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¿Puede hablar la víctima?: Sobre dos textos para escapar de los encierros humanitarismo
Gabriel Gatti
Nuevo Texto Crítico, Volume 29, Number 52, 2016, pp. 181-190 (Article)
Published by Nuevo Texto Crítico
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Access provided by CNRS BiblioSHS (28 Feb 2017 12:52 GMT)
https://doi.org/10.1353/ntc.2016.0014
https://muse.jhu.edu/article/648067
https://doi.org/10.1353/ntc.2016.0014
https://muse.jhu.edu/article/648067
¿Puede hablar la víctima? 
Sobre dos textos para escapar de los 
encierros humanitarismo1
© 2016 NUEVO TEXTO CRITICO Vol. XXIX No. 52
UNIVERSIDAD DEL PAIS VASCO
GABRIEL GATTI
 1. Las melodías en clave de re- y las políticas de cuidado y reparación de la 
víctima. Un juego musical con manchitas de sangre
Para la construcción de los lugares comunes de las sociedades de después 
de la violencia, las figuras del individuo roto, de la familia descompuesta, de la red 
social destrozada y, sobre todo, de la víctima, son hoy centrales. Sea en la España 
del posfranquismo, en Colombia casi desde siempre, en Uruguay, en Argentina 
o en Chile en los ochenta, desde la caída de las respectivas “últimas dictaduras”, 
estos personajes y estructuras tan marcados concretan en sus cuerpos las narrativas 
compartidas de estas sociedades: encarnan lo que se fue, lo que se es y en lo que 
tienen de resto de aquellas violencias que fueron, constituyen lugares sociales 
objeto de prestigio o de rechazo, según, pero siempre de atención. 
Cuando esta atención se traduce en cuidados y cuando estos cuidados 
se dan ahora, en esta época, la de los transicionalismos y los humanitarismos, en 
torno a estos sujetos se despliega una poderosa red, que llama la atención por la 
universalización de sus protocolos y dispositivos: experticias jurídicas, organismos 
internacionales de evaluación y supervisión, comisiones de la verdad y de la 
reconciliación, técnicas de recogida del testimonio, estándares de audiencia pública 
a las víctimas de atropellos a los derechos humanos, dispositivos de escucha, 
técnicas forenses, reparaciones… Algunos de estos dispositivos componen el que 
Sandrine Lefranc (2009) ha llamado el “espeso manual” del combo transicional, 
una eficaz maquinaria, casi un recetario de platos de ingredientes repetidos y que 
corre rápido por el planeta. Y es eficaz, no hay duda: cura, ayuda, visibiliza. Pero 
tampoco hay duda de que esa eficacia se sostiene en una cierta banalización y en 
la homogeneización de procedimientos y personajes. 
Es banal porque es bien aplicado sin pensar. De “banalidad del bien” 
podríamos hablar cuando pensamos en cómo se administra lo humano en posición 
de desdicha. Son procedimientos que de tan extendidos, homogeneizados y 
normalizados, han dejado de pensarse. Necesitan, sí, de homogeneización para 
circular más rápido. Esta se sostiene en dos reglas. La primera es la de sus tonos, 
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su textura, su consistencia. Si se quiere, de su melodía, que se toca en clave de 
re-. Esta melodía necesita de acciones siempre orientadas al pasado traumático 
(reconocer, reconciliar, relatar, recordar, rehacer, reequilibrar y, claro está, reparar) 
y es de lógica sencilla: si lo que ocurrió, sea lo que sea, desgarró, cosemos; si 
la catástrofe, sea cual sea, deshizo, reponemos; si lo que nos devastó, tenga la 
forma que tenga, nos cambió, intentamos regresar las cosas a su estadio ex ante. 
Es la música del bien, y se toca, sí, en clave de re-: rehacer científicamente las 
identidades deshechas por la represión; restituir lo que queda (memoria, restos 
óseos…) a quien queda; reparar el daño realizado y al individuo que lo sufrió… 
Las melodías en clave de re- construyen una ficción de clausura que quiere cerrar 
heridas y refundar consensos. 
