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Para una concepción Semiótica de la cultura

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Para una concepción semiótica de la cultura 
 
Por Gilberto Giménez M. 
Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM 
 
Esta ponencia tiene un propósito deliberadamente teórico y polémico. En realidad responde a una 
preocupación muy simple: casi un siglo después de haber comenzado a circular por el ancho mundo de 
las ciencias sociales, la noción de cultura no ha logrado alcanzar todavía un estatuto teórico y 
epistemológico suficientemente riguroso. Diríase que la cultura resiste enconadamente a ser constituido 
como objeto teórico y prefiere seguir circulando con la imprecisión flotante de sus innumerables 
acepciones ideológicas. 
Esta situación no deja de ser inquietante, no sólo por los obstáculos que crea a la comprensión 
científica de la cultura -(pero, ¿existe realmente un referente que responda a esta acción?)-, sino sobre 
todo por sus implicaciones políticas en un momento en que la cultura se ha convertido como nunca en 
“enjeux” de las luchas político-sociales, en objeto de codicia y a la vez en instrumento de dominación 
del poder económico y político. 
No es nuestro propósito resolver en pocas páginas que siguen un problema de delimitación conceptual 
que no ha podido ser resuelto a lo largo de un debate que dura ya más de medio siglo. Sólo queremos 
someter a discusión una propuesta limitada que, a nuestro modo de ver, comporta importantes 
implicaciones metodológicas, pedagógicas y hasta políticas. 
Se trata de presentar una concepción semiótica de la cultura, aunque reformulada dentro de un contexto 
materialista de inspiración leninista y gramsciana. 
Nuestro proyecto supone una revisión-por enésima vez- de las diferentes concepciones de la cultura, 
tanto en el ámbito del uso corriente, como en el de las ciencias sociales. 
Partiremos, en la primera parte de nuestra exposición, de la noción ideológica corriente de cultura, para 
llegar en la segunda y tercera parte, a la relaboración de este concepto por la antropología anglosajona 
y por la tradición marxista respectivamente. En la cuarta y última parte presentaremos la propuesta de 
una posible alternativa para conferir un poco más de especificidad y homogeneidad semántica al 
concepto, sin perjuicio de su extensión y de su connotación valorativa y clasista. 
 
Pequeña historia de la noción ideológica de cultura 
1. El término cultura proviene del latín colere (cultivar) y puede asumirse en dos sentidos 
diferentes aunque implicados entre sí; como acción o proceso, y como estado de lo que ha sido 
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cultivado. 
Aplicado por analogía y extensión al “cultivo” de las facultades humanas, la cultura en un sentido 
activo equivale más o menos a educación, formación, instrucción, humanización, socialización, etc., 
mientras que en el segundo sentido suele denotar estados subjetivos como gusto, conocimientos, 
hábitos, estilos de vida, etc., o estados objetivos como cuando hablamos de patrimonio artístico, de 
herencia o “capital” cultural, de instituciones culturales, y otras nociones semejantes. 
El término así someramente presentado tiene una larga historia que se remonta a la antigüedad clásica 
(paideia, cultura animi) y abarca no sólo a las diversas lenguas romances, sino también a partir del siglo 
XVIII, el área de la lengua germánica (en virtud de la adopción del término Kultur por la filosofía 
racionalista alemana). 
2. Pero no es la historia del término lo que aquí nos interesa, sino la historia de la noción de cultura en 
su acepción moderna corriente, es decir, en el sentido hoy universalmente reconocido como legítimo y 
válido. 
Esta historia, mucho más breve que la anterior, se inicia a mediados del siglo XVIII y se relaciona con 
la construcción de la cultura en un campo especializado y autónomo, valorizado en sí mismo y por sí 
mismo, independientemente de toda función práctica o social. Esta situación permitió, a su vez, la 
tematización autónoma de la cultura, que comenzó a desglosarse progresivamente de otras categorías 
como religión, humanidades, civilidad, etc., con las que anteriormente se hallaba estrechamente 
asociada. 
Para comprender esta novedad de la autonomización de la cultura debe tenerse en cuenta que en las 
sociedades preindustriales las actividades que hoy llamamos culturales se desarrollaban en estrecha 
continuidad con la vida cotidiana y festiva de modo que resultaba imposible disociar la cultura de sus 
funciones práctico-sociales (utilitarias, religiosas, ceremoniales, etc.). Según la concepción moderna, 
por el contrario, la cualidad cultural se adquiere precisamente cuando la función desaparece. La cultura 
se ha convertido en una noción “autotélica” y se tiende a pensar de la “cultura vivida” a la “cultura 
hablada”. De aquí el aura de gratuidad, de desinterés y de pureza ideal que suele asociarse a la cultura 
(1). 
La constitución del campo cultural como campo especializado y autónomo es concomitante en el 
surgimiento en Europa de la Escuela liberal como “instrucción pública” o “educación nacional”, y 
puede ser interpretada como una manifestación más de la división social del trabajo inducida por la 
revolución industrial. No debe olvidarse que el industrialismo introdujo, entre otras cosas, la división 
entre tiempo libre (el tiempo de las actividades culturales, por antonomasia) y el tiempo de trabajo (el 
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tiempo de la febrilidad, de las ocupaciones serias) (2). 
La autonomización de la cultura gira desde un comienzo en torno a la idea de patrimonio cultural, es 
decir, en torno a la cultura entendida como un acervo colectivo de obras reputadas valiosas bajo el 
punto de vista estético, científico o espiritual. Surge de este modo la noción de cultura-patrimonio. Se 
trata de patrimonio fundamentalmente histórico, constituido por obras del pasado, aunque 
incesantemente incrementado por las creaciones del presente. 
El patrimonio así considerado contiene un núcleo privilegiado: las bellas artes. De donde la sacrosanta 
ecuación: cultura= bellas artes+teatro+música culta+literatura. 
La producción de los valores que integran el “patrimonio cultural” se atribuye invariablemente a 
“creadores” excepcionales por su talento, su carisma o su genio. 
En fin, se supone que la frecuentación de este patrimonio enriquece, perfecciona y distingue a los 
individuos, a condición de que posean posiciones innatas convenientemente cultivadas (como el “buen 
gusto”, por ejemplo) para su goce y consumo legítimos. 
3. A lo largo de todo el siglo XIX puede observarse lo que Hugues de Varine llama fase de codificación 
de la cultura ya constituida en campo autónomo. Esta codificación consiste en la elaboración sucesiva 
de claves y de un sistema de referencias que permiten fijar y jerarquizar los significados y valores 
culturales, tomando como modelo de referencia la “herencia europea” con su sistema de valores 
heredados de la antigüedad clásica y de la tradición cristiana. (3) De este modo se van definiendo el 
buen gusto y el mal gusto, lo distinguido y lo bajo, lo legítimo y lo espurio, lo bello y lo feo, lo 
civilizado y lo bárbaro, lo artístico y lo ordinario, lo valioso y lo trivial. 
Uno de los códigos más usuales de valoración cultural remite a la dicotomía nuevo/antiguo. Se 
considera valioso o bien lo genuinamente antiguo (viejo, añejo, muebles antiguos, modas “retro”, 
objetos prehispánicos, etc.) o bien lo absolutamente nuevo, único y original (vanguardias artísticas, 
best-sellers, modas “de último grito”...) 
Por lo que toca a los códigos de jerarquización, es muy frecuente la aplicación del modelo platónico-
agustiniano de la relación alma-cuerpo a los contenidos del patrimonio cultural. Según este código, los 
productos culturales son tanto más valiosos cuanto más “espirituales” y más ligados a la esfera de la 
“interioridad”, y tanto menos más coreanos a lo “material”, esto es a la técnica o la febrilidad manual. 
De aquí el frecuente recurso de muchos filósofosa la distinción-originaria del historicismo alemán- 
entre cultura y civilización, entendiendo por esta última el nivel de progreso técnico y material 
alcanzado por una determinada sociedad, y reservando en primer término para designar “el aporte 
intelectual, artístico y espiritual de una civilización” (4). 
4 
 
