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P Á G I N A S D E A N I M A C I Ó N A L A L E C T U R A Nº99 ENERO DE 2020
 SANTA TERESA DE JESÚS 
( 1 5 1 5 - 1 5 8 2 )
Para leer: Santa Teresa de Jesús, Las moradas del 
castillo interior, Edimat libros, Madrid, 2009.
FOTO: Lillian Bassman 
La imaginación es la loca de la casa. 
DR. J. ALFONSO ESPARZA ORTIZ
Rector
MTRA. GUADALUPE GRAJALES PORRAS
Secretaria General
MTRO. JOSÉ CARLOS BERNAL SUÁREZ
Vicerrector de Extensión y Difusión de la Cultura
Director: Hugo Diego*.
Diseño: Adriana Diego Rdz. 
Diseño Original: Armando Hatzacorsian.
Administración y distribución: Dirección de
Comunicación Institucional.
Concepto: El taller de la bicicleta.
Dirección: 4 Sur 303, 
Centro Histórico, Puebla, C.P. 72000.
Tel: (01 222) 2295500 ext. 5270
Correo electrónico: leerenbicicleta@msn.com
*Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
 “Alfonso Vélez Pliego”
LEER EN BICICLETA, Año 10, No. 99, enero de 2020, es 
una publicación mensual, editada por la Benemérita Uni-
versidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur No. 
104, Colonia Centro, C.P. 72000, Puebla, Pue, y distribuida 
a través de la Dirección de Comunicación Institucional, con 
domicilio en calle 4 sur No. 303, Colonia Centro Histórico, 
C.P. 72000, Puebla, Pue., Tel. (222) 2295500, Ext. 5270 y 
5289, página electrónica: http://www.leerenbicicleta.com, 
correo electrónico: leerenbicicleta@msn.com Editor respon-
sable: Hugo Diego Blanco, correo electrónico: hugodiego@
msn.com. Reserva de derechos al uso exclusivo 04 2014- 
021310065900-102, ISSN: (en trámite), ambos otorgados 
por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Con Núme-
ro de Certificado de Licitud de Título y Contenido: 16594, 
otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y 
Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa 
por Industria Publi-Center S.A. de C.V. Dirección: Calle Tie-
rra No. 13354. Col. San Alfonso, Puebla. Pue. C.P. 72499. 
Teléfono: 2 85 71 04. Correo: publicenter0312@gmail.com. 
Este número se terminó de imprimir en enero de 2020 con 
un tiraje de 10 mil ejemplares. Ejemplar Gratuito.
Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente 
reflejan la postura del editor de la publicación.
Queda estrictamente prohibida la reproducción total o par-
cial de los contenidos e imágenes de la publicación sin pre-
via autorización de la Benemérita Universidad Autónoma de 
Puebla.
www.leerenbicicleta.com
PROHIBIDA SU VENTA
D
urante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado 
Wang Lung. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias 
del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que deca-
pitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía la costumbre de 
esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, 
mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un 
rápido movimiento cuando este subía al patíbulo. 
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos 
esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un golpe tan rápido que, de acuerdo con las leyes 
de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la 
mesa cuando se retira repentinamente el mantel. 
El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día memorable tuvo que 
despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. 
Como de costumbre se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, 
impulsadas por su inimitable golpe de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando 
el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velo-
cidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin 
advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung: 
- ¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás 
con tan piadosa y amable rapidez? 
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa 
serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado: 
-Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor. 
A RT H U R KO E S T L E R 
(1905-1983) 
Para leer: Arthur Koestler, Los sonámbulos, 
Editorial Salvat, Barcelona, 1994. 
 EL VERDUGO 
J E A N P I AG E T 
(1896-1980) 
Tomado del libro de Jean Piaget, Inteligencia y afectividad, 
Aique Grupo Editor, Buenos Aires, 2005. 
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oy en día nadie piensa en negar que haya una constan-
te interacción entre la afectividad y la inteligencia. Sin 
embargo, la afirmación de que la inteligencia y afecti-
vidad son indisociables puede abarcar dos significacio-
nes muy diferentes: 
1- En un primer sentido puede querer decirse que la afectividad interviene 
en las operaciones de la inteligencia, que las estimula o las perturba, que es 
causa de aceleraciones o de retrasos en el desarrollo intelectual, pero que no 
podría modificar las estructuras de la inteligencia como tales. 
Este rol acelerador o perturbador es indiscutible. El alumno alentado en clase 
tendrá más entusiasmo por el estudio y aprenderá más fácilmente; de los 
que tienen dificultades en matemática, en más de la mitad de los casos esto 
se debe a un bloqueo afectivo, a un sentimiento de inferioridad específico. 
Así es como un bloqueo de este tipo puede impedir provisoriamente que un 
alumno comprenda (o retenga) las reglas de la suma, pero eso no cambia la 
naturaleza de dichas reglas. 
2- En un segundo sentido, por el contrario, se puede querer decir, que la afec-
tividad interviene en las estructuras mismas de la inteligencia, que es fuente 
de conocimientos y de operaciones cognitivas originales. 
Varios autores han sostenido este punto de vista: 
• Wallon subrayó que la emoción, lejos de tener siempre un rol inhibidor, 
jugaba a veces el rol de excitante, particularmente en la etapa sensorio-mo-
tora, donde el júbilo, por ejemplo, es causa de progreso en el desarrollo. Así 
es que el hijo de Preyer, que levantó y dejó caer una tapa 119 veces seguidas, 
estaba excitado por la alegría, causa en este caso de dicha reacción circular. 
De ahí a afirmar que la emoción es fuente de conocimiento no hay más que 
un paso, franqueado a veces por los discípulos de Wallon. 
• Ph. Malrieu sostiene así (Les emotions et la personnalité de I ‘enfant) que la 
vida afectiva es un determinante positivo del progreso intelectual, sobre todo 
en la etapa sensorio-motora. Es fuente de estructuraciones. 
