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Foucault, ¿Qué es un autor? El propósito de Foucault es sentar las bases para un análisis de las condiciones de posibilidad de la aparición de un sujeto en el texto, lo que llamará función autor, a partir de la consigna general y muchas veces constatada de la “muerte del autor”. Foucault se hace eco de esta consigna no para repetirla una vez más, sino para analizar a partir de la idea de su ausencia qué reglas rigen el juego de la función de autor y cuáles son sus condiciones. Este análisis del autor funciona como una versión acotada de aquél que en Las palabras y las cosas hizo a propósito del hombre. El punto de partida es una frase de Beckett: “Qué importa quien habla, dijo alguien, qué importa quien habla”. La escritura vanguardista y la crítica contemporánea se han hecho eco de la muerte del autor para dejar paso a la escritura misma: el texto no expresa ya nada, no tiene un sentido fijo, ubicable en la idea previa del autor; la atención se desplaza al significante, ya no contrapuesto al significado sino revalorizado en su propio juego. El icono tanto para Foucault como para Barthes es Mallarmé, quien pretendió borrar su subjetividad en la escritura para dejar que ella hable por sí misma. El autor, según este ethos, desaparece. Sin embargo Foucault identifica dos conceptos que pueden bloquear la desaparición del autor: obra y escritura. La noción de obra, por un lado, designa una unidad del texto que remite siempre a un sujeto como su autor. Los análisis estructurales o formalistas se apoyan en la noción de obra; pero la obra se define siempre según quién la escribió, y además incluye en sí el problema de su extensión: ¿dónde termina la obra de un autor? ¿Qué incluir en ella? Estos problemas son similares a los que tiene la noción de autor. La noción de escritura, por otro lado, también evita la muerte del autor, porque lo hace sobrevivir en la “neutralidad gris” de una forma trascendental y despersonalizada. En esto se opone al Barthes del Grado cero de la escritura, así como a Derrida: concebir la escritura como la condición general de todo texto, como una instancia impersonal de producción de sentido, “traspone, en un anonimato trascendental, los caracteres empíricos del autor”, a la vez que mistifica la escritura a través de las afirmaciones de la excedencia infinita de sentido. Este segundo peligro, el de la afirmación acrítica de la ausencia del autor en la escritura y de su autonomía, remite a constatar que no basta con afirmar simplemente la muerte del autor. Es necesario ver qué espacio deja su ausencia, qué problemas tenía la noción de autor y cuáles eran sus condiciones de posibilidad, concebido siempre el autor no en sentido empírico-real, sino como una función del texto. El nombre de autor tiene una función designadora, pero también una función descriptiva. La función indicadora sería la que hace del nombre propio una mera referencia; la descriptiva es la que implica en el nombre de autor una serie de proposiciones referidas al autor (Michel Foucault escribió las palabras y las cosas, creador de la genealogía y la crítica, debatió con Chomsky y le ganó, etc). Pero el nombre del autor no es un elemento más del texto, porque permite delimitar y agrupar textos, clasificarlos, así como darle cierto estátus: sólo algunos textos poseen autor, aquéllos relevantes culturalmente. La función autor marca determinados textos del conjunto total, caracteriza el modo de existencia, circulación y funcionamiento de ciertos discursos en una sociedad. Un discurso marcado por la función autor posee cuatro rasgos: 1. Son objetos de apropiación. Los discursos con autor se encuentran ligados al sistema jurídico e institucional desde que fue requerido, con el proceso de modernización, que se pudiera castigar penalmente a los autores por las trasgresiones de los textos. En ese sentido, son objetos de apropiación, transgresión y punición. 2. Poseen una función-autor históricamente variable. Determinados géneros discursivos han tenido distintas relaciones con la figura de autor a lo largo de la historia. Mientras en los discursos científicos el autor pasa de ser imprescindible para la antigüedad a ser despreciable en la modernidad, en el ámbito literario sucede lo inverso. 