El resultado final de este proceso de codificación será la distinción de círculos concéntricos 
rígidamente jerarquizados en el ámbito de la cultura: el círculo interior de la “alta cultura” legítima, 
cuyo núcleo privilegiado serás las bellas artes; el círculo intermedio de la “cultura tolerada” (jazz, rock, 
religiones orientales, arte prehispánico...), y el círculo exterior de la intolerancia cultural, donde son 
relegados, entre otros los productos expresivos de las clases subalternas o marginadas (“arte de 
aeropuerto”, industria porno, artesanía popular...). 
4. A partir del 1900 se abre, según Hugues de Varine, la fase de institucionalizació de la cultura en 
sentido político administrativo, sobre la base del código heredado del siglo XIX. 
Este proceso puede interpretarse como una manifestación del esfuerzo secular del Estado por lograr el 
control y la gestión del ámbito de la cultura. 
En esta fase se consolida la Escuela liberal con su idea de educación nacional gratuita y obligatoria; 
aparecen los ministerios de la cultura como nueva expansión de los Aparatos de Estado; el personal de 
las embajadas se enriquecen con una nueva figura: la de los “agregados culturales”; se fundan en los 
países periféricos institutos de cooperación cultural que funcionan como verdaderas sucursales de las 
culturas metropolitanas (Alianza Francesa, Instituto Goethe, USIS, British Council...); se fundan por 
doquier, a instigación del estado, Casas y Hogares de la cultura; se multiplican los museos y las 
bibliotecas públicas; surge el concepto de “política cultural” como instrumento de política sobre el 
conjunto de las actividades culturales; y en fin, “brota como un milagro una red extraordinariamente 
compleja de organizaciones internacionales, gubernamentales o no, mundiales o regionales, lingüísticas 
o raciales, primero del seno de la Sociedad de las Naciones y, luego-con mayor generosidad- de las 
Naciones Unidas. En lo esencial, el sistema de institucionalización de la cultura a nivel local, nacional, 
regional e internacional queda montado hacia 1960, como una inmensa tela de araña que se extiende 
sobre todo el planeta, sobre cada país y sobre cada comunidad humana, rigiendo de manera más o 
menos autoritaria todo acto cultural; enmarcando la conservación del pasado, la creación del presente y 
la difusión” (5). 
5. Cabe señalar una última fase, que puede denominarse de mercantilización de la cultura. En efecto, a 
partir de la última guerra mundial se observa un proceso masivo de subordinación de la cultura a la 
lógica del valor de cambio, es decir, a la lógica del mercado capitalista. La cultural, globalmente 
considerada, se ha convertido en un sector de la economía, en facto de “crecimiento económico” y en 
pretexto para la especulación y el negocio. La cultura tiende a perder cada vez más su aura de 
“gratuidad” y su especificidad como factor de identidad social, de comunicación y de percepción del 
mundo, para convertirse en mercancía totalmente sometida a la ley de maximización de beneficios. 
5 
 
Un ejemplo de esta tendencia es la generalización de los “mercados de arte” (pintura, escultura, etc.) en 
las grandes metrópolis, a lo que deben añadirse el tráfico ilícito de los bienes culturales y la promoción 
del llamado “turismo cultural”. (6) 
6. Se echa de ver claramente que la noción de “cultura-patrimonio” claramente valorativa, jerarquizante 
y parcial -identifica pura y simplemente la cultura con la cultura legítima, es decir, con la cultura 
dominante que, por definición, es la cultura de las clases dominantes en el plano nacional e 
internacional. Dicho de otro modo: la cultura se asume aquí como sinónimo de cultura urbana y, en otro 
nivel, de cultura metropolitana. 
Se trata de una visión claramente etnocéntrica que juzga acerca de la existencia y del valor de la cultura 
por referencia exclusiva a la cultura de la élite dominante, asumida como “unidad de medida no 
medida” ni sometida a cuestionamiento (7). Una visión semejante no puede menos que provocar una 
discriminación cultural homóloga o paralela a la discriminación de clases. De aquí su exclusivismo y su 
carácter virtualmente opresivo o represivo. 
La comprensión antropológica de la cultura 
1. Los antropólogos rompieron con esta concepción eurocéntrica, parcialmente y elitista de la cultura y 
la sustituyeron por una “concepción total” basada en la idea de la relatividad y de la universalidad de la 
cultura. 
Para los antropólogos, todos los pueblos, sin excepción, poseen una cultura y deben considerarse como 
adultos. Carece de fundamento la “ilusión arcaica” que postula una “infancia de la humanidad”. No 
existen culturas inferiores y debe reconocerse, al menos como preocupación metodológica, la igualdad 
en principio de todas las culturas. Desde el punto de vista antropológico son hechos culturales tanto una 
sinfonía de Beethoven como una punta de flecha, un cráneo reducido a una danza ritual. 
El iniciador de esta revolución copernicana fue el antropólogo inglés Edward Burnet Tylor, quién 
publica en 1871 su obra Primitive Culture. En esta obra se introduce por primera vez la “concepción 
total” de la cultura, en la medida en que ésta se define como “el conjunto complejo que incluye el 
conocimiento, las creencias el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad o 
hábito adquiridos por el hombre en cuando miembro de la sociedad” (8). 
La intención totalizante de esta definición se manifiesta en su pretensión de abarcar no sólo las 
actividades tradicionalmente referidas a la esfera de la cultura -como la religión, el saber científico, el 
arte, etc., sino también la totalidad de los modos de comportamiento adquiridos o aprendidos en la 
sociedad. La cultura comprende, por lo tanto, las actividades expresivas de hábitos sociales, y los 
productos -materiales o intelectuales- de estas actividades, es decir, por un lado el conjunto de las 
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costumbres y por otro el conjunto de los “artefactos.” 
La definición tyloriana presenta también la particularidad de no establecer jerarquía alguna entre 
componentes materiales y componentes “espirituales” o intelectuales de la cultura. Se descarta por lo 
tanto, el modelo cristiano-agustiniano de la relación alma/cuerpo que sirvió durante siglos como norma 
ideológica para medir el grado de “nobleza” de las manifestaciones culturales. 
2. La definición tyloriana ha tenido un carácter fundador dentro de la tradición antropológica 
anglosajona – y especialmente en la norteamericana -, en la medida en que sirvió por más de medio 
siglo como punto de referencia obligado de todos los intentos de reformulación del concepto científico 
de cultura. Claro que los contextos teóricos de la definición fueron variando con el tiempo. 
En Tylor, ese contexto fue histórico-evolucionista, como correspondía al clima intelectual de la época 
(Darwin, Spencer, Morgan). La cultura se considera sujeta a un proceso de evolución lineal según 
etapas bien definidas y substancialmente idénticas por las que tienen que pasar obligadamente todos los 
pueblos, aunque con ritmos y velocidades diferentes. El punto de partida común sería la “cultura 
primitiva”, caracterizada por el animismo y el horizonte mítico. 
Tylor creía haber dado cuenta de este modo de las semejanzas y analogías culturales entre sociedades 
muy diversas y a veces muy distintas entre sí. 
La hipótesis evolucionista constituye el supuesto de algunas de las categorías analíticas elaboradas por 
Tylor, como el concepto de “sobrevivencia cultural”, y determina, de un modo general, todo su aparato 
metodológico.En Boas, Lewic y Kroeber la definición tyloriana opera en un contexto difusionista que parte de una 
crítica de la idea de “evolución lineal” según esquemas substancialmente idénticos; afirma, en 
contrapartida, la pluralidad de las culturas; y explica las analogías culturales, no por referencia a 
esquemas evolutivos comunes, sino por el contacto entre culturas diversas. Surge de este modo la 
teoría de la aculturación como teoría de la determinación externa de los cambios culturales (9). 
También Malinowski resume la definición tyloriana enfatizando su dimensión de “herencia cultural”; 
pero la reformula dentro de un contexto funcionalista que polemiza simultáneamente con el 
evolucionismo y difusionismo. 
Dentro de esta óptica la cultura se define como el conjunto de respuestas institucionalizadas (y por lo 
tanto socialmente heredadas) a las necesidades primarias y derivadas del grupo. Las necesidades 
primarias serían aquellas que remiten al sustrato biológico, mientras que las derivadas serías las que 
resultan de la diversidad de las respuestas a las necesidades primarias. 
La cultura se reduce, en resumen, a un sistema relativamente cerrado – singular y único en cada caso – 
7 
 