• Th. Ribot, en la clásica Logique des sentiments, afirmaba que el sentimien-
to perturba el razonamiento lógico y puede crear nuevas estructuras, como 
las del alegato, que constituirían una lógica afectiva particular. (No obstante, 
Ribot apenas muestra los paralogismos a los cuales conduce la afectividad: 
la pasión utiliza la lógica a su favor, construyendo deducciones lógicas a 
partir de premisas sospechosas, pero no se la ve crear estructuras originales 
de razonamiento). 
• Ch. Perelman retoma la noción de retórica para designar el conjunto de los 
procedimientos no formales utilizados para producir la convicción en el otro. 
Evidentemente, esta retórica está, en parte, engendrada por la afectividad. 
Para resolver esta alternativa, el problema de las relaciones entre la afectivi-
dad y la inteligencia será estudiado genéticamente. Comenzaremos recor-
dando algunas definiciones directrices. 
a) La afectividad 
Por este término entenderemos: 
INTELIGENCIA
Y AFECTIVIDAD 
• los sentimientos propiamente dichos, y en particularlas emociones; 
• las diversas tendencias, incluso las “tendencias superiores” y en 
particular la voluntad. 
Algunos autores distinguen entre factores afectivos (emociones, sentimientos) y facto-
res conativos (tendencias, voluntad), pero la diferencia parece ser solamente de gra-
do. Pierre Janet basa los sentimientos primarios en la economía del comportamiento, 
y los define como una regulación de fuerzas de que dispone el individuo […] 
Por el contrario, hay que distinguir netamente entre las funciones cognitivas (que van 
desde la percepción y las funciones sensorio-motrices hasta la inteligencia abstracta, 
incluidas las operaciones formales), y las funciones afectivas. Distinguimos estas dos 
funciones porque nos parecen de naturaleza diferente, pero en el comportamiento 
concreto del individuo son indisociables. Es imposible encontrar comportamientos 
que denoten únicamente afectividad, sin elementos cognitivos, y viceversa. 
 AFECTIVIDAD
JAC Q U E S AT TA L I 
( 1 9 4 3 - ) 
Tomado del libro de Jacques Attali, Convertirse en uno mismo, 
Libros Vanguardia, Barcelona, 2016. 
N
umerosos conjuntos de ideas incitan a reivin-
dicar la libertad en todas sus formas. Muchos 
individuos han empezado a no esperar nada 
de los poderes, a hacerse cargo de su vida, a 
arreglárselas por su cuenta, a elegir su propia 
vida. Muchos convertirse en uno mismo se en-
cuentran en pleno progreso: éstos se atreven a no permitir que los 
deseos de los demás determinen su vida; a no conformarse con con-
sumir, ya se trate de objetos, servicios, prótesis o política. No sería 
la primera vez que tendría lugar una evolución positiva de tal natu-
raleza: en la Europa del siglo XV, príncipes y obispos, emperadores 
y Papa pretendían gobernar las almas y los cuerpos; la población de 
cada región confiaba su suerte a prelados y a los confidentes de és-
tos, a señores y a su soldadesca. El Papa y el emperador romano ger-
mánico se disputaban el legado de los césares. Los reinos de Francia, 
Castilla e Inglaterra, con territorios mucho más pequeños que los 
actuales, libraban batallas sin cuartel. Los conflictos, las epidemias, 
las hogueras se multiplicaban. La intolerancia era el pan de cada 
día, las guerras de religión causaban estragos. No podía curarse nin-
guna enfermedad. La peste negra seguía diezmando, territorio tras 
territorio, la población de Europa. Se anunciaba un nuevo siglo de 
horrores y miseria, y muchos escritores de la época predijeron que 
dicho siglo sería aún peor que los anteriores: A finales del XIV, Eusta-
che Deschamps (músico, poeta y audaz consejero del duque de Or-
leans) compuso la Balada del tránsito de Bertrand de Guesclin; Jac-
ques Despars (médico de la Iglesia de París) denunció la negligencia 
de los poderosos; Jean Meschinot (escudero del duque de Bretaña 
y sobre todo poeta) escribió su sublime Rondel de los que callan. 
Todo el mundo pensaba que el siglo que empezaba sería tan horri-
ble como se anuncia hoy para nosotros el siglo XXI […] Y sin embargo, al mismo tiempo, sobre todo leyendo a otros autores (como Petrarca, Bo-
caccio, Alberto el Grande, Tomás de Aquino, Jean Bodin, Pico della Mirandola), se hubieran podido detectar leves indicios que revelaban todos los 
augurios de la época; en concreto, se hubiera podido ver que, excepto las potencias feudales dominantes de entonces, en Lombardía, en Venecia, 
en Flandes, el despertar de la razón, el deseo de enriquecerse, la ebullición de las ideas, la liberación de los cuerpos, el retorno del pensamiento 
griego, judío y árabe, la lectura directa de los Evangelios, la aparición del retrato, las innovaciones tecnológicas (la imprenta, la contabilidad), van 
acompañados del descubrimiento de continentes y de la llegada de otros agentes sociales: empresarios, comerciantes, financieros, exploradores, 
armadores, cartógrafos, poetas, músicos, pintores, filósofos y eruditos empezaban a poner en marcha a la gente y a las cosas y reinventaban sus 
vidas. El Renacimiento –contemporáneo a lo largo de los siglos XV y XVI de calamidades y atropellos, últimas crispaciones de un mundo que 
agonizaba– estaba empezando. […] 
No todos los hombres ni todas las mujeres se conforman con ser resignados-mendigantes. Resumamos algunos de los indicios que lo anuncian: Los 
dos mil millones de personas que el crecimiento demográfico añadirá en los próximos treinta años a la humanidad aspirarán, en su mayor parte y 
de diversas formas, a la libertad y a la democracia. 
