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A importância da leitura na educação

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P Á G I N A S D E A N I M A C I Ó N A L A L E C T U R A Nº118 AGOSTO DE 2021
ALICE MILLER 
Para leer: Alice Miller, Por tu propio bien, Raíces de la violencia 
en la educación del niño, Tusquets editores, Barcelona, 2006. 
FOTO: CHRIS STEELE PERKINS.
 (1923-2010)
El coraje puede ser tan contagioso como el miedo. 
N
o hay gestos, palabras, sus-
piros que no contengan la 
suma de todos los crímenes 
que han cometido y come-
ten los seres humanos. Natu-
ralmente ella lo decía de otra 
manera. Lo que cuenta es que le entró el frenesí 
de la revelación absoluta. Cuando paseábamos me 
señalaba la gente, las cosas, las calles y decía: 
—Ese hizo la guerra y mató, ese aporreó a la gente 
y obligó a tomar aceite de ricino, ese denunció a 
un montón de personas, ese le hizo pasar hambre 
hasta a su madre, en esa casa torturaron y mataron, 
por estas piedras marcharon e hicieron el saludo 
romano, en esta esquina repartieron palos, el dine-
ro de estos viene del hambre de esos de ahí, este 
coche se lo compraron vendiendo en el mercado 
negro pan hecho con polvos de mármol y carne 
podrida, esa carnicería nació robando cobre y asal-
tando trenes de mercancías, ese bar existe gracias a 
la camorra, el contrabando y la usura. 
Pronto dejó de conformarse con Pasquale. Era 
como si él le hubiese puesto en marcha un meca-
nismo en la cabeza y ahora ella tuviera la tarea de 
poner orden en una masa caótica de sugestiones. 
Cada vez más tensa, cada vez más obsesionada, 
probablemente impelida por la urgencia de sentir-
se encerrada en una visión compacta, sin grietas, 
fue a complicar los datos concisos de él con algún 
libro que descubrió en la biblioteca. De ese modo 
puso motivos concretos, caras comunes al clima de 
E L E NA F E R R A N T E 
(1943-) 
Tomado del libro de Elena Ferrante: La amiga 
estupenda, Editorial Lumen, Buenos Aires, 2012. 
C Ó M P L I C E S
P E R M I S I V O S 
tensión abstracta que de niñas habíamos respira-
do en el barrio. El fascismo, el nazismo, la guerra, 
los aliados, la monarquía, la república, ella hizo 
que se convirtieran en calles, casas, caras, don 
Achille y el mercado negro, Peluso el comunis-
ta, el abuelo camorrista de los Solara, el padre 
Silvio, más fascista que Marcello y Michele, y 
Fernando, su padre zapatero, y mi padre, todos, 
todos, todos estaban ante sus ojos manchados 
hasta la médula por culpas tenebrosas, todos cri-
minales contumaces o cómplices aquiescentes, 
todos comprados con migajas. Ella y Pasquale 
me encerraron en un mundo terrible del que no 
había escapatoria. 
Después Pasquale empezó a callarse, vencido 
por la capacidad de Lila de soldar entre sí las 
cosas y formar una cadena que te sujetaba por 
todas partes. A menudo los veía pasear juntos 
y, si antes era ella quien estaba pendiente de sus 
labios, ahora era él quien la escuchaba con gran 
interés. Está enamorado, pensaba yo. Y también 
pensaba: Lila también se enamorará, se compro-
meterán, se casarán, hablarán siempre de po-
lítica, tendrán hijos que, a su vez, hablarán de 
las mismas cosas. Cuando empezó el curso, por 
una parte, sufrí mucho porque sabía que ya no 
tendría tiempo para Lila, pero confié en que así 
podría sustraerme de su cálculo continuo de las 
fechorías, las aquiescencias y las canalladas de 
las personas que conocíamos, que amábamos, 
que llevábamos —yo, ella, Pasquale, Rino, to-
dos— en la sangre. 
FOTO: Mussolini y la Brigata Nera Alpina en 1945.
DR. J. ALFONSO ESPARZA ORTIZ
Rector
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Secretario General
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*Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades
 “Alfonso Vélez Pliego”
LEER EN BICICLETA, Año 11, No. 118, agosto de 2021, es 
una publicación mensual, editada por la Benemérita Uni-
versidad Autónoma de Puebla, con domicilio en 4 Sur No. 
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Este número se terminó de imprimir en agosto de 2021 con 
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PROHIBIDA SU VENTA
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J AC Q U E L I N E R O S E 
(1949-) 
Tomado del libro de Jacqueline Rose, Madres, un ensayo sobre 
la crueldad y el amor, Traducido por Carlos Jiménez Arribas, 
Editorial Siruela, Madrid, 2018. 
H
a protagonizado uno de los casos más sonados de la literatura europea del 
siglo XXI, pero Elena Ferrante, según sus propias palabras, nos retrotrae al 
origen, al mundo de los griegos y romanos, uno de los puntos en los que 
empezamos. «Debo decirle», afirma en una entrevista para el New York Ti-
mes en 2014, «que nunca he sentido el mundo clásico como un mundo antiguo. 
