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Elizondo - Autobiografía

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Autobiografía Precoz 
Salvador Elizondo 
 
 
 
 
 
Autobiografía Precoz 
Salvador Elizondo 
 
 
 
 
 
Notas de la CSM 
Cecilia Kühne Peimbert 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
© Salvador Elizondo, 2023 
Impreso por CSM 
Nuestros propósitos constitutivos siguen siendo conservar y enaltecer las ideas que han dado direc-
ción a nuestro siglo. El camino está hecho y pavimentado: allí están los ejemplos. Insurgentes, el ca-
llejón de Las Ratas y Los Guadalupes. Somos hoy una minoría cada vez más reducida, que subsiste 
en medio de la ciega locura del consumismo. Ocultos, ignorados, trabajadores silenciosos en la obs-
curidad, asumimos nuestro papel. Henos aquí. 
 
Í n d i c e 
 
 
 
Autobiografía precoz ..................................................................................... 11 
Advertencia del autor ..................................................................................... 69 
Notas de la CSM ............................................................................................. 71 
Garabato ........................................................................................................... 77 
 
11 
Autobiografía precoz 
 Exactus tenui pumice versus eat… 
Propertius 
 O como dice Pound: 
We have our erasers in order…1 
 
 
 
 
 
Beda el Venerable compara la vida humana al paso de una 
alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente 
y vuelva a salir hacia la noche. Una autobiografía es a la vida lo 
que ese momento es al vuelo de la alondra. A mi edad no tengo 
aún la perspectiva o mi perspectiva de la vida es demasiado pre-
suntuosa para poder concretarla sobre el papel. La vida todavía 
me está vivendo, en el mismo sentido en que se emplea el gerun-
dio “está lluviendo”, para que de ella no pueda tener más certi-
dumbre que la de mi vocación y del estado de ánimo que esa 
vocación ha fraguado, creo yo, eso sí, definitivamente. Por otra 
parte la importancia de una autobiografía reside en las conclusio-
 
1 “Tenemos en orden nuestras gomas de borrar…” 
12 
nes que nos propone o que sacamos más que en las anécdotas 
que nos relata. Mi visión esencial del mundo es poco edificante; 
en realidad, no apta de ser difundida. En esto no creo ser una ex-
cepción a la regla o si la soy, soy la excepción que la confirma. 
Nuestra idiosincracia está hecha de los prejuicios que se resumen 
en nuestras opiniones y ni siquiera por lo que respecta a mi pro-
pia persona me considero en posesión de una visión clara. Hasta 
ahora sólo puedo tener conciencia de mi vida como de una expe-
riencia en la que he visto o imaginado algunas imágenes y en que 
he dicho o he escuchado algunas frases. De mi primera infancia 
sólo recuerdo un verso: “Sobre el dormido lago está el saúz que 
llora…” y cada vez que escucho, después de tantos años, estas 
palabras con que se inicia uno de los poemas más inquietantes 
que se han escrito, se me aparece como un sueño equívoco el 
cuerpo infinitamente desnudo, infinitamente blanco de mi schwes-
ter2 y además resuenan en mis oídos, como un eco lejanísimo, el 
batir de los tambores, el golpe acompasado del paso de ganso so-
bre los adoquines, la exasperación sibilante de los pífanos y el ale-
teo lentísimo de los largos banderines rojos que colgaban de las 
ventanas golpeando las fachadas lúgubres y ateridas de las casas 
de nuestra calle. Pero en la imagen de ese cuerpo desnudo descu-
bro también el entusiasmo inequívoco de la primavera, el súbito 
 
2 “Hermana” [Sor]. 
13 
deshielo que presagiaba los vastos campos de girasoles y la luz 
quebradiza del sol que se filtraba como una cascada cristalina en-
tre el follaje siempre verde de los pinos. Por las tardes nos sentá-
bamos schwester Anne Marie y yo en el pretil de la ventana. Ella 
tocaba canciones populares en el acordeón o en la armónica pero 
callaba cuando aparecían unos niños judíos que, ateridos y escuá-
lidos, vagaban unos instantes por nuestra calle, cuando ésta estaba 
desierta, para que el sol, ya que no era otra cosa, alimentara sus 
pequeños cuerpos raquíticos. Entonces Anne Marie me azuzaba 
diciéndome algunas palabras al oído, y yo, como un perro faldero 
enloquecido, gritaba apoyado en el reborde: “¡Schweine Juden! ¡Sch-
weine Juden!”3 Ambos reíamos y mientras los niños pasaban ante 
nuestra ventana ella volvía a llevar la armónica a sus labios y en-
tonaba con más emoción que nunca O, du Fröhliche.4 
Cuando salíamos a los alrededores de la ciudad y caminá-
bamos entre los campos de girasoles, ella me hablaba, no con 
menos convicción por tener que traducir ésta a un lenguaje infan-
til, de la grandeza del Führer, del destino excelso del pueblo ale-
mán. Llegábamos entonces a un paraje en que la espesura de los 
girasoles nos resguardaba de las miradas de los caminantes y en 
que sólo quedábamos expuestos a esa otra mirada calcinante y 
 
3 “¡CerdosJudíos! ¡Cerdos Judíos!” 
4 “Oh felícisimo” [canción de Navidad]. 
14 
enceguecedora del sol ante la que nos desnudábamos y mientras 
ella continuaba hablando de las mismas cosas yo miraba su cuer-
po, analizando detenidamente esa blancura perfecta, las longitu-
des armoniosas de esa carne que se estremecía rimando 
lentamente sus movimientos con el vaivén acompasado de las 
enormes corolas movidas por la brisa. A veces, con el pretexto de 
jugar con su gruesa trenza rubia, tocaba furtivamente con las pun-
tas de mis dedos la piel de sus hombros, de su cuello, de su cintu-
ra sin comprender que, a ciegas, mis manos entrban en contacto 
con un misterio supremo, indescifrable en su apariencia de clari-
dad. Schwester Anne Marie se tendía sobre la hierba, abierta como 
la flor al sol ardiente y lejano y, mirando pasar las nubes, sus la-
bios acariciaban bordes de la armónica produciendo canciones sin 
sentido. Sabíamos que era la hora de volver a casa por el ruido de 
los motores de los camiones militares que pasaban por la carrete-
ra. Entonces nos vestíamos apresuradamente y nos dirigíamos a 
tomar el autobús. Desde la ventanilla veíamos asomar, a interva-
los precisos, los falos renegridos de los cañones antiaéreos que, 
conforme transcurría el verano, iban poblando, cada vez con ma-
yor densidad, los campos que bordeaban el camino. 
El retorno a la patria fue una experiencia desagradable por 
varios motivos. Penetraba yo por primera vez en un mundo caó-
tico, infinitamente fragmentado o quizá infinitamente indiviso. El 
15 
tiempo era una margen de la lógica. El perímetro de las estaciones 
del año era un zigzag que todo y nada engolfaba y solamente era 
posible distinguir dos épocas precisas: la del polvo y la de la llu-
via. Aunado a esto recaía sobre mí la obligación malsana de tener 
que ir a la escuela, de estar comprometido, por primera vez en mi 
vida, con una comunidad, no de intereses, sino de obligaciones 
irritantes y las más de las veces irritantes por estúpidas: los lunes 
el saludo a la bandera, un trapo sin sentido ante el que había que 
levantar el brazo y jurar que estaba uno dispuesto a morir; la par-
ticipación en la fiesta deportiva en que era preciso retorcerse co-
mo simio al compás de las notas de un piano desvencijado, los 
castigos que invariablemente revelaban la falta de imaginación de 
los maestros: escribir mil veces una frase que expresaba una de-
terminación radicalmente opuesta a lo que en mi interioridad era 
una verdad absoluta. Por las tardes me refugiaba yo en la compa-
ñía de mi nana, mi nueva nana: un ser que nunca se hubiera des-
nudado en mi presencia y que sólo colmaba las horas de la tarde 
lluviosa con el relato amorosamente repetido de Juan sin Miedo o 
con las anécdotas propagandísticas de los héroes de la rebelión de 
los Cristeros o del fusilamiento “edificante” del Padre Pro. Algu-
nas veces me asaltabala nostalgia de aquel mundo distante y rígi-
do que se había perdido más allá de los mares y sólo me 
consolaba hojear, durante horas, las imágenes alegremente cruen-
16 
tas del Struwwelpeter.5 Un día llegó la noticia: la guerra había empe-
zado. Íntimamente sentía yo la alegría de poder participar en un 
juego que hasta entonces nunca había jugado: el de “alemanes 
contra ingleses”. Por lo general nadie quería ser “inglés” en aque-
llos tiempos. 
Las gentes hablaban mucho por entonces de los bombar-
deos aéreos. Esto era una novedad gozosa entre los mayores. Se 
discutía el concepto de Blitzkrieg6 como se discuten los últimos gi-
ros de la moda. A mí me agradaba escuchar esta suerte de proezas 
aunque no las entendía cabalmente. Unos días idealizaba yo a la 
RAF y otros la palabra Stuka evocaba en mi mente “…el destino 
excelso del pueblo alemán”. Pero a veces, de pronto, surgía en mi 
pensamiento la imagen de aquel cuerpo hermosísimo tendido al 
sol entre los enormes tallos de los girasoles y como un chispazo 
siniestro y amargo esa carne que yo amaba sin comprenderla se 
desgarraba chorreando sangre y ese cuerpo se rompía en girones 
que el viento azotaba contra el reborde de la carretera bombar-
deada. Por eso he tratado de olvidarlo. No he podido. 
De entonces, tal vez, data el único sentimiento que siempre 
me ha animado y cuya validez nunca he puesto en duda: la me-
lancolía. Muchos años después de que esta fuerza terrible se apo-
 