3. La atribución de un autor a un discurso es una operación compleja. No es una simple atribución, sino que implica operaciones determinadas por el género del discurso y por reglas hermenéuticas. Los factores que intervienen en estas operaciones son, además, históricos. 4. El autor es una función: los signos textuales que remiten al autor remiten, en realidad, a un doble o alter ego de él. El “yo” del texto no remite a la persona que lo escribió, sino a determinada función autor que el propio texto produce. La función autor se encuentra así en la escisión entre la inmanencia del texto y el escritor real, media la institución literaria con el mundo. Instauradores de discursividad. Hay distintos modos de la función autor. Aquellos que Foucault llama instauradores de discursividad no mantienen simplemente estas relaciones recién descriptas con las obras que les son adjudicadas; además crean reglas de formación que posibilitan otros discursos, inauguran tradiciones. Los casos paradigmáticos son Freud y Marx. No sólo generan discursos de otros autores que se colocan bajo su estela, sino también posibilitan diferencias dentro de la tradición, al menos hasta cierto punto, pasado el cual los discursos disidentes se vuelven “heterodoxos”. Por otro lado, Foucault define una dinámica de ésta instauración de discursividad: primero el supraautor posee las obras fundacionales, a partir de las cuales se producen un número de obras dentro del discurso fundado; muchas de éstas obras “disfrazan”, por un “acto de olvido constitutivo”, las óperas primas; luego se hace visible un “hueco” o “vacío” que hace evidente, en cuarto lugar, la necesidad de un regreso a los textos fundacionales mismos, a su letra. Esta dinámica del retorno a los fundadores es lo que caracteriza estas tradiciones transdiscursivas. Esta función específica de ciertos autores es para Foucault un ejemplo de que no toda función autor es horizontal, y que puede analizársela no sólo en relación a obras particulares, sino a conjuntos de textos, con resultados distintos. Crítica a la búsqueda de libertad en el texto. Foucault critica las posiciones que siguen buscando un sujeto incondicionado en la literatura; esto resuena en la literatura comprometida de Sartre, pero también en la de Barthes en El grado cero de la escritura. Para Foucault, no se trata de plantear la pregunta de cómo encontrar la libertad de un autor en el medio de la determinación de las reglas del lenguaje, sino más bien de preguntar cómo, según qué condiciones, un sujeto puede aparecer en el orden del discurso; no un sujeto libre, sino construido por ciertas reglas y obedeciendo a ellas. Se evita así volver a plantear en el medio de la escritura un sujeto originario: el sujeto no precede al discurso y debe abrirse paso a través de él, sino que nace como función directamente en el seno del discurso. Barthes, El grado cero de la escitura (1954) Este Barthes expone al comenzar el libro una idea de acción política desde el texto que se parece mucho, al menos en el lenguaje, a la literatura comprometida sartreana. El llamado de Foucault a no buscar un lugar en la escritura para la libertad del sujeto parece haber tenido su mirada en estos fragmentos. También parece haber una crítica direccionada a Barthes cuando afirma que la noción de escritura puede rehabilitar trascendentalmente el autor; en este texto, Barthes hace algo como esto mismo. Barthes tiene una afirmación categórica en este texto: “no hay Literatura sin una moral del lenguaje. Describe tres componentes formales que se darían en el plano de la literatura: lengua, estilo y escritura. La lengua es el conjunto de normas y prescripciones comunes a la comunidad de hablantes de unamisma lengua; el horizonte sobre el que escribe alguien, lo natural dado como condición de posibilidad de la escritura, que el escritor debe transgredir. El estilo es lo que el escritor aporta corporal y subjetivamente, un “lenguaje autarquico”, “la mitología personal y secreta del autor”, que, al igual que la lengua, no es de ninguna manera una elección del escritor porque “viene del cuerpo”, tiene un “origen biológico”. Tanto lengua como estilo representan lo dado para el escritor, aquello que éste no elige. El momento moral se encuentra en la escritura, que se encuentra entre la lengua y el estilo, donde el escritor se compromete: la reflexión social del escritor sobre el uso social de su forma, el momento de elección en donde se