Al contrario, noto su cercanía». De joven, se imaginaba la bahía de Nápoles po-
blada de sirenas que hablaban en griego. Uno de los detalles biográficos, relativamente escasos, que 
ha querido revelar sobre su persona es su licenciatura en Literatura Clásica, de la cual aprendió «mu-
chísimas cosas útiles sobre cómo se combinan las palabras». Sus heroínas son Medea y Dido. La pri-
mera, por llevarnos de la mano al ámbito impensable del infanticidio; la segunda, por esa generosidad 
cívica que le sale de dentro y con la que se halló en disposición de levantar la ciudad de Cartago; por 
cómo le abre las puertas (también las de su cuerpo) a un exiliado extranjero, Eneas, sin parar en las 
consecuencias trágicas que le depara el final; y por encargarse, también, de que el templo de Juno, 
la diosa del matrimonio y del parto, muestre la carnicería de la guerra en sus muros, como una especie 
de recordatorio. La Emma Bovary de Flaubert y la Anna Karenina de Tolstói pueden tomarse por pro-
genie venida a menos de esas dos heroínas del mundo clásico. Y lo son porque han perdido «la oscura 
fuerza que impulsa a esas heroínas del Mundo Antiguo a usar el infanticidio o el suicidio a modo 
de rebelión, de venganza o de maldición». Han perdido la dimensión pública de su dolor. Porque 
es un error muy arraigado en toda ciudad, explica Ferrante, autoproclamarse la ciudad del amor sin 
laberintos; creer que puedes alumbrar un futuro sin furias al acecho. Y esta es la misma visión anestesia-
da, con anteojeras, con la que prácticamente todos los discursos oficiales del mundo contemporáneo 
persiguen a las madres. En el caso deFerrante, detrás de la primera parte del pseudónimo con el que 
firma sus libros, Elena, se esconde una historia de la mitología griega. Hay una versión de este mito que 
no es muy conocida, y en la cual, a quien viola y deja embarazada Zeus no es a Leda, el cisne, sino a 
Némesis, que se vuelve ganso para huir de él. El huevo que esta última pone luego lo encuentra un 
pastor, él se lo da a Leda, para que lo empolle y salga Elena de él. Leda, pues, a quien ha criado es a su 
«hija-no hija», según lo sintetiza Ferrante, en sugerente fórmula. Debe de tratarse de una de las prime-
ras historias de madre de alquiler; y ofrece, además, un modelo maternal carente de intereses creados, 
puesto que ha tomado bajo su protección a una extraña. También puede leerse como velado aviso 
para caminantes por parte de esta autora, dando a entender que es inútil rastrear sus orígenes, por 
mucho que digan algunos. Es decir, que detrás del nombre que ha elegido como autora, se esconde 
la historia de una gestación que no hay manera de reducir a una única fuente. Y es así, entre dioses, 
materia animal y seres humanos, como nace su escritura, que traza un recorrido a través de las especies 
y del tiempo. Ferrante ha dicho una y otra vez que mantuvo el anonimato para que sus libros, libres de 
baladronadas y de la publicidad de su presencia, salieran al mundo sin ella, como un hijo cuando se va 
de casa. Sin embargo, el culto contemporáneo a la figura del autor ata la obra literaria a la persona que 
la escribe; eso puede apreciarse por la presión constante que recibe Ferrante para identificarse, como 
si el único vínculo posible entre un texto y su creador fuera el que establece una madre dominante. 
PSEUDÓNIMO 
garantizó una patria a generaciones y más generaciones. La 
sangre circulaba más deprisa en las arterias del comercio, la 
riqueza inundaba el viejo suelo europeo, creaba un lujo que, 
a su vez, promovía osados edificios, cuadros y esculturas, 
un mundo embellecido, espiritualizado. Pero siempre que el 
espacio se ensancha, el alma se tensa. Como en nuestro fin 
de siglo: cuando el espacio se ensanchó de nuevo gracias a la 
conquista del éter por el avión y por la palabra, sobrevolando 
invisible los países, cuando la física y la química, la técnica 
y la ciencia arrancaron a la naturaleza secreto tras secreto 
y pusieron sus fuerzas al servicio de la fuerza humana, una 
esperanza indescriptible dio aliento a la humanidad tantas 
veces defraudada y en mil almas resonó la respuesta al grito 
de Ulrich von Hutten: «Es un placer vivir». Pero cada vez que 
la ola asciende demasiado rápida y escarpada, cae como una 
catarata con tanta más fuerza. Y así como en nuestro tiempo 
precisamente las nuevas conquistas, los prodigios de la téc-
nica, transforman el perfeccionamiento de la organización 
en los más terribles factores de destrucción, así también los 
elementos del Renacimiento y del Humanismo, que pare-
cían saludables, se transformaron en veneno mortífero. La 
Reforma, que en Europa soñaba con dar un nuevo espíritu al 
cristianismo, sazonó la descomunal barbarie de las guerras 
de religión; la imprenta, en vez de difundir la cultura, dise-
minó el furor theologicus [delirio teológico]; en vez del hu-
manismo, triunfó la intolerancia. En toda Europa, sangrientas 
guerras civiles desgarraban los países, mientras en el Nuevo 
Mundo la bestialidad de los conquistadores se desataba con 
crueldad inaudita. La época de un Rafael, un Miguel Ángel, 
un Leonardo da Vinci, un Durero o un Erasmo recae en las 
atrocidades de un Atila, un Gengis-Kan o un Tamerlán. La 
auténtica tragedia en la vida de Montaigne consistió en tener 
P
ara comprender el arte y la ciencia de la vida de Montaigne 
y la necesidad de su lucha por soi-même [sí mismo] como la 
más necesaria de nuestro mundo espiritual, tenía que darse una 
situación que fuera parecida a la que él vivió. Como él, tam-
bién nosotros tuvimos que vivir una de esas terribles recaídas 
del mundo después de una de las más gloriosas ascensiones, 
también a nosotros nos han despojado a latigazos de nuestras esperanzas, ex-
periencias, expectativas y entusiasmos hasta el punto de que no nos queda por 
defender sino nuestro yo desnudo, nuestra existencia única e irrepetible. Es en 
esta hermandad de destino cuando Montaigne se convierte en mi hermano 
indispensable, en mi amigo, mi amparo y mi consuelo, pues ¡qué desespera-
damente parecido es su destino al nuestro! Cuando Michel de Montaigne llega 
al mundo, una gran esperanza empieza a extinguirse, una esperanza igual a 
la que nosotros mismos hemos vivido a principios de nuestro siglo, la espe-
ranza de una humanización del mundo. En el curso de una vida humana, 
el Renacimiento había brindado a la feliz humanidad, con sus artistas, sus 
pintores, sus poetas y sus eruditos, una belleza nunca esperada con semejante 
plenitud, y parecía alborear un siglo o, mejor dicho, parecían alborear siglos 
en los que la fuerza creadora acercaba paso a paso, ola tras ola, la oscura y 
caótica existencia a lo divino. De pronto, el mundo se había vuelto vasto, 
pleno y rico. Los sabios rescataron de la Antigüedad, con las lenguas latina y 
griega, la sabiduría de Platón y de Aristóteles y la devolvieron a los hombres: 
el Humanismo, con Erasmo al frente, prometía una cultura armoniosa, cos-
mopolita; la Reforma parecía fundar una nueva libertad de credo junto a la 
nueva amplitud del saber. Las distancias y las fronteras entre los pueblos des-
aparecieron, pues la imprenta recién inventada daba a cada palabra, a cada 
significado y a cada pensamiento la posibilidad de difundirse con rapidez; lo 
que era dado a un pueblo parecía pertenecer a todos, y así se creó una unidad 
de espíritu por encima de las desavenencias de los reyes, los príncipes y las 
armas. Y otra maravilla: a la vez que el mundo espiritual, también el mundo 
terrenal, físico, se expandió hasta horizontes insospechados. Del océano in-
transitable surgieron nuevas costas, nuevas tierras, un gigantesco continente 
S T E FA N Z W E I G 
(1981-1942) 
Tomado del libro de Stefan Zweig, Montaigne, traductor: 
Joan Fontcuberta, Editorial El Acantilado, Barcelona, 2008. 