5 Personaje que da nombre a un famoso libro para niños. En español fue 
traducido como Pedro Melenas. 
6 “Guerra relámpago.” 
17 
derara de mis emociones, leí en uno de los libros más bellos que 
se han escrito que la melancolía es una tristeza inexplicable y sor-
da que, como el amor, o más que éste, es capaz de hacer girar los 
mundos, y cuando miro hacia atrás, hacia lo que yo he sido, com-
pruebo la verdad que encierra esta definición. Compruebo cómo 
Jack the Ripper y Jesucristo compartían ese estado de ánimo que 
transcurre en la luz más mortecina del alma y dentro del que es 
posible explicarse el mundo sin que por ello esa explicación tenga 
un significado. Yo creo que el grabado de Durero refleja justa-
mente eso: la sensación de conocer la realidad, pero no su signifi-
cado. Y como lo único que trasciende de nosotros mismos, lo 
único que es capaz de teñir el mundo exterior es el color de nues-
tras propias emociones, a partir del momento en que me percaté 
de la condición infinitamente vulnerable de nuestra apariencia, de 
nuestra concreción como partes constitutivas del universo, ese 
universo mismo se me volvió vulnerable, vulnerable a Dios, a los 
Stukas, a los chinos, a la locura, a la muerte, sin que por conocer 
su vulnerabilidad conociera yo su sentido. Y no es que la melan-
colía sea un sentimiento aniquilador. Muchas veces mueve a los 
hombres a la acción y a la violencia, a la creación y a la poesía. La 
liberación de Arabia y el exterminio metódico de una raza, la Sin-
fonía Coral y la tragedia del Rey Lear, ¿qué son si no la expresión 
de una desesperación que desespera de sí misma? Además, la me-
18 
lancolía, por inexplicable, es también incompartible. Se puede 
compartir la tristeza, la alegría, el amor, o cuando menos pode-
mos aceptar la ficción o la convención de que los compartimos, 
pero la melancolía es demasiado exclusiva y está demasiado oculta 
en el fondo de nosotros como para que podamos extraer aunque 
sea una mínima parte de ella y mostrarla como se muestra una 
mercancía maligna a los presuntos compradores. 
Pienso todo lo anterior porque a partir del momento en 
que no dudé del carácter perecedero de todos nuestros sentimien-
tos el mundo exterior de la realidad se fue desdibujando lenta-
mente y empezó a tomar forma otro mundo, quizá 
desmesuradamente limitado, pero infinitamente más aprehensi-
ble. Se trataba de un mundo que en la primera adolescencia es au-
tosuficiente, no requiere nada más que su propia existencia para 
colmar los vacíos que el otro mundo, el mundo de los demás, 
abre pertinazmente en nuestra interioridad. Las circunstancias de 
la vida me alejaron irrevocablemente de los núcleos en los que, 
por lo general, la juventud se solaza y todo, la amistad y el amor 
principalmente, se convirtió en abstracciones para mí. Abstrac-
ciones que no por serlo constituían experiencias de menor inten-
sidad o interés que las que se tienen en los ámbitos externos de la 
vida. La disciplina escolar me repugnaba en la misma medida en 
que me repugnaba la hipocresía de las costumbres que tienden a 
19 
instaurar en la mente del adolescente la estructura apócrifa de los 
estúpidos valores morales que propugnan los padres y los conse-
jeros familiares. Yo había logrado someterme, por pura intuición, 
a una disciplina mucho más rigurosa, pero también mucho más 
gratificante: la de la soledad. Y esa disciplina me permitía perse-
guir, cada vez con mejores resultados, las veleidades del sueño. Si 
renunciaba yo a la armonía con mis mayores o con mis semejan-
tes no me desentendía de la remota posibilidad de conseguirla pa-
ra estar algún día en paz conmigo mismo. A estas alturas no la he 
conseguido, pero tampoco la he desechado. Poco a poco he ido 
construyendo un mundo inviolable en el que no quiero que pene-
tre nadie sin mi consentimiento. Y para esto he tenido que ser 
precavido. Algunas veces lo he mostrado a quienes para nada lo 
han comprendido, otras veces he entreabierto la puerta y ciertas 
gentes, mujeres, han querido instalarse en él como si estuvieran 
en su propia casa. Al final de cuentas, como escritor, me he con-
vertido en fotógrafo; impresiono ciertas placas con el aspecto de 
esa interioridad y las distribuyo entre los aficionados anónimos. 
Mi búsqueda se encamina, tal vez, a conseguir una impresión ex-
tremadamente fiel de ese recinto que a todos, por principio, está 
vedado. Creo que, después de todo, la insinceridad, que es la 
emulsión sobre la que esas imágenes se eternizan, cuando es 
20 
consciente, es la máxima cercanía que podemos tener de la ver-
dad. 
La adolescencia es la época en que nuestra falta de discer-
nimiento convierte la amistad en el más elevado de los valores. 
Yo también he tenido esa flaqueza. Los amigos me iniciaron en el 
alcohol y en el burdel, pero no en detrimento de mi integridad in-
terior, pues, en todo caso, ellos no fueron capaces de crear más 
que una sodalía, pero nunca una solidaridad. Uno entre todos 
permaneció fiel a la consigna que nos habíamos impuesto: la de 
descubrir conjuntamente las esencias poéticas del mundo. Huelga 
decir que ambos hemos fracasado, pero algo de lo que entrevi-
mos ha permanecido para siempre y sigue siendo la constante que 
anima nuestro paso. Recuerdo mis paseos con él por la calle prin-
cipal de nuestro barrio, bajo los enormes fresnos que goteaban 
sobre el empedrado los últimos restos de una lluvia reciente. Él 
era mayor que yo y no carecía de Baudelaire, ni de rima, ni de ol-
fato. No le fue, por lo tanto, difícil contagiarme sus propios apeti-
tos y fue por él que leí por primera vez las Rimas de Bécquer, ese 
libro del que siempre se reniega y que siempre se exalta según que 
el péndulo de las emociones oscile en un sentido o en otro. Pero 
la validez de esa emoción que provoca el primer poema que se lee 
con el criterio de que se está leyendo poesía se vería invalidada si 
no fuera como el presentimiento de otra emoción que en la ado-
21 
lescencia, por lo general, nos hace consumir muchos versos y po-
cas energías: el amor. 
Una tarde caminábamos los dos después de la lluvia cuando 
de pronto escuchamos, saliendo de una ventana entreabierta, una 
música de piano tocada con la impericia y el encanto que hacen 
ciertas músicas, como la de Chopin, inolvidables, más que cuando 
las ejecuta un gran virtuoso. “Ven -me dijo en voz baja mi amigo 
tomándome del brazo- vamos a acercarnos paraver quién está 
tocando.” Empezaba a anochecer y sigilosamente nos aproxima-
mos al alféizar de la ventana. A través de los visillos sólo pudimos 
discernir la silueta de espaldas de una joven rubia que se afanaba 
sobre el teclado de un gran piano de cola. “Ahí tienes -me susurró 
al oído-; éste es un momento de plenitud.” Sus palabras hacían 
una vaga referencia a algún tema de carácter literario que había-
mos estado discutiendo durante nuestra caminata. Pero para mí, 
aquel espectáculo que se refería más a mí emoción que a mi inci-
piente sensibilidad poética, me revelaba súbitamente un mundo 
pletórico de esa belleza diáfana que solamente podemos concebir 
al margen del deseo. No eran las formas las que alentaban detrás 
de aquel cortinaje de terciopelo recogido hacia el marco de la ven-
tana, no era la silueta discernida a través de los visillos de manta 
de cielo ni los sonidos que emanaban hacia la calle lluviosa desde 
aquel enorme piano, era más bien el reflejo de mi propia mirada 
22 
que golpeaba el oro de aquella cabellera con un sentimiento que 
nunca antes había experimentado. Al poco tiempo conocí a aque-
lla muchacha. Se llamaba Silvia. Y a lo largo de toda mi vida he-
mos sido amigos, novios, prometidos, amantes, esposos, 
enemigos. Nos hemos perdido de vista durante años pero siem-
pre volvemos a encontrarnos en los sitios más disímiles y más 
remotos, en las calles, al pie de los campanarios, en los bares, en 
los burdeles, en las fiestas, en las aulas, en las iglesias, en el teatro, 
en los hospitales, en las playas, en el bosque, en los manicomios, 
en los cuartos sórdidos de un hotel, en los restaurantes baratos 
con el piso cubierto de serrín y de ostras, en las películas, en las 
revistas de modas, en las revistas pornográficas, en un cuadro de 
Caravaggio, en mitad del desierto o, de pronto, sentados lado a 
lado en un taxi colectivo. Hemos convivido, hemos hecho el 
amor, nos hemos azotado, nos hemos odiado, hemos partido jun-
tos, nos hemos perdido para siempre y luego, nos hemos vuelto a 
encontrar. 
El descubrimiento de aquella visión, surgida ante los ojos 
como la de Gretchen ante los de Fausto en el espejo de Mefistó-
feles, abrió como un resquicio que hasta entonces había perma-
necido impenetrado y de esa comisura abierta en el meollo más 
sensible de mi soledad brotaron las primeras palabras que tuvie-
ron sentido para mí: las del poema. El poema era torpe, ripioso y 
23 
sobrerrimado pero aludía a algo que jamás me sería enajenado y 
barruntaba una vocación que, perseguida por caminos tortuosos a 
veces y extraviados, nos lanza ineluctablemente en una dirección 
que, como la de mi amor por Silvia, es ella misma la travesía y el 
puerto. 
Si aludo entre líneas a la condición del poeta como la más 
alta a la que puede aspirar el hombre, no lo hago para atribuirme 
el perseguimiento de esa condición con el fin de enaltecer lo que 
yo creo que ha sido mi propia vocación. La subsistencia de la 
poesía no son las meras palabras de que está hecho el poema sino 
el sentimiento vital que lo inspira. Creo que como todos los 
hombres, mis primeros versos brotaron ante la presencia de una 
mujer o, más bien, ante la certidumbre de su existencia, pero esos 
primeros versos nacían más allá o más acá del sentido que la poe-
sía tiene como vocación de “hacer con las palabras”; nacieron, en 
realidad, como respuesta a la pregunta que se hace el hombre ante 
la contundencia de esa relación mágica que convierte a una mujer 
en una convivencia indefinible para él, que la convierte en la 
amada. ¿Qué hago?, se pregunta ante este hecho capital. Las pala-
bras entonces, ante esta interrogante, se conjugan, se combinan, 
se acoplan de acuerdo a ciertas sintaxis que no están previstas o 
que no informan ya el concepto meramente filológico de lengua o 
de idioma y que tienden a constituir una plétora que las hace uni-
24 
versales dentro de su individualización extrema, dentro de su ubi-
cación exclusiva en una región distinta del espíritu. Visto con su-
ficiente perspectiva y a la luz de las definiciones que la poesía 
siempre busca y siempre encuentra de sí misma, el poeta nace en 
el momento en el que, como Bécquer, dice a los ojos que lo mi-
ran: Poesía eres tú, y se acrisola definitivamente en el momento en 
que puede explicar la misión que ha elegido con las mismas pala-
bras con que Mallarmé aludía a la obra poética de Poe: Donner un 
sens plus pur aux mots de la tribu.7 Ambas definiciones contienen la 
esencia que solidariza al poeta: una con su emoción, la otra, con 
el lenguaje. Yo creo, en fin, ahora, que estos dos versos encierran 
los términos contiguos de la trayectoria personal de todo poeta. A 
veces irrumpe en ese ciclo que todo lo abarca la sinrazón, la de-
mencia, la desesperación ante las circunstancias concretas de la 
vida y a pesar de que la visión de la poesía es el alfabeto en que el 
alfa y el omega se tocan, por el milagro que su propia existencia 
supone, entre ambos caben todas las letras que sirven para desig-
nar al universo. El esplendor y la verdad de las palabras, organi-
zadas de acuerdo a la lógica de la sensibilidad, no abandona a los 
hombres desde el momento en que nacen verdaderamente a la 
vida y yo, por mi parte, no me considero una excepción a esta re-
gla que yo mismo y para mí mismo he formulado, sólo que la vi-
 
