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Guía Teórica 6-curso de verano 2013.pdf Seminario Informática y Sociedad Curso de verano 2013 Guía Teórica 6: Cultura afirmativa y Modernidad Prof. Claudia Kozak Hemos sostenido al comienzo de este curso que la propuesta sería pensar la técnica para comprender las condiciones que hicieron posibles determinadas construcciones técnicas del mundo y no otras en las sociedades modernas y contemporáneas occidentales. A su vez –sostuvimos– la vía para hacerlo sería plantear una discusión que entramara las nociones de arte y técnica que, en tanto regímenes de experimentación de lo sensible y potencias de creación, permiten dar una imagen de la Modernidad tecnológica y de allí, comprender nuestro presente, esto es, permiten comprender las construcciones de mundo que nos damos y, en función de ello, los futuros que imaginamos. En ese sentido, cada clase tanto teórica como práctica, ha ido desenvolviendo hasta aquí un hilo argumentativo en relación con ese pensar la técnica que pasa, entre otras, por las siguientes estaciones: -la discusión en torno de la concepción griega clásica de la téchne -la historia del pensamiento moderno sobre la técnica apoyado ya sea en concepciones instrumentalistas y protésicas, ya sea en concepciones sustantivistas, ya sea en concepciones críticas -la cuestión de la pretendida neutralidad de la técnica -el análisis de las condiciones que permitieron asociar, en la Modernidad, técnica, ideario de progreso, racionalidad instrumental, cuantificación y temporalidad abstracta y homogénea. Al mismo tiempo, en diversos tramos de algunas clases, nos hemos detenido en ejemplos del mundo del arte que evidencian alguna relación con esos desarrollos: desde las posibles correlaciones entre una mentalidad cuantificadora y el descubrimiento de la perspectiva lineal en la pintura renacentista hasta reversiones orientadas a un extrañamiento respecto de esa misma mentalidad (el Tristram Shandy, sería uno de eso casos, entre otros comentados). Antes de avanzar, una aclaración: las correlaciones o reversiones mencionadas como ejemplos del mundo del arte no se plantean solamente en función de una tematización de la moderna racionalización instrumental enraizada en las concepciones de técnica, sino también en relación con el modo de “operar” de estos “dispositivos” artísticos, sus modos de hacer sensible la posición adoptada respecto de esa racionalización: la perspectiva renacentista no toma como tema la matematización del mundo (aunque un cuadro renacentista puede tener esto como tema) sino que la “encarna” en su modo de hacer; la novela de Laurence Sterne no sólo toma el ideario de progreso como “tema” sino que lo hace girar en falso en su disposición narrativa digresiva. Básicamente, hacemos esta aclaración para salirnos de la idea de que el recurso al arte en el programa de este seminario pueda tener por función “ilustrar temáticamente” las cuestiones relativas al pensar la técnica. 2 A partir de esta clase y en adelante iremos acercándonos más a ese cruce entre arte y técnica en tanto nos detendremos en distintos desarrollos que reflexionan “a la vez” sobre ambos. Los textos de Marcuse a los que nos referiremos aquí son un claro ejemplo de ello. Primero, para religar el desarrollo sobre el pensamiento de Marcuse con las clases anteriores y sobre todo la dedicadas a otros pensadores de la Escuela de Frankfurt en torno de la razón instrumental y su relación con la técnica moderna, comenzaremos recurriendo muy brevemente al capítulo VI de El hombre unidemensional: “Del pensamiento negativo al positivo: la racionalidad tecnológica y la lógica de la dominación”. De allí pasaremos a considerar con más detalle el concepto de “cultura” (y su relación con el arte), según Marcuse, en el contexto de la sociedad tecnológica administrada, sociedad “cerrada” que disciplina y administra todas las dimensiones de la existencia y en la que el arte puede (o no, ya lo veremos) ser aún una potencia de negación de lo dado. Para ello, leeremos detenidamente su muy conocido texto “El carácter afirmativo de la cultura” y agregaremos algunas referencias a otro capítulo de El hombre unidimensional, el capítulo III, titulado “La conquista de la conciencia desgraciada: una desublimación represiva”. Para poder comprender la vinculación entre técnica y razón instrumental –y de allí la crítica de esa razón instrumental como dominación tanto de la naturaleza como de los hombres mismos–, recordemos que para Horkheimer –parafraseando sucintamente lo explicado en la clase teórica previa– la Modernidad recorrió primero el camino de separación entre razón objetiva y razón subjetiva, para colocar lo racional exclusivamente en el sujeto. De ese modo se desasignó el mundo, la sociedad, de algún tipo de razón o “verdad”, dejando a la razón sin recurso a alguna trascendencia ético-social. Ahora bien, esta razón “del sujeto” tomó el camino de la ciencia moderna y se convirtió –para decirlo en términos transitados en otras clases– en “medida de la realidad”, cuantificando el mundo, la sociedad, la existencia. Sometiéndolos a su “medida”. Una razón “operativa”, que no reconoce nada por fuera de ella, algún tipo de trascendencia, sólo puede validarse en sí misma, en su propio proceder para alcanzar su fin, en su eficacia “técnica” para alcanzar ciertos fines,1 pero en ese camino termina convirtiéndose en mero instrumento –como dicen Adorno y Horkheimer en la Dialéctica del Iluminismo– que no se “piensa a sí mismo” y se transforma en “utensilio universal”, sin que la dinámica entre medios y fines pueda ser alcanzada por determinaciones extra técnicas (por ejemplo, éticas). Dicho esto en términos del capítulo VI de El hombre unidimensional: “La cuantificación de la naturaleza, que llevó a su explicación en términos de estructuras matemáticas, separó a la realidad de todos sus fines inherentes y, consecuentemente, separó lo verdadero de lo bueno, la ciencia de la ética”. 2 1 Sostiene Horkheimer en el Prefacio de la segunda edición alemana de Crítica de la razón instrumental [1967]: “Hoy, sin embargo, se considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón, consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada caso” (Buenos Aires, Sur, 1969). 2 Herbert Marcuse. El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada [1964]. Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, pp. 173-174. A partir de aquí los números de página se consignan entre corchetes en el texto. 3 ¿Pero cuáles serían esos “fines inherentes”? Marcuse los pondrá siempre, casi como petición de principios, del lado de la eudaimonía, la “buena vida” (la felicidad) en términos aristotélicos, y sostendrá que toda teoría crítica de la sociedad se enfrenta con el problema de la objetividad histórica que no puede en realidad desentenderse de juicios de valor. El primero es la asunción de que “la vida humana merece vivirse y debe ser hecha digna de vivirse” [20]. El segundo, es la asunción de que “en una sociedad dada existen posibilidades específicas para el mejoramiento de la vida humana y formas y medios específicos para realizar esas posibilidades. El análisis crítico tiene que demostrar la validez objetiva de estos juicios (…) La teoría social es teoría histórica, y la historia es el reino de la posibilidad en el reino de la necesidad”. [21] El hombre unidimensional, uno de los libros más famosos de Marcuse, está justamente dedicado a desentrañar esa relación entre técnica, razón instrumental y sociedad tal como se ha dado históricamente en el contexto de lo que denomina “la sociedad industrial avanzada”. En algún sentido, el texto parte de una pregunta similar a la de la Dialéctica del Iluminismo: ¿cómo es posible que una sociedad en la que las capacidades (intelectuales y materiales) son inmensamente mayores que nunca y en la que una abrumadora eficacia técnica puede hacer posible un nivel de vida cada vez más alto, sea tan irracional? [20] Las respuestas que irá desgranado el libro apuntan a la caracterización de la sociedad en cuestión como modelada por una racionalización técnico-instrumental que cierra todos los órdenes de la vida sobre sí misma, desde los públicos a los privados, desde la política, a la sexualidad, el lenguaje, el arte, la ciencia, y hasta la filosofía. En una sociedad tal “el aparato técnico de producción y distribución (…) funciona no como la suma total de meros instrumentos que pueden ser aislados de sus efectos sociales y políticos, sino más bien como un sistema que determina a priori el producto del aparato, tanto como las operaciones realizadas para servirlo y extenderlo (…)”. [25] En ese sentido, la técnica no es neutral, sino un proyecto elegido históricamente. Citemos en extenso: Ante las características totalitarias de esta sociedad, no puede sostenerse la noción tradicional de la “neutralidad” de la tecnología.3 La tecnología como tal no puede ser separada del empleo que se hace de ella; la sociedad tecnológica es un sistema de dominación que opera ya en el concepto y la construcción de técnicas. La manera en que una sociedad organiza la vida de sus miembros implica una elección inicial entre las alternativas históricas que están determinadas por el nivel heredado de la cultura material e intelectual. La elección es el resultado del juego de los intereses dominantes. Anticipa modos específicos de transformar y utilizar al hombre y a la naturaleza y rechaza otras formas. Es un “proyecto” de realización entre otros. Pero una vez que el proyecto se ha hecho operante en las instituciones y relaciones básicas, tiende a hacerse exclusivo y a determinar el desarrollo de la sociedad como totalidad. En tanto que universo tecnológico, la sociedad industrial avanzada es un universo político, es la última etapa en la 3 Si bien es alemán, y ha sido formado en la tradición de la filosofía alemana, Marcuse está escribiendo en los Estados Unidos y publicando en inglés, de allí que utilice la palabra “tecnología” en vez de “técnica”, cfr. Guía Teórica 1. 