial 
ni, de ningún modo, con el pueblo, pues la form aban sobras de 
todas las clases sociales. De ahí precisam ente que pud iera pa­
recer que en ella se habían suprim ido las diferencias de clase y 
que —m ás allá de la nación, dividida en clases era el pueblo 
(la «com unidad del pueblo» en el lenguaje de los nazis), cuan­
do en verdad era su negativo y su caricatura. Los pesim istas h is­
tóricos com prendieron la irresponsabilidad de esta nueva capa 
soc ia l y previeron acertadam ente, aleccionados por los ejem-
SOBRE EL IMPERIALISMO 21
píos que les servía la h istoria , la posibilidad de que la dem o­
cracia se convirtiera repentinam ente en un despotism o cuyos 
m andatarios procederían de la chusm a y se apoyarían en ella. 
Pero no com prendieron que la chusm a no sólo era las sobras, si­
no tam bién producto de la sociedad, que fue ésta quien la creó 
d irectam ente y por eso nunca podría deshacerse to talm ente de 
ella. O m itieron tom ar nota de la creciente adm iración de la 
buena sociedad por el subm undo (verdadero hilo conductor 
que recorre todo el siglo xix), de su pau latina dejadez en todas 
las cuestiones m orales, de su creciente predilección por el an ár­
quico cinism o de su cria tura (hasta que en la Francia de finales 
del siglo xix, con el caso Dreyfus, el subm undo y la buena so­
ciedad se unieron por un m om ento tan estrecham ente que fue 
difícil definir con precisión a los «héroes» del caso: eran buena 
sociedad y subm undo a la vez).
Este sentim iento de pertenencia que une al creador con su 
cria tura —sentim iento que ya había encontrado una expresión 
clásica en las novelas de Balzac— es an terio r a todas las consi­
deraciones de conveniencia económica, política y social que al 
final han movido a la buena sociedad alem ana de nuestro tiem ­
po a quitarse la m áscara de la hipocresía, a reconocer clara­
m ente la existencia de la chusm a y a declararla explícitam ente 
adalid de sus intereses económicos. No es desde luego ninguna 
casualidad que esto sucediera precisam ente en Alemania. 
M ientras en Inglaterra y H olanda el desarrollo de la sociedad 
burguesa transcu rrió con relativa tranqu ilidad y la burguesía 
de estos países vivió segura y sin tem or du ran te siglos, la h is­
to ria de su nacim iento en Francia fue acom pañada de una 
gran revolución popular que nunca la ha dejado d isfru tar tra n ­
quilam ente de su suprem acía. En Alemania, donde la burgue­
sía no se desarrolló plenam ente hasta m ediados y finales del 
siglo xix, su dom inio fue acom pañado desde el com ienzo por 
el crecim iento de un m ovim iento obrero revolucionario de tra ­
dición tan larga como la m ism a burguesía. La sim patía de la 
buena sociedad por la chusm a se m anifestó antes en Francia 
que en Alemania, pero al final fue igualm ente fuerte en am bos 
países, sólo que Francia, debido a la tradición de la Revolución
22 LA TRADICIÓN OCULTA
francesa y a la deficiente industrialización del país, generó muy 
poca chusm a. Cuanto m ás insegura se siente una sociedad m e­
nos puede resistirse a la tentación de desem barazarse del pesa­
do fardo de la hipocresía.
Sea cual sea la explicación que se dé a cada uno de estos 
procesos puram ente condicionados por la h isto ria (y que son 
en el fondo m ucho más evidentes de lo que parece hoy, cuando 
los h istoriadores se han convertido, en pleno fragor bélico, en 
acusadores o defensores de las naciones), políticam ente ha­
blando la visión del m undo que tiene la chusm a, tal como se 
refleja en tan tas ideologías im perialistas contem poráneas, es 
asombrosamente afín a la visión del mundo que tiene la sociedad 
burguesa. Depurada de toda hipocresía, libre aún de la obliga­
ción de hacer concesiones tem porales a la trad ición cristiana 
(algo que tendrá que hacer posteriorm ente), dicha visión ya 
fue esbozada y form ulada hace casi trescientos años por Hob- 
bes, el represen tan te más grande que haya tenido nunca la 
burguesía. La filosofía hobbesiana desarrolla con una franque­
za sin par, con una consecuencia absolutam ente apabullante, 
los principios que duran te m ucho tiem po la nueva clase no tu ­
vo la valentía de hacer valer cuando se veía obligada de form a 
suficientem ente explícita a las acciones correspondientes. Lo 
que en épocas m ás recientes ha hecho tan sugestiva —tam bién 
en el plano intelectual— a esta nueva clase la visión del m undo 
de la chusm a es una afinidad básica con ésta m ucho más an ti­
gua incluso que el nacim iento de la misma.
Si consideram os la visión del m undo de la chusm a (o sea, la 
de la burguesía depurada de hipocresías) en los únicos concep­
tos puram ente filosóficos que ha encontrado hasta ahora, sus 
axiomas esenciales son los siguientes:
1. El valor del ser hum ano es su precio, determ inado por 
el com prador, no por el vendedor. El valor es lo que an ­
teriorm ente se había llam ado virtud; lo fija la «aprecia­
ción de los otros», esto es, la m ayoría de los que, consti- 
I u¡dos como sociedad, deciden los precios en la opinión 
publica según la ley de la oferta y la dem anda.
SOBRE EL IMPERIALISMO 23
2. El poder es el dom inio acum ulado sobre la opinión p ú ­
blica, que perm ite que los precios se fijen y la oferta y la 
dem anda se regulen de tal m anera que redunden en be­
neficio del individuo que detenta el poder. La relación en­
tre individuo y sociedad se entiende de m odo que el ind i­
viduo, en la m inoría absoluta de su aislam iento, puede 
darse cuenta de qtié le conviene pero sólo puede perse­
guirlo y hacerlo realidad con la ayuda de la m ayoría. Por 
eso la voluntad de poder es la pasión fundam ental del ser 
hum ano. Es ella la que regula la relación entre individuo 
y sociedad, es a ella a la que se reducen las dem ás am bi­
ciones (de riqueza, saber, honor).
3. Todos los seres hum anos son iguales en su aspiración y 
en su capacidad inicial de poder, pues su igualdad se ba­
sa en que cada uno de ellos tiene por naturaleza suficien­
te poder como para m atar al otro. La debilidad puede 
com pensarse con la astucia. La igualdad de los asesinos 
potenciales los sitúa a todos en la m ism a inseguridad. De 
ahí surge la necesidad de fundar Estados. La base del Es­
tado es la necesidad de seguridad del ser hum ano, que se 
siente am enazado principalm ente por su igual.
4. El Estado surge de la delegación de poder (¡no de dere­
chos!). Detenta el m onopolio de la capacidad de m atar y 
como com pensación ofrece una garantía condicionada 
contra el riesgo de ser víctim a mortal. La seguridad es 
producto de la ley, que em ana directam ente del m onopo­
lio de poder del E stado (y no de seres hum anos gu ia­
dos por los criterios hum anos de lo justo y lo injusto). Y 
puesto que la ley es em anación del poder absoluto, re­
presenta, para quien vive bajo ella, una necesidad abso­
luta. Frente a la ley del Estado, esto es, frente al poder 
de la sociedad acum ulado y m onopolizado por el E sta­
do, la cuestión de lo justo e injusto no existe; sólo queda 
la obediencia, el ciego conform ism o del m undo burgués.