E L 
O C A S O
que ser testigo impotente de esta horrible recaída del humanismo en la bestialidad, uno de esos esporádicos arrebatos de locura de la humani-
dad como el que vivimos hoy de nuevo, a pesar de una vigilancia espiritual imperturbable y de una compasiva conmoción del alma. En su tierra, 
en su mundo, ni un solo momento vio que reinaran la paz, la razón, la concordia y la tolerancia, todas esas sublimes fuerzas del espíritu a las 
que su alma se había entregado. Tanto en su primera mirada al mundo como en la última, de despedida, vuelve la cara con horror (como noso-
tros) al pandemónium del mundo y al odio que infama y destruye a su patria y a la humanidad. Es todavía un adolescente, no pasa de los quince 
años, cuando en Burdeos se reprime ante sus ojos el levantamiento popular contra la gabelle (impuesto sobre la sal) con una crueldad que lo 
convierte de por vida en el más furibundo enemigo de todo tipo de atrocidad. El muchacho ve cómo cientos de personas son torturadas hasta 
la muerte con todos los suplicios que el peor de los instintos puede llegar a inventar: ahorcadas, empaladas, atadas a la rueda, descuartizadas, 
decapitadas y quemadas. Ve cómo los cuervos revolotean durante días alrededor del patíbulo para alimentarse de la carne calcinada y medio 
descompuesta de las víctimas. Oye los gritos de los torturados y no puede dejar de percibir el hedor de carne quemada que inunda las calles. Y 
apenas el chico se ha hecho mayor, estalla la guerra civil, que asola Francia con sus ideologías fanáticas tanto como hoy los fanatismos sociales 
y nacionales asolan el mundo de un extremo a otro. La Chambre Ardente (el ignominioso tribunal que solía condenar a la hoguera) ordena 
quemar a losprotestantes; la noche de San Bartolomé extermina ocho mil personas en un día; los hugonotes, por su parte, devuelven crimen 
por crimen, saña por saña, barbarie por barbarie; asaltan iglesias, destruyen estatuas, la obcecación no concede paz siquiera a los muertos, y las 
tumbas de Ricardo Corazón de León y de Guillermo el Conquistador son profanadas y saqueadas. De pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad 
avanzan las tropas, ora las católicas, ora las hugonotas, pero siempre franceses contra franceses, ciudadanos contra ciudadanos, y ninguna de 
las partes ceja en su exaltada bestialidad. Guarniciones enteras de prisioneros son pasadas a cuchillo del primero al último hombre. Los ríos 
apestan a cadáveres que flotan corriente abajo, se calcula en ciento veinte mil los pueblos que han sido saqueados y destruidos, y matar perderá 
pronto su pretexto ideológico. Bandas armadas asaltan los castillos, y para los viajeros, no importa que sean protestantes o católicos, cabalgar 
por un bosque vecino no es menos peligroso que un viaje a las Nuevas Indias o a los poblados caníbales. Ya nadie sabe si su casa y sus bienes 
le pertenecen, si mañana vivirá aún o estará muerto, si seguirá siendo libre o caerá prisionero, y Montaigne, ya anciano, escribe en 1588: «En 
esta confusión en la cual nos encontramos desde hace treinta años, todo francés, sea en particular, sea en general, se encuentra a cada momento 
a punto de sufrir un vuelco completo de fortuna». Ya no existe seguridad en la tierra: este sentimiento básico se refleja necesariamente, desde 
el punto de vista de Montaigne, en lo espiritual, y por eso hay que tratar de encontrarla fuera de este mundo, fuera de la patria y fuera de la 
época, negarse a formar parte del coro vocinglero de los posesos y los asesinos, crear la propia patria, el propio mundo. De los sentimientos que 
albergaban los hombres de aquella época—tremendamente parecidos a los nuestros—da testimonio el poema que La Boétie dedica en 1560 a 
Montaigne, su amigo de veintisiete años, y en el que exclama: 
«¡Qué destino nos ha hecho nacer precisamente en estos tiempos! Contemplo el ocaso de mi país y no veo otro camino que el de emigrar, 
abandonar mi casa e ir adonde el destino me lleve. Hace tiempo que la cólera de los dioses me apremia a huir, mostrándome las vastas y 
abiertas tierras del otro lado del océano. Cuando en el umbral de nuestro siglo surgió de las olas un nuevo mundo, fue porque los dioses lo 
destinaban para ser un refugio en el que los hombres cultivaran su propio campo bajo un cielo mejor, mientras la terrible espada y una igno-
miniosa calamidad condenan a Europa a la destrucción». 
U
n día, alrededor de las doce y media, mientras paseaba por cierto barrio, me encontré con un caballo que detuvo mi marcha. 
 —Ven conmigo —dijo, apuntando con la cabeza hacia una calle oscura y estrecha—. Hay algo que quiero enseñarte. 
—No tengo tiempo —contesté, pero lo seguí de todos mo-
dos. Llegamos hasta una puerta, a la que llamó con su pezuña 
izquierda. La puerta se abrió, entramos y pensé que iba a llegar tarde a comer. 
Había una serie de criaturas con vestimenta eclesiástica. 
—Sube —me indicaron—. Para que veas nuestro hermoso piso taraceado, está hecho con 
baldosas de turquesa unidas con oro. Sorprendida por ese recibimiento, asentí y le hice 
una seña al caballo para que me mostrara ese tesoro. Los peldaños de la escalera eran muy 
altos, pero los subimos sin dificultad. 
—La verdad, no es tan bonito —me dijo en voz baja—. Pero de algo hay que vivir, ¿no 
crees? De repente, se mostró ante nosotros el pavimento de turquesa que cubría el 
piso de una gran habitación vacía. En efecto, las baldosas estaban finamente unidas 
con oro y el azul era deslumbrante. Lo contemplé con actitud cortés, mientras el ca-
ballo añadía, pensativo: 
—La verdad es que este trabajo me aburre mucho. Lo hago sólo por dinero, pero en realidad 
no encajo en este ambiente. Te lo mostraré en la próxima fiesta. Luego de reflexionar en 
sus palabras, me pareció obvio que no se trataba de un caballo cualquiera. A partir de esa 
conclusión, decidí que debía conocerlo mejor. 
—Iré a tu fiesta, por supuesto. Empiezo a pensar que me caes muy bien. 
—Pues tú no eres como los demás clientes —replicó—. Soy bueno para distinguir entre la 
gente ordinaria y los que saben comprender las cosas. Tengo el don de penetrar al instante 
en el alma de las personas. Sonreí, nerviosa. 
 —¿Y cuándo es la fiesta? —Esta noche. Abrígate bien. Eso me pareció extraño, porque afue-
ra el sol brillaba. Al bajar las escaleras en el otro extremo de la estancia, noté con sorpresa 
que el caballo se las arreglaba mucho mejor que yo. Los clérigos habían desaparecido y salí 
sin que nadie me viera. 