4 realización de un proyecto histórico específico, esto es, la experimentación, transformación y organización de la naturaleza como simple material de dominación. [26] 4 Ahora bien, ¿cómo leer a partir de este a priori tecnológico esa zona de la cultura que habitualmente desde la Modernidad entendemos como “arte” y que en tanto “hacer” en el mundo tiene también un carácter técnico? Para responder a esta pregunta propondremos un recorrido más amplio por el pensamiento de Marcuse más un análisis específico del texto “El carácter afirmativo de la cultura”. 5 ----------------------------------------------------------------------------------------------------------- Claudia Kozak. “Apostillas a El carácter afirmativo de la cultura” en Herbert Marcuse, El carácter afirmativo de la cultura. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2011, pp. 61-94. En 1978, poco menos de diez años después de la muerte de Adorno, y de la publicación póstuma de su Teoría Estética, Herbert Marcuse publica el que sería su último libro: La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista. 6 En algún sentido podría pensarse que este pequeño libro, en cuyos agradecimientos Marcuse da a entender que le debe todo al libro póstumo de Adorno, permite leer casi circularmente la trayectoria intelectual de su autor. Ya que si se considera que el tema del libro está centrado en el espacio posible del arte como contestación de lo dado en las sociedades occidentales del capitalismo monopólico –como gusta llamarlo–, es fácil tender un puente hacia el primer momento de esa vasta producción intelectual iniciada en 1922 con una tesis doctoral para la Universidad de Friburgo, Der deutsche Künstlerroman (La novela alemana de artista), y en la que también se ocupaba del grado de separación entre el artista moderno y la sociedad. De hecho, la tesis doctoral se publicó por primera vez en el Volumen I de las Obras Reunidas de Marcuse en alemán, justamente en aquel mismo 1978. Así, pareciera, los extremos se aproximan y entrelazan. Con todo, no se trataría de un círculo compacto, ya que las posiciones adoptadas en distintos momentos en este terreno, si bien recurrentes a lo largo de su obra, presentan ciertas variaciones, en particular en relación con el “El carácter afirmativo de la cultura”, publicado originalmente en 1937 en el número VI, 1 de la revista del Instituto para la Investigación Social de Frankfurt en el exilio. Casi, se diría, en relación con el resto de los textos donde se trata el tema, el artículo en cuestión da la nota, puesto 4 Durante la clase, nos hemos extendido a partir de la lectura de este párrafo, en consideraciones respecto del “pesimismo” de El hombre unidimensional, y de las alternativas que despliega Marcuse al final de ese libro, para la comprensión de esas cuestiones (la Teoría Crítica como toma de conciencia de una “falta” que permite abrir las posibilidades de que algo diferente advenga, los espacios “marginales” del sistema como furezas, etcétera, cfr. el texto que ofrecemos a continuación. 5 A partir de aquí reproduzco un texto que publiqué en 2011, que trata justamente los tópicos centrales desarrollados en esta clase. ---------------------------------------------------------- 6 El libro es la versión ampliada y traducida al inglés por el propio Marcuse y su tercera esposa, Erica Sherover, de Die Permanenz der Kunst: Wider eider bestimmte marxistische Asthetik (Munich & Vienna: Hanser, 1977). 5 que extrema la crítica hacia el rol del arte burgués en su afirmación del statu quo, mientras que en textos posteriores el “momento de verdad” de tal arte, que también era dialécticamente señalado en aquel artículo, prevalece en mayor medida. Esa distancia, en todo caso, será central si se pretende un acercamiento al pensamiento de Marcuse. En el mismo sentido, el hecho de que cuando se refiere a la cultura, Marcuse termine hablando casi siempre sobre todo del arte, sería también tema a desgranar. La cuestión estética, por otra parte, no ha sido el único eje de reflexión del autor. Aunque en absoluto se trate de una cuestión que le sea lateral, más bien recorre en filigrana su producción y se hace visible en momentos específicos como los de inicio y fin ya mencionados, a los que habría que sumarle como mínimo algunos textos de los años 60 –el capítulo tercero de El hombre unidimensional o el artículo “Notas para una nueva definición de la cultura”– 7 y por supuesto, de forma preeminente “El carácter afirmativo de la cultura” del año 37. Así, filosofía política, teoría social y teoría crítica de la cultura se enlazan en un recorrido en el que las cuestiones relativas al arte conviven con estudios sobre Hegel, Dilthey o Manheim, el marxismo soviético, la teoría crítica, la sociedad tecnológica, el hedonismo o la revuelta social. La preocupación central de Marcuse a lo largo de toda su obra y de todos los “cuerpos teóricos” que la recorren –en lo básico: filosofía idealista alemana, marxismo y freudismo– es la crítica de las sociedades occidentales del siglo XX, que en sus diferentes versiones no han dejado de convalidar un régimen de opresión. Un siglo, por otra parte, vivido de primera mano en lo que hace al menos a su protagonismo en algunos de sus episodios centrales: soldado en la Gran Guerra del 14, 8 exiliado de su patria con el ascenso del nacionalsocialismo, colaborador de los servicios de inteligencia estadounidenses en tareas de análisis del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial (y un poco más allá), referente de los movimientos estudiantiles contestatarios estadounidenses, de la Nueva Izquierda y de los estudiantes europeos –en particular alemanes– en la coyuntura que llevó al Mayo del 68. Para un intelectual que, como otros miembros de la llamada Escuela de Frankfurt, apostó durante toda su vida antes a la teoría como baluarte del pensamiento crítico que a la praxis, esa experiencia del siglo de primera mano no parece haber sido poca cosa. Si bien es sabido que, mientras Adorno disintió con los estudiantes respecto de las potencialidades de la revuelta a fines de los 60, Marcuse hasta cierto punto los acompañó, habría que reparar también en que buena parte de sus textos defienden, al igual que los de Horkheimer y Adorno, el espacio de pura negatividad de la teoría como la mejor opción de la que se dispone en las sociedades industriales avanzadas para la producción de una conciencia crítica que pueda preparar el camino de una transformación social en un sentido emancipatorio. Herbert Marcuse nació en Berlín el 19 de julio de 1898 y murió apenas cumplidos los 81 años, el 29 de julio de 1979 en Starnberg, Alemania, a donde había llegado por invitación de Jürgen Habermas para una estancia académica en el Instituto Max Planck. Formado en 7 “La conquista de la conciencia desgraciada: una desublimación represiva” en El hombre unidimensional, publicado en los Estados Unidos en 1964. El artículo “Notas para una nueva definición de la cultura” fue publicado en Science and Culture, libro colectivo compilado por Gerald Holton (Boston: Houghton Mifflin, 1965). En español fue incluido en la compilación titulada Ensayos sobre política y cultura (Barcelona: Planeta-Agostini, 1986). 8 Debido a sus problemas de visión Marcuse no fue enviado al campo de batalla y gozó de permisos para asistir a cursos en la universidad en Berlín. 6 el seno de una familia judía de clase media alta asimilada, recibió una educación ligada a la tradición humanística alemana. En 1917 se afilió al Partido Socialdemócrata, y participó luego en el levantamiento espartaquista, pero abandonó toda afiliación partidaria después del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Luego de doctorarse en 1922, trabajó durante varios años como librero, período en el que publicó diversos artículos y una bibliografía anotada de Schiller. Retomó sus estudios en 1929 en la universidad de Friburgo como discípulo de Husserl y Heidegger. Si bien los textos publicados por Marcuse hasta 1932 presentan fuerte influencia fenomenológica, el camino de migración hacia el marxismo había comenzado tiempo atrás 9 . Como en el caso de varios de los integrantes de la Escuela de Frankfurt, todos los comentaristas de Marcuse señalan el fuerte impacto de la lectura en 1923 de Historia y conciencia de clase de Lukács, a quien además había conocido en Berlín durante sus años de estudiante. Ante el ascenso del nazismo, sus posibilidades de acceso a una carrera docente en la universidad se esfumaron; Marcuse se unió a fines de 1932 al Instituto para la Investigación Social de Frankfurt, en 1933 fue asignado a la sede en Ginebra y en julio de 1934 llegó a Nueva York para formar parte de la nueva etapa del Instituto adscripto a la Universidad de Columbia. La asociación directa de Marcuse con el Instituto de Frankfurt se remite casi exclusivamente a esos años de la década de 1930 luego de los cuales, a partir de 1941, va siguiendo un camino propio. Sin embargo, esta colaboración plasmada entre otros textos en los artículos que publicó en la revista del Instituto entre 1934 y 1938 –“El carácter afirmativo de la cultura” es uno de ellos 10 – ha alcanzado para que se identifique claramente a Marcuse con la Teoría Crítica. Martín Jay, en su conocida historia del Instituto, no duda en considerarlo uno de sus tres teóricos más relevantes, junto con Horkheimer y Adorno. 