5. El individuo desprovisto de derechos políticos, ante el 
que la vida estatal-pública adopta el aspecto de la nece­
sidad, cobra un interés nuevo y más intenso por su vida
24 LA TRADICIÓN OCULTA
y su destino privados. Con la pérd ida de su función en 
la adm inistración de los asuntos públicos com unes a to ­
dos los ciudadanos, el individuo pierde el puesto que le 
correspondía en la sociedad y el fundam ento objetivo de 
su relación con sus congéneres. Para juzgar su existen­
cia individual privada le queda com parar su destino con 
el de otros individuos, y el referente de relación con el 
prójim o dentro de la sociedad es la com petencia. Una 
vez que el Estado adopta el aspecto de la necesidad pa­
ra regular el curso de los asuntos públicos, la vida social 
de los que com piten —cuya vida privada depende en gran 
m edida de esos poderes extrahum anos llam ados suerte y 
desgracia— adopta el aspecto de la casualidad. En una 
sociedad de individuos donde todos están dotados por 
natu raleza de la m ism a capacidad de poder y donde el 
Estado asegura a todos la m ism a seguridad frente a to ­
dos, sólo la casualidad puede escoger a los triunfadores 
y encum brar a los afo rtunados/
6. De la com petencia (que es en lo que consiste la vida de 
la sociedad) quedan segregados de form a autom ática 
los to talm ente desgraciados y los totalm ente fracasados. 
Suerte y honor, por un lado, y desgracia y vergüenza, 
por otro, devienen idénticos. Al ceder sus derechos polí­
ticos el individuo tam bién delega al Estado sus deberes 
sociales, le exige que lo libre de la preocupación por los 
pobres exactam ente en el m ism o sentido que exige que 
lo p ro teja de los crim inales. La diferencia entre pobres
1. Con la elevación de la casualidad a criterio máximo del sentido o sinsentido de 
la propia vida, surge el concepto burgués de destino, que adquiere pleno desarrollo en 
el siglo xix. A él se debe el surgimiento de un nuevo género, la novela (apta para ex­
presar la diversidad de destinos), y la decadencia del drama (que ya no tiene nada que 
contar en un mundo sin acción donde sólo actúan los que están sometidos a la necesi­
dad o los que se benefician de la casualidad). La novela, en cambio, en la que hasta las 
mismas pasiones (exentas de virtud y de vicio) se presentan desde Balzac como un des­
lino venido del exterior, podía transmitir ese amor sentimental por el propio destino 
que, sobre todo desde Nietzsche, ha desempeñado un papel tan importante en la inte­
lectualidad y que era un intento de escapar a la inhumanidad del veredicto de la ea- 
'.n.ilutad para recuperar la capacidad de sufrimiento y comprensión del ser humano (el 
i nal, va que no podía ser otra cosa, debía al menos ser una víctima consciente).
SOBRE EL IMPERIALISMO 25
y crim inales se borra: am bos están al m argen de la so­
ciedad. El fracasado es despojado de la virtud de los an ­
tiguos y el desgraciado ya no puede apelar a la concien­
cia de los cristianos.
7. Los individuos segregados de la sociedad —fracasados, 
infelices, canallas— quedan asim ism o libres de todos 
sus deberes para con ella y con el Estado, pues el E sta ­
do ya no se ocupa de ellos. Se ven arro jados de nuevo al 
estado de natu ra leza y nada les im pide obedecer el im ­
pulso básico de poder, aprovecharse de su capacidad 
fundam ental de m atar, y de esta m anera, despreocupán­
dose de los m andam ientos m orales, restab lecer aquella 
igualdad prim ordial de los seres hum anos que la socie­
dad ha ocultado sólo por conveniencia. Y puesto que el 
estado de naturaleza del ser hum ano se ha definido co­
m o guerra de todos con tra todos, se insinúa —por así 
decir a priori— la posible socialización de los desclasa- 
dos en una banda de asesinos.
8. La libertad , el derecho, el sum m um bonum, que se h a ­
b ían revelado fundam entales en las diversas etapas de 
form ación del Estado occidental —la polis griega, la re­
pública rom ana, la m onarquía cristiana—, se tildan ex­
plícitam ente de absurdos y se desdeñan. Los teóricos 
m ás im portantes de la nueva sociedad proponen de for­
m a explícita que ésta rom pa con la tradición occidental. 
El nuevo Estado debe descansar sim plem ente sobre los 
cim ientos del poder acum ulado de todos los súbditos, 
que, absolu tam ente im potentes y relativam ente segu­
ros, se doblegan ante el m onopolio de poder del Estado.
9. Dado que el poder es en esencia sólo un m edio y no un 
fin, la quietud de la estabilidad no puede sino provocar 
la desin tegración de toda com unidad basada en el po­
der. Es precisam ente la seguridad por com pleto o rdena­
da lo que delata que está construida sobre la arena. Si el 
Estado quiere m antener su poder, tiene que pugnar por 
adquirir m ás poder, pues sólo aum entándolo, acum ulán­
dolo, puede m antenerse estable. Un edificio titubean te
26 LA TRADICIÓN OCULTA
siem pre tiene necesidad de recibir apoyos del exterior, a 
no ser que quiera derrum barse de la noche a la m añana 
en la nada carente de fines y de principios de la que p ro­
cede. Políticam ente, esta necesidad se refleja en la teo­
ría del estado de naturaleza, en el que los Estados esta­
rían enfrentados en una guerra de todos contra todos y 
el increm ento perm anente de poder sólo sería posible a 
costa de otros Estados.
10. La m ism a necesidad de inestabilidad de toda com uni­
dad fundada sobre el poder se expresa filosóficam ente 
en el concepto de progresión infinita. De form a análoga 
al poder que crece necesaria y perm anentem ente, esta 
progresión tiene que com portarse como un proceso en 
el que los individuos, los pueblos y en últim o térm ino la 
hum anidad (hasta la creación del Estado m undial, hoy 
tan en boga) estén irrevocablem ente atrapados, sea pa­
ra su salvación o para su desastre.
III
De la absolutización del poder surge consecuentem ente esa 
acum ulación progresiva e incalculable del mism o que caracte­
riza la ideología del progreso del extinto siglo xix, esa ideolo­
gía del m ás y más grande, del m ás y m ás lejos, del m ás y más 
poderoso que tam bién acom paña el nacim iento del im perialis­
mo. El concepto de progreso del siglo x v i i i , tal como se conci­
bió en la Francia prerrevolucionaria, quería criticar el pasado 
para adueñarse del presente y poder decidir el futuro; el p ro ­
greso se consideraba unido a la m ayoría de edad del ser hum a­
no. Este concepto está relacionado con el de la progresión infi­
nita de la sociedad burguesa, ya que se confunde con él, se 
disuelve en él. En efecto, si es esencial a la progresión infinita 
la necesidad de progresar, lo son al concepto de progreso del 
siglo xvi i i la libertad y la autonom ía del ser hum ano, al que di­
i lio concepto quiere liberar de toda necesidad (aparente) para 
que se rija por leyes creadas por él m ismo.