La segunda regla pasa por atender a las consecuencias no intencionadas 
del despliegue de ese aparato que se conforma en torno a las víctimas, que, al 
tiempo que vela por ellas, les impide salir de ese lugar. Es cierto que este despliegue 
reconoce como sujetos de la acción pública a quienes son calificados por ella y 
antes fueron agredidos por ella. Sí, la ley que repara asume que existe un daño y 
un sujeto a reparar que es reconocido desde entonces como sujeto, tanto para la 
acción reivindicativa como para la de cuidados. Pero es cierto asimismo que el 
lugar que dibuja para ese sujeto, el de víctimas, encierra: lo encierra en la condición 
de sujeto sin agencia, en la posición del sujeto silente. Las políticas del cuidado 
de la víctima, ciertamente, encierran en un lugar de difícil escape a quienes son 
objeto de sus desvelos. 
Tras darle vueltas a una pregunta que parece obvia pero que no lo es 
(¿Puede hablar una víctima?), y concluir que la respuesta es que no, al menos que 
no si es una víctima como se debe de ser, mostraré en dos movimientos breves 
el trazo de dos posibles caminos para escapar de esa imposibilidad. En uno me 
apoyaré en el texto autobiográfico del historiador peruano Juan Carlos Agüero, Los 
rendidos (Agüero, 2015). En el segundo, en otro texto, también auto-biográfico, 
la novela-blog auto-paródica Diario de una princesa montonera (Perez, 2012), de 
la argentina Mariana Eva Perez.
2. ¿Puede hablar una víctima?
“¿Pueden hablar las víctimas?” Detrás de esta pregunta hay un paralelismo 
quizás un poco sonso, pero sin embargo plausible, con aquella otra de Gayatry 
Chakravorty Spivak, “Can the subaltern speak?” (1999), ¿pueden hablar los 
subalternos? En Spivak la pregunta implicaba una respuesta: el subalterno no puede 
hablar, al menos no en su condición de tal. En esas circunstancias, para comunicarse 
está condenado no tanto al silencio como al ventriloquismo: son otros los que 
hablarán por él, por el oprimido, por el loco, por el pobre… Y si no, si no se somete 
al silencio o a la portavocía, la única palabra posible es la toma de la palabra real, 
o lo que es lo mismo: dejar de ser subalterno y auparse a un registro de discurso 
donde el discurso sea realmente audible, a la palabra normal. El problema de esa 
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apuesta es el precio, que es muy alto: dejar de ser subalterno pues el acto mismo de 
toma de palabra es algo a lo que, como subalterno, no tiene acceso. Como tal, su 
marco de sentido, su discurso, no le permite más que dejarse hablar o hablar por sí 
mismo sin ya ser lo que es, subalterno. Ahora bien, se pregunta Spivak, ¿es posible 
trazar un itinerario para encontrar una palabra del subalterno que sea audible sin 
renunciar a su condición? O sea, regreso a lo que me interesa, la misma pregunta 
de antes —¿pueden hablar las víctimas?—. Y si pueden, ¿cómo? 
Si lo hacen como víctimas, las palabras a las que tienen acceso son de 
escasa audibilidad si no es por mediación de traductores, de ventrílocuos. Una de 
esas mediaciones es la de la terapia, registro propio de las víctimas cuando nos 
acercamos a ellas como sujetos del trauma y objetos de la cura. En esos contextos, 
su palabra sirve para certificar ese dolor de origen y, hecho esto, para abordar su 
tratamiento. Puede ser la palabra parlanchina del psicoanálisis (Boltanski, 1993), 
puede ser la casi inaudible de los test para medir la incidencia del PTSD (Rechtman, 
2005). Ambas formas de afrontar la cura estandarizan y universalizan las medidas 
de la buena víctima: o ruido quejoso o silencio traumado. 