7 “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu.” 
25 
da, y más que la vida la realidad, plantea una disyuntiva excesiva-
mente difícil de dirimir. El poeta, o es un hombre que se enfrenta 
a la eternidad momentáneamente, en cuyo caso vive o concreta, 
mediante el lenguaje, imágenes o sensaciones, o bien eterniza el 
instante viviendo las imágenes o las sensaciones en el lenguaje, un 
lenguaje que por ser el hecho mismo de la creación y la creación 
misma de su personalidad, es el cumplimiento de una aspiración 
de máxima universalidad. Éste ha sido, en términos de ideas esté-
ticas, el proceso que yo mismo he seguido o he intentado seguir 
en mi obra. Creo, de momento, que todavía estoy más cerca de 
Bécquer que de Mallarmé y este hecho no me avergüenza porque 
tengo justamente la edad en que Mahoma, con más furia que 
nunca, sigue tiñéndome la carne roja y en que van ganando la ba-
talla de mis sentimientos las huestes de la Arabia Feliz sobre las 
de Galilea. El tiempo llegará sin duda en que abandone este liris-
mo en aras del supremo menester, o mester poético, pero es que 
estoy comprometido, más comprometido, con la mirada que me 
mira en el espejo que con el esplendor del cielo. 
Como siempre fui un pésimo estudiante me valí de todos 
los medios para abandonar las escuelas a las que mis padres me 
enviaban. Vocaciones ficticias me sirvieron en muchos casos para 
hacerlo. Cuando terminé la preparatoria decidí que había llegado 
el momento de rebelarme definitivamente contra cualesquiera es-
26 
tudios y en función de cierta facilidad que no trascendía los lími-
tes de un diletantismo elaborado, cometí el error de aspirar a ser 
pintor. Este error duró varios años, y mi carencia absoluta de ta-
lento me demostró, a la larga, que había yo estado perdiendo mi 
tiempo. La lucha o el diálogo que el pintor entabla con las formas 
visuales era una empresa demasiado larga para mí y en la que al 
cabo de esos años solamente había yo conseguido realizaciones 
mínimas en el orden del dibujo sin haber comprendido jamás el 
significado cabal, en el orden técnico, de los demás factores que 
contribuyen a la consumación del acto pictórico pleno. Como 
pintor había yo caído bajo diversas influencias, sobre todo de las 
escuelas mexicanas que, difícilmente, por lo rudimentario de sus 
premisas, por sus concepciones ingenuas y por su carencia abso-
luta de sentido de universalidad, contribuyeron a que yo no pu-
diera extraer de ellas, aunque fuera, una perspectiva mínima que 
sirviera de cauce al pocotalento que tenía. Mi pintura pecaba, en 
general, de un filosofismo tremendista, realizado con una pobreza 
extrema de imaginación y de habilidad técnica. Sin embargo per-
sistí en el error con una rebeldía inusitada en mi persona, que 
siempre ha tendido a abandonar las empresas demasiado difíciles 
aun antes de emprenderlas efectivamente. En aquella época impe-
raba todavía el criterio generalizado de un realismo popular y po-
pulachero que a veces daba en llamarse “socialista”. La crítica era 
27 
ejercida timoratamente por ciertos tránsfugas políticos que salpi-
caban -algunos siguen haciéndolo todavía hoy- sus apreciaciones 
con los manidos slogans de un marxismo de plazuela. Los boleti-
nes que contenían las decisiones del Comité Central del Partido 
Comunista de la URSS sobre “cuestiones de literatura y de arte” 
circulaban profusamente entre esa caterva de ignorantes que se 
agrupaban en organizaciones rudimentarias de pintores y adopta-
ban dogmáticamente esas resoluciones que les permitían, según 
ellos, realizar con toda “eficacia” un arte que fuera realmente para 
el pueblo. Recuerdo particularmente uno de aquellos folletos en 
que en menos de veinticinco páginas se condenaba radicalmente 
toda la obra de la poetisa Ajmátova, de Prokofiev y de Einsens-
tein. 
La obra de este último, especialmente, había comenzado a 
interesarme apasionadamente después de haber visto algunas de 
sus películas y cuando leí sus libros me percaté de que estaba yo 
ante el único testimonio sensible y lúcido acerca de la estética 
contemporánea enfocada con un criterio marxista. En un nivel 
más inmediato, la estética de Einsenstein proponía ciertos proce-
dimientos de composición formal derivados del principio de 
montaje que permitirían, según pensaba yo entonces, instaurar 
una disciplina pictórica más rigurosa, más esencial y, sobre todo, 
menos aburrida que las que detentaban entonces los pintores 
28 
“socialistas”. Largo tiempo trabajé en esta dirección sin conseguir 
resultados particularmente satisfactorios. Erraba yo ante las for-
mas sin conseguir apresar el objetivo que me había propuesto. Al 
fin de cuentas sólo conseguí pintar un cuadro en el que había in-
corporado las ideas que de una manera muy simplista expresaban 
los rudimentos del principio de montaje tal y como el propio Ein-
senstein lo había aplicado en el cine unos veinticinco años antes 
de entonces. Muchos años después, cuando emprendí el aprendi-
zaje de la escritura china, caí en la cuenta de que los chinos ha-
bían conseguido, en la estructura de sus caracteres ideográficos, 
exactamente los mismos resultados que Einsenstein en sus pelícu-
las, dos mil años antes de Cristo. El cuadro que yo había pintado 
representaba una vista del Foro Romano en el que los elementos 
característicos de estas edificaciones se agrupaban sintéticamente 
constituyendo un elemento formal orgánico y expresivo. Pero a 
pesar de ello el cuadro era muy malo. 
Al poco tiempo partí para continuar mis estudios en Euro-
pa. La contemplación reiterada de ciertas telas: las batallas de Pao-
lo Uccello, La Calumnia, el Vapor en la tormenta de Turner, hicieron 
nacer primero, y afianzaron después, mi determinación de no 
volver a tocar los pinceles. 
Fue aquella estancia en Europa, después de mi fracaso co-
mo pintor, la que hizo nacer en mí la afición por el cine. Mis co-
29 
nocimientos de este arte se limitaban de una manera teórica a las 
investigaciones de Einsenstein y a ciertas películas clásicas que 
había yo tenido oportunidad de ver sin que por entonces hubiera 
yo tenido una sensibilidad suficientemente abierta a esta expre-
sión como para darme cuenta de que el cine había alcanzado una 
madurez tal que podía ya competir con las demás artes figurativas 
como testimonio cabal de experiencia humana. Esta certidumbre, 
que no fue sino una certidumbre pasajera como pude comprobar-
lo después, la adquirí con la frecuentación entusiasta de los cine-
clubs, sobre todo de París, a los que la juventud se volcaba con 
un ánimo muy diverso del que entonces llevaba a los jóvenes al 
cine en países como éste. Por otra parte, el cine en Europa no ca-
recía de un voluminoso aparato crítico y teórico que contribuía a 
enriquecer al máximo lo que allá constituía la “experiencia cine-
matográfica” y que aquí no era más que “ir al cine”. Esta visión 
del cine como una manifestación del espíritu fue sin duda para mí 
un logro positivo después de aquel viaje durante el que no me 
habían abandonado ciertas reticencias y prejuicios debidos a mi 
adhesión inquebrantable a las ideas políticas de izquierda que la 
solidaridad con mis colegas pictóricos de México me había infun-
dido. Ahora comprendo cuánto más provechoso me hubiera re-
sultado aquel viaje, realizado en el momento más exaltado de mi 
primera juventud, si mi espíritu no hubiera estado trabado por 
30 
toda esa serie de estupideces que me impedían sacar mis propias 
conclusiones acerca de la verdadera naturaleza de la vida de una 
sociedad que emergía apenas de la guerra y que estaba pasando 
por el trance de su reorganización de acuerdo a ciertos nuevos 
principios y normas históricas. La relación superficial que yo ha-
bía entablado con algunas mujeres durante aquel viaje me turbó, 
sin embargo. Esas mujeres que habáin experimentado el cataclis-
mo de la guerra no eran menos mujeres por ese hecho; conserva-
ban intacta una interioridad propia al lado de la cual mis 
“camaradas” mexicanas, que amaban disfrazarse de personajes de 
Diego Rivera, que redimían incansablemente a los indios del 
Mezquital y bebían grandes cantidades de tequila en las fiestas del 
Taller de Gráfica Popular, eran como un remedo grotesco de ese 
ideal que, por principio, prefigura toda mujer ante los ojos del 
hombre. La emancipación, sobre todo sexual, de las mujeres que 
conocí durante ese viaje no presuponía necesariamente la pérdida 
de la femineidad que invariablemente caracterizaba a las “mujeres 
progresistas” que yo había frecuentado en los círculos intelectua-
les de izquierda en México. El destino me tenía, quizá, por esa 
idea que me había formado en Europa, preparada una revelación 
que, a mi retorno, habría de trastocar de una manera indeleble mi 
actitud ante las mujeres y, especialmente, ante la relación que uní-
vocamente presuponen con el hombre. 
31 
Al poco tiempo de haber regresado a México fui invitado a 
dar una conferencia sobre la obra de Einsenstein en un ciclo or-
ganizado por los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras. 
Mientras hablaba noté que en la primera fila se habían sentado 
dos muchachas muy bellas, una morena y otra rubia. Esta última 
me miraba fijamente y cuando nuestros ojos se encontraban son-
reía maliciosamente hasta el grado de que su presencia llegó a 
turbarme y a hacerme decir una cosa por otra. Cuando terminó la 
conferencia se acercó a mí, seguida de su compañera y sonriendo 
me preguntó si sabía quién era. “Soy Silvia, me dijo, ¿ya no te 
acuerdas de mí?” Aquel momento en que yo la había visto por 
primera vez a través de los visillos de su ventana, sentada ante el 
enorme piano de cola, cruzó como un relámpago exquisito por 
mi mente. Había cambiado mucho desde aquellos días de nuestra 
adolescencia, pero en sus ojos brillaba la misma luz de entonces y 
su cuerpo contenía la promesa de aquella plenitud que de tan di-
versa manera yo había experimentado en compañía de mi amigo 
la primera vez que la había visto. “¿Ya no te acuerdas de mi her-
mana María?”, me dijo entonces señalando a la muchacha de pelo 
negro que la acompañaba. La mirada de esta mujer que yo tam-
bién había olvidado era tenebrosamente bella y todos sus gestos 
delataban algo así como una inquietud sombría y gemebunda que 
se expresaba en frases trémulas, dichas con una voz profunda y 
32 
tierna al a vez. Yo frecuentaba a partir de aquel momento la Fa-
cultad asiduamente.Amaba a Silvia porque su cuerpo, como lo 
había yo adivinado, cumplía cabalmente conmigo esa promesa de 
plenitud que siempre me había hecho. María me amaba a su vez y 
ese amor que secretamente me profesaba era como una proyec-
ción del estado de ánimo inquietante que como una lepra invisible 
habái invadido su mente descompuesta. Al cabo de cierto tiempo 
me di cuenta de que mi traición a Silvia estaba compensada por la 
suya y tácitamente aceptamos, los tres, formar un contubernio 
misterioso, una hermandad siniestra. Pero el primer desertor fui 
yo. Un día me percaté tangiblemente del horror que nos mantenía 
unidos y comprendí con una certidumbre absoluta el sentido de 
lo que Baudelaire llamó “… nuestros amores descompuestos”. 
Huí nuevamente a Europa desquiciado por aquella pasión que 
conforme pasaban los días se hacía más intensamente inolvidable, 
añoraba desesperadamente aquel amor secreto, hediondo, que 
contenía, porque en él participaba Silvia, un dejo del momento en 
que yo la había mirado por primera vez. Pasaron los meses y un 
día, en Roma, recibí, enviado anónimamente, un recorte de revis-
ta policiaca con la fotografía del cadáver de María. Se había suici-
dado en un cuarto de hotel degollándose con una hoja de afeitar. 
Roma es una ciudad en que el goce de la arquitectura cobra 
su expresión más alta. A fuerza de convivir con esas edificaciones 
33 
magníficas en una relación inmediata, resulta inevitable adquirir el 
gusto por las formas tortuosas del barroco. Si bien los romanos 
son gente poco interesante, es posible abstraerse de ellos y gozar 
de esa ciudad llena de un encanto superficial y espontáneo. De mi 
vida allí recuerdo con particular interés dos experiencias peculia-
res. La primera me reveló el sentido de toda una concepción esté-
tica que con los años habría de influir, más por su sentido casi 
mágico que por su realidad objetiva, en mi propia obra. Era la 
perspectiva equívoca que Borromini había creado en el cortile8 del 
Palacio Spada. La impresión que me produjo esa pequeñísima ga-
lería artesonada en que está figurada una inmensa perspectiva re-
matada por una estatuilla me remite siempre a la idea de que, si 
bien el arte es, esencialmente, el producto de una actividad mági-
ca, en su concepción intervienen muchas veces factores tan ínti-
mamente ligados al concepto de técnica y de oficio que es 
necesario tener en cuenta esto para poder establecer de una ma-
nera precisa los límites que separan estas dos concepciones. La 
realidad misma, como lo prueba ese hecho arquitectónico casi 
banal, es susceptible tanto de ser recreada como de ser modifica-
da substancialmente por los procedimientos de que dispone el ar-
tista y este hecho informa de una manera certera la diferencia 
exacta que existe entre él y el crítico. Mientras el artista ama con-
 
