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itar en frases entrecortadas, inmersos en una especie de trance, todo lo que ocurría en la pista, como si fueran los únicos que tuvieran ojos entre aquellas doscientas mil personas. En este fenómeno, Tertuliano, que veía al diablo incluso en el pedazo de tela blanca lanzado a la arena al empezar las carreras, hallaba la prueba de que eran unos posesos. No había nadie que, cambiando de cara y de color según las peripecias de la carrera, no manifestara la agitación de los sentimientos más extremos, y el final de cada prueba dejaba a la mitad del circo pataleando de rabia, mientras que la otra mitad se veía arrastrada por el delirio de las aclamaciones desbordadas. Es tradicional poner de manifiesto el carácter malsano y poco inteligente de esa clase de pasión: no iba dirigida a todo aquello que podía tener un valor auténtico en dichas competiciones como, por ejemplo, la habilidad de los cocheros, la fuerza y la elegancia de los caballos, y daba la espalda a todos los valores que lleva consigo el deporte tal como lo concebían los griegos. Se aferraba obsesivamente a un color, a la casaca de un cochero. Era lo único que contaba, y si, como pretende Plinio, a la mitad de la carrera, los troncos hubiesen cambiado de color, el público habría dejado de lado a los conductores y caballos cuyo nombre proferían a gritos un momento antes, cuyas hazañas y particularidades conocían con todo detalle, y habrían dirigido todo su interés hacia los otros. Vemos las reservas a que nos enfrenta este juicio: como ya hemos sugerido, la pasión por las carreras tenía un contenido más diferenciado que el de una manía. Gentes como Plinio el Joven, enormemente preocupados por la elegancia abstracta, no estaban hechos, al no sentir la menor simpatía por aquel pueblo al que juzgaban «más vil que una túnica», para comprender el encanto impuro del circo. Para ello era necesario el sentido poético de Ovidio, o el olfato de confesor intransigente que animaba a Tertuliano. Pero Plinio, simplificando, vio el aspecto más característico, y tal vez el más profundo, de aquella hipomanía. Hay que reconocer que el espíritu de partido, el empeño en ver triunfar «el» color, constituía el resorte esencial: de hecho, se apostaba, no sobre los caballos, sino sobre la caballeriza y, a pesar de la veneración de que era objeto, la persona del cochero tampoco contaba con la incondicionalidad de los espectadores, puesto que cambiaba de caballeriza de acuerdo con las ventajas que le sentan a colegios populares, los demos, y a pesar de la similitud de los nombres, no pueden compararse en absoluto con las facciones de la antigua Roma. El fenómeno ha cambiado de naturaleza. Nos queda por saber el papel que ha desempeñado el circo en este asunto. En primer lugar, como señala Manojlovic, puede ser que dichos partidos se formaran con los mismos elementos de las asociaciones deportivas consagradas por el circo, el cual les habría facilitado los medios de expresión y los instrumentos necesarios. Es cierto, en todo caso, que el hipódromo de Bizancio se convirtió en algo muy distinto a un campo de carreras: un auténtico foro donde tenían lugar acontecimientos completamente ajenos a la pasión por el circo, y donde, en presencia del Emperador, aparecían juntos unos enemigos tan irreconciliables como eran los Azules y los Verdes. Si en Francia, allá por los años 30, el Partido Comunista y la Acción Francesa, que constituían unas milicias oficiales y armadas, se hubieran repartido repentinamente, sin tener en cuenta a ningún otro partido, la audiencia de los parisienses, ya habríamos visto lo que hubiera pasado en el Parque de los Príncipes: el Presidente de la República no habría experimentado ningún placer en honrar con su presencia el final de la Copa. De la misma manera, los dos partidos, aliándose ocasionalmente, habrían podido jugarle también una mala pasada. Y si, con ocasión de un incidente trivial, se hubieran matado entre sí, ¿quién hubiera podido sorprenderse de ello? Es lo que ocurrió en Bizancio cuando la famosa sedición Nika, el 11 de enero de 532, bajo