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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 1 
 
 
 
 
 
 
 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
 UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL 
 
 
 
 
 
L e c t u r a 3 
 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. 
Madrid. Prentice-Hall. Pp 204-260 
 
 
 
 
 
 
 
 
Para lograr el objetivo específico de presentarte el origen filosófico y científico de la 
psicología de la Unidad I de Origen filosófico y científico de la psicología referente a la 
unidad mínima de aprendizaje Los grandes filósofos y el umbral de la psicología: el siglo 
XIX revisa y analiza la siguiente lectura. 
 
EL MUNDO DEL SIGLO XIX 
UU NN II DD AA DD II .. 
 
O R Í G E N E S F I L O S Ó F I C O S Y 
C I E N T Í F I C O S D E L A P S I C O L O G Í A 
 
 
 
El consenso de la Ilustración finalizó con la Revolución Francesa, que fue acogida al 
principio como el inicio de una Edad de la Razón aún más gloriosa, pero que después fue 
temida y odiada por su Reinado del Terror. Las implicaciones reales del espíritu geométrico 
se hicieron patentes y los pensadores del siglo xix se vieron ante la precisión de 
enzarzarse en un cuerpo a cuerpo con el naturalismo. Esta tarea se hizo más urgente con 
la teoría de la evolución de Darwin, que no sólo equiparó al hombre con el mono, sino que 
también desterró cualquier tipo de intencionalidad o progreso de la historia. A todo lo largo 
del período, el problema de la naturaleza humana fue, pues, planteado por numerosos 
filósofos, fisiólogos, literatos y revolucionarios. La segunda mitad del siglo presenció la 
fundación de la psicología científica y la formulación de sus tres variantes: el estudio de la 
conciencia, del inconsciente y de la adaptación. 
Un especialista del siglo xix, Franklin Baumer (1977), ha sugerido una útil división 
conceptual de este período, por considerarlo demasiado complejo para ser tratado 
cronológicamente. Propone la existencia de cuatro mundos decimonónicos, tesis que, 
grosso modo, seguiremos aquí. El prime-ro es el mundo romántico, que reaccionó 
vigorosamente contra el naturalismo de les philosophes. El segundo mundo es la Nueva 
Ilustración, que llevó a término, en forma algo modificada, el programa de les 
philosophes. El tercero es el mundo del darwinismo y la evolución. Al cuarto mundo le 
llama Baumer el fin d e siécle (fin de siglo), un mundo de angustia surgido de la 
desesperación con respecto a la Naturaleza, la Humanidad y el futuro. 
 
 
La reafirmación de lo Trascendental: la rebelión romántica 
 
Aunque de ordinario pensamos en el romanticismo como en un movimiento 
artístico que puso el acento en el sentimiento humano, fue mucho más que 
eso. Constituyó una rebelión general contra la concepción del mundo de cuño 
cartesiano-newtoniano. El primer poeta romántico, William Blake (1757-1827), 
confiando en que la humanidad pudiera escapar de la perspectiva científica, 
 
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Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
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escribía, por ejemplo: «¡Ojalá nos guarde Dios / de la visión Única y del sueño 
de Newton»• s. Allí donde los escritores de la Ilustración habían valorado las 
«pasiones» moderadas y mora-les, los románticos tendieron a idolatrar todas 
las emociones fuertes —aun-que fuesen violentas o destructivas—. Sobre todo, 
los románticos querían ser algo más en el universo que átomos y vacío. En 
cierto sentido, el romanticismo reafirmó la creencia racionalista en algo que 
trasciende la apariencia material. 
Es, pues, lógico que el movimiento romántico, al menos en filosofía, se 
iniciara con Kant. Ya hemos advertido cómo sus sucesores idealistas hicieron 
de la realidad material la expresión de algo espiritual, que se manifiesta a sí 
mismo en las apariencias. El poeta romántico Coleridge adaptó y elaboró la 
distinción kantiana entre la Verstand, el proceso limitado del entendimiento 
descrito por Locke, y la Vernuft, la facultad intuitiva ca-paz de trascender las 
apariencias y aprehender la verdad nouménica. 
En el romanticismo se ponen de manifiesto varios conceptos importan-tes 
para la Psicología. Uno de ellos es el de inconsciente. El pensamiento 
consciente y discursivo fue la herramienta de la Ilustración, tanto en el terreno 
del arte como en el de la filosofía. Por el contrario, el romanticismo, en su 
búsqueda del infinito, sostuvo que el inconsciente era más importante. Los 
poetas, por ejemplo, confiaban en escribir automáticamente en un trance 
extático, de forma que el Infinito quedara registrado sobre el papel. En filosofía, 
Schopenhauer postuló que la Voluntad es la realidad nouménica oculta tras las 
apariencias. La Voluntad de Schopenhauer, y en concreto la voluntad de vivir, 
empuja al hombre a una búsqueda sin fin e inútil de algo mejor. Semejante 
descripción de la Voluntad se anticipa al id de Freud. Schopenhauer escribió en 
los Parerga: «En el corazón de todo hombre habita una bestia salvaje». La 
inteligencia intenta controlar la Voluntad, pero su furor inflige dolor al yo y a los 
demás. También prefiguraron a Freud aquellos escritores que vieron en los 
sueños el lenguaje 
del inconsciente, que sólo precisaba ser descifrado para revelar los secretos 
del Infinito. 
 
• Blake se mofó de les philosóphes: «Refros, reíros, Voltaire, / Rousseau: reíros. reíros: ¡̀ todo es 
inútil'!» Como otros románticos, Blake detestaba la Revolución Industrial, cuyas «lóbregas, satánicas 
hilanderías» contaminaban «de Inglaterra las verdes montañas». 
 
En la Voluntad de Schopenhauer —el núcleo de la vida mental— des-
cubrimos otro importante y complejo concepto romántico: el de actividad mental 
y libertad. La Voluntad es una bestia salvaje, pero al paso que lo salvaje 
entraña dolor, también implica libertad de elección. La filosofía de 
Schopenhauer resultaba así una reacción voluntarista y romántica contra el 
determinismo materialista de la Ilustración. Por regla general, esto llevó a los 
románticos a idolatrar a los héroes, los genios y los artistas —a todos aquellos 
que afirmaban sus Voluntades y no se plegaban a los dictados del mundo—. 
Thomas Carlyle, por ejemplo, veneró a héroes que iban desde Odin hasta 
Shakespeare y Napoleón. Desde un punto de vista psicológico, esta nueva 
forma de voluntarismo dio al traste con la tabula rasa. Una mente tan 
voluntarista como la contemplada por los románticos, difícilmente podía ser un 
mero receptáculo pasivo de estímulos externos. Coleridge, por ejemplo, 
equiparaba la mente a una lámpara que irradia luz intelectual. El influjo de 
Schopenhauer se evidencia también en la psicología de la conciencia de 
Wundt, pues éste hace un gran hincapié en la capacidad de la mente para 
organizar su propio contenido, forma de voluntarismo que contrasta 
radicalmente con la pasividad del asociacionismo. 
No sólo rechazaron los románticos la idea de que una persona fuese una 
máquina, sino que también repudiaron la misma idea en lo tocante al 
universo. Fueron vitalistas y teleologistas, para quienes la naturaleza no era 
materia muerta —meros átomos en el vacío—, sino algo orgánico, en 
desarrollo y que se perfecciona a sí mismo con el tiempo. La Biología, y no la 
Física, debe suministrar el modelo de reflexión sobre las cosas, afirmaban 
los románticos. Herder expresó este sentimiento en Alemania. En Inglaterra 
fue convincentemente formulada por el intelectual conservador Edmund 
Burke (1729-1797), quien declaró que la naturaleza humana y la sociedad se 
desarrollan lentamente al correr de los siglos. Puso en la picota el intento de 
la Revolución Francesa de erigir una sociedad basada tan sólo en la razón 
pura y geométrica, ignorandola sabiduría de la historia. Semejante 
concepción romántica de la Naturaleza era progresista y optimista, pero 
pronto quedaría reducida a añicos por la teoría de la selección natural de 
Darwin. Los románticos ya creían en la evolución, pero ésta no consistía en 
el proceso dirigido por el azar del darvinismo. 
El vitalismo romántico significa que, si bien podemos ver en el roman-
ticismo una reafirmación de la búsqueda racionalista de la Verdad tras-
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cendente, los románticos no fueron defensores del Ser. Carlyle, por ejemplo, 
insistía en que la Verdad está siempre deviniendo, y nunca se limita a ser. La 
Verdad no es un conjunto estático de Formas, sino algo vivo, algo que 
siempre se está perfeccionando. Esta idea, al menos, podría compaginarse a 
la perfección con el evolucionismo darvinista. 
Hubo un concepto de la Ilustración que inspiró a los románticos y que 
ellos enriquecieron. El asociacionismo de Hartley constituyó un elemento 
importante de la teoría crítica romántica. La poesía clásica abundaba en 
abstracciones escritas con mayúsculas, tales como «Belleza», mientras que 
los románticos escribían sobre las bellezas concretas e individuales a partir 
de las cuales nos formamos la idea de Belleza. En el asociacionismo, los 
juicios estéticos y morales son sentimientos, reacciones subjetivas y emo-
cionales, relativamente independientes de la razón discursiva. Los románti-
cos realzaron lo subjetivo y pasional, e intentaron servirse del análisis aso-
ciacionista de la mente como forma de evocar respuestas emocionales en 
sus lectores. Enriquecieron el asociacionismo al acentuar el concepto de 
coalescencia, es decir, al recalcar que la imaginación activa puede sintetizar 
los elementos atómicos en una creación que es más que la suma de las 
propias unidades atómicas, como cuando los colores elementales se 
mezclan para dar otro cualitativamente diferente. Wundt dio gran importancia 
al poder de la mente para sintetizar los elementos mentales, al paso que los 
psicólogos de la Gestalt adoptaron una postura todavía mucho más holística. 
Podemos concluir diciendo que los románticos se opusieron al mecani-
cismo en todos los terrenos y promovieron conceptos rivales, tales como 
libertad individual, voluntarismo, holismo, vitalismo y teleología. Aunque el 
romanticismo fue avasallado por los desarrollos posteriores de la ciencia, y en 
especial por el darvinismo, desempeñó un papel en la formación de la 
psicología —sobre todo en su lugar de nacimiento, Alemania— y, en una forma 
u otra, ha preservado siempre un fuerte atractivo para todos aquellos 
desazonados por el espíritu geométrico y sus productos. 
La nueva Ilustración 
Por supuesto, no todo el mundo se desencantó del naturalismo. Hubo 
numerosos pensadores importantes que llevaron adelante el espíritu y las 
ambiciones de la Ilustración, sobre todo en Inglaterra y Francia. Varios mo-
vimientos de la Nueva Ilustración tienen interés para la Psicología. 
 
