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Me acuerdo El exilio de la infancia - Boris Cyrulnik

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Título original francés: Je me souviens…
© L’Esprit du Temps, 2009
 
Traducción: Rosa Salleras
 
Diseño de cubierta: Kaffa
 
Primera edición: abril de 2010
Edición en formato digital, 2013
 
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano
 
© Editorial Gedisa, S.A.
Avda. Tibidabo, 12, 3º
08022 Barcelona (España)
Tel. 93 253 09 04
Fax 93 253 09 05
Correo electrónico: gedisa@gedisa.com
http://www.gedisa.com
 
 
eISBN: 978-84-9784-528-1
Depósito legal: B.20001-2013
 
 
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o
modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.
 
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http://www.gedisa.com
 
 
 
Imposible vivir de nuevo en esta ciudad; todas las calles están bloqueadas por mis
penas de niño, y por los recuerdos de mis alegrías, peores que los de mis tristezas.
 
FRANÇOIS MAURIAC
Burdeos
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El exilio de la infancia
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Presentación de Philippe Brenot
En 1985, después de más de cuarenta años, Boris Cyrulnik regresa a Burdeos, la
ciudad de su infancia. Igual que Mauriac, exiliado en París y que no regresó a Burdeos
hasta que se jubiló a los ochenta años, puesto que, decía, todas las calles están
«bloqueadas por mis penas de niño», Boris Cyrulnik efectúa este regreso «lúcido» a sí
mismo con la intención de comprender mejor las estrategias de adaptación que lleva a
cabo la memoria para que el pasado vuelva a ser accesible.
Boris Cyrulnik nació en Burdeos en 1937 de padres judíos polacos. Su padre,
ebanista, se alista en la legión, igual que muchos judíos europeos. Será herido en
combate antes de ser arrestado en 1942 y deportado a Auschwitz, igual que su esposa,
miembro de la Resistencia, un año más tarde. Desde 1939, Boris no tenía padre; aquel
año, su padre fue enviado al frente, y no lo volvería a ver más que una sola vez, en
1942, en el campo de concentración de Mérignac.
El resto de la familia, que también se había alistado en la Resistencia, desapareció casi
por completo. Primera separación brutal y traumática: en julio de 1942, Boris, de apenas
cinco años, está solo en el mundo, confiado por su madre a la Beneficencia pública la
víspera de su detención. Conocerá a partir de entonces a varias familias de acogida, una
de ellas en el campo y con otros niños en Pondaurat.
En 1943 es recogido por Marguerite Farges, una maestra que lo toma bajo su
protección y lo saca de la Beneficencia. Maestra en Lannemezan, Margot se ve obligada
a confiarle el cuidado de Boris a su propia madre, que vive en Burdeos y que lo ocultará
durante un año, hasta el día de la detención del niño a consecuencia de una denuncia, el
10 de enero de 1944. Conducido a la sinagoga junto a otros judíos, conseguirá evadirse,
ocultándose y desapareciendo luego con la complicidad de una enfermera. Así, en varias
ocasiones, consigue escapar al arresto, a la deportación y a la muerte gracias a una
capacidad de rebeldía y de insumisión que encuentra de nuevo ahora en niños que se han
enfrentado, igual que él, a situaciones extremas.
El niño Boris, y más tarde el adulto en el que se convertirá, cultivará el humor, la
ironía y la burla para no mezclar el recuerdo del sufrimiento con el pensamiento
consciente. « ¡Siempre me ayudaban porque me pasaba el tiempo haciendo el payaso!»,
me confiesa con una sonrisa. ¿No dice acaso, en Los patitos feos, que algunos niños
«obligados a la metamorfosis» consiguen superar su situación porque, privados de sus
padres, inspiran en los otros ganas de ayudarle? Los traumatismos de la primera infancia,
por tanto, aunque puedan ser de una formidable destructividad, también pueden
despertar estrategias de supervivencia que poseemos en nuestra memoria ancestral.
Boris Cyrulnik regresó por primera vez a Burdeos en 1985, y a Pondaurat en 1998.
Diez años más tarde, realiza un auténtico «regreso a sí mismo» en estos lugares de su
infancia, y aprovecha la ocasión para entregarnos esta reflexión sobre la memoria, las
estrategias de adaptación y el regreso traumático del recuerdo, sobre el formidable
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trabajo que se efectúa en nosotros en los momentos más difíciles que podemos llegar a
vivir.
 
Este texto retoma las minutas de visita de Boris Cyrulnik a Pondaurat y Burdeos los
días 1 y 2 de septiembre de 2008. En algunos momentos pone en escena a un
interlocutor que no se menciona y que, en general, es Philippe Brenot. Las palabras
del interlocutor se indican con un guión al principio de la frase.
 
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Me acuerdo…
Un niño no tiene nunca los padres con los que sueña. Sólo los niños sin padres
tienen unos padres de ensueño.
 
BORIS CYRULNIK, Los alimentos afectivos
 
Me acuerdo… Cerca de mi casa, en la calle de la Rousselle, había una gran puerta,
una especie de arco de triunfo, y el ejército alemán desfilaba procedente del puente sobre
el Garona. Me parecían muy elegantes, con sus uniformes, sus caballos, y también había
música. Como no podía pasar bajo la puerta, la tropa se dividía en dos y recuperaba la
formación justo después. Yo lo encontraba tan bonito que no podía comprender por qué
todo el mundo lloraba a mi alrededor. Era el día en que los alemanes entraron en
Burdeos.
Viví una paradoja: para mí, un niño de cinco años, aquel día era un día de fiesta, un
día magnífico, mientras que todos los adultos vivían una pesadilla. La memoria
traumática es muy particular. No es una memoria normal, sino que transforma, amplifica
o minimiza. En lo más profundo de nosotros mismos existe un rastro muy preciso, más
aún que los archivos, pero luego, para hacer que el recuerdo sea coherente, arreglamos
su contorno. Tomamos buena conciencia de ello en el caso de un traumatismo. Si hay
trauma, es que lo real resulta inverosímil, que los acontecimientos desafían la humanidad.
Entonces, para hacer que el trauma sea coherente, regresan recuerdos extremadamente
precisos, el color, la palabra, el sonido, el olor, grabados en mármol, y, a su alrededor, un
halo impreciso de ordenación del recuerdo.
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Pondaurat
Durante años, una palabra subía desde mis recuerdos: Pont Dora. Me extrañaba
mucho esta palabra que regresaba siempre. Me intrigaba sobre todo a causa de «Dora»,
el nombre de mi madre de acogida, la que me acompañó después de la guerra y que, en
gran parte, me educó. Durante mucho tiempo pensé que, si llevaba su nombre, se trataba
de un puente que debía de pertenecerle, pero no encajaba, puesto que yo le asociaba el
recuerdo de una granja en la que había vivido. En el curso de los meses posteriores a mi
evasión, y hasta el final de la guerra, conocí diez o quince familias de acogida,
instituciones, pero ésta la recordaba con más precisión. Me acordaba de que estaba en
casa de una granjera con otros niños, que ella ganaba algo de dinero ocupándose de estos
niños de la Beneficencia a los que hacía trabajar. Sin embargo, ¡yo sólo tenía siete años y
no debía de ser demasiado rentable! Así pues, me venía a la memoria el nombre del
lugar, pero no sabía ni lo que era este «puente» ni dónde estaba.
Un día, le hablé de ello a Philippe B. quien en su época de estudiante de medicina
había sido un buen músico de jazz y recordaba haber hecho bailar a la gente en
Pondaurat. Me explicó entonces que era un pueblo que estaba cerca de Langon.
—Sé dónde está —continuó—; si quieres, te puedo llevar.
Fue así cómo me reencontré con Pondaurat en 1998, y fue bastante emotivo porque,
para mí, es el único sitio «verdadero» después del período de mi fuga, época de caos
puesto que me perseguían, me acorralaban (me detuvieron por segunda vez en Castillon-
la-Bataille) y tenía que llegar y entrar en las instituciones en plena noche después de
cruzar los cordones de vigilancia del ejército alemán. Recuerdo, por ejemplo, haber
estado encerrado en un saco de patatas, temiendo que lo abrieran al cruzar algún puesto
de vigilancia. Recuerdo también que una religiosa me negó la entrada ante la puerta de un
orfelinato, gritando que mi presencia ponía en peligro a los otros niños. Y recuerdo
además haber huido encapuchadode una institución para que los otros niños no me
reconocieran. Todo eso es una «historia loca», en consecuencia, imposible de explicar
por un niño de seis o siete años. Más tarde, tuve flashes de aquellos terribles momentos,
pero solamente flashes. Mientras que ahí, con Pondaurat, tenía por primera vez un
elemento de verdad, gracias a los bailes populares y gracias a Philippe.
 
El reencuentro
 
Después de una breve visita a Pondaurat en 1998, Boris y Philippe regresan por
segunda vez en septiembre de 2008, en busca de la granja donde había vivido Boris y
que habían encontrado diez años antes.
 