juega su libertad. Esta libertad no es irrestricta; no es más que un momento de libertad que se encauza luego en las formas sedimentadas de la escritura, en la heteroglosia del texto. Pero Barthes da a esta libertad la importancia que Sartre le da en tanto momento de elección. (Como si pretendieran ser lavados de su culpa burguesa, quisieran, en un movimiento épico, ser redimidos de una complicidad burguesa que heredaron como pecado original). Barthes, La muerte del autor (1968) Barthes es el ruiseñor de la muerte del autor: canta y canta. En La muerte del autor, afirma la desaparición del autor como resultado de la escritura, la que ahora se funda de forma inmanente: no en un elemento externo como el autor, sino en el propio ejercicio del símbolo, en el juego infinito del significante. El “autor” es un producto moderno, del empirismo, racionalismo, ilustración y positivismo modernos (qué mezcla), y por él la crítica ha explicado hoy la obra, sin basarse en un estudio inmanente. Mallarmé fue el primero en prever que “es el lenguaje, y no el autor, el que habla; escribir consiste en alcanzar, a través de una previa impersonalidad (…) ese punto en el cual sólo el lenguaje actúa, ‘performa’, y no ‘yo’”. El vacío del autor cambia la temporalidad de la obra: ésta ya no coincide con la temporalidad del mundo, el libro no es ya un evento posterior a la ideación del autor y consecuencia de ésta. El escritor moderno nace al mismo tiempo que el texto, y esto determina que no es el texto el que es expresión del autor; en todo caso, es el autor el que es contaminado por el texto. La obra no tiene ya origenes, ni sociales ni psicológicos, y por eso no expresa ya nada: es un mero acto de habla, se refiere sólo a sí misma. El texto es heteroglósico, un entramado, contiene un sinnúmero de citas sin autor, es un tejido. Esto determina su juego infinito: no tiene un sentido último, sino que se encuentra enredado todo sentido e instaura todo sentido sin cesar. La unidad del sentido sólo se efectiviza en el lector, él le da la unidad al texto -y no el autor-; aunque Barthes también despsicologiza al lector, éste es “un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito”. La infinitud del sentido determina la apuesta ético-política de Barthes: el no-cierre a un sentido último es una actividad contrateológica, rechaza tanto a Dios como a la razón, la ciencia y la ley. Barthes, De la obra al texto (1972) 4 años después, Barthes estaría haciendo foco en la necesidad de pasar de la noción de obra a la de texto, haciéndose implícitamente eco del señalamiento de Foucault: 1. Mientras la obra es un objeto, el texto es un “campo metodológico”, no ocupa un espacio físico sino que se sostiene y se argumenta en el lenguaje. La obra nace como “cola imaginaria del texto”, es el texto inmovilizado. 2. El texto desafía los géneros, los desestabiliza, porque llega a determinada experiencia de los límites de la discursividad. 3. El texto es puro e infinito juego del significante. La obra, por el contrario, se cierra en un significado. La infinitud del significante no remite a un significado ni a nada más que a sí mismo; engendra sentido continuamente, superpone, desliza, varía: es una estructura descentrada. 4. El texto es plural, heteroglósico. Esto significa que se trata de un tejido, un entretejido de citas y referencias sedimentadas, distintos lenguajes sociales e históricos que convergen en él. Es intertextual. 5. La obra usualmente está inserta en un proceso de filiación, tiene orígenes sociales y un autor. El texto es bastardo, no remite más que a sí mismo, no posee orígenes. 6. La lectura de la obra es cerrada y consumista, delimita bien los roles de escritor y lector, se trata de una lectura pasiva. El texto, en cambio, se lee activamente: el lector completa su sentido en una práctica significante, ejecuta (play) el texto, lo pone en marcha. Barthes, Sobre Racine (1963) Barthes escribe en 1963 un libro que reúne una serie de ensayos estructuralistas de Racine. Son estructuralistas porque realizan un análisis voluntariamente “cerrado” sobre la obra de Racine, esto es, un análisis que, prescindiendo de nociones como obra o autor, se aboca al estudio del juego de los textos, entendidos éstos en términos de lenguaje y de estructura. Esta motivación pretendía oponerse deliberadamente al modo clásico de la teoría