La otra mediación es la palabra del testimonio, más llena de variantes, 
de apariencia más activa porque suele ser de denuncia, aunque cada vez más se la 
trata como si fuese palabra literaria (Peris, 2014) o palabra terapéutica (Van Dijk 
et al., 2003). Sobra repetir ya que el testimonio se lee después de Auschwitz como 
la palabra propia de las víctimas (Alexander et al., 2004) y que se ha convertido 
en su forma maestra cuando la víctima habla en público (de Sousa, 2013): 
palabra dolorosa y difícil, bordeando lo irrepresentable, palabra útil e imposible. 
Es la palabra pública justa. Esa condición se ha remarcado con la espectacularestandarización y protocolización de los procesos de toma y emisión de testimonios 
en contextos de justicia transicional: grupos terapéuticos, testimonios colectivos, 
encuentros víctimas-victimarios, dispositivos de storytelling o truthtelling… 
(Lefranc, 2009). Llorosa, indignada, reclamante, sensata… Para ser buena, esto 
es, audible y comprensible, la palabra de la víctima ha de emitirse enmarcada y 
canalizada de ese modo, como testimonio.
La palabra de la víctima, si es buena víctima, está en efecto encerrada entre 
esas dos opciones. Ambas son palabra mediada, palabra siempre subalterna. Si toma 
la palabra y tiene palabra propia solo si se escapa de su lugar de víctima: cuando 
resiste, cuando deje de ser subalterna, de ser víctima, y vuelva a ser ciudadano, 
resistencia y resiliencia mediante. Ese régimen de audibilidad sí es reconocible.
Pero ¿cómo puede hablar (y ser audible) la víctima de otro modo que 
no sea la terapia o el testimonio o la acción ciudadana? Veena Das ha pensado 
en comunidades de dolor (Das, 2008) al ver lo que hacen en común sujetos 
dañados: se funden con otros iguales y organizan formas de expresión singulares, 
no reconocibles fuera de ellas: grupos de familiares, comunidades de duelo… En 
esas instancias, los dolientes no dejan de serlo. Y hablan, pero no lo hacen del 
modo esperado: ni para la cura, ni para la denuncia, ni a través de otros que las 
interpretan. Pero sí, hablan: en modo ficción, en silencio, por el cuerpo dolorido 
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y roto. Otras escrituras, otros lenguajes.
El trabajo de Das parte de la pregunta por lo que queda tras las situaciones 
de extrema violencia. En ellas ¿sólo cabe la reparación, la cura, el llanto o la 
asistencia? ¿Sólo se puede ser dejando de ser vulnerable, víctima o sujeto dañado? 
Veena Das —como otros, por ejemplo Butler, 2006— orienta su inquietud a entender 
cómo es posible teóricamente lo que ya vemos empíricamente: comunidades 
soportadas por lo que a priori las diluye, el dolor, el sufrimiento, la violencia. Con 
ella facilita el camino para poder reflexionar sobre el lenguaje que cabe en esas 
situaciones, precisamente cuando no hay condiciones para el lenguaje, y sobre si el 
lenguaje que se despliega en ellas realmente lo es, esto es, si realmente se comunica. 
¿Es posible, se pregunta, crear sentido cuando no se dan las condiciones para el 
sentido? ¿Es posible la palabra? Sí: el dolor, sostiene Das, “no es algo inexpresable 
que diluya la comunicación” (2008: 348). Al contrario, requiere de reconocimiento, 
y ese reconocimiento construye comunidad, no solo con quien lo interpreta o 
comprende o cura, sino con aquellos con los que el mundo extraño que sigue a la 
pérdida debe ser digerido, gestionado, compartido. Allí, aparecen opciones nuevas: 
la ficción, el silencio, la conexión entre cuerpos quebrados (ibídem). Son formas 
de habitar, en permanencia, el dolor y la pérdida. Y aunque conviven con ellos, ni 
son el lenguaje de la terapia, ni el del testimonio, ni el de la resiliencia. 
