A mi casa venían con una frecuencia agotadora, testigos de Jehová, mormones y evangélicos, hay un templo a unas ocho cuadras y otro a trece. Era imposible que les pidiera, rogara casi, que no vinieran más, que anotaran mi dirección entre la lista de no visitar, al parecer los grupos no se comunican entre ellos y vuelven, vuelven, vuelven.
Lo malo era que tocaban a mi puerta cerca del mediodía, cuando más ocupada estaba, o cuando tenía las manos en material comprometido, o en la hora de la siesta, incluso los domingos. Imagínense recostarse después de trabajar con toneladas de material, para recuperar un poco de tonicidad física y orden mental, y que en ese brevísimo rato nos toquen el timbre, nos cortaron el descanso volviéndolo irrecuperable, con la yapa de dejarnos un enojo descomunal.
Así que un día hice un cartel con letras negras y rojas bien gruesas, estilo portada de periódico, lo plastifiqué y lo puse junto a mi timbre, del lado de adentro de la reja.
"No atendemos predicadores. Por favor, no llame, no insista."
Yo respeto a las personas, que crean lo que quieran pero, si me fastidian, ya no.
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