Me acuerdo del granero en el que no había habitaciones.
Dormíamos sobre haces de paja. Como todos los graneros de la región, era un gran
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cobertizo de madera negra adosado a la casa. No teníamos camas, dormíamos sobre la
paja, pero había una niña que, ella sí, «dormía en una cama». Yo pensaba que gozaba de
ese privilegio porque era una niña, y llegué a la conclusión de que la vida era así: las
niñas dormían en camas y los niños sobre la paja. Desde entonces, mi opinión no ha
cambiado demasiado. En realidad, me enteré no hace demasiado tiempo de que era la
hija de la aparcera, por eso tenía una habitación.
En el centro del pueblo había una escuela. ¡Ahí está! De esta escuela me acuerdo,
aunque yo no tenía demasiado derecho a asistir. La granja debe de estar más arriba,
porque, para ir a la escuela, bajábamos. Me acuerdo de este puente… y de este
camino…
La primera vez que regresamos aquí subimos por este camino y te expliqué que mi
función en esta granja era la de «contar las ovejas, vigilar un asno y sacar agua del pozo,
temprano por la mañana». Ahora bien, yo no sabía contar, pero «el Mayor», un chico de
la Beneficencia como yo, regresaba cada tarde y decía «¡80!». Entonces, cuando se
marchó y me tocó a mí vigilar las ovejas, hice lo mismo que él, regresaba seguro de mí
mismo y decía: «¡80!», hasta el día en que uno de los trabajadores lo comprobó: ¡no
había ochenta! No tenía ni idea de adónde habrían ido a parar las ovejas desaparecidas,
pero ¡me dolió!
Me acuerdo de que le tenía mucho miedo al asno porque cada vez que lo queríamos
coger intentaba mordernos, y me asustaban sus dientes amarillos. De hecho, recuerdo
que lo perseguíamos a la carrera cuando se escapaba. Siempre salía en dirección al
pueblo.
Aquí, me acuerdo muy bien de que pescábamos en este pequeño puente. Había un
pilar sobre el que nos encaramábamos. Pescábamos desde el promontorio, y recuerdo
incluso que un día me caí al agua y casi me ahogo. La escuela debe de estar por allí,
hacia la derecha. Recuerdo también, ahora mismo, que la granja estaba a «tres
kilómetros» de Pondaurat.
¿Te acuerdas? Entramos en una casa donde un anciano nos indicó la granja de Berthe
y de «Adèle, la jorobada».
Había unos juncos así de altos.
—Creo que estaba en la cima de una colina.
No es demasiado fácil encontrar otra vez el lugar, puesto que las granjas son todas
iguales. Había un pozo al que iba a buscar el agua, pero ¡todas las granjas tienen un
pozo! Me acuerdo bien de este pozo porque, como no tenía protección, la gente me
avisaba: «¡Cuidado, no te inclines! Los niños pueden caer en los pozos», y me daba
mucho miedo, aunque fuera, desde luego, una forma de protegerme.
Allí hay una granja, grande y negra, junto a una pequeña casa de piedra. ¡Puede que
sea ahí! Deben de ser unos tres kilómetros desde el pueblo… sí…, es posible que sea
allá.
—¿Sabes?, todas las granjas se parecen.
Esta gran edificación negra… creo que hay un camino que lleva hasta ella. Está en la
cima de una colina, podría ser aquí. Todavía recuerdo aquella chica, Adèle, la
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jorobada…
—Buenos días, señora, buscamos una granja… con un granero negro, una granja que
llevaba una aparcera que se llamaba Berthe, tenía una hija jorobada, Adèle. Era en el
cuarenta, durante la guerra… ¿Le suena de algo?
—Sí, lo recuerdo. Conozco la granja, pero creo que allí ya no vive nadie… ¿Ven el
monumento a los caídos, en el pueblo… y el puente? Giren en el puente y, enseguida
después, entre el monumento y el puente, suban la cuesta. Vivían allí.
Es difícil, la memoria y la llamada del recuerdo. En primer lugar, mi memoria no es
fiable, y en segundo lugar, los detalles no son los mismos que en mis recuerdos. Aquí,
por ejemplo, estas casas no existían y la vegetación ha crecido mucho. Me acuerdo
mejor de las formas y de los volúmenes. Esto, ésta es una forma de la que no me
acuerdo. Aquí, el volumen no ha cambiado. Vaya, podría ser aquí. Era así de
ondulado… Sí, podría muy bien ser aquí… y el asno que siempre se escapaba por allá…
¡No! No es esto, no.
Resulta difícil reunir los recuerdos en un conjunto coherente. Más bien encuentro un
patchwork del que surgen imágenes muy precisas: fragmentos de verdades claras en un
conjunto desenfocado y dudoso.
 
Pitchoun
 
Desde primera hora de la mañana, mi trabajo en la granja consistía en ir a buscar
agua, pero a un niño de mi edad le costaba mucho sacar el cubo del pozo. Tenía que
inclinarme, así que tenía mucho miedo de lo que me habían dicho: «¡No te acerques al
brocal, que te vas a caer!», y sobre todo «¡que hay cadáveres en el fondo del pozo!». La
muerte, en aquella época, me parecía banal, y tenía una conciencia clara de haber sido
condenado a muerte por ser judío, aunque yo no supiera lo que era ser judío, de modo
que estaba condenado a muerte por algo que yo ignoraba.
También estaba «el Mayor», el mayor de la Beneficencia pública, el que tenía catorce
años. Al contrario de los adultos, que me llamaban Jean Laborde, él me llamaba
Pitchoun, que en gascón quiere decir «pequeño». Me gustaba que me llamara Pitchoun
y no Jean Laborde, el alias que me habían puesto para escapar al acoso. Pitchoun era el
nombre de la amistad. Así pues, el Mayor, que sabía contar las ovejas, me llamaba
Pitchoun, el nombre de la amistad.
Además de los niños de la Beneficencia, Berthe tenía ocho o diez trabajadores
agrícolas. A Adèle, su hija, la jorobada, estos hombres un poco toscos siempre la
humillaban. Yo creo que la humillación es mucho más grave que los golpes. Cada noche,
cuando regresaban los obreros, Adèle debía agacharse para quitarles los zuecos. Era la
época en la que se rellenaban con paja para mantener los pies calientes, y costaba mucho
sacárselos después de una jornada de trabajo. Me acuerdo de que al regresar del campo,
los obreros se dejaban caer sobre la silla, extendían el pie, Adèle cogía el zapato y tiraba
con todas sus fuerzas. Entonces, la gran diversión de estos hombres, cuando costaba de
sacar, consistía en ponerle un pie sobre el pecho y, de repente, cuando el zueco cedía,
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empujarla. Adèle salía despedida hacia atrás, y se quedaba con el trasero sobre la cabeza.
A ellos les divertía mucho, pero a ella le humillaba profundamente. A mí me hacía
sentirme desgraciado por ella, porque seguro que le hacía más daño psíquico que físico.
Adèle nunca hablaba. Yo la consideraba afortunada porque ella tenía una habitación
con una cama, pero creo que, en realidad, sufría más que yo. Los golpes duelen en el
momento en el que se reciben, mientras que la humillación provoca un sufrimiento
permanente en la representación que se tiene de ella.
 
Sin familia
 
En aquella época, a los niños no se les hablaba, se les hacía trabajar, y ya está. Las
únicas veces que los adultos me hablaban era por la noche, cuando me daban vino,
porque después de beber vino, yo hacía el payaso y eso les divertía mucho. Era el único
momento en el que tenía derecho a la palabra.
En aquel tiempo, un niño sin familia era un niño sin valor, algo parecido a lo que pasa
todavía con algunos niños en Asia hoy en día… es decir, que sólo valemos alguna cosa si
tenemos antepasados, si sabemos de dónde venimos, sobre todo en una cultura de
campesinos.
Un niño sin familia, no sabemos quién es ni de dónde viene. Un niño sin familia no
vale nada. Por lo tanto, nunca nos dirigían la palabra, sólo nos daban golpes, lo que no
quiere decir que nos torturaran. La tortura esla intención de humillar, de privar al otro de
su condición de ser humano haciéndole sufrir. Dar un golpe de pasada, duele, pero no es
una tortura. Además, nosotros éramos los niños de la Beneficencia, es decir, no
representábamos gran cosa: ni familia, ni cultura, ni rentabilidad en el trabajo. Nos
acogían por caridad y a cambio de un pequeño peculio. Tiempo después, en otra
institución, comprendí que las personas que me alojaban cobraban por ello, y me sentí
profundamente liberado. Si se ganaban la vida, entonces yo no les debía nada. Más
tarde, en las ocasiones en las que alguna tutora me decía «lo que yo hago por ti no lo
hubiera hecho nunca tu madre» (¡y me lo dijeron varias veces!), no me afectaba
demasiado porque yo pensaba «puedes hablar todo lo mal que quieras de mi madre, pero
yo sé que tú haces esto por dinero». Era normal y me liberaba. Otros niños, sin embargo,
que se habían encariñado con su tutora, vivían esta frase como una herida, como una
traición, porque se encontraban atrapados en una contradicción: «Alguien a quien quiero
está agrediendo a mi madre».
He aquí la injusticia: son los contrasentidos afectivos.
Dormíamos sobre la paja, realizábamos las tareas del campo, no nos lavaban, creo
que ni siquiera nos cambiaban nunca de ropa. Al acabar la guerra, cuando una generosa
dama vino a buscarme para ocuparse de mí durante algunos días, no pudo reprimir una
mueca de repugnancia al ver lo sucio que estaba. Y me sentí resentido contra esta señora
porque, por primera vez, me sentí sucio. Fue su mirada la que me hizo tomar conciencia
de mi suciedad. Antes de ella, no me sentía sucio. Fue la mirada de esta generosa dama
lo que me hizo tomar conciencia de mi estado. Me quedó un resquemor contra ella a
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pesar de que, a fin de cuentas, había tenido un bonito gesto hacia mí.
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La emoción sepultada
La paradoja de la condición humana es que no podemos convertirnos en nosotros
mismos más que bajo la influencia de otros.
 