8 “Patio interior.” 
34 
fundir en su obra esos límites, el otro se empecina en elucidarlos. 
Ante el capricho arquitectónico de Borromini el crítico se desen-
tiende de la profundidad y de la grandeza de ese espacio intermi-
nable para percibir, de inmediato si es perspicaz, los elementos 
con los que el arquitecto ha conseguido amplificar lo que para él 
sigue siendo un espacio minúsculo. Esta idea me persigue desde 
entonces y, sobre todo cuando leo a Borges, me asalta y se reitera 
en mi conciencia. 
Un día a principios del otoño, subía yo por la Escalinata 
Española hacia la Via Sistina cuando, de pronto, me asaltó la vi-
sión de un rostro de mujer que yo trataba de reconocer por algún 
rasgo característico que no hubiera olvidado y, súbitamente, en lo 
que tardan en cruzarse dos miradas, di con él: sus ojos claros. No 
pensé en ese momento que en ellos se reflejaba ya una imagen de 
la muerte que yo sólo había visto en un recorte de periódico viejo. 
Pero Silvia había cambiado radicalmente. Era otra. Había conse-
guido o recobrado la perfección que para mí tenía cuando la ha-
bía visto de espaldas ante el piano, muchos años atrás. Como algo 
indesatable nos unía desde entonces, el momento en que la volví 
a encontrar se convirtió en el principio de un nuevo amor sin 
pauta y sin destino. Solíamos ir por las tardes a pasear por el Pin-
cio, a extasiarnos ante el crepúsculo romano que todo lo vuelve 
de oro o que tiñe de rojo las comisuras que, como heridas, estrían 
35 
los altos troncos de los pinos. Tal vez en esa luz color de sangre 
se revelaba la premonición de lo que sería, meses después en Pa-
rís, en un sórdido cuarto de hotel cercano a la Gare du Nord, en 
fin, mitad quirúrgico y mitad excrementicio, de aquellos amores 
en que nos habíamos solazado cuando caminábamos por la Via 
Appia bajo un cielo espléndido o cuando explorábamos las dunas 
en la playa de Dauville sin decirnos jamás una palabra, porque ya 
para entonces nuestra relación íntima había agotado el lenguaje 
con que se hace el diálogo de los amantes y que, sólo cuando está 
a punto de consumirse se vuelca nuevamente en una angustia de 
palabras presurosas como las del moribundo que quiere decirlo 
todo antes de que se lo lleve el diablo. Cuando me despedí de ella 
en la terminal aérea de Waterloo Station, después de haberla se-
guido hasta Londres, estaba absolutamente seguro de que nunca 
más la volvería a ver. Y esa sensación se afirmaba en mí con más 
fuerza cada vez porque para entonces ya había yo aprendido a 
amarla. Aquella tarde, después que había partido, caminé largo ra-
to por las calles de esa ciudad que para mí había sido, hasta en-
tonces, la más bella del mundo. Llegué hasta el puente de 
Westminster y compré una manzana recubierta de caramelo que 
me comí apoyado en el reborde del barandal, luego arrojé los res-
tos de la manzana al río y los seguí con la vista unos instantes 
hasta que la corriente los hizo desaparecer. 
36 
Después de la partida de Silvia regresé a París. Esa ciudad 
se convirtió para mí en la más triste de cuantas he conocido. El 
misterio alegre de que alardeaba la ciudad en la imaginación de 
todas las gentes se convirtió para mí en una realidad abrumadora, 
cargada de desencanto, de tedio y de amargura. Eran los últimos 
días del verano y el calor sofocante que reinaba en la ciudad de-
sierta no lograba incendiar de júbilo las fachadas renegridas de los 
edificios. Mi programa de estudios se había desquiciado por el 
amor alternativamente alegre y triste que yo había vivido allí. Las 
cosas que antes me habían interesado se había vaciado ahora de 
todo sentido. A veces sentía yo la desesperación terrible de estar 
lejos de la patria, otras veces la mera idea de volver a México me 
llenaba de terror. Detrás de aquellos sentimientos confusos me 
miraba fijamente un espectro tenaz: el de fracaso y yo trataba de 
ahuyentarlo con vino. En cuanto me sentía embriagado las espe-
ranzas renacían. Ante mis ojos se plasmaba un mundo fantasma-
górico de posibilidades espléndidas a las que en mis delirios 
trataba de aferrarme como a una última tabla de salvación. El al-
cohol propiciaba esos impulsos violentos que la mente intoxicada 
sólo concibe como bellos arranques de euforia, pero que la so-
briedad convierte nuevamente en fantasmas torturantes. Unas ve-
ces el tedio exacerbado y otras la falta de dinero con que comprar 
alcohol me retenían en mi cuarto del Hotel de Suède releyendo 
37 
algunos libros que habían colmado mi adolescencia: Dostoievski, 
Tolstoi, Stendhal o escribiendo caóticamente mis ideas acerca de 
la vida en forma de ensayos exageradamente pedantes y llenos de 
tecnicismos filosóficos entresacados, a tontas y a locas, del voca-
bulario de Husserl, cuyas Ideas para una Fenomenología había yo leí-
do en Italia sin entenderle, como lo comprendí más tarde, gran 
cosa. Conservo todavía uno de aquellos trabajos. Su título era la 
Fenomenología del Desmadre. Lo conservo, tal vez, porque los már-
genes de las cuartillas en que está escrito contienen muchísimasnotas y comentarios de Jorge Portilla, a quien durante algunos 
años me ligó una amistad profunda que por razones que nunca 
comprendí cabalmente se convirtió, de pronto, en indiferencia. 
De regreso a México, después del invierno, mi necesidad de 
alcohol se tornó apremiante aunque en el fondo de mí mismo 
contaba yo con la certidumbre de que durante mi estancia en Eu-
ropa, de una manera turbia al comienzo, había germinado en mi 
personalidad una urgencia por expresarme, por dialogar conmigo 
mismo mediante la escritura, que poco tiempo después, cuando 
volví a encontrar a Silvia y me casé con ella, cristalizaría plena-
mente con la forma de un destino literario. Durante los primeros 
años de mi matrimonio escribí mucha poesía. Estaba yo profun-
damente influido por ciertos poetas ingleses, principalmente Ro-
bert Graves, y mi poesía era casi siempre una transcripción infiel 
38 
del sentimiento poético de los demás. Asiduamente confecciona-
ba traducciones que nunca se publicaban en ninguna parte pero 
que a mí me servían de ejercicio, no para mejorar mi propia escri-
tura, sino para distraerme de esa faena laboriosa que consiste en 
ser un marido modelo. A veces me vencía la angustia de mi inuti-
lidad y entonces volvía yo a beber y con ello a envenenar mis re-
laciones con Silvia. De pronto me daban arranques de 
recuperación y de idealismo, pero mi condición de hombre sojuz-
gado e inactivo pronto vencía mis buenas intenciones. Concurría 
yo a la Facultad de Filosofía y Letras para estudiar literatura ingle-
sa, pero al cabo de algunos meses me percaté de que yo sabía más 
de literatura inglesa que todos mis maestros juntos y las tareas 
que esos estudios me imponían eran demasiado fáciles y para na-
da colmaban el hueco que se había abierto, inexplicablemente, en 
mi vida. Empecé a publicar algunos poemas y ensayos en las re-
vistas que reclutaban a sus colaboradores entre los estudiantes de 
la Facultad. Cuando consideré que ya había reunido una cantidad 
suficiente de obras maestras las reuní en un libro que fue unáni-
memente mal acogido por la crítica. La paciencia y la buena vo-
luntad de Silvia, a lo largo de algunos años de ociosidad mía, me 
permitieron, sin embargo, solazarme ilimitadamente en la lectura. 
Nuestra biblioteca creció desmesuradamente conforme iba enri-
39 
queciendo, lenta, pero seguramente, mi conocimiento de la litera-
tura. 
Mis afanes de lectura, sin embargo, nunca han sido en el 
orden de la amplitud. Yo desconfío de los que todo han leído y 
creo fervientemente en los “libros de cabecera” que se leen y re-
leen mechas veces y también creo en los libros que en la primera 
vez que se leen se arrojan al fuego a la segunda página. En mi 
adolescencia intenté el Ulysses incontables veces y no conseguí mis 
propósitos sino en la juventud. Afortunadamente, pues entonces 
estaba yo más preparado para la gratificación que me produjo. La 
vida, para usar un eufemismo, de “hombre asentado” en el velei-
doso ámbito de la tranquilidad conyugal me permitió leer ciertas 
obras con esa aparente paz de espíritu que, en resumidas cuentas, 
no es más que el afán sistemático de encontrar ideas que puedan 
servir de cauce a nuestras pasiones. Yo todavía no he abierto un 
libro de poesía -y he abierto muchos- sin la esperanza de encon-
trar aunque sólo sea un verso que me pueda servir para propiciar 
una seducción o un acto de aniquilamiento en el nivel de la vida 
cotidiana que es el nivel en que ese verso, cuando sirve a los pro-
pósitos a los que lo destino, habrá de cobrar para mí su significa-
do cabal y su más alto grado de intensidad. La metafísica, por 
ello, nunca me ha interesado más que como un ejercicio que sirve 
para mantener la mente alerta y ágil en el orden de especulaciones 
40 
más directas pero no por eso menos complicadas como son las 
que tienden a justificar la desazón que produce la vida conyugal o 
a exaltar las virtudes del libro de un amigo. Baudelaire hace aco-
pio de una gran riqueza de argumentos ubicuos. Con los años ha 
llegado a la conclusión que este espíritu apasionadamente inteli-
gente encerraba a su vez, como las cajitas chinas, el espíritu de un 
moralista y éste el de un poeta y el espíritu del poeta al del hom-
bre esencial. Creo que una de las cosas que mejor he hecho en la 
vida, o que no he hecho tan mal, fue mi reiterada lectura de Bau-
delaire, porque si en la adolescencia me reveló la emoción bella y 
banal de su decadentismo y me estremecían sus imágenes de ca-
belleras negras, de madonas apuñaladas y cadáveres semidevora-
dos por perros hambrientos, los primeros barruntos de mi 
madurez no me impidieron seguirme estremeciendo con esas 
mismas imágenes, pero ese estremecimiento se había enriquecido 
tanto de significados como de posibilidades en un sentido estric-
tamente pragmático, descontando, por supuesto, en ambos casos, 
el goce que, en sí, produce la contemplación. Un vaso de vino, en 
resumen, o una mujer, se enriquecen por el solo hecho de que, 
cuando los disfrutamos, ya hemos obtenido de los libros cierta 
sabiduría. Y yo creo también que esa es la razón oculta que nos 
ha llevado, a todos quienes lo hemos hecho, a leer a Sade. Yo 
deseaba contagiarme de su obsesión. Al lado de las de Baudelaire, 
41 
las ideas que, según el propio Sade, subyacían en todas sus obras, 
siempre me parecieron punto menos que imbéciles. Me interesa-
ban infinitamente más las “mecánicas” que él había ideado para 
realizar coitos colectivos o las recetas para confeccionar bombo-
nes afrodisiacos que esa Weltanschauung9 pedestre que ciertos críti-
cos miopes, o quizá exageradamente présbitas, se esfuerzan en 
atribuirle con la misma exaltación, exactamente, con que se habla 
de la Weltschauung, por ejemplo, de Hegel. Como literato las virtu-
des de Sade en el siglo veinte no son cuantiosas, pero aparte de su 
falta de reticencia a informarnos prácticamente de ciertas cosas, sí 
conserva todavía, para quienes lo hemos agotado, el mérito de 
habernos remitido a otras literaturas, a otros pensamientos que 
después del primitivismo de los suyos ya son capaces de otorgar-
nos una visión más congruente y más importante que la suya res-
pecto a las mismas cosas. Pocos son los que aprecían, todavía, al 
enorme poeta que fue, o que sigue siendo, en realidad, Swinbur-
ne, por ejemplo, sin esa referencia que en su obra es la de Sade. 
El caso de Georges Bataille también me apasionó durante esos 
años. Su rigorismo filosófico casi incomprensible, sus deduccio-
nes espeluznantes acerca de la relación entre el coito y la muerte, 
su perspicacia enfermiza acerca de los significados ocultos de la 
obra de arte no eran, como lo comprendí al final de la lectura de 
 