el reinado de Justiniano y de Teodora. Los días inmediatamente anteriores fueron cometidos asesinatos en la ciudad. Los Verdes estaban exasperados por la parcialidad de la Emperatriz, que permitía que los Azules llevaran a cabo sus venganzas con toda libertad. De las graderías del hipódromo empezaron a surgir invectivas. Justiniano hizo interpelar al pueblo: «Vosotros no habéis venido aquí para contemplar el espectáculo, sino para insultar al gobierno.» Empezó un diálogo plagado de injurias entre los Verdes, que se lamentaban de haber quedado excluido del gobierno, y el heraldo, que contaba con el apoyo de los Azules. Finalmente, los Verdes abandonaron en masa el hipódromo, lo cual era la más grave ofensa que podía serle inferida al Emperador. Dos días después, como consecuencia de las torpezas de Justiniano y de sus subordinados, Azules y Verdes se aliaron contra el Palacio. Este episodio señaló el principio de una revolución con todas las de la ley, con intrigas, incertidumbres y castigos ejemplares: hubo 30.000 víctimas. Otro día, un incidente relativo a las carreras representó el papel de la chispa que prende fuego a la pólvora. Pero, como vemos, estos excesos sangrientos no son, como se ha pretendido, la consecuencia de un fanatismo deportivo que hubiera alcanzado las proporciones de una enfermedad mental y dominado la vida política hasta el punto de hacer y deshacer emperadores. El hipódromo no es más que un marco: las pasiones que se desencadenan en él se alimentan en otra parte. Si tenemos esto en cuenta, es falso decir que los partidos engendrados por el circo alcanzaran en Bizancio el colmo de la exasperación. El delirio que lleva consigo el fanático de las quinielas y el furor sanguinario del hincha no son una sola y misma cosa. No los confundamos. En Roma, con ocasión de una revuelta que tuvo lugar en 509, vemos también que Verdes y Azules tenían un papel activo y, aunque de una ciudad a otra la historia de las facciones hubiera variado considerablemente (en Cartago hallamos, por ejemplo, que Verdes y Azules están aliados), las instituciones a que habían dado origen experimentaron en todas partes una politización progresiva. Cosa que no tiene por qué sorprendernos, pues ya conocemos el enraizamiento del circo en la vida pública. Pero es imposible distinguir las etapas y las modalidades de esta evolución. Únicamente podemos comprobar que, desde los primeros tiempos del Imperio, los partidos de los Azules pertenecen generalmente a la aristocracia, mientras que los sufragios del pueblo van a parar a los Verdes. Las opiniones de los emperadores son, a este respecto, características: Calígula, Nerón, Lucio Vero, Cómodo, Heliogábalo, llevados por la demagogia o la arbitrariedad, eran partidarios de los Verdes; en primer lugar, sin duda, por desconfianza y hostilidad instintivas respecto a una aristocracia a la que no ahorraban novatadas; pero también para dar a su tiranía, halagando los gustos de la masa, una popularidad que era su único sostén. La actitud de Vitelio es igualmente reveladora: aunque era partidario de los Azules, no dudó ni un momento, cuando subió al poder, en halagar abiertamente a los Verdes, esforzándose así en «hacer pueblo» como algunos de sus predecesores. Pero este partidismo a favor de una u otra facción no revela más que una simple tendencia política, el sentimiento de una pertenencia social y, tal vez entre los Azules, la nostalgia de un mundo acabado. Haría falta no haber comprendido nada acerca de la naturaleza del régimen en vigor para explicar la pasión de los romanos por las carreras como una forma limitada de politización: aquella pasión no era el fruto de rivalidades políticas que hubieran hallado en las facciones un símbolo y un estimulante. Era, entre otras cosas, la forma inofensiva bajo la cual un pueblo que ha abdicado de toda responsabilidad expresa lo que puede subsistir en él de conciencia cívica. Más que de una politización del circo, los hechos mencionados dan

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Crueldade e Civilização
128 pag.

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