BORIS CYRULNIK, Los alimentos afectivos
 
De aquella época, en la que la estrategia era sobrevivir, no recuerdo ninguna emoción.
Sin embargo, ¡es imposible que no la hubiera sentido! Todavía hoy, puedo evocar todos
esos detalles, pero sin emoción. En mi recuerdo no guardo más que imágenes y palabras
sin emotividad. Tengo muchas dificultades en hacer regresar el pasado, porque implica
hacer volver la «emoción sepultada». Es por eso por lo que sólo consigo hablar de mí
mismo en tercera persona, por esta razón sólo puedo escribir una autobiografía si parece
que hablo de una tercera persona. Me resulta fácil explicar las historias de mis pacientes,
de mis amigos, les puedo dar la palabra. Ahora bien, hablar de mí mismo me resulta muy
difícil, significa reencontrar la «emoción sepultada».
Si los únicos recuerdos que tengo son imágenes, es porque en aquel mismo tiempo
viví emociones que fueron negadas, incluso quizá reprimidas. No me quedan entonces
más que las imágenes y las palabras sin emoción. Así pues, si puedo hablar de aquel
tiempo de la infancia es únicamente dando la impresión de vivir una investigación, de
hacer un trabajo de arqueólogo, aunque, a fin de cuentas, apenas hable de mí mismo. Es
como si llevara a cabo una investigación arqueológica sobre alguien que, como yo, se
llamaba Jean Laborde en Pondaurat en 1944. En realidad, no soy yo del todo.
Nieztsche y Dostoievski sufrieron, ellos también, episodios de autoscopia. Un día,
Dostoievski sintió una gran angustia al regresar a su casa en San Petersburgo. Abrió la
puerta con dificultad y se vio a sí mismo, sentado en su cama, mirándole fijamente.
Nieztsche, por su parte, observando por la ventana, se vio a él mismo siguiendo un
féretro en el que yacía su propio cuerpo. De hecho, siempre es más fácil hablar de los
otros o escribir autobiografías en tercera persona.
¿Quién era yo entonces? ¿Boris, Pitchoun, Jean Laborde? Como acabo de evocar, «el
Mayor» me llamaba Pitchoun, ese nombre cariñoso que se les da a los niños, y me
gustaba que me llamara así, ya que sentía que esa palabra transmitía cariño, mientras que
Jean Laborde era el nombre del horror, el secreto que salva. Estaba, pues, obligado a
amputar una parte de mí mismo para tener el derecho a existir. El problema es que
después de la guerra uno continúa viviendo como tenía por costumbre, continúa
amputándose a sí mismo. Es decir, el final de la guerra no fue el final del problema. Una
vez que uno ha aprendido a defenderse, a sobrevivir, sigue haciendo lo mismo cuando ya
no existe razón para ello, cuando eso ya no tiene sentido.
De hecho, nunca detenemos la memoria, aunque nos juegue malas pasadas. La
memoria es divertida. Así que hacer un poco de arqueología contigo, Philippe, es un
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juego que me divierte mucho, porque, en realidad, me haces revivir mi propia prehistoria.
Sin embargo, la arqueología no es la verdadera memoria, es una memoria controlada en
la que no hay emoción. Es como cuando descubrimos un hecho histórico, el momento en
el que abrimos unos archivos. Por ejemplo, en mi caso, sería enterarme de que alguien
del pueblo se acuerda del nombre de la persona que me ocultaba durante la guerra. Es
divertido, pero no soy realmente yo. No es autobiográfico.
Durante mucho tiempo, renegué de esta parte de mi historia, es decir, que me las
arreglaba para «pensar hacia adelante». «Sobre todo, nunca mires atrás, porque si te das
la vuelta, es la guerra, es la muerte, es el horror.» Y aunque este procedimiento
constituye un mecanismo de defensa muy eficaz, resulta terriblemente costoso. Con
todo, no tenía elección, mientras que hoy, ahora que soy libre, no es el regreso de la
memoria lo que me sorprende, sino descubrir otro personaje, un extraño que se parece a
mí, pero que no es verdaderamente yo.
Lo que me ha devuelto la palabra es el cambio cultural de los años ochenta. En pocas
palabras, desde el final de la guerra y hasta 1985, me era imposible hablar de lo que
había vivido porque la gente se reía de mi historia y no creían lo que les contaba. Lo que
de verdad me determinó a callarme durante casi cuarenta años fue la reflexión de un
hombre que me contestó: «¡Explicas unos cuentos muy bonitos, vete a comprar unos
caramelos!». Entonces me resigné: «No vale la pena hablar de ello». Por tanto, en el
transcurso de casi cuarenta años, la cultura ha alentado la negación pero, en 1985,
cambio cultural. La sociedad le devolvió la palabra a alguien que, como yo, había vivido
aquí, en Pondaurat.
Entre mi fuga y el fin de la guerra, hubo veinte, treinta, cuarenta personas que se
turnaron para ocuparse de mí. Si me cruzara hoy con ellas, no las reconocería. Nunca
supe su nombre y no podría reconocer su rostro. En unas reuniones que me organizaste
en Burdeos, hubo gente que me reconoció. Aquel hombre, por ejemplo, que me interpeló
emocionado en público, «Boris, nosotros te escondimos, estuviste en casa», se acordaba
de mi nombre, es así cómo se acordó de mí, y me dio detalles que demostraban que lo
que decía era verdad, que me había recogido y se había ocupado de mí, algo de lo que
yo no recuerdo en absoluto. La negación es por tanto un factor de protección, es decir,
permite sufrir menos y seguir adelante, porque si no, quedamos prisioneros del pasado.
Ahora bien, es muy injusto, porque ese señor que yo no conocía me explicó mi vida, y lo
que es más injusto aún, yo no podía reconocerle.
Me hubiera podido cruzar con él por la calle y no le habría saludado. Y así, miles de
personas como él hicieron lo mismo por miles de niños en Francia. Gracias a esos
cristianos «justos», «sólo» 11.400 niños judíos fueron quemados en los hornos. En el
resto de los países europeos, nueve de cada diez niños desaparecieron.
Estos encuentros con testigos de mi historia se han producido bastante a menudo,
pero siempre han sido necesarios intermediarios, nunca hubiera podido hacerlo yo solo.
Tú, por ejemplo, me has permitido encontrar de nuevo algunos fragmentos de mi
historia, pero quien más me ayudó a reconciliarme con mi infancia fue Michel Polac,
quien meinvitó con ocasión de mi primer libro, Mémoire de singeet paroles d’hommes.
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Fue en aquel momento, en 1982 y 1983, cuando dispuse por primera vez de las pruebas
de mi evasión, fue así cómo me encontré de nuevo con los testigos de mi vida, madame
Descoubès, por ejemplo, y con otras personas que, igual que ella, me ayudaron de forma
muy directa. Se comprende así que la memoria está compuesta de fragmentos y que los
otros participan en nuestros recuerdos, es decir, que mi mundo interior se llena de todo lo
que tú has puesto en él y de lo que los otros han añadido. A eso lo llamo, «mi mundo
íntimo».
Madame Descoubès me parecía una gran dama. En mi recuerdo, era enfermera, y nos
volvimos a encontrar gracias a la televisión regional France 3 Aquitaine. Después de una
entrevista televisada, telefoneó preguntando: «Este señor, ¿no será el pequeño Boris?», y
dejó su número de teléfono. La llamé enseguida, cogí un taxi, la volví a ver después de
cuarenta años y comparamos nuestros recuerdos.
—En mi memoria —le dije—, usted era muy bella y rubia.
Sin embargo, ahora que la volvía a ver, tenía ochenta años, era todavía hermosa,
pero, por supuesto, tenía el cabello blanco. Entonces se levantó sin decir una sola palabra
y fue a buscar una foto en la que vestía un uniforme de enfermera de la Cruz Roja y
tenía el cabello ¡negro como el azabache! Así pues, la memoria traumática está
compuesta de una mezcla de precisiones y de reconstrucciones que están ahí para darle
una coherencia al recuerdo.
Madame Descoubès era un testigo muy valioso de mi vida porque ella sabía que yo
me había evadido. Era la prueba viva de algo que, hasta aquel momento, yo era el único
en recordar. Gracias a ella, encontré a otros testigos.
Una señora, por ejemplo, que había visto cómo me escapaba y que me dio detalles
imposibles de inventar. Curiosamente, este testimonio tardío, que tendría que haberme
enternecido, en realidad me angustió mucho porque hizo resurgir un miedo arcaico.
Mientras creí que nadie me había visto, me sentí seguro, pero con este testigo, ¡tomaba
conciencia de que podrían haberme denunciado!
Sin madame Descoubès me hubiera sido imposible responder a numerosas preguntas
sobre mi infancia. También me explicó muchas cosas sobre la liberación de Burdeos,
algunas de ellas difíciles de comprender. Seis meses antes de la liberación, recibió una
convocatoria de la prefectura. Todo el mundo le aconsejó que no se presentara y que
huyera. Ella prefirió acudir a la entrevista y fue recibida por Maurice Papon, quien se
levantó y le estrechó la mano:
—Sabemos lo que ha hecho en la sinagoga y la felicito.
¿Cómo comprender que un funcionario que hizo detener a mi padre en su cama de
hospital, a mi madre en su casa y a mí en casa de Marguerite Farges, pudiera felicitar a
esta mujer que se había negado a obedecer sus órdenes?
¿Cómo sabía, él también, que yo me había escapado, igual que madame Moch, la
señora que me telefoneó? Realmente, vivimos en la mirada de los otros e ignoramos su
poder. La caída de los nazis había empezado, ¿acaso este hombre preparaba su
reconversión?
Después de aquello, madame Descoubès conservó todas las fotos mías que
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encontraba en la prensa. Era evidente que se sentía muy orgullosa de lo que había hecho.
También fue ella la que me permitió comprender algunas distorsiones de la memoria que
intentaré describir más adelante, por ejemplo, el hecho de que, en mi recuerdo, la
persona que me había liberado y que sólo podía ser rubia, se encontrara junto a una
ambulancia, que no era más que una sencilla camioneta.
En aquel momento de mi historia, yo libraba un combate por mi supervivencia. Mi día
a día consistía en contar ovejas, no decir mi nombre, protegerme, sobrevivir. Los sueños
de futuro aparecieron a partir del momento en el que pude tener una estructura afectiva a
mi alrededor, una familia de acogida, un andamiaje estable. En ese momento pude
permitirme tener proyectos de futuro y, a partir de los diez u once años, quise
convertirme en psiquiatra. ¡Hay que ser francamente megalómano para hacerse
psiquiatra!
Entonces, como tenía una base sólida —Dora—, pude espabilarme y llevar a la
realidad una parte de mis sueños.
Pero aquí, en la granja, de Pondaurat, vivía en la inmediatez, en cómo sobrevivir,
dormir, comer, protegerme. En aquel momento, nada más era posible.
 