9 “Cosmovisión.” 
42 
su obra, sino el basamento en el que se sustentaba un libro irri-
tantemente mal escrito, apasionadamente desorbitado y fébril y 
en el que yo encontré, entre las descripciones más desquiciadas de 
todos los actos excretorios del cuerpo humano y sus imágenes 
sospechosamente entusiastas del nazismo, algo así como la visión 
pura de lo que es la pasión. Este libro, que fue el primero en mi 
vida que me subyugó totalmente al margen de sus virtudes litera-
rias, que de hecho son pocas, pero en realidad muchas, es Le Bleu 
du Ciel.10 
En otros órdenes, durante ese tiempo tuve también la cal-
ma suficiente para leer a dos autores que en mi vida y en mi voca-
ción han sido altamente significativos: Arthur Machen, que fue 
quien por primera vez me reveló la noción inquietante del parale-
lismo de mundos contiguos y simultáneos. Su obra por vasta y 
misteriosa no cobra todavía en mí la concreción de una opinión 
literaria. Sólo presiento que estoy vitalmente vinculado a sus insti-
tuciones. El otro es Ezra Pound. Para mí, tanto su vida como su 
obra representan el afán más inquebrantable de realización poéti-
ca que ha existido en toda la historia dela poesía. No puedo de-
tenerme a dar un libre cauce a las emociones desbocadamente 
entusiastas que me provoca la poesía de Pound. Sólo puedo decir 
 
10 El azul del cielo. 
43 
de él lo mismo que dijo Eliot, y lo mismo qu e dijo Dante de Ar-
naut Daniel: Ezra Pound es il miglior fabbro.11 
Vino a romper la quietud bucólica en que yo me había po-
dido dedicar a la lectura un acontecimiento que no dejará nunca 
de ser para mí el más feliz de mi vida, aún por encima de los tras-
tornos y las angustias que produjo posteriormente en la relación 
que yo había establecido con Silvia. El nacimiento de mi hija Ma-
riana me reveló por primera vez ese vínculo tan profundo que 
existe y determina la sangre y la comunidad de un matrimonio. La 
niña me situaba de pronto ante una realidad acerca d ela cual yo 
sólo había leído en ciertas novelas que casi siempre me aburrían, 
pero también despertaban nuevamente en mí ciertas emociones, 
de carácter mágico, que no en poco contribuyeron a sumirme en 
un estado de constante evocación de mi infancia, de una tenaci-
dad tan apremiante del recuerdo, que mi tentativa por retornar a 
mis propios orígenes, que yo veía reflejados en la incipiente vida 
de Mariana, me absorbió en tal manera que no pude ya asumir, en 
lo que a partir de entonces sería una nueva “vida cotidiana”, las 
obligaciones que ésta entrañaba. Veía en ese ser que yo había he-
cho, la proyección inquietante de mis propias posibilidades y co-
mo mi indolencia iba agravando las cosas, la culpa también me 
fue penetrando por haber puesto a un ser humano ante esas po-
 