Utilitarismo y asociacionismo 
El utilitarismo y el asociacionismo son doctrinas inextricablemente en-
trelazadas. El utilitarismo describe los aspectos motivacionales y dinámicos de 
la mente; el asociacionismo describe la mecánica cognitiva de la mente. El 
primero estaba implícito en las enseñanzas de los asociacionistas del siglo 
xvm, desde Hume en adelante, para quienes las sensaciones son, o bien 
agradables —deseamos que se repitan—, o bien desagradables —de-seamos 
evitarlas—. El utilitarismo intentó simplemente aplicar este sistema 
motivacional al conjunto de la sociedad. 
La doctrina motivacional del utilitarismo fue elaborada en su forma más 
acabada por el reformista inglés Jeremy Bentham (1748-1832). Este iniciaba su 
Introducción a los principios de la legislación moral (1789) con una ardorosa 
proclama de hedonismo utilitarista: «La Naturaleza ha colo-cado a la 
Humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos, el dolor y el placer. Sólo a 
ellos toca señalarnos lo que debemos hacer, así como determinar lo que 
haremos... Nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en 
todo lo que pensamos.» En consecuencia, el individuo debe orientar su vida 
eligiendo aquellas lineas de acción que maximicen su placer y minimicen su 
dolor: he aquí la única ética científica. Los legisladores —el blanco preferido de 
Bentham en cuanto reformista—deben seguir idéntico criterio, procurando 
promover la mayor felicidad de la mayoría en todos las actos de gobierno. 
Bentham creía que el gobierno es, por naturaleza, opresivo; daba por supuesto 
--como el primer economista, Adam Smith— que un gobierno mínimo permitiría 
a cada individuo procurar su propia felicidad. 
Las leyes benthamianas del principio del placer se parecen a las leyes de 
asociación propuestas por Hume, Hartley y Brown. El valor del placer y del 
dolor viene determinado por la intensidad, duración, certeza y proximidad de la 
sensación correspondiente. Bentham pretendió cuantificar tanto el placer como 
el dolor, de suerte que las decisiones morales pudieran tomarse haciendo un 
balance del placer o dolor netos que cabía esperarse siguieran de la selección 
de actos posibles y posterior elección de aquél que satisficiera el principio de 
utilidad. Siguiendo también a los asociacionistas, Bentham distinguía entre 
placeres o dolores simples y placeres o do-lores combinados y complejos. 
Procede a continuación a suministrar una elaborada enumeración de los tipos 
de placer, resultando la lista mucho más larga de lo que un postfreudiano 
actual pudiera esperar. Hay, sin duda, placeres y dolores sensuales, pero 
 
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también están los placeres de riqueza, poder, piedad y benevolencia, por citar 
sólo unos pocos. Bentham analizó, asimismo, las características individuales y 
raciales que modifican la acción del principio de utilidad según la disposición 
personal. Consagró entonces sus mayores esfuerzos a desarrollar un 
programa de buen gobierno, basándose exclusivamente en el principio racional 
de utilidad, y desechando cualquier consideración emanada del contexto 
histórico o de los derechos humanos. Fue una demostración de espíritu 
geométrico y filosofía mecanicista que hubiese hecho estremecerse a Edmund 
Burke o a cualquier romántico. 
Uno de los seguidores más entusiastas de Bentham fue James Mill (1773-
1836), un político que derivó hacia la Filosofía. Expuso ardiente-mente el 
benthamismo, pero su fama en psicología se debe a su asociacionismo 
mecanicista. Mili no aportó en realidad nada nuevo al asociacionismo; más bien 
representó su manifestación más extrema. Sigue a Hume y a Hartley, al 
distinguir entre las sensaciones y sus copias i d e a s — , y a Condillac, cuando 
intenta reducir toda la actividad mental a la asociación. Mill adopta lo que 
podríamos llamar teoría-mecano de la mente. Según tal concepción, la mente 
es una pizarra pasiva y en blanco, receptiva a las sensaciones simples l o s 
nódulos del mecano—, a partir de las cuales se forman las sensaciones 
complejas o ideas por medio de eslabones asociativos —las varillas que unen 
los nódulos— entre las unidades atómicas. Los eslabones asociativos se 
construyen de dos formas. Algunas sensaciones siempre ocurren juntas, o 
sincrónicamente, y acaban engarzándose. Oler una rosa sugiere s'is restantes 
atributos, con los que el olor se halla regularmente asociado en nuestra 
experiencia. Otras sensaciones se producen regularmente en secuencia, o 
sucesivamente, y Mill sigue a Hume al reducir la causalidad a series asociativas 
regulares. Mill analiza el habla como un rosario de palabras atómicas asociadas, 
ignorando totalmente el control del significado de una frase por parte del 
discurso.Su asociacionismo mecanicista suele tomarse como una buena 
muestra de reductio ad absurdum de la psicología asociativa. En su Análisis de los 
fenómenos de la mente humana Mill presenta, por ejemplo, la idea de una casa 
como un compuesto de numerosas unidades más simples, tales como los 
clavos, las tablas y las hojas de cristal. A renglón seguido concluye: «¿Cuántas 
más (ideas componen) la idea que llamamos Todo?» Uno se imagina a la 
mente ocupada por una colosal e inmanejable construcción de mecano. El 
asociacionismo de Mill prescinde de las facultades mentales preservadas por 
Hartley y otros asociacionistas. Hecho que, combinado con el hedonismo 
utilitarista, da como resultado una imagen de la mente completamente 
mecánica, en que una idea sucede a otra automáticamente sin que haya lugar 
para el control voluntario. El ejercicio de la voluntad es una ilusión, argüía Mill. 
El razona-miento no es más que la combinación asociativa de las ideas 
contenidas en los silogismos. La atención se reduce al hecho de que la mente 
está ocupada con cualesquiera ideas que le resultan particularmente 
agradables o dolorosas. La mente no dirige la atención; su atención viene 
dirigida mecánica-mente por el principio de utilidad. Como Bentham y otros 
muchos que escribieron sobre la mente, Mill expuso su psicología con 
propósitos de re-forma. No era un psicólogo. Influido por Helvetius, como 
también lo estuvo Bentham, Mill sentía un especial interés por la educación. Si 
la persona es completamente pasiva cuando nace, es deber de la educación 
moldear correctamente su mente. Mili puso sus ideas en práctica mediante la 
rigurosa educación que dio a su hijo, enseñándole griego clásico a los tres 
años y latín a los ocho; hijo que a la edad de diez años escribió una Historia del 
Derecho Romano. 
Con todo, el mencionado hijo, John Stuart Mill (1806-1873), no se convirtió 
en el perfecto utilitarista que su padre esperaba. Aunque al principio se 
adhirió a Bentham, un colapso nervioso de que fue víctima le llevó a 
considerar el benthamismo estéril, estrecho y excesivamente calculador. 
Incluso llegó a calificar de «un mal» el programa de Bentham. Al fin ter-minó 
por atemperar los principios hedonistas de Bentham con la visión romántica 
de la naturaleza y el sentimiento humano propios de Wordsworth. Incluso 
suscribió la preferencia romántica por lo natural y crecido espontáneamente 
sobre lo manufacturado, y negó que el ser humano fuera una máquina. 
Consideraba que las personas eran cosas vivientes, cuyo desarrollo y 
crecimiento autónomos deben fomentarse. 
La versión del asociacionismo propia de J. S. Mill quedó atenuada por la 
inclinación romántica a la síntesis. Esta combinación le llevó a su idea de la 
química mental. Los primeros asociacionistas, incluido su padre, habían 
reconocido que ciertos eslabones asociativos se hacían tan fuertes que las 
ideas engarzadas parecían inseparables. J. S. Mill llegó más lejos, man-
teniendo que las ideas elementales pueden fusionarse en una idea global, no 
reducible a sus elementos. Los elementos generan la nueva idea, no se 
limitan a componerla. Propuso los colores como ejemplo de dicho proceso. 
 
