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Reglamentación de la Comisión Bicameral de Control - Gregorio Badeni

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Título: Reglamentación de la Comisión Bicameral Permanente
Autor: Badeni, Gregorio
Publicado en: LA LEY 21/07/2006, 21/07/2006, 1 - LA LEY2006-D, 1229
Cita Online: AR/DOC/2512/2006
La Constitución Nacional antes de su reforma en 1994, establecía en forma clara y terminante la doctrina de
la separación de las funciones del gobierno, precisando uno de los contenidos básicos asignados a la forma
republicana prevista en su art. 1°. La clásica doctrina de la división de los poderes, concebida por el movimiento
constitucionalista como una de las técnicas más eficaces para la defensa de las libertades frente a los abusos
gestados por la concentración del poder, y que fuera brillantemente complementada con la teoría de los
controles formulada por Karl Loewenstein (1), revestía jerarquía constitucional y era uno de los pilares
elementales sobre los cuales se estructuraba la organización gubernamental de la Nación.
Admitiendo que la separación de las funciones gubernamentales entre diversos órganos no es absoluta, ya
que el control recíproco que ellos ejercen se traduce en tareas de colaboración y coparticipación que
condicionan la validez de sus actos, en la práctica constitucional se advierte que, por encima de los postulados
teóricos, se manifiesta una real injerencia de los poderes en ámbitos que les son constitucionalmente extraños
suscitando, en algunas oportunidades, la inquietud de propiciar la convalidación de semejante situación fáctica
prescindiendo del orden constitucional.
Este fenómeno, que se concreta al margen de las normas jurídicas fundamentales, genera el riesgo de alterar
o anular una de las técnicas esenciales para la salvaguarda de la libertad y dignidad del ser humano, que
configuran el único contenido teleológico de los sistemas políticos democrático-constitucionales. Riesgo que, tal
como lo describieran sabiamente Polibio y Cicerón, revela que todo sistema político lleva en sí el germen de su
propia destrucción cuando el comportamiento de gobernantes y gobernados se aparta de las reglas de juego
instrumentadas para su consolidación.
Semejante preocupación se suscita tanto en los regímenes presidencialistas como en los parlamentarios. El
peligro de la tiranía parlamentaria sobre la cual se han concentrado los politicólogos europeos, es similar a la
inquietud que produce la dictadura de un Poder Ejecutivo omnipotente consolidada por la resignación de los
gobernados y la pusilanimidad u obsecuencia de los órganos legislativo y judicial. Es así que la incomprensión
de la filosofía democrática y la prolongada discontinuidad del orden constitucional determinan el absurdo de
identificar al gobierno con el Poder Ejecutivo y que, cuando el ciudadano común habla del gobierno, tenga en su
mente únicamente forjada la figura de quien ejerce la presidencia.
La intensidad de este fenómeno resulta relevante cuando se analiza la evolución experimentada en el Poder
Ejecutivo. Las funciones del órgano ejecutivo han aumentado en los sistemas democrático constitucionales
como consecuencia de la ampliación de la actividad estatal. Y, si bien esa tendencia se refleja en todos los
órganos gubernamentales, su proyección resulta mucho más significativa en el Poder Ejecutivo debido a que su
función no se limita a la simple ejecución de las leyes, sino que se extiende, en forma global, a la gestión y
administración de los asuntos públicos, y a la determinación del plan de gobierno.
La expansión de las funciones ejecutivas no configura, necesariamente, una corruptela constitucional por
cuanto ella puede ser convalidada mediante una interpretación dinámica y razonable de la Ley Fundamental. Sin
embargo, esa interpretación no puede conducir al exceso de reconocer competencias permanentes al órgano
ejecutivo en detrimento de los otros poderes del gobierno.
En el ámbito de la vida social, política o económica de una Nación, pueden presentarse situaciones graves
de emergencia generadoras de un estado de necesidad cuya solución impone que se adopten medidas urgentes
para neutralizar sus efectos perjudiciales o reducirlos a su mínima expresión posible. Cuando esas medidas,
constitucionalmente, deben revestir carácter legislativo, las demoras que a veces se producen en el trámite
parlamentario pueden privarlas de eficacia temporal, y ello justificaría su sanción inmediata por el órgano
ejecutivo, ya sea en forma directa o como consecuencia de una delegación congresual.