La etología
 
Todos los niños en estado de carencia afectiva funcionan así: sobreinvisten la poesía
del mundo vivo, los insectos, las plantas, los animales, los seres humanos. Entonces,
como para mí el peligro procedía de los hombres, las únicas relaciones humanas que
tenía eran con los animales. Eran los únicos seres divertidos, poéticos e interesantes. Más
tarde, en una nueva institución, pasaba días enteros observando combates de hormigas,
maravillándome ante el espectáculo de esos insectos alados robando los huevos de sus
congéneres que intentaban protegerlos. No creo que los niños de hoy en día puedan
sentir con sus películas fantásticas tanta poesía como la que yo sentí ante estas hormigas
de movimientos extraordinarios, que giraban, revoloteaban, hacían piruetas, atacaban o
salvaban sus huevos. Las hormigas, para mí, ¡eran Hollywood!
Las hormigas eran, sobre todo, las únicas relaciones que tenía, animales que no me
juzgaban, mientras que los seres humanos no dejaban de condenarme. No me cabía
ninguna duda, la seguridad venía de los animales. Más tarde, cuando intenté comprender
lo que había pasado en mi vida y quise conseguir diplomas, redescubrí el placer de la
etología. En aquella época se la llamaba «psicología animal», ¡y era una disciplina
apasionante!, porque el mundo vivo plantea problemas poéticos fundamentales, como la
cuestión de la supervivencia, la finalidad de la vida, por qué la vida en lugar de «no la
vida», ¡problemas que producen vértigo! Ahora bien, los animales pueden ayudarnos a
responder a estas preguntas.
La etología me dejó su huella cuando sentí, en aquella época, que había esperanza en
el mundo vivo, y que teníamos mucho por comprender a través de nuestro conocimiento
de los animales. En cambio, con los seres humanos, sólo podía adoptar una actitud:
intentar protegerme. Los adultos no eran para mí más que un peligro. Posiblemente el
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gusto por la etología viniera de constatar este hecho. Podemos incluso hablar de huella
porque es una memoria duradera, pero después, tuve que presentarme a exámenes y
todo eso, ¡y fue menos divertido y menos poético!
Gracias a la etología animal aprendí a plantear las preguntas fundamentales: ¿existe un
mundo de representación en los animales? ¿Qué hace un grupo para sobrevivir? ¿Para
eliminar a algunos de entre ellos? ¿Para defenderse? ¿Para coordinar las acciones de sus
miembros y proteger a sus cachorros…? La etología nos muestra que estos problemas
también son humanos, aunque el hombre sea una especie animal muy especial. Es decir,
no podemos extrapolar los razonamientos de la avispa al perro, del alcaudón a la garza, ni
extrapolar este pensamiento al hombre. Sin embargo, nuestra pertenencia al mundo de
los vivos permite, por analogía y diferencia, concretar mejor el lugar del hombre en su
entorno. Lévi-Strauss nos ha demostrado que si queremos dar un enfoque científico,
debemos tomar distancia con el objeto de estudio, lo que confirma un proverbio
indudablemente chino: «No puedes verte la nariz porque la tienes demasiado cerca de los
ojos».
En efecto, cuando estamos demasiado cerca de los otros, en la vida íntima, en la vida
de familia, nos comprometemos, nos enfadamos, nos amamos, pero no nos observamos.
Para comprender hace falta una cierta distancia, y los animales nos ofrecen esta distancia
que permite plantear de un modo más objetivo los problemas de lo vivo y de lo humano.
 
Regreso a la granja
 
¡Sí! ¡Es allí! ¡Estoy completamente seguro! Ahora me acuerdo: a la derecha, el
cobertizo, el pozo, allá, en el campo.
Y el granero, esa arquitectura igual a la de los secaderos de tabaco. La puerta, la
reconozco… la casa…, la casa ha cambiado…,las ventanas son diferentes… pero no
hay duda.
Es coherente. Sólo puede ser aquí…, aquí es donde vivía Adèle, la jorobada.
¡No cabe duda, ése es mi pozo! Aquí es por donde bajaba el cubo. Fíjate, el
polispasto es el mismo, todavía me veo haciéndolo girar para subir el agua. El cubo
pesaba mucho, cuatro o cinco litros. Para un niño, es muy pesado… pero ahora es
mucho más civilizado, hay árboles de verdad, una casa de verdad. Sin ti nunca hubiera
encontrado esta granja.
—Me he limitado a intentar escuchar tus palabras, palabras que no querías oír.
Yo tengo otra explicación. Como la memoria traumática está compuesta de imágenes
hiperprecisas y que alrededor de estos flashes recomponemos una historia, tú, que no
tenías esta memoria «enfermiza» escuchabas lo que yo decía. Tenías entonces más
coherencia y certeza para guiarme: «No puede ser aquí. No, ¡más bien por allá!». Por
eso hemos encontrado este lugar, yo solo no lo hubiera encontrado nunca.
Todo eso me lleva a plantear muchas preguntas. La memoria no consiste en el simple
regreso de los recuerdos, sino en una representación del pasado. La memoria es la
imagen que nos hacemos del pasado. No quiere decir que nos mintamos, sólo nos
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acordamos de fragmentos de verdad que ordenamos, como en una quimera. Es la propia
definición de la quimera, todas las partes son ciertas, pero la quimera no existe, y esto es
lo que estoy viviendo. Si no hubieras estado aquí, yo hubiera dado una coherencia
diferente de la que ha hecho regresar este recuerdo.
De hecho, me doy cuenta de que es más fácil reflexionar sobre las huellas del pasado
que volver sobre ellas. Es decir, reflexionar, por oposición a confrontar la realidad,
permite controlar la emoción. La reflexión no está sometida al pasado, mientras que si yo
tuviera que evocar recuerdos, es posible que me pusiera a llorar otra vez, puede que
tuviera miedo, puede que me sintiera abandonado… todo contra lo que he luchado toda
mi vida. ¡No me vas a hacer esto!
—Al fin y al cabo, sólo he hecho lo que me pedías.
Es verdad que te pedí, sin decírtelo en palabras, regresar a Pondaurat. Si no lo
hubiera hecho, me hubiera sentido aliviado pero me habría arrepentido de ello. Por
desgracia, o quizá por fortuna, este tipo de arrepentimientos son frecuentes. Por ejemplo,
cuando estaba de médico residente en neurocirugía en París, un día, a las ocho de la
mañana, los camilleros traen a una señora de avanzada edad, dejan la camilla en el suelo
y se van. Me sublevo, digo que no la pueden dejar ahí. La llevamos entonces a una sala
de consulta para examinarla y en aquel momento llega una gran autoridad del
psicoanálisis, se llamaba Pierre Marty. La enfermera me interpela y pregunta:
—Señor Cyrulnik, ¿qué tipo de examen le hacemos a esta señora?
Pierre Marty se sobresalta, me lanza una intensa mirada y me dice:
—Su padre se llamaba Aaron, lo conocí en un grupo de militantes antifascistas. Venga
a verme, me gustaría hablar con usted.
Está claro que tuve miedo de ese encuentro, de encontrarme con mis recuerdos y
conmigo mismo, y nunca fui a verle, pero me he arrepentido toda mi vida. Ahora bien, si
no lo hice, fue para protegerme, al mismo tiempo que una parte de mí no deseaba otra
cosa.
Viví la misma historia con Pondaurat. Si no hubieras insistido, si no me hubieras dicho
«es fácil, ya verás, lo encontraremos», yo no hubiera ido nunca, y lo hubiera lamentado
amargamente. O es posible que incluso te lo hubiera reprochado.
Nadie se acuerda de los mismos detalles de un mismo acontecimiento porque el
recuerdo está construido como un patchwork, de fragmentos de verdades. La primera
granja que visitamos también era un fragmento de verdad, y ésta, la granja en la que
realmente viví, es otro fragmento de verdad, con su secadero de tabaco, su pozo, el
granero… todas las granjas de la región son, por lo tanto, pequeños fragmentos de
verdad porque cada una de ellas me recuerda muchas cosas. Forman parte de mi
quimera, aunque no sean el objeto de mi realidad interior.
La primera vez que vine aquí contigo, tuve verdaderamente la impresión de
convertirme en un ser como todo el mundo, es decir, la parte de mí que todo el mundo
conoce y aquella de la que no podía hablar se reunían al fin. A partir de aquel momento,
pude hablar de mi historia como de una banalidad y decir, por ejemplo: «Nací en
Burdeos, fui detenido, me persiguieron, estuve en la Beneficencia…».
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Por fin era yo mismo. Mi historia dejaba de ser anormal y monstruosa.
Otro mecanismo de defensa, la negación, consiste en evitar evocar lo que hace sufrir.
De niño, recuerdo un precioso grabado de Gustave Doré en la Biblia, un grabado de Lot
y sus hijas. Todo el mundo recuerda que Dios le dice a Lot: «No te des la vuelta, no
mires atrás para ver los incendios de Sodoma, porque si lo haces te convertirás en estatua
de sal». En aquella época, para mí, esta sal no podía ser más sal que la de las lágrimas,
así que hice de esta historia una norma de vida. «Tendré que ir siempre hacia adelante,
no llorar nunca, no quejarme nunca, no darme la vuelta.» Ha sido hasta ahora mi
estrategia para sobrevivir, como todos los que ponen en marcha un proceso de resiliencia.
Fue mi estrategia de existencia… hasta que conocí a Philippe. Él hizo posible, primero,
que regresara a Burdeos y ahora, que me reencuentre con Pondaurat. Mi sistema de
equilibrio consistía en una amputación de mi personalidad en legítima defensa. Hasta
entonces, nunca había regresado hacia atrás, pese a lamentar no haberlo hecho. No era,
pues, demasiado sencillo.
 
