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los pre- sentes: hombres conservadores, viejos y acabados. Aquellas reliquias jamás podrían entenderle, y sin duda entorpecerían su propósito. Ya n...

los pre- sentes: hombres conservadores, viejos y acabados. Aquellas reliquias jamás podrían entenderle, y sin duda entorpecerían su propósito. Ya no podía eludirlos o engañarlos por más tiempo. Además, él siempre había preferido la confrontación al subterfugio. Si el destino lo había dispuesto así, así sería. —Combinando la magia con nuestra fuerza militar, podremos dominar a las otras tribus y tomar lo que nos pertenece por derecho. —Paraíso no nos pertenece, Zar. Es de todas las tribus por igual. Sabes de sobra que… —¡He oído ese estúpido sermón demasiadas veces a lo largo de mi vida! —estalló el joven general. Los demás le miraron, asombrados y ofendidos por su atrevi- miento. —Las leyes de la naturaleza establecen como regla básica la supervivencia del más fuerte —continuó Zar—, y los más fuertes somos los ullani. Sin embargo, vivimos en el más pequeño de los cuatro continentes, hacinados y marginados, mientras las otras tribus prosperan y se desarrollan a sus anchas. —Sabes que eso no es cierto. Nuestros antepasados eligieron la Tierra del Fuego porque… —¡Conozco la historia, maldita sea! ¿Por qué conformarnos con una parte si podemos tenerlo todo? —Demasiada ambición… —murmuró Gátham sacudiendo la cabeza. —Zar, amigo —intervino otro de los generales—, estás altera- do por la campaña y por haber tenido que librar tantas batallas en tan poco tiempo. Pediremos a los guardias que te escolten hasta tu tienda para que puedas descansar. Nosotros nos ocuparemos de planear los próximos movimientos y… —¿Vais a arrestarme? —preguntó Zar, fingiendo incredulidad e indignación pese a conocer de antemano adónde le llevaría la dis- cusión. —No lo mires así; necesitas recuperarte. —Me encuentro perfectamente —replicó Zar muy despacio, mientras se desplazaba lateralmente y bloqueaba el paso entre los generales y la entrada. En el exterior de la gran tienda montaban guardia cuatro solda- dos, todavía ajenos a lo que sucedía en su interior. Los viejos gene- rales, al darse cuenta de la maniobra de su compañero, retrocedieron, inquietos e intimidados por su mirada feroz y amenazadora. —¿Qué te propones? —preguntó uno. —¡Guardias! —gritó otro. Justo antes de que aquel general diera la alarma, Zar hizo un gesto con la mano para envolver todo el interior de la tienda en una invisible burbuja mágica que no dejaría escapar ningún sonido al exterior. Inmediatamente después, desenfundó con destreza su man- doble y exterminó a los generales en pocos segundos, con golpes certeros y brutales. El último en morir fue Gátham, que no opuso respingo, sobresaltados. Se miraron entre ellos, preguntándose si debían entrar, pues sabían que los generales aborrecían las interrupciones. —¡Malditos sean! —exclamó Zar mientras caminaba a gran- des pasos hacia la entrada. Los guardias se apartaron. Zar salió, cubierto de sangre. —¿No habéis oído mi llamada? ¡Esos traidores han estado a punto de asesinarme! —¡General! ¿Qué…? —¡Tú! —exclamó Zar señalando a uno de los asustados vigi- lantes—. Llama al coronel Nikka. Que se presente aquí de inmedia- to. ¡Vosotros tres!, venid dentro. tad hacia el general ullani eran infinitas. —¿Qué ha pasado aquí? ¿Os encontráis bien, señor? —añadió, al percatarse de las recientes heridas en el cuerpo de Zar. —Reúne a todos los soldados a excepción de los que estén de guardia. Parece que nuestros viejos generales han intentado rebelar- se contra el u-Wathor y contra la tribu de los ullani. Nikka salió de inmediato, tras asentir con la cabeza, y dio las órdenes pertinentes a varios de sus hombres. Instantes después, en- tró de nuevo en la gran tienda. Zar estaba curándose algunas de las heridas que él mismo se había infligido, y los centinelas se ocupaban de mantener a las tropas en el exterior. El hombre de confianza de Zar revisaba el diario donde figuraba el acuerdo de los supuestos traidores con los yshai. —¡No toquéis nada! —ordenó Zar a los dos soldados que es- taban en el interior de la tienda—. Aquí han muerto seis generales ullani. Aunque sean