La viabilidad de esta solución estaría avalada por la realidad política que impone el deber de preservar
ciertos valores transhumanistas justificando el apartamiento transitorio de la constitución formal. Por
imposición de un estado de necesidad, y con una fundamentación similar a la esgrimida para sustentar las
doctrinas de la seguridad nacional, se propicia la defensa del Estado y de su Constitución mediante técnicas y
procedimientos que están vedados por ella.
Simultáneamente, se olvida que el texto constitucional fue elaborado para tener plena vigencia tanto en
épocas de normalidad como de anormalidad, y con prescindencia de las causas sociales, económicas o políticas
que pudieron haberla ocasionado. Y también se olvida que, si los resortes ordinarios llegaran a ser insuficientes
para la solución del problema, la propia Constitución ha establecido remedios excepcionales para tal fin como lo
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son el estado de sitio y la intervención federal.
En efecto, las necesidades o crisis producidas particularmente por factores de carácter económico conducen,
con lamentable frecuencia, a instrumentar soluciones que están al margen de los preceptos constitucionales.
Se produce, entonces, una situación irracional propia de un proceso de desconstitucionalización. Es que, por
un lado, se proclama la plena vigencia del Estado de Derecho y de la Ley Fundamental mientras que, por el
otro, se instrumentan y ejecutan medidas vedadas por la Constitución. Esta paradoja, representativa de una
patología política particular, se ha desarrollado entre nosotros con la total aceptación y resignación de
legisladores, jueces y particulares, quizás debido a la incultura constitucional gestada por las frecuentes rupturas
del orden jurídico fundamental que desembocaron en la concentración de las funciones ejecutivas y legislativas
en un solo órgano de gobierno. Sin embargo, las reglas de juego en un sistema constitucionalista difieren de las
aplicables en el seno de un sistema autoritario.
Con referencia a las atribuciones extraordinarias que asumen los gobiernos, Bernard Schwartz destaca que
"En las condiciones contemporáneas, siempre estamos viviendo en un estado de guerra, de preparación para la
guerra o sintiendo los efectos de una guerra", de modo que el reconocimiento de aquellas atribuciones
extraordinarias, llevado a su extremo lógico, "puede permitir que el poder de guerra engulla prácticamente a la
Constitución"(2).
Bien se ha dicho que la democracia constitucional, al introducir la regla de la legalidad, es el mejor de los
sistemas políticos que ha conocido la humanidad. Pero también es cierto que es el sistema de más difícil
ejecución ya que, su eficacia, está condicionada al talento de quienes ejercen el poder. Frente a una situación de
emergencia, la instrumentación de las soluciones resulta sencilla en un sistema autocrático, donde la acción de
los gobernantes está desprovista de límites jurídicos. En cambio, en un sistema constitucionalista, no acontece lo
mismo pues se requiere una inteligencia particular para poder encontrar la salida de una crisis sin alterar la
vigencia de las normas jurídicas fundamentales.
En síntesis, el robustecimiento de las atribuciones estatales en una situación de emergencia, con el
correlativo debilitamiento de las libertades individuales, debe limitarse a lo estrictamente razonable y sin
superar jamás las barreras constitucionales ya que, esa emergencia, nunca puede ser fuente de un poder mayor al
que prescribe la Constitución para los órganos gubernamentales.
Estas consideracionesconducen a interpretar restrictivamente la potestad constitucional del órgano ejecutivo
para ejercer la legislación delegada, y especialmente para emitir decretos de necesidad y urgencia.
La regla general de interpretación emana del segundo párrafo del inc. 3° correspondiente al art. 99:
"El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir
disposiciones de carácter legislativo".