Entrábamos por aquí. Aquí estaba la puerta… Era grande… o a mí, un niño, me lo
parecía…; los haces de paja estaban allá, en el suelo. Mi «habitación», si es que se
puede hablar de habitación, estaba aquí, en el suelo. Me acuerdo de que dormía sobre la
paja con «el Mayor», aquel que me llamaba Pitchoun. Yo lo seguía a todas partes, me
hacía sentir seguro. Mi haz de paja estaba ahí… y aquí mi trabajo: los corderos, el agua
y… el asno, el que siempre me quería morder.
Solía estar aquí, atado a un poste. Me acuerdo de aquellas increíbles carreras que
echábamos, y del asno que siempre se escapaba con dirección a la escuela… como yo,
¡un asno en la escuela!
Ahora entro en la habitación donde dormía. Hace sesenta y tres años…, sesenta y
cuatro…, que no volvía a «mi habitación».
 
Mi habitación
 
¡Oh! ¡No hay duda! Veo otra vez todos los detalles… Exactamente así… veíamos la
luz del día a través de los tablones del altillo…, los haces de paja estaban ahí… y un
poco más arriba, la estructura quedaba cerrada. No ha cambiado nada, salvo que estaba
más ordenado que ahora. En el granero, no había más que paja, tal vez tabaco, no
recuerdo muy bien… y algunas herramientas…; los animales estaban al lado, en la
granja. Yo dormía en ese rincón, junto a la pared, esta puerta no existía. Era mi
habitación… ¡nuestra habitación! En mis recuerdos, Adèle dormía en la casa y nosotros
dos, «el Mayor» y yo, aquí, en el cobertizo. Después… no sé qué pasó…
Aquí, me vuelve la emoción… tal vez sea el hecho de hacer regresar los recuerdos…;
la emoción me vuelve porque el cañizo era idéntico…; el día entraba exactamente así,
dejando un rayo de luz sobre las paredes del cobertizo.
Aquí, siento ese regreso del recuerdo. No se trata de una representación del pasado,
sino más bien de un detalle que percibo y que… ¡toc!… hace regresar el pasado. La
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emoción sí que está provocada por ese regreso del recuerdo. No es tristeza… no, más
bien… sorpresa. Me embarga la emoción por la sorpresa de darme cuenta: «¡Sí, he
vivido aquí!». Es la vida… ¡y todas las vidas son locas!
¿Viví mucho tiempo en Pondaurat? No lo sé. Pensaba que me había quedado algunas
semanas, o algunos meses, pero hace poco me enteré de que pasé allí casi dos años.
Por lo tanto, el tiempo de un niño tarda mucho en establecerse. La capacidad de
narrar no se instala hasta entre los seis y los ocho años. Entonces, ¿estaba yo algo
retrasado?
¿Mentalmente? Es muy posible que sí. Los puntos de referencia socialesson puntos
de referencia de adultos. Lo que a los niños les sirve de punto de referencia son las cosas
de la vida, los rituales familiares, las relaciones con los animales, los acontecimientos
afectivos. Todo lo demás son impresiones de adultos. Me acuerdo muy bien de ese rayo
de sol…, el detalle que ha desencadenado el regreso de los recuerdos…, y las vigas… Es
extraordinario, está claro que son las mismas… Hay que decir que, a pesar de todo, la
habitación es agradable, ¿no?
 
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La detención
En 1942, Boris vive escondido casi un año en casa de la madre de Marguerite
Farges en Burdeos, cerca del hospital infantil. Si durante los primeros meses salió
alguna vez, en especial, para «ir a buscar la leche», más tarde se le prohíbe «dejarse
ver» puesto que las delaciones en aquel momento son muy frecuentes y su presencia
entraña un grave peligro para los adultos que lo ocultan. En la noche del 10 al11 de
enero de 1944, la policía francesa lo detiene en la casa de la calle Adrien Baysselance
donde lo oculta Margot. Es la primera vez que regresa a esa casa desde hace sesenta y
cuatro años.
Es de noche.
Son las nueve de la noche.
 
Me acuerdo, yo vivía aquí.
Al principio, bajaba a buscar la leche, en la primera calle a la izquierda, una puerta
cochera. Después, no me dejaban salir. Pasaba todo el día a solas en una casa
confortable, pero silenciosa y vacía.
Solo, sin radio, y no sabía leer.
Y un buen día, o más bien una noche (me detuvieron de madrugada), soldados
armados bloquearon la calle a ambos lados. Eran alemanes, pero me detuvo la policía
francesa. Había camiones atravesados en la calle y, delante de la puerta, un Citroën 7
con unos inspectores de paisano, inspectores franceses que estaban ahí ¡para detener a
un niño de seis años y medio!
En aquel momento llegué a la conclusión de que yo era alguien muy importante, ¡lo
que hizo de mí un megalómano para el resto de mi vida!
Así pues, aquella noche, era de madrugada. Yo vivía en casa de los Farges, tenía seis
años y estaba en la cama cuando me despertaron ruidos en la casa. Había mucha gente
en el pasillo. Me sorprendió esta presencia de soldados y oficiales, y sobre todo de
policías franceses de paisano, con sus gafas oscuras, sus sombreros y sus revólveres; me
parecía absurdo que llevaran gafas oscuras por la noche. Los revólveres no me daban
miedo, pero que llevaran gafas de sol por la noche me intrigaba. Pensé entonces que los
adultos no eran gente demasiado seria, ¡de hecho, desde entonces no he cambiado de
opinión!; en el pasillo también había soldados alemanes armados que parecían
incómodos, puesto que estaban mirando al techo. Miraban hacia arriba, tal vez, o al
menos eso espero, porque les daba vergüenza detener a un niño de seis años y medio.
Espero que fuera por eso, ¡pero no estoy seguro!
Recuerdo bien la escena, todavía la estoy viendo: la calle bloqueada por los soldados
alemanes y los policías franceses. Ahí delante, los Citroën 7 y, más lejos, camiones llenos
de gente. Me ordenaron entonces entrar en uno de los coches, me empujaron dentro y al
entrar me sorprendió mucho ver que en su interior ya había un hombre que lloraba. Yo lo
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miraba llorar y me fascinaba su nuez. Tenía una nuez gruesa que subía y bajaba. Cuando
lloraba, la nuez se le agitaba y me parecía muy interesante. Es lo que más me impresionó
aquel día.
De ese momento que para muchos hubiera sido aterrador no recuerdo ninguna
angustia, ni tampoco haber tenido miedo. Sólo me acuerdo de haber pensado que los
adultos eran realmente absurdos, ¡tantas armas, tantos hombres, tantos camiones para
detener a un niño! Me parecía estúpido. Todavía me pregunto si no tenía razón. En un
mundo de niño, lo que resulta interesante son los detalles anodinos que permiten
desviarse de la lógica de los adultos. Por ejemplo, las gafas oscuras por la noche, la nuez
que sube y baja. ¡Esto es lo interesante! Yo no tenía acceso a las motivaciones políticas,
ideológicas o religiosas, no comprendía nada de todo eso, no formaba parte de mi
mundo.
En un mundo de niño, hay ropa, sonrisas, amabilidad, maldad… pero no hay
ideología, ni siquiera religión, salvo para hacer una declaración de amor a los padres
compartiendo sus creencias. Yo no tenía padre desde hacía ya cinco años, ni tampoco
madre desde hacía dos.
 