de instituciones primarias y secundarias funcionalmente relacionadas entre sí. Como el paradigma en 
que se inscribe esta definición privilegia la explicación por la función, se descarta el concepto tyloriano 
de “sobrevivencia”, lo mismo que el modelo explicativo difusionista por el contacto intercultural (10). 
A partir de los años treinta se generaliza en los EE. UU. una nueva definición que, sin abandonar del 
todo la matriz tyloriana original, acentúa la dimensión normativa de la cultura. Esto se definirá en 
adelante en términos de “modelos”, de “pautas”, de “parámetros” o de “esquemas de comportamiento”. 
Esta importante reformulación del concepto de cultura es obra de la llamada escuela culturalista (Ruth 
Benedict, Margart Mead, Ralph Linton, Melville J. Herskovits...), que resulta que la convergencia entre 
la etnología y la psicología conductista del aprendizaje. Dentro de esta nueva perspectiva se entiende 
por cultura “todos los esquemas de vida producidos históricamente, explícitos o implícitos, racionales, 
irracionales o no racionales, que existen en un determinado momento como guías potenciales del 
comportamiento humano” (11). Y una cultura “es un sistema históricamente derivado de esquemas de 
vida explícitos e implícitos que tiende a ser compartido por todos los miembros de un grupo o por 
algunos de ellos específicamente designados”. 
Dentro de esta última definición el término sistema denota el carácter estructurado y configuracional de 
la cultura; el término “tiende” indica que ningún individuo se comporta exactamente como lo prescribe 
“el esquema”; y la expresión “específicamente designados” (12) señala que dentro de un esquema 
cultural hay “modelos” o “esquemas de comportamiento” no comunes, sino propios y exclusivos de 
ciertas categorías de personas según diferencias de sexo, de edad, de clase, de prestigio, etc. 
Los culturalistas explican el carácter estructurado, jerarquizado y selectivo de una cultura postulando la 
presencia, por debajo de los comportamientos observables, de un sistema de valores característicos 
compartido por todos los miembros del grupo social considerado. Este sistema de valores – llamado 
también “premisas no declaradas”, “categorías fundamentales” o “cultura implícita” - “se convierten en 
la base metodológica para reconocer la eventual existencia, en una determinada sociedad de culturas 
diferentes y, a veces, en conflicto, o también la articulación de una cultura en sub-culturas con 
características distintivas propias” (13). 
La cultura así concebida se adquiere mediante el aprendizaje entendido en sentido amplio (no sólo 
como educación formal, sino también como asuefacción inconsciente). Los modelos culturales son 
inculcados y sancionados socialmente. Se inscribe en esta perspectiva la célebre definición de Linton 
según la cual “una cultura es la configuración de los comportamientos aprendidos y de sus resultados, 
cuyos elementos componentes son compartidos y transmitidos por los miembros de una sociedad” (14). 
El proceso de aprendizaje de la cultura dentro del propio grupo se llama “inculturación” (15). Pero este 
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aprendizaje puede producirse también por vía exógena, en el marco de los fenómenos de difusión o de 
contacto intercultural. Este proceso, llamado “aculturación”, obliga a relativizar aquella parte de la 
definición tyloriana que habla de capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro 
de la sociedad. En efecto, esta expresión “parece sugerir que la 'cultura' como concepto explicativo se 
refiere solamente a aquellas dimensiones del comportamiento de los individuos que resultan de su 
pertenencia a una sociedad particular (por nacimiento o por sucesiva afiliación). La 'cultura', en 
cambio, nos ayuda también a comprender ciertos procesos como la 'difusión', el 'contacto cultural' y la 
'aculturación'” (16). 
Las configuraciones culturales ejercen sobre los individuos, mediante el aprendizaje, una influencia 
modelante que inicialmente se llamaba “personalidad de base”, es decir, una especie de fondo común a 
partir de cual emergen las diversas personalidades dentro de un grupo culturalmente homogéneo. Pero 
posteriormente los culturalistas rechazaron la idea de este “fondo común”, fundados en que la 
experiencia sólo demuestra la existencia de “versiones idiomáticas” (es decir, particularidades) de la 
utilización de los modelos culturales por cada personalidad” (17). 
La actitud de los individuos con respecto a su propia cultura está lejos de ser puramente pasiva, como 
podría sugerir la definición corriente de la cultura en términos de “herencia social”. En efecto, “los 
hombres no son solamente portadores y creaturas de la cultura, sino también creadores y manipuladores 
de la misma” (18). Así se explica, entre otras cosas, la dinámica cultural, uno cuyos factores básicos 
suelen ser, si consideramos las causas endógenas, la invención o la innovación individual. 
Aunque las mutaciones culturales se deben en mayor medida a factores exógenos, por vía de 
aculturación, debido a que “cualquier pueblo asume del modo de vida de otras sociedades una parte 
mucho mayor de la propia cultura que la originada en el seno del grupo mismo” (19). 
La concepción normativa de la cultura ha operado, por lo general, dentro de un contexto funcionalista 
que enfatiza fuertemente la función integradora de los procesos culturales. “Todo modo de vida tiene a 
la vista modelos que se encuentran integrados de modo que constituyen un conjunto funcionante” - dice 
Herskovits-. “Por eso los conceptos de modelo y de integración, resultan esenciales para cualquier 
teoría operativa de la cultura” (20). 
Sin embargo, el concepto normativo de cultura ha operado también dentro de un contexto 
estructuralista fuertemente crítico, como sabemos del funcionalismo (21). 
En efecto, para la antropología estructural de la cultura se define también como un sistema de reglas. 
Segú Lévi-Strauss, por ejemplo, es la ausencia o la presencia de reglas lo que lo distingue a la 
naturaleza de la cultura. “Todo lo que en el hombre es universal pertenece al orden de la naturaleza y se 
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caracteriza por la espontaneidad; mientras que todo lo que se halla sujeto a una regla pertenece a la 
cultura y presenta los atributos de lo relativo y particular” (22). 
La prohibición del incesto sería el paso fronterizo entre ambos dominios, en la medida en que, sin dejar 
una regla sujeta a sanciones, participa también en la universalidad de la naturaleza. 
3. La relación entre la sociedad y cultura ha sido la cruz de la antropología cultural norteamericana. 
En un primer momento prevalece la tendencia de acentuar la distinción entre ambos polos hasta la 
exasperación con elpropósito evidente de asegurar la autonomía de la cultura y de conferir, por eso 
mismo, un objeto propio específico a la antropología cultural, con exclusión de las demás ciencias 
sociales. 
Esta tendencia se inicia ya con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a 
condiciones extraculturales como son el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura 
económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura en términos de 
determinación extracultural. 
Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tesis postulando el principio: omnis cultura ex 
cultura (toda cultura procede de otra cultura). Esto significa -explica el propio Lowie- “que el etnólogo 
tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales 
detectando otro hecho cultural a partir de la cual el primero se habría generado” (23). 
Pero en Kroeber y su teoría de “lo superorgánico” cuando el intento de aislar y de autonomizar los 
hechos culturales alcanza su máxima expresión. Remitiéndose a la distinción spenceriana entre 
evolución inorgánica, orgánica y superorgánica, Kroeber sitúa la cultura en el plano de la última. En 
consecuencia, la cultura no sólo sería irreductible a los fenómenos biológicos y psicológicos, sino 
también a los sociales, en la medida que posee una existencia y una dinámica interna que desborda la 
escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad es sólo “un grupo organizado 
de individuos” (24) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar 
juntos” (25). 
Más tarde Kroeber precisará de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia 
de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles analíticamente aislables mediante 
“procedimientos selectivos”. La cultura presenta precisamente el nivel más elevado de complejidad de 
lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social, 
constituye por su naturaleza misma un fenómeno superorgánico, superindividual y, en cierto modo, 
suprasocial. 
Estas ideas, que recurren con insistencia en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran 
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su formulación acabada en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general 
de la acción, editada por Parsons y Schila en 1951, remontando en la famosa distinción parsoniana 
entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural (26). 
La tendencia que podríamos llamar automicista ha sido objeto de una crítica cerrada por parte de la 
antropología social funcionalista y, en primer término, por Malinowski. Este no sólo intenta reconducir 
la cultura sobre sus bases biológicas, contrariando hasta cierto punto la tesis de su carácter 
“superorgánico”, sino también afirma con gran fuerza la indisociabilidad entre cultura y sociedad, y por 
ende, entre análisis cultural y análisis social. 
Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura” (27), 
por la sencilla razón de que aquella no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los 
grupos” (28). Por otro lado, la organización social implica el carácter concertado del comportamiento 
de los miembros el grupo; y éste sólo puede comprenderse como un “resultado de reglas sociales, es 
decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente 
automáticas” (29). De este modo, “la cultura transforma a los individuos en grupos organizados, 
confiriendo a estos últimos una continuidad casi indefinida” (30). 
Malinowski se remite, en consecuencia, a la tradición antropológica británica que habla de 
“antropología social” y no de “antropología cultural”. Se trata de una tradición fuertemente 
influenciada por Durkheim y la escuela durkheimiana (Marcel Mauss, Lucien Lévy-Bruhl...) que 
afrontaba con métodos sociológicos el estudio de las sociedades arcaicas. De modo semejante, la 
antropología social británica afirma la necesidad de estudiar cualquier forma de organización social con 
los instrumentales propios del análisis sociológico, y uno de sus máximos exponentes. A.R. Radcliffe 
Brown, llega a criticar acremente en A natural Science of Society (1948) la posibilidad de una ciencia 
de la cultura independiente o separada del análisis sociológico. 
Pero en los propios EE. UU. había surgido ya mucho antes de una tendencia semejante, iniciada a 
comienzos de siglo por William Graham Summer, el primer teórico importante del relativismo cultural. 
Este autor concebía el estudio de los “Folkways”, es decir, las tradiciones culturales de cualquier grupo 
social, como tarea propia de la sociología. Esta misma posición fue asumida en 1932 por George Peter 
Mudock en un ensayo donde trataba de aproximar las tesis de Summer a la escuela boasiana. “La 
antropología social y la sociología no son ciencias distintas” dice este autor. “En su conjunto 
constituyen una única disciplina o, a lo sumo, dos motivos diversos de tratar el mismo objeto: el 
comportamiento cultural del hombre” (31). 
En resumen, frente a la corriente autonomicista que acentúa al máximo la autonomía de la cultura y, 
11 
 