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CONVERTIRSE 
EN UNO MISMO 
W I L L I A M W I L K I E C O L L I N S 
( 1 8 2 4 - 1 8 8 9 ) 
Tomado del libro de William Wilkie Collins, La hija de Jezabel, 
Traducción Catalina Martínez Muñoz, Editorial Alba, Barcelona, 2017. 
–M
i marido tenía relación con 
muchas instituciones be-
néficas –empezó a decir 
la viuda–. ¿Es cierto que 
era miembro de la Junta 
de Gobierno del Hospital 
de Bethlehem? Al oír esta alusión al famoso manicomio, popularmen-
te conocido entre los londinenses como «Bedlam», vi que el abogado 
se sobresaltaba y cruzaba una mirada con el supervisor. El señor Hartrey 
respondió con notoria renuencia: –Completamente cierto, señora. –Y no 
dijo más. El abogado, que era el más audaz de los dos, dirigió a mi tía 
unas palabras de advertencia. –Me atrevo a señalar –dijo– que ciertas cir-
cunstancias relacionadas con la posición del señor Wagner en el hospi-
tal aconsejan no seguir adelante con este asunto. El señor Hartrey podrá 
confirmarle que las propuestas del señor Wagner para introducir reformas 
en el trato que se da a los pacientes… –Eran las propuestas de un hombre 
compasivo –interrumpió mi tía– que aborrecía la crueldad en cualquiera 
de sus formas y consideraba que torturar a los pobres locos con látigos 
y cadenas era un ultraje a la humanidad. Estoy plenamente de acuerdo 
con él. Aunque solo soy una mujer, no voy a renunciar a sus planes. Iré 
al hospital el lunes próximo, por la mañana, y lo que le pido hoy es que 
me acompañe. –¿En calidad de qué tengo el honor de acompañarla? –
preguntó el abogado, con su mayor frialdad. –En su calidad de abogado –
contestó mi tía–. Tal vez les haga una propuesta a los miembros de la Jun-
FOTO: Alexander Lefler
LA 
VIUDA
ta, y necesitaré de sus conocimientos para formularla como 
es debido. El abogado seguía sin estar convencido. –Disculpe 
que me atreva a hacerle otra pregunta –insistió–. ¿Se propone 
usted visitar la casa de locos por deseo expreso del difunto 
señor Wagner? –¡Claro que no! Mi marido siempre evitaba 
hablar conmigo de ese asunto tan triste. Como acaban uste-
des de oír, incluso me dejó en la duda sobre su participación 
en la Junta de Gobierno. 
Jamás, en la vida, salió de sus labios ninguna alusión a cual-
quier circunstancia que pudiera alarmarme o disgustarme. 
–Se le quebró la voz al rendir este tributo a la memoria del 
difunto. Esperó a sobreponerse y dijo–: Sin embargo, la noche 
anterior a su muerte, en su duermevela, oí que hablaba para 
sus adentros de algo que estaba impaciente por hacer, si es 
que aún tenía la oportunidad de recuperarse. Más tarde leí su 
diario personal, y he encontrado algunas entradas en las que 
me explica lo que junto a su lecho no logré entender con cla-
ridad. Me consta que la obstinada hostilidad de sus colegas lo 
llevó a probar por su cuenta y riesgo la vía de la paciencia y la 
amabilidad en el trato de los enfermos. Hay en este momento 
en el Hospital de Bethlehem un pobre desgraciado (un paria, 
sin amigos, encontrado en la calle) a quien mi noble mari-
do eligió como primer sujeto de su experimento humano, y a 
quien tenía la esperanza de liberar de una vida de tormentos 
a través de la influencia de una persona con autoridad en la 
Casa Real. Ya saben ustedes que la memoria de mi esposo, sus 
proyectos y sus deseos son sagrados para mí. 
He decidido visitar a ese pobrehombre encadenado al que él 
se proponía rescatar de haber seguido con vida, y tengan la 
absoluta certeza de que completaré esta obra de misericordia 
si mi conciencia me dicta que una mujer debe hacerlo. 
R O S A M O N T E R O 
( 1 9 5 1 - ) 
Tomado del libro de Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte, 
Editorial Seix Barral, Barcelona, 2013. 
E
l verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor 
cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la Palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hayas experimentado, porque el 
sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de 
dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes 
ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte. 
Ahora que lo pienso, en esto es muy parecido a la locura. En mi adolescencia y primera juventud padecí varias crisis de angustia. Eran ataques de pánico repen-
tinos, mareos, sensación aguda de pérdida de la realidad, terror a estar enloqueciendo. Estudié psicología en la Universidad Complutense (abandoné en cuarto 
curso) justamente por eso: porque pensaba que estaba loca. En realidad creo que ésta es la razón por la que hacen psicología o psiquiatría el noventa y nueve 
por ciento de los profesionales del ramo (el uno por ciento restante son hijos de psicólogos o psiquiatras y ésos están aún peor). Y que conste que no me parece 
mal que sea así: acercarse al ejercicio terapéutico habiendo conocido lo que es el desequilibrio mental puede proporcionarte más entendimiento, más empatía. A 
mí esas crisis angustiosas me agrandaron el conocimiento del mundo. Hoy me alegro de haberlas tenido: así supe lo que era el dolor psíquico, que es devastador 
por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe 
dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder 
entender, que no tienes Palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra 
y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando. Y resulta que en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la 
sensación de desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento. Ya lo dice la sabiduría popular: Fulanito se volvió loco de 
dolor. La pena aguda es una enajenación. Te callas y te encierras. 
Eso es lo que hizo Marie Curie cuando le trajeron el cadáver de Pierre: encerrarse en el mutismo, en el silencio, en una aparente, pétrea frialdad. Llevaban once 
años casados y tenían dos hijas, la menor de catorce meses. Pierre había salido esa mañana como siempre camino del trabajo; tuvo una comida con colegas y, 
al volver al laboratorio, resbaló y cayó delante de un pesado carro de transporte de mercancías. Los caballos lo sortearon, pero una rueda trasera le reventó el 
cráneo. Falleció en el acto. 