11 En la práctica, durante esa década Marcuse forma parte del “círculo interno” del Instituto conformado por Max Horkeimer, Theodor. W. Adorno, Leo Lowenthal y Frederick Pollock. Luego de publicar en 1941 su primer libro aparecido en inglés, Razón y Revolución. Hegel y el surgimiento de la teoría social, Marcuse comenzó a trabajar primero en la OWI (Office of War Information), luego en la OSS (Office of Strategic Services), y finalmente una vez que la OSS fue desmantelada en 1945 para dar lugar a la CIA, en el Departamento de Estado. Básicamente su tarea estuvo relacionada con el análisis de información difundida desde la Alemania nazi y el asesoramiento relativo a la idiosincrasia alemana. Visto desde 9 En el artículo “Aportaciones a la fenomenología del materialismo histórico”, publicado en 1928, Marcuse sostiene: “(…) la acción social es hoy posible sólo como acción del proletariado, porque éste es el Dasein cuya existencia se da necesariamente en la acción”. Citado por Guillermina Garmendia de Camusso, Marcuse, Buenos Aires, CEAL, 1971, p.169. La influencia de Heidegger, por otra parte, se atenúa cada vez más a partir de la afiliación de este al Partido Nacionalsocialista como rector de la Universidad de Friburgo. La relación con su maestro, por razones más que obvias, resulta conflictiva. Aun después de finalizada la Segunda Guerra, hasta 1947, Marcuse espera de Heidegger al menos una palabra de autocrítica en relación con esa actuación como rector de Friburgo en el 33 (y respecto de su famoso discurso de aceptación del cargo), palabra que nunca llega, como queda documentado en la correspondencia que mantuvieron en aquel momento. Cfr. Herbert Marcuse/Martin Heidegger. "Correspondencia final", en La Caja. Revista del Ensayo Negro nº 1, septiembre-octubre de 1992, página 21. Traducción de Marcelo Burello. 10 Reunidos en 1965 en forma de libro: cfr. Cultura y sociedad, Buenos Aires, Sur, 1970, 5ª edición. 11 Martin Jay, [1973] La imaginación dialéctica. Historia de la Escuela de Frankfurt y el Instituto de Investigación Social (1923-1950). Madrid, Taurus, 1974, p. 128 [traducción de Juan Carlos Curutchet]. 7 el presente puede resultar curiosa esta participación en instituciones semejantes por parte de un hombre que hizo de la crítica del control social en las sociedades capitalistas administradas uno de sus ejes de pensamiento. Con todo, hacia 1941 la urgencia de la lucha contra el fascismo desde los Estados Unidos podía fácilmente asociarse a las tareas posibles de llevar a cabo en estas agencias gubernamentales. La permanencia de Marcuse como asesor en el Departamento de Estado hasta 1951 quizá deba tener alguna otra explicación. A partir de la publicación de Eros y civilización en 1955, pero sobre todo de El hombre unidimensional en 1964, Marcuse se convirtió en figura pública. Se ha sostenido incluso que fue el filósofo más leído durante la década del 60. En 1951, volvió a investigar a las universidades de Columbia y Harvard y luego, entre 1954 y 1965 fue profesor de Brandeis University. Una vez que se convirtió en referente de la Nueva Izquierda estadounidense, esta universidad decidió no renovar su contrato. Obtuvo poco después un puesto en la Universidad de California en San Diego hasta su jubilación en los años 70. Así, los textos de la década del 60 lo convierten en una personalidad pública –el concepto de "personalidad" había sido explícitamente criticado por Marcuse en “El carácter afirmativo de la cultura”, en un sentido que excede esa noción más bien mediática de personalidad pública pero que también la incluye–. Y como consecuencia, resultó aclamado y denostado según cuál fuera el bando: de un lado, los estudiantes “radicales” en los Estados Unidos lo tenían como maestro –fue mentor de la conocida activista Angela Davis por ejemplo–, por el otro lado, fue amenazado por el Ku Klux Klan y criticado por el Papa Juan Pablo VI 12 . Con todo, y más allá de cierto bullicio mediático 13 , la actuación de Marcuse en relación con el activismo estudiantil tuvo momentos de mayor relieve conceptual, de ahí por ejemplo los seminarios realizados en Alemania en los años previos a Mayo de 68, como el que impartió en la Universidad Libre de Berlín, junto a líderes estudiantiles como Rudy Dutschke, y del que surgió su libro El fin de la utopía aparecido en 1967. 14 En esa línea, publicará también en 1969 Un ensayo sobre la liberación. Los temas principales de Marcuse en las décadas de los 50 y 60 son seguramente aquellos por los que se lo recuerda más a menudo. Para su tratamiento, el autor acuñó una serie de conceptos que han quedado sellados a su nombre: principio de actuación, represión excedente, desublimación represiva, tolerancia represiva, a priori tecnológico. En Eros y civilización toma como punto de partida El malestar en la cultura de Freud para elaborar una teoría que permita sustentar la posibilidad de cambio en las sociedades industriales avanzadas, separándose de lo que se ha visto como el pesimismo inherente a la 12 Cfr. Theresa MacKey, “Herbert Marcuse”, Paul Hansom (ed.), Dictionary of Literary Biography Volume 242: Twentieth-Century European Cultural Theorists, First Series (University of Southern California: The Gale Group, 2001), pp. 315-329 http://www.marcuse.org/herbert/biog/Mackey2001.htm 13 Marcuse viajó a París la primera semana de mayo de 1968 para participar en una actividad de la Unesco en ocasión del 150 aniversario del nacimiento de Karl Marx. Medios periodísticos como Le Monde y Le Nouvel Observateur aprovecharon su presencia para pedirle declaraciones sobre la lucha estudiantil que había comenzado meses antes y que justamente en esa primera semana de mayo alcanzado ya un punto álgido. Marcuse sin embargo no participó en forma directa de los acontecimientos en París y al momento de la revuelta más generalizada había partido ya a Alemania para visitar a Rudi Dutschke, quien en abril había sufrido un intento de asesinato (Dutschke sobrevivió pero murió once años después a consecuencia de secuelas de las heridas recibidas). 14 El título no hace referencia a la imposibilidad de la utopía en el sentido de su cierre por perpetuación del statu quo, sino a la posibilidad de que la utopía termine porque sus aspiraciones se vean cumplidas en una sociedad emancipada. http://www.marcuse.org/herbert/biog/Mackey2001.htm 8 teoría freudiana de la represión de los instintos en la civilización. Si bien Marcuse concede que existe una represión inevitable asociada al proceso civilizatorio, sostiene que la sociedades industriales avanzadas ejercen una represión suplementaria que no es necesaria para el sostenimiento de la vida sino, por el contrario, de un tipo de vida particular basado en el control social y la cosificación de la existencia. Esa represión suplementaria se da incluso cuando la sociedad industrial avanzada aparenta cierto grado de libertad. El principio de actuación, concepto con el que Marcuse retoma el principio de realidad de Freud para especificarlo históricamente, se da de forma paradigmática en las sociedades tecnológicas –que a esta altura el autor lee tanto en el capitalismo avanzado como en la sociedad soviética– bajo la forma de la organización tecno-instrumental del mundo del trabajo, pero también permea toda otra forma de organización social, de la familia al ocio organizado, por ejemplo, que en ese sentido Marcuse diferencia siempre del tiempo libre. Esta pseudo-libertad que ya en los 60, cuando publica El hombre unidimensional, Marcuse podía claramente leer en cierta liberalización de las costumbres en las sociedades de consumo, se identifica con el concepto de desublimación represiva: la permisividad en relación con los instintos eróticos es otra forma más del operacionalismo con el que se administra la sociedad, esto es, una forma de hacer operar, en este caso la libido erótica, en función de la estructura social de dominio. Una sexualidad que Marcuse ya cuestionaba desde la época de “El carácter afirmativo de la cultura” como represivamente centrada en la genitalidad. 15 En los 60 escribe: (…) si la liberación de la libido, socialmente permitida y favorecida, va a ser la de una sexualidad parcial y localizada, será equivalente a una compresión del hecho de la energía erótica, y esta desublimación será compatible con el crecimiento de formas de agresividad tanto no sublimadas como sublimadas; una agresividad que crece desenfrenada en la sociedad industrial contemporánea”. 