—Pasaré por ti a las nueve en punto —dijo el caballo—. Avísale al portero. 
De regreso a casa, se me ocurrió que debí haber invitado al caballo a cenar. Ya ni modo, 
concluí. Compré lechuga y unas papas para la cena y al llegar a casa encendí el fuego 
para preparar la comida. Me tomé una taza de té, pensé en lo que había sucedido 
ese día y, sobre todo, en el caballo, a quien ya consideraba mi amigo, pese a 
que llevaba tan poco tiempo de conocerlo. Tengo pocas amistades y me da gusto 
contar al caballo entre ellas. Después de comer me fumé un cigarro y medité sobre el lujo que sería salir esa noche, en vez de hablar conmigo misma y morir de 
aburrimiento con las mismas historias interminables que me cuento siempre. Soy una persona muy aburrida, a pesar de mi enorme inteligencia y apariencia dis-
tinguida, y nadie lo sabe mejor que yo. Con frecuencia me digo que, si tuviera la oportunidad, podría convertirme en el epicentro de la intelectualidad, aunque a 
fuerza de charlar conmigo misma tiendo a repetir las mismas cosas todo el tiempo. 
L E O N O R A CA R R I N G TO N 
(1917- 2011) 
Tomado del libro de Leonora Carrington, Cuentos completos, FCE, 
México, 2020. 
UN 
NUEVO 
AMIGO 
FOTO: Herbert Bayer.
H
abiendo presentado el señor 
Abéfy una comunicación so-
bre las tendencias de los auto-
res que se denominan surrea-
listas y sobre los ataques que 
dirigen contra los médicos 
alienistas, esta comunicación da lugar a la siguiente 
discusión: 
Dr. de Clérambault: Pregunto al profesor Janet qué 
vínculos existen entre el estado mental de los sujetos 
y los caracteres de su producción. 
P. Janet: El manifiesto del surrealismo incluye una in-
troducción filosófica digna de atención. Los surrea-
listas sostienen que la realidad es fea por definición; 
la belleza sólo existe en lo que no es real. El hombre 
introduce la belleza en el mundo. Para producir lo 
bello hay que apartarse en lo posible de la realidad. 
Las obras de los surrealistas constituyen principal-
mente confesiones de obsesos y escépticos. 
Dr. de Clérambault: Los artistas excesivistas que lan-
zan modas impertinentes, a veces con el apoyo de 
manifiestos que condenan todas las tradiciones, me 
parece que, desde el punto de vista técnico, y cual-
quiera que sea el nombre que ellos adopten (y cual-
quiera que sea el género de arte y la época incrimi-
nada), pueden ser todos calificados de “procedistas”. 
El procedismo consiste en ahorrarse el esfuerzo de 
pensar, y especialmente el de la observación, para 
aplicarse a una factura o a una fórmula determina-
das, con el cuidado de producir un efecto único, 
esquemático y convencional: de ese modo se logra 
una producción rápida, con las apariencias de un es-
tilo, y soslayando las críticas que una similitud con la 
vida facilitaría. Descubrir esta degradación del traba-
A N D R É B R E T Ó N 
(1896-1966 ) 
Tomado del libro de André Bretón, Manifiestos del surrealismo, Traducción, 
prólogo y notas de Aldo Pellegrini, Editorial Argonauta, Buenos Aires, 2003. 
SE
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jo resulta particularmente fácil en el terreno de las artes plásticas;pero 
puede ser igualmente demostrada en el dominio verbal. 
El género de orgullosa pereza que engendra o que favorece el proce-
dismo, no es privativo de nuestra época. En el siglo XVI los concep-
tistas, gongoristas y eufuistas; en el siglo XVII, los preciosistas fueron 
todos procedistas. 
Vadiusy Trissotin eran procedistas, aunque más moderados y laborio-
sos que los de hoy, quizás porque ellos escribían para un público más 
selecto y erudito. En los dominios de la plástica, el auge del procedis-
mo parece datar tan sólo del último siglo. 
P. Janet: En apoyo de la opinión del Dr. Clérambault traigo a colación 
ciertos “procedimientos “de los surrealistas. Sacan, por ejemplo, cin-
co palabras al azar del interior de un sombrero y realizan series de 
asociaciones con esas cinco palabras. En la Introducción al Surrealis-
mo se da a conocer toda una historia con estas dos palabras: pavo y 
sombrero de copa. 
Dr. de Clérambault: En una parte de su exposición, el doctor Abéfy 
les ha revelado una campaña de difamación. Este punto merece ser 
comentado. La difamación forma parte de los riesgos profesionales 
del alienista; ella nos ataca, si la ocasión se presenta, con motivo 
de nuestras funciones administrativas o de nuestra acción como ex-
pertos: sería justo que la autoridad que nos designa nos protegiera. 
Contra todos los riesgos profesionales, de cualquier naturaleza que 
fueren, el técnico debería estar garantizado por disposiciones preci-
sas que le aseguraran ayuda inmediata y permanente. Estos riesgos 
no son sólo de orden material, sino también moral. La preservación 
contra esos riesgos implicaría socorros, subsidios, apoyo jurídico y 
judicial, indemnizaciones, y hasta, a veces, una pensión permanente 
y total. En la fase de urgencia, los gastos de asistencia pueden ser cu-
biertos por una Caja de seguro mutuo; pero en última instancia deben 
ser solventados por la autoridad misma durante cuyo servicio se han 
sufrido los daños. 
La sesión se levanta a las 18 horas. 
Ojos claros, serenos, 
si de un dulce mirar sois alabados, 
¿por qué, si me miráis, miráis airados? 
Si cuanto más piadosos, 
más bellos parecéis a aquel que os mira, 
no me miréis con ira, 
porque no parezcáis menos hermosos. 
¡Ay tormentos rabiosos! 
Ojos claros, serenos, 
ya que así me miráis, miradme al menos. 
G U T I E R R E D E C E T I NA 
(1520 - 1557) 
Tomado del libro: Las cien mejores poesías de la lengua 
castellana, selección de Marcelino Menéndez y Pelayo, 
Editorial Porrúa, México, 2000. 