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Dése vueltas a una rueda dividida en sectores, cada uno de ellos pintado de 
un color primario, y a cierta velocidad se tendrá la experiencia de blancura, no 
de colores que giran. Los colores atómicos de la rueda están generando un 
nuevo color, un tipo diferente de experiencia. 
Sin embargo, debemos destacar que, si bien Mill diluyó el benthamismo 
asociacionista de su padre con las concepciones más amplias del ro-
manticismo, su objetivo seguía siendo mejorar el utilitarismo y el empirismo, 
no refutarlos. Siempre aborreció el intuicionismo místico de Coleridge, Carlyle 
y demás románticos. Recuperó el análisis de la materia de Berkeley, aunque 
privado de Dios, no admitiendo ninguna realidad noumémica más allá de las 
apariencias. Para J. S. Mill, la materia no es más que la permanente 
posibilidad de sensación. La pluma en nuestro despacho, por ejemplo, existe 
únicamente porque puede siempre ser percibida, se la perciba o no en un 
momento dado. Ni tampoco aceptó Mill el voluntarismo romántico. Su química 
mental, aunque reconocía la posible coalescencia de sensaciones e ideas, 
siguió siendo una descripción pasiva de la mente. No es la actividad 
autónoma de la mente lo que acarrea el cambio químico cualitativo, sino la 
forma en que las sensaciones son asociadas en la experiencia: no nos es 
dado elegir ver o no ver el disco blanco que gira, ya que la experiencia es 
impuesta a nuestra percepción por las condiciones del experimento. 
John Stuart Mill fue el último gran filósofo asociacionista. Su asocia-
cionismo surgió en un contexto de discusiones lógicas y metafísicas, y no 
nuevamente psicológicas. Mill creyó en la posibilidad de la ciencia de la 
naturaleza humana de Hume, y, de hecho, intentó contribuir a su metodología. 
Los asociacionistas posteriores adoptaron un sesgo más claramente 
psicológico; por ello los reservaremos para un apartado ulterior. 
 
Positivismo 
Ya hemos tenido ocasión de encontrarnos con filósofos, como Berkeley, 
Hume y Newton, que, al menos parcialmente, son positivistas, puesto que 
patrocinan una epistemología que limita el conocimiento humano a lo que es 
inmediatamente observable. Sin embargo, a medida que la ciencia de la 
Naturaleza y la tecnología cosechaban éxito tras éxito, se extendió por 
Europa un talante generalizado, denominado cientismo, que encarnaba la fe 
en la capacidad de la Ciencia para contestar todas las preguntas, para 
resolver todos los problemas. Era natural, pues, que la ciencia, basada desde 
Newton y Bacon en una epistemología positivista, fuera elevada a la ca-
tegoría de nueva religión —de concepción del mundo que pretendía su-
plantar al ya asediado cristianismo—. Tal fue la empresa de Augusta Comte 
(1798-1857). Comte la bautizó con el nombre de positivismo, el cual englo-
baba una epistemología, sendas filosofías de la ciencia y de la historia y una 
religión. 
En cuanto epistemología, el positivismo adoptó un empirismo radical. La 
especulación metafísica y las explicaciones de la Naturaleza en términos de 
entidades inobservables debían ser abandonadas. En su lugar, el cono-
cimiento humano había de ceñirse a recopilar y correlacionar hechos con el 
fin de obtener una descripción fidedigna del mundo. Según Comte, no había 
otro método y filosofía apropiados para la Ciencia. Con la capacidad de 
predecir la Naturaleza viene la capacidad de controlarla. Por eso, en el 
momento en que surja una ciencia de la Humanidad, la sociedad y los 
individuos quedarán por igual sujetos a control. 
Comte presentó un cuadro panorámico de la historia, en que ésta cons-
tituía un proceso ascendente e ineluctable compuesto por tres amplios es-
tadios. El primer estadio es el teológico, en que el hombre se explica los 
acontecimientos naturales postulando dioses invisibles o espíritus responsa-
bles de aquéllos. El segundo estadio es el metafísico, en el que los dioses y 
espíritus se han trocado en abstracciones u otras causas inobservables, 
ideadas para explicar la Naturaleza. El tercer estadio es el científica, donde la 
explicación es abandonada en aras de la descripción, la predicción y el 
control, y donde la Religión de la Humanidad suplanta al Cristianismo. Comte 
proporciona elaboradas descripciones de su nueva religión. Se trata de una 
construcción acabada, con su élite de sacerdotes científicos, su manifiesto 
revolucionario en favor del control científico de la sociedad y su bandera. 
Algunas de las opiniones de Comte son curiosamente victorianas: por 
ejemplo, su creencia en que la adoración por la Mujer formabaparte 
prioritaria de la veneración por la Humanidad. 
El interés de Comte no iba a la Ciencia como tal, sino a cómo la Ciencia 
podía ser usada para perfeccionar a la Humanidad. Su epistemología y sus 
filosofías de la ciencia y de la historia están todas ellas supeditadas a la 
construcción de una nueva sociedad científica. Su público real se compuso de 
mujeres y trabajadores, a quienes Comte consideraba oprimidos por los 
intereses creados que entonces regían la sociedad. Estaba convencido de que 
 
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sólo mediante los esfuerzos de esos grupos llegaría la revolución positiva. Si 
bien sería una élite de científicos la que regiría la sociedad, Comte pretendía 
en primer lugar convencer a las masas. 
Las opiniones de Comte sobre psicología son interesantes. Establece una 
lista jerárquica de las ciencias, desde las más básicas —y primeras que se 
desarrollaron— hasta las más comprehensivas— y últimas en desarrollar-se—. 
Dicha jerarquía es como sigue: Matemáticas, Astronomía, Física, Química, 
Fisiología y Biología, y Sociología. Habitualmente se le atribuye el mérito de ser 
uno de los fundadores de la Sociología, concebida por él como la ciencia que 
haría posible su nuevo mundo dirigido por la Ciencia. La Psicología, en cambio, 
no aparece en la lista. Comte desaprobaba la psicología introspectiva, a la que 
consideraba confusa y metafísica. Mantuvo cierta esperanza en la Frenología, 
que se esforzaba por ligar los rasgos de la personalidad a las distintas áreas 
del cerebro. De aquí que escindiese la Psicología en dos, arruinándola como 
disciplina coherente. Asignó el estudio del individuo a la Fisiología y la Biología, 
como en la Psicología frenológica. El estudio del hombre en cuanto animal 
social pertenecía a la Sociología. Por añadidura, parece que a Comte la 
psicología filosófica de su época se le antojaba demasiado intelectual. Recalcó 
una y otra vez que los seres humanos son, antes que nada, criaturas que sien-
ten y, sólo después, criaturas inteligentes. 
El positivismo de Comte y su Religión de la Humanidad inspiró a un sinfín 
de personas a todo lo largo y ancho de Europa. Algunas intentaron realizar su 
programa religioso-revolucionario, fundando sociedades positivistas e incluso 
abriendo iglesias positivistas. Sin embargo, los pensadores más serios miraron 
con desagrado la religión de Comte, prefiriendo en su lugar su epistemología. 
Tal fue, por ejemplo, la actitud de john Stuart Mill, quien mantuvo una 
voluminosa correspondencia con Comte. Como consecuencia, el positivismo se 
convirtió cada vez más en un movimiento puramente filosófico y, por último, en 
una filosofía de la ciencia. Dos figuras se han hecho acreedoras a una mención 
en este aspecto: Claude Bernard (1313-1878) y Ernst Mach (1838-1916). 
Bernard fue un fisiólogo francés, autor de una influyente obra sobre filosofía 
de la ciencia: Introducción al estudio de la medicina experimental (1865). Aunque rechazó 
el sistema y la religión de Comte por acusar los mismos vicios que otros 
sistemas metafísicos y religiones, su concepción de la Ciencia es 
eminentemente positivista. Sólo la rigurosa comprobación de las hipótesis 
objetivas científicas con métodos objetivos puede producir conocimiento. Toda 
cuestión no susceptible de tal tratamieiito carece de sentido. El mundo debe 
ser contemplado como un sistema perfectamente determinista, porque sólo 
desde tal punto de vista es posible la Ciencia. El primer objetivo de la ciencia 
son la predicción y el control. 
Ernst Mach fue un gran físico alemán que propuso como filosofía de la 
ciencia una versión radical del positivismo, en un intento de explicar los 
fundamentos verdaderos de la Ciencia. Admiró a Berkeley, y, al igual que éste, 
consideró que la conciencia humana es un conjunto de sensaciones, más allá 
de las cuales no podemos penetrar sin incurrir en el crimen de lesa metafísica. 
El objetivo de la ciencia es el ordenamiento económico de las sensaciones, y 
nada más. Así, por ejemplo, Mach rehusó creer en la existencia de los átomos, 
porque nadie los había visto todavía. La teoría es algo que debe evitarse, salvo 
cuando establece correlaciones entre experiencias y resulta útil para formular 
predicciones. Para Mach, el conocimiento cumplía en última instancia una 
función pragmática y biológica. Organizar nuestra experiencia nos ayuda a 
adaptamos a nuestro ambiente; pero no significa que penetre la realidad más 
allá de las apariencias. Mach introdujo, asimismo, un método crítico e histórico 
en el estudio de la ciencia. Según él, muchos conceptos científicos habían 
incorporado excrecencias metafísicas en el curso de su desarrollo, y la mejor 
forma de desembarazarlos de tales excrecencias y reducirlos a su base 
sensorial era estudiar dicho desarrollo. Haciéndose eco de Comte, Mach 
señaló que la ciencia primitiva había crecido en la atmósfera teológica del siglo 
xvii y, en consecuencia, conceptos tales como fuerza habían adquirido 
atributos «di-vinos», en cuanto trascendían de la mera experiencia. 
La influencia del positivismo, en una forma u otra, fue enorme, abarcando a 
físicos y a novelistas realistas por igual. En Psicología, afectó a las escuelas 
inglesas y norteamericanas, más que a las europeas. Wundt, por ejemplo, se 
mostró sumamente crítico con respecto a Comte. Aunque en ciertos aspectos 
su psicología individual se asemejaba a la ciencia de Mach, en el sentido de 
que ambas eran análisis de la experiencia inmediata, Wundt postuló la 
existencia de procesos mentales no percibidos para explicar los eventos 
mentales experimentados. La filosofía de Mach tuvo más influencia en el 
discípulo inglés de Wundt, Titchener, quien consideró la ciencia como una 
empresa descriptiva, y no explicativa, y en los psicólogos de la Gestalt, quienes 
estudiaron los objetos en cuanto dados inmediatamente a la experiencia. La 
explicación freudiana del inconsciente, que por definición es inobservable, es, 
 
