¿Alguna vez tu perro ha atacado a alguien para defenderte?

No llegó a atacar, porque no lo he permitido. Y no me atacaron… porque no se animaron.

Mi enorme perro era de carácter muy difícil. Tenía ojos solamente para mi, y respiraba por mis pulmones. Más alto que la máxima permitida a los ovejeros alemanes, con sus 71 cm a la cruz, era un caballero tranquilo a mi lado en mis caminatas nocturnas, pegando su hombro al costado de mi rodilla, marcando mi paso según mi antojo. Creo que nunca me sentí tan segura en mi soledad como con él.

En una de esas caminatas nocturnas, sentí vibrar la cadena corta con que lo llevaba. Y ahí me dí cuenta de que, en la esquina más cercana, había un hombre de dudosas intenciones, medio escondido detrás de un árbol, mirándome. Seguimos mi camino, no pasó nada.

En otra oportunidad fui con él a la farmacia, y cuando el farmacéutico quiso darme el medicamento, la cadena volvió a vibrar. Riéndose, el hombre dejó el paquete en el mostrador para que lo agarrara yo.

Maravilloso, fue el perro. Logré hacerle un retrato aún en vida, mis hijos adolescentes lo levantaban entre los dos sobre la mesa del taller, ya siendo un gigantesco anciano de 13 años, para que yo pudiera verlo mejor desde mi caballete de escultura. Cada vez que lo miraba para ver sus detalles, el perro alzaba la cabeza, bien erguido y digno, y la bajaba para descansar sobre sus manos cuando yo dejaba de mirarlo. Aún me conmueve recordar su devoción por mi.

Viejo Menphi