M A D R I G A L M A D R I G A L 
M A D R I G A L M A D R I G A L 
ermítame que le haga una pregunta: ¿se ha preguntado usted alguna 
vez si Ética a Nicómaco, el libro que Aristóteles, el filósofo, dedicó 
a su hijo era un libro para chicos? Pensó usted, por ejemplo, qué 
interesante, qué oportuno, un libro de Ética para chicos, ideal 
para estos dos mil y pico años de patriarcado. Quiero decir-
le que si usted nunca ha pensado que Ética a Nicómaco fuera 
una ética para chicos no sé por qué no interpreta del mismo 
modo un libro de título Ética para Celia. Una ética para seres 
humanos. Ética para Celia es un libro para chicas si y solo si 
Ética a Nicómaco es un libro para chicos. Porque soy filósofa 
y es un libro que le dedico a mi hija. Este es un libro para todo 
el mundo; es más, diría que se trata, sobre todo, de un libro para 
chicos y para hombres hechos y derechos como usted. Para que, 
de una vez por todas, adopten la posición moral y se pongan en el 
lugar de las mujeres, un lugar en el que nunca se han puesto. ¡Hay que 
fastidiarse, porque ha sido la propia filosofía la que ha proporcionado la 
coartada para no hacerlo! Lo ha hecho desde el androcentrismo, el recurso 
por el que los varones se identifican con el ser humano neutral y las mujeres con 
una parte de la Humanidad. Por eso no existen libros de Historia de los varones y sí 
de Historia de las mujeres; la Historia de los varones se solapa con la Historia de la 
Humanidad. Esta identificación es casi una categoría a priori del entendimiento, todo lo conocemos 
y comprendemos desde ahí. Este libro explora las consecuencias de vivir bajo esta doble verdad, una para chicas 
y otra para chicos. 
Una cosa te digo, Celia, ¡hasta aquí hemos llegado! 
Hoy sabemos que nuestros amigos los filósofos no escribían para nosotras sino para legitimar que apenas pudiéramos leer y escri-
bir, lo justo para hacer que sus vidas fueran «fáciles y agradables». Esto escribió Rousseau: «La educación de las mujeres debe ser 
relativa a los hombres. Hacerles la vida dulce y agradable: estos son los deberes de las mujeres en todo tiempo y lugar y para lo 
que deben ser educadas las niñas desde la infancia». No les vamos a guardar rencor, nada podemos hacer por cambiar el pasado. 
Pero saberlo nos ha cambiado la vida y la autoconciencia, y ahora es necesario que cambie la sociedad entera, precisamente para 
poder tener juntos, mujeres y hombres, una vida nueva y con sentido. De esto se ocupa la ética. 
A NA D E M I G U E L 
(1961- ) 
Tomado del libro de Ana de Miguel, Ética para Celia, 
Ediciones B, Barcelona, 2021. 
É T I CA 
PARA 
C E L I A 
FOTO: Wolfgang Pietrzok.
E VA M A R X E N 
(1970- ) 
Tomado del libro de Eva Marxen, Diálogos entre 
arte y terapia, Editorial Gedisa, Barcelona, 2012.
A
 finales del siglo XIX las Ciencias de la Salud se empezaron a intere-
sar por las actividades artísticas de los enfermos mentales. Muchos profesionales 
sanitarios se acercaban a las obras de sus pacientes movidos por el exotismo y el 
paternalismo, considerando patológica toda desviación de los cánones estable-
cidos por las academias oficiales de Bellas Artes. Consideraban que los «locos» 
eran una especie rara que manifestaba su alteridad en dibujos extraños. Varios 
médicos se dedicaban entonces a coleccionar estas obras. Parece ser que el estadounidense Benja-
min Rush en 1800 fue el primero en iniciar una de estas colecciones. En el mundo francófono, otros 
médicos reunieron colecciones parecidas, entre las que destaca la del Doctor Marie y también la pu-
blicación L’art chez les fous de Marcel Réja. En 1921, Walter Morgenthaler publicó en Suiza la mono-
grafía Ein Geisteskranker als Künstler: Adolf Wölfli [«Adolf Wölfli: un enfermo mental convertido en ar-
tista»], en la que examina las numerosas creaciones artísticas como dibujos, collages, escritos, música 
de Adolf Wölfli, un paciente psiquiátrico internado por pedofilia y demencia paranoide. Morgenthaler 
se concentró en los aspectos formales de las creaciones y encontró en ellas unas funciones reguladoras 
y ordenadoras. En 1922 apareció el libro de Hans Prinzhorn Bildnerei der Geisteskranken, que mar-
có todo el campo del arte y la psicosis. Nótese que, en el título que podemos traducir como Crea-
ciones de enfermos mentales, Prinzhorn no emplea la palabra «arte», sino que usa la expresión «ac-
ción de crear». Además, Hans Prinzhorn, doctor en psiquiatría, filosofía e historia del arte, reunió una 
extensa colección de creaciones de pacientes psiquiátricos, compuesta por unas 5.000 obras de 435 au-
tores diferentes. En su colección predominaban los trabajos de esquizofrénicos, de los que un tercio 
había cursado antes de su ingreso en el centro psiquiátrico una formación académica en arte, artes 
aplicadas o artesanía. Los demás habían descubierto su potencial creativo durante su estancia en el 
hospital. En aquella época las instituciones públicas no facilitaban material artístico a los pacientes, 
así que los potenciales artistas se veían obligados a aprovechar lápices y rotuladores viejos y a reci-
clar todo tipo de papeles y cartones que caían en sus manos. Aquellos enfermos mentales manifesta-
ban en los cuadros las pulsiones instintivas que son capaces de transgredir lo real. A menudo predomi-
naban las sexualizaciones a nivel formal. Según Prinzhorn,la creación artística les servía para expresar 
su experiencia de la enfermedad; los autores se concentraban en su yo, menospreciando la apariencia 
exterior. Vista así, la función del arte sería «expresionista». Cierto es que muchas obras han sido creadas 
bajo la influencia de la psicopatología de los pacientes. Se habla también de una «pintura catatónica» 
en que rige la necesidad y «el irrefrenable impulso de dibujar, de pintar». Esto es, no se crea para un 
público, y mucho menos para un museo o una galería. Hoy en día, con los tratamientos psiquiátricos 
actuales, como por ejemplo los fármacos, las alucinaciones se reprimen fácilmente, por lo que este 
tipo de «pintura catatónica» apenas se manifiesta. Prinzhorn puso 
énfasis en el aspecto expresivo. Sin embargo, él mismo constató 
que las obras de los enfermos mentales representan con frecuencia 
una regresión y manifiestan «la imperiosa necesidad» del psicótico 
«de imponer orden en el caos» y un intento de «restaurar el orden 
simbólico», ya que en la psicosis este orden se pierde o está en pe-
ligro. La crisis psicótica se produce cuando surge una realidad 
que la persona no sabe simbolizar, es decir, explicar. El delirio o las 
alucinaciones son un primer intento de explicación y de curación. 