El día después
 
Ayer por la noche, al regresar sobre las huellas del pasado, hice exactamente lo que yo
pido que no se haga. En las teorías de la resiliencia explicamos que hay que «hacer algo»
de nuestra herida, transformar el recuerdo, manipular de nuevo el pasado, mediante un
compromiso filosófico, literario, religioso o político… con el fin de poder controlar la
representación del pasado. Si no lo hacemos, el pasado se impone a nosotros, dejamos
que la huella sepultada en la memoria regrese, pero si la dejamos regresar sin controlarla,
es perfecto para desencadenar las angustias. Al revivir las circunstancias de mi detención,
hice regresar la huella del pasado sin controlarla, sin elaborarla, sin hablar demasiado de
ella. Dejé regresar las condiciones de mi detención y eso me hizo pasar una noche muy
mala. De hecho, es indudable que en mi infancia realicé un trabajo de transformación de
mis heridas y, a continuación, «hice alguna cosa» de esa niñez violentada. Me volvió
completamente psiquiatra y muy pronto me pregunté: «¿Qué modo es ése de establecer
relaciones entre los humanos? Tengo que comprender qué pasa en la vida».
Y así fue cómo empecé a leer, a conocer gente, a preguntar. Decían que hablaba
como una cotorra. Es verdad, hacía preguntas a todo el mundo, interrogaba para
comprender, interpelaba a mi entorno: «¡Quisiera que me explicaran cómo fueron
posibles cosas así!». Muy pronto, me invadió esa «pasión por comprender», ese deseo
de comprometerme psicológica, política y humanamente a fin de intentar limitar los
daños y, por supuesto, igual que todo el mundo, para impedir que eso se repitiera. Y sin
embargo, todavía hoy en día, se sigue repitiendo.
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En la sinagoga
Yvette Moch, voluntaria de la Cruz Roja, de padre judío y madre católica, recuerda
el 10 de enero de 1944 en Burdeos. Tras enterarse de que habían detenido a su padre,
acudió inmediatamente a la sinagoga para socorrerle, y recuerda a los hombres y
mujeres hacinados sobre colchones tirados de cualquier manera en el suelo en medio
de hatillos y petates y de bebés que no tenían «ni mantas ni naranjas», puntualiza. Se
acuerda también de ese niño pequeño, escondido bajo la capa de una enfermera y que
se salvará ante sus propios ojos: se llamaba Boris Cyrulnik.
 
Cuando llegué aquí, de niño, yo estaba… muy alegre. Había mucha gente, muchos
colores, me parecía un acontecimiento bonito. Creo que verlo así debió de desempeñar
algún papel en mi evasión, porque yo hablaba con todo el mundo, localizaba las
ventanas, las puertas, escuchaba a los adultos, y sin duda debió de ser determinante en
mi comprensión de la situación y de la solución que tuve la «suerte» de encontrar.
Me dicen a menudo: «¡Todo eso, porque tenías un buen temperamento!». Este
término, temperamento, que utilizamos en las teorías del apego, no tiene nada que ver
con la genética ni con lo innato. El temperamento traduce el hecho de que, en el curso de
las interacciones precoces, es decir, a partir de los primeros meses de vida, si estamos
rodeados por una madre, o por una familia, o un sustituto materno seguro, este adulto
transmite algo de esta seguridad que le pertenece. Ciertamente, mi madre me transmitió
parte de esta seguridad, porque cuando llegué aquí, a la sinagoga, aquel día de enero de
1944, yo estaba muy contento. Es probablemente este temperamento —una adquisición
preverbal muy precoz, ya desde los primeros meses de vida, puede incluso que en los
últimos meses del embarazo— lo que hizo que consiguiera, desde luego con bastante
suerte, resolver ese inverosímil problema y evadirme.
El temperamento es el aprendizaje de un estilo de relación, es una especie de «gusto»,
un «gusto del mundo» que adquirimos muy pronto enla vida. Hay personas a las que el
mundo les sabe amargo, a otras les sabe dulce, los hay que lo saborean con alegría, y
otros con tristeza, degustadores acogedores y degustadores hostiles. Y este «gusto del
mundo» explica nuestras reacciones sonrientes o desconfiadas, intelectuales o
desesperadas. Este gusto del mundo es una huella muy precoz.
El profesor Parens, de Filadelfia, quien de niño, a la edad de once años, también
escapó, recuerda que en el momento de su huida estaba alegre, muy alegre. Esta alegría
traduce sin duda un estilo de relación, pero más allá de eso, lo que explica el
desencadenamiento de un proceso de resiliencia es la insumisión. En el lado opuesto, los
niños que se dejaron encerrar y que murieron después de ser deportados son aquellos
que aceptaron someterse a una ley absurda. Henry Parens explica, con mucha razón, que
fue su madre quien le salvó al pedirle que se escapara, mientras que los otros niños
permanecieron junto a sus madres, y morirían con ellas. Parens, sin embargo, tuvo la
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«fuerza» de abandonar a su madre, a petición suya, porque ella le dio esta energía. En lo
que a mí respecta, creo que yo tuve la fuerza de desobedecer. En efecto, recuerdo muy
bien que los niños estaban agrupados alrededor de una manta y de latas de leche Nestlé,
el pretexto para hacer creer en una acción humanitaria, cuando esos objetos, en realidad,
estaban destinados a atraerlos para dirigirlos hacia un vagón y deportarlos. Si tuve la idea
de no unirme al grupo de niños es, sin duda, porque yo ya tenía el gusto de la
desobediencia y ya sabía que no debemos someternos a todas las leyes, aunque
provengan de los adultos.
Al trabajar con niños abandonados, sea en Rumanía o en Colombia, o en cualquier
país del mundo donde se abandona a los niños, algo muy frecuente, nos damos cuenta de
las grandes diferencias de actitud que ya desde una edad muy precoz existen entre estos
niños: algunos se someten y tienen pocas oportunidades de mejorar su vida más tarde o,
en cualquier caso, la vida les será muy difícil y necesitarán estar muy arropados para
permitirles un desarrollo satisfactorio; mientras que otros son, ya desde muy niños,
auténticos pequeños rebeldes. Sin embargo, ¡ rebelde no significa «oponerse a todo»!
Rebelde significa «definirse con respecto a uno mismo», es decir, que aunque este adulto
que conozco bien diga «esto es importante», yo, con sólo tres, seis u once años, tengo
mi pequeña opinión sobre la cuestión y ¡pienso de otro modo! Rebelde no es por lo tanto
opuesto, puede ser incluso «de acuerdo, ¡pero sin llegar a la despersonalización!».
Todavía hoy me molestan aquellos que recitan demasiado bien la doxa, el discurso
establecido, los estereotipos. Los creyentes me inquietan, los que dudan me tranquilizan.
Siento lo mismo hacia nuestros colegas que se someten a cualquier recitado, que sea
biológico, psicológico o sociológico. Los buenos alumnos me incomodan. Es posible que
esta reacción explique mi evolución atípica.
Parens decidió, por lo tanto, escaparse porque su madre le había dado la fuerza para
ello y se lo había pedido explícitamente, mientras que yo comprendí muy pronto que no
había que escuchar a los adultos, porque si lo hacíamos, moriríamos. Por eso, enseguida,
me puse a fisgonear por todas partes haciendo el payaso, para encontrarle soluciones a la
vida.
 