SOBRE EL IMPERIALISMO 27
E sta p rogresión absurda, infin ita, forzosam ente expansiva, 
que la filosofía de Hobbes previo con tan fría consecuencia y que 
caracteriza la filosofía del siglo xix, genera de form a espontá­
nea la m egalom anía del hom bre de negocios im perialista, que 
se enfada con las estrellas porque no puede anexionárselas. Po­
líticam ente, la consecuencia de la acum ulación necesaria de 
poder es que «la expansión lo es todo»; económ icam ente, que 
no se puede poner lím ite a la acum ulación p u ra de capital; so­
cialm ente: la carrera infin ita del parvenú.
De hecho, todo el siglo xix se caracterizópor un optim ism o 
basado en esta ideología del progreso infinito, optim ism o que 
se m antuvo incluso en las p rim eras fases del im perialism o y 
duró hasta el estallido de la P rim era G uerra M undial. Ahora 
bien, para nosotros es m ás esencial la gran m elancolía que se 
m anifestó de form a re iterada duran te el siglo xix, esa tristeza 
que lo oscureció y a la que, desde la m uerte de Goethe, casi todos 
los poetas europeos dedicaron cantos verdaderam ente inm orta­
les. Por boca de ellos, de Baudelaire, de Swinburne, de Nietzsche 
—y no por boca de los ideólogos entusiastas del progreso, de los 
hom bres de negocios ávidos de expansión o de los arrib istas 
recalcitran tes—, habla el tem ple fundam ental de la época, esa 
desesperación básica que vislum bró, m ucho antes de Kipling, 
que «el gran juego sólo acabará cuando todos estem os m u er­
tos». M edia generación antes de Kipling, toda una generación 
antes de las teorías de Spengler sobre el llegar y pasar necesa­
rios por natu ra leza de las cu lturas, Sw inburne cantó la deca­
dencia del género hum ano. R efractario a las teorías, el poeta 
que aboga por los «niños del m undo» tiene que com prom eter­
se con el transcurso real del mismo. Si el m undo se entrega a 
la obligatoriedad de sus propias leyes m ateriales, no recibe la 
influencia de la fuerza legisladora del ser hum ano y sólo resta 
esa m elancolía general que desde los salm os de Salomón cons­
tituye la sabiduría de este m undo. Si el ser hum ano acepta esta 
m archa forzosa como ley suprem a y se pone a su disposición, 
no está sino preparando la decadencia del género hum ano. Una 
vez que se produzca ésta, la m archa forzosa del m undo se con­
vertirá —sin m ás im pedim entos y sin que lo am enace la líber-
28 LA TRADICIÓN OCULTA
tad hum ana— en un «eterno retorno», en la ley de una n a tu ra ­
leza que el ser hum ano no m anipulará, pero en la que tam poco 
encon trará un hogar, pues no puede vivir en la na tu ra leza sin 
transform arla . La canción de la «decadencia germ ana» sólo es 
la vulgarización del anhelo de m uerte en que caen todos aque­
llos que habían confiado en la progresión forzosa del m undo.
El m undo que Hobbes analizó anticipadam ente fue el del si­
glo xix (y no el del suyo propio o el del siglo xvm). La filosofía 
de Hobbes, a ctiya cruda brutalidad no ha osado recu rrir la éli­
te de la burguesía hasta nuestro tiem po, no hace sino plasm ar 
lo que ya se insinuaba claram ente desde el principio. No llegó 
a ser válida porque la p reparación y advenim iento de la Revo­
lución francesa —que form uló e idealizó al ser hum ano como 
legislador, com o citoyen— casi había m inado el terreno a la 
progresión «forzosa». Sólo después de las ú ltim as revoluciones 
europeas insp iradas por la francesa, después de la m asacre de 
los communards (1871), la burguesía se sintió lo bastan te se­
gura com o para pensar en adop tar las propuestas de la filoso­
fía hobbesiana y fundar el Estado proyectado por Hobbes.
En la era im perialista, la filosofía del poder de Hobbes se 
convierte en la filosofía de la élite, que ya ha visto y adm itido 
que la form a m ás radical de dom inio y posesión es la aniquila­
ción. Este es el fundam ento vivo del nihilism o de nuestro tiem ­
po, en el que la superstición del progreso es sustitu ida por la 
superstición —igualm ente simplista— de la decadencia, y los fa­
náticos del progreso autom ático se transform an, por así decir de 
la noche a la m añana, en fanáticos de la aniquilación au tom á­
tica. Hoy sabem os que si los m aterialistas estaban tan alegres 
sólo era por estupidez. Que el m aterialism o científico —que 
«prueba» el origen del ser hum ano de la nada, o sea, de la m a­
teria (que para el esp íritu es la nada)— sólo puede llevar al 
nihilism o, a una ideología que presagia la aniquilación del ser 
hum ano, es algo que hubiera tenido que saber cualquiera que 
se hubiera atenido a la filosofía europea (que desde los griegos 
identificaba el origen con la esencia), algo que hub iera tenido 
que p resen tir cualquiera que hubiera leído aten tam en te a los 
p o d a s de la época, en vez de ocuparse de los aburridos d iscur­
SOBRE EL IMPERIALISMO 29
sos de los positivistas, de los científicos y de los políticos con­
tem poráneos.
Es verdad que la filosofía de Hobbes aún no sabía n ada de 
las doctrinas raciales modernas, que además de entusiasm ar a la 
chusm a diseñan form as muy concretas de organización con las 
que la hum anidad podría aniquilarse a sí m ism a. Sin embargo, 
su teoría del Estado no sólo abandona la po lítica exterior a la 
arb itra riedad y el vacío de derecho —ya que al exigir que los 
pueblos persistan necesariam ente en el estado de naturaleza de 
la guerra de todos contra todos excluye de principio la idea de la 
hum anidad (único princip io regulativo de un posible derecho 
in ternacional)—, sino que ofrece los m ejores fundam entos teó­
ricos posibles a todos aquellos teorem as naturalistas en los que 
los pueblos aparecen com o tribus, separados po r na tu ra leza 
los unos de los otros, sin que los una nada, ni siquiera un o ri­
gen com ún, que nada saben de la so lidaridad del género h u ­
m ano y que sólo tienen en com ún ese im pulso de autoconser- 
vación que com parten con el m undo anim al. Si la idea de la 
hum anidad, cuyo símbolo clave es el origen único del género h u ­
m ano, ya no es válida, los pueblos —que en realidad agradecen 
su existencia a la capacidad de organización política del ser 
hum ano en convivencia— se convierten en razas, en unidades 
natural-orgánicas (con lo que, de hecho, no se ve por qué no 
podrían provenir los pueblos de tez oscura o am arillos o ne­
gros de un prim er simio distin to al de los blancos y estar todos 
ellos destinados por naturaleza a luchar eternam ente entre sí). 
En todo caso, no hay nada que im pida al im perialism o —que 
en su form a m ás benigna sustituye el derecho por la a rb itrarie­
dad de los burócratas, el gobierno por la adm in istración y la 
ley por el decreto— llevar sus principios en m ateria de política 
exterior a su m áxim a consecuencia y decidirse al exterm inio 
sistem ático de pueblos enteros, a «adm inistrar el asesinato en 
masa» de los mismos.