LA R ID ÍCULA 
IDEA DE NO 
VOLVER A 
VERTE
LA R ID ÍCULA 
IDEA DE NO 
VOLVER A 
VERTE
 NA D I A V I L L A F U E RT E 
( 1 9 7 8 - ) 
Tomado del libro de Nadia Villafuerte, Barcos en Houston, Consejo 
Estatal para la Cultura y las Artes de Chiapas, 2005, México. 
MELANCÓLICO 
T
oma la fusca y se mira en el espejo. Por eso odia y mata. Por melancólico. No necesita poses. ¿Para qué? A él no le gusta tanto eso de exhi-
birse. Piensa que sus hommies tienen una terrible necesidad de mostrar la cara al flash, de aterrar a la gente, de burlarse de la municipal y él 
no. Por eso calla. Sólo ríe con esa mueca cuyo trazo está entre la paz y el ahogo. Sólo apunta hacia el horizonte que arde. Sólo observa los 
alrededores del barrio y el corto trayecto que hacen las balsas de Tecún a Hidalgo. A veces detesta un poco el ruido que se encargan de hacer 
los otros. Llegó cuando se quedó sin nada y la banda se convirtió en lo único que ha tenido de este perro mundo. Cuando piensa en el olor 
amargo de la tierra siente un gran alivio. El mundo perro, repite una y otra vez. La envoltura temporal del universo es una bolsa de plástico 
llena de porquerías. Posee de la vida sólo su esencia y, como tiene de la vida todo lo que le hace falta, tiene estrictamente lo que la vida es: una ristra de mierda. 
Ya no irá al norte pero aún piensa mucho en aquel paraíso del que se le expulsó. No sabe por qué, si en cualquier lado la peste lo invade todo con su capa de 
escoria. Incluso en ese anhelado país: a mitad de sus limpísimas calles, en las paredes de sus bancos, o en el culo celulítico de una rubia que patina a orillas de 
la playa. Confiesa para sus adentros, ahí donde nadie lo espía que, no obstante, extraña aquel aire oscuro cuya fuerza hacía mover el hedor industrial de una 
esquina a otra. Y los barrios y el hip-hop y la ciudad entera, prohibida pero entera para ellos, una vez acabado el trabajo. Es época de tomates en Arkansas. En 
las Carolinas, las hojas de tabaco ya están tupidas y acetosas, casi a la altura de un hombre, y en Kentucky, las sandías pronto estarán maduras, haciendo un 
ruido seco mientras caen. 
Todo por una bicicleta. Una roja que alimentó su esperanza y desesperación. Es mentira eso de que se convirtió en mara porque su madre era puta y desde 
que él tiene memoria lo único que había visto antes de haber llegado a California fue una interminable línea de burdeles en la soledad del morro. El odio es 
un acto de optimismo, lo único que nos mantiene con vida, quien carece de maldad no puede vivir de manera serena. El odio de él surgió por melancolía: a 
fuerza de ser cobarde y servil por fuera, se volvió terco y triste por dentro, y se dijo, ¿por qué no puedo atravesar el cielo del color del vodka, en una bicla de 
montaña con brillante aluminio y frenos de mano aunque no sea necesario frenar? 
Arrepentirse de los crímenes sería poco elegante. Golpeando, golpeando, aun sin motivos, al menos ha ejercido su derecho a la lujuria. Hasta el momento lleva 
cuatro, pero, a diferencia de sus hommies (el hambre de ellos, sentada como un perro delante del plato, es voraz), no es tan diestro y la violencia sólo es un 
rictus, uno más en su papel de hombre. Eso, lo sabe, no lo convierte en un güilo delicado: le ha tocado cortar la cerviz de otros no por generosidad sino por 
indolencia. El campo fronterizo es un mundo práctico: no pueden permitirse sentir horror, sino que se actúa con una abulia estable, quizá satisfactoriamente 
acobardados. Detrás de la rutina de asaltar migrantes como él lo fue, hay un deseo de redención sobre su propio fracaso: no quiere que los demás inicien una 
travesía inútil. Los regresarán, como lo deportaron a él, poniéndoles la cabeza dentro de la maleta, rompiéndoles el nido en el cráneo. La peor trampa del cruce 
es el de volverse resistentes. 
MELANCÓLICO 
 
FOTO: Manuel Álvarez Bravo
Dame noche 
las convenidas esperanzas, 
dame no ya tu paz, 
dame milagro, 
dame al fin tu parcela, 
porción del paraíso, 
tu azul jardín cerrado, 
tus pájaros sin canto. 
Dame, en cuanto cierre 
los ojos de la cara, 
tus dos manos de sueño 
que encaminan y hielan, 
dame con qué encontrarme 
dame, como una espada, 
el camino que pasa 
por el filo del miedo, 
una luna sin sombra, 
una música apenas oída 
y ya aprendida, 
dame, noche, verdad 
para mí sola 
tiempo para mí sola, 
sobrevida. 
I DA V I TA L E 
( 1 9 2 3 - ) 
Tomado del libro de Ida Vitale, Poesía reunida, 
Tusquets editores, Barcelona,2017. 
S
O
B
R
E
V
ID
A
 
L
a tarea de los padres, afirmaba Freud, es una tarea imposible. Aligual que la de gobernar o psicoanali-
zar, agregaba. Lo que quiere decir es que el oficio de padre no puede moldearse sobre ninguna horma 
ideal, pues no existe. Todo progenitor está llamado a educar a sus hijos por su cuenta, a partir de su propias 
insuficiencias, expuesto al riesgo del error y el fracaso. Por esa razón, los mejores no son los que se presen-
tan a sí mismos como ejemplares, sino los que tienen conciencia de la naturaleza imposible de su oficio. 