por ende, de la antropología cultural con respecto a las demás ciencias sociales, surge una tendencia 
opuesta que niega la pertinencia de esa pretensión de autonomía, fundándose en la imposibilidad de 
disociar la cultura de la sociedad. 
4. La antropología cultural tiene el enorme mérito de haber hecho posible la representación científica 
de la cultura. Además, hizo posible la investigación de este nuevo campo desarrollando instrumentos 
metodológicos de primer orden: protocolos rigurosos de observación detención de modelos de 
comportamiento y de sus modos de articulación, estudio de su distribución espacial y temporal, etc. 
En el plano teórico su principal acierto radica en haber señalado desde un principio el carácter ubicuo y 
“total” de la cultura, en oposición a las concepciones restrictivas y parcializantes. La cultura se 
encuentra en todas partes y lo abarca todo, desde los artefactos materiales hasta las más refinadas 
elaboraciones intelectuales, como la religión y el mito. 
Este carácter totalizante de la cultura, que se presenta como extensiva de la sociedad, se deriva de la 
dicotomía naturaleza/cultura, sobre cuya base suelen operar los antropólogos. Y hay que reconocer que 
la postulación de esta dicotomía -metodológica y no real- fue necesaria para armar las primeras 
articulaciones teóricas en el campo de los hechos culturales. 
Pero, paradójicamente, el acierto de esta concepción “total” de la cultura es también la fuente de su 
mayor limitación. Pese a una discusión prolongada por varios decenios, la antropología cultural fue 
incapaz de definir satisfactoriamente la especificidad de los hechos culturales con respecto a los hecho 
sociales. En la práctica el concepto de cultura funcionó como sustituto ideológico del concepto de 
formación social. 
La ausencia de un punto de vista específico capaz de homogeneizar conceptualmente la enorme 
diversidad de los hechos llamados culturales se manifiesta claramente en las primeras definiciones 
descriptivas que, siguiendo el modelo tyloriano, se limitan a repertoriar -siempre en forma de 
enumeración incompleta – un conjunto de elementos tan heterogéneos entre sí como las creencias, los 
ritos, los hábitos sociales, las técnicas de producción y los artefactos materiales. 
Es cierto que el culturalismo alcanzó a reducir esta heterogeneidad a un denominador común: los 
modelos de comportamiento. De aquí el enorme éxito de la definición normativa de la cultura como 
“modelos de comportamiento aprendidos y transmitidos, incluyendo su solidificación en artefactos”. 
Pero si bien una definición como ésta permite distinguir en un plano muy abstracto y general elorden 
de la naturaleza, como sostiene Lévi-Strauss, cabe preguntarse si es suficiente para establecer una 
distinción ulterior entre cultura y sociedad. ¿Acaso el “modelo” y la “norma” no son modalidades 
inherentes a todas las prácticas sociales? Si son igualmente “culturales” los modelos de gestión de la 
12 
 
práctica capitalista, las formas de ejercicio del poder político y las modalidades de la práctica religiosa, 
¿cuál es la distinción entre cultura y formación social? 
Le asiste toda la razón del mundo a Malinowski cuando se niega a disociar los “modelos de 
comportamiento” de la “organización social”, considerando que esta última consiste, por definición, en 
modos estandarizados (y por lo tanto ya “modelados”) de comportamiento, cuya concertación en torno 
a metas comunes sólo puede resultar de reglas sociales. De hecho todos los intentos culturalistas por 
establecer una distinción entre cultura y sociedad pasan por alto el carácter ya “modelado” y por lo 
tanto cultural de la misma organización social, y se basan en definiciones groseramente reduccionistas 
e interaccionistas de la sociedad (“grupo organizado de individuos”) que se aplican tanto al mundo 
humano como al mundo sub-humano de las abejas y de las hormigas. 
En conclusión, tampoco el culturalismo logra definir un nivel de inteligibilidad propio y específico de 
lo cultural que lo torne irreductible a lo social. Por eso el concepto narrativo de cultura ha seguido 
sustituido ideológico del concepto de formación social. 
Por lo demás, basta una ojeada superficial al capitulado de las monografías y manuales corrientes de 
antropología cultural para corroborar esta misma conclusión. Por lo general los capítulos se reducen a 
tópicos tales como la tecnología, la organización económica, la organización social, el rito, la ideología, 
las “artes”, las costumbres del ciclo de vida y, finamente, la estabilidad y el cambio cultural, es decir, 
nada que no pueda figurar con todo derecho en cualquier monografías de naturaleza sociológica (32). 
Con razón decía Radcliffe-Brown que la etnología no es más que la sociología de las sociedades de 
pequeñas dimensiones (33). 
Dejemos de lado por el momento otras muchas dificultades específicas relacionadas con la concepción 
culturalista y estructuralista de la cultura – como la tendencia a reificar los “modelos de 
comportamiento” convirtiéndolos en verdaderos principios de las prácticas culturales, el juego 
permanente sobre la ambigüedad de los términos “modelo”, “norma” y “regla”, la psicologización 
general de los procesos culturales, etc.- para señalar otra gran carencia de la antropología cultural en 
cualquiera de sus tendencias: la no incorporación de la estructura de clases en la teorización de la 
cultura. 
Es cierto que algunos psicólogos sociales, como Erich Fromm y H. Hyman (34), elaboraron el concepto 
de “personalidad de clase” en el marco de una teoría de la estratificación social. Pero los antropólogos 
desconocen, por lo general, este problema y presentan la cultura como una superficie plana, son 
fracturas ni desniveles. 
Esta carencia resulta hasta cierto punto comprensible si se tiene en cuenta que la antropología cultural 
13 
 