¿Pueden hablar las víctimas sin dejar de ser víctimas? Y en ese caso, 
¿su palabra es palabra? Spivak planteó su pregunta —“¿pueden hablar los 
subalternos?”— en el fulgor de un movimiento, muy generalizado en las ciencias 
sociales de hace algunos años, inquietas por pensar en el estatuto de la palabra de 
aquellos (mujeres, negros, indios, locos) que habiendo sido pensados como objetos 
(de atención, de cuidado, de mirada científica, de política pública, de compasión) 
buscaban salirse de ese lugar. Como aquellos, las víctimas hacen uso en ocasiones 
de la palabra que les corresponde (testimonio o terapia), en otras de la que les 
saca de ese lugar (resiliencia). Pero a veces, ni de una ni de otra: movimiento 
constante y reversible entre esos registros, instalación en los registros propios de 
las inhabitables comunidades en las que sin embargo habitan. Allí hay palabras 
difícilmente reconocibles, pero palabras al fin, pues comunican y hacen sentido. 
3. Puede hablar la víctima
José Carlos Agüero es huérfano. Sus padres eran militantes de Sendero 
Luminoso y murieron en manos de las fuerzas armadas peruanas. Agüero asume 
para sus padres la condición de terroristas. Agüero asume para él la condición de 
víctima: de la muerte de sus padres, de sus padres, del estigma que arrastra por ser 
hijo de senderistas. En 2015 José Carlos Agüero escribió Los rendidos. Sobre el 
don de perdonar. Su texto es poderoso, contradictorio, serio. Interpela. Es parte 
de esos materiales que hacen pensar, y que lo hacen radicalmente sin renunciar 
ni al lugar que habitan (el mundo de las víctimas) ni a pensar de y en el lugar que 
habitan. Como muchas otras víctimas de segunda generación (hijos de, portadores 
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de posmemorias (Hirsch, 2008), o de memorias 2.0, o hasta de memorias 1.5 como 
yo mismo (Gatti, 2014) se dirige a quienes le recortan posibilidades de acción y de 
habla por dejarlos en ese incómodo lugar que es el de víctima. Y hace y habla. 
Las inquietudes de Agüero son las mismas que las están detrás de la 
pregunta de Spivak, cuestionarse por el derecho a hablar de quien por definición 
no puede tener palabra, pensar el estatuto de la palabra de quien habla de un modo 
distinto al que la categoría que habita (subalterno o víctima) le autoriza a utilizar. 
En su caso —Agüero es historiador, coordina un grupo de trabajo sobre memoria 
en el Instituto de Estudios Peruanos— la pregunta afecta a otro verbo, pensar: 
¿puede la víctima pensar? ¿puede decir algo académico siendo, como su nombre 
dice que es, un objeto (de atención, de cuidado, de veneración, de observación…) 
no un sujeto?
Desde que la nuestra es la economía moral del humanitarismo (Fassin, 
2012), las víctimas han sido aupadas a lugares cumbre de la escala moral, y de ahí 
siguieron subiendo a otras cimas: las de la justicia, las de las políticas públicas 
referidas a sus asuntos pero también a otros. En ocasiones, hasta arbitran en las 
discusiones sobre lo verdadero y lo falso o lo bueno y lo malo. Leídas a veces como 
héroes, son intocables, pues garantizan el común, aunque el precio a pagar es que 
solo hablan de ese común desde el lugar del oráculo: desde fuera y bajo un registro 
controlado. Si el rigor se impone diríamos que esto ocurre en zonas propensas 
a la refundación constante de los pactos nacionales, zonas de institucionalidad 
débil, sometidas al vaivén permanente de las narrativas del renacer: sociedades 
transicionales, sociedades postviolentas, postdictatoriales, postcoloniales… En 
ellas, tropos como la memoria o personajes como la víctima devienen centrales 
para (re)construir las respectivas narrativas nacionales. Mírese si no el lugar de 
las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en Argentina, de las víctimas de ETA en 
España, sé menos de las en general en Colombia o en Perú… Personajes centrales, 
sin duda.