He aquí una buena noticia que debería aliviar la ansiedad de quienes se ven ocupando esa posición. La 
clínica del psicoanálisis confirma despiadadamente esta verdad. Los peores padres –los que causan los mayores daños 
a sus hijos– no son sólo los que no asumen sus responsabilidades, desentendiéndose de las tareas educativas que les 
corresponden, sino también los que hacen caso omiso a sus insuficiencias, los que, en lugar de someterse a la Ley de 
la palabra –como sus hijos requieren que hagan–, creen presuntuosamente encarnarla. Son los padres educadores, 
aquellos que utilizan su saber como si fuera un poder y viceversa. Son aquellos que pretenden explicar el significado 
de la vida, dado que se sienten dueños de las vidas de sus hijos. Son aquellos que, en lugar de aceptar la Ley de la 
palabra convirtiéndose en sus guardianes, presumen de su derecho a tener siempre la última palabra en todo. Es ésta 
la mayor aberración que afecta a la figura del padre-educador y, de modo privilegiado, la figura del padre en este caso 
ya no es, como debería ser, aquel que sabe dar la palabra, que es capaz de llevar la palabra, sino aquel que cree de-
recho exclusivo suyo ejercerla como un poder absoluto. Esta representación del padre-educador, sin embargo, no es 
la única de las formas para anular la imposibilidad que conlleva el oficio imposible de ser padre. En la actualidad, lo 
que más abunda no es en realidad el padre- educador, sino su revés especular: la figura del padre-hijo. Se trata de esos 
padres que abdican de sus funciones, pero no por abandonar a sus hijos, ni porque se propongan como educadores 
ejemplares, sino por estar demasiado próximos a ellos, demasiado cercanos, por ser demasiado parecidos a sus hijos. 
Los peores no son ya sólo los que sienten que se les confía una tarea educativa vivida como misión redentora –son 
los padres como educadores de profesión–, sino los que se asimilan de forma simétrica a la juventud de sus hijos. El 
hijo-Narciso se refleja en el padre-hijo y viceversa. La diferencia simbólica entre las generaciones deja espacio a su 
confusión de fondo. Se trata –por recuperar una fórmula de Pasolini– de una «mutación antropológica» reciente: la 
evaporación de los adultos, que se desvanecen ante el peso de sus responsabilidades educativas. La tarea imposible de 
los padres está hoy lastrada por nuevas ansiedades. Descubrimos el Mediterráneo si decimos que nuestra época es la 
época de la crisis simbólica de la función de la autoridad paterna. Esto no significa únicamente que los progenitores 
estén en crisis, sino que la Ley de la palabra parece haber perdido su fundamento simbólico. Si el nuestro es el tiempo 
de la «evaporación del padre» es porque es el tiempo de la «evaporación de la Ley de la palabra», como custodia de la 
posibilidad para los seres humanos de vivir juntos. Los síntomas de esta evaporación están a la vista de todos y no ata-
ñen sólo al estudio del psicoanalista (padres angustiados, hijos perdidos, familias en el caos); recorren todo el cuerpo 
social: dificultad para asegurar el respeto de las instituciones, derrumbe de la moral pública, eclipse del discurso edu-
cativo, decadencia de un sentido compartido de la vida, incapacidad de construir lazos sociales creativos, triunfo de 
un goce mortífero desconectado del deseo... 
MASSIMO RECALCATI 
(1959- ) 
Tomado del libro de Massimo Recalcati, El complejo de 
Telémaco, Editorial Anagrama, Barcelona, 2014. 
UNA TAREA 
IMPOSIBLE IMPOSIBLE 
KARL KRAUS 
(1874-1936)
Para leer: Karl Kraus, La antorcha, Editorial 
Acantilado, Barcelona, 2011. 
Fotograma de la película de Sergio Leone: 
Érase una vez en el Oeste.
C
onfesémonos de una buena vez que, desde que la humanidad ha introducido los derechos 
del hombre, se hace una vida de perros. He visto a la dignidad humana en todas las situa-
ciones; incluso cuando se creía inobservada. […] 
Puesto que en estos doce años he estado despierto mientras el resto dormía, he pensado 
mientras los demás eructaban, he trabajado mientras el resto se divertía, quiero conceder-
me un momento de descanso. Mis nervios desean ardientemente las cosas prácticas que a mi cerebro no le 
interesan. No hago deportes, no voy al teatro: quiero hacer un juego de sociedad con la calumnia y fingir ser 
golpeado. Me ofenderé si soy ofendido. Superaré el horror de comparecer en la sala de un tribunal con un 
sujeto que quiere hacerse publicidad. Sólo debo pretender que el sujeto en cuestión califique. Las cartas anó-
nimas no sirven para nada. 
 * 
La tragedia de una humanidad perdida que no está hecha para vivir en la civilización, así como una virgen no 
está hecha para un burdel, y que quiere consolarse de la sífilis con la moral, se agrava por la incesante renuncia 
a toda renovación del espíritu. Su cuerpo está untado de ética y su cerebro es una cámara oscura punteada con 
tinta de la prensa. Frente a una prensa que le ha envenenado hasta la médula, quiere huir a los bosques, y los 
bosques no los encuentra más. Donde una vez árboles descollantes elevaban el agradecimiento de la tierra al 
cielo, ahora se amontonan las ediciones del domingo. ¿Nunca se calculó que un diario americano necesita, 
para una sola edición, una cantidad de papel que sólo se puede obtener derribando diez mil árboles de veinte 
metros de altura? 
 * 
Cuando una cultura siente que su final se acerca, manda llamar a los curas. 
 * 
El progreso hace portamonedas con piel humana. 
