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Cucufate15. En el claustro de la catedral de Gerona la disposición de los capiteles parece ajustarse al ritmo de un rosario o de una letanía. Tanto...

Cucufate15. En el claustro de la catedral de Gerona la disposición de los capiteles parece ajustarse al ritmo de un rosario o de una letanía. Tanto la valoración de la regla de oro que encontramos en Campanus como este canto de las piedras podrían considerarse desde la perspectiva de los principios medievales, que tendían a infundir una significación espiritual a toda expresión artística. Al igual que las Escrituras, las obras de arte se prestaban entonces a una cuádruple interpretación: literal, tropológica, alegórica y anagógica, como bien saben los lectores de La Divina Comedia. La abstracción que el aspecto físico sugería se consideraba más bella que ese mismo objeto, cuya única función era la de conducir el alma hacia una armonía suprasensible. En la valoración de las obras de arte, a ese criterio metafísico se añadía este otro criterio: la habilidad de la ejecución, por la que la obra de arte se vinculaba con otras rarezas y curiosidades de la naturaleza. (Recordemos que los primeros museos —las Wunderkammern—■ exhibían conjuntamente diversas curiosidades de la naturaleza —huevos de avestruz, cocos, fósiles y bezoares, artefactos de oro y plata— y pinturas y esculturas.) La idea de que el arte es la expresión de la personalidad del artista tardó mucho en desarrollarse: sólo con Dante, Petrarca y Villani irrumpió en el ambiente burgués de la cultura desarrollada en las ciudades libres italianas. Hasta entonces sólo se valoraba la habilidad manual del artista, no su capacidad creadora, que se atribuía a Dios. Todo esto puede explicar ese aspecto singular de la literatura medieval, que tanto impresiona a los modernos: a saber, su monotonía, su chatedad, su verbosidad, así como su aparente descuido de los más elementales principios de eficacia narrativa. Quizá sorprenda encontrar actitudes y expresiones tan diversas dentro de una concepción del arte cuyos productos llevaban el sello del anonimato y exigían una representación normalizada, inspirada más en una idea que en el estudio fiel de los fenómenos reales. De este modo, por razones diferentes, el arte medieval, no menos que el arte griego clásico, revela semejanzas estructurales dirigidas a la consecución de determinadas metas. Al hablar de «la unidad orgánica de la Iglesia, que se refleja en su jerarquía de forma cónica», Nancy Lenkeith ha dicho que «esa doctrina encontró su expresión en el arte medieval, sobre todo en la concepción simbólica de la catedral gótica»16, y ha subrayado la búsqueda de la unidad que se manifestaba tanto en la filosofía (unificación del conocimiento), en la alquimia (reducción de todos los metales a un componente fundamental) como en la doctrina política (la teoría de un estado universal modelado a imagen de la Iglesia universal)17. De hecho, muchas veces se ha comparado La Divina Comedia con una catedral gótica: parangón que cabría elaborar en detalle mediante la comparación de los episodios que integran los diferentes cantiche con los bajorrelieves que adornan los pórticos de las catedrales; de los diversos lenguajes que encontramos en sus distintos personajes (hasta el «Papé Satan, Papé Satan aleppe» atribuido a los demonios) con el canto de las piedras de que nos habla Marius Schneider; y de la acumulación en un canto de las distintas unidades de versificación —las terzine— con los jleurons que escanden los pináculos de las torres en las iglesias góticas. Por una feliz coincidencia, la arquitectura, el arte menos ligado a las corrientes del pensamiento religioso y filosófico, se convirtió en la expresión más típica de los principios ideales del Medioevo. Como ha mostrado Paul Frankl en su obra fundamental sobre el gótico18, el origen de ese estilo se encuentra ligado indudablemente a la solución del problema técnico que planteaba la construcción de la bóveda, y su desarrollo refleja la progresiva armonización de las demás partes del edificio con ese nuevo principio constructivo; así fueron surgiendo las nervaduras, los contrafuertes y los pináculos, hasta llegar a ese coronamiento ó el nivel de la arquitectura hacia 1380.) Ningún historiador moderno del arte se atrevería a proponer recortes, o a señalar omisiones, en una obra arquitectónica de esa época: ninguno de sus elementos nos parece reiterativo o superfluo. Semejante admiración incondicional no parece posible en el caso de las obras literarias de la misma época. Incluso en La Divina Comedia, un crítico —Croce— ha querido ver un aspecto perecedero: la «novela teológica». Mientras que las figuras alegóricas que «leemos» en la fachada de las catedrales góticas suelen quedársenos grabadas en la memoria, es difícil sentir, en cambio, el mismo grado de interés por las alegorías que encontramos en las obras literarias: las mismas alegorías que tanto se destacan en los edificios se convierten aquí en abstracciones vacías. Difícilmente se aplicaría a la literatura la observación de Julius von Schlosser en el sentido de que «detrás de toda obra de arte medieval hay una poderosa estructura de pensamiento»21. Sólo los edificios de las catedrales respondían plenamente a las ideas de Hugo de Saint Víctor, quien sentó la base teórica del gusto por los colores brillantes y los vitrales coloreados, e insistió en la búsqueda de la unidad en la multiplicidad y de la multiplicidad en la unidad. En un famoso estudio publicado en 1942, Erwin Rosenthal propuso una explicación convincente de la afinidad entre Dante y su contemporáneo Giotto; afinidad que suele atribuirse a la influencia directa del poeta sobre el pintor: ambos artistas crearían una síntesis similar de elementos terrenales y sobrenaturales. Ya en 1892, Janítscheck había escrito qué «Giotto descubrió para la pintura la naturaleza del alma, así como Dante la descubrió para la poesía», y en 1923 Hausenstein concluyó que «Santo Tomás de Aquino, Dante y Giotto constituyen, respectivamente, la expresión teológica, poética y figurativa de una misma idea». Según Rosenthal, el arte de Giotto «representa», al igual que la poesía de Dante, «la culminación de un proceso de individuación» que consiste, «por un lado, en el surgimiento y desarrollo de la llamada naturalidad y, por el otro, en la progresiva encarnación de lo sobrenatural en una vida humana concreta» —proceso iniciado supuestamente en Francia hacia mediados del siglo XII y culminado en Italia a comienzos del siglo XIV. Sostiene Rosenthal que la afinidad entre el poeta y el pintor se revela ante todo en la afinidad de los tipos que ambos presentan, por ejemplo, los ángeles, «nuovi amori dell’eterno amore» (Paraíso, XXIX, 18), y después en el descubrimiento y la representación de ciertos estados de ánimo, ciertas situaciones de intimidad espiritual y psicológica—, por ejemplo, la figura de Joaquín, a quien Giotto pinta mientras avanza meditativo entre los pastores (fresco de la Capella degli Scrovegni [36], puede compararse con ciertas actitudes Virgilio de Dante («...e qui chinó la fronte / e piu non disse, e rimase turbato», Purgatorio, III, 44-45). Por consiguiente, la afinidad entre Dante y Giotto no debe entenderse «como una tendencia paralela consciente, sino como la necesaria analogía del modo en que, en determinado momento de la historia, unas premisas históricas y espirituales similares alcanzan expresión formal»22. Hacia la época en que Chaucer empezó a imitar al «gran poeta de Italia» («grete poete of Ytaille»: M onk’s Tale, 3650), la unidad del mundo medieval de donde había surgido la inspiración de Dante se estaba desmoronando; prueba de esa decadencia es precisamente el hecho de que Chaucer dejara inacabada la construcción de sus Canterbury

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Praz_Mario_MNEMOSYNE_El_paralelismo_entr
249 pag.

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