30 LA TRADICIÓN OCULTA
IV
Los nuevos tiem pos nos han enseñado a con tar con tres va­
riedades de nihilistas: prim ero, los que creen, científicam ente 
o no, en la nada. Éstos son locos inofensivos, pues no saben de 
qué hablan. Entre ellos se encuen tran la m ayoría de nuestros 
eruditos, que son los m ás inofensivos de todos porque ni si­
quiera saben que creen en la nada. A continuación están los 
que dicen haber experim entado la nada alguna vez. Éstos tam ­
bién son inofensivos, pero no están locos, ya que al menos saben 
de qué hablan. Poetas y charlatanes de la sociedad burguesa (ra­
ram ente algún filósofo), nadie les tom a en serio, ni siquiera 
cuando hablan de una m anera tan franca y unívoca como Law- 
rence de Arabia (hasta hoy el m ás grande de todos ellos). Des­
pués, viene la tercera variedad: la gente que se ha propuesto 
producir la nada. No hay duda de que éstos, al igual que los 
creyentes de la nada, tam bién están locos —pues nadie puede 
producir la nada—, pero se encuen tran muy lejos de ser ino­
fensivos. En su esfuerzo vano por p roducir la nada, m ás bien 
acum ulan aniquilación sobre aniquilación. Lo hacen jaleados 
por los gritos adm irativos y el aplauso de colegas menos do ta­
dos o menos escrupulosos que ya ven hechos realidad sus sue­
ños secretos o sus experiencias m ás privadas.
La aniquilación es, pues, la form a más radical tanto del do­
m inio como de la posesión, cosa que, después de Hobbes, n in ­
gún adorador del poder que fundara filosóficam ente la igual­
dad de los seres hum anos en la capacidad de m atar ha osado 
volver a expresar con la m ism a apabullan te despreocupación. 
Un sistem a social basado fundam entalm ente en la posesión nopodía evolucionar sino hacia la aniquilación final de toda po­
sesión; pues sólo tengo definitivam ente, y poseo realm ente pa ­
ra siem pre, lo que aniquilo. Y sólo lo que poseo de esta m anera 
aniquiladora puedo en realidad dom inar definitivam ente. Para 
su fortuna y la de todos nosotros, la burguesía no reconoció es­
te últim o secreto del poder ni lo asum ió realm ente, al menos tal 
como lo presentó Hobbes. Éste es el sentido de su hipocresía, 
esa hipocresía tan extraordinariam ente racional y benéfica a la
SOBRE EL IMPERIALISMO 31
que su c ria tu ra , la chusm a, puso fin. A esta hipocresía, a esta 
benéfica falta de consecuencia —así como a la fortaleza de la 
trad ición occidental, que se im puso con la Revolución france­
sa duran te un siglo entero—, hay que agradecerle que los acon­
tecim ientos no siguieran el curso de que hoy som os testigos 
hasta tres siglos después de las in tuiciones fundam entales de 
H obbes sobre la estructu ra fundam ental del entonces nuevo 
orden social.
La d isparidad de causa y efecto que distingue el nacim iento 
del im perialism o no es, pues, n inguna casualidad. Su m otivo 
fue el capital excedente nacido de la oversaving* que necesita­
ba a la chusm a para invertirse con seguridad y ren tab ilidad y 
que puso en m ovim iento una palanca que, cobijada y d isim u­
lada por las m ejores tradiciones, siem pre ha sido inherente a la 
estru c tu ra fundam ental de la sociedad burguesa. La política 
del poder, depurada de todos los principios, sólo podía im po­
nerse, adem ás, si contaba con una m asa de gente carente de 
principios y cuyo núm ero hubiera crecido tan to que rebasara la 
actividad y capacidad asistencial del Estado. Que esta chusm a 
no haya podido ser organizada hasta ahora sino por políticos 
im peria listas y que haya sentido entusiasm o sólo po r doc tri­
nas raciales suscita la fatal im presión de que el im perialism o 
puede so lucionar los graves problem as de política interior, so­
ciales y económ icos de nuestro tiempo.
En la alianza entre chusm a y capital, cuanto m ás recaía la 
iniciativa en la chusm a, más cristalizaba la ideología im peria­
lista en torno al antisem itism o. Cierto que la cuestión judía ya 
hab ía ten ido alguna im portancia en la evolución de los pue­
blos como Estados nacionales, pero para la gran política seguía 
siendo de un interés absolutam ente secundario. La chusm a, ex­
cluida por definición tan to del sistem a de clases sociales de la 
sociedad como de la constitución nacional de los Estados, cen­
tró desde un principio su atención llena de odio sobre aquellos 
que estaban tam bién fuera de la sociedad y sólo de m anera muy 
incom pleta dentro del Estado nacional: los judíos.
* «Ahorros sobrantes.» (N. del t.)
32 LA TRADICIÓN OCULTA
La chusm a m iraba con envidia a los judíos, los veía como 
com petidores m ás afortunados y exitosos. Con una consecuen­
cia doctrinaria sin par, indiferentes a la cuestión de si los ju ­
díos eran lo bastante im portan tes como para hacer de ellos el 
centro de una ideología política, los líderes de la chusm a descu­
brieron muy pronto que se tra taba de un grupo de gente que, a 
pesar de haberse integrado aparentem ente en el Estado nacio­
nal, se organizaba en realidad in ternacionalm ente y se m ante­
nía unida sobre todo por lazos de sangre, como era obvio. De 
ahí que esa falsedad chapucera, los «Protocolos de los sabios 
de Sión» (que enseñaría a acabar con organism os estatales y 
sistem as sociales), tuviera m ás influencia en la táctica política 
del fascism o que todos los predicadores del poder e incluso las 
ideologías raciales claram ente im perialistas.
El baluarte hasta ahora más fuerte contra el dom inio ilim i­
tado de la sociedad burguesa, contra la tom a del poder por 
parte de la chusm a y la introducción de la política im perialista 
en la estructu ra de los Estados occidentales ha sido el Estado 
nacional. Su soberanía, que antaño debía expresar la soberanía 
del pueblo m ism o, está hoy am enazada desde todos los flan­
cos. A la hostilidad genuina que la chusm a siente con tra él se 
une la desconfianza no m enos genuina que inspira en el pue­
blo mismo, que ya no siente que el Estado le represente ni ase­
gure su existencia. Este sentim iento básico de inseguridad fue 
el aliado más fuerte que H itler encontró al em pezar la guerra 
en E uropa y no desaparecerá sin m ás con la victoria sobre la 
Alemania hitleriana.