 * 
La evolución de la industria militar ha conseguido... que sea preciso expulsar 
al Ejército de las Fuerzas Armadas por cobardía ante el enemigo. Si partiéra-
mos del concepto de honor militar, hace ya tiempo que el mundo hubiera al-
canzado la paz perpetua. Pues lo único que aún queda por ver es qué relación 
puede tener el valor con el númen de un químico que es en sí una deshonra 
a la ciencia, y cómo la gloria militar, debida a una ofensiva más “gloriosa”, 
aún no ha muerto asfixiada por los gases de la propia infamia [...]. A una 
humanidad que considera indispensable matarse unos a otros para vivir le 
es, desde luego, igual cómo lo hace, y la aniquilación masiva le resulta más 
práctica. Pero la evolución tecnológica ha dado al traste con sus aspiraciones 
románticas, que sólo hallan satisfacción en la lucha de hombre a hombre. [...] 
Los designios del diablo, que tan inescrutables no son, puesto que se escrutan 
en los laboratorios, van aún más lejos. En cuanto los adversarios se hayan 
superado mutuamente sin tregua, los carros de combate y los gases dejarán 
su puesto a las bacterias y nadie se resistirá ya a la genial idea de utilizar las 
plagas como instrumentos bélicos, en vez de considerarlas como secuelas de 
la guerra. Pero como ni así podrán los hombres prescindir de ciertos pretextos 
románticos para justificar su maldad, el general en jefe, cuyos planes serán 
puestos en práctica por el bacteriólogo, como hoy en día lo hace el químico, 
seguirá vistiendo uniforme. A los alemanes se les podría atribuir la gloria del 
invento, y a los demás la infamia de su perfeccionamiento, o también al re-
vés... como le parezca más alentador.IN
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E
l maestro Soseki, al parecer, contaba entre los gran-
des placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada 
mañana, precisando que era una satisfacción de tipo 
esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar de 
pleno este placer, no hay lugar más adecuado que esos 
retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las 
sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo 
y el verdor del follaje. Aun a riesgo de repetirme, añadiré que cierto matiz 
de penumbra, una absoluta limpieza y un silencio tal que el zumbido de 
un mosquito pueda lastimar el oído son también indispensables. Cuando 
me encuentro en dicho lugar me complace escuchar una lluvia suave y 
regular. Esto me sucede, en particular, en aquellas construcciones carac-
terísticas de las provincias orientales donde han colocado a ras del suelo 
unas aberturas estrechas y largas para echar los desperdicios, de manera 
que se puede oír, muy cerca, el apaciguante ruido de las gotas que, al caer del alero o de las hojas de los árboles, salpican el pie de las linternas 
de piedra y empapan el musgo de las losas antes de que las esponje el suelo. En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, 
el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar de la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro 
estaciones y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto no parece descabellado pretender 
que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento. Nuestros antepasados, que 
lo poetizaban todo, consiguieron paradójicamente transmutar en un lugar del más exquisito buen gusto aquel cuyo destino en la casa era el 
más sórdido y, merced a una estrecha asociación con la naturaleza, consiguieron difuminarlo mediante una red de delicadas asociaciones de 
imágenes. Comparada con la actitud de los occidentales que, de manera deliberada, han decidido que el lugar era sucio y ni siquiera debía 
mencionarse en público, la nuestra es infinitamente más sabia porque hemos penetrado ahí, en verdad, hasta la médula del refinamiento. Los in-
convenientes, si hay que encontrar alguno, serían su alejamiento y la consiguiente incomodidad cuando hay que desplazarse hasta ahí en plena 
noche, además del peligro, en invierno, de resfriarse; no obstante si, para repetir lo que dijo Saito Ryoku, «el refinamiento es frío», el hecho de 
que en esos lugares reine un frío igual al que reina al aire libre sería un atractivo suplementario. Me desagrada soberanamente que en los cuartos 
de baño de estilo occidental de los hoteles lleguen incluso a poner calefacción central. Para un amante del estilo arquitectónico del pabellón 
de té, los retretes de estilo japonés representan de verdad un ideal y resultan totalmente adecuados para un monasterio cuyos edificios son vastos 
en relación con el número de quienes lo habitan y donde nunca falta mano de obra para la limpieza; en cambio, en una casa corriente no es 
fácil mantenerlo limpio. Por muy vigilante que estés y por muy puntualmente que pases la bayeta, en un suelo de madera o cubierto de esteras 
las manchas acaban al final por saltar a la vista. He aquí por qué un buen día decides poner baldosas e instalar una taza con cisterna, pertre-
chos, sin duda, mucho más higiénicos y más fáciles de mantener pero que, en cambio, ya no tienen la menor relación con el «refinamiento» 
o el «sentido de la naturaleza». Colocado bajo una luz cruda, entre cuatro paredes más bien blancas, se perderá toda gana de entregarse a la 
famosa «satisfacción de tipo fisiológico» del maestro Soseki. 
J U N I C H I R O TA N I Z A K I 
(1886-1965) 
Tomado del libro de Junichiro Tanizaki, Elogio 
de la sombra, Editorial Siruela, Madrid, 1994. 
FOTO: Hiroshi Hamaya.
OTRO 
PLACER 
R AY M O N D CA RV E R 
(1938-1988) 
Tomado del libro de Raymond Carver, Catedral, 
Editorial Anagrama, Barcelona, 1992. 
