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Algo distinta es la tendencia a enlazar todo esto con la teoría de las generaciones. Wechsler, por ejemplo, intenta enlazar al individuo, a la obra...

Algo distinta es la tendencia a enlazar todo esto con la teoría de las generaciones. Wechsler, por ejemplo, intenta enlazar al individuo, a la obra literaria concreta, con el espíritu general de la época. De vez en cuando —afirma— surge un «espíritu juvenil», una nueva «comunidad juvenil» que enlaza espiritualmente a muchos individuos, por encima de las fronteras geográficas. (A diferencia de las generaciones, esto sucede a trechos muy desiguales, imprevisibles.) De este modo, toda la historia del espíritu humano (y de la creación literaria) se puede entender como la historia de la oposición entre lo antiguo y lo nuevo. No cabe ocultar que las dificultades mayores a la periodización las crean los genios. En efecto, mientras los autores mediocres pueden encajar a la perfección en las características generales y el espíritu de la época, los más grandes, además de expresar su momento histórico, imponen una visión individual que se resiste a los casilleros. Por supuesto, Shakespeare es explicable, sociológicamente hablando, por la época y el teatro isabelino; pero, además, hay una parte de genialidad individual que desborda, me parece, los esquemas sociológicos. Todos estos problemas se pueden apreciar en el caso concreto de la literatura española. Si abrimos los manuales de uso habitual, o la bibliografía de Simón Díaz, observaremos una coincidencia básica en ciertos puntos fundamentales. Por supuesto que la investigación científica y nuestros propios puntos de vista personales pueden tratar de perfilarlos con más acierto, pero, a efectos puramente didácticos, no cabe, me parece, eludir su utilización. Con esta finalidad, tan limitada, los signos son un elemento importante. Todo estudio histórico de la literatura española distinguirá, lógicamente, una época de orígenes en los distintos géneros. Dentro de la literatura medieval, poseen caracteres claramente diferentes el siglo XIII (con la creencia total de Berceo, por ejemplo), el XIV (con la prosa narrativa, dirigida, como el libro de Juan Ruiz, a un nuevo tipo de público) y el XV, con la influencia italiana y el Pre—Renacimiento. Parece evidente que los Siglos de Oro constituyen una unidad claramente diferenciada. La denominación es discutible, por supuesto, empleada en singular (no corresponde a la duración real) o en plural (alguien la podría interpretar con excesivo triunfalismo). No me parece que se resuelvan muchos problemas sustituyéndola —como se ha hecho hace poco— por la de «Edad Conflictiva», en término tomado de Américo Castro. Dentro de eso, será conveniente distinguir el siglo XVI, o Renacimiento, y el XVII, o Barroco. Hoy es cada vez más frecuente estudiar los rasgos peculiares de la etapa manierista. También es habitual y resulta útil la división del siglo XVII en dos períodos: las dos mitades, correspondientes a los reinados de los leyes Católicos y Carlos V, la primera, y a Felipe II, la segunda. En efecto, las dos poseen unas tonalidades vitales distintas (Renacimiento abierto a Europa y Contrarreforma) que se manifiestan claramente en la literatura: pensemos, por ejemplo, en la diferencia —aunque existan vínculos entre ellas, por supuesto —entre la poesía de Garcilaso y la de los místicos. El siglo XVIII constituye una unidad que hoy vemos muy clara y dotada de un gran interés histórico, tanto o más estrictamente literario. El cambio de la dinastía austríaca a la borbónica no es, ciertamente, un acontecimiento baladí, sino que va acompañado de toda una orientación nueva de la vida española (y de la literatura). Dentro de eso, más discutible es la distinción de períodos, como veremos luego, al ocuparnos de los estilos. Lo que sí parece evidente es que el siglo XVIII no concluye con el último año de la centuria. Un estudio sobre el teatro en esta época, por ejemplo, se centra, según su título, en los años 1780—1820. Casi unánimemente se admite hoy que el siglo se prolonga, por lo menos, hasta la Guerra de la Independencia, a la que, por muchos motivos, se suele calificar ya