traidores y sus cuerpos no merezcan reposar en nuestra tierra, debemos esperar la llegada de los inspectores del u-Wathor. —¡Pero señor! —protestó Nikka—. ¡No pueden acusaros de nada! Este diario demuestra… —Lo sé muy bien, Nikka —interrumpió Zar—. Sin embargo, no quiero tener la menor falta de respeto hacia el u-Wathor, aunque sus inspectores puedan deshonrar mi nombre. Podéis salir —añadió Zar dirigiéndose a los soldados, que habían escuchado atentamente aquellas nobles palabras, como era la intención del general. Una vez solos, Zar hizo partícipe a Nikka de parte de sus pla- nes, pues necesitaba a alguien que le ayudara a llevarlos a cabo, y no confiaba en nadie más que en aquel hombre. Sin embargo, le ocultó parte de sus designios por considerar que el coronel aún no estaba preparado para aceptarlos completamente. Minutos después, los alrededores estaban atestados con todos los soldados que no tenían ningún quehacer pendiente. Zar salió y su sola presencia, con el cuerpo cubierto de sangre y un brillo salvaje y decidido en sus ojos, bastó para acallar a la multitud. —Hoy han muerto seis traidores a la tribu de los ullani —dijo con voz potente—. Seis de los generales más honorables y laureados de nuestro ejército se habían vendido a los yshai por un pedazo de tierra… de nuestra tierra. Zar hizo una pausa. Los soldados escuchaban con atención, conteniendo el aliento. —Querían entregar el Cabo Blanco a nuestros enemigos para convertirse en terratenientes. Si estos hombres en los que yo confia- -ba y a los que consideraba mis amigos han sido capaces de tamaña traición, no puedo dejar de preguntarme: ¿qué clase de hombres es- tán a la cabeza de nuestra tribu? ¿En manos de quién podemos poner nuestra vida? Aquellas preguntas provocaron un coro de murmullos, que pronto remitió para devolver el silencio al campamento ullani. —Pero también os diré algo —continuó Zar—: estos traidores cometieron un grave error; creyeron que yo los secundaría y apo- yaría su plan por ambición o codicia. Se equivocaron. Yo soy leal a los ullani. Los generales me aseguraron que vosotros, sus hombres, haríais lo que ellos os ordenaran, pero yo estoy convencido de que todos vosotros, al igual que yo, haréis lo que es mejor para la tribu. ¿Estáis conmigo? —preguntó con voz salvaje. Un griterío ensordecedor fue la respuesta de los soldados ulla- ni, dispuestos a hacer cualquier cosa por su general, henchidos de orgullo y deseosos de seguir luchando a sus órdenes. —Una cosa más —Zar esperó a que todos se calmaran—. Esto no alterará en absoluto nuestros planes de batalla. Mañana culmina- remos una campaña de éxitos con la toma de Puerto Villardo. Nada podrá detenernos. Gritos eufóricos y exaltados corearon la última afirmación del general. —Después esperaremos aquí a los inspectores del u-Wathor. Tardarán algún tiempo en llegar, así que acondicionad como es debi- do este lugar. Una vez que lleguen, quiero que los tratéis con todo el respeto que merecen, aunque hagan cosas que os parezcan deshon- rosas o insultantes. ¿Está claro? Los soldados asintieron y dieron su conformidad a regañadien- tes, pues ya sospechaban que los inspectores iban a investigar a Zar, y aquello era algo inaceptable. Las palabras del joven general ullani habían tenido el efecto que éste pretendía: mediante su actitud pa- triótica y respetuosa, había puesto a la tropa en contra de los inspec- tores. Ahora sólo le faltaba ocuparse de los oficiales de confianza de los seis generales muertos, que sin duda estarían molestos y más que recelosos. Pronto tendría el control absoluto de aquellas legiones. — 6 — Meldon se iba a casa desde la sala del Espejo cuando, sin saber exactamente por qué, cambió de parecer y se dirigió a la estación del gravitrén inter-Secciones. Después de lo ocurrido frente al Espejo, no sentía especiales deseos de estar con su familia, aunque pareciera una contradicción. Pocas horas después, se encontraba con Trellper Boh en la estación de la Sección Cuatro. Boh miró de arriba

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El espejo - Eduardo Lopez Vera
268 pag.

Empreendedorismo Faculdade das AméricasFaculdade das Américas

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