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sin lugar a dudas, no positivista, aportando otro ejemplo de la relativa 
inmunidad alemana a esta concepción de la ciencia. 
En Norteamérica, sin embargo, la influencia del positivismo fue consi-
derable. William James fue un gran admirador de Mach, cuyo concepto del 
conocimiento como una adaptación práctica a la vida, es plenamente com-
patible con el pragmatismo de james. Mach constituyó una fuente de inspi-
ración para Ios positivistas lógicos del siglo xx, quienes tuvieron considerable 
influencia sobre el conductismo. El ejemplo más claro de influencia positivista 
se encuentra en B. F. Skinner. Aunque la psicología de Mach fue introspectiva, 
es decir, una psicología del sujeto, una vez que los conductistas hubieron 
decidido a tratar los seres humanos como objetos de observación, la filosofía 
de Mach condujo en línea recta al conductismo radical. Skinner sostiene que 
la única meta de la Ciencia es descubrir relaciones legales entre variables 
independientes y dependientes que desemboquen en la predicción y el 
control. Toda referencia a procesos «mentales» inobservables es, para 
Skinner, pura metafísica, tan ilegítima como lo fuera para Mach. Y lo que es 
más, la aspiración de Skinner a una utopía dirigida por la Ciencia y no 
democrática es comtismo secularizado. Ambos creen en la perfectibilidad del 
hombre a través del control científico. 
 
Marxismo 
Es imposible pasar por alto el pensamiento de Karl Marx (1818-1883) en 
cualquier interpretación del siglo xlx. El marxismo, en sus diversasma-
nifestaciones —muchas de las cuales hubiesen sido desautorizadas por el 
propio Marx—, ha constituido una de las filosofías más importantes de los 
tiempos modernos. Además, Marx erigió su sistema, no sólo en base a con-
sideraciones de historia económica, sino también sobre una particular con-
cepción de la Humanidad. Marx sostenía que, si bien la conciencia humana 
está determinada por la estructura económica de una época dada, hay 
subyacente una naturaleza humana real, cuyas necesidades son sofocadas por 
todas las formas de sociedad históricamente existentes. De aquí que las 
personas estén alienadas de sus verdaderos yoes, y esta alienación es la 
fuerza motivadora del perfeccionamiento humano y de la revolución política. 
Sólo una auténtica sociedad comunista —nunca alcanzada en época de Marx, 
ni en nuestra propia época— haría que los hombres dejaran para siempre de 
estar alienados de sus propios yoes. 
Dada la fama e influjo universal de Marx, resulta sorprendente el escaso 
impacto que su pensamiento ha tenido en la Psicología fuera de la Unión 
Soviética, donde, por supuesto, constituye el dogma oficial. Cabe sospechar que 
la razón de esta falta de influencia es política. Después de 1848, el comunismo fue el 
fantasma que recorre Europa, fantasma que cobró cuerpo en forma aterradora en la 
Revolución Rusa de 1917, y en las sucesivas revoluciones. 
En los primeros tiempos de la Psicología, el marxismo probablemente era una filosofía 
cuyo estudio —y no digamos ya la toma de partido en su favor— resultaba peligroso; amén 
de que siempre cabía racionalizar el hecho de ignorar tal filosofía aduciendo su aparente 
falta de relevancia para la Psicología. Pocos psicólogos occidentales sienten simpatía por 
Marx; del contado número de simpatizantes, los más destacados son el psicólogo 
humanista Erich Fromm y el psicólogo del desarrollo Klaus Riegel, quienes gozan en el 
mundo de la Psicología de una amplia reputación como excéntricos sin remedio. Y con 
todo, el pensamiento de Marx es perfecta-mente compatible con otras influencias 
aceptadas en Psicología. Su concepción de la historia por estadios y su exportación 
revolucionaria a las masas le emparentan con Comte; aceptó el naturalismo y el 
materialismo; estudió la influencia del ambiente sobre la personalidad humana, sin dejar por 
ello de sostener una concepción más bien humanista de la naturaleza humana. Pese a 
todo, el otro pensador revolucionario del siglo xix fue un burgués más apacible y feliz, pero 
también mucho más influyente. 
 
 
El triunfo de Heráclito: la revolución darvinista Antecedentes 
 
El mundo mecanicista newtoniano-cartesiano era inmutable. Dios, o algún 
otro Creador, había construido una maravillosa máquina, perfecta en su 
concepción e infinita en su duración. Cada objeto, cada especie biológica, 
quedaba fijada para la eternidad, inmutablemente perfecta en su obediencia a 
las leyes naturales establecidas. Semejante cosmovisión resultaba compatible, 
al mismo tiempo, con las Formas de Platón, las esencias de Aristóteles y la 
teología cristiana. Desde esta óptica, el cambio era algo insólito en la 
naturaleza. Incluso la doctrina geológica del uniformismo, que ayudó a Darwin 
a inventar su teoría de la evolución, era antievolucionista, al remontar el 
continuo de las fuerzas naturales a millones de años atrás. En biología, la idea 
aristotélica de que las especies eran fijas e inmutables era un dogma suscrito 
por todas las más altas autoridades científicas anteriores a Darwin. Supuestos 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
 UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL 
 
MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 8 
 
el concepto cartesiano-newtoniano de que la Materia es inerte, incapaz de 
actuar y exclusiva-mente pasiva, y de que eI cambio espontáneo es el origen 
de nuevas especies, la mutación de la vieja parecía imposible. Una vez que la 
Inteligencia suprema había actuado creativamente, la materia muerta no podía producir 
nada nuevo. 
Sin embargo, en la atmósfera de progreso característica de la Ilustración, esta visión 
estática de la Naturaleza empezó a cambiar. Las ideas evolucionistas se remontan, por lo 
menos, hasta Anaximandro (véase el capítulo 2), pero sólo en el siglo xvui empezaron 
realmente a prender. Un viejo concepto, de cuño teológico-aristotélico, que ayudó al 
desarrollo del evolucionismo, fue el de la Gran Cadena del Ser, o la scala natura de 
Aristóteles. Los pensadores medievales contemplaban la Cadena como una medida de 
la proximidad de una criatura a Dios y, en consecuencia, de su grado de perfección 
espiritual. A ojos de los pensadores naturalistas, por su parte, se convirtió en el acta 
certificadora del ascenso de los seres vivientes hacia la cima más perfecta de la 
Naturaleza: la Humanidad. 
Para que se verificase el paso desde un universo estable y perfecto a otro cambiante y 
que se afana por la perfección, era necesaria una concepción diferente de la materia; la 
materia inerte, estúpida, ni puede cambiar, ni tampoco perfeccionarse. Fue precisamente 
en el siglo xviii cuando surgió la concepción necesaria. La materia —para algunos 
pensadores, incluso la materia inorgánica— fue dotada ahora de vitalidad y de una ten-
dencia al progreso. De tal suerte resultaba posible para muchos autores afirmar que el 
universo había evolucionado a partir de simples principios y que las especies habían 
cambiado y progresado desde el comienzo de los tiempos, y podían seguir cambiando y 
progresando por siempre jamás. Esta concepción se encarnó, de una u otra forma, en el 
transformismo francés y en la Filosofía de la Naturaleza alemana. Ciertamente no supone 
un abandono del naturalismo, ya que permite al mismo tiempo prescindir de Dios por 
completo y ofrecer una teoría perfectamente naturalista del origen de la tierra y sus 
habitantes. Semejante concepto de la evolución no es, empero, mecanicista, puesto que 
dota a la materia de atributos divinos. Para el newtoniano, la materia estúpida se ponía en 
movimiento mecánico por obra de un Creador inteligente y en posesión de un propósito. 
Para el vitalista, la propia materia es inteligente y dotada de propósito. El vitalismo supone, 
pues, una concepción romántica de la Naturaleza: ésta se autoperfecciona y autodirige, 
desplegándose a sí misma progresivamente a lo largo del tiempo. 
La insigne contribución de Charles Darwin al concepto de evolución 
consistió en mecanizarlo, desrromantizar la Naturaleza y ganar la evolución 
para la concepción newtoniana del mundo. No obstante, antes de examinar 
la teoría de Darwin, debemos considerar primero la alternativa romántica 
más importante a la misma, cuyo atractivo sigue siendo todavía fuerte en la 
actualidad —y a la que ni siquiera el mismo Darwin pudo resistirse del todo—
: la teoría evolutiva de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829). Lamarck, que era 
un naturalista muy conocido por sus trabajos sobre taxonomía, fue el 
exponente más científico de la concepción romanticoprogresista de la 
evolución. Había dos aspectos importantes en la teoría de Lamarck. De 
acuerdo con el primero, la materia orgánica es fundamentalmente diferente 
de la inorgánica, y cada especie viviente posee un impulso in-nato a 
perfeccionarse a sí misma. Cada organismo se esfuerza por adaptar-se a su 
entorno y se modifica a medida que lo hace, desarrollando diversos 
músculos y adquiriendo hábitos variados. La segunda parte de su tea ría 
pretendía que tales características adquiridas podían transmitirse a la 
descendencia. Así, cada esfuerzo del individuo por perfeccionarse era re-
gistrado y transmitido, y al correr de las generaciones las especies vegetales 
y animales irían perfeccionándose a sí mismas, realizando sus impulsos de 
perfección. La genética moderna ha destruido la visión de Lamarck. 
Actualmente, se considera que la materia orgánica está compuestade meras 
moléculas inorgánicas y dispuestas en forma compleja: un conjunto de 
aminoácidos. La cadena de ADN no se altera por las modificaciones que 
sufre el cuerpo de un individuo. (Determinadas influencias externas, como 
los fármacos o la radiación, pueden afectar a la información genética, pero 
esto no es lo que quería decir Lamarck.) Fuera de la genética, sin embargo, 
la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos resulta plausible, e 
incluso Darwin la admitió a ratos, aunque nunca aceptó la concepción 
vitalista de la materia. Posteriormente, tanto Wundt como Freud creyeron 
que los hábitos y las experiencias adquiridos podían ser transmitidos a 
través de la herencia. 
De modo que por los días de Darwin la evolución era ya un concepto 
ampliamente difundido, con respecto al cual sólo se mostraban incrédulos Ios 
religionarios puros y la biología oficial, que seguían aceptando la fijeza de las 
especies. Una concepción naturalista, aunque romántica, de la evolución 
existía en el ambiente. La frase «supervivencia de los más aptos» había sido 
ya acuñada en 1852 por Herbert Spencer, un lamarckiano inglés. Y en 1849, 
una década antes de la publicación del Origen de las especies de Darwin, lord 
Alfred Tennyson escribió en su poema más importante, In Memoriam, versos 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
 UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL 
 
MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 9 
 
que ancipaban la nueva concepción de la evolución, donde el individuo se 
sacrifica por la especie en la lucha por la su-pervivencia, concepción que 
Tennyson desaprobaba: 
¿Están, pues, Dios y la Naturaleza tan a la greña, 
que la Naturaleza tales maldades sueña? 
Del tipo (la especie) se muestra cuidadosa, 
de la. vida individual, en cambio, generosa. 
Más adelante en el mismo poema, y en un verso cien veces citado, 
Tennyson presenta a la Naturaleza «con los dientes y zarpas teñidos de rojo». 
 
Un revolucionario victoriano: Charles Darwin (1809-1882) 
 
El evolucionismo no podía permanecer por mucho tiempo reducido a la 
condición de simple efusión poética, aunque el propio abuelo de Darwin, 
Erasmo Darwin, anticipara la teoría de su nieto en un poema científico, 
Zoonomia. Ni tampoco podía perdurar como una fantasía romántica, su-
gerente, pero a fin de cuentas no plausible. El mérito de Darwin consistió en 
convertir la evolución en una teoría científica, pertrechándola de un 
mecanismo: la selección natural. Entonces, se hizo necesario desencadenar 
una campaña para convencer a los científicos y al público en general del 
hecho de la evolución. Darwin nunca hizo campaña por sí mismo. En cierto 
modo era un hipocondríaco —su biógrafo (Irvine, 1959) le llamaba el 
«paciente ideal»— y después de su viaje en el Beagle se recluyó, saliendo 
raras veces de su casa de campo. La lucha por la supervivencia de la se-
lección natural fue librada por otros, y de modo muy espectacular por Thomas 
Henry Huxley (1825-1895), «el bulldog de Darwin». 
Darwin era un joven naturalista que tuvo la fortuna de ser incluido en un 
viaje científico alrededor del mundo a bordo del HMS Beagle, entre 1831 y 
1836. Quedó impresionado, especialmente en América del Sur, por la enorme 
variación intra e interespecífica. Observó que hay innumerables formas 
naturales diferentes, cada una de las cuales está peculiarmente adaptada a su 
hábitat particular. No resultaba difícil deducir que cada subespecie había 
emanado de un antepasado común, y que había sido seleccionada para 
adaptarse a alguna región del entorno. 
Entonces, algún tiempo después de su vuelta a Inglaterra, Darwin empezó 
a reunir datos sobre las especies, su variación y origen. En su Auto-biografía 
afirmó que acopió datos «al por mayor», con arreglo a «principios 
auténticamente baconianos». Parte de su investigación se centró en la 
selección artificial, es decir, en cómo los criadores de plantas y animales 
mejoran sus razas. Conversó con aficionados a la cría de palomas y a la 
horticultura, y leyó sus folletos. Uno de éstos, «El arte de mejorar las razas de 
los animales domésticos», escrito en 1809 por John Sebright, señalaba que 
también la Naturaleza seleccionaba algunos rasgos y rechazaba otros, igual 
que hacían los criadores: «Un invierno severo, o una carestía, al aniquilar a 
los débiles y enfermizos, consiguen todos los buenos resultados de la 
selección más experta» (Ruse, 1975). Así, pues, en la década de 1830 
Darwin se hallaba ya en posesión de una teoría rudimentaria de la selección 
natural: la Naturaleza produce innumerables variaciones entre los seres 
vivientes, y algunas de tales variaciones son seleccionadas para perpetuar-
se. Con el paso del tiempo, las poblaciones aisladas llegan a adaptarse a sus 
entornos. Lo que no estaba en absoluto claro era qué mantenía el sistema de 
selección. ¿Por qué ha de haber un perfeccionamiento en las especies? 
En el caso de la selección artificial, la respuesta salta a la vista. La selección 
es realizada por el criador para producir una clase deseable de planta o 
animal. Pero ¿qué fuerza de la Naturaleza corre pareja con el ideal del 
criador? Darwin no podía aceptar el impulso innato a la perfección propuesto 
por Lamarck. La causa de la selección, insistía, debe residir fuera del 
organismo; ¿pero dónde? 
Darwin dio con la respuesta en 1838, mientras leía el Ensayo sobre el 
Principio de Población en cuanto afecta a la futura mejora de la sociedad (1798), de 
Thomas Malthus (1766-1834). Malthus atacaba las fantasías utópicas de 
ciertos escritores, al aducir que el aumento de la población necesariamente 
excede del crecimiento en la provisión de alimentos, con la consecuencia 
ineludible de que la vida es una lucha de demasiada gente por recursos en 
extremo escasos. Una gran parte de la humanidad queda reducida, por fuerza, 
a un nivel económico de subsistencia, en el mejor de los casos. En su 
Autobiografía, Darwin consignó que por fin «había dado con una teoría sobre la 
que era posible trabajar». Era la lucha por la su-pervivencia la que motivaba la 
selección natural. Demasiadas criaturas luchaban por demasiados pocos 
recursos, y quienes eran «débiles y enfermizos» no podían sustentarse a sí 
mismos y perecían sin descendencia. Los fuertes y sanos sobrevivían y 
procreaban. De esta forma, las variaciones favorables eran preservadas y las 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 10 
 
no favorables se eliminaban. La lucha por la existencia era el motor de la 
evolución. 
Darwin no necesitaba haber acudido a Malthus en demanda del concepto 
de lucha individual por la supervivencia. Como William Irvine (1959) señala: 
«En sus aspectos evolutivos la Naturaleza responde casi trivial-mente al 
espíritu de la primera mitad de la época victoriana.» La teoría de Darwin, 
«encantó»... a los optimistas de mediados del siglo xix, que aprendían que «la 
Naturaleza camina hacia el futuro según los sólidos y comprobados principios 
empresariales del laissez-f aire». Es posible. que la selección ofendiese los 
sentimientos de los beatos, pero no los del empresario victoriano de la 
Revolución. Industrial, quien sabía que la vida era una lucha constante, donde 
el fracaso se veía sancionado con la pobreza y la desgracia. El 
perfeccionamiento de las especies por obra de la lucha de los individuos no 
era sino la «mano invisible» de Adam Smith actuando una vez más. 
Lo esencial de la teoría de Darwin estaba formulado para 1842, época en 
que la consignó por escrito por primera vez sin intención de publicarla. Cabe 
sintetizar tal teoría como un argumento lógico (Vorzimmer, 1970). En primer 
lugar, de Malthusdeduce Darwin que hay une lucha constante por la 
existencia, que resulta de la tendencia de los animales a crecer más que sus 
fuentes de alimentos. Segundo, la Naturaleza produce incesantemente formas 
variantes intra e interespecíficas. Algunas variantes se adaptan mejor a la 
lucha por la supervivencia que otras. En consecuencia, haciendo que sus 
rasgos desaparezcan. Por último, a medida que un pequeño cambio 
adaptativo siga a otro a lo largo de eones, las especies se diferenciarán del 
tronco común, de suerte que cada forma se adapte a su peculiar ambiente. Y 
lo que es más, los ambientes cambiarán, seleccionan-do nuevos rasgos para 
su perpetuación, y conforme un ambiente suceda a otro, las especies 
divergirán más y más de sus formas ancestrales. De este modo, la diversidad 
observada en la Naturaleza puede explicarse como resultado de unos pocos 
principios mecánicos operando a lo largo de millones de años, conforme unas 
especies evolucionan a partir de otras. 
La teoría, tal y como se presenta, es deficiente. Sin nuestros conocimientos 
de genética, el origen de las variaciones y la naturaleza de su transmisión no 
podrían ser explicados. Darwin nunca fue capaz de superar estas dificultades, 
y de hecho, se vio empujado cada vez más hacia el lamarckismo ante la 
necesidad de defender sus teorías contra las críticas. Constituye una ironía 
de la historia que, mientras Darwin se dedicaba a escribir y defender su Origen 
de las especies, un oscuro monje polaco, Gregor Mendel (1822-1884), llevara a 
cabo las investigaciones sobre la herencia que habían de suministrar al fin la 
respuesta a las dificultades de Darwin. No fue sino hasta el año 1900 cuando 
el trabajo de Mendel, publicado sin pena ni gloria en 1865, fue redescubierto 
y saludado como el fundamento de la genética moderna. Al morir, Darwin se 
había hecho ya acreedor a un nicho en la Abadía de Westminster, y su 
pensamiento había revolucionado la cosmovisión occidental; pero hasta el 
siglo xx la evolución no afectó seriamente 
a la Biología. 
Darwin consignó por escrito sus ideas en 1842, pero no publicó su Origen de 
las especies hasta 1859. ¿Por qué? Parece que, incluso para su descubridor, la 
evolución era una idea demasiado peligrosa. En una carta Darwin afirmó que 
admitir que las especies no son fijas «es como confesar un asesinato» (Irvine, 
1959). Se ha sugerido que la hipocondría de Darwin y sus variados síntomas 
físicos fueron resultado de una crisis nerviosa causada por la enormidad de la 
idea de la selección natural. Comoquiera que sea, Darwin se dedicó también a 
otros intereses, consagrando, por ejemplo, ocho años al estudio de los 
percebes. Entonces, el 18 de junio de 1858, Darwin se quedó sorprendido al 
descubrir que alguien iba a publicar su teoría. La evolución se respiraba 
realmente en el ambiente: Alfred Russell Wallace (1823-1913) había viajado 
también a América del Sur, había que-dado impresionado por la variación 
natural, y había leído a Malthus. Más joven que Darwin, tenía menos 
escrúpulos para publicar sus conclusiones. De hecho, en años posteriores 
Wallace permaneció leal a la selección natural, después de que Darwin se 
hubiera replegado al lamarckismo. 
Se acordó que Darwin y Wallace escribirían cada uno un artículo sobre la selección 
natural. Ambos trabajos fueron leídos el 1 de julio de 1858, en ausencia de sus autores, ante 
la Linnean Society de Londres, quedando de esta forma establecidos Darwin y Wallace 
como los codescubridores de la selección natural. Darwin puso a punto rápidamente una 
versión breve de su proyectado trabajo sobre la evolución, que apareció en 1859 con el 
título de El origen de las especies por medio de la selección natural, o preservación de las 
razas favorecidas en lucha por la vida. Presentó su teoría, respaldándola con una gran 
cantidad de detalles corroborativos. Tuvo que revisarla continuamente hasta su sexta edición 
en 1872, dado que Darwin intentó responder a sus críticos científicos -infructuosamente, 
como se ha visto— sin conocimientos de genética. Darwin escribió otras muchas obras, 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 11 
 