se ha ocupado sólo de las sociedades arcaicas poco diferenciadas y con escasa división social del 
trabajo. Pero, de cualquier modo, queda disminuida la aplicabilidad de sus dispositivos teóricos y 
metodológicos al análisis de los “desniveles culturales internos” de las modernas sociedades de clase. 
III 
La cultura en la tradición marxista 
1. La tradición marxista no ha desarrollado en forma explícita y sistemática una teoría propia de la 
cultura, no se ha preocupado por elaborar dispositivos metodológicos para su análisis. Desde este punto 
de vista puede decirse que el concepto de cultura es ajeno al marxismo. De hecho el interés por 
incorporar este concepto al paradigma de materialismo histórico es muy reciente y ha dado lugar a 
contribuciones que están aún lejos de alcanzar el grado de elaboración y de operacionabilidad logrado 
por el discurso antropológico o etnológico sobre la cultura. 
Sin embargo, los clásicos del marxismo se refieren con frecuencia a los problemas de la civilización y 
de la cultura entendidas en el sentido del iluminismo europeo del siglo XVIII, y algunos de ellos, como 
Lenin y Gramsci, nos legaron una serie de reflexiones específicas sobre la cultura que, pese a su 
carácter ocasional y fragmentario, no han cesado de alimentar la reflexión actual sobre la materia. 
De modo general, la tradición marxista tiende a homologar la cultura a la ideología, dentro de la 
topología infraestructura/superestructura. Además, el tratamiento de este problema aparece subordinado 
siempre a preocupaciones estratégicas o pedagógicas de índole política. Esto significa, entre otras cosas 
que los marxistas abordan la problemática de la cultura sólo en relación con las modernas sociedades 
de clase, y que emprenden el análisis cultural siempre desde una perspectiva políticamente valorativa. 
Estas peculiaridades ponen de manifiesto toda la distancia que media entre el punto de vista marxista y 
el punto de vista etnológico-antropológico sobre la cultura. 
2. La teoría leninista de la cultura es indisociable de su contexto histórico y exige ser interpretada a la 
luz de los acontecimientos que precedieron, acompañaron y sucedieron a la revolución de Octubre. 
A escala de la formación social rusa, Lenin describe a la cultura como una totalidad compleja que se 
presenta bajo la forma de una “cultura nacional: la Rusia es una país heterogéneo bajo el aspecto 
nacional” (35). Dentro de esta totalidad cabe distinguir una cultura dominante, que se identifica con la 
cultura burguesa erigida en punto de referencia supremo y en principio organizador de todo el sistema y 
culturas dominadas, como la del campesinado tradicional de los diferentes marcos regionales, y los 
“elementos de cultura democrática y socialista” que corresponden a las masas trabajadoras y explotadas 
(el proletariado). “En cada cultura nacional existen, aunque sea de forma rudimentaria, elementos de 
cultura democrática y socialista, pues en cada nación hay masas trabajadoras y explotadas, cuyas 
14 
 
condiciones de vida engendran inevitablemente una ideología democrática y socialista. Pero cada 
nación posee asimismo una cultura burguesa (por añadidura, en la mayoría de los casos centurionista y 
clerical) no simplemente en forma de elementos, sino como cultura dominante” (36). En este texto se 
asimila expresivamente la cultura a la ideología; se plantea la determinación de la cultura por factores 
extra-culturales (las condiciones materiales de existencia); y se introduce la contradicción 
dominación/subordinación – como efecto de la lucha de clases – también en la esfera de la cultura. 
Además, la distinción entre “elementos” y “cultura dominante” parece sugerir que la contradictoria 
pluralidad cultural se halla reducida a sistema por la dominación de la cultura burguesa. 
Desde el punto de vista político, Lenin reconoce una virtualidad alternativa y progresista sólo a los 
elementos de cultura democrática y socialista (tesis de la centralidad obrera en el plano de la cultura). 
Estos elementos son, por definición, de carácter internacionalista se contraponen al nacionalismo 
burgués, es decir, a la idea de una “cultura nacional” que no es más que la “cultura de los terratenientes, 
del clero y la burguesía” (36). De aquí la guerra sin cuartel declarada por Lenin en contra del 
nacionalismo cultural: “nuestra consigna es la cultura internacional de la democracia y del movimiento 
obrero mundial” (37). 
Sin embargo, Lenin se vio obligado a hacer importantes aclaraciones en torno a la tesis del 
protagonismo cultural de la clase obrera en el curso de un célebre debate sobre la cuestión cultural 
suscitado en el seno de partido bolchevique en la época de la revolución.Frente a la tesis 
liquidacionistas de Bogdanov y del Proletkult, que propugnaban la creación ex novo de una cultura 
proletariada radicalmente nueva y diferente de la cultura burguesa, Lenin concibe la mutación cultural 
como un proceso dialéctico de continuidad y ruptura “la cultura proletaria no surge de fuente 
desconocida, no es una invención de los que se llaman especialistas en cultura proletaria. Es pura 
necedad. La cultura proletaria tiene que ser el desarrollo lógico del acervo de conocimientos 
conquistados por la humanidad bajo el yugo de la sociedad capitalista, de la sociedad terrateniente, de 
la sociedad burocrática” (38). Por lo tanto, no todo es alienante y negativo dentro de la cultura 
burguesa. Esta contiene elementos universables y progresistas – como la ciencia y el desarrollo 
tecnológico – que deben distinguirse cuidadosamente de su “modo de empleo” capitalista y burgués. 
Por eso “hace falta recoger toda la cultura lograda por el capitalismo y construir socialismo con ella. 
Hace falta recoger toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte (39). 
Para Lenin, la cultura proletariada que se encuentra en estado de “elementos” dentro de cada cultura 
nacional no se opone solamente a la cultura burguesa, sino también a la cultura campesina tradicional y 
a la cultura artesanal. Estas formas tradicionales de cultura, ligadas al regionalismo y a la “madrecita 
15 
 