U
n ciego, antiguo amigo de mi mujer, iba a 
venir a pasar la noche en casa. Su esposa ha-
bía muerto. De modo que estaba visitando a 
los parientes de ella en Connecticut. Llamó 
a mi mujer desde la casa de sus suegros. Se 
pusieron de acuerdo. Vendría en tren, un via-
je de cinco horas y mi mujer le recibiría en la estación. No lo veía 
desde hacía diez años, después de un verano que trabajó para él en 
Seattle. Pero ella y el ciego habían estado en contacto. Grababan 
cintas magnetofónicas y se las enviaban. Su visita no me entusias-
maba. Yo no lo conocía. Y me inquietaba el hecho de que fuese cie-
go. La idea que yo tenía de la ceguera me venía de las películas. En 
el cine, los ciegos se mueven despacio y no sonríen jamás. A veces 
van guiados por perros. Un ciego en casa no era algo que esperase 
con ilusión. Aquel verano en Seattle ella necesitaba trabajo. No te-
nía dinero. El hombre con quien iba a casarse al final del verano es-
taba en una escuela de formación de oficiales. Y tampoco tenía di-
nero. Pero ella estaba enamorada del tipo, y él estaba enamorado 
de ella, etc. Vio un anuncio en el periódico: Se necesita lectora para 
ciego, y un número de teléfono. Llamó, se presentó y la contrataron 
enseguida. Trabajó todo el verano para el ciego. Le leía multitud de 
documentos, expedientes, informes, ese tipo de cosas. Le ayudó a 
organizar un pequeño despacho en el departamento del servicio 
EN LA PENUMBRA VAGA 
social del condado. Mi mujer y el ciego se hicieron buenos amigos. ¿Que cómo lo sé? Ella me 
lo ha contado. Y también otra cosa. En su último día de trabajo, el ciego le preguntó si podía 
tocarle la cara. Ella accedió. Me dijo que le pasó los dedos por toda la cara, la nariz, incluso 
el cuello. Ella nunca lo olvidó. Incluso intentó escribir un poema. Siempre estaba intentando 
escribir poesía. Escribía un poema o dos al año, sobre todo después de que le ocurriera algo 
importante. Cuando empezamos a salir juntos, me lo enseñó. En el poema, recordaba sus dedos 
y el modo en que le recorrieron la cara. Contaba lo que había sentido en aquellos momentos, lo 
que le pasó por la cabeza cuando el ciego le tocó la nariz y los labios. 
Recuerdo que el poema no me impresionó mucho. Claro que no se lo dije. Tal vez sea que no 
entiendo la poesía. Admito que no es lo primero que elijo cuando quiero algo para leer. En cual-
quier caso, el hombre que primero disfrutó de sus favores, el futuro oficial, había sido su amor 
de la infancia. Así que, vale. Estaba diciendo que al final del verano ella permitió que el ciego le 
pasara las manos por la cara, luego se despidió de él, se casó con su amor, etc., ya teniente, y se 
fue de Seattle. Pero el ciego y ella siguieron en contacto. Ella dio el primer paso al cabo del año 
o así. Lo llamó una noche por teléfono desde una base de las Fuerzas Aéreas en Alabama. Tenía 
ganas de hablar. Hablaron. Él le pidió que le enviara una cinta y le contara cosas de su vida. Así 
lo hizo. Le envió la cinta. En ella le contaba al ciego cosas de su marido y de su vida en común 
en la base aérea. Le contó al ciego que quería a su marido, pero que no le gustaba el sitio donde 
vivían, ni tampoco que él formase parte del entramado militar e industrial. Contó al ciego que 
había escrito un poema que trataba de él. Le dijo que estaba escribiendo un poema sobre la 
vida de la mujer de un oficial de las Fuerzas Aéreas. Todavía no lo había terminado. Aún seguía 
trabajando en él. El ciego grabó una cinta. Se la envió. Ella grabó otra. Y así durante años.
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iren esa vieja mujer que acepta sin chistar el turno noche 
en una fábrica soviética de provincias y va de máquina 
en máquina por ese taller desierto moviendo los labios 
inaudiblemente. ¿Saben qué está haciendo? Está recitan-
do para sí los poemas de su marido. Eso hace hora tras 
hora, noche tras noche. Tiene en su cabezamás de mil 
poemas, y una sola misión en la vida: preservarlos en su memoria. La única manera 
de mantenerse con vida que tiene la viuda de un enemigo del pueblo es hacerse in-
visible al largo brazo del aparato represor soviético, y eso viene haciendo Nadiezh-
da Mandelstam desde que Stalin mandó a su marido a morir en Siberia en 1938. No 
puede vivir en ninguna ciudad grande de la URSS, tiene que huir a la menor señal 
de que alguien pueda denunciarla, en cada nuevo destino acepta los trabajos que 
nadie más quiere y sobrevive malamente, recitando todo el tiempo para sí, uno tras 
otro, los poemas de su marido. […] 
El poeta Ossip Mandelstam compuso un epigrama vitriólico contra Stalin, sus ami-
gos le pidieron horrorizados que no lo repitiese más (“Eso no es un poema; es 
una sentencia de muerte en 16 versos”), Stalin se enteró y lo hizo encarcelar en la 
Lubjanka y, cuando ya se temía lo peor, Mandelstam sólo fue desterrado al norte, 
una condena “vegetariana” (Stalin aceptó a regañadientes el ruego de Bujarin: “Hay 
que ser cautelosos con los poetas; la historia está siempre de su lado”). Mandelstam 
partió al destierro con Nadiezhda, pasaron cuatro años de penurias, el plan era que 
se quebrara solo, de a poco: le impedían trabajar o le daban encargos humillantes. 
A fines de 1937, con la soga al cuello, aceptó lo inaceptable: se sentó a escribir una 
segunda oda a Stalin. Quería apurar su condena y quería salvar a su mujer de la ani-
quilación. Intentó hacer un poema que dijese lo que era Stalin para él y que a la vez 
conformara a las autoridades. “Trató de afinarse como un instrumento, someterse 
con toda conciencia a la hipnosis general hasta dejarse embrujar por las palabras de 
la liturgia. Un salvaje experimento, por el que quizá yo no fui aniquilada”, escribió 
Nadiezhda treinta años después. Mandelstam logró entender como pocos la lógica 
del aparato represivo que se estaba construyendo: ya en 1922, poco antes de que se 
le prohibiera publicar, había sido invitado por Andreiev a colaborar en “la organi-
zación más grande y poderosa de la URSS, y todo se basará en la palabra, ¿quieres 
ser uno de los nuestros?”. Hablaba, por supuesto, de la Cheka, que luego sería el 
GPU, y luego la NKVD, y luego la KGB. “Hazte invisible. Si no te ven, si logras que 
se olviden de ti, acaso sobrevivas”, le dijo Ossip a Nadiezhda antes de que se lo 
llevaran a Siberia. Y eso hizo ella, durante los siguientes treinta años. 