Algunos psicóticos intentan restablecer el orden simbólico median-
te el arte. Si comparamos las ideas de Prinzhorn con los procesos 
de arteterapia, vemos que ambas teorías tienen en común el consi-
derar que la creación artística es un canal para expresar el malestar 
y la experiencia de la enfermedad. Asimismo, ofrecen la posibilidad 
de restablecer a nivel imaginario el orden simbólico. Otra similitud 
consiste en que no se crea para un mercado ni para las instituciones 
oficiales del arte, y por lo tanto nadie se molesta demasiado en res-
petar los cánones estéticos oficiales. 
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¿Quién era el osado, que por más 
valiente que fuera, se atreviese a 
salir por la calle pasando las diez 
de la noche? Sonaba la queda en 
Catedral y todos los habitantes de 
México echaban cerrojos, fallebas, 
colanillas, ponían trancas y otras 
seguras defensas a sus puertas y ventanas. Se encerraban a piedra y 
lodo. No se atrevían a asomar ni medio ojo siquiera. Hasta los viejos 
soldados conquistadores, que demostraron bien su valor en la guerra, 
no trasponían el umbral de su morada al llegar esa hora temible. Ame-
drentada y poseída del miedo estaba toda la gente; él les había arre-
batado el ánimo; era como si trajesen un clavo atravesado en el alma. 
Los hombres se hallaban cobardes y temerosos; a las mujeres les tem-
blaban las carnes; no podían dar ni un solo paso; se desmayaban o, 
cuando menos, se iban de las aguas. Los corazones se vestían de te-
mor al oír aquel lamento largo, agudo, que venía de muy lejos e íba-
se acercando, poco a poco, cargado de dolor. No había entonces un 
corazón fuerte; a todos, al escuchar ese plañido, los dominaba el mie-
do; poníales carne de gallina, les erizaba los cabellos, y enfriaba los 
tuétanos en los huesos. ¿Quién podía vencer la cobardía ante aquel 
lloro prolongado y lastimero que cruzaba, noche a noche, por toda 
la ciudad? ¡La Llorona!, clamaban los paseantes entre castañeteos de 
dientes, y apenas si podían murmurar una breve oración, con mano 
temblorosa se santiguaban, oprimían sus rosarios, cruces, medallas y 
escapularios que les colgaban del cuello. México estaba aterrorizado 
A RT E M I O D E VA L L E - A R I Z P E 
(1884- 1961) 
Tomado del libro de Artemio de Valle-Arizpe, Historia, tradiciones 
y leyendas de calles de México, Editorial Porrúa, México, 2014. 
FOTO: Floris Michael Neusüss.
L A LLORONA
por aquellos angustiosos gemidos. Cuando se empezaron a oír, salieron muchos a cercio-
rarse de quién era el ser que lloraba de ese modo tan plañidero y doloroso. Varias personas 
afirmaron, desde luego, que era cosa ultraterrena, porque un llanto humano, a distancia 
de dos o tres calles se quedaba ahogado, ya no se oía; pero éste traspasaba con su fuerza 
una gran extensión y llegaba claro, distinto, a todos los oídos con su amarga quejumbre. 
Salieron no pocos a investigar, y unos murieron de susto, otros quedaron locos de remate 
y poquísimos hubo que pudieron narrar lo que habían contemplado, entre escalofríos y 
sobresaltos. Se vieron llenos de terror pechos muy animosos. Una mujer, envuelta en un 
flotante vestido blanco y con el rostro cubierto con velo levísimo que revolaba en tor-
no suyo al fino soplo del viento, cruzaba con lentitud parsimoniosa por varias calles y 
plazas de la ciudad, unas noches por unas, y otras, por distintas; alzaba los brazos con des-
esperada angustia, los retorcía en el aire y lanzaba aquel trémulo grito que metía pavuras 
en todos los pechos. Ese tristísimo ¡ay!, levantábase ondulante y clamoroso en el silencio 
de la noche, y luego que se desvanecía con su cohorte de ecos lejanos, se volvían a alzar 
los gemidos en la quietud nocturna, y eran tales que desalentaban cualquier osadía. Así, 
por una calle y luego por otra, rodeaba las plazas y plazuelas, explayando el raudal de 
sus gemidos; y al final, iba a rematar con el grito más doliente, más cargado de aflicción, 
en la Plaza Mayor, toda en quietud y en sombras. Allí se arrodillaba esa mujer misteriosa, 
vuelta hacia el Oriente; inclinábase como besando el suelo y lloraba con grandes ansias, 
poniendo su ignorado dolor en un alarido largo y penetrante; después se iba ya en silencio, 
despaciosamente, hasta que llegaba al lago, y en sus orillas se perdía; deshacíase en el aire 
como una vaga niebla, o se sumergía en las aguas; nadie lo llegó a saber; el caso es que allí 
desaparecía ante los ojos atónitos de quienes habían tenido la valerosa audacia de seguirla, 
siempre a distancia, eso sí, pues que un profundo terror vedaba acercarse a aquella mujer 
extraña que hacía grandes llantos y se deshacía de pena. Esto pasaba noche con noche en 
México a mediados del siglo XVI, cuando la Llorona, como dio en llamársele, henchía el 
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3.
 
FOTO: Códice Florentino.
servados a ese tipo de mercancía, junto con plumas de águila, de gavilán y 
de halcón. Se vendía maíz, frijol, semillas oleaginosas, cacao, chile, cebolla 
y mil especies de legumbres y de hierbas; pavos, conejos, liebres, carne de 
venado, patos y perritos cebados, mudos y sin pelo, que tanto apreciaban 
los aztecas; frutas, camotes, miel, almíbar de caña de maíz o de maguey; 
sal, colores para teñir telas y para escribir, cochinilla, índigo; vasijas de barro 
cocido de todas formas y dimensiones, calabazas, vasos y platos de madera 
pintada; cuchillos de pedernal o de obsidiana, hachas de cobre, madera 
para construcción, tablas, vigas, leña, carbón de madera, trozos de madera 
resinosa para antorchas, papel de corteza o de áloe; pipas cilíndricas de 
carrizo, llenas de tabaco y listas para usarse; todos los productos de las la-
gunas, los peces, las ranas y los crustáceos y hasta una especie de “caviar” 
formado por huevos de insectos recogidos en la superficie del agua; y este-
ras, sillas, braseros... 
“¿Qué quieren más que diga? exclama Bernal Díaz, hablando con acato, 
también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en 
los esteros cerca de la plaza, y esto era para hacer sal o para curtir cueros, 
que sin ella dicen que no se hacía buena... bien tengo entendido que algu-
nos señores se reirán de esto.” Había en todas partes un amontonamiento 
prodigioso de mercancías, una abundancia inaudita de artículos de todo 
género que una muchedumbre compacta —llena de rumores, pero de nin-
guna manera ruidosa,tal como son todavía los indígenas actuales, serios, 
reposados— rodeaba deambulando alrededor de las canastas. “Hay (en este 
mercado), dice Cortés, casas como de boticarios, donde se venden las me-
dicinas hechas, así potables como ungüentos y emplastos. Hay casas como 
de barberos, donde lavan y rapan las cabezas. Hay casas donde dan de 
comer y beber por precio.” En efecto, las mujeres cocinaban en sus brase-
ros, al aire libre, y ofrecían a los clientes guisos, cocidos de maíz sazonado, 
o golosinas de miel con tortillas de maíz —tlaxcalli— y apetitosos tamales 
cuya masa de maíz, cocida al vapor, estaba rellena de frijoles, carne y chile. 