16 Se trata de una movilización y administración de la libido como otra forma de la “movilización total” que, si pudo verse en el siglo XX como propia del fascismo y aparece discutida, entre otros ensayos de los años 30, en “El carácter afirmativo de la cultura”, tiene su continuación en la sociedad tecnológica avanzada. La “promesa de felicidad” que Marcuse lee recurrentemente en las sublimaciones del arte, con todo lo ideológica que pueda ser (su carácter ideológico había sido un argumento central de “El carácter afirmativo de la cultura”), es también, en sus términos, una aparición del reino de la libertad (aspecto también tomado en cuenta en el artículo del 37 pero menos enfatizado): Ritualizado o no, el arte contiene la racionalidad de la negación. En sus posiciones más avanzadas es el Gran Rechazo; la protesta contra aquello que es (…) Ahora esta ruptura esencial entre las artes y el orden del día, que permanecía abierta en la alienación artística, está siendo progresivamente cerrada por la sociedad tecnológica 15 Ver página 66 de esta edición. A partir de aquí, los números de página de las citas del artículo se consignan entre corchetes, siguiendo la presente edición. 16 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional. Ensayo sobre la ideología en la sociedad industrial avanzada. Barcelona, Planeta-Agostini, 1993, p.108. 9 avanzada. Y al cerrarse, el Gran Rechazo es rechazado a su vez; la ‘otra dimensión’ es absorbida por el estado de cosas dominante. 17 El tono más utópico de Eros y civilización se desvanece casi por completo en El hombre unidimensional. La primera parte del libro denominada “La sociedad unidimensional” incluye siete capítulos donde el autor ofrece un análisis detenido de las distintas formas en que la racionalidad tecnológica inherente a las sociedades industriales avanzadas “cierra” el universo político, cultural, discursivo, filosófico, etc. disciplinando la existencia y atándola a nuevas formas de control social. Allí es donde desarrolla el concepto de a priori tecnológico: un a priori tecno-instrumental como especificación de la técnica en las sociedades industriales avanzadas. La segunda parte de El hombre unidimensional, de sólo dos capítulos, denominada “La posibilidad de las alternativas” busca respuestas dialécticas que permitan considerar la posibilidad de “pacificación”, es decir, de construcción de una sociedad cualitativamente diferente. Una nueva sociedad pacificada, en términos de Marcuse, sería aquella liberada del reino de la necesidad y en la que la dimensión estética y erótica no tendría por qué ser reprimida. Marcuse considera que, aunque el desarrollo científico tecnológico ha estado guiado en la Modernidad occidental por un a priori instrumentalista, esto es, que racionaliza todas las esferas de la vida a partir de criterios de rendimiento y utilidad, también ha producido las condiciones posibles para que la escasez pueda dejar de ser aquello que prescribe la represión de los instintos. Un mundo sin escasez que no se rigiera por el dominio de la racionalidad instrumental podría “racionalmente” adecuarse a la guía de los impulsos estéticos y eróticos. Sin embargo, el paso hacia una sociedad tal, no podría llegar desde el interior de esa sociedad que constantemente recaptura la negación. El final del libro, anticipando quizá Un ensayo sobre la liberación, busca el Gran Rechazo del lado de los marginados del sistema, para concluir con una muy citada frase de Walter Benjamin: “Sólo gracias a aquellos sin esperanzas nos es dada la esperanza”. 18 El “refugio” de la cultura Gran parte de esos tópicos marcusianos de los 50 y 60 son anticipados, aunque con variaciones, en “El carácter afirmativo de la cultura”. El texto presenta una argumentación escalonada en la que a menudo hay que esperar a tener el panorama completo para tener cierta seguridad acerca de la dirección del sentido. Se ha dicho que el estilo de Marcuse es más “discursivo” que el de Adorno y Horkheimer, menos oscuro o aforístico. 19 Ciertamente, Marcuse hace coincidir con frecuencia un estilo discursivo propio de la tradición filosófica que incluye un importante grado de abstracción con un lenguaje más llano. Con todo, puede encontrarse que el texto encarna en la escritura cierta dialéctica “abierta” o incluso “negativa” en la que las negaciones de negaciones, las idas y vueltas, no se resuelven necesariamente en síntesis superadoras, lo que de alguna manera llega a oscurecer el sentido claro y transparente. Se trata además de una argumentación que trabaja con conceptos que, sostiene siempre Marcuse –tanto como lo hacían Adorno y Horkheimer– son históricos; y si el texto sigue entonces el devenir de un concepto 17 Op. cit. pp. 93-94. 18 Op. cit. p. 286. 19 Martín Jay, p. 129. 10 determinado en la historia, como sucede aquí con conceptos como “personalidad” o “cultura afirmativa”, el sentido que pudieron haber tenido en una época, bien pueden no tenerlo en la siguiente: “(…) el carácter histórico interno de los conceptos filosóficos, lejos de impedir la validez objetiva, define la base para su validez objetiva”. 20 En relación con esto, en El hombre unidimensional Marcuse se defiende de posibles acusaciones de un relativismo histórico y subjetivista, postulando que la objetividad (y por tanto validez) de los conceptos está garantizada por el hecho de que, por una parte, “la formación de conceptos permanece determinada por la estructura de la materia que no se disuelve en subjetividad” y, por otra parte, permanece también determinada “por la estructura de la sociedad específica en la que tiene lugar el desarrollo del concepto”. 21 En esa línea es que puede leerse el modo en que Marcuse se acerca al concepto de “cultura”. En efecto, a pocas páginas del inicio del artículo sostiene: “No se considerarán aquí los distintos intentos de definir el concepto de cultura” [49]. La declaración reviste su interés porque de lo que se trata en el texto no es de considerar la cultura como concepto abstracto y ahistórico sino por el contrario, de mostrar que la mayoría de esos intentos de definición –como los que distinguen entre cultura y civilización 22 – han sido parte de una forma de cultura que es la que el texto cuestionará. Además, ese cuestionamiento se realiza desde el punto de vista de otro concepto ni neutro ni abstracto de cultura: Hay un concepto de cultura que para la investigación social puede ser un instrumento importante porque a través de él se expresa la vinculación del espíritu con el proceso histórico de la sociedad. Este concepto se refiere al todo de la vida social en la medida en que en él tanto el ámbito de la reproducción ideal (cultura en sentido restringido, el ‘mundo espiritual’), como el de la reproducción material (la ‘civilización’) constituyen una unidad histórica, diferenciable y aprehensible. [50] “El carácter afirmativo de la cultura” se divide en tres partes. En la primera se delinean los argumentos generales que permiten sostener que la cultura es un invento moderno, más precisamente, burgués. Y que, considerado así históricamente, ese concepto tiene sus raíces en la antigua filosofía griega pero también se diferencia de ella al adquirir su carácter “afirmativo”. Se trata así de la falsa conciencia que afirma que la cultura es no sólo un reino de valoración superior –contrapuesto al mundo real– sino también universal –obligatorio para todos y accesible a cada uno en su interioridad–. Como en el mundo real, debido a las desiguales condiciones materiales de existencia, esa universalidad es sólo formal, la cultura también es “afirmativa” en su afirmación del statu quo. La segunda parte analiza con detalle algunos conceptos fundamentales que sostienen el peso de esa noción de cultura: el concepto de persona y personalidad, el concepto de alma y de interioridad. La tercera parte agrega el elemento coyuntural muy frecuente en los textos de Marcuse, quien sin lugar a dudas es un pensador que constantemente piensa su propia época. Para el momento de la redacción del texto, la época es la del fascismo. La tercera parte se aboca entonces a analizar las transformaciones de la cultura afirmativa en la época 20 Marcuse, El hombre unidimensional, op. cit, p. 246. 21 Ídem. 22 En nota al pie Marcuse remitirá al Spengler de La decadencia de Occidente. 11 de la “movilización total” [ver más abajo] en la que “el individuo, en todas las esferas de la existencia, tiene que ser sometido a las exigencias del estado totalitario”. [72] El eje que permite a Marcuse encontrar las raíces históricas de la cultura afirmativa en la filosofía idealista antigua es el tópico de la eudemonía. Este tópico motoriza gran parte, si no todo, el pensamiento de Marcuse: la tarea de la teoría crítica de la sociedad es la de “agudizar su preocupación, contenida en todos sus análisis por la felicidad del hombre, por la libertad, felicidad y derecho del individuo. Estas posibilidades son, para la teoría, posibilidades de la situación social concreta: tienen importancia sólo en tanto cuestiones económicas y políticas y, en este sentido, se refieren a las relaciones del hombre en el proceso de producción (…)”. 