J U A N F O R N 
(1959- ) 
Para leer: Juan Forn, La tierra elegida, Emecé editores, 
Buenos Aires, 2005. 
Recapitulemos su vida: tenía veinte cuando se casó 
y veintidós cuando a su marido le prohibieron publi-
car; durante diecisiete años fue la amanuense de cada 
poema de él, porque Mandelstam tenía una manera 
muy particular de escribir, que se intensificó cuando 
empezaron a perseguirlo: nunca necesitó mesa, escri-
bía caminando (si podía, al aire libre; en caso contra-
rio, yendo y viniendo por la habitación), después le 
dictaba a Nadiezhda, después escondían esas copias 
clandestinas con personas de su máxima confianza, 
después le hacía recitar a ella cada poema que se iba 
acumulando, porque esas copias podían ser incauta-
das. Imaginen diecisiete años de poemas acumulán-
dose y después otros treinta, cuando ya era viuda, re-
pitiendo esos poemas uno por uno, día por día, para 
que no se deshicieran en su memoria, hasta que vino 
el deshielo de Kruschev y los poemas de Ossip estu-
vieron a salvo. 
Y entonces, cuando tenía sesenta y siete años, y pe-
saba apenas cuarenta y cinco kilos, y tenía que subir 
cada mañana cinco pisos por escalera los baldes de 
agua que necesitara esa jornada, Nadiezhda Mandels-
tam se sentó a escribir sus memorias, su versión de los 
hechos, un relevamiento asombroso de lo que había 
ocurrido en Rusia en todos esos años (en qué resqui-
cios se refugiaba la dignidad cuando todo incitaba a 
la indignidad) y, a la vez, un testimonio extraordinario 
de lo que es vivir al lado de un poeta, respirar el aire 
que respira, asistir al momento en que una vibración 
interna pone en movimiento sus labios y sus piernas 
y no cesa hasta que el poema encuentra sus palabras 
definitivas y se desprende de su creador. Mandelstam 
decía que las alucinaciones auditivas eran una espe-
cie de enfermedad profesional para el poeta. También 
decía: “Canto cuando la conciencia no me hace tram-
pa”. Por eso sus poemas son todos tan breves, y tan 
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musicales también, como si cada uno de ellos existiera de antes, como si se tratara nomás de captar cada una de sus líneas con suma 
atención, encontrar las palabras precisas que los formaban y luego eliminar hasta el último vestigio de hojarasca, para que el poema fuera 
imposible de olvidar. 
Cuando Nadiezhda pudo volver a Moscú y dejar de ser invisible, en los años en que escribía sin decirle a nadie las seiscientas páginas 
de sus memorias (que tituló Contra toda esperanza: contra toda esperanza de que sus compatriotas alcanzaran a ver alguna vez la enor-
midad de lo que habían padecido), se le empezaron a acercar tímidamente personas que habían guardado clandestinamente originales 
de Mandelstam que en su momento habían sido rechazados en revistas y editoriales. También se le acercaron sobrevivientes del gulag, 
que habían visto a su marido antes de que muriera en Siberia. Uno de ellos le contó que, en el calabozo de los condenados a muerte en 
Kolymá, estaban arañadas en la pared dos líneas de un poema suyo y que Mandelstam estuvo “contento y tranquilo unos días” cuando 
lo supo. Nadiezhda le pide al veterano de Kolymá que repita los versos. “¿Será posible que yo aún exista realmente / que esto que llega 
es la muerte verdadera?”, recita él. Nadiezhda entiende al instante la reacción de su marido: ella también ha sentido alivio al constatar 
que el poema no había padecido las deformaciones habituales que producía el boca en boca. Poco antes, en sus memorias, cuenta que 
iba en un colectivo lleno en Moscú que saltó al pasar por un pozo; ella se agarró del brazo de la persona que tenía al lado para no caerse 
y, al darse cuenta de que era otra viejita igual de esmirriada e inmaterial que ella, le pidió perdón con vergüenza, pero la otra viejita le 
contestó: “No es nada. Las mujeres como usted y como yo somos de hierro”. Dice Joseph Brodsky, que llegó a conocerla bien en esa 
época, que la última vez que la vio fue sentada fumando en un rincón de la ínfima cocina que habitaba en Moscú: “Era invierno y estaba 
haciéndose de noche a las tres de la tarde y lo único que se llegaba a ver era el leve resplandor de la brasa de su cigarrillo y de sus ojos. 
El resto, el diminuto cuerpo encogido bajo un chal, el óvalo pálido de su rostro y su cabello ceniciento estaban sumidos en la oscuridad. 
Recordaba a los restos de un gran incendio, unas ascuas que se encienden si las tocas”. 
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A
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 F
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(1959-) 
Para leer: Jonathan Franzen, Las correcciones, 
Ediciones Salam
andra, Barcelona, 2012. 
U
no de los m
isterios de la litera-
tura es que la sustancia perso-
nal, tal com
o la perciben tanto 
el escritor com
o el lector, se 
ubica fuera del cuerpo de am
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bos, en una página. ¿C
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o en algo que estoy escribiendo que dentro de m
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o es posible que m
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ás 
cerca de otra persona al leer sus palabras que cuando 
estoy a su lado? La respuesta es, en parte, que tanto 
escribir com
o leer exigen toda nuestra atención. Pero 
sin duda tam
bién tiene que ver con una m
anera de 
ordenar que sólo es posible en la página. 
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TO
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as H
oepker.
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