incluidas dos sobre la ascendencia del hombre y la expresión de la emoción en hombres y 
animales. Estos dos últimos trabajos forman parte de la fundación de la psicología de la 
adaptación, por lo que se considerarán en el capítulo 9. 
 
Acogida e influencia 
El mundo estaba bien maduro para la teoría de Darwin. La idea de evolución gravitaba 
ya en el ambiente antes de 1859, y cuando se publicó el Origen fue tomado en serio por los 
eruditos de todo el mundo. Biólogos y naturalistas saludaron la obra con diferentes grados 
de crítica. Parte de las tesis de Darwin, como la de que todos los seres vivientes descienden 
de un antecesor común del remoto pasado, apenas entrañaban no-vedad y fueron 
ampliamente aceptadas. Sin embargo, surgieron grandes dificultades con la teoría de la 
selección natural, y no fue sino hasta 1930 cuando los nuevos conocimientos de la genética 
pusieron la selección natural sobre una firme base científica. Con anterioridad, seguía 
siendo fácil para los científicos aferrarse a alguna forma de lamarckismo, ver la mano de 
Dios en la evolución progresiva (como hizo Charles Lyell, un gran geólogo, a pesar de que 
fue un vigoroso defensor de las ideas de Darwin), o exceptuar al hombre de la selección, 
natural —como hizo casi todo el mundo. 
Si la acogida del Origen fue tan tranquila, ¿cómo podemos hablar de una 
revolución darvinista? Para empezar, un semblante de revolución lo 
proporcionó la acogida denigrante que a la evolución reservaron los fun-
damentalistas cristianos. Comenzando por el obispo Wilberforce y continuando 
con William Jennings Bryan, los paladines de la Biblia atacaron la evolución, 
sólo para ser, a su vez, aplastados por personalidades tan poderosas como T. 
H. Huxley y Clarence Darrow. Tales enfrentamientos son de la textura de que 
se construyen los dramas y dan visos de revolución a la situación. Los 
literalistas bíblicos, con todo, habían sido dejados ya muy atrás por la marcha 
de los tiempos. La Biblia había sido objeto de dos siglos de escrutinio histórico 
y se le había encontrado deficiente en cuanto documento histórico. Incluso la 
católica Dublin Review no se escandalizó por las ideas de Darwin. 
Para considerar el darvinismo como una revolución intelectual, debemos distinguir entre el 
darvinismo en cuanto hipótesis científica y el darvinismo como nueva metafísica en la tradición 
de la Ilustración. Al propio Darwin le importaba tan sólo lo primero, su retoño intelectual, 
aunque era sensible a las posibilidades de lo segundo. El darvinismo en cuanto metafísica 
naturalista fue creación de otros. Herbert Spencer, que había creído en la supervivencia de los 
más aptos antes que Darwin y que la había aplicado sin escrúpulos al hombre y a la 
sociedad, fue un vigoroso exponente del darvinismo metafísico. También lo fue T. H. Huxley, 
quien usó la evolución para batir en brecha la Biblia, los milagros y la iglesia en general. 
Huxley hizo mucho por popularizar el darvinismo en cuanto metafísica. La teoría de 
Darwin no desencadenó la moderna crisis de conciencia. Las dudas profundas acerca de la 
existencia de Dios y el sentido de la vida se remontan al siglo xviii. El darvinismo no fue el 
comienzo de la alternativa científica a la vieja concepción del mundo de cuño medieval-
renacentista. Fue la culminación de esta alternativa, dificultando al máximo la tentativa de 
excluir a los seres humanos de la ley natural, inmutable y de-terminada. En su obra El lugar 
del hombre en la Naturaleza, Huxley puso un gran empeño en relacionar la humanidad con 
los monos vivientes, los animales inferiores y los fósiles ancestrales, mostrandoque 
ciertamente hemos evolucionado de las formas inferiores de vida, y que no es necesaria la 
Creación. En manos de personas como Huxley, la ciencia se convirtió entonces, no en el 
mero agente destructor de las ilusiones humanas, sino en una metafísica que ofrecía una 
nueva clase de salvación a través de la misma ciencia. Huxley escribió que: 
 
Esta nueva naturaleza engendrada por la ciencia a partir del hecho... (constituye) la base 
de nuestra riqueza y la condición de nuestra salvación... es el vínculo que une en un todo 
sólido regiones más extensas que cualquier imperio de la antigüedad; nos asegura contra la 
reaparición de las pestilencias y hambrunas de épocas pretéritas; es la fuente de consuelos y 
comodidades sin fin, que no son meros lujos, sino que conducen al bienestar físico y 
moral. 
 
En forma más efusiva, Winwood Reade escribía en El martirio del hombre: 
«El Dios de la Luz, el Espíritu del Conocimiento, el Intelecto Divino se esparce 
gradualmente sobre el planeta... El hambre y la inanición dejarán entonces de 
conocerse... La enfermedad será extirpada... se inventará la inmortalidad... El 
hombre será perfecto... y, en consecuencia, será lo que el vulgo adora como 
Dios» (Houghton, 1957). Esta esperanza es similar al positivismo de Comte, al 
que Huxley caracterizó como «catolicismo menos cristianismo». Es claro que 
para algunos la nueva religión de la humanidad científica estaba a la vuelta de 
la esquina. Huxley hacía, asimismo, alarde de los frutos prácticos de las 
ciencias: «Toda sustancia químicamente pura empleada en la manufactura, 
toda especie de plantas anormalmente fértil, o toda casta de animales que 
crece y engorda rápidamente...» Es algo que de inmediato nos trae a la mente 
los productos químicos cancerígenos de la actualidad, los tomates insípidos y 
el ganado atiborrado de hormonas. 
El darvinismo no espoleó la duda moderna, pero la intensificó. Darwin, llevó 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
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MÓDULO 2101- ANTECEDENTES DE LA PSICOLOGÍA 12 
 