11 “El mejor artesano.” 
44 
sibilidades que yo no concebía más que como encauzadas hacia la 
miseria y el dolor. Si el nacimiento de Mariana era un aconteci-
miento dichoso lo era por la belleza que tenía este hecho de su 
presencia para mí y no por el horror al que la había yo condenado 
trayéndola al mundo. Una vez que había llegado a esa conclusión 
no tuve más remedio que volver al gin. 
A través de las brumas que se elevaban cada vez con mayor 
frecuencia en el espacio que yo ocupaba en el mundo, la urgencia 
de concretar literariamente mis emociones se perfilaba con una 
gran agudeza, otras veces la violencia y la furia trastocaban el or-
den de mi mundo en un grado tan intenso que no tenía yo duda 
de su disolución inminente. El papel demasiado activo que Silvia 
había jugado en nuestro matrimonio me lesaba, pero mi impoten-
cia era muy superior a la urgencia de volver a encauzar las cosas 
de nuestra vida común por el camino certero. La fuerza con la 
que los recuerdos de mi infancia me habían asaltado al nacimien-
to de nuestra hija me habían convertido en un ser hipersensible a 
la realidad, que era para mí como la más insoportable e irreme-
diable de las miserias. En este estado de ánimo que excluía, por 
todos conceptos, mi participación dócil en el mundo, era yo ca-
paz, sin embargo de formular proyectos y de trabajar en mis co-
sas. La embriaguez alimentaba asiduamente mi afán de concebir 
cosas que trascendieran más allá del mundo limitado del hogar y 
45 
así fui tirando, hasta que un día Silvia me dijo que estaba embara-
zada nuevamente. Mi única reacción fue mirarme en el espejo du-
rante largo rato y meditar exhaustivamente acerca de mi 
condición de feliz condenado. Tuve tiempo de verme, como una 
aparición espectral, rodeado de follajes que se mecían lentamente 
contra un cielo nublado. Me sentía culpable de ser capaz de amar 
al hijo que pronto vendría a ocupar un sitio en medio de nuestra 
vida y me condenaba yo al exterminio de mi personalidad por esa 
culpa inmensa que me había hecho engendrarlo. Sin embargo, el 
instinto me dictaba un dilema remoto: el de mi salvación a través 
de aquel niño y el de mi condenación renovada por no haberlo 
traído al mundo sino con el fin de salvarme de mí mismo. Las pa-
siones se exacerbaron y en mi mente se fue volviendo tangible la 
imagen de mi disolución a causa de la indiferencia que yo no po-
día refrenar respecto al futuro de nuestra institución familiar. Pre-
sentía yo, al mismo tiempo, la deuda que estaba contrayendo con 
la vida por irla traicionando taimadamente y que tarde o tem-
prano tendría que pagar. En medio de estas disyuntivas que ha-
bían minado totalmente mi voluntad había encontrado la 
presencia de ánimo para cultivar una pasión que ha sido el único 
acto conscientemente irremediable de mi vida; un acto de elec-
ción unívoca. Un día recibí una carta en que el remitente simple-
mente me participaba su miedo a la muerte. Y desde ese día el 
46 
contagio que me produjeron esas líneas no se ha borrado de mi 
mente. Desde entonces vivo consumido por ese miedo súbito 
que provocan las miradas azarosas y la confrontación amarga de 
los espejos ante los que nos detenemos para cerciorarnos de que 
aún estamos vivos. Yo hubiera querido que alguien más fuera mi 
calavera compañera en esa confrontación siniestra. Recurrí a los 
expedientes más inusitados para aliviar esa angustia que el alcohol 
no alcanzaba a ahogar. 
Una experiencia singular vino a poner un acento todavía 
más desconcertante en mi vida; un hecho que en resumidas cuen-
tas fue el origen de una obra que emprendí algunos meses des-
pués y que se vería publicada con el título de Farabeuf o la crónica de 
un instante. Este acontecimiento fue mi conocimiento, a través de 
Les Larmes d’Éros de Bataille, de una fotografía realizada a princi-
pios de este siglo y que representa la ejecución de un suplicio 
chino. Todos los elementos que figuraban ene ste documento 
desconcertante contribuían, por el peso abrumador de la emoción 
que contenían, a convertirlo en una especie de zahir. El carácter 
inolvidable del rostro del supliciado, un ser andrógino que miraba 
extasiado el cielo mientras los verdugos se afanaban en descuarti-
zarlo, revelaba algo así como la esencia mística de la tortura. Esa 
imagen se fijó en mi mente a partir del primer momento que la vi, 
con tanta fuerza y con tanta angustia, que a la vez que el solo mi-
47 
rarla me iba dando la pauta casi automática para tramar en torno 
a su representación una historia, turbiamente concebida, sobre las 
relaciones amorosas de un hombre y una mujer, me remitía a un 
mundo que en realidad todavía no he desentrañado totalmente: el 
que está involucrado en ciertos aspectos de la cultura y el pensa-
miento de China. 
Simultáneamente se me presentó la oportunidad de realizar 
una película experimental gracias al patrocinio de un productor 
aventurado. Durante mucho tiempo las imágenes que represneta-
ban el extraño mundo científico de fines del siglo diecinueve me 
habían perseguido, no tanto por su cientificismo entusiasta, sino 
por los caracteres extrañamente mágicos que se veían aparecer en 
esos grabados nítidos y tortuosos que ilustraban las revistas cien-
tíficas de la época. Tanto La Femme Cent-Têtes12 de Max Ernst co-
mo las divertidas creaciones de Akbar del Piombo, Fuzz Against 
Junk,13 The Hero Maker,14 Is that you, Simon?15 y The Boiler Maker16 
estaban realizados con ese tipo de grabados, casi todos ellos pro-
venientes de la revista La Nature y que formaba collages de una rara 
belleza mágica. Con vistas a enviarla a un concurso de cine expe-
rimental que tendría lugar en Francia, decidí intentar hacer una 
 
12 La mujer cien cabezas. 
13 Pelusa contra chatarra. 
14 El fabricante de héroes. 
15 ¿Eres tú Simon? 
16 El fabricante de calderas. 
48 
película que fuera como el equivalente cinematográfico de esas 
composiciones que yo admiraba sinceramente. Si bien, por causas 
de tiempo, fue imposible enviar la película al concurso, una vez 
que estuvo terminada pude comprobar que los resultados no eran 
del todo deleznables. Había conseguido realizar una película que, 
cuando menos, colmaba la aspiración con que había sido hecha. 
Por otra parte, la realización de esta película hizo que llegara a mis 
manosel célebre Précis de Manuel Operatoire17 del Dr. H. L. Fara-
beuf, cuyas maravillosas ilustraciones de técnicas amputatorias te-
nían un papel importante en mi película. Estos grabados, de una 
pulcritud incisiva sorprendente, complementaron gráficamente las 
imágenes que se habían formado en mi mente a partir de la foto-
grafía de la tortura china y me sirvieron en la escritura de Farabeuf 
para establecer ciertas dimensiones de atmósfera y de contrapun-
to de imágenes que dieron a la novela cierto carácter y cierto esti-
lo inusitados en las corrientes más tradicionales de la narración 
castellana. 
Con la película Apocalypse 1900 había yo entrado en un pe-
riodo de intensa actividad literaria casi sin darme cuenta. Si a ve-
ces mis efusiones alcohólicas reducían considerablemente mis 
rendimientos, los resultados no fueron de ninguna manera, al fin 
de cuentas, insignificantes, pues, además de la película, había yo 
 
17 “Compendio de Manual operatorio.” 
49 
terminado un libro de poemas, uno de cuentos y el propio Fara-
beuf. Simultáneamente me había sido concedida una beca del Cen-
tro Mexicano de Escritores que me permitía escribir con cierto 
desahogo económico. De mi paso por esa institución recuerdo 
con simpatía la crítica certera y estimulante tanto de mis compa-
ñeros becarios como de los directores del Centro. 
Mi lectura exhaustiva y apasionada de Ezra Pound me ha-
bía encaminado, también, hacia el descubrimiento de ciertos as-
pectos de la cultura china que tendían a complementar esa otra 
inquietud, más profunda, que acerca de este pueblo maravilloso 
había despertado en mí la foto del supliciado. Cuando terminó mi 
beca en el Centro Mexicano de Escritores me fue concedida otra 
para estudiar mandarín en El Colegio de México. Mi paso por es-
ta institución no sé significó mayormente sino porque ahí tuve los 
primeros contactos con la escritura china que yo había vislum-
brado como una disciplina eminentemente poética, tanto por mis 
intentos de crear una expresión gráfica basada en el principio de 
montaje como por la veneración que tenía yo a los procedimien-
tos de cierta poesía china con los que me había familiarizado a 
través del prodigiioso ensayo de Ernst Fenollosa aditado por 
Pound, The Chinese Written Character as a Medium for Poetry.18 Este 
libro que siempre he amado profundamente, contribuyó sin duda 
 