Tan explicable es que la decadencia del Estado nacional, en 
asociación con el imperialismo, haya engendrado como quien di­
ce au tom áticam ente ese Leviatán cuya estru c tu ra fundam en­
tal trazó tan m agistralm ente Hobbes, como grande sigue sien­
do el peligro de que la chusm a transform e la decadencia de 
esta form a de organización política de los pueblos occidentales 
en una decadencia de Occidente, y com o grandes parecen ser 
de nuevo hoy las oportunidades de que los m ism os pueblos 
que duran te tan to tiem po m iraron con m ayor o m enor apatía 
la descom posición de su cuerpo político acaben con dicho pe­
SOBRE EL IMPERIALISMO 33
ligro. No sólo porque la inestabilidad de esta figura fundada 
únicam ente en el poder se ha evidenciado con m ucha m ás ra ­
pidez de lo que nadie hub iera podido prever, sino sobre todo 
porqtie tam bién se ha constatado que no es posible transfo r­
m ar a todos los pueblos en chusm a. Para ello sería necesario 
que el im perialism o, cuyo núcleo es la doctrina racial y el p ro­
ceso de expansión infinita, calara en los pueblos en la m ism a 
m edida y los m ovilizara en el mism o grado, com o antaño el 
patrio tism o y, más tarde, la form a pervertida del mismo: el na­
cionalism o. De m om ento esto sólo le ha sucedido a una peque­
ña ram a de un pueblo europeo, los afrikaner, que, llevados por 
un destino nefasto a vivir en medio de tribus africanas, tienen 
especialm ente a m ano la salida de evadirse de todas las dificul­
tades con u n a organización racial blanca. Aparte de este caso, 
se consta ta en todas partes que los im perialism os, los ya exis­
tentes y los que están gestándose, son construcciones artificiales 
y vacías, carentes del m otor in terio r que tan to tiem po ha m an­
tenido vivo al Estado nacional: la m ovilización del pueblo. El 
Estado nacional, sin em bargo, ya no puede restaurarse , al me­
nos en E uropa, ni el patrio tism o en su an tigua form a volver a 
ser el corazón de una organización política. De m odo que se ha 
creado un vacío que no puede elim inarse ni colm arse con la 
m era v ictoria sobre la m ayor am enaza del m undo occidental: 
el fascism o hitleriano. Los intentos de restauración sólo harán 
este vacío m ás llamativo e inducirán a experimentos form alm en­
te sim ilares que apenas se diferenciarán del nacionalsocialis­
mo, ya que todos acabarán in ten tando por igual organizar a la 
chusm a y a terro rizar al pueblo.
Si a pesar de las perspectivas, de las justificadas esperanzas 
en la v italidad de los pueblos europeos y de las pruebas de la 
im posibilidad de transform arlos a todos en chusm a se confir­
m ara algún día que estam os realm ente al com ienzo de esa p ro­
gresión in fin ita de la que habla Hobbes y que necesariam ente 
sólo puede llevarnos a la decadencia, está claro que esta deca­
dencia real de Occidente tendría lugar m ediante la transform a­
ción de los pueblos en razas: hasta que del pueblo alem án sólo 
quedasen «eslavos», del inglés sólo «hom bres blancos» y del
34 LA TRADICIÓN OCULTA
francés sólo «mestizos bastardos». Ésta, y no otra, sería la de­
cadencia de Occidente.
En efecto, políticam ente hablando, la raza es —digan lo que 
digan los eruditos de las facultades científicas e históricas— no 
el comienzo, sino el final de la hum anidad; no el origen del pue­
blo, sino su decadencia; no el nacim iento natural del ser hum a­
no, sino su m uerte antinatural.
CULPA ORGANIZADA1
I
Cuanto mayores son las derrotas militares del ejército alemán 
enel cam po de batalla, con m ás fuerza se hace sentir la victoria 
de la estrategia política de los nazis, que a m enudo se ha identifi­
cado equivocadamente con la m era propaganda. La tesis central 
de dicha estrategia, dirigida igual al «frente interior» —el propio 
pueblo alem án— que a sus enemigos, es que no hay ninguna di­
ferencia entre nazis y alemanes, que el pueblo cierra filas detrás 
de su gobierno, que todas las esperanzas aliadas en una parte del 
pueblo ideológicamente no infectada, todas las apelaciones a una 
Alemania dem ocrática del futuro, son ilusorias. La consecuencia 
de esta tesis es, naturalm ente, que no habrá un reparto de la res­
ponsabilidad, que la derrota afectará por igual a los antifascistas 
alem anes y a los fascistas alemanes y que las distinciones que hi­
cieron los aliados cuando empezó la guerra sólo obedecían a fi­
nes propagandísticos. Otra consecuencia es que las disposiciones 
aliadas sobre el castigo de los crim inales de guerra se revelarán 
am enazas vacías porque no se podrá encontrar a nadie que no 
responda a la definición de criminal de guerra.
En los últim os años, todos hem os visto con horror que estas 
afirmaciones no eran m era propaganda sino que tenían una base 
muy concreta, que se rem itían a una terrible realidad. Las for­
m aciones que sem braban el terro r —que en origen estaban es­
trictam ente separadas de la m asa del pueblo y sólo aceptaban a 
gente que podía acreditar ser criminal o estar dispuesta a serlo— 1
1. Este artículo se escribió en Estados Unidos en noviembre de 1944 y se publicó 
traducido al inglés en enero de 1945 en la revista Jewish Frontier. La que aquí presen­
tamos es la traducción de la versión original.
36 LA TRADICIÓN OCULTA
han ido engrosándose perm anentem ente. La prohibición de filia­
ción política im puesta a los m iem bros del ejército se sustituyó 
por una orden general que sometía a todos los soldados al parti­
do. M ientras que antes los crímenes, que eran parte de la rutina 
diaria de los campos de concentración desde el comienzo del ré­
gimen, eran un monopolio de las SS y de la Gestapo celosamente 
protegido, hoy los asesinatos masivos se encom iendan a m iem ­
bros cualesquiera de la Wehrmacht. Los informes de estos críme­
nes, que al principio se m antenían en el máximo secreto posible 
y cuya publicidad se penalizaba com o «propaganda d ifam ato­
ria», se han ido difundiendo a través de una propaganda de ru ­
mores instrum entada por los propios nazis, que hoy los adm iten 
abiertam ente como m edidas de liquidación destinadas a que los 
«compatriotas» no incorporados a la «comunidad del pueblo» 
del crimen por motivos organizativos se vieran al menos im peli­
dos a hacer el papel de consentidores y cómplices. La moviliza­
ción total ha comportado la complicidad total del pueblo alemán.
Para evaluar de una form a adecuada cuál es la transform a­
ción política de las condiciones que provoca la propaganda nazi 
desde la pérdida de la batalla de Inglaterra y que al final ha pro­
vocado la renuncia de los aliados a distinguir entre alem anes y 
nazis, hay que tener presente que hasta el estallido de la guerra 
(o incluso hasta el inicio de las derrotas m ilitares) sólo había 
grupos relativam ente pequeños de nazis activos —a los que no 
pertenecían el gran núm ero de sim patizantes— y una cifra tam ­
bién pequeña de antifascistas activos que estuvieran realm ente 
al corriente de lo que ocurría. Todos los dem ás —alem anes o 
no— tenían la comprensible tendencia a creer antes a un gobier­
no oficial, reconocido por todas las potencias, que a los refugia­
dos (que por el hecho de ser judíos o socialistas ya eran sospe­
chosos). A su vez, sólo un porcentaje relativam ente pequeño de 
estos últimos conocía toda la verdad y, como es natural, todavía 
era más pequeña la fracción de los dispuestos a cargar con el 
odio de la im popularidad de decirla. M ientras los nazis creyeron 
en la vil loría, las formaciones que sem braban el te rro r perm a- 
iii . i> i<ni apartadas del pueblo (y esto, en guerra, significa del 
.■¡i H iin) Al r¡ói rito no le atraía el terror y las tropas de las SS se
CULPA ORGANIZADA 37
reclutaban sobre todo entre gente puesta a prueba, fuera cual 
fuera su nacionalidad. Si el nuevo orden de Europa, tristem ente 
célebre, hubiera salido bien, habríam os vivido el dom inio de 
una organización internacional del te rro r dirigida por alem anes 
en la que habrían colaborado —si bien clasificados jerárqu ica­
m ente según la raza de los distintos países— m iem bros de todas 
las nacionalidades europeas (excepto judíos). El pueblo alem án 
tam poco se hubiera librado, por supuesto. H im m ler siem pre fue 
de la opinión que el dom inio de Europa le correspondía a una 
élite racial encam ada en las tropas de las SS y sin vínculos na ­
cionales.