El oficial alemán
 
Me acuerdo muy poco de la llegada a la sinagoga. Ah, sí, en la entrada había un
oficial alemán. Como en las malas películas, estaba apostado con las piernas separadas y
con una fusta. También había dos mesas, y en una de ellas una persona que yo conocía.
El oficial alemán dirigía hacia una u otra mesa, y yo oía a los adultos hablar a mi
alrededor: una mesa condenaba a muerte, pero no sabíamos cuál; la otra condenaba a
trabajos forzados, a la cárcel, a la supervivencia, pero tampoco sabíamos cuál. Cada cual
tenía su interpretación.
En una de las dos mesas reconocí al hombre que apuntaba a los seleccionados para
vivir o morir; lo había visto, vestido con el uniforme de scout, en casa de Margot, en una
ocasión que fue a visitarla. Al acercarme a él, se sobresaltó y se alejó inmediatamente de
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la mesa. Comprendí entonces que había sido él quien me había denunciado.
Todas las noches, un soldado alemán venía a sentarse junto a mí. Creo recordar que
llevaba un uniforme negro y una gorra más elaborada, tal vez un oficial. Me enseñaba
fotos de un niño de mi edad, y este soldado me hacía comprender por gestos que su hijo
se parecía a mí. Aunque yo no entendía una palabra de lo que me decía, comprendía sin
embargo lo que quería decirme. Me acuerdo del asombro que sentí al pensar que este
hombre que organizaba mi muerte venía a hablar conmigo y se mostraba amable. A
menudo, esta escena vuelve a mi memoria, sin angustia, como un enigma. ¡De modo que
los hombres pueden comportarse así! En el momento del traslado hacia los vagones en
dirección a Drancy, ese mismo soldado daba las órdenes que conducían a la muerte.
Yo sabía que íbamos a morir, puesto que, como husmeaba por todas partes, había
oído hablar a los repartidores que traían las cajas de leche condensada. Decían que los
vagones en los que nos iban a transportar estaban sellados, y como lo decían en un tono
muy serio, yo comprendí que se trataba de algo muy serio. Y como no conocía la palabra
«sellados», pensaba que los vagones estaban «salados»[1] y que debía de tratarse de una
tortura muy cruel.
Tenía que huir.
 
Gran belleza
 
Me acuerdo, por lo tanto, de haber tenido una sensación de extraordinaria belleza al
llegar a la sinagoga. En mi recuerdo, el color de las colgaduras me parece sin embargo
más vivo que hoy. Me acuerdo además de una gran sensación de alegría porque había
gente y había luz. A mí, me parecía que era un hermoso acontecimiento, puesto que, a
los seis años y medio, no se sabe todavía lo que significa la palabra muerte. A los seis
años medio uno no es adulto.
¿Qué debe de querer decir «la muerte»? ¿Salir hacia un largo viaje? ¿Regresaremos
pronto? No tenía ni la más mínima idea, así que todo me parecía hermoso y muy alegre.
A la entrada, estaban las dos mesas y el oficial que seleccionaba y dirigía a la gente
hacia la derecha o la izquierda. También había alambradas de espino que separaban los
grupos que se habían formado. A mí me habían dirigido hacia un rincón donde, en mi
recuerdo, había un estrado y unas sillas tapizadas de terciopelo rojo. Ya no existen hoy
día, pero los vi en las fotos de archivo que pude consultar y que confirmaron mi
recuerdo.
Había soldados armados, mucho ruido, un jaleo increíble y mucha gente, centenares
de hombres, mujeres y niños hacinados y tumbados en el suelo. De vez en cuando, la
puerta se abría y entraba más gente, algunas docenas, y luego la puerta se cerraba otra
vez. Se volvía a abrir, entraban más… Y esta multitud no dejaba de hablar. En mi
recuerdo, todo era ruido, palabras, mucha gente y soldados armados por todas partes.
No sabría decir cuánto tiempo duró todo eso porque la duración, para un niño, no es
el tiempo. Un niño puede tener una sensación de duración cuando se aburre, y de viveza
cuando todo va bien, cuando se divierte. El tiempo es un punto de referencia social,
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ahora bien, a los seis años y medio, lo social todavía no existe de un modo formal.
Tardé mucho en saber en qué época del año ocurrió todo eso. Fue un documento de
archivo lo que me reveló que era enero, porque, para mí, sencillamente, era de noche.
 
Leche y una manta
 
En mi recuerdo, había una señora que reunía a todos los niños alrededor de la manta.
Me acuerdo con claridad de las cajas de leche Nestlé porque esa señora les repartía las
latas, y porque la leche era buena. Después de la guerra, y durante mucho tiempo, no
pude tomarla más, esta leche había adquirido para mí el significado de muerte. Pero, en
aquella época, en 1944, la leche Nestlé era una golosina utilizada como cebo. Estas latas
de leche y esta manta servían para reunir a los niños. ¿Cómo pude comprenderlo? No sé
si lo comprendí,sólo recuerdo haber tenido la convicción de que yo no quería pertenecer
a ese pequeño grupo. Me refugié entonces sobre un sillón en el extremo opuesto al lugar
donde se encontraban los niños. Esta estrategia «inconsciente» sin duda desempeñó un
papel en mi fuga, porque los niños, a los que se mantenía juntos, fueron fáciles de llevar
y fáciles de encerrar. Yo, en cambio, no formaba parte de ese grupo.
Sin embargo, aun cuando la palabra muerte no signifique lo mismo para un niño que
para un adulto, enseguida me di cuenta de que se trataba de algo grave, y lo comprendí
muy pronto. Ya había intentado escapar varias veces, y fracasado. Había seguido a unos
adultos que intentaban escapar por las ventanas, pero no había funcionado. De hecho,
estoy seguro de haber comprendido lo que me esperaba.
¿Cómo lo logré después? Todavía me lo pregunto. Como las ventanas eran demasiado
altas, estaban bien vigiladas y yo era pequeño, encontré la solución: moverme con
disimulo, encaramarme y esconderme en algún pequeño agujero. ¡Funcionó! Me escondí
en los aseos hasta que todo el mundo se marchó.
 
Los aseos
 
En aquella época, no eran tan bonitos ni tan lujosos. Recuerdo que había unos
escusados con puertas de suelo a techo. En el interior, tras la puerta, unos tablones en
forma de Z que consolidaban el panel de madera. En mi recuerdo, no había asiento y
eran más estrechos que ahora. Me encaramé entonces a lo largo de la Z y me coloqué
bajo el techo, con los pies apoyados en un tabique y la espalda contra la pared de
enfrente, porque los escusados eran muy estrechos. Y así me quedé, encajado bajo el
techo durante bastante tiempo. Cuando venían los soldados, o la Gestapo, abrían la
puerta y comprobaban que los escusados estaban vacíos pero ¡a ninguno de ellos se le
ocurrió levantar la cabeza!
Después, esperé a que no se oyera ningún ruido y cuando el silencio volvió a la
sinagoga, me dejé caer y salí con toda tranquilidad, todo estaba despejado. Los soldados
se estaban marchando. Enfrente, un grupo de franceses hablaba, sin duda colaboradores
de la Gestapo, pero nadie me dijo hada, nadie me impidió huir. Pasé por su lado
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tranquilamente. En realidad, no sé si estaba tranquilo. Hoy digo «tranquilo» pero, en
aquel momento, ¿qué pude sentir? Sé que pasé por su lado, que la puerta estaba abierta,
que todos los prisioneros ya iban en autobuses camino de la estación de Saint Jean, hacia
Drancy, hacia Auschwitz… A mí, me bastó salir.
Las imágenes, y las palabras sobre todo, perduran mucho tiempo, mientras que las
emociones son, por definición, «un movimiento». No duran. Una emoción es algo
rápido, la cólera, por ejemplo… Las imágenes y las palabras me han quedado muy
precisas en la memoria, pero no guardo ningún recuerdo de emoción, y no es lógico
puesto que seguro que sentí alguna.
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La negación de la resignación
La resiliencia, según Cyrulnik, es la negación de la resignación a la fatalidad de la
desgracia.
Edgar Morin, Le Monde de l’éducation, 2003
 