Como excepción a este principio, la Constitución faculta al Ejecutivo para dictar decretos de necesidad y
urgencia bajo las condiciones siguientes:
1. - Se deben presentar circunstancias excepcionales que tornen imposible seguir los trámites ordinarios para
la sanción de las leyes. En principio, entendemos que la ponderación de tales circunstancias es una cuestión
política exenta del control judicial. Sin embargo, si la inexistencia de las circunstancias excepcionales resulta
manifiesta, a pedido de parte interesada el Poder Judicial podrá descalificar la validez del acto (3). Sobre la base
de la doctrina expuesta por la Corte Suprema en el caso "Verrochi" (LA LEY, 1999-E, 593), la Cámara
Nacional del Trabajo, sala VIII, dispuso la inconstitucionalidad del decreto de necesidad y urgencia 883/2002
(Adla, LXII-C, 2954) por el cual el Poder Ejecutivo prorrogó por ciento ochenta días la suspensión de los
despidos sin causa justificada y la doble indemnización por despido si no se respetaba la suspensión que había
impuesto la ley 25.561 (Adla, LXII-A, 44). El Tribunal consideró que no existía la imposibilidad de sancionar
una ley de prórroga, pues el Congreso se hallaba en plenas sesiones ordinarias y tampoco una situación de
urgencia que permitiera soslayar la actuación del Congreso. Extremo que estaba acreditado por el hecho de que,
la fecha del decreto, era anterior al vencimiento del plazo previsto por la ley 25.561 (4).
2. - Si por razones de emergencia pública el Congreso delega facultades legislativas en el órgano ejecutivo
(art. 76, Constitución Nacional), en principio este último no puede ampliar tales atribuciones extraordinarias
mediante la emisión de decretos de necesidad y urgencia (5). La delegación limita la potestad del órgano
ejecutivo para emitir decretos de necesidad y urgencia sobre las materias objeto de aquélla.
3. - Los decretos de necesidad y urgencia solamente pueden proteger los intereses generales de la sociedad.
La crisis económica que afecta a un sector determinado de la sociedad no permite que, mediante un decreto de
necesidad y urgencia, se trasladen a otro sector de ella restringiendo sus derechos constitucionales (6).
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4. - El art. 99, inc. 3°, establece que los decretos de necesidad y urgencia no pueden tener por objeto
materias de índole penal, tributario, electoral o el régimen de los partidos políticos. Sin embargo, como la
interpretación sobre el alcance de las facultades del Ejecutivo en esta materia debe ser restrictiva, consideramos
que tampoco es viable la emisión de decretos de necesidad y urgencia cuando recae sobre cuestiones que sólo
pueden ser reguladas legislativamente por mayorías especiales, o en aquellos casos en que la Constitución le
asigna a una de las Cámaras del Congreso la calidad de Cámara originaria. Así, no se podrán emitir decretos de
necesidad y urgencia para reglamentar la iniciativa (art. 39, Constitución Nacional) y la consulta popular (art.
40, Constitución Nacional); ni la Auditoría General de la Nación (art. 85, Constitución Nacional); ni el Consejo
de la Magistratura (art. 114, Constitución Nacional). Tampoco para declarar la necesidad de la reforma
constitucional (art. 30, Constitución Nacional) o para aprobar tratados internacionales (art. 75 incs. 22 y 24,
Constitución Nacional). En síntesis, los decretos de necesidad y urgencia están sujetos a los límites establecidos
para la delegación de facultades legislativas.
5. - Los decretos deben ser decididos en acuerdo general de ministros y ser refrendados, juntamente, con el
jefe de gabinete de ministros.
Para evitar la desarticulación del principio de la separación de las funciones del gobierno, es inviable
invocar la necesidad y urgencia cuando se trata de proyectos de leyes que están a estudio de las Cámaras del
Congreso, o cuando han sido rechazados por una o ambas Cámaras. En tales casos, a igual que en los antes
citados, consideramos que es viable la intervención de los jueces declarando la inconstitucionalidad del decreto
en un caso judicial concreto.
Emitido el decreto, y dentro de los diez días, el jefe de gabinete de ministros deberá someterlo a la
consideración de una Comisión Bicameral Permanente que, a su vez, en el plazo de diez días, elevará su
dictamen sobre la materia al plenario de cada una de las Cámaras.
La Constitución prevé que las Cámaras deben considerar inmediatamente el decreto del Poder Ejecutivo y
que, una ley reglamentaria especial del Congreso, sancionada con la mayoría absoluta de la totalidad de los
miembros de cada Cámara, regulará los alcances de la intervención del Congreso. Consideramos que la sanción
de esa norma no puede ser concretada mediante un decreto de necesidad y urgencia.