Sólo las derro tas han obligado a los nazis a ab an d o n ar es­
te proyecto para regresar aparentem ente a viejos eslóganes n a ­
cionalistas. De ahí la identificación activa del pueblo entero con 
los nazis. La posibilidad de una fu tura clandestin idad depende 
de que nadie sea capaz de saber quién es un nazi y quién no, de 
que no haya distintivos visibles exteriormente, sobre todo de que 
los vencedores estén convencidos de que no hay diferencias 
entre alem anes. A tal efecto es necesario, na turalm ente, in ten ­
sificar el te rro r en Alemania, un te rro r que, a ser posible, no 
deje con vida a nadie cuyo pasado o popularidad puedan acre­
d ita r su antifascism o. M ientras que en los prim eros años de 
guerra la «generosidad» del régim en respecto a los adversarios 
de aquellos m om entos y del pasado fue notable —siem pre que 
se estuvieran quietos—, recien tem ente se ha ejecutado a m u­
cha gente que, p rivada de lib e rtad desde hacía años, no p o ­
día rep resen tar n ingún peligro inm ediato para el régim en. Por 
o tra parte, previendo sabiam ente que, a pesar de todas las m e­
didas de prevención contra las declaraciones de antiguos p r i­
sioneros de guerra o trabajadores extranjeros y de las penas de 
prisión o reclusión en cam pos de concentración, aún pudiera 
encontrarse a algunos centenares de personas en cada ciudad 
con un pasado antifascista intachable, los nazis facilitaron a su 
gente de confianza todos los papeles necesarios, certificados 
de m oralidad, etc., para evitar que se d iera crédito a declara­
ciones sem ejantes. A los reclusos de los cam pos de concen tra­
ción, cuyo núm ero nadie conoce exactam ente pero que puede
38 LA TRADICION OCULTA
estim arse en varios m illones, se les puede «liquidar» o soltar 
(en el caso im probable de que sobrevivan tam poco se les reco­
nocerá con precisión).
Quién es un nazi o un antinazi en Alemania sólo podrá ave­
riguarlo quien sea capaz de ver el corazón hum ano (en el que, 
como es sabido, no hay ojo hum ano que penetre). La carrera 
de un organizador de un m ovim iento clandestino —y de eso 
tam bién hay en Alemania, por supuesto— se acabaría ráp id a­
mente si no actuara de palabra y hecho como un nazi. Cosa na­
da fácil en un país en el que llam a la atención cualquiera que 
no m ate siguiendo órdenes o m anifieste una satisfecha com pli­
cidad con los asesinos. Así, incluso el eslogan más extremo que 
esta guerra ha inspirado a nuestro bando (que sólo es bueno el 
«alem án m uerto») se basa en circunstancias reales: sólo si los 
nazis cuelgan a alguien, podem os saber que estaba realm ente 
contra ellos. O tra prueba no hay. II
II
Éstas son las circunstancias políticas objetivas en las que se 
basa la afirm ación de una culpa colectiva del pueblo alemán. 
Son resultado de una política sin patria, a- y antinacional, ple­
nam ente consecuente en su obstinación de que el único pueblo 
alem án posible es el que está en poder de los que ahora gobier­
nan, unos gobernantes cuya gran victoria, que celebrarían con 
maliciosa complacencia, sería que la caída de los nazis conlleva­
ra la aniquilación física del pueblo. La política total,que ha des­
truido totalm ente la atm ósfera de neutralidad en que transcurre 
la vida cotidiana de la gente, ha conseguido que la existencia 
privada de cada individuo sobre suelo alem án dependa de si co­
mete crímenes o es cómplice de los mismos. En comparación, el 
éxito de la propaganda nazi en los países aliados, tal como se ex­
presa en lo que se ha calificado com únm ente de vansitarismo,*
l)<- Rnhert Gilbert Vansittart, miembro del gobierno británico durante la Segun- 
ln i iim'i i Mundial al que se debe la frase «El único alemán bueno es el alemán muer­
CULPA ORGANIZADA 39
es del todo secundario . Es esencialm ente p ropaganda de gue­
rra, por lo que ni siquiera se aproxim a al fenóm eno político 
verdadera y específicam ente m oderno. Los escritos en que se 
basa, ju n to con su dem ostración pseudohistórica, pod rían ser 
plagios inocentes de la lite ra tu ra francesa de la guerra p rece­
dente. En este sentido, es irrelevante que algunos de los au to ­
res que hace veinticinco años pusieron en m archa las ro ta ti­
vas con la «pérfida Albión» se hayan visto obligados esta vez a 
poner su experiencia al servicio de los aliados.
Asimismo, las discusiones m ás serias en tre los abogados de 
los alem anes «buenos» y los fiscales de los alem anes «malos» 
no sólo pasan por alto el fondo de la cuestión, sino que es evi­
dente que apenas dan una idea de las d im ensiones del desas­
tre. O bien se las com prim e en una declaración general sobre 
buenas y m alas personas y en una sobrevaloración fan tasiosa 
de la «educación» o bien parten sin m ás reflexión de las teorías 
raciales de los nazis y les dan la vuelta. Sólo que en esta ú ltim a 
operación corren un cierto peligro, ya que los aliados, al ne­
garse desde la célebre declaración de Churchill a hacer una 
guerra «ideológica», han dado sin saberlo ven taja a los nazis 
—que organizan ideológicam ente la derrota despreocupándose 
de Churchill— y una oportun idad de supervivencia a todos los 
teorem as raciales.
De hecho, de lo que se tra ta no es ni de probar lo evidente—a 
saber, que los alem anes no son nazis latentes desde los tiem pos 
de Tácito— ni de dem ostrar lo im posible —que todos los ale­
m anes tienen una m entalidad nazi—, sino de pensar qué ac ti­
tud adoptar, cómo enfren tarse a un pueblo en el que la línea 
que separa a los crim inales de la gente norm al, a los culpables 
de los inocentes, se ha borrado con tan ta eficacia que m añana 
nadie sabrá en Alemania si tiene delante a un héroe secreto o a 
un antiguo asesino de m asas. De una situación así no nos saca­
rá ni defin ir quiénes son los responsables ni detener a los «cri­
m inales de guerra». Dejemos aparte a los culpables principa-
to» (citada por Arendt más arriba]. Defendió una política muy dura respecto a Alema­
nia, tanto en la guerra como después del armisticio. (N. del t.)