aldea” son residuos del pasado feudal y deben considerarse como esencialmente retrógradas. 
Comparada con la situación de la campesinada tradicional, la condición del obrero urbano más 
explotado y miserable es culturalmente superior. Por eso la migración campesina a las ciudades 
constituye, en el fondo un fenómeno progresista: “arranca a la población de los rincones perdidos, 
atrasados, olvidados por la historia, y la incluye en el remolino de la vida social contemporánea. 
Aumenta el índice de alfabetización de la población, eleva su conciencia, le inculca costumbres 
culturas y necesidades culturales (...) Ir a la ciudad eleva la personalidad civil del campesino, 
liberándolo del sinnúmero de trabas de dependencias patriarcales y personales y estamentales que tan 
vigorosas son en la aldea” (40). 
Esta posición hostil a la cultura popular campesina cobra sentido en le contexto de la larga polémica 
leninista contra el populismo, que había echado hondas raíces entre los intelectuales rusos desde fines 
del siglo pasado. Los populistas crepan en el “instinto comunista” del campesino comunal, y afirmaban 
que el socialismo debía construirse a partir de la comunidad campesina, evitando pasar por el 
capitalismo. Frente a la devastación provocada por el capitalismo en Rusia, el campesinado debía 
considerarse como el único elemento de la nación, y en el trabajo agrícola comunal como la única 
fuente de regeneración. La tesis leninista sobre la cultura tradicional debe situarse dentro de este 
contexto polémico. 
Finalmente, el tratamiento de los problemas culturales se halla ligado, en Lenin, a la problemática de la 
lucha de clases y de la revolución en Rusia. En la fase pre-revolucionaria, la tarea cultural se subordina 
a la instancia política, que desempeña el papel principal. Pero en la fase pos-revolucionaria la 
revolución cultural pasa al primer plano y se convierte en la tarea principal. “En nuestro país la 
revolución política y social procedió a la revolución cultural, a esa revolución cultural ante la cual, a 
pesar de todo, nos encontramos ahora. Hoy nos es suficiente esta revolución cultural para llegar a 
convertirnos en un país socialista, pero esa revolución cultural presenta increíbles dificultades para 
nosotros, tanto es el aspecto puramente cultural (pues somos analfabetos) como en el aspecto material 
(pues para ser cultos es necesario un cierto desarrollo en los medios materiales de producción, se 
precisa cierta base material)” (41). 
En resumen: la concepción leninista de la cultura contrasta con el positivismo y el relativismo cultural 
de los antropólogos en la medida en que se inscribe en un marco abiertamente valorativo y político. 
Dentro de una formación social, las diversas formaciones culturales no son equiparables entre sí, ni 
tienen todas el mismo valor. Por lo tanto hay que discriminarlas y jerarquizarlas. Claro que los criterios 
no son los mismos del elitismo cultural – que identifica a la cultura “legítima” con la cultura 
16 
 
dominante-, sino otros muy diferentes y más objetivos. Para Lenin, una cultura superior a otra en la 
medida en que permite una mayor liberación de la servidumbre de la naturaleza (de donde la alta 
estima de la técnica) y favorece más el acceso a una socialidad de calidad superior que implique la 
liquidación de la explotación del hombre por el hombre (“cultura democrática y socialista”). 
3. También en Gramsci la cultura se homologa a la ideología, definida en su acepción más extensiva 
como “concepción del mundo”. La cultura no sería más que una visión del mundo colectivamente 
interiorizada como una “religión” o una “fe”, es decir, como norma práctica o “premisa teórica 
implícita” de toda actividad social de la cultura así entendida posee una eficiencia integradora y 
unificante: “la cultura, en sus distintos grados, unifica una mayor o menor cantidad de individuos en 
estratos numerosos, en contacto más o menos expresivo, que se comprenden en diversos grados, etc.” 
(42). 
Puede decirse que por esta vía de cultura determina la identidad colectiva de los actores históricos 
sociales: “de ello se deduce la importancia que tiene el 'momento cultural', incluso en la actividad 
práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el 'hombre colectivo'. Esto supone 
el logro de una unidad cultural-social por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas con 
heterogeneidad de fines, se sueldas con vistas a un mismo fin sobre la base de una misma y común 
concepción del mundo general y particular, transitoriamente está tan arraigada, asimilada y vivida que 
puede convertirse en pasión” (43). 
Además, no debe olvidarse que para Gramsci las ideologías (orgánicas) “organizan las masas humanas, 
forman el terreno en medio del cual se mueven los hombres, adquieren conciencia de su posición, 
luchan, etc.” (44). 
Gramsci aborda los problemas de la ideología y de la cultura en función de una preocupación 
estratégica y política motivada en gran parte por la derrota histórica del proletariado europeo en los 
años veinte, aquí la estrecha vinculación de su concepto de cultura, con el de hegemonía, que 
representa grosso modo una modalidad de poder una capacidad de educación y de dirección basada en 
el consenso cultural. Desde el punto de vista de la cultura al igual que la ideología se convierte en el 
instrumento privilegiado de la hegemonía por la que una clase social logra el reconocimiento de su 
concepción del mundo y, en consecuencia, de su supremacía, por parte de las demás clases sociales. 
Esta modalidad hegemónica del poder, ausente en los esquemas leninistas sería una característica 
particular de los procesos políticos europeos-occidentales por oposición a la sociedad rusa de 1917 y, 
por extensión del oriente. “En Oriente el Estado era todo, la sociedad civil era primitiva y gelatinosa; 
en Occidente, entre Estado y sociedad civil existía una justa relación y bajo el templo del Estado se 
17 
 
evidenciaba una robusta estructura de la sociedad civil” (45). (Para Gramsci la “sociedad civil”, 
contrapuesta a la “sociedad política” es la esfera ideológico-cultural). 
El concepto hegemonía le permite a Gramsci modificar en un aspecto importante el papel atribuido por 
Lenin a la cultura en el proceso revolucionario. En efecto, para Lenin la “revolución cultural” sólo 
podía tener vigencia en la fase revolucionaria, después de la conquista del Estado entendido como 
aparato burocrático-militar. Para Gramsci, en cambio,la tarea cultural desempeña un papel de 
primerísimo orden ya desde el principio, desde la fase pre-revolucionaria, como medio de conquista de 
la “sociedad política”. En efecto, “un grupo social puede y debe ser dirigente aún antes de conquistar el 
poder de gobierno (y ésta es una de las condiciones principales para la misma conquista del poder); 
después, cuando ejercita el poder y también cuando lo tiene fuertemente aferrado en el puño, se torna 
dominante, pero debe continuar siendo 'dirigente'” (46). 
La posición de clase subalterna o dominante determinan, según Gramsci, una gradación de niveles 
jerarquizados en el ámbito de la cultura, que van desde las formas más elaboradas, sistemáticas y 
políticamente organizadas – como las “filosofías” hegemónicas-, a las menos elaboradas y refinadas – 
como el sentido común y el folklor, que corresponde grosso modo a lo que suele denominarse “cultura 
popular”. Pero, en realidad, no se trata sólo de una estratificación, sino de una confrontación entre las 
concepciones del mundo “oficiales” y las de las clases subalternas e instrumentales cuyo conjunto 
constituye los estratos llamados populares. 
Para Gramsci, la “concepción del mundo y de la vida” propia de estos estrados es “en gran medida 
implícita”, lo mismo que su confrontación con la cultura oficial (“por lo general también implícita, 
mecánica, objetiva”). 
La posición de Gramsci frente a esta complejidad contradictoria de los hechos culturales es también 
abiertamente valorativa, como la de Lenin. Sólo varían sus criterios de valoración que en lo esencial se 
reducen a la capacidad hegemónica de una cultura, es decir, a su capacidad dirigente, a su poder crítico 
y a su aceptabilidad universal (48). En virtud de estos criterios, Gramsci no vacila en descalificar el 
particularismo estrecho, el carácter heteróclito y el anacronismo de la cultura subalterna tradicional; “el 
sentido común es, por tanto, expresión de la concepción mitológica del mundo. Además, el sentido 
común... cae en errores más groseros, en gran medida se halla aún en la fase de la astronomía 
tolemaica, no sabe establecer los nexos de causa a efecto, etc. es decir, afirma como 'objetiva' cierta 
'subjetividad' anacrónica, porque no sabe siquiera concebir que puede existir una concepción subjetiva 
del mundo y qué puede querer significar” (49). 
Pero, a diferencia de Lenin, Gramsci matiza significativamente su posición en principio negativa frente 
18 
 