23 Según Marcuse, la filosofía clásica antigua se preocupa en primer lugar por la felicidad de los hombres pero considera que esa felicidad no puede alcanzarse en las formas materiales de existencia que son esencialmente inestables, no libres. Ellas definen el reino de la necesidad que debe ser trascendido para lograr la libertad en el conocimiento de lo verdadero. Si bien Aristóteles parte de la idea de que todo conocimiento debe conducir a la praxis, al establecer una jerarquía en la escala del conocimiento desde el conocimiento práctico y funcional a la vida cotidiana hasta el conocimiento filosófico como fin en sí mismo, “establece una separación fundamental: entre lo necesario y útil por una parte, y lo ‘bello’ por la otra” [45]. Esa separación jugará un rol fundamental en la historia de la filosofía occidental y llevará, en última instancia, al establecimiento del carácter afirmativo de la cultura. La principal diferencia que a Marcuse le interesa resaltar entre el idealismo antiguo y el moderno radica en el tema de la buena o mala (incluso falsa) conciencia: Aristóteles no oculta el hecho de que la trascendencia del reino de la necesidad para poder alcanzar el de la verdad está reservado a unos pocos. Ni lo oculta ni pretende cambiarlo; la filosofía antigua es así abiertamente funcional a un estado de dominio. De tal manera, la filosofía clásica “capitula ante las contradicciones sociales, expresando esas contradicciones como situaciones ontológicas”. [47] El problema es que la burguesía, en cambio, trata de ocultar esa situación a cada paso proclamando la igualad entre los hombres. Cuando Marcuse afirma que la filosofía clásica actúa con “buena conciencia”, se refiere al hecho de que la situación social dada, la desigualdad entre los hombres, no va en contradicción con los valores sustentados. Existe una correlación entre esa situación y la afirmación de que sólo unos pocos hombres gozan del privilegio de dedicarse al mundo “elevado” del placer y la verdad. Por contraste, en el mundo burgués “esta ‘buena conciencia’ ya no existe” [49]. Marcuse no utiliza aquí en forma explícita la expresión “mala conciencia” pero claramente lo da a entender. Tal como había planteado en 1887 Nietzsche en su libro La genealogía de la moral, la idea de mala conciencia se da básicamente en términos morales: un intento de reparar pobremente el hecho de que se actúa en contradicción con los valores sustentados. Adorno y Horkheimer, en su Dialéctica del Iluminismo, citan a Nietzsche en relación con la mala conciencia contenida en el Iluminismo al pretender llevar la ilustración al pueblo. 24 23 Herbert Marcuse, “Filosofía y teoría crítica” en Cultura y sociedad [1965], Buenos Aires, Sur, 1970, p. 85. Artículo publicado originalmente en la revista del Instituto en la década del 30. 24 Max Horkheimer y Theodor. W. Adorno, Dialéctica del Iluminismo. Buenos Aires, Sur, 1970. Preferimos aquí conservar el título de la edición de Sur, aunque la edición española utiliza la palabra Ilustración, y no Iluminismo. Cfr Max Horkheimer y Theodor. W. Adorno , Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid, Trotta, 1998, 3ª edición [traducción de Juan José Sánchez]. 12 Al respecto, el argumento de Marcuse sería que, al desaparecer la concepción antigua que sostenía que el bien supremo era patrimonio de unos pocos, aparece la tesis de la universalidad de la cultura como débil reparación frente al hecho de las injustas relaciones materiales. La burguesía en ascenso había “fundamentado en la razón humana universal su exigencia de una nueva libertad social” [52]. Con todo, esa libertad no dejó de ser parcial, atribuida más a unos que a otros. “A las demandas acusadoras, la burguesía dio una respuesta decisiva: la cultura afirmativa” [52]. Por otra parte, y aunque tampoco lo diga Marcuse en forma explícita, en el contexto de este artículo “mala conciencia” puede incluso ser interpretado como “falsa conciencia”, concepto que Marx y Engels habían utilizado en La ideología alemana, libro escrito entre 1845 y 1846 pero cuya primera edición en alemán es recién de 1932. En ese texto, los autores proponían una concepción de ideología como reflejo invertido de las relaciones materiales de existencia y, en relación con ello, utilizaban la expresión “falsa conciencia”. Desde esa perspectiva, tal como lo resume Raymond Williams, la ideología es “un sistema de creencias ilusorias –ideas falsas, o falsa conciencia– que puede ser contrastado con el conocimiento verdadero o científico”. 25 En términos de Marcuse, la cultura afirmativa sería así ideológica, en el sentido restringido de ideología como falsa conciencia ya que “eleva a la cultura a la categoría de un (falso) patrimonio colectivo y de una (falsa) universalidad” [50]. En le pasaje del idealismo clásico al moderno, la división entre lo necesario y útil, y lo bueno y placentero se mantiene, pero en tanto seres abstractos todos los hombres deben poder acceder a ese reino de trascendencia de las ataduras materiales. Ése es el momento histórico en el que aparece el concepto de cultura en el que lo espiritual se autonomiza de la totalidad social. La propia cultura afirmativa ha tematizado esta separación bajo la diferenciación entre cultura (lo espiritual) y civilización (lo material). No es que la burguesía haya sido tan miope como para pretender hacer creer en la igualdad real de las condiciones materiales de existencia –aunque el ideario de progreso siempre ha tenido ese propósito– sino que, justamente porque no lo plantea, considera fundamental sostener (con mala conciencia) esa universalidad y obligatoriedad de los valores culturales. Ellos serán los nuevos estandartes de “una nueva exigencia de felicidad” [51], en lo fundamental idealista, que “a la penuria del hombre aislado responde con la humanidad universal, a la miseria corporal, con la belleza del alma, a la servidumbre externa, con la libertad interna, al egoísmo brutal, con la virtud del deber”. [52] En este momento de la argumentación Marcuse introduce uno de esos nexos adversativos que, se decía más arriba, constituyen marca de estilo y pensamiento: “Pero el idealismo burgués no es sólo una ideología: expresa también una situación correcta” [52]. Al separar la cultura del reino de la necesidad material muestra que está construida sobre una falta; la exhibición de esa falta que se da según Marcuse en lo mejor del arte burgués instala la sospecha de que algo mejor puede o debería suceder: “En una sociedad que se reproduce mediante la competencia económica, la exigencia del que el todo social alcance una existencia más feliz es ya una rebelión (…) La aspiración de felicidad tiene una resonancia peligrosa en un orden que proporciona a la mayoría penuria, escasez y trabajo”. [53] Claro que, inmediatamente después, Marcuse volverá a introducir el adversativo: esa aspiración de felicidad, aunque pueda tener resonancias peligrosas, quedará siempre en 25 Raymond Williams, Marxismo y literatura, Madrid, Península, 1980, p. 71. 13 aspiración al interior de un pensamiento idealista que no pretende modificar las condiciones materiales de existencia. Con todo, si se lee con atención éste y otros textos de Marcuse es preciso reconocer que, en función de coyunturas específicas, el autor otorga mayor o menor importancia a ese “momento de verdad” de la cultura afirmativa: en algunos tramos de este artículo se servirá de él para oponerlo a la cultura heroica del fascismo que coloniza incluso el reducto de libertad individual que el burgués había conseguido en la esfera de la cultura. A partir de los años 60, y sobre todo en su último libro, como se señalaba al comienzo de este texto, Marcuse encuentra que la promesa de felicidad del gran arte burgués, aun contradictoriamente, se resiste a la movilización total de las sociedades industriales avanzadas en las que incluso el tiempo libre y la felicidad del cuerpo son movilizados de forma pseudo liberada. Durante el periodo clásico de vigencia de la cultura afirmativa en sentido estricto, por otra parte, separaciones como las de cuerpo y alma, materia y espíritu han sido el terreno ideológico para la perpetuación de la injusticia. De allí que Marcuse rescate en distintas partes de su obra prácticas que resisten esa separación. Así, en el contexto de la década del 30, en el que todavía era fuerte el puritanismo sexual, la exhibición desprejuiciada y lúdica del cuerpo bello en el circo, el varieté y las revistas “anuncia la alegría por la liberación del ideal, a la que el hombre puede llegar cuando la humanidad, convertida verdaderamente en sujeto, domine a la materia” [66]. El argumento no es tan simple como podría pensarse sino que, en un típico argumento “extremado” que de hecho Adorno y Horkheimer retomarán en su Dialéctica del Iluminismo, 26 se trata de un caso en el que el cuerpo de las “clases desmoralizadas, que conservan formas semimedievales” se convierte “en una cosa, en una cosa bella (…) En el caso extremo de cosificación, el hombre triunfa sobre aquella” [66]. Convertirse en cosa, ser cosificado, es para el cuerpo bello una forma de contestar el reino de mediación abstracta y cosificante del mundo real de las relaciones de producción. Marcuse opone la felicidad de los cuerpos al puritanismo de la cultura afirmativa para la cual “los ámbitos carentes de alma, ‘desanimados’, no pertenecen a la cultura” [66]. El seguimiento pormenorizado de los conceptos de alma y personalidad ocupa la parte