Pero quien ocupa ese lugar no necesariamente lo asume. Agüero se rebela 
contra quien le retira derecho a la palabra, bien porque es hijo de terroristas (“No 
soy objetivo, soy el hijo de terrorista que ningunea” (2015: 47), bien porque su 
deber de víctima exige de él otros registros (“Las propias víctimas piden no ser 
tratadas solo como afectados, pues sienten que esto es como atribuirles un modo 
de discapacidad (…). No quieren ser vistas como dolientes marías” (ibídem: 52)). 
Y habla y escribe, se mira y mira desde su estómago. Y lo que dice tiene sentido 
más allá del triste testimonio o de la comprometida denuncia. Spivak planteó 
su pregunta en el fulgor de un movimiento, muy generalizado en las ciencias 
sociales de hace algunos años, orientado a pensar en el estatuto de la palabra de 
los que habiendo sido pensados como objetos (de atención, de cuidado, de mirada 
científica, de política pública, de compasión, de dominación) ahora se ponían a 
hablar (a atender, a cuidar, a mirar, a politiquear, a compadecerse, a dominar) sin 
abandonar el lugar que habitaban, ese que las reducía ala condición de objetos. 
Fueron entonces subalternos, mujeres, negros, indios… los que protagonizaron ese 
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desplazamiento. Creo que ahora habla otro sujeto, las víctimas, y proponen quizás 
una agencia que ni es ni la del solo dolor y que ni es ni no la de otro actor cualquiera. 
Hay, en efecto, ejemplos a espuertas de estas nuevas tomas de palabra.
4. Huacho parlante, o de la parodia, el juego serio del huérfano
Pasó el tiempo. La catástrofe se normaliza. Mucha gente nació en ella, la 
asume, la incorpora en su anormalidad normalizada. Ocurre eso con casi todos los 
que habitan en la catástrofe pero probablemente se dé con más frecuencia en los que 
nacieron en ella. Me detendré en ellos, sobre todo en los hijos de (de desaparecidos, 
de presos, de muertos, de héroes, de terroristas, de militantes, de compañeros). 
La generación de los “hijos de” constituye el objeto dilecto de las narrativas 
dominantes, las de las melodías en clave de re-, que se postran, para curarlas, sobre 
sus marcas. Para estas melodías, estos sujetos son precarios, esto es, carecen de 
algo de lo que no se puede carecer: de padres, de historia, de familia, de genealogía, 
de normalidad, de buena muerte, de buena vida. De identidad. Las suyas son, 
¡ay!, “vida[s] mal sujetada[s]” (Leblanc, 2007) y ante ellas no queda sino adoptar 
posiciones clínicas, es decir, reparatorias: devolver al que no tiene aquello de 
lo que ahora carece (patria, historia, legitimidad, visibilidad, trabajo, identidad, 
protección, familia…). Arreglar sus abolladuras para que estén bien. 
Pero a estos sujetos no hay por qué pensarlos así: en lo precario, en 
la ausencia, se habita; la ausencia de centro y de identidad constituye, puede 
hacerlo, normalidad. La precariedad es un lugar de identidad posible (Butler, 2006; 
Leblanc, 2007). Me interesa en este sentido la figura del huérfano, del huacho, del 
bastardo. En su Ser niño huacho en la historia de Chile (2005), un libro brillante, 
el historiador chileno Gabriel Salazar desarrolla una genealogía de la posición del 
niño abandonado y desvalido en la historia del proceso civilizatorio en Chile. Fue 
ese niño, dice, un lugar de acción, el destino predilecto de las primeras políticas de 
pobreza, la clave de bóveda que sostuvo la construcción del sistema local de clases, 
el soporte, en fin, de la homogeneización nacional. Allí los huachos fueron el objeto 
de la primera cuestión social: sus padres, sus madres, eran morralla (“Ese padre 
no resultaba sino ser otra cosa que un desecho de la sociedad” (ibídem: 23), ellos 
—los huachos— fueron el objeto de la mirada recuperadora, civilizatoria, sanadora. 
