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aba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio y la ve...

aba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio y la venganza se desataban en mi pecho y superaban todos los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza y vengar las muertes de William y Justine. Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud de mi padre se vio profundamente afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y abatida; ya no encontraba ningún placer en sus actividades cotidianas; y cualquier alegría le resultaba sacrílega para con los muertos; pensaba que la pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje que tenía que rendir por la inocencia que se había destruido y aniquilado de aquel modo. Ya no era la criatura feliz que en su primera juventud había vagado conmigo por las orillas del lago y hablaba con alegría de nuestras perspectivas futuras. Ahora se había convertido en una mujer seria y a menudo hablaba de la volubilidad de la fortuna y de la inestabilidad de la adalso por esos mismos crímenes, no me cambiaría jamás por semejante monstruo. Escuché sus palabras con una angustia indescriptible. Yo era, no físicamente, pero sí efectivamente, el verdadero asesino. Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y, cogiéndome cariñosamente la mano, dijo: —Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte; esos acontecimientos me han afectado… ¡Dios sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan destrozada como tú… Hay en tu rostro una expresión de dolor, y a veces de venganza, que me hace temblar; cálmate, mi querido Victor; daría mi vida por que estuvieras tranquilo. Verás como volveremos a ser felices: viviendo apaciblemente en nuestro país natal y apartados del mundo, ¿qué podría era maravilloso; y si mi pena hubiera sido de esas que se pueden ahuyentar mediante cualquier entretenimiento pasajero, aquel viaje habría obtenido ciertamente el resultado que mi padre se había propuesto. En todo caso, me interesó un tanto el paisaje: a veces me apaciguaba, pero no podía mitigar del todo mi dolor. Durante el primer día, viajamos en un carruaje. Por la mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las que nos dirigíamos poco a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por el que transitábamos, y que estaba formado por el Arve, cuyo curso seguíamos, se cerraba sobre nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso, vimos las inmensas montañas y precipicios descolgándose sobre nosotros por todas partes y oímos el sonido del río rugiendo entre las rocas y las cascadas precipitándose alrededor. Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en mulas; y a medida que ascendíamos más y más, el valle adquiría un aspecto más bello y frondoso. Los castillos en ruinas colgando de los precipicios en montañas pobladas de pinos, el Arve impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí y allá entre los árboles formaban una escena de singular belleza. Pero aún lo fue más, y se acercó a lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes, cuyas blancas y brillantes pirámides y cúpulas se elevaban como torres sobre todo lo existente en la Tierra: la morada de otra raza de seres. Cruzamos el puente de Pelissier, donde la quebrada que forma el río se abría ante nosotros, y comenzamos a ascender la montaña que se elevaba sobre él. Poco después, entramos en el valle de Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso y sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como el de Servox, que era el que acabábamos de dejar atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas, pero ya no vimos más castillos en ruinas ni tierras fértiles. Los inmensos glaciares se acercaban casi al camino; oímos el atronador retumbar de avalanchas que se desprendían y la huella de neblina que dejaban a su paso. El Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc, se elevaba sobre las aiguilles que lo rodean, y su imponente cúpula dominaba el valle. Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a Elizabeth y me esforcé en señalarle las distintas maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a mi mula a quedarse atrás, para poder entregarme así a las penas de mis pensamientos. En otras ocasiones espoleaba al animal para que adelantara a mis compañeros de viaje, para poder olvidarme de ellos, del mundo y, sobre todo, de mí mismo. Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba y me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el horror y la desesperación. A las ocho de la tarde llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba encantado y muy animado. La única circunstancia que le molestaba era el viento del sur y la lluvia que ese viento prometía para el día siguiente. Nos retiramos pronto a nuestros aposentos, pero no a dormir: al menos, yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a la ventana, observando los pálidos resplandores que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana. CAPÍTULO 15 Al día siguiente, contrariamente a los pronósticos de nuestros guías, hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado. Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban todo el consuelo que podía recibir. Me elevaban por encima de la mezquindad; y aunque no podían disipar mi dolor, lo mitigaban y lo acallaban. En alguna medida, también, apartaban mi mente de los pensamientos en los que había estado sumida durante el último mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos desdichado, y conversaba con mi familia con más simpatía de lo que había sido mi costumbre desde hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento, y Elizabeth, encantadísima. —Mi querido primo —decía—, ¿ves cuánta felicidad nos traes cuando eres feliz? ¡No recaigas de nuevo! A la mañana siguiente llovía torrencialmente y unas nieblas densas ocultaban las cimas de las montañas. Me levanté muy pronto, pero me sentía inusualmente melancólico. La lluvia me deprimía, los viejos temores volvieron a mi corazón, y me encontraba abatido. Sabía cuánto le desagradaría a mi padre este cambio repentino, y preferí evitarlo hasta que me recuperara lo suficiente, al menos, como para poder ocultar los sentimientos que me apesadumbraban. Supe que ellos se quedarían toda la tarde en la posada; y, como yo estaba muy acostumbrado a la lluvia y al frío, decidí subir el Montanvert solo. Recordaba la impresión que había causado en mi espíritu, cuando estuve allí por primera vez, la visión del gigantesco glaciar siempre en movimiento. En aquella ocasión me había embargado un éxtasis sublime que daba alas al alma y le permitía remontarse desde este oscuro mundo hasta la luz y la alegría. La contemplación de lo terrible y lo majestuoso en la naturaleza siempre ha tenido en realidad la capacidad de ennoblecer mi espíritu y de hacerme olvidar las preocupaciones pasajeras de la vida. Decidí ir solo, porque conocía bien el camino, y la presencia de otra persona arruinaría la solitaria grandeza del paisaje. El ascenso es muy pronunciado, pero el camino se recorta en constantes revueltas que permiten ascender esas montañas casi verticales. Es un paisaje aterradoramente desolado. En mil lugares se aprecian los restos de los aludes invernales, donde los árboles yacen en tierra, quebrados y astillados: algunos, completamente destrozados; otros, inclinados y apoyados en los salientes rocosos de la montaña o recostados y atravesados sobre otros árboles. Cuando uno alcanza cierta altura, el camino se cruza con barranqueras cubiertas de nieve, desde donde suelen desprenderse continuamente piedras que caen rodando; una de esas quebradas es particularmente peligrosa, porque el más leve sonido, incluso el que se produce al hablar en voz alta, genera una vibración en el aire lo suficientemente violenta como para desatar la destrucción sobre la persona que se atrevió a hablar. Los abetos aquí no son ni altos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al paisaje. Miré abajo, al valle; imponentes nieblas se estaban elevando desde el río, que lo atraves

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Frankenstein-Mary_Shelley
191 pag.

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