central de “El carácter afirmativo de la cultura” y convierte al texto en una especie de radiografía que permite ver el esqueleto “interior” del carácter ideológico de la cultura. Si bien la filosofía moderna –de Descartes a Kant y Hegel– será leída como parte de esa cultura afirmativa, no es en ese ámbito donde Marcuse encuentra las raíces de nociones como alma y personalidad. De lo que se trata en realidad es de diferenciar “alma” y “espíritu”, ya que la idea de alma, al escapar a la razón abstracta de la praxis burguesa, es para Marcuse el ámbito por excelencia en el que la cultura afirmativa pretende establecer un reino superior de felicidad y belleza. Aunque en el artículo Marcuse utiliza por momentos las expresiones “valores espirituales”, “espíritu” y “alma” hasta cierto punto como intercambiables, también desarrolla una explícita diferencia apuntando sobre todo al rescate del carácter crítico que pudo haber tenido el concepto de espíritu en parte de la filosofía de la razón –si a alguien “rescata” en ese sentido Marcuse es a Hegel– comparado con la versión que del alma da la cultura afirmativa. En realidad, para la filosofía de la razón el alma –los sentimientos, los deseos, 26 Como lo hace notar Martín Jay (La imaginación dialéctica, p. 355) Adorno y Horkheimer retoman ese mismo ejemplo y argumento como único indicio de negación al interior de la industria cultural. 14 los instintos y los anhelos del individuo [57]– resulta problemática por inabordable, aquello de lo que la razón abstracta moderna no puede dar cuenta. Para demostrarlo Marcuse cita a Kant quien lo afirma de modo explícito: “¿es posible una psicología empírica como ciencia? No; nuestros conocimientos acerca del alma son demasiado limitados” [Kant citado por Marcuse, 59] Pero, además, la diferencia en la que se apoya Marcuse para “preferir” el espíritu al alma radica, básicamente, en que el alma no está dirigida –como el espíritu– al conocimiento de la verdad y por lo tanto puede gozar de ese reino de valores superiores aun cuando no sean verdaderos; la fenomenología del espíritu, tal como se da en Hegel, no se conforma con ello: “El sistema de Hegel es la última protesta contra la humillación de la idea (…) el idealismo sostuvo siempre que el materialismo de la praxis burguesa no representa la última etapa y que la humanidad debe ser conducida más allá de él” [53]. Siguiendo el argumento de Marcuse, la cultura afirmativa encuentra sustento en la noción de alma manifiesta en la literatura del Renacimiento –en nota al pie alude al análisis de Petrarca realizado por Dilthey–, como espacio irreductible de individualidad, asociada a la “vida interior”, y correlato de las riquezas del mundo exterior recién descubiertas; pero ya para los siglos XVIII y XIX ese correlato se rompe y queda manifiestamente incumplido: a partir de allí el alma, como único ámbito de la vida no incorporado al proceso social del trabajo, “protesta contra la cosificación para caer, sin embargo, en ella (…) la libertad del alma ha sido utilizada para disculpar la miseria, el martirio y la servidumbre del cuerpo”. [60] Y si hay un ámbito de la cultura afirmativa donde el alma encuentra su mejor coartada – más que la filosofía o la religión–, ése es el ámbito del arte entendido, como lo hace Kant, como belleza desinteresada, una belleza ideal “que no obliga a nada” [64] y que “es soportable en un presente de penurias: aun en él puede proporcionar felicidad” [67]. En el análisis del mito homérico de Odiseo que Adorno y Horkheimer desarrollan en su Dialéctica del Iluminismo, puede verse un ejemplo claro de la manera en que la Teoría Crítica argumenta respecto de esa belleza desinteresada que opera ideológicamente sin obligar a nada, esto es, sin que la experiencia del arte pueda convertirse en conocimiento, lo que de algún modo implicaría su integración a la praxis: “Mientras el arte renuncie a valer como conocimiento y se aísle de ese modo de la praxis, es tolerado por la praxis social, lo mismo que el placer”. 27 Odiseo, héroe viajero, quien se caracteriza por su autoafirmación individual contra viento y marea, es leído allí como modelo prehistórico del prototipo del individuo burgués. Su astucia, su razón engañosa, que lo lleva a tapar los oídos de los remeros y hacerse atar al mástil, le prescribe que el canto de las sirenas no tenga consecuencias para él: un arte único y maravilloso en su seducción que puede ser pasivamente recibido, a partir del doblez propio de de toda astucia; un canto a la vez padecido/sufrido/disfrutado en el que el abandono de las pasiones encuentra su justa medida. Pero de ese modo, el arte –el canto de las sirenas y la relación que Odiseo establece con él– no tiene consecuencias: la seducción del canto de las sirenas “es convertida y neutralizada en mero objeto de contemplación, en arte. El encadenado asiste a un concierto, escuchando inmóvil como los futuros oyentes, y su grito apasionado por la liberación se pierde ya como aplauso. De este modo, el goce artístico y el trabajo manual [los remeros] se separan al despedirse la prehistoria”. 28 27 Cfr. Horkheimer y Adorno, op. cit. p. 86. 28 ídem, p. 87. 15 A esa concepción kantiana de la belleza desinteresada Marcuse le opondrá otra tomada de Nietzsche quien a su vez la había encontrado en Stendhal: la belleza del arte es, antes que puro desinterés, una “promesse de bonheur”. Y como “promesa” señala un tiempo otro que se opone a aquello que es: el presente de injusticia en el que la felicidad no se alcanza. Con todo lo insistentemente crítico que Marcuse pueda ser en este artículo respecto del carácter ideológico de la cultura afirmativa, de la bella interioridad del alma y de la supuesta universalidad del cultivo de las facultades anímicas para alcanzar la felicidad, siempre reservará esa “promesa de felicidad” para lo que suele llamar el gran arte, como último reducto de un anhelo de una vida mejor. De hecho, el mismo tópico –utilizado por primera vez por Marcuse en este artículo– será frecuente en otros escritos de los teóricos de la Escuela de Frankfurt 29 y volverá con fuerza tanto en El hombre unidimensional como en La dimensión estética. Pero el arte burgués, al mismo tiempo, suele aceptar el mandato kantiano presentando la belleza como algo actual que puede realizarse en el presente porque de todos modos “no obliga a nada” y por ello no tiene como consecuencia la negación de la vida exterior. De ese modo, el arte “tranquiliza el anhelo de los rebeldes” [69]. En “El carácter afirmativo de la cultura”, de fuerte tono teórico, Marcuse no proporciona muchos ejemplos que pudieran ilustrar ya sea la idea de una promesa de felicidad del “gran arte”, ya sea la confirmación de su carácter afirmativo. Como escueta ejemplificación de la primera idea, señala que la estética clásica alemana concibió la posibilidad de una conexión entre belleza y verdad, y cita para argumentar en relación con ello unos versos del poema “Die Künstler” de Schiller: “Lo que sentimos aquí como belleza, se nos dará alguna vez como verdad” [67]. Como ejemplo del costado del arte burgués que afirma el statu quo, señala en apenas una línea (más una nota al pie) el carácter quietista de los postulados anímicos en Dostoievski, tal como había sido analizado por Leo Lowenthal, otro miembro del Instituto de Frankfurt. Como caso quizá intermedio –tensionado entre la fuerza crítico- revolucionaria de la promesa de felicidad y la afirmación de lo dado– comenta el modo como se despliega el concepto de persona en los dramas de Shakespeare. En ellos “el verso hace posible lo que en la prosa de la realidad se ha vuelto imposible” [55], esto es, que la persona sin mediación terrenal o celestial esté en relación inmediata consigo mismo y con los demás: todos los personajes de Shakespeare, argumenta Marcuse, cualquiera sea su rango “se unen en una discusión cuyo resultado ha de ser el esplendor de la verdad” [55]. Y esto participaría al mismo tiempo de rasgos tanto progresistas como conservadores: la inmediatez de los personajes entre sí puede ser leída como “reflejo invertido” pero también como el señalamiento de algo que debería ser pero no es. Y en ese sentido, la cultura, que preserva al alma de las corruptas relaciones materiales, se convierte así en un “refugio”. Si no fuera porque el propio Marcuse ha utilizado en textos posteriores la misma metáfora del refugio para referirse a la promesa de felicidad del gran arte, como resistencia frente a lo dado y en oposición a la industria de la cultura, podría pensarse que una vez disuelta la gran división entre “lo alto y lo bajo” 30 la cultura como 29 Cfr. Martin Jay, op. cit. p. 294. 30 Cfr. Andreas Huyssen, Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, postmodernismo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002. 16 refugio, o “el refugio de la cultura” 31 , sigue ofreciendo sus dividendos, al menos nominalmente. La movilización total En la época de la movilización total, sin embargo, la cultura afirmativa ya no encuentra terreno firme para que el “refugio” no se venga abajo. Para Marcuse, así como los conceptos son históricos, el análisis social y la teoría crítica son hasta cierto punto coyunturales: es habitual que se pueda leer con facilidad cómo Marcuse da pelea en forma concreta, discutiendo constantemente a otros autores, en relación con debates propios de cada momento. Si en el apartado central de “El carácter afirmativo de la cultura” la pelea es, entre otros, con ideólogos de la cultura afirmativa pasados o presentes –como Herder o Spengler, por ejemplo– hacia el final del artículo la pelea –con la urgencia de la época– será principalmente con Ernst Jünger a partir de su libro El trabajador. Dominio y figura, publicado en el otoño de 1932. 