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(En «Z de zenit») 
 
 A veces odio a esos productos de familias felices que me rodean, a esos pastilleros que 
vienen al Planeta X, esos niños bien que viven en Mirasierra o la Moraleja, que tienen un 
chalet con jardín y piscina y perro, y un padre trabajador y una madre saludable y bronceada, y 
nada que olvidar o de lo que avergonzarse. Tienen un padre y una madre que se adoran, o que 
al menos se soportan con mutua tolerancia, unos padres que les regalaron su primer coche al 
aprobar la selectividad, que les han pagado la universidad y las vacaciones, un mes en 
Marbella en verano y una semana en Saint Lary en invierno. Tienen unos amigos que han 
esquiado y han montado a caballo con ellos desde la infancia. Tienen un ordenador y un vídeo 
en su habitación, y pantalones Caroche y cazadoras de Gaultier y botas de auténtica piel de 
serpiente (a cuarenta talegos el par) y van vestidos como si fueran yonkis, yonkis de lujo, 
imitando las pintas de Matt Dillon en Drugstore Cowboy, aunque, eso sí, su nevera está repleta 
y nunca han dormido en la calle. 
 Uno de estos chicos me contó en la barra, entre cubata y cubata, las dos grandes 
tragedias de su vida: una novia que le había dejado y un atraco que había sufrido en la Gran 
Vía. ¿Cómo iba a explicarle yo que mi padre se había largado un buen día sin razón aparente, 
que mi madre no ha sido capaz de dirigirme más de cinco palabras seguidas en toda su vida, 
que cuando yo tenía nueve años me lo hacía con mi primo de veinte, que mi mejor amiga se 
pasa el día yendo y viniendo del hospital, que tengo un tajo de siete puntos en el brazo 
derecho que me hice yo misma con un cuchillo y que a los dieciséis años intenté matarme por 
primera vez? 
 Si le contara alguna de estas cosas pensaría que soy una persona muy desgraciada y 
muy problemática, y, sin embargo, yo no me veo así. Estoy segura de que él ha sufrido mucho 
más por su novia que yo por Iain. Me lo imagino ahogando sus penas en éxtasis y alcohol, 
haciendo esfuerzos hercúleos por olvidar su nombre y su cara, evitando sistemáticamente los 
bares a que solían ir juntos y las terrazas por las que paseaban, desarmado ante el primer 
golpe de su vida, puesto que nadie le había curtido en una batalla previa, puesto que nadie se 
había encargado de hacerle resistente a la frustración. Nadie le había advertido de que en la 
vida, por una cuestión de simple estadística, le tocaría, una vez al menos, enfrentarse a un 
desamor, y a un accidente de coche, y a un amigo desleal, y que todo el dinero y el amor de 
sus padres no iban a poder evitar lo inevitable. Piensa en nosotras, por ejemplo, en las 
hermanas Gaena. ¿Nos van tan mal las cosas como parece?

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