En cuanto a la composición de la Comisión Bicameral, la Ley Fundamental dispone que en ella se debe
respetar la proporción de las representaciones políticas de cada Cámara, en una implícita referencia a los
partidos políticos o a los bloques que se constituyan en cada Cámara. Consideramos razonable que, en cuanto a
la representación del Senado, tendría que haber un senador por provincia y la ciudad de Buenos Aires para
preservar la esencia federal del Estado.
En todos los casos, la falta de tratamiento del decreto por el Congreso o su demora en hacerlo, jamás podrá
ser interpretada como una aceptación o sanción tácita. Sobre el particular, el art. 82 de la Constitución dispone
categóricamente que "La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se excluye, en todos los
casos, la sanción tácita o ficta".
Con la reforma constitucional de 1994, se institucionalizó la hasta ese entonces doctrinariamente inválida (7)
injerencia del órgano ejecutivo en el ámbito de las competencias propias del Congreso, mediante el
reconocimiento de los decretos de necesidad y urgencia, así como también de la delegación de facultades
legislativas en el presidente de la República.
Entre otros objetivos, se declaró expresamente que, con tales reformas, se apuntaba a reducir la gravitación
del órgano ejecutivo en el proceso de poder. Afirmación sorprendentemente irracional, o utópica, que fue
esgrimida con firmeza en el seno de la Convención Reformadora por prestigiosos juristas y dirigentes políticos
(8). Considerábamos, y consideramos, que ese argumento era pueril o falso, y que la incorporación de
instituciones propias de un sistema parlamentario en un régimen presidencialista pueden conducirnos a la
antesala del autoritarismo por obra de la desconstitucionalización.
La respuesta que obtuvimos, es que nuestra visión "cavernaria" estaba a la zaga del dinamismo político
moderno y que, los eventuales excesos en que podría incurrir el órgano ejecutivo encontrarían un límite y una
respuesta en la Comisión Bicameral Permanente cuyo funcionamiento prevén los arts. 99, inc. 3°, y 100, incs.
12 y 13 de la Constitución.
Sin embargo, transcurrieron 12 años de la reforma constitucional, a lo largo de los cuales advertimos un
total desinterés de la dirigencia política mayoritaria en cada momento —y por añadidura de los titulares del
órgano ejecutivo— en reglamentar la Comisión Bicameral Permanente respetando los principios generales
enunciados en los arts. 76, 82 y 99, inc. 3°, de la Ley Fundamental.
Así, lo que debía ser excepcional se transformó en usual debido a la deliberada inoperatividad del Congreso
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en el ejercicio de sus funciones de control. Solamente, merced a los límites que en algunos casos impusieron los
jueces, se evitó una patológica concentraciónde las funciones legislativas y ejecutivas del gobierno tal como
aconteciera bajo la vigencia de los regímenes de facto.
La función de la Comisión Bicameral Permanente cuando se emiten decretos de necesidad y urgencia,
extensible a la legislación delegada, reside en expedirse sobre la validez y conveniencia del acto ejecutivo. El
jefe de gabinete, dentro de los diez días de emitido el acto legislativo por el presidente, debe remitirlo a la
Comisión y ésta, también dentro de los diez días, debe producir un dictamen para su tratamiento, expreso e
inmediato, por las Cámaras del Congreso.
Ese dictamen no es vinculante para el Congreso. Sus Cámaras pueden, o no, compartir, total o parcialmente,
su contenido. Pero no pueden abstenerse de adoptar una decisión inmediata ratificando o rectificando la
actuación del órgano ejecutivo.
Si se respetara la estructura constitucional, dentro de un plazo no superior al de dos meses, el Congreso
estaría concretando el control que le incumbe sobre los productos legislativos del órgano ejecutivo, con su
secuela de seguridad jurídica.
Pero, aparentemente, también en esta materia la vocación política se aparta de la Constitución. El proyecto
de ley reglamentando la Comisión Bicameral Permanente, formulado por la Comisión de Asuntos
Constitucionales del Senado, presidida por la esposa del titular del órgano ejecutivo, dista de adecuarse a los
preceptos constitucionales fomentando la consolidación del presidencialismo hegemónico que impera en
nuestro sistema político.
El proyecto presenta, básicamente, dos graves falencias.
Tratándose de decretos de necesidad y urgencia, la Comisión debe expedirse sobre su validez o invalidez.