40 LA TRADICIÓN OCULTA
les, que adem ás de asum ir la responsabilidad han escenificado 
todo este infierno: los responsables en un sentido am plio no es­
tán entre ellos. Pues los responsables en un sentido am plio son 
todos aquellos que sim patizaron —en Alemania y en el extran­
jero— con H itler m ientras pudieron, im pulsaron su subida al 
poder y afianzaron su renom bre dentro y fuera de Alemania. Y 
¿quién se atrevería a tildar públicam ente de crim inales de gue­
rra a todos los señores de la buena sociedad? En realidad no lo 
son. Sin duda han dem ostrado su incapacidad para juzgar las 
agrupaciones políticas m odernas: los unos por considerar que 
los principios en política son un m ero absurdo m oralizante, los 
otros por sentir una rom ántica predilección por unos gángsters 
que habían confundido con «piratas». La m ayoría de los res­
ponsables en sentido am plio no se hicieron culpables en sen ti­
do estricto. Fueron los prim eros cóm plices de los nazis y sus 
m ejores acólitos, pero verdaderam ente no sabían lo que hacían 
ni con quién trataban.
La gran irritación que acom ete a la gente de buena volun­
tad cuando se habla de A lem ania no es fru to ni de la existen­
cia de responsables irresponsables, a los que seguram ente sólo 
juzgará la h istoria, ni de los propios crím enes de los nazis. Su 
causa es m ás bien esa m onstruosa m áquina, esa «adm inistra­
ción del asesinato en masa», a cuyo servicio se pudo poner y 
se puso no a miles, no a decenas de miles de asesinos seleccio­
nados, sino a todo un pueblo. En el dispositivo que H im m ler 
ha organizado p ara la derro ta sigue habiendo ejecutores, víc­
tim as y m arionetas que con tinúan desfilando sobre los cadá­
veres de sus cam aradas (que antes podían salir de cualqu ier 
co lum na de las SS y hoy de cualqu ier un idad m ilitar u o tra 
form ación). Lo espantoso es que en esta m áquina de la m uer­
te todos están obligados a ocupar un puesto, aunque no sean 
d irectam ente activos en los cam pos de exterm inio. El asesina­
to m asivo sistem ático, concreción en nuestro tiem po de las 
teorías raciales y las ideologías del «derecho del m ás fuerte», 
no sólo hace estallar la capacidad de com prensión de la gente 
sino tam bién el m arco y las categorías del pensam iento y la 
acción políticos. Se presente como se presente, el fu turo desti-
CltLPA ORGANIZADA 41
no de A lem ania sólo podrá consistir en las desdichadas conse­
cuencias de una guerra perdida. Y consecuencias así son, por 
na tu ia leza , tem porales. En todo caso, no hay respuesta po líti­
ca a estos crím enes, ya que ex term inar a 70 u 80 m illones de 
alem anes o dejarlos m o rir de ham bre —algo en lo que, n a tu ­
ralm ente , no p iensan sino unos pocos fanáticos psicó ticos__
sólo significaría que la ideología de los nazis hab ía vencido 
aunque fueran o tros pueblos los que d e ten ta ran el poder y el 
«derecho del m ás fuerte» a ejercerlo.
Así como el entendim iento político de la gente se queda para­
lizado ante la «adm inistración del asesinato en masa», la movili­
zación total es para él la frustración de la necesidad hum ana de 
justicia. Cuando todos son culpables, nadie puede juzgar de ver­
dad, ya que a esta culpa tam bién se la ha despojado de la m era 
apaiiencia, de la m era hipocresía de la responsabilidad.2 En la 
m edida en que el castigo es el derecho del crim inal —y en este 
axioma se basa el sentim iento de la justicia y del derecho de la 
hum anidad occidental desde hace más de dos mil años—, la con­
ciencia de ser culpable es parte de la culpa y la convicción de la 
capacidad hum ana de responsabilizarse, parte del castigo. Cuál 
es el prom edio de esta conciencia lo describe un corresponsal 
norteam ericano en una historia cuyo juego de preguntas y res­
puestas no desm erecería la im aginación y la inventiva de un 
gran poeta:
Q. Did you kill people in the camp? A. Yes.
Q. Did you poison them with gas? A. Yes.
Q. Did you bury them alive? A. It sometimes happened.
Q. Were the victims picked from all over Europe? A. I suppose so.
Q. Did you personally help kill people? A. Absolutely not. I was 
only paymaster in the camp.
2. Naturalmente, no es mérito de los que —teniendo la suerte de ser judíos o haber 
sido oportunamente perseguidos por la Gestapo— huyeron de Alemania que queden li­
bres de culpa. Como lo saben y com o aún les atenaza el horror ante lo que pueda pa­
sar, sacan en todas las discusiones posibles ese insoportable elemento de autojustifica- 
ción que, al final, sobre todo en el caso de los judíos, sólo puede acabar —y ya lo ha 
hecho en la reversión de las doctrinas nazis sobre sí mismos.
42 LA TRADICIÓN OCULTA
Q. W hat did you think of what was going on? A. It was bad at 
first, but we got used to it.
Q. Do you know the Russians will hang you? A. (Bursting into 
tears) Why should they? What have I done?
(Pm, Sunday, Nov. 12, 1944.)*
Efectivam ente, no había hecho nada, sólo cum plir órdenes. 
¿Y desde cuándo es un crim en cum plir órdenes? ¿Desde cuán­
do es una virtud rebelarse? ¿Desde cuándo sólo se puede ser 
honrado yendo auna m uerte segura? ¿Qué había hecho él?
En su obra de teatro Los últimos días de la humanidad, en la 
que recreaba los sucesos de la an terio r guerra, Karl K raus ha­
cía caer el telón después de que Guillermo II exclamara: «Esto 
no es lo que yo quería». Y lo cóm ico-espantoso es que, de he­
cho, era verdad. Esta vez, cuando caiga el telón, tendrem os que 
oír a un coro entero de pequeñoburgueses exclam ando: «No 
hem os sido nosotros». Y aunque m ientras tan to se nos hayan 
pasado las ganas de reír, lo espantoso volverá a ser que, de he­
cho, será verdad.
III
Para saber qué resortes del corazón hum ano hubo que acti­
var para que la gente se incorporara a la m áquina del asesina­
to masivo, de poco nos servirán las especulaciones sobre la his­
to ria alem ana y lo que se ha denom inado el carácter nacional 
alem án (de cuyas potencialidades los m ejores conocedores de
* P.: ¿Mataban ustedes a gente en el campo? R.: Sí.
P.: ¿La envenenaban con gas? R.: Sí.
P.: ¿La enterraban viva? R.: Pasaba a veces.
P: ¿La traían de toda Europa? R.: Supongo que sí.
P.: ¿Ayudó usted personalmente a matar gente? R.: Jamás. Sólo era el tesorero del 
campo.
P.: ¿Qué pensaba usted de lo que estaba pasando? R.: Al principio nos parecía mal, 
pero nos acostumbramos.