a las culturas subalternas, reconociendo en ellas elementos “progresivos” que pueden servir como 
punto de partida para una pedagogía a la vez política y cultural que encamine a los estratos subalternos 
hacia “una forma superior de cultura y de concepción del mundo” (50). El proyecto de Gramsci no 
prevé la mera conservación de las subculturas folklóricas, sino su transformación cualitativa (“reforma 
intelectual y moral”) en una gran cultura nacional – popular de contenido crítico – sistemático, que 
llegue a adquirir “la solidez de las creencias populares” (51), porque “las masas, en cuanto tales, sólo 
pueden vivir la filosofía como una fe” (52). Esta nueva cultura sólo puede resultar de la fusión orgánica 
entre intelectuales y pueblo sobre la base de la filosofía de la praxis. En efecto, “la filosofía de la praxis 
no tiende a mantener a los 'simples' en su filosofía primitiva del sentido común, sino, al contrario, a 
conducirlos hacia una concepción superior de la vida. Se afirma la exigencia del contacto entre 
intelectuales y simples no para limitar la actividad científica y mantener la unidad al bajo nivel de las 
masas, sino para construir un bloque intelectual-moral que haga posible un progreso intelectual de 
masas y no sólo para pocos grupos intelectuales” (53). 
La valoración de lo nacional-popular como expresión necesaria de la hegemonía en el ámbito de la 
cultura constituye otro factor de diferencia entre las concepciones de Gramsci y las de Lenin. Este 
propiciaba, como queda dicho, una visión internacionalista de la cultura sobre la base del 
cosmopolitismo proletario. 
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la cultura nacional popular postulada por Gramsci nada tiene 
que ver con las formas degradadas de la cultura plebeya. “La literatura popular tiene en sentido 
degradado (de tipo Sue y toda la escuela) es una degeneración político-comercial de la literatura 
nacional-popular, cuyo modelo son precisamente los trágicos griegos y Shakespeare” (54). 
Merece especial atención la relación establecida por Gramsci entre sociedad y cultura. Esta se halla 
inscrita, por cierto, dentro de un determinado bloque histórico, que es el equivalente gramsciano de la 
topología estructura/superestructura. 
Pero Gramsci no establece una relación mecánica y causal entre ambos niveles, sino una relación 
orgánica que los convierte casi en aspectos meramente analíticos de una misma realidad, que pueden 
distinguirse sólo “didascálicamente”. En efecto, en un determinado bloque histórico “las fuerzas 
materiales son el contenido y las ideologías de la forma”, pero esta distinción es “puramente 
didascálica, puesto que las fuerzas materiales no serían concebibles históricamente sin la forma y las 
ideologías serían caprichos individuales sin la fuerza material” (55). 
En algunos textos Gramsci parece inconcluso transgredir la tópica marxista, como cuando dice que la 
ideología es una “concepción del mundo que se manifiesta implícitamente en el arte, en el derecho, en 
19 
 
la actividad económica, en todas las manifestaciones de la vida intelectual y colectiva” (56). En este 
texto la ideología (y por lo tanto la cultura, que se define en los mismos términos) se presenta como 
coextensiva a toda la sociedad y como indisociable de todas las prácticas sociales, sean éstas 
infraestructurales o superestructurales. Pero esta “ubicuidad” o “transversalidad” de la cultura – que 
recuerda de algún modo la “concepción total” de los antropólogos- no va en detrimento de su 
especificidad como “visión del mundo”, esto es, como fenómeno de significación. 
Quizás pueda concluirse entonces que para Gramsci el orden de la ideología y de la cultura remite de 
algún modo el plano de los significados socialmente codificados que, en cuanto tales constituyen un 
aspecto analítico de lo social que atraviesa, permea y organiza la totalidad de las prácticas sociales. 
4. La tendencia a homologar la cultura de la ideología constituye, a nuestro modo de ver, un estímulo 
importante para definir la especificidad de la cultura por referencia a los significados sociales, a los 
hechos de sentido, a la semiosis social. Bajo este aspecto hay un avance indudable sobre la 
indiferenciación conceptual del término “cultura” dentro de la tradición antropológica. La cultura ya no 
se presenta aquí como “le conjunto de todas las cosas, menos la naturaleza” sino en todo como una 
dimensión precisa de “todas las cosas”: la dimensión de la significación. 
Constituye también una contribución significativa a la referencia explícita a la estructura de clases y a 
las relaciones de poder como marco que determina la configuración contradictoria y conflictiva de la 
cultura en las diversas formaciones sociales. La cultura ya no aparece como una superficie lisa y 
nivelada, sino como un paisaje discontinuo y fracturado por las luchas sociales. 
Pero el logro de una mayor especificidad conceptual dentro de un encuadre clasista ha corrido parejo, 
al parecer, con la pérdida de carácter “total” y ubicuo de la cultura, tal como lo había establecido la 
tradición antropológica. 
En efecto, el marxismo tiene a restringir y, sobre todo, a “localizar” los fenómenos culturales dentro de 
una topología social precisa: la superestructura. De este modo se obstaculiza una vez más la percepción 
correcta de la relación sociedad-cultura. 
La responsabilidad de esta tendencia restrictiva es imputable a la tópica infraestructura/superestructura,que se ha convertido en una especie de evidencia dentro del marxismo. Debe reconocerse que esta 
metáfora arquitectónica ha desempeñado un papel decisivo en la lucha contra las grandes filosofías 
idealistas de fines del siglo pasado. Pero ha terminado por convertirse en un formidable obstáculo 
epistemológico para comprender de un modo más adecuado la relación entre sociedad y sentido, entre 
producción material y semiosis y, en última instancia, entre economía y cultura. 
Sobre todo en sus formulaciones así mecanicistas, la metáfora en cuestión presupone la oposición 
20 
 
dualista entre realidad y pensamiento, y sugiere un esquema topológico de la sociedad que aparece 
constituida por niveles o estratos jerarquizados. El nivel privilegiado sería el de la producción material 
– la infraestructura-, mientras que los niveles de la superestructura serían secundarios, derivados y casi 
inesenciales. 
Lo cultural queda relegado, por supuesto, al plano de la superestructura, como si la realidad constitutiva 
de la “base” social escapara a la cultura, o como si los hechos culturales estuvieran simplemente 
superpuestos o sobreañadidos a “lo real”. 
Ahora bien, “lo cultural como conjunto de esquemas interpretativos desconectados de la práctica social, 
lo cultural como superestructura inofensiva, secundaria y derivada, es precisamente lo cultural visto e 
instituido por el capitalismo”, dice Jean-Paul Willaime (57). 
Dentro de la tradición marxista, sólo Gramsci parece haberse percatado con suficiente lucidez de las 
implicaciones mecanicistas de la célebre metáfora. De ahí sus esfuerzos por superar el dualismo 
inherente a la misma mediante su reabsorción en la unidad orgánica del bloque histórico. Estos 
esfuerzos, sin embargo, quedaron truncos y no fueron debidamente prolongados por su posteridad 
intelectual. 
IV Hacia una reformulación semiótica de la cultura 
Parece imponerse la necesidad de una revisión teórica del discurso antropológico y marxista sobre la 
cultura, en vista de una relaboración que permita superar sus limitaciones más patentes, sin perder sus 
contribuciones más fecundas. 
Hoy por hoy este proyecto nos parece un tanto presuntuoso y prematuro, pero nada impide adelantar 
algunas propuestas al respecto, con propósito de debate y de sondeo. 
1. Comencemos por el problema de la especificidad o de la homogeneidad semántica del concepto 
cultura. Creemos que aquí vale la pena recoger y prolongar el estímulo marxista que tiende a asociar la 
cultura a la problemática de las ideologías y las concepciones del mundo. 
Planteamos la tesis de que no es posible conferir suficiente homogeneidad al concepto de cultura, si no 
se lo implanta directa y sólidamente en el terrenos de los significados sociales, de la construcción social 
del sentido, de la semiosis social. Digamos, entonces, en primera aproximación, que la cultura remite a 
los códigos sociales, a la signicidad, a los sistemas de simbolización. 
“Toda la variedad de las demarcaciones existentes entre la cultura y la no cultura” -dice Lotman- “se 
reduce en esencia a esto, que sobre el fondo de la no cultura, la cultura interviene como un sistema de 
signos. En concreto, cada vez que hablamos de los rasgos distintivos de la cultura como 'artificial' (en 
oposición a lo 'innato'), 'convencional' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar 
21 
 