Objeto de un bien reparador, que luchó contra la orfandad, que es fragilidad y 
abandono, que es exposición al peligro, y que por eso requiere de arreglos. 
Y así fue en el Chile de la primera modernidad (Salazar, 2005), o entre los 
“niños vagos” del “Uruguay bárbaro” (Barrán, 1989), o entre los “niños ferales” 
de la Europa de Rousseau, u hoy entre los “meninos da rua” o los “gamines” 
de Brasil o de Colombia. Todos estos precarios fueron y son objeto del trabajo 
reparatorio, pues el huérfano, como “se le han muerto el padre y la madre o uno 
de los dos, especialmente el padre” y está por eso “falto de algo, y especialmente 
de amparo” (Diccionario de la Real Academia) debe ser rehecho. Algo sólido se 
ha derrumbado a su alrededor (no tiene lazo, no tiene origen, no tienen identidad). 
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Ni son ni pueden ser. 
Pero sin embargo son. Pero los huachos hicieron comunidades (“Nuestra 
única posibilidad radicaba en buscarnos entre nosotros mismos, puertas afuera. En 
construir algo ‘entre’ los huachos, ‘por’ los huachos y ‘para’ los huachos. Estaba 
claro, teníamos que ‘apandillarnos’ o morir” (testimonio recogido en Salazar, 
2005: 46) y esas comunidades no eran como las demás: “Fuimos construyendo 
un afiebrado mundo propio (…) el cual créanlo o no fue ofreciéndonos sustitutos y 
sucedáneos para todo. Compañeros en vez de hermanos. Socios en vez de padres” 
(ibídem: 46). Se puede pues existir en la bastardía, se puede ser siendo “infiel a 
sus orígenes” (Haraway, 1991). 
Las preguntas que se elevan desde la constatación de este imposible 
que sin embargo es, conducen a las más generales que se han hecho, entre otros, 
Veena Das (¿Cómo es posible hacer vida social fuera de lo que la hace posible? 
(2008) o Judith Butler (¿Cómo ser sujeto cuando se habita fuera de lo que hace a 
los sujetos, se pregunta Judith Butler? (2006). Si atendemos a los mundos sociales 
de la desaparición forzada en ellos estamos asistiendo hoy a la respuesta práctica a 
esos interrogantes, y viene de la mano de los huachos y de su llamativa gestión de 
los viejos sacra de los derechos humanos, de las políticas del cuidado de la víctima, 
de las melodías en clave de re-. Si entre los años setenta y los noventa dominó 
allí la poderosa retórica, no solo poderosa, también trágica, y dura, y militante, y 
eficaz, de las Madres de Plaza de Mayo, y si desde los noventa la acompañó la muy 
intensa del movimiento H.I.J.O.S. y la además de intensa sin duda eficaz por sus 
logros y quizás algo conservadora (por biologicista (Gatti, 2014) de Abuelas de 
Plaza de Mayo, ahora se construyen respuestas con nuevos tonos y protagonizadas 
por nuevos actores. Son propuestas de un carácter fuertemente disruptivo, hasta 
paródico. 
Diario de una princesa montonera. 110% verdad es un libro de 2012 
escrito por Mariana Eva Perez, hija de desaparecidos. En sus primeras páginas 
describe una escena de un peculiar juego televisivo en la que ella, la propia Mariana, 
“militonta”, “esmóloga joven”, “niña precoz de los derechos humanos”, “huérfana 
superstar”, protagonista desde su nacimiento de la “Disneyworld de los derechos 
humanos”, centro de todo un mundo de vida organizado alrededor del temita (Perez, 
2012) de la desaparición forzada de personas, es la actriz principal: 
Mandá Temita al 2020 y participá del fabuloso sorteo.