Otro tanto cuando se ejercen funciones legislativas delegadas donde, además, la Comisión debe pronunciarse
sobre la procedencia formal y adecuación del decreto a la materia y bases de la delegación. Sin embargo, se
desconoce la potestad que tiene la Comisión Bicameral para expedirse sobre la conveniencia del acto legislativo
presidencial. La exclusión es incomprensible aunque, de todas maneras, el dictamen de la Comisión no podrá
ser invalidado porque se expida sobre esta última cuestión. Al Congreso, como titular constitucional de la labor
legisferante, no sólo le interesa el cumplimiento de los recaudos formales por un decreto de necesidad y
urgencia o un acto de legislación delegada, sino también el contenido del documento jurídico en orden a su
oportunidad y conveniencia.
Los plazos impuestos al jefe de gabinete para remitir el acto legislativo a la Comisión, y a ésta para
presentar su dictamen a las Cámaras del Congreso son estrictos y rigurosos. En el primer caso, el
incumplimiento permite a la Comisión abocarse de oficio al tratamiento del documento jurídico no remitido. En
el segundo, las Cámaras deben abocarse al expreso e inmediato tratamiento del decreto. Pero no se establece,
como sería razonable, un plazo para que el Congreso ratifique o rectifique el decreto.
Tanto la Constitución (art. 99, inc. 3°), como el proyecto de ley establecen que las Cámaras deben dar
expreso e inmediato tratamiento al dictamen de la Comisión y, de no ser presentado este último, las Cámaras
deben hacer lo propio de manera directa. Pero no se establece un plazo para que se expida el Congreso. Sería
conveniente fijar ese término en función del art. 82 de la Ley Fundamental.
Es aquí donde reside la segunda falencia. Tal como está redactado el proyecto, si las Cámaras no se expiden
sobre el decreto de necesidad y urgencia o el decreto de legislación delegada, ellos conservan plena vigencia. De
modo que, la reglamentación, no altera la situación jurídica existente: un decreto de necesidad y urgencia, o un
acto legislativo delegado, prosiguen rigiendo hasta que no sean derogados por una norma de igual naturaleza o
por una ley del Congreso.
Si recordamos que el ejercicio de potestades legislativas por el órgano ejecutivo reviste carácter
excepcional; si, como principio básico, está prohibida "la delegación legislativa en el Poder Ejecutivo" (art. 76
CN); si, en principio, el "Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable,
emitir disposiciones de carácter legislativo" (art. 99, inc. 3°, Constitución Nacional); si la interpretación sobre la
vigencia de las normas legislativas dictadas por el órgano ejecutivo es esencialmente restrictiva; ¿cómo aceptar
que el silencio del Congreso implica la subsistencia de la norma legislativa?.
Es cierto que, merced a una interpretación literal del art. 82 de la Ley Fundamental —la menos
recomendable en materia constitucional— se podría alegar que la voluntad del Congreso debe ser expresa y que
se excluye la sanción tácita o ficta. Por ende si el Congreso no se pronuncia por la confirmación o derogación de
la norma, ella prosigue vigente. Sin embargo, esa interpretación no se compadece con la resultante de una
interpretación sistemática en la cual, además del art. 82 cabe ponderar de modo conjunto los arts. 76 y 99, inc.
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3°, así como también la presencia de una regla secular del movimiento constitucionalista: la separación de las
funciones gubernamentales entre órganos independientes. Regla cuyo objetivo es el de evitar la concentración
del poder político con su secuela inevitable: el cercenamiento de los derechos y libertades que procura apuntalar
un sistema democrático constitucional.
La inserción en la Ley Fundamental de la Comisión Bicameral Permanente, respondió al propósito de
limitar o poner en movimiento un mecanismo de control de los superpoderes legislativos del presidente de la
República. Si esto es así, ¿es razonable convalidar tales superpoderes por la inacción del Congreso, o es más
razonable fijar un plazo para que emita su voluntad y que, en caso de silencio, se opera la caducidad de los actos
legislativos del órgano ejecutivo del gobierno?.
Nos inclinamos por la segunda alternativa. No sólo como resultado lógico de la interpretación enunciada,
sino también por el criterio que adoptó el constituyente en la Disposición Transitoria Octava: "La legislación
delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los cinco años de la
vigencia de esta disposición excepto aquella que el Congreso de la Nación rectifique expresamente por una
nueva ley". Esta cláusula, referida al art. 76 de la Constitución, y que es perfectamente aplicable a los decretos
de necesidad y urgencia, revela que la voluntad del constituyente fue la de imponer la derogación de la norma si
se opera el silencio del Congreso y no su continuidad. Esa voluntad también debería estar presente en la
determinación del significado atribuido al art. 82 de la Constitución.