P.: ¿Sabe usted que los rusos van a colgarlo? R. (echándose a llorar): ¿Por qué ten­
dí mu que hacerlo? ¿Qué he hecho yo?
CULPA ORGANIZADA 43
Alemania no ten ían la m enor idea hace quince años). M ucho 
m ás reveladora es la figura peculiar de quien se vanagloria de 
ser el genio organizador del asesinato: H einrich H im m ler no es 
de aquellos intelectuales procedentes de la oscura Tierra de n a ­
die que se extiende en tre la existencia del bohem io y la del so­
plón y cuya im portancia en la form ación de la élite nazi se des­
taca ú ltim am ente. No es ni un bohem io com o G oebbels n i Ltn 
crim inal sexual como Streicher ni un fanático pervertido como 
H itler ni un aventurero como Goring; es un pequeñoburgués 
con toda la apariencia de respetabilidad, con todas las costum ­
bres del buen padre de familia que no engaña a su m ujer y quie­
re asegurar un fu turo decente para sus hijos. Ha organizado y 
difundido conscientem ente el te rro r por todo el país convenci­
do de que la m ayoría de la gente no es bohem ia ni fanática ni 
aventurera ni sádica sino en prim er lugar jobholders* y buenos 
padres de familia.
Creo que fue Péguy quien llamó al padre de fam ilia el «grand 
aventurier du 20iéme siécle». Murió dem asiado pron to para 
verlo como el gran crim inal del siglo. Estábam os tan acostum ­
brados a adm irar o rid icu lizar la bondadosa preocupación del 
padre de fam ilia, su seria concentración en el b ienestar de la 
familia, su solem ne decisión de consagrar su vida a su m ujer y 
a sus hijos, que apenas percibim os cómo el fiel padre de fam i­
lia, que no se preocupaba sino de la seguridad, se transfo rm a­
ba contra su voluntad y bajo la presión de las caóticas condi­
ciones económ icas de nuestro tiem po en un aventurero que 
nunca podía sentirse seguro ante las preocupaciones del día si­
guiente. Su docilidad ya qtiedó dem ostrada en la unan im idad 
reinante a com ienzos del régim en, cuando este padre de fam i­
lia dem ostró que estaba com pletam ente d ispuesto a dejarse 
a rreb a ta r sus ideas, su honor y su dignidad hum ana por una 
pensión, una vida segura y la existencia asegurada de su m ujer 
y sus hijos. Sólo hizo fa lta la diabólica gen ialidad de H im m ­
ler para descubrir que, después de esta degradación, dicho pa­
dre de fam ilia estaba literalm ente dispuesto a todo si se jugaba
Empleados.» (N. del t.)
44 LA TRADICIÓN OCULTA
fuerte y la existencia básica de la fam ilia sufría alguna am ena­
za. La única condición que puso fue que se le absolviera rad i­
calm ente de la responsabilidad de sus actos. Aquel alem án m e­
dio que los nazis con toda su propaganda delirante no pudieron 
conseguir durante años que m atara por propia iniciativa a n in ­
gún judío (a pesar de que estuviera bien claro que dicho asesi­
nato quedaría im pune) es el m ism o que hoy sirve sin p ro testar 
a la m aquinaria de la aniquilación. A diferencia de los prim eros 
efectivos de las SS y la Gestapo, la organización him m leriana 
no cuenta ni con fanáticos ni con asesinos sexuales ni con sádi­
cos; cuenta única y exclusivam ente con la norm alidad de la 
gente de la índole del señor Heinrich Himmler.
Que no se requiere n ingún carác te r nacional especial para 
que la nueva clase de funcionarios se ponga en funcionam ien­
to es algo que no necesita ni m encionarse después de las tristes 
noticias que nos llegan de la presencia de letones, lituanos, po­
lacos e incluso judíos en la m ortífera organización de H im m ­
ler. N inguno de ellos es por naturaleza un asesino o un delator 
perverso. Ni siquiera es seguro que hub ieran funcionado si lo 
único que hubiera estado en juego hubiera sido su propia vida 
y su propia existencia. Como ya no tem ían a Dios, como el ca­
rác ter funcional de sus acciones les había arrebatado su con­
ciencia, sólo se sentían responsables de su familia. La transfor­
mación del padre de familia (de m iem bro responsable de la 
sociedad interesado en los asuntos públicos a pequeñoburgués 
pendiente únicam ente de su existencia privada e ignorante de la 
virtud pública) es un fenómeno internacional moderno. Las cala­
midades de nuestro tiem po —«pensad en el ham bre y en el frío 
riguroso de este valle donde atruenan los lamentos» (Brecht)— 
pueden convertirlo en cualquier m om ento en juguete de la lo­
cura y la crueldad. Cada vez que la sociedad deja sin m edios 
de subsistencia al hom bre pequeño, m ata el funcionam iento 
norm al y el au torrespeto norm al del m ism o y lo p repara para 
aquella ú ltim a etapa en la que estará dispuesto a asum ir cual­
quier función, incluido el job de verdugo. Al ser liberado de 
Buchenwald, un judío reconoció entre los m iem bros de las SS 
que le entregaban sus docum entos de hom bre libre a un an ti­
CULPA ORGANIZADA 45
guo com pañero de colegio al que no increpó, aunque sí se le 
quedó m irando. El observado dijo m uy espontáneam ente: tie ­
nes que entenderlo, a rrastrab a cinco años de paro a m is espal­
das. Podían hacer conm igo lo que quisieran.
Es verdad que este tipo m oderno de ser hum ano que a falta 
de un nom bre m ejor hem os caracterizado con una palabra ya 
existente —pequeñoburgués [Spiesser]— tenía en suelo alem án 
una oportun idad especialm ente buena p ara florecer y desarro­
llarse. Sería difícil encontrar un país occidental sobre cuya cul­
tu ra hayan influido menos las virtudes clásicas de la vida públi­
ca y no hay ninguno en el que la vida y la existencia privadas 
hayan desem peñado un papel m ás im portan te . Éste es un he­
cho que, en tiem pos de penuria nacional, los alem anes siem pre 
han ocultado muy eficazm ente, pero no cam biado. Detrás de la 
fachada de las «virtudes nacionales» reafirm adas y propagadas 
—como el «am or a la patria» , el «arrojo alem án», la «lealtad 
alem ana», etc.— se ocultan los vicios nacionales correlativos, 
éstos sí reales. Sería difícil en con trar otro lugar donde la m e­
dia de patrio tism o sea inferior a la de precisam ente Alemania, 
donde detrás de la p retensión chovinista de «lealtad» y «arro­
jo» se esconde una tendencia nefasta a la deslealtad y a la de­
nuncia oportunista.
Pero el del pequeñoburgués es un fenóm eno in ternacional y 
haríam os bien en no caer en la tentación de confiar ciegam en­
te en que sólo el pequeñoburgués alem án es capaz de semejantes 
actos horribles. El pequeñoburgués es el hom bre-m asa m oder­
no visto no en sus exaltados m om entos m asa, sino en el seguro 
refugio (hoy m ás bien inseguro) de sus cuatro paredes. Ha lle­
vado tan lejos la escisión de lo privado y lo público, de la p ro ­
fesión y la familia, que no puede encontrar una conexión entre 
am bos ni siquiera en su propia identidad personal.

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