de «guerra romántica». En literatura, parece claro que el Romanticismo llega a España con retraso. Contribuyen de modo importante a su venida, como ha estudiado Vicente Lloréns, los liberales que habían sido desterrados por el absolutismo. De todos modos, está claro que el siglo XIX se divide en dos grandes períodos: el Romanticismo, en su primera mitad, y el Realismo, en la segunda. Y la época de mayor florecimiento del drama romántico es la década de 1834 (La conjuración de Venecia) a 1844 (Don Juan Tenorio). Eso no obsta para que una raíz profundamente romántica siga viva en la segunda mitad del siglo y produzca frutos tan logrados estéticamente como las Rimas de Bécquer y En las orillas del Sar, de Rosalía de Castro. Después de una etapa de transición al Realismo, tradicionalmente se hace comenzar la etapa realista propiamente dicha con La gaviota (1849), de Fernán Caballero. Parece simbólico que esta fecha casi coincida con la mitad del siglo. Dentro de eso, por supuesto, la literatura realista alcanzará especial desarrollo en los años posteriores a la revolución del 68, expresando la crisis de la conciencia nacional y los nuevos problemas que entonces se plantean de modo generalizado. En las últimas décadas del siglo, el Realismo se mezcla con la influencia del Naturalismo y con las nuevas tendencias espirituales, impresionistas, simbolistas... Recuérdese, por ejemplo, la considerable distancia que separa, desde la obra de la Pardo Bazán, a Los Pazos de Ulloa y Madre Naturaleza de La Quimera y La sirena negra. Es frecuente leer que el siglo XIX se prolonga hasta 1914, con el comienzo de la guerra europea. Sin embargo, en el terreno de la literatura española, las cosas se han de plantear, en alguna medida, de otro modo. A fines del siglo (podemos utilizar, si queremos, la fecha de 1898 como simbólica, o la de 1902, por la coincidencia de varios libros capitales) surgen una serie de obras que, evidentemente, dan comienzo a lo que podemos considerar literatura española contemporánea. Modernismo y noventa y ocho, mucho más unidos de lo que tradicionalmente se ha creído, constituyen las manifestaciones más llamativas de esta nueva sensibilidad. Un nuevo grupo de escritores se revela en los años de la primera guerra mundial: Ortega, d'Ors, Marañón, Azaña, Pérez de Ayala, Miró, Ramón... Son los llamados novecentistas, herederos del noventa y ocho, caracterizados, entre otras cosas, por el europeísmo y la afición al ensayo. Otro grupo claramente caracterizado es el de la generación poética del 27 (al que otros llaman de la Dictadura, del 25 o de la Revista de Occidente). Parece claro que el tajo tremendo de la guerra civil marca la transición a otro período, admitamos o no la existencia de la llamada generación del 36. Se suele identificar la llamada literatura española actual con la de la postguerra. Sin embargo, comprende ya cuarenta años y parece preciso estudiarla cada vez más con un criterio rigurosamente histórico, al margen de prejuicios políticos o deformaciones partidistas, como han hecho, por ejemplo, Víctor G. de la Concha, refiriéndose a la poesía, y José María Martínez Cachero, para la novela. En este último estudio se distinguen, por décadas, los «difíciles y oscuros» años cuarenta, la década de los cincuenta (de La colmena a Tiempo de silencio), el «cansancio y renovación» de los sesenta y, por último, lo que el crítico denomina «el final de la postguerra», de 1970 a 1975. De cara al futuro, parece claro que la etapa democrática abre claramente —también en literatura— un nuevo período. Concluyamos ya este apartado. El problema de la periodización posee una indudable trascendencia a la hora del estudio (no para gozar de una obra, desde luego). Dentro de eso, me preocupan menos sus fundamentos filosóficos, al estilo de Cysarz, que los problemas concretos que plantea su aplicación cotidiana. Los períodos literarios no son entidades abstractas, apriori, sino realidad literaria concreta del país que nos ocupe. Muy útil será remitirse, siempre que se pueda, a esta realidad literaria, para no caer en abstracciones vacías de sentido.

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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