Todo el día, y ciertamente ello constituiría un placer, se podía deambular 
de un lado a otro en esta fiesta comercial, hacer sus comidas, encontrar 
parientes o amigos, a lo largo de los pasadizos bordeados de montículos 
inestables, de frutas y telas multicolores desplegadas, discutir pausadamente 
con una indígena en cuclillas detrás de sus verduras, divertirse ante la cara 
asombrada de un otomí que ha venido de las montañas para vender algunas 
pieles de animales, o contemplar con envidia la prosperidad de un poch-te-
catl (comerciantes) recién llegado de las fabulosas regiones del sureste, con 
sus plumas de guacamayo y sus joyas de jade translúcido. 
e trata evidentemente de la plaza de Tlatelolco. Los habitantes 
de esta ciudad siempre habían sido conocidos como parti-
cularmente hábiles para el comer- cio, y después de su anexión, 
Tlatelolco se convirtió en el principal barrio comercial de México. 
“Y desde que llegamos a la gran plaza, dice Bernal Díaz, que se dice el 
Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la 
multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concier-
to y regimiento que en todo tenían.” El Conquistador Anónimo 
dice con precisión que todos los días se reunían en 
esta plaza de veinte a veinticinco mil personas 
para comerciar, y que cada cinco días se 
celebraba el día de mercado, que 
atraía a cuarenta o cincuenta 
mil personas. 
Todos los testigos descri-
ben de manera idéntica 
la extraordinaria varie-
dad de este inmenso 
mercado, así como 
su buen orden. Cada 
mercancía tenía su lu-
gar fijo y delimitado, for-
mando algo así como una 
calle, “de la manera que hay 
en mi tierra Medina del Campo, 
dice Bernal Díaz, donde se hacen las 
ferias”. Aquí se vendían joyas de oro y plata, 
piedras preciosas, plumas multicolores traídas de la Tierra 
Caliente; allí esclavos, unos libres de toda ligadura y otros con pesados 
collares de madera, que esperaban resignadamente al comprador; más allá 
hombres y mujeres regateaban las mantas, los taparrabos y las faldas de 
algodón o de hilos de áloe. Sandalias, cuerdas, pieles de jaguar, de puma, 
de zorra y de venado, crudas o curtidas, se amontonaban en los lugares re-
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KO N R A D L O R E N Z 
(1903-1989 ) 
Tomado del libro de Konrad Lorenz, Decadencia de lo 
humano, Editorial Plaza & Janés, Barcelona, 1985. 
P
ero lo peor es la palabra falsa, la mentira; 
si el hombre fuese veraz, sería también bueno. 
¿Adónde iría a parar el pecado, 
si no pudiese mentir, engañar? 
Cada malvado debería decirse 
siempre que estuviese solo: ¡eres un miserable! 
Pues, ¿quién aguanta el propio desprecio? 
Así hace decir Franz Grillparzer al obispo de Chalons en su obra dramatica Weh’ 
dem, der lügt. Podemos definir la mentira como una difusion consciente de informa-
ción falsa que da ventaja al difusor sobre el receptor. (Aquí no se habla de mentiras 
«piadosas», es decir, aquellas cuyos motivos no son egoístas.) El emitir información 
falsa es una estrategia habitual a niveles mucho más sencillos e inconscientes. Por lo 
pronto, en el reino vegetal hay unas flores que «se disfrazan» como las hembras de 
cierta especie de insectos y atraen a los machos de esa especie para que «se cuiden» 
de la propia reproducción. Mucho del llamado mimetismo desfigura las señales al 
destinatario en beneficio del remitente. Un ejemplo clásico es la imitación del labro 
limpiador (Labroides dimidiatus) por el budión, pez acantopterigio. Este se parece al 
labro no solo por el color y la forma, hasta el más mínimo detalle, sino que, además, 
imita los movimientos con que el labro limpiador invita a sus clientes a detenerse y 
presentar las partes del cuerpo que requieren limpieza. Mientras que en este caso el 
depredador «embauca» a la presa, casi siempre ocurre a la inversa; algunas orugas 
simulan tener cabeza de serpiente gracias a unos ojos pintados en el primer anillo 
del cuerpo; muchos insectos tienen ojos que, a cierta distancia, les dan el aspecto de 
un vertebrado grande ante cualquier animal merodeador. La información falsa más 
generalizada que una presa potencial transmite al depredador, consiste en aparentar 
un tamaño mayor del que tiene: membranas prolongadas de aletas en cefalópodos 
y peces; erizamiento del pelaje o plumaje en animales de sangre caliente y ahueca-
miento de pulmones en reptiles y anfibios, todo ello son fenómenos bien conocidos. 
Lo más curioso es que en ninguno de los ejemplos citados se transmite información 
a los congéneres. Cabría suponer que un pez intentase hacerse lo más grande po-
sible ante un rival con la intención de «farolear», es decir, mostrar mayor potencia 
combativa de la que en realidad tiene. Amoth Zahavi ha demostrado, con argumen-
tos convincentes, que las señales y los movimientos provocativos cuya acción va 
destinada a los congéneres de su especie, deben tener, por fuerza, un alto grado de 
fiabilidad u «honradez» por así decirlo. Sobre todo en el caso de señales reguladoras 
de la selección para el trato sexual, debe haber cierta garantía de que la señal se 
correlaciona con una calidad autentica del emisor. Aquí residen la gran uniformidad 
y estandarización de propiedades que regulan la selección sexual. A semejanza de 
lo que ocurre con una competición deportiva, donde las condiciones para la prueba 
deben estar rigurosamente estandarizadas y hacer resaltar así las diferencias cualita-
tivas, también las galas nupciales de todas las cercetas, por ejemplo, y el comporta-
miento, durante el celo, de los gansos grises, están exactamente estandarizados. Por 
ello se manifiestan a un observador atento y también, por supuesto, a los congéneres 
de la especie, las leves diferencias existentes entre los individuos. Sin necesidad de 
recurrir a la selección de grupo y tribu, hay suficientes razones para asegurar que no 
es simulado el intercambio de señales entre los miembros de una especie.