a cabo una revolución newtoniana en biología, despojando a la Naturaleza de 
su N mayúscula, reduciendo la evolución a la variación aleatoria y al triunfo 
fortuito en la lucha por la supervivencia. Inaugurábase el comienzo de la 
reducción de la naturaleza biológica a la naturaleza química, que había de 
completarse con el descubrimiento del ADN. En psicología, el darvinismo 
desemboca en la psicología de la adaptación. Una vez aceptada la evolución, 
cabe preguntarse cómo la mente y la conducta, en cuanto distintos a los 
órganos corporales, ayudan a cada criatura a adaptarse a su entorno. En 
psicología, el último heredero del darvinismo es el conductismo; Skinner 
modeló minuciosamente su teoría del aprendizaje animal sobre la variación, la 
selección y la retención darvinistas. El darvinismo contribuyó, asimismo, a la 
mecanización de la naturaleza humana. En uno de sus momentos de mayor 
efusión, Huxley proclamó que con gusto aceptaría ser un mecanismo de 
relojería, si a éste se le hubiese dado cuerda para pensar y actuar 
correctamente. Es precisamente una imagen del hombre de este tipo la que 
suministra una justificación a la proyección skinneriana de una Utopía 
científica. 
Fueron muchos, sin embargo, los que no pudieron aceptar el naturalismo o 
se sintieron angustiados por él. El propio Huxley, en sus últimos escritos, 
decía que el hombre era único entre los animales, porque gracias a su 
inteligencia podía escapar del Proceso Cósmico natural y trascender la 
evolución orgánica. Sentimientos como éste no eran infrecuentes, tanto entre 
científicos como entre profanos, y ayudan a explicar la popularidad, antes y 
después de la época de Darwin, de diversas orientaciones semi o 
pseudocientíficas, basadas en la singularidad del hombre. 
En las afueras de la Ciencia, y el Fin de Siécle 
Seguidamente abordaremos tres movimientos que, en un primer momento, 
parecen no estar relacionados: el mesmerismo, o creencia en que un fluido 
imponderable, que impregna el universo, puede manipularse para curar ciertas 
enfermedades; la frenología, o creencia en que las protuberancias de la cabeza 
corresponden a facultades mentales bien desarrolladas y que no son sino la 
expresión de las partes más pronunciadas del cerebro; y el espiritualismo, o 
creencia en que existe un nivel de existencia independiente de las apariencias 
materiales y que puede conocerse por medio de ciertas experiencias y 
prácticas ocultas. De hecho, tales creencias están, sin embargo, 
históricamente interrelacionadas; los partidarios de cualquiera de ellas casi 
siempre lo eran de las demás. Afloran combinadas de forma di-versa en la 
psicología popular de andar por casa del siglo XIX. Dos de estos movimientos, 
el mesmerismo y la frenología, contribuyeron, en última instancia, de modo 
apreciable a la Psicología; y el tercero, el espiritualismo, fui tomado muy en 
serio por numerosos científicos, y de forma muy des-tacada por William james. 
Los tres guardan una estrecha relación con la forma en que la ciencia colmó 
gradualmente el vacío dejado en el pueblo por el debilitamiento de la religión. 
La fe en la ciencia comenzaba a reemplazar a la fe en la Iglesia. Al mismo 
tiempo, los tres por igual, pero más en concreto el espiritualismo, sirvieron en 
muchas ocasiones de consuelo para los que se sentían angustiados por el 
materialismo naturalista. Tal angustia se intensificó después de 1859, en la 
etapa finisecular, y hubo personalidades del pensamiento, entre ellas filósofos 
y científicos, que se volvieron hacia lo oculto en busca de consuelo espiritual. 
El mesmerismo: un embrión de ciencia popular 
El término mesmerismo procede del nombre del fundador del movimiento, 
Franz Anton Mesmer (1734-1815), médico vienés que atribuyó numerosas 
enfermedades del cuerpo a un fluido impalpable que impregnaba todo el 
universo. Mesmer creía que este fluido era vital para la actividad nerviosa del 
cuerpo, y que los médicos podían curar diversas enfermedades manipulando el 
fluido en el cuerpo del paciente. Mesmer empezó por usar imanes para extraer 
el fluido fuera de las áreas afectadas, pero pronto llegó al convencimiento de 
que el fluido se mostraba, en realidad, más susceptible al magnetismo animal 
que al magnetismo mineral. Elaboró una complicada y extravagante terapia 
para sus pacientes, que incluía, entre otras cosas, golpear las partes enfermas 
del cuerpo con las manos o con una varita mágica, aplicar tinas de agua con 
barras de hierro a los síntomas del paciente, y una «habitación de crisis» 
dispuesta con colchones don-de se verificaban las curas de Mesmer, 
transcurso de algo que se parecía a un acceso. Se especializó en lo que hoy 
día llamamos enfermedades «funcionales», emanadas de causas puramente 
psicológicas. Aunque ya entonces se sugirió que al menos algunas de las 
curaciones eran resultado de la sugestibilidad del paciente, Mesmer se 
resistió firmemente a esta suerte de hipótesis,. haciendo hincapié en su 
teoría de los fluidos animales. 
Ni .asno solo de los ingredientes del mesmerismo entrañaba novedad. 
La curación de enfermedades, en apariencia físicas, por individuos ilu-
minados se remonta por lo menos a los tiempos de jesús. Fue también 
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
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practicada por contemporáneos de Mesmer, tales como Valentine 
Greatraks en Inglaterra y johann Gassner en Alemania. La especialidad de 
Greatraks era la escrófula, o Mal del Rey, llamada así porque se decía 
que un toque del monarca la curaba. Si la práctica de Mesmer no era 
nueva, tampoco' lo era la hipótesisde un inefable fluido universal. El éter, 
fluido sutil, portador de ondas electromagnéticas y que definía el espacio 
absoluto, ocupaba un puesto central en el universo de Newton. Toda una 
estirpe de doctores de la alquimia habían creído en un fluido universal, 
esencial para la salud, e incluso un químico tan moderno como Robert 
Boyle atribuyó las curas de Greatraks a partículas invisibles que pasaban 
del doctor al paciente. 
La novedad del enfoque de Mesmer radicaba en intentar colocar tales 
curaciones y su teorización sobre una base científica. Trató de convencer 
a la medicina oficial, primero en Viena y después en París, de que sus 
curas eran genuinas y que el magnetismo animal era real. Una y otra vez, 
los médicos admitieron que Mesmer había realizado, al parecer, grandes 
curaciones,' pero consideraron sus métodos demasiado estrafalarios y su 
teoría de cabo a rabo acientífica. Algunos incluso llegaron a sugerir que 
era un charlatán. El mesmerismo estaba demasiado cerca de lo oculto —
al servirse de trances, pases de manos mágicos y colgaduras en la 
sesión—para satisfacer a ningún doctor newtoniano. Mesmer acabó por 
cansarse de estos constantes desaires y de lo que consideró traiciones de 
algunos de sus seguidores, y en 1784 abandonó París, para vivir el resto 
de su vida apartado del movimiento qué había iniciado. 
Dicho movimiento fue enormemente popular. En los años anteriores a la 
Revolución Francesa se convirtió en una manía absorbente, acaparan-do 
mucho más la atención del público francés que las vicisitudes de la Revolución. 
Por toda Francia brotaron logias mesmerianas a lo largo de la década de 1780. 
Mesmer reclutó al marqués de Lafayette como mecenas, y mantuvo una corta 
correspondencia con George Washington. Mesmer y el mesmerismo parecían 
llenar a entera satisfacción el vacío dejado por la influencia menguante de la 
religión. La Ciencia era la cuestión de moda a finalesudel: siglo xviii y su 
influencia aumentó en el xlx. La gente estaba ávida de un nuevo sistema de 
certezas que sustituyeran a las antiguas. Mesmer brindaba, por lo menos, la 
fachada de la ciencia —una teoría razonada sobre por qué se producían sus 
curas, explicación que también abarcaba a los taumaturgos de la Antigüedad—
. Y, sin embargo, al mismo tiempo la práctica de Mesmer se adornaba de un 
disfraz místico y mágico, que resultaba más atractivo que el austero 
racionalismo de la ciencia de Newton. En suma, Mesmer ofreció precisamente 
la pseudociencia adecuada para captar la atención de su época. Era lo 
bastante científica para ganarse al nuevo racionalismo, aunque también lo 
bastante espiritul para satisfacer igualmente las necesidades religiosas 
latentes. Si Mesmer fue o no asimismo un charlatán es cuestión muy difícil de 
elucidar. Cierto es que exigió una obediencia absoluta de sus seguidores, a fin 
de que no traicionaran su invento. Pero algo parecido hizo Freud. Sus 
sesiones, dé trata-miento eran espectáculos espeluznantes, con Mesmer 
ataviado de ropas de mago y esgrimiendo una varita de hierro. Al final de su 
vida, . Mesmer derivó hacia el ocultismo puro, utilizando el magnetismo animal' 
para explicar la clarividencia, la telepatía y la precognición. Con todo, Mesmer 
se esforzó siempre por convencer a la medicina oficial, inclúso si ello no le 
deparaba más que ridículo. Mesmer fue a la vez un charlatán :y.un adelantado 
de la psicología anormal. 
En el centro del mesmerismo yacía un instrumento útil para el trata-
miento de las neurosis. Mesmer curó a mucha gente de un amplio 
espectro de síntomas histéricos, desde la ceguera histérica a dolores 
misteriosos. Borró las pistas de las causas de sus curaciones con las 
galas de la sesión y la teoría del fluido universal. Sin embargo, lo que 
resultaba básico en las curas de Mesmer era el trance que era capaz de 
inducir en sus pacientes. En dicho trance podía dirigir sus acciones y 
realizar una curación. Aunque Mesmer atribuyó el trance al magnetismo 
animal. resultó claro, incluso para algunos de sus seguidores, que 
sucedía algo más simple. El trance se debía al control psicológico de una 
persona sobre otra, más que al paso de un fluido invisible de un cuerpo a 
otro. 
Una vez obtenida esta visión clara del problema, fue posible extraer el 
trance del contexto místico de que le había revestido Mesmer, y cunver-
tirlo en un instrumento para el médico ordinario. El mesmerismo se había 
convertido en hipnotismo. 
Semejante transformación se produjo en Francia, escenario de los ma-
yores éxitos de Mesmer y de las denuncias más graves contra él; y en In-
glaterra, apenas influida por la manía mesmerista. En 1825 la Real Aca-
demia Francesa de Ciencias decidió examinar nuevamente el 
 
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Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall. 
 
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magnetismo animal, y su informe, hecho público en 1831, demostró 
mucha más comprensión de la que Mesmer había recibido a lo largo de 
toda su vida. En ausencia de la atrabiliaria personalidad de Mesmer y de 
su teoría esotérica, el trance magnético podía ser contemplado, de forma 
más objetiva, como un estado mental insólito, pero real, aprovechable por 
los doctores y merecedor de investigaciones más profundas. 
 