32 Ernst Jünger (1895-1998) fue novelista, ensayista, militar y fascista. Pero fue además un longevo testigo del siglo que vio nacer, si se sigue sus propias postulaciones, una nueva época: la era de la "movilización total" cuya figura central es la figura del Trabajador. Se trata de una época para la cual la Gran Guerra del 14 ha servido de antesala en la que todo recurso –humano, natural, grande o pequeño– es dispuesto en función de un proyecto totalizador al que está supeditado. Y para el Jünger de la década del 30 –aunque se haya desencantado más tarde– esto es algo altamente positivo porque abre a una nueva era de superación del timorato liberalismo burgués regido únicamente por las relaciones económicas que dejan afuera las fuerzas elementales “de la Muerte, de la Sangre, de la Tierra”. 33 No es de extrañar que un intelectual judío y neo-marxista como Marcuse encontrara en el libro de Jünger el mejor objetivo para arrojar sus dardos. De hecho, El Trabajador es casi también un libro de circunstancias, una arenga, por momentos desaforada, a favor de las potencias de una Técnica nueva, pura energía, y un nuevo Estado que podría surgir de las cenizas del utilitarismo burgués. Leído luego de la realización efectiva de esa potencia en exterminio de millones de personas, la arenga es por cierto escalofriante, aun cuando Jünger no haya sido exactamente un nazi. En realidad, Jünger pertenecía desde los años 20 a la corriente de la Revolución Conservadora y no estuvo afiliado al nacionalsocialismo; en 1939 su novela Sobre los acantilados de mármol lo enemista con el régimen que le niega papel para una segunda edición, 34 aunque habría que notar también que la tercera edición de El Trabajador es de 1942. Los diarios que Jünger escribió durante la Segunda Guerra, publicados bajo el título 31 Que contemos desde hace años en nuestro medio televisivo con un programa que lleva justamente ese título permite entender de un pantallazo el presente artículo de Marcuse. 32 El dato exacto la da el propio Jünger en el prólogo a la edición de 1963. Resulta quizá revelador notar que de acuerdo a la referencia bibliográfica que da Marcuse en su artículo, está trabajando con la segunda edición del libro aparecida también en 1932, lo que indica una importante recepción del texto de Jünger. La tercera edición es de 1942; el dato tampoco es anecdótico si se considera que se trata de plena Segunda Guerra. 33 Ernst Jünger, El Trabajador. Dominio y figura. Barcelona, Tusquets, 1990, p. 62. 34 Cfr. Christian Ferrer, “El sobreviviente” en La Caja. Revista del ensayo negro n° 9, septiembre- octubre de 1994, p. 20. 17 de Radiaciones, en los que se detalla su estancia en París durante la ocupación –destino soñado por Jünger, al que accede gracias a su cercanía a los oficiales del Estado Mayor que atentarían luego contra Hitler–, y en los que se lee un rechazo a veces velado a veces más abierto del antisemitismo y de la Gestapo, son leídos a posteriori como documento fino y terrible de una mirada atenta al siglo y sus contradicciones. Como sea, el Jünger de El Trabajador por su tono y contenido le deja a Marcuse servidos en bandeja una cantidad de argumentos para establecer una continuidad entre la cultura afirmativa y el realismo heroico del fascismo, a pesar de que Jünger, posicionado desde la perspectiva de éste último, rechaza de plano cualquier trato con la primera. Aunque pudiera suponerse entonces una oposición entre ambos momentos de la cultura, Marcuse afirma que en realidad el realismo heroico es más bien un cambio de forma que sostiene un mismo contenido que asegura “antiguas formas de la existencia”, es decir, una existencia administrada y dominada. El cambio de forma se realiza a partir del desplazamiento de una cultura basada en la internalización –superación de “los antagonismos sociales en una abstracta generalidad interna: en tanto persona, en su libertad y dignidad anímica, los individuos tienen el mismo valor” [72]– a una cultura basada en la externalización, es decir, en una cultura en la que el individuo es situado en una comunidad externa igualmente abstracta. La falsa colectividad de la raza, el pueblo, la sangre y la tierra. De allí que el otro concepto (además del de alma) que Marcuse analiza en la segunda parte de su artículo, el concepto de personalidad no pudiera ser conciliable con el nuevo momento heroico. La personalidad –encarnación del alma, sostiene Marcuse– es en el periodo clásico de la cultura afirmativa el vehículo para reproducir y sublimizar el aislamiento de los individuos. La personalidad como depositaria del ideal cultural vive en y para sí: en el reino de realización de su autonomía ética y anímica, desde Kant, pierde incluso gran parte del aspecto progresista que había tenido al comienzo del proceso histórico que llevaría al ascenso de la burguesía, proceso en el que el individuo como único dueño de su destino podía actuar en el mundo para lograr sus fines: Todo eso se transforma cuando para la conservación de la forma existente del proceso del trabajo ya no es suficiente una simple movilización parcial (en la que la vida privada del individuo permanece en reserva) sino que es necesaria una “movilización total” en la que el individuo, en todas las esferas de la existencia, tiene que ser sometido a la disciplina del estado totalitario [72] La paradoja es que más allá de la evidente distancia entre Marcuse y Jünger, la descripción de esta nueva etapa de movilización total no difiere mucho; se trata de un diagnóstico de época que ambos comparten aunque no compartan, claro, sus consecuencias. De hecho, aparece en ambos la misma idea, ya señalada aquí, de la cultura (afirmativa) como “refugio”. En El Trabajador Jünger ataca a esa cultura y sus actividades “edificantes” como las del museo, sosteniendo que representan el “último oasis de la seguridad burguesa” [Jünger citado por Marcuse, 74] 35 35 Cfr. Ernst Jünger, op. cit. p. 191. 18 Con todo, frente a la caracterización que hace Jünger de la nueva época en la que todo depende de una inmensa movilización y concentración de las fuerzas disponibles, 36 Marcuse acepta el diagnóstico pero se pregunta: ¿Movilización y concentración para qué? Lo que Ernst Jünger define como la salvación de la “totalidad de nuestra vida”, como la creación de un mundo heroico de trabajo, se revela después, cada vez con mayor claridad, como la transformación de toda la existencia al servicio de los intereses económicos más fuertes. [74] Al fragor de la coyuntura histórica, frente a esta otra etapa de la cultura afirmativa que se autoelimina a sí misma, negando parte de sus componentes, esto es, negando la posibilidad de la individualidad que al separarse contesta el orden existente, Marcuse casi prefiere el momento anterior. Y esta postura, que aquí sólo aparece esbozada, cobrará mayor peso en sus escritos desde los años 60 en adelante, cada vez que se refiera a la continuidad entre la movilización total del fascismo y la de la industria cultural. Por lo pronto, en 1937, para cerrar su artículo, Marcuse se pregunta cómo podría darse una reincorporación de la cultura a los procesos materiales de la vida que no se realizara ni en el orden del utilitarismo (burgués) ni en el de la organización del ocio impuesta por el estado totalitario. En un mundo en el que los anhelos de felicidad no quedaran sólo en eso, en anhelos, la cultura en general y el arte en particular perderían incluso su objeto: “la belleza deberá encontrar otra encarnación si es que no ha de ser sólo apariencia real” [77]. Que el arte pierda su objeto, y que por tanto desparezca como tal, resuena en algunos de los postulados de las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX. Marcuse, sin embargo, no menciona nada de ello. Por su formación, en la década del 30 está aún más inclinado a la tradición alemana clásica y romántica (y a su deuda con la cultura clásica griega) 37 Habrá que esperar a los escritos de los años 60 y posteriores para que el autor se involucre más directamente con una discusión acerca del arte del siglo XX. En ellos plantea por ejemplo que el surrealismo en las décadas del 20 y 30 pudo haber presentado con función liberadora imágenes de disolución de la sociedad dada, pero que la sociedad tecnológica avanzada lo ha convertido ya a partir de los años 60 en un “clásico”. La tensión entre los dos momentos del arte –su disrupción frente a lo dado y su absorción en lo dado– es constante en los escritos donde Marcuse analiza el arte. Así, tanto en El hombre unidimensional como en La dimensión estética, el teatro de Brecht aparece comentado en varios pasajes en relación con la potencia de negación de las vanguardias, aunque Marcuse sostenga preferentemente ya a esta altura las tesis de Adorno –contraria al carácter didáctico del teatro épico de Brecht– acerca de un arte autónomo cuya función es no tener ninguna función inmediata en un mundo dominado por la mediación absoluta de la mercancía. E incluso, con argumentos similares a los de Adorno cuando se refiere a Paul 36 Jünger había esbozado por primera vez su teoría de la “movilización total” y de la era del trabajador en un texto anterior, prólogo a un libro colectivo editado por el mismo Júnger, y llamado justamente “La movilización total”. Se puede consultar en La Caja. Revista del ensayo negro. Buenos Aires, n° 9, septiembre-octubre de 1994, pp. 10-15. 