Hoy, al venir a la sinagoga, tenía miedo… y me sorprende darme cuenta de que hablo
sin angustia, posiblemente porque esta mirada interior me permite hablar de mí mismo en
tercera persona. Hace poco, conocí a niños vietnamitas y a niños colombianos que
vivieron experiencias comparables a la mía. Pude hablar con ellos, me sentía capaz de
comprenderlos, pero yo era ajeno a su recuerdo, lo que me permitía mantener a distancia
la emoción y, por lo tanto, reflexionar. Mientras que aquí, en presencia de terceras
personas, controlo mejor la emoción y, ¡sorpresa!, siento apenas angustia cuando, en
toda lógica, ¡debería sentirla!
Creo que si no presenté síndrome psicotraumático es porque logré escaparme y
porque, de aquel día de enero de 1944, guardo el recuerdo de haber realizado una
hazaña, una proeza. Cada vez que volvía a pensar en lo que había ocurrido, me decía:
«No te preocupes, todo irá bien, siempre hay una solución», y volvía a pensar en esa
escena del «meadero». Por eso me convertí en un buen escalador.
Más tarde, podía subir donde quisiera, simplemente diciéndome a mí mismo: «Si
puedes escalar, siempre podrás cambiar tu suerte. La libertad está al final de tu
esfuerzo».
Y cuando considero de nuevo aquellos terribles momentos, siempre es con una
sensación de victoria porque, pese a ser todavía un niño, pensaba: «No podrán conmigo,
siempre hay una solución». Y es probable que esto tenga mucho que ver con el hecho de
que yo no haya sufrido ningún síndrome psicotraumático, algo que sorprendía mucho a
los adultos de mi alrededor. No dejaban de preguntarme:
«Pero ¿no sientes angustia?, ¿no tienes pesadillas?». ¡Pues mira, no!
La sensación de victoria es una reconstrucción posterior.
Del momento de lo ocurrido no me acuerdo muy bien…, sólo de algunas imágenes,
palabras… pero de ninguna emoción. ¡En eso consiste «el golpe»! Después, me embargó
la sensación de libertad posible, y muchos niños que han vivido situaciones idénticas me
han explicado que recordar que habían podido controlar una parte de la situación les
había dado una gran confianza en sí mismos. Esta sensación de victoria nos la puede
proporcionar una acción, una representación, y también más tarde, un compromiso
político, filosófico, religioso o intelectual, porque esta sensación de victoria puede ser
asimismo «construida» con posterioridad al golpe. Muchas personas que en el momento
de los hechos han sentido pánico o desesperación, pero que no han tenido esta sensación
de victoria, se han convertido más tarde en psicólogos, filósofos, novelistas o cineastas. A
posteriori, al comprender lo que había pasado, han controlado la emoción. Ellos mismos
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han construido esta sensación de victoria con posterioridad a haber «acusado el golpe».
De la emoción que apartamos de nosotros hacemos una representación, es decir,
«representamos» en la memoria un acontecimiento pasado. La resiliencia, por tanto, sólo
puede efectuarse con posterioridad al golpe. En un primer momento sufrimos, sentimos
pánico, nos quedamos pasmados, tenemos miedo, no lo tenemos, nos defendemos, nos
debatimos como podemos, pero después, cuando la representación se hace posible,
cuando el entorno familiar o cultural permite llevar a cabo este trabajo de representación,
buscamos entonces las palabras, intentamos convencer, elaboramos estrategias
psicológicas para que el trauma no regrese nunca más. Es esta movilización la que
mantiene la emoción a distancia y permite que nos adueñemos de la situación. Así,
realizamos un trabajo de resiliencia. Porque la emoción se transforma, se metamorfosea.
Muchos antiguos heridos, niños traumatizados, me han explicado que habían intentado
encontrar archivos sobre las circunstancias de su sufrimiento y, entonces, sintieron placer
en comprender lo que habían vivido y transformaron su sufrimiento en obra filosófica, en
creación teatral… Muchos de los «traumatizados» por la vida llevan al teatro lo que no
pueden expresar directamente. Cuesta mucho decirle a alguien: «Esto es lo que me pasó,
esto es lo que fue mi vida».
Yo hace sesenta y cuatro años que no podía decir nada. Es la primera vez que lo
hago.
Es difícil dirigirse a alguien y explicarle lo que se ha vivido, pero si lo hacemos por
medio de la obra de arte, dando un rodeo a través de una película, una obra de teatro, un
ensayo filosófico o el trabajo psicológico, te conviertes en la tercera persona de la que
puedes hablar: le das indicaciones a ese actor que representa lo que te ha pasado. Así,
has resuelto la ecuación imposible: «No puedo explicar lo que pasó porque
emocionalmente es demasiado duro y no vas a comprender nada. De hecho, yo soy el
único que puede comprenderme». Por el contrario, si doy un rodeo a través de la obra, si
alejo la información, me comunico mejor contigo porque ya no estoy solo en el mundo
con mi tormenta interior, con mi herida inverosímil. Porque he conseguido convertirla en
una representación que ahora podemos compartir. Por fin vivimos en el mismo mundo.
Al salir de la sinagoga, llegué ante la puerta.Estaba abierta y conservo, aquí también,
la sensación de una gran belleza, porque fuera brillaba un sol espléndido y porque esta
puerta abierta era el símbolo de la libertad.
Hasta aquí, mis recuerdos son precisos, casi al detalle de imagen y sonido. Me
acuerdo con gran claridad de este rayo de luz que entraba en la sinagoga. Ahora bien, a
partir de ese instante, los recuerdos verdaderos se han mezclado con los falsos. Para mí
es un misterio que ni los soldados que estaban recogiendo su armamento para marcharse
ni los hombres de la Gestapo me dijeran nada. También había mucha gente en la acera
de enfrente, y cuando me vi ante ellos, me pregunté: «¿Qué hago?». En mi recuerdo, la
escalinata es inmensa y tiene unos escalones muy largos por los que bajar. En mi
recuerdo, el patio es una explanada larga, muy ancha. En mi recuerdo, esta verja…
¡anda!, esta verja no está en mi recuerdo. En mi recuerdo, a lo largo de la acera había
una ambulancia y cerca de esta ambulancia, madame Descoubès, enfermera de la Cruz
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Roja, que estaba socorriendo a una señora que había recibido un culatazo y que iba a
morir. Y me vio. Como había mucha gente, aquellos hombres no advirtieron mi
presencia, recogieron a la señora y, en mi recuerdo, fue en ese momento cuando
madame Descoubès me hizo una señal. Entonces eché a correr y me precipité bajo el
colchón sobre el que habían extendido a la moribunda.
Al ver hoy que la explanada es minúscula, la escalinata muy pequeña, y que esta verja
se abría para dejar pasar la ambulancia, todo aquello me parece increíble. Desde
entonces, la señora herida me ha telefoneado ¡porque no se murió! De hecho, a
consecuencia del golpe, le había estallado el bazo, la operaron y sobrevivió. En resumen,
si esa mujer no hubiera estado a punto de morir a causa de una hemorragia interna,
hubiera sido deportada a Auschwitz.
En mi recuerdo, otro detalle me intrigaba: en aquel mismo instante, un oficial alemán
había subido a lo que yo creía una ambulancia, ya que, al lado, había una enfermera.
Sin embargo, cuando volví a ver a madame Descoubès, me aclaró la memoria: «¡Qué
va!», me dijo, «no era una ambulancia, era una camioneta». Por razones de coherencia
yo había tenido, por lo tanto, la necesidad de reconstruir un recuerdo lógico: si había una
enfermera, ese vehículo sólo podía ser una ambulancia. Y, si un oficial alemán había
subido a la camioneta que, a continuación, se había alejado del lugar, era lógicamente
necesario que hubiera sido él quien había dado la orden de arrancar. Aquí, una vez más,
mi reconstrucción ignoraba la realidad. La señora moribunda rescatada a la muerte que
me telefoneó me sacó de mi error: «Nada de eso, el oficial no dio ninguna orden.
Era el capitán Meyer, y se marchó diciendo: “¡Que reviente aquí o donde sea, qué
más da, el caso es que reviente!”».
Sin embargo, no guardo ningún recuerdo de esto. Al contrario, al manipular mi
historia, es probable que sintiera la necesidad de pensar que siempre hay hombres
indulgentes, cualesquiera que sean las circunstancias. Así que no oí esta frase, o la
olvidé, y este olvido le dio coherencia a mi narración. De hecho, es el falso recuerdo el
que sostuvo la coherencia de mi historia, puesto que el auténtico era la locura. Tuve por
tanto que encontrar una coherencia que se pudiera dividir en partes: puesto que era una
enfermera, entonces el vehículo, naturalmente, era una ambulancia, y puesto que la
ambulancia se había puesto en marcha, ese oficial no podía ser más que un alemán
amable. Ahora bien, ¡nada de todo eso era cierto!
He oído muy a menudo a niños o adultos explicarme de este modo cómo
sobrevivieron. Creo que la manipulación del pasado que hacen es un factor de resiliencia
y que los que no adoptan este punto de vista quedan prisioneros de su historia. Sólo ven
y viven el horror de la realidad, la herida interior, la inquietud, la angustia. Son
prisioneros de su pasado para siempre, mientras que estos falsos recuerdos, mezclados
con huellas con frecuencia más precisas que los archivos, demuestran una manipulación
de las representaciones que le permite al individuo recuperar la esperanza:
«No todos los hombres son unos cabrones», «Siempre hay una solución posible, ser
libre sólo depende de ti». Muchos niños abandonados me confirman que en esos terribles
momentos siempre estaban al acecho de la belleza, incluso en medio de las peores
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atrocidades. En Ruanda, en el paroxismo del horror, algunas personas escribían poesías.
En pleno drama, acudían a los escribientes públicos y les dictaban la atrocidad de lo que
estaban viviendo para que sus nietos pudieran algún día leer lo que había pasado.
Hay personas que tienen el talento de provocar la suerte.
Yo no la he tenido siempre. Aquel día sí, podríamos decir que tuve suerte, si bien es
cierto que la provoqué, hice sonreír a la suerte… y la suerte me sonrió. En la vida, no
suele ocurrir siempre, pero aquel día, la suerte me sonrió.
 
 
 
 
NOTAS: 
[1]En francés, scellé, pronunciado «selé», sellado, suena muy parecido a salé, salado.
( N. de la t.)
 
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Índice
El exilio de la infancia 8
Presentación de Philippe Brenot 9
Me acuerdo… 11
Pondaurat 12
La emoción sepultada 17
La detención 25
En la sinagoga 28
La negación de la resignación 33
37
	El exilio de la infancia
	Presentación de Philippe Brenot
	Me acuerdo…
	Pondaurat
	La emoción sepultada
	La detención
	En la sinagoga
	La negación de la resignación

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