18 El carácter de la escritura china como medio poético. 
50 
a acrecentar mi desasosiego una vez que ya me encontraba ante la 
tarea de seguir estudios metódicos, pues mi disposición constituía 
un grave prejuicio en contra de esa actitud demasiado inmediata y 
pragmática con que se enfocaba la enseñanza de las lenguas y las 
culturas orientales por primera vez en México. La mayor parte de 
mis compañeros y los cursos en sí estaban encaminados a obtener 
el mayor resultado en el menor tiempo posible, lo que hacía difícil 
detenerse en la contemplación y el goce de aquellos aspectos del 
conocimiento de una lengua que tendían, por mi parte, más a la 
asimilación con fines a convertirlos en un médium for poetry, que en 
una actividad capaz de hacerme ganar el pan como intérprete de 
las Naciones Unidas. La escritura china, afortunadamente, se sus-
tenta en un número no muy elevado de principios rigurosos que 
no es difícil aprender. Una vez que éstos han sido dominados es 
posible con sólo un ejercicio reiterado de la caligrafía y de la me-
moria ampliarlos autodidácticamente hasta conseguir en poco 
tiempo, y con base únicamente al número de caracteres que se 
han aprendido, obtener la recompensa a un esfuerzo que apasio-
na, sobre todo, por el contacto efectivo que permite con los orí-
genes y la organización primigenia de ciertas formas 
representativas de gran valor, no sólo en el orden de la expresión 
conceptual, sino también en el orden puramente gráfico. Algunos 
meses después de iniciado mi aprendizaje del chino escrito pude 
51 
darme cuenta, en Nueva York, ante un cuadro de Mathieu, que el 
valor que yo había atribuido a estas formas en su individualidad o 
era escaso pues, entre otras cosas, me percataba yo de la inmensa 
perspectiva que ciertas constantes del pensamiento y de las cultu-
ras orientales abrían para aquellos espíritus que, por otra parte, se 
significaban esencialmente como mantenedores de una tradición 
artística europea o, más ampliamente, occidental. La caligrafía, 
simplemente, como expresión sensible de un estado de ánimo 
pictórico o poético instantáneo, si bien en mí ponía en entredicho 
la preocupación que me había hecho concebir el Farabeuf, me da-
ba, sin embargo, la posibilidad de proyectar, en un futuro que pa-
ra el escritor es tal vez siempre demasiado cercano, obras en las 
que, mediante ese aprendizaje de los caracteres, podría yo quizá 
conseguir, de una manera más congruente, esa congelación de las 
imágenes que tentativamente ya había intentado, mediante el len-
guaje, en algunos de mis escritos. La frecuentación de diversos 
trabajos clásicos relacionados con la organización estructural de 
los caracteres y de las “etimologías visuales” de éstos, tales como 
el del Padre Wieger y la traducción crítica de Las seis escrituras de 
Tai Tung hecha por Hopkins, contenían o implicaban una riqueza 
tal de referencias que llegado un momento tuve que apartarme del 
estudio exclusivo de la escritura para penetrar en un reducto más 
vatso de la cultura china. Este reducto contenía aspectos que ya 
52 
antes me habían interesado pero que me resultaban muy distan-
tes. Un descubirmiento importante fue para mí el del concepto 
chino del erotismo como una actividad diametralmente opuesta al 
sentido que tiene en Occidente. Asimismo el estudio, aunque sea 
sumario, de la historia de China plantea de inmediato una con-
cepción radicalmente diferente ala que puede tenerse de este pue-
blo con base a las difundidas apreciaciones que sobre el papel 
futuro que jugará China en el mundo pueden obtenerse en la 
prensa o en las obras de difusión popular. Tanto el sentido emi-
nentemente cíclico de la historia como el refinamiento casi de-
mencial de la cultura de este pueblo avalan una inquietud que, 
expresada frívolamente, es todavía demasiado sorda. Pero para 
quien es capaz de leer entre líneas -o entre rasgos-, para quien es 
capaz de darse cuenta cabal de por qué uno de los caracteres que 
designa la poesía y el canto está formado por la conjunción de las 
radiciales “palabra” y “eternidad”, China representa una posibili-
dad del espíritu y de la historia inminente del mundo evidente-
mente perentoria y abrumadora. 
Otra beca me permitió vivir en Nueva York durante los 
meses que siguieron a mis truncados estudios en El Colegio de 
México. Esta experiencia venía también a abrir perspectivas inusi-
tadas en mi vida, pues aunque esta ciudad no me era del todo aje-
na, la vida sedentaria allí, en medio de una sociedad altamente 
53 
elaborada, conscientemente identificada con ciertos presupuestos 
culturales que sirven ya para caracterizar no sólo un modo de vida 
particular, sino inclusive el meollo esencial de nuestra cultura, hi-
cieron nacer en mí la vaga esperanza de que es posible realizar las 
cosas del espíritu con la colaboración no sólo de personas, sino 
también de instituciones esclarecidas. La riqueza cultural de esta 
ciudad maravillosa, el interés efusivo que se desprende de la vida 
intelectual en un ámbito de polémica generosa me hicieron cons-
ciente, una vez más, de que la condición de escritor latinoameri-
cano no es todo lo deplorable que pudiera pensarse, pero que la 
realización de esa condición, en nuestros medios tradicionalmente 
proclives a la envidia y a la intriga, constituye, fundamentalmente, 
la razón de nuestra pobreza cultural que impide, a quien no per-
tenece vocativa o profesionalmente a los medios en que la cultura 
se elabora, tener absolutamente nada que ver con ella.En Nueva York vivía yo en el Hotel Chelsea, que goza de 
un particular renombre en la historia de las letras desde la época 
de Mark Twain, que había sido uno de sus primeros huéspedes 
habituales. Esta bella estructura de ladrillo rojo cuya fachada e in-
teriores estaban adornados con espléndidas muestras de herrería 
forjada había sido el testigo de muchos acontecimientos dramáti-
cos. De allí salió Dylan Thomas en una ambulancia en la que ha-
bría de morir camino al Bellevue Hospital, Ezra Pound se había 
54 
alojado igualmente en el Chelsea a su salida del St. Elizabeth’s, 
Thomas Wolfe había escrito parte de Of Time and the River19 en 
uno de sus cuartos más modestos. El vestíbulo, ajuareado con 
mobiliario proveniente de y desechado ya por Scotland Yard, os-
tentaba junto a las pesadas chimeneas neogóticas y las somníferas 
butacas de cuero desgastado, las construcciones alucinantes de 
Larry Rivers, los bellos cuadros de De Kooning y de otros pinto-
res residentes. En ese vestíbulo era posible encontrar, en los mo-
mentos más inesperados, a Arthur Miller, a Brendan Behan, a 
William Burroughs, la admiración por cuyo maravilloso libro The 
Naked Lunch20 me dio un buen pretexto para iniciar su trato. Por 
las tardes nos encontrábamos frecuentemente en el bar de El Qui-
jote, el restaurante español anexo al hotel. 
Burroughs era todo lo contrario de lo que se podría inferir 
a partir de los datos que circulan o que él mismo ha consignado 
sobre su vida en los relatos aterradores de los que emergió su le-
yenda negra. Al igual que muchos grandes escritores norteameri-
canos, su conversación y su trato estaban determinados de 
manera casi general por ciertas banalidades en las que jamás hu-
biera uno adivinado una personalidad espeluznante. Sin embargo, 
la comunidad que tuve con él de ciertos estados de euforia al-
 
19 Del tiempo y el río. 
20 El almuerzo desnudo. 
55 
cohólica me permitieron entender, a la larga, el lado inquietante 
de la vida de este hombre que, juzgado simplemente por su apa-
riencia, hacía pensar en una curiosa mezcla de agente viajero y 
pastor protestante, pero es que el mundo intelectual de Bu-
rroughs, para cuando yo lo conocí, era ya similar al que Pound se 
ha adjudicado a sí mismo: un mundo en el que las palabras se han 
vaciado de sentido y eso porque después de ciertas experiencias 
ante la realidad han resultado ser insuficientes para revelar esos 
mundos que, como el de Pound, pueden haber sido inducidos 
por un afán poético desmedido, pero que en el caso de Burroughs 
sólo habían sido entrevistos a través de la lente, quizá excesiva-
mente clara, de las expansiones perceptivas conseguidas por me-
dio de la química. Emanaba silenciosamente de Burroughs esa 
cualidad desconcertante que singulariza y que identifica al demo-
nio y al mártir o al demonio que ha sido martirizado y cuyo equi-
librio en el mundo, por las experiencias aterradoras a que ha sido 
sometido, parece colgar de un finísimo hilo de lucidez que cual-
quier cosa, una corriente de aire por ejemplo, puede romper. No 
pensaba, durante aquellas tardes pasadas ante los inagotables mar-
tinis en compañía de un escritor famoso, que meses más tarde el 
rompimiento de ese hilo se convertiría en una de mis propias ex-
periencias, a causa sobre todo de la desmedida afición y adicción 
que había nacido en mí por aquellos martinis que más que produ-
56 
cir el ánimo sociable con que a veces lograba yo dapartir con Bu-
rroughs, paliaban la nostalgia, infinitamente más angustiosa que 
todas las consecuencias de las drogas que él relata en sus libros, 
de algo que yo creía perdido para siempre. 
Los martinis y la nostalgia que por primera vez había yo sen-
tido en Nueva York me dieron la clara medida de mi vocación de 
habitante de la cloaca porque súbitamente llegué a la conclusión 
de que mi vida estaba ligada ineluctablemente al terror de los si-
lencios significativos, de las alusiones veladas, de los recuerdos 
obscenos, y que todas esas taras me habían hecho lo que era y lo 
que soy, que cualesquiera aspiraciones estaban sujetas a un con-
senso humillante y que mi futuro, como miembro de la especie 
humana, estaba tan íntimamente unido al asco de mi propia vida 
y al asco de las que me rodeaban, que mi única escapatoria era la 
maldad, el cinismo, la aceptación de la cloaca como paradigma. El 
amor de la cloaca me había minado; mi voluntad no era ya más 
que un espectro siempre dispuesto a escuchar las recriminaciones 
de quienes insinceramente se complacían a todas horas del día en 
llamarme “retrógrado” y “hombre incivilizado”, sin darse cuenta 
que ya estaban señalados por la fatalidad de sufrir ese destino que 
pone en ridículo y que vacía de su contenido verdadero todas las 
opiniones que jamás podemos formular sobre el mundo. Después 
de un viaje delirante llegué a San Francisco y el contacto con esta 
57 
ciudad que es casi una ciudad de China proyectó nuevamente en 
mi mente la imagen del supliciado. Proliferaron los martinis en un 
ámbito de locura latente que no tardó en declararse algunas se-
manas después de mi llegada a México. 
Lo último que recuerdo de esos días es que intenté incen-
diar mi casa y al mismo tiempo hacer desaparecer todos los vesti-
gios de la presencia de Silvia que esa casa guardaba como un 
tesoro maligno. Miraba desde la ventana de mi estudio las llamas 
devorar lentamente su ropa, con la intención de matarme en el 
clímax de es holocausto inexplicable, pero el miedo a la muerte, 
que es infinitamente más poderoso y más sabio que la razón, me 
llevó oportunamente a la puerta de un manicomio. 
Después de haber estado en ellos resulta que los manico-
mios no son tan terribles como podemos deducirlo de las expe-
riencias de los grandes recluidos. Los literatos han excretado 
demasiada retórica sobre la imagen de van Gogh. En nuestros 
días, los males del nosocomio se reducen, para las gentes como 
yo, a la estúpidez de ciertos psiquiatras que por falta de imagina-
ción tienen que culpar a alguien de lo que pasa y que, cuando por 
ganar dinero tratan al verdugo y a la víctima al mismo tiempo, sin 
tener la posibilidad de formar un esquema congruente con sus pa-
trones psicopatológicos, aplican electroshocks al verdugo-víctima y 
recetan tranquilizantes a la víctima-verdugo cuando que el mal 
58 
que ellos no pueden curar es tan evidente, La locura no es más 
que una forma paroxística de la soledad. Y los mexicanos que 
hemos leído constantemente a Octavio Paz somos más expertos 
en la soledad que nadie. Como dice este lucidísimo poeta, más o 
menos: el “relajo”, el “vacilón”, el “desmadre”, todos esos voca-
blos mexicanos que encierran un sentido universal expresan al 
sentido profundo de esa confrontación que cuando nos aterra 
nos convierte en comedores de excremento, en parias desolados 
para quienes el mundo no deja de ser la expresión máxima de 
nuestra propia condición de habitantes de la cloaca cuyo homesick-
ness21 se expresa en la identidad de la Virgen de Guadalupe, de la 
serpiente que se enrosca en forma de excremento y de la puta que 
en el orhasmo sólo sabe decir “papacito” cuando no “mamacita”. 
Los primeros estados de conciencia que siguen a la aplica-
ción de los electroshocks son como la prueba de su ineficacia, por-
que invariablemente asalta, a quienes los han sufrido, la sensación 
de que ellos y no quienes se los han aplicado tienen la razón. La 
locura es invariablemente, como lo demuestra la vida a la larga, 
una consecuencia de estar en lo cierto y esta condición es la más 
irritante para quienes conscientemente están equivocados. El 
mundo tiende a rechazar toda verdad que no funciona de acuerdo 
con las mentiras en las que se sustenta. Para ello ha inventado el 
 