C
recí en un hogar conflictivo. Gritar, dar portazos, e incluso lanzar zapatos, era el medio de co-
municación fundamental entre mis padres, mis tres hermanos y yo. De modo que, al principio, 
reaccioné a las pataletas de Rosy como lo habían hecho mis padres conmigo: con una mezcla de 
ira, severidad y, en ocasiones, palabras subidas de tono. Esa reacción era contraproducente: Rosy 
arqueaba la espalda, chillaba como un halcón y se tiraba al suelo. Además, yo quería hacerlo mejor 
que mis padres. Quería que Rosy creciera en un entorno apacible, y quería enseñarle formas de 
comunicarse más productivas que lanzar una bota Dr. Martens a la cabeza de alguien. 
Así que consulté al doctor Google, y decidí que la «estrategia educativa óptima» para acabar con los berrinches de Rosy 
era la «autoritaria». En mi opinión, «autoritario» significaba «firme y amable». De modo que puse todo mi empeño en 
hacer precisamente eso. Pero nunca fue efectiva puesto que, una y otra vez, la estrategia autoritaria fracasaba. Rosy 
percibía que yo seguía enfadada y volvíamos a caer en la misma rutina. Mi enfado empeoraba su comportamiento. 
Entonces, me enfadaba más. Y, al final, sus berrinches llegaban a un nivel nuclear: me mordía, sacudía los brazos y 
empezaba acorrer por toda la casa tumbando hasta los muebles. Incluso las tareas más sencillas —como prepararse 
para ir al parvulario por las mañanas— se habían convertido en una guerra abierta. «¿Puedes hacer el favor de ponerte 
los zapatos?», le rogaba por quinta vez. «¡No!», gritaba en respuesta, y luego procedía a quitarse el vestido y la ropa 
interior. Una mañana me sentía tan mal que me arrodillé debajo del fregadero de la cocina y, con la cabeza pegada al 
armario, grité en silencio: «¿Por qué es tan duro? ¿Por qué no me escucha? ¿Qué estoy haciendo mal?». Si era sincera, no 
tenía ni idea de cómo tratar a Rosy. No sabía cómo detener sus berrinches, por no hablar de cómo empezar el proceso 
de enseñarle a ser una buena persona: una persona amable, útil y preocupada por los demás. La verdad es que no sabía 
cómo ser una buena madre. Nunca había sido tan incompetente en algo en lo que quería ser buena. Nunca la distancia 
entre la habilidad que tenía y la que quería conseguir había sido tan desoladoramente difícil de salvar. Así que allí estaba 
en la cama, antes del amanecer, temiendo el momento en que mi pequeña —la hija querida que había deseado durante 
tantos años— se despertara. Me devanaba los sesos buscando la manera de conectar con una personita que, muchos 
días, era una maníaca rabiosa. Quería salir del desastre en el que me encontraba. Me sentía perdida. Me sentía cansada. 
Y estaba desesperada. Si me proyectaba hacia el futuro, solo podía ver más de lo mismo: Rosy y yo nos quedaríamos 
enzarzadas en una batalla constante, y ella crecería y sería más y más fuerte con el paso del tiempo. 
Sin embargo, no fue eso lo que ocurrió, y en este libro relato el cambio inesperado y transformador que tuvo lugar en 
nuestras vidas. Comenzó con un viaje a México, donde una experiencia reveladora dio lugar a otros viajes, a diferen-
tes lugares del mundo, siempre con Rosy como compañera. Por el camino, conocí a un puñado de padres y madres 
extraordinarios que, generosamente, me transmitieron conocimientos increíbles sobre la crianza. Esas mujeres y esos 
hombres no solo me enseñaron a capear los berrinches de Rosy, sino también a comunicarme con ella sin gritos, coac-
ciones ni castigos, una forma de criar que refuerza la confianza del niño en lugar de fomentar la tensión y el conflicto 
con los padres. Y quizá lo más importante es que supe enseñar a Rosy a que fuera amable y generosa conmigo, con su 
familia y con sus amigos. […] 
 
M I C H E E L E E N D O U C L E F F 
 
Tomado del libro de Michaeleen Doucleff, El arte perdido de educar, 
Editorial Grijalbo, Traducción de Carlos Abreu F.,Barcelona, 2021. 
DESESPERADA
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No es fácil hablar sobre la Shoah. Hay magia en esta película, 
y la magia no se puede explicar. Después de la guerra, leímos 
muchos testimonios sobre los guetos y los campos de exter-
minio; estábamos molestos. Pero, al ver hoy la extraordinaria 
película de Claude Lanzmann, nos damos cuenta de que no 
sabíamos nada. A pesar de todo nuestro conocimiento, la horri-
ble experiencia se mantuvo a distancia de nosotros. Por prime-
ra vez, lo vivimos en nuestra cabeza, nuestro corazón, nuestra 
carne. Ella se convierte en la nuestra. Ni ficción ni documental, 
Shoah tiene éxito en esta recreación del pasado con una asom-
brosa economía de medios: lugares, voces, caras. El gran arte 
de Claude Lanzmann es desentrañar el lugar, resucitarlo a través 
de las voces y, más allá de las palabras, expresar lo indecible a 
través de los rostros. 
Los lugares. Una de las grandes preocupaciones de los nazis 
fue borrar todos los rastros; pero no pudieron abolir todos los 
recuerdos y, bajo el camuflaje (bosques jóvenes, hierba nue-
va), Claude Lanzmann pudo encontrar las horribles realidades. 
En este prado verde, había fosas en forma de embudo donde 
los camiones descargaban judíos asfixiados durante el viaje. En 
este bonito río, las cenizas de los cadáveres quemados fueron 
arrojadas. Aquí están las granjas pacíficas desde donde los cam-
pesinos polacos podían escuchar e incluso ver lo que estaba 
pasando en los campos. Aquí están los pueblos con hermosas 
casas antiguas de donde fue deportada toda la población judía. 
Claude Lanzmann nos muestra las estaciones de Treblinka, 
Auschwitz, Sobibor. Él pisotea las rampas, ahora cubiertas de 
hierba, desde donde cientos de miles de víctimas fueron con-
ducidas a la cámara de gas. Para mí, una de las imágenes más 
desgarradoras es aquella que representa una pila de maletas, 
algunas modestas, otras más lujosas, todas con nombres y di-
recciones. Algunas madres habían colocado cuidadosamente 
leche en polvo, talco y compotas. Otras, ropa, comida, medici-
na. Y nadie, a la hora de la verdad, necesitó nada de eso. 
S I M O N E D E B E AU VO I R 
(1908-1986) 
Tomado del libro de Simone de Beauvoir, Escritos políticos y filosófi-
cos, Traducción de Leandro Sánchez Marín, En negativo ediciones, 
Medellín, 2019. 
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n.
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