Sin embargo, como el proyecto de ley no fija plazo alguno para que se expida el Congreso, y como su
silencio se pretende que permita la subsistencia de la norma dictada por el presidente de la República, llegamos
a la conclusión que en nada varía la situación existente la regulación de la Comisión Bicameral Permanente.
En efecto, si el silencio actual del Congreso permite la subsistencia de esas normas, lo propio acontecerá
cuando no se expida sobre el dictamen de la Comisión Bicameral Permanente.
Con criterio pragmático, no faltará un argumento político, aunque no jurídico, para preservar el texto del
proyecto de ley. La sugestiva sumisión manifestada por las mayorías de las Cámaras del Congreso a la voluntad
presidencial, determinaría la inmediata convalidación expresa de sus actos legislativos si se estableciera un
plazo a tal fin. Sin embargo, al margen del costo político que podría representar una decisión semejante, la
solución sería más acorde con el espíritu de la Constitución. Y, si esa esencia resulta desarticulada en la práctica
por obra de quienes deberían ajustar sus conductas a ella, la responsabilidad por la eventual desarticulación
institucional no residirá en la Ley Fundamental sino en quienes se conforman con su mera vigencia nominal.
Si aceptamosque el proyecto de ley no se adecua a la interpretación sistemática que esbozamos, se estará
trasladando al Poder Judicial la tarea de evitar los excesos políticos mediante el estricto cumplimiento de su
función: preservar la supremacía constitucional. Ya sea disponiendo la caducidad de los actos legislativos del
órgano ejecutivo que no sean ratificados por el Congreso, como máximo, en el próximo período de labor
congresual, o aplicando la Disposición Transitoria Octava.
Mediante algunas de las variantes propuestas, ya sea modificando el texto del proyecto de ley o haciendo
efectivo el control judicial de constitucionalidad, será posible preservar la técnica democrática de la "división de
poderes", como instrumento de lucha contra el absolutismo y la consolidación de un tipo histórico de forma
política vigente en las naciones políticamente civilizadas para garantizar la libertad y seguridad de las personas.
Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)
(1) "Teoría de la Constitución", ps. 149 y sigtes.; Ed. Ariel; Barcelona 1970.
(2) Bernard SCHWARTZ, "Los poderes del gobierno", Universidad Nacional Autónoma de México,
México 1966, T. II, p. 357.
(3) Fallos C.S. 322:1726 (caso "Verrocchi").
(4) Caso "Alvarez c. Corporación General de Alimentos" del 25 de octubre de 2004.
(5) Caso "San Luis", Fallos C.S. 326:417.
(6) Fallos C.S. 322:1726 y caso "Tobar", Fallos C.S. 325:2059; Alberto J. EGÜES, "Los decretos de
necesidad y urgencia", p. 87, en Nuevas Perspectivas en el Derecho Constitucional, Ed. Ad-Hoc; Buenos Aires
2001.
(7) Segundo V. LINARES QUINTANA, "Tratado de la Ciencia del Derecho Constitucional", T. IX, p. 691,
Ed. Plus Ultra, Buenos Aires 1977/88; Germán BIDART CAMPOS, "Tratado Elemental de Derecho
Constitucional Argentino", T. II, p. 229, Ediar, Buenos Aires 1986; Juan A. GONZALEZ CALDERON, "Curso
de Derecho Constitucional", p. 505, Kraft, Buenos Aires 1960. En cambio, Joaquín V. GONZALEZ ("Manual
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de la Constitución Argentina", p. 538, Estrada, Buenos Aires 1983) entendía que el Poder Ejecutivo podía
invadir la esfera legislativa en casos excepcionales o urgentes, criterio aceptado por prestigiosos
administrativistas como Rafael Bielsa, Benjamín Villegas Basavilbaso, Miguel Marienhoff, Manuel Diez y Juan
C. Cassagne.
(8) Son innumerables las curiosidades que encontrará el lector de los debates plenarios y en comisión de la
Convención Reformadora de 1994.
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