21 “Añoranza.” 
59 
instinto de conservación histórico cuyos resultados más evidentes 
podrían enumerarse a partir de la invención de la silla eléctrica,la 
cámara de gases y la explosión de la bomba atómica en Hiroshi-
ma. Cuando el mundo se cansa de nuestras reiteraciones dice: 
“Tú tenías razón y yo estaba equivocado”, sin darse cuenta de 
que ésta es la lesión más dolorosa que nos puede infligir porque 
en ella va implícita la banalidad del sufrimiento que, como conse-
cuencia de su justicia y de su certidumbre, nos ha hecho sufrir 
pensando que algún día aceptaríamos su mentira como un presu-
puesto esencial a partir del cual nos pondríamos a vivir de acuer-
do a las reglas arbitrarias que él había instaurado para justificar esa 
descomposición de sus estructura que él llama “civilización” y al-
gunas veces, inclusive, “amor”. 
La estructura de la sociedad es tan equívoca que cuando pa-
ra su propio bien nos demuestra, mediante los silogismos de una 
lógica que sólo sirve a sus propósitos malsanos, que somos de-
mentes o criminales y por ello nos priva, convencionalmente, de 
nuestra “libertad” -es decir: la libertad que nos ha otorgado de no 
atentar contra su estúpidez- no hace sino poner en nuestras ma-
nos los argumentos perfectos para demostrar que el criminal, el 
asesino, el estuprador representan la naturaleza verdadera del hom-
bre mientras que todos los demás aman engañarse con las patra-
ñas que han inventado y no caer en la tentación que es la vida, y si 
60 
alguna vez caen en ella desfiguran esa caída hasta el grado de 
convertirla en una elevación, porque lo que temen sobre todas las 
cosas es mancharse. Pero no se dan cuenta de que el excremento 
que los mancha es invariablemente el suyo. Es por ello que deifi-
can su mierda –la deificamos todos- y le damos el nombre de or-
den, paz, armonía. Nuestra locura, la locura de todos, proviene 
del hecho de que, en realidad, nunca logramos deshacernos de las 
objeciones que todos, y con toda facilidad, podemos formular en 
contra de ella. Los informados y los técnicos palían entonces esta 
condición deplorable mediante el concepto de “progreso” que, en 
resumidas cuentas, no hace más que definir y clasificar esa acu-
mulación -ordenada, en verdad- de nuestras inmundicias. El ma-
nicomio, contra lo que pudiera pensarse, siempre enseña una 
lección que nadie acepta, claro está, con excepción de los que con 
el epíteto -o con el epitafio- de “loco” o sin él han traspuesto sus 
umbrales: la de que el acusado y no el acusador tiene, las más de 
las veces, la razón. Al condenar al estuprador, al sádico, al necró-
filo estamos volcando nuestra culpa sobre las imágenes más evi-
dentes de esa personalidad que es la que nos aterra más que 
ninguna otra y que nunca queremos confrontar: la nuestra. 
Éstas son las cosas que, mezcladas con la memoria de mi 
vida en el mundo de los sanos, incorporé a mi idiosincrasia du-
rante los dos meses que duró mi condición de loco. Nunca supe 
61 
si ese tratamiento servía para desintoxicarme del alcohol que ha-
bía yo ingerido en Nueva York o si era para transformar mi Wel-
tanschauung desesperada e imaginativa en la aceptación de ese 
mundo que, además de ser hediondo, es esencialmente triste y 
pobre. 
En esa soledad perfecta de las tardes lluviosas del verano 
amaba yo dar vueltas por el patio de la clínica pensando en todas 
las circunstancias que me habían conducido hasta allí y casi nunca 
acertaba a comprender por qué había yo pagado el precio de que 
me dieran toques eléctricos en el cerebro simplemente porque yo 
no había aceptado la realidad en la forma falaz con que me hubie-
ra sido conveniente que la aceptara para no ser un número en un 
tratado de psicopatología. ¿Quién, si es fiel a su conciencia, no es 
viable a convertirse en ese personaje cuyo nombre se vuelve una 
letra, X, Y o Z, en esos libros que no hacen más que clasificar el 
alma humana sin comprenderla? Ellos, los imbéciles que los es-
criben, dicen que la locura consiste justamente en eso: en no 
comprender la razón de su propia locura, pero ¿han pensado aca-
so en la muerte?, ¿en el amor?, ¿en la eternidad del dolor?, ¿en la 
fugacidad del placer? 
Silvia me visitó una o dos veces. Nuestros encuentros en 
esos vestíbulos destinados a las “visitas” transcurrían penosamen-
te. Ella me daba noticias de nuestras hijas y se lamentaba velada-
62 
mente de la pobreza de su guardarropa. Sin embargo, parecía ale-
gre. Nuestra separación le había probado bien y la tranquilidad de 
mi ausencia había encendido los colores en sus mejillas. Pero 
nuestras visitas eran impersonales y nuestro diálogo estaba regido 
por los preceptos que el psiquiatra que nos trataba a ambos, un 
enano que aspirabaa la condición de médico eminente y que en el 
intento había fracasado rotundamente, había impuesto. El día que 
salí del manicomio Silvia me comunicó que la demanda de divor-
cio había sido interpuesta en mi contra por sus abogados. Esta 
noticia me proporcionó el pretexto para experimentar uno de los 
más grandes goces que he experimentado en mi vida. Nunca he 
tenido grandes prejuicios contra el uso de la violencia física con-
tra las mujeres. Hay algo en su condición que la atrae y la desea. 
Ese día, creó que agoté para siempre todas las posibilidades de ser 
brutal contra un ser indefenso y mientras me enseñaba de la ma-
nera más bestial contra su cuerpo compactado en las actitudes 
más instintivamente defensivas que pudiera adoptar, experimen-
taba al mismo tiempo el placer de, mediante la fuerza física, poder 
aniquilar una concepción del mundo. Sólo tuve la presencia de 
ánimo, mientras la golpeaba, de notar que sus posturas eran, en 
cierto modo, idénticas a las que adoptaba cuando hacía el amor. 
Con esa efusión estaba yo imponiendo, quizá para siempre, mi 
condición de “macho” sobre sus alambicados conceptos de mujer 
63 
“emancipada” y estaba yo destruyendo la concepción de ”hombre 
civilizado” que para entonces yo despreciaba y que me avergon-
zaba. Silvia huyó. Y yo tomé al día siguiente un avión que me lle-
vó otra vez a Nueva York. 
Era la culminación del otoño y era también un viaje de pla-
cer, unas vacaciones cortas, después de la miseria del manicomio. 
Desde mi ventana miraba yo ese rubor que tiñe los follajes de 
Central Park antes de incendiarlos definitivamente. Vivía yo esos 
días felices con toda la amplitud de la inconsciencia y del aturdi-
miento de un hombre que acaba de salir del calabozo. Los re-
cuerdos desagradables relacionados con Silvia estaban ocultos en 
mi entusiasmo, renacido de las cenizas, y por primera vez com-
prendí el placer que emana de la naturaleza y de las buenas obras 
del hombre. Una fidelidad profunda me ligaba a los Nenúfares, esa 
serie prodigiosa de telas de Monet que ocupan todo un salón en 
el Museo de Arte Moderno. No concibo, todavía, una realización 
pictórica, en la historia de Occidente, más elevada que estos cua-
dros que tantas veces había yo visto y que siempre seguían atra-
yéndome irresistiblemente. Miraba yo esas telas con el éxtasis que 
presuponen una identificación intensa, no sólo con la obra de ar-
te, sino también con la naturaleza que en ella está figurada. La luz 
y los colores que la componen parecían estallar ante mis ojos 
cuando de pronto me asaltó la idea de que si bien algo había 
64 
cambiado radicalmente en mí con mi estancia en el manicomio, 
los valores a los que me había adherido esencialmente en la vida 
permanecían inmutables, pues esos nenúfares, la visión a través 
de los ventanales del patio del museo, las fachadas de las casas de 
la Calle 54 eran exactamente las mismas que yo había visto en 
compañía de Silvia durante mi vista anterior a Nueva York en la 
que se suponía que estaba loco. Es decir, que estaba yo ante uno 
de esos valores que son constantes independientemente de nues-
tro estado de ánimo. Muchas veces, durante mis caminatas por 
los corredores del manicomio, había recordado esas pinturas de 
Monet y ahora que estaba ante ellas no habían perdido nada ni 
ganado

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