Una semana con la princesa montonera. Ganá y acompañala durante siete días en el programa 
que cambió el verano: ¡El show del temita! El reality de todos y todas. Humor, compromiso 
y sensualidad de la mano de nuestra anfitriona, que no se priva de nada a la hora de luchar 
por la Memoria, la Verdat y la Justicia. Cada día un acontecimiento único e irrepetible 
relacionado con El Temita: audiencias orales, homenajes, muestras de sangre, proyectos 
de ley, atención de familiares de la tercera edad y militontismo en general. Una vida 100% 
atravesada por el terrorismo de Estado. ¡Viví vos también esta vuelta a 1998! [sic] Mandá 
Temita al 2020 y cumplí tu fantasía (Perez, 2012: 39)
Mariana Perez es una “huérfana producida por el genocidio”; ganó un 
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lugar en la escena pública argentina cuando la voz de las víctimas alcanzó una 
legitimidad y un poder impensados, en los 80 o los 90. Después se distanció. 
Entrevistada en 2013 por la intencionada confusión en su libro entre lo ficticio y 
lo verdadero, entre ficción y verdad, y entre Verdad —con V mayúscula— y verdat 
—una verdad en tono menor, con la t final de quien engola su voz cuando hace sus 
afirmaciones— Mariana Perez contesta:
Es una inquietud teórica que tengo. Lo que me interesa es contar la historia sin esa legitimidad 
fundada en la experiencia del dolor, que es la condición de producción o de enunciación que 
está socialmente más aceptada. Me interesaba correrme de ese lugar, que funciona como 
lugar de autoridad y es una autoridad que me interesaba impugnar. Pero es difícil porque 
tampoco iba a negar mi historia, soy hija de desaparecidos y muchas de las cosas que están 
en el libro efectivamente sucedieron. Me interesaba abordarla desde otro lugar; sabiendo que 
iba a ser leído en clave testimonial me interesaba seducir, despistar, jugar a qué es verdad y 
qué no lo es, qué es fantasía, qué es exageración, qué es ese plus de 110 por ciento verdad 
como dice el subtítulo del título(entrevista a Mariana Perez, en Aguirre, 2012).
Víctima, lo es. Su viscosa condición la sitúa en el mero centro. Lo sabe. 
No reniega. Lo piensa, se distancia. Conoce el mecanismo de acuerdo al que se 
construye en su país la moralidad (del) común, un mecanismo que antes la expulsó 
y que ahora la erige en icono. A esa moralidad (del) común se puede acceder de 
modos distintos, unos institucionales, otros los propios de los convencidos. Mariana 
Perez apuesta por parodiarla. La víctima no renuncia a su condición. Acepta que es 
y debe ser objeto de políticas reparatorias, hasta las reclama. Acepta también que 
de ella se espere dar cuenta de hechos lacerantes y los cuenta. Pero en estos casos 
estira su papel, va más allá: muestra que sobre su “destino” —la marca originaria 
que dejan en un sujeto la desaparición de sus padres, primero, y los discursos sobre 
verdad, justicia, reaparición, derechos humanos… más tarde—, se puede intervenir, 
se lo puede tensionar. Quizás no modificar pero sí mostrar que es un territorio que 
no va de suyo. Es algo muy extendido hoy, al menos en Argentina.2 Es esta tensión 
la que convoca a intervenir en este texto al concepto de parodia, que dados los 
propósitos de este trabajo es parodia de la idea de verdad. 