37 “Sólo la contemplación humilde de algunas estatuas griegas, la música de Mozart y del viejo Beethoven nos dan una idea aproximada de estas posibilidades” [Marcuse, “El carácter afirmativo de la cultura, 77] 19 Valéry en su artículo “El artista como lugarteniente”, 38 sostiene que “los grandes ‘conservadores’ de la literatura unen sus fuerzas con los radicales activistas. Paul Valéry insiste en el inevitable compromiso del lenguaje poético con la negación”. 39 Hacia el final de su vida Marcuse se sigue preguntando por la posibilidad de un arte que “hable el lenguaje de una experiencia radicalmente diferente”, 40 sabiendo quizá que no encontrará respuestas ciertas. En La dimensión estética se propone contribuir a la estética marxista pero cuestionando las respuestas dadas por la “ortodoxia” que planteaba de manera mecánica que “el arte representa los intereses y visión de mundo de las diferentes clases sociales de manera más o menos precisa”. 41 Por ello prefiere mantenerse firme en el terreno poco firme de una tensión irresoluble mientras las sociedades tecnológicas avanzadas no cambien su rumbo. A más de cuarenta años de ese planteo, ningún rumbo parece haber cambiado y los tecno-artistas contemporáneos continúan ensayando modos de asumir una potencia de negación al interior mismo de ese mundo tecnológico convertido en atmosfera. 42 En 1937, las posiciones estéticas pretendidamente superadoras de lo dado sostenidas desde el socialismo alemán 43 también habían representado para Marcuse un problema adicional ya que, tanto frente a la cultura afirmativa como frente al realismo heroico, postulaban un nuevo ideal de cultura como “paraíso terrenal”, y con ello sucumbían al ideal de la cultura afirmativa de un mundo otro, incontaminado, mejor aun que el mundo real, que por definición no es eterno sino forzosamente transitorio. En el prólogo de Cultura y Sociedad, la edición en libro de los artículos escritos por Marcuse en la década de 1930 para la revista del Instituto para la Investigación Social que, como se explicó aquí al comienzo, incluye “El carácter afirmativo de la cultura”, dice el autor: “Entonces no era tan claro que la dominación militar y administrativa del fascismo modernizaría y haría más eficaces las estructuras sociales de las que surgiera, sin lograr eliminarlas. Estaba aún abierta la cuestión de si esa dominación no sería superada a su vez por fuerzas históricas más dinámicas y generales” 44 . Eso explica los párrafos finales de éste y otros artículos escritos en la época. En un último impulso sino optimista al menos utópico, afirma Marcuse: “También una cultura no afirmativa tendrá el lastre de lo transitorio y de la necesidad: será un baile sobre un volcán, una risa en la tristeza, un juego con la muerte” para rematar con una frase de Nietzsche: “si alguna vez somos felices no podremos menos que estimular la cultura” [78]. 38 Theodor W. Adorno [1958-1963], “El artista como lugarteniente” en Crítica cultural y sociedad, Madrid, Sarpe, 1984. 39 Herbert Marcuse, El hombre unidimensional, op. cit., p. 97. 40 Herbert Marcuse, La dimensión estética, op. cit. p. 87. 41 Ídem, p. 53. 42 Por supuesto, las versiones que el arte contemporáneo da acerca de su relación con el mundo técnico son variadas y no se reducen a una exploración de potencias de negación. Por el contario, una parte considerable del tecno-arte contemporáneo se fascina con la novedad tecnológica cuya estirpe es el viejo ideario “afirmativo” de progreso. Cfr. los artículos publicados en Ludión. Exploratorio argentino de poéticas/políticas tecnológicas (www.ludion.com.ar). 43 Marcuse se refiere aquí al programa del Partido Socialdemócrata Alemán, y en particular cita a Karl Kautsky. 44 Herbert Marcuse, Cultura y sociedad, op. cit. p. 7. http://www.ludion.com.ar/ 20 Bibliografía Adorno, Theodor W. [1958-1963]. “El artista como lugarteniente” en Crítica cultural y sociedad, Madrid, Sarpe, 1984. Ferrer, Christian. “El sobreviviente” en La Caja. Revista del ensayo negro n° 9, septiembre-octubre de 1994. Garmendia de Camusso, Guillermina. Marcuse, Buenos Aires, CEAL, 1971. Horkheimer, Max y Adorno, Theodor. W. Dialéctica del Iluminismo. Buenos Aires, Sur, 1970. ----------------------------------------------- Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid, Trotta, 1998, 3ª edición, [traducción de Juan José Sánchez]. Huyssen, Andreas [1986]. Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, postmodernismo. Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002. 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Y en ese contexto se acercará a una concepción de arte como potencia de negación de lo dado pero que no encuentra otro modelo que el del “gran arte”, con lo cual vuelve a rescatar ese “momento de verdad” que también leía en la concepción liberal burguesa de cultura afirmativa y, al hacerlo, no logra ir más allá de la misma. Decíamos en la clase anterior que en el 37 cuando publica “El carácter afirmativo de la cultura”, Marcuse se pregunta cómo sería un mundo en el que los anhelos de felicidad (el momento de verdad de la cultura afirmativa) no quedaran sólo en el plano de lo deseado y hasta arriesga que en un mundo tal el arte ya no sería arte. Sin embargo, no avanza por esa vía que lo habría llevado directamente a toparse con las llamadas vanguardias históricas en el campo del arte, una vía que más o menos contemporáneamente puede leerse en varios de los textos de Walter Benjamin. Cuando Marcuse se refiera mucho más tarde a la vanguardias, lo hará para rescatar su valor histórico por haber presentado, como lo hizo por ejemplo el surrealismo, imágenes de disolución de la sociedad de su época, pero también para señalar que ya desde los años 60 esas imágenes han sido recuperadas para el sistema, lo que se conoce como la “museificación de las vanguardias” o, en términos de Marcuse, su recuperación como “clásicos”. ¿Dónde buscar entonces otras respuestas? ¿Es posible pasar tan rápidamente por encima de las vanguardias y terminar, nuevamente, en el “gran arte” después de que la “gran división”1 entre la alta cultura y la cultura de masas se ha difuminado en tanto todo aparece como producto de mercado? Se trata de las mismas preguntas que varios de los integrantes o allegados al pensamiento de Frankfurt se han hecho en distintos momentos del siglo XX y para las que han encontrado respuestas diferentes. Adorno en su Teoría estética, o en sus textos anteriores sobre jazz, sobre música atonal o sobre la industria cultural. Benjamin en textos como “Experiencia y pobreza” o “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica”, entre otros. Y que a nosotros nos atañen particularmente porque, dado que hablamos de la sociedad tecnológica avanzada, la industria cultural y el arte, en el centro del debate se encuentra entramada la relación entre arte y técnica. 1 El artículo de Andreas Huyssen que damos como una de las lecturas obligatorias para esta clase está incluido en un libro llamado Después de la gran división, en el que plantea que desde los años 60 ya no se puede hablar de una división tajante entre lo alto y lo bajo en la cultura. 2 Se nos abren en este punto algunas vías de análisis de las que tomaremos dos. Por un lado la concepción adorniana del arte, su análisis de las relaciones arte y sociedad (lo que incluye arte, técnica y sociedad) en las sociedades capitalistas administradas y su discusión de algunos análisis de Walter Benjamin en torno de las mismas cuestiones, en particular del arte de reproductibilidad técnica. Por el otro, un análisis más histórico, si se quiere, respecto del modo en que las vanguardias en el campo del arte de comienzos del siglo XX se vieron interpeladas por los nuevos paisajes tecnológicos y propusieron distintas formas de hacerse cargo de ellos. Como se verá, ambas vías tienen múltiples puntos de contacto. 1. Comencemos por la primera vía. Decíamos la clase pasada que Marcuse declara al comienzo de su libro La dimensión estética que el mismo es absolutamente deudor de la Teoría estética de Adorno. ¿Por qué? Básicamente porque Marcuse sostiene la misma posición respecto de las posibilidades transformadoras del arte en el contexto de las sociedades tecnológicas avanzadas. ¿Cuál es esa posibilidad? Ninguna. Al menos desde el punto de vista de un arte que pretenda una transformación directa de la sociedad tal como se presenta en este período histórico. La función del arte en ese contexto es, para Adorno, una no función, una “funcionalidad sin función”.2 De allí que prefiera siempre un arte autónomo (en particular le interesa el arte autónomo moderno), no consumible, que por su propia forma y trabajo material, le dé la espalda a esa
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