la experiencia humana' (en oposición a lo 'natural' y 'absoluto'), 'capacidad de condensar la experiencia 
humana' (en oposición a 'estado originario de naturaleza'), tendremos que enfrentarnos con diferentes 
aspectos de la esencia sígnica de la cultura” (58). 
Por eso “es indicativo cómo el sucederse de las culturas (especialmente en épocas de cambios sociales) 
vaya acompañando generalmente de una decidida elevación de la semioticidad del comportamiento...” 
(59). 
Y no olvidemos que todo puede servir como soporte significante de los significados culturales: la 
cadena fónica, la escritura, los gestos, los comportamientos, las prácticas sociales, los usos y 
costumbres, el vestido, la alimentación, la vivienda, los objetos y artefactos, la organización social del 
espacio y del tiempo en ciclos festivos, etc. Por eso se podrá decir más adelante que la cultura “está en 
todas partes”, “en todas las manifestaciones de la vida individual y colectiva”, y no sólo en los ciclos de 
la superestructura. 
Pero sabemos de Saussure que la significación se funda en el valor diferencial de los signos dentro de 
un sistema semiótico determinado, decir que la cultura es en primera instancia un hecho de 
significación equivale también a decir que la cultura está hecha de distinciones y diferencias, es decir, 
de oposiciones significativas. “En la base de todas las decisiones está la convicción de que la cultura 
posee trazos distintivos”-, dice Lotman (60). La cultura, por lo tanto, es la diferencia. Son modos 
distintivos de verse y de comprenderse colectivamente en el mundo y al mundo por oposición a otros. 
Por eso el primer efecto de la cultura es la construcción y la distribución de identidades sociales. En 
efecto, “la identidad social se define y se afirma en la diferencia” (61). Entre identidad y alteridad 
existe una relación de presuposición recíproca. Ego sólo es definible por oposición a altar y las 
fronteras de un “nosotros” se delimita siempre por referencia a “ellos” y a “los demás”, a “los otros. 
Muchos antropólogos llegaron a entrever, sin teorizarla, esta función identificadora y diferenciante de 
la cultura. “Los antiguos conocían algunos fenómenos de la cultura”- dice Kroeber- ; “por ejemplo, las 
costumbres distintivas, 'nosotros lo hacemos así, lo hacemos de otra manera': esta afirmación que cada 
ser humano formula tarde o temprano representa el reconocimiento de un fenómeno cultural” (62). 
Herskovits llega incluso a afirmar que la función de la cultura es conferir “una identidad de modo de 
vida reconocible” (63). 
Concluyendo entonces que la cultura es un conjunto de significados constitutivos de identidades y de 
alteridades sociales. La cultura clasifica, cataloga, denomina, nombra y ordena la realidad desde el 
pinto de vista de un “nosotros” relativamente homogéneo, de una identidad determinada. 
Este sería el momento de ensayar una teoría de la identidad social, de la construcción semiótica de 
22 
 
sujetos o de actores histórico-sociales. Habría que distinguir, entonces, diferentes modalidades de 
autoidentificación (de clase, étnica, regional, nacional, religiosa...) con sus complejos 
entrecruzamientos y sobredeterminaciones. Habría que introducir también la problemática de la 
memoria social como dimensión diacrónica de la identidad social). 
En efecto, la identidad no se construye de la noche a la mañana, sino que frecuentemente es el resultado 
de un largo proceso de elaboración histórica transmitida de generación en generación. La memoria 
social cobra especial relieve en relación con la construcción de la identidad étnica. Roger Bastide decía 
que esta forma de identidad “postula necesariamente la memoria, porque ella significa duración y 
conservación, a través de los cambios, de una realidad procedente del pasado” (64). De aquí la 
importancia, no sólo de la utopía, sino también de la conmemoración en los ritos y fiestas de las 
comunidades étnicas. 
A nuestro modo de ver, Lotman se refiere a esta dimensión de la cultura cuando la define como 
“memoria no hereditaria (en sentido genético) de la colectividad” (65). 
En fin, habría que advertir que la identidad social no se configura sólo en relación con los demás 
miembros del grupo social, sino también en relación con la naturaleza. No hay que olvidad que en una 
de sus acepciones más recurrentes, la cultura connota el dominio humano del medio ambiente y la 
posibilidad de apropiarse de la naturaleza. 
2. La identidad entendida como “duración”, como “tendencia a perseverar en el ser”, nosremite de 
inmediato a uno de los modos de objetivación de la cultura comprendida como sistema de significados 
sociales: el habitus o ethos cultural. En efecto, según Pierre Bourdieu la “tendencia a perseverar” se 
debe entre otras cosas, “al hecho de que los agentes que integran los grupos están dotados de 
disposiciones durables, capaces de sobrevivir a las condiciones económicas y sociales de su propia 
producción” (66). Estas disposiciones durables con los habitus. Se trata de una categoría elaborada por 
Bourdieu con el objeto de dar cuenta de la “regularidad no calculada” y de la “concentración no 
planeada” de los comportamientos culturales. 
El habitus, definido como “un sistema subjetivo, pero no individual de estructuras interiorizadas que 
son esquemas de percepción, de concepción y de acción” (67), constituye el principio generador de las 
prácticas simbólicas. Son significados sociales interiorizados en forma de “lex insita” -de ley 
inmanente-, que de este modo se convierten en principios orientadores de la acción. 
La noción de habitus recupera y a la vez supera la concepción normativa que define a la cultura como 
“modelos de comportamiento”. Solamente para Bourdieu estos “modelos” no deben concebirse como 
“principios reales” de los comportamientos – so pena de incurrir en un grosero objetivismo reitificador 
23 
 
sino como constructos conceptuales que expresan la constatación de la regularidad de las prácticas. El 
verdadero principio de esta regularidad radica en el habitus, y no en los “modelos”. 
El habitus remite, como a su principio, a un segundo modo de objetivación de los significados 
culturales: las instituciones. 
Desde el punto de vista que aquí nos interesa, éstas representan la materialización, la fijación y la 
codificación social del sentido. Por lo tanto, la cultura puede ser aprehendida también como “lo ya 
dado”, “lo ya dicho” o “lo ya pensado”, es decir, como una estructura objetiva de significados 
preconstruidos que constituye el marco de referencia de una sociedad, y la base obligada -e impensada- 
de todas las prácticas significantes. La cultura así objetividad no determina tanto lo que efectivamente 
se cree y se realiza en los diferentes aspectos de la vida social, sino lo que es creíble, realizable y 
concebible. Por eso hablamos de “marco de referencia”; se trata del marco institucional dentro del cual 
una sociedad, un grupo social o una clase piensa, sueña y actúa; del campo de posibilidades que 
enmarca las oposiciones y las diferencias significativas en una sociedad. 
Este es el lugar en que puede explotarse útilmente la teoría gramsciana de los aparatos de la hegemonía, 
transmutados en aparatos ideológicos por Althusser. 
Entre habitus e instituciones, entre “sentido práctico” y “sentido objetivado” se establece una relación 
dialéctica. Por una parte, el sentido objetivado en las instituciones “interpela” y “convoca” a los 
individuos proponiéndoles identidades y alteridades y determinado de este modo los diferentes habitus 
sociales. El habitus, por lo tanto, es un producto de las condiciones objetivas, es “la interiorización de 
la exterioridad”. Pero por otra parte el habitus como sentido práctico opera la reactivación del sentido 
objetivado en las instituciones”: “el habitus es aquello que permite habitar las instituciones, 
apropiárselas prácticamente y, por eso mismo, mantenerlas en actividad, en vida y en vigo 
arrancándola: incesantemente del estado de letra muerta y de lengua muerta; es aquello que permite 
revivir el sentido depositado en ellas, pero imponiéndoles las revisiones y las transformaciones que son 
la contrapartida y la condición de la reactivación” (68). 
Resumamos: la cultura remite a significados sociales constitutivos de identidades y alteridades, 
objetivados en forma de instituciones y de habitus y actualizados en forