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A i n de poder contestar, aunque sólo sea sobre el pa-pel, a algunos de estos interrogantes, presentamos estos retos del municipalismo democrático ...

A i n de poder contestar, aunque sólo sea sobre el pa-pel, a algunos de estos interrogantes, presentamos estos retos del municipalismo democrático en torno a los si-guientes epígrafes. égimen que se despliega en toda su amplitud en relación con el modelo económico, la crisis de legitimidad de las élites políticas, la evidencia de una partitocracia fuertemente degradada y la corro-sión de los consensos creados. Esta crisis tiene su propio capítulo, y de importancia no pequeña, en el nivel muni-cipal. La crisis de los ayuntamientos es, como se ha visto en Madrid, una crisis de deuda, que ha llevado a muchos consistorios al borde del colapso, tanto a causa de los excesos y de la mala gestión durante los años de bonan-za como de la propia debilidad i nanciera de los munici-pios en el ordenamiento territorial español. Pero se trata también de una crisis política: el empresarialismo urbano y la ausencia de controles ciudadanos han disipado las condiciones de la democracia local: la formación de una colección de «regímenes oligárquicos locales» en los que la subordinación de la clase política y de los presupuestos públicos a intereses privados parece ya no tener solución de continuidad. Los retos son en este terreno gigantescos y se derra-man en múltiples frentes. De una parte, el municipalismo democrático deberá presentar batalla a los bloques del casi siempre resulta comprometida por los altísimos volúmenes de deuda. La debilidad i nan-ciera hace a los gobiernos municipales enormemente de-pendientes de proyectos de inversión privada: proyectos que muchas veces parten de esa misma zona gris donde se anidan los intereses creados por las oligarquías loca-les. Sin una reforma profunda del régimen de las haciendas municipales, que depende en última instancia del Estado, será realmente difícil que se puedan articular políticas municipales ei caces. Especialmente en los municipios de cierta entidad, la transformación democrática implicará una transformación institucional, que debiera producir cambios profundos en las actuales leyes reguladoras de las entidades locales. El municipalismo en las regiones metropolitanas: unas ba-ses territoriales y sociales complejas Otro problema importante. En sus versiones más simpli-i cadas, la hipótesis municipalista no deja de arrastrar cierta dosis de inocencia. Su presunción es que la de-mocracia es posible a nivel municipal (local) porque es a ese nivel donde se producen las relaciones de cercanía y proximidad, las relaciones en las que las personas «hacen su vida» y se integran en sociedad, esto es, en las que se forma comunidad. Este presupuesto tiende a producir una equivalencia automática entre territorio y comunidad, y entre esta y democracia. Esta traducción está inspirada por una cierta nostalgia de las democracias comunitarias de base campesina y urbana que se pueden reconocer históricamente y que todavía hoy perviven en las formas de organización tradicional de determinados pueblos «in-dígenas». Tal representación está también informada por una cierta idealización de las comunidades de «barrio» que sirvieron de base al movimiento vecinal en ciudades como Madrid o Barcelona, y en las que las relaciones de vecindad fraguaron el cimiento comunitario sin el que la política vecinal no se hubiera nunca desarrollado. Pero ¿podemos seguir ai rmando hoy que el territorio es la base de la «comunidad»? En sociedades fragmentadas y atomizadas, no sólo las formas comunitarias son mucho más lábiles, sino que estas tienen bases cada vez más «desterritorializadas». Al analizar el movimiento vecinal en Madrid, se puede considerar que uno de sus éxitos fue la integración de los «barrios» en la ciudad, y esto no sólo en términos de servicios y calidades arquitectónicas, sino también de conectividad y transporte. La formación de las metrópo-lis, en las que se registra un � ujo constante de despla-zamientos e intercambios en espacios cada vez mayores, es indicativa de que los individuos ya no hacen vida úni-camente en «su» barrio. Se deduce aquí otra conclusión que tiende a poner en crisis toda equivalencia automática entre comunidad y territorio. La «vecindad» ya no es una forma de agrupa-ción natural. Las comunidades «de interés», voluntarias y con compromisos mucho más débiles que los de las viejas