literaria, encarnado en la figura de Picard. Se construían las historias literarias como una sucesión filial de nombres de autor, por mecanismos de herencia de la literatura; con ello, para Barthes, no se encuentra haciendo propiamente historia. Es necesario preguntarse qué es la literatura, o de lo contrario se adopta implícitamente el sentido común sobre ella: que se trata de expresar sentimientos en una obra. Por el contrario, para Barthes, al igual que para Foucault, lo que sea la literatura cambia a lo largo de la historia, la historia de la literatura es en sí la historia de las funciones literarias (de sus modos de circulación, producción y consumo). Picard pretendía un enfoque científico para el abordaje de la obra, un enfoque que se cerraba sobre una única lectura. La oposición de Barthes consiste en que la obra puede abordarse desde distintos lenguajes, y mientras más abordajes resista o suscite, más fácil probará su valor literario. No se trata de buscar el significado oculto del texto, su verdad, sino de ensayar diferentes discursos en su superficie, completar el texto a través de diferentes lecturas. De esta manera, Barthes reemplaza la lectura única y prefijada por una pluralidad de significados que varían según las lecturas. El texto, en este sentido, es aquéllo que se produce en la unión entre los lenguajes del escrito y los lenguajes del lector. De esta forma, el enfoque de Barthes plantea dos arbitrariedades del significado: 1. Que para un significante hay siempre muchos significados 2. Que la exégesis del texto o desciframiento de su sentido depende de la elección del crítico; el crítico decide cuando parar la producción de sentido, no porque se agote, sino como un recorte arbitrario. Picard, Nueva crítica o nueva impostura (1965) Picard resiente la falta de sentido único que pretende abonar Barthes con su método. Critica la vaguedad e imprecisión de su lenguaje, su extremo subjetivismo, con afirmaciones que deben ser “aceptadas por los creyentes”, apoyadas en argumentos extremadamente frágiles. En definitiva, Barthes no puede decir nunca una verdad en relación a Racine: eso es lo que más molesta a Picard. El lenguaje es un medio transparente e inocuo que transmite mensajes, y en donde puede haber una lectura verdadera de Racine. En opinión de Picard, Barthes abandona las exigencias científicas y lógicas, las erradica de la crítica, por un subjetivismo inexpresable. Erradica la posibilidad de una crítica científica en la literatura. Barthes, Crítica y verdad (1966) Barthes reconoce en la reacción de Picard la prohibición de ciertos discursos en torno a la literatura. Considera regresiva su posición, en la medida que pretende circunscribirautoritariamente un modo único e institucionalmente correcto de hablar sobre las obras, cerrando el camino a nuevos sentidos que pudieran proliferar en una crítica radical. En esta crítica radical, el lenguaje habla de sí mismo, y en esta reflexión se abren márgenes imprevisibles de sentido, prolifera un juego infinito de sentido. Picard es conservador en la medida que pretende castrar este juego. El Barthes de esta época es distinto al de Sobre Racine, ya que mientras allí hacía un análisis estructuralista de la obra raciniana en el que planteaba un juego, si bien plurisignificativo, relativamente cerrado, aquí plantea un juego infinito de sentido. Se trata del momento posestructuralista de Barthes. La defensa de su método se asienta en una necesidad de proliferación de sentido, una necesidad política en tanto representa una rebelión contra los modos establecidos e institucionalizados del discurso. Un texto es heteroglósico, contiene una pluralidad de lenguajes que pueden ser identificados y extraídos, lo cual hace de la lectura única un recorte injustificado. La lectura desjerarquizada, el juego infinito del sentido, desclasifica los lenguajes, realiza una revuelta con ellos. El escritor es quien ve en el lenguaje un problema, y escribir supone abordar dicho problema. Su intención no es nunca comunicar, sino establecer una relación problemática con el lenguaje. El crítico no tiene una relación distinta: su objeto es también la literatura en tanto problemática. Por ende, escritor y crítico se confunden: el texto se escribe conjuntamente, y ambos se ocupan de leer y escribir el lenguaje como problema.
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