A finales de la década de 1830 el magnetismo animal fue importado a 
Inglaterra por el barón Dupotet de Sennevoy, quien presidió una serie de 
exhibiciones magnéticas. Estas captaron la atención de un médico joven, radical 
e innovador, llamado John Elliotson (1791-1868). Este empezó a utilizar el 
magnetismo a la vez como cura para diversas enfermedades y como 
anestésico en las operaciones quirúrgicas. Como Mesmer, Elliotson fue 
expulsado finalmente de la medicina oficial por sus convicciones. Fundó una 
revista dedicada al magnetismo animal y a la frenología y alentó a otros médicos 
a utilizar el magnetismo en su práctica profesional. James Esdaile (1808-1859) 
fue otro médico inglés perseguido, que intentó aplicar el mesmerismo, 
especialmente como anestésico. A despecho de su popularidad entre los 
nativos de la India, donde trabajó, el gobierno le negó apoyo para su hospital 
mesmérico. En un aspecto, Esdaile permaneció demasiado próximo a Mesmer, 
sosteniendo en Clarividencia natural y mesmérica que la «condición esencial del 
estado mesmérico es la transmisión de materia nerviosa extraña [según 
Esdaile, un fluido] al cerebro del paciente desde el cerebro del agente». Sin 
embargo, la vieja teoría del fluido de Mesmer resultaba cada vez menos 
plausible en el siglo xix, a medida que se iba conociendo la naturaleza eléctrica 
de la conducción nerviosa. 
La transformación del mesmerismo fue consumada por James Braid (1795-
1860), quien lo llamó neurohipnotismo, o más brevemente hipnotismo, del 
griego hypnos, que significa sueño. Braid consideraba que el estado hipnótico 
era un «sueño nervioso». En un principio, se mostró escéptico con respecto al 
mesmerismo, pero sus propias investigaciones le convencieron de que los 
fenómenos tenían una base ciertamente real, aunque la teoría del magnetismo 
animal fuese incorrecta. En Neurohipnología, Braid escribió: «Los fenómenos del 
mesmerismo se explican en base al principio de un trastorno del estado del 
centro cerebroespinal... inducidos por una mirada fija, el absoluto reposo del 
cuerpo [y] la atención fija...» El estado hipnótico, según Braid, depende «de la 
condición (mental) física y psíquica del paciente... y en absoluto de la voluntad 
o los pases del hipnotizador, que emitiría no se sabe bien qué fluido magnético, 
o pondría en actividad algún fluido místico o médium universales». Braid 
rescató el ,hipnotismo del ambiente ocultista del mesmerismo y lo incorporó a 
la medicina científica. Pero el propio Braid encontró oposición en la medicina 
oficial. El desarrollo de los anestésicos químicoshizo que el uso de la hipnosis 
en la cirugía resultara innecesario, e incluso en la actualidad todavía no ha con-
seguido desprenderse por completo de sus connotaciones ocultistas. 
En Francia, el hipnotismo logró abrirse paso como método de trata-miento 
de la histeria. En este contexto, surgieron dos teorías acerca de la naturaleza 
del trance hipnótico. A. A. Liebeault (1823-1904) inauguró una escuela de 
pensamiento en Nancy, Francia, que fue continuada por su discípulo Hippolyte 
Bernheim (1837-1919). La Escuela de Nancy sostenía que el estado hipnótico 
era una intensificación de ciertas tendencias presentes en el sueño o en la 
vigilia ordinaria. Algunas acciones, incluso de índole compleja, son 
automáticas: todos respondemos impulsivamente a ciertas sugestiones; todos 
producimos alucinaciones en sueños. Según la Escuela de Nancy, durante la 
hipnosis la voluntad consciente pierde su estrecho control habitual sobre la 
percepción y la acción, y las órdenes del hipnotizador se transmiten inmediata 
e inconscientemente a la acción o la percepción alucinatoria. La escuela rival 
del hospital de la Salpatriére, en París, sostenía que, dado que la sugestión 
hipnótica podía utilizarse para eliminar síntomas histéricos, el estado hipnótico 
tiene que ser por fuerza un estado completamente anormal, que sólo se da en 
pacientes histéricos. Tanto la hipnosis como la histeria se consideraban como 
una prueba de la existencia de un sistema nervioso patológico. El principal 
portavoz de la Escuela de la Salpétriére fue Jean Martin Charcot (1825-1893), 
bajo cuya dirección estudió Freud durante varios meses. Con la llegada de 
Freud, el estudio del hipnotismo se convirtió en parte integrante de la 
psicología del inconsciente, pues aquél utilizó la hipnosis en sus primeras 
actividades como psicoterapeuta. Debe señalarse que el desarrollo posterior 
ha venido a apoyar el concepto de hipnosis de la Escuela de Nancy, pero que 
actual-mente todavía permanece sin elucidar la naturaleza exacta del estado 
hipnótico, e incluso su existencia misma como estado mental distinto. 
Volviendo a Braid, comprobamos que en II el hipnotismo aparece 
vinculado a otra de nuestras tres ciencias marginales: la Frenología. Braid 
practicó lo que él llamaba frenohipnosis, convencido de que en un trance 
 
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 UNIDAD I LOS COMIENZOS DE LA PSICOFISIOLOGÍA EXPERIMENTAL 
 
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hipnótico se podían manipular diferencialmente las diversas facultades men-
tales, localizadas, segun la frenología, en las diferentes partes del cerebro. 
 
Primera Psicología Fisiológica: la Frenología 
Hasta ahora, al ocuparnos de la historia de la Psicología, hemos visto que 
ésta formaba parte de la Filosofía. Incluso los médicos-psicólogos ocasionales 
basaban generalmente su psicología sobre principios filosóficos, y no 
fisiológicos. Hartley es buen ejemplo de ello. Erigió su psicología sobre los 
principios de la filosofía asociacionista y únicamente se limitó a apuntalarla con 
la teoría especulativa de Newton sobre la función nerviosa. 
La separación entre los aspectos fisiológico y filosófico de la psicología de 
Hartley fue tan tajante que su seguidor, Priestley, llegó a publicar una edición 
de las Observaciones sobre el hombre, de Hartley, que omitía toda la fisiología. 
Hartley deseaba crear una psicología que combinara la filoso-fía y la fisiología, 
pero la filosofía era a todas luces dominante. 
Constituyó el logro de Franz Joseph Gall (1758-1828) invertir tal relación.l Gall 
fue una personalidad poco común, ya que se tomó en serio la idea dé que el 
cerebro es el asiento del alma. No puede decirse que la idea fuese nueva: 
Platón creía en ella; los científicos helenísticos de Alejandría la demostraron; 
los psicólogos medievales de las facultados localizaron cada facultad en un 
sitio diferente del cerebro. Sin embargo, fuera de alentar el materialismo, el 
concepto apenas influyó en el pensamiento psicológico. Las localizaciones 
asignadas a las facultades en la Edad Media se basaban en un análisis previo 
de la mente, y no del cerebro, y la psicología filosófica nada había hecho por 
cambiar esta situación. Gall, en cambio, afirmó que el cerebro era el órgano 
específico de la actividad mental, en idéntica forma que el estómago es el 
órgano de la digestión y los pulmones el órgano de la respiración. En 
consecuencia, el estudio de la naturaleza humana debía empezar por aquellas 
funciones del cerebro que dan pie al pensamiento y la acción, y no por 
averiguaciones abstractas e introspectivas sobre la mente. 
El trasfondo filosófico de los trabajos de Gall lo constituía el empirismo 
francés, y en particular el sensacionismo de Condillac. Gall formuló varios 
reproches contra el enfoque filosófico de la psicología (Young, 1970). En 
primer lugar, los empiristas proclamaban que la experiencia era la base 
adecuada de la ciencia; sin embargo, su propia psicología, la ciencia de la 
naturaleza humana de Hume, era de cabo a rabo especulativa, sin la menor 
referencia a la conducta objetiva o al cerebro que la controla. Además, las 
categorías de análisis usadas por los philosophes eran «meras 
abstracciones». Ninguna de las facultades enumeradas por los filósofos —
como la memoria, la atención y la imaginación— eran lo bastante específicas 
para explicar la conducta humana real y las diferencias individuales concretas. 
En Sobre las funciones del cerebro, Gall escribió: «¿Cómo vamos a explicar, 
por la sensación en general, por la atención (etc.)... el origen y ejercicio del 
principio de propagación; el del amor a la prole, el del instinto de apego? 
¿Cómo explicar por todas estas generalidades los talentos para la música, la 
mecánica, el sentido de las relaciones espaciales, la pintura, la poesía, etc...?» 
Las facultades de los filósofos existen, pero «no son aplicables al estudio 
detallado de una especie o de un individuo. Todo hombre, excepto un idiota, 
disfruta de todas estas facultades. Pero todos los hombres no tienen el mismo 
carácter intelectual o moral. Tenemos necesidad de facultades cuya diferente 
distribución determine las diferentes especies de animales, y cuyas diferentes 
proporciones expliquen las diferencias entre individuos» (Young, 1970). 
Resumiendo, los conceptos de los filósofos son inútiles para las concretas 
investigaciones empíricas que la ciencia requiere. 
Las ideas de Gall le llevaron a entrar en conflicto con los filósofos 
empiristas de una manera definitiva. Condillac había intentado derivar cada 
facultad de la mente a partir de la sensación. Gall, en cambio, consideran-do 
que el cerebro es el órgano de la mente, procedió a concluir que cada una de 
sus facultades era innata, asentada en una región particular del cerebro. El 
enfoque de Gall implica también una psicología comparativa. Dado que los 
cerebros de las especies difieren a lo largo de la Gran Cadena del Ser (Gall 
escribía antes de Darwin), lógicamente las facultades correspondientes deben 
ser distintas. De hecho, Gall y sus seguidores llevaron a cabo estudios 
comparativos para apoyar esta argumentación. 
'El problema para Gall consistía, pues, en establecer la correlación entre 
funciones conductuales específicas y regiones concretas del cerebro. Aunque 
llevó a cabo estudios anatómicos detallados del cerebro y el sistema nervioso, 
consideró que las técnicas de su época eran demasiado toscas para 
responder a las cuestiones que él planteaba y, al mismo tiempo, sintió 
escrúpulos morales a la hora de experimentar con animales vivos, pero 
«martirizados». El método de Gall, por ello, fue diferente. Pensó que las 
facultades de vigoroso desarrollo se corresponderían con las partes del ce-
 
Para profundizar en este tipo de contenidos puede consultar la obra: 
Leahey, T.H. (1993) Historia de la Psicología. Madrid. Prentice-Hall.

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