comunidades, han sustituido al territorio como soporte relacional y afectivo. En las grandes ciudades, especial-mente, muchos individuos establecen sus relaciones sobre criterios de «forma de vida», «pertenencia étni-ca», «intereses», etc. Estos criterios, que por otra parte no son nuevos, han complicado extraordinariamente los mapas sociales y culturales de las grandes ciudades. En estos se pueden reconocer nuevas formas de agrupación social: «comunidades» especíi cas que se construyen en torno a la orientación sexual, la procedencia o los estilos de vida... y que dan lugar a barrios cada vez más diferen-ciados. Las formas tradicionales de comunidad estallan y desbordan la escala especíi camente territorial. La ex-pansión de Internet y las redes sociales ha reforzado aún más algunas de estas tendencias haciendo del «espacio» un factor mucho menos relevante en la construcción de comunidades. Enfrentada al nuevo contexto, la apuesta municipalis-ta se tendrá que concebir como un proyecto de construc-ción de comunidades políticas por inventar, sobre bases sociales y culturales que no se pueden dar por supuestas y que seguramente son mucho más poliédricas de lo que lo fueron en el pasado. Esto no invalida que la organiza-ción territorial pueda servir de soporte a modelos de de-mocracia directa; a buen seguro, estos seguirán teniendo grandes posibilidades de futuro. Una parte imprescindi-ble de los servicios necesarios para la vida y la reproduc-ción social —como los suministros urbanos, pero también servicios sociales elementales como la educación y la salud— quizás no se puedan organizar más que sobre la base de unidades territoriales mínimas. En dei nitiva, «lo común», que toda democracia administra, deberá orga-nizarse a buen seguro a partir de unidades territoriales mínimas y sui cientes que, al menos en parte, tenderán a coincidir con las divisiones administrativas de base muni-cipal. En este punto nos topamos, sin embargo, con otro de los grandes problemas de la hipótesis municipalista. Lo «particular» como límite del municipalismo En muchas iniciativas centradas en lo «local», existe la tentación de convertir «lo particular» en el eje central del proyecto. Las «microexperiencias», los éxitos locales, los pequeños cambios a menudo tienden a agotar proyectos políticos que para ser ei caces se tienen que medir en una escala mucho mayor que la de un municipio o una entidad territorial de tamaño casi siempre modesto. El estrecha-miento de la mirada que produce este tipo de perspectiva se traduce en una pérdida de atención a las relaciones de fuerza que atraviesan hasta el último fragmento del terri-torio. Un caso paradigmático puede ser el de la creación de los «huertos urbanos», o el de las pequeñas cooperativas de producción y servicios locales, que muchas veces pasan por ser el método de construcción de unas comunidades y unas economías sostenibles. Sin despreciar el valor de tantas y tantas experiencias positivas, estas no dejan de ser testimoniales cuando se consideran en una escala ne-cesariamente más amplia. Vivimos en un mundo en el que no hay ciudades o ba-rrios autónomos. Prácticamente todas las decisiones de importancia que se puedan pensar a nivel de un municipio están determinadas por otras escalas. En todos los casos, se trata de considerar que, si lo que se pretende es que el «municipio» sirva para un cambio de base en términos de-mocráticos, para ello tendrá que convertirse en un espacio de con� icto; un con� icto que requiere de alianzas intermu-nicipales, así como de la colaboración con otros marcos de gobierno institucional. Sirva aquí el ejemplo de la deuda municipal. En muchos casos, para hacer frente a los altos niveles de endeuda-miento, impulsados por los gobiernos locales sometidos a las lógicas más perversas y cleptocráticas de las élites políticas y económicas, seguramente la única postura via-ble pase por una actitud decidida de desobediencia. Pero para que el «No pagamos la deuda ilegítima» no sea un mero canto al viento, o aún peor, el desencadenante del estrangulamiento i nanciero de las arcas municipales por parte de los bancos, tendrá que venir acompañado por un movimiento social amplio, así como por una declara-ción de desobediencia compartida por un buen número de administraciones. De forma parecida,

Esta pregunta también está en el material:

La_apuesta_municipalista
156 pag.

Democracia Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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