Parodia es un concepto con el que resulta difícil familiarizarse; para 
explicarlo hay que partir de dos afirmaciones. Disculpen si me pongo muy 
profesoral. La primera se enuncia así: cualquier identidad se construye con arreglo 
a un marco de referencia (familiar, generacional, nacional, de género…) que la 
contiene y que me obliga. La segunda afirmación tiene esta forma: la identidad se 
realiza por medio del uso y de la repetición de la ley. Por ejemplo: mi género no 
es un mandato irresistible de las hormonas, sino la escenificación estereotipada de 
presunciones sobre lo que creo que hace mi género, entre otras cosas, las hormonas; 
o que mi nacionalidad no responde a un llamado de la profundidad de la tierra, sino 
a la puesta en acción de las presunciones sobre lo que entiendo que me hace propio 
de un lugar (gritar los goles, cantar los himnos, comer asado, usar banderas, llevar 
sombrero tejano…). En otras palabras, la identidad (de género, generacional, 
étnica…) es una puesta en escena de la convicción… de que tengo identidad (de 
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género, generacional, étnica…). 
Sea. Pero esa ley que me hace, ¿ha de ser acatada siempre igual? ¿He de 
escenificar siempre del mismo modo sus mandatos sobre el género, la identidad 
nacional o generacional, la verdad, el derecho, la ciudadanía? No. Hay una enorme 
gama de usos posibles, desde la subversión (proponer otra), hasta la conversión 
radical (aplicar la ley existente sin cuestionarla), pasando por el trabajo de 
reinterpretación, apropiación y transformación de la ley que me interesa ahora, 
ese al que Judith Butler llama acatamiento paródico. Consiste en un sí pero no: 
llevar tan al extremo el mandato de la ley que se muestra su arbitrariedad. No la 
reemplazo, pero la excedo. No me voy de ella, la acato, pero yendo más allá la 
“cuestión[o] sutilmente” (Butler, 2002). 
La parodia no niega la verdad, la exagera y muestra de ese modo que se 
construye, así como las debilidades del mecanismo que la construye. Así, diría 
que sin negar sus virtudes, ni siquiera su necesidad, la parodia de los mecanismos 
sociales de construcción de la verdad humanitaria, de sus bondades morales, muestra 
las arbitrariedades de los marcos normativos con arreglo a los que se construyen 
los tropos que estructuran hoy el universo social conformado en torno a la figura de 
la víctima: el combo transicional, la antropología forense, los tópicos del derecho 
humanitario (verdad, justicia, reparación y garantía de no repetición…), en fin, 
la moral humanitaria y sus sacra. Todo ese paquete es seguramente necesario. 
Aún y todo, en Argentina, en menor medida en Uruguay, en los mundos de vida 
construidos en torno a la figura de los desaparecidos, tras cuarenta años de las 
primeras violencias, hay hoy ya muchos ejemplos de las posibilidades críticas de la 
estrategia de la parodia: se asume la narrativa dominante en este campo (solemne, 
familista, sanadora, heroica…), pero se gestiona con cierta distancia crítica. 
NOTAS
1. Este texto es una rama de un trabajo arbóreo, que no cesa de estar en curso. Arrancó 
siendo sobre los mundos de vida de las víctimas de desaparición forzada y hoy es sobre la figura de 
la víctima. El argumento central, el árbol, en su última versión publicada, puede encontrarse en Gatti, 
2014. Esta rama en concreto tiene un antecedente que debo citar (Gatti, 2016) y un hermano no gemelo 
pero parecido que verá la luz en breve (Gatti, 2017). Lo que pueda tener esto de valioso depende del 
trabajo desarrollado junto al equipo de los proyectos Mundo(s) de víctimas (CSO 2011-22451) y 
Desapariciones (CSO 2015-66318-P) (Ver http://identidadcolectiva.es/victimas). 
2. En efecto, en muchas obras de los huachos —la cinematográfica de Carri (2003), la 
literaria de Bruzzone (2008), la fotográfica de Quieto (2007), la propia en ciencias sociales (Gatti, 
2014)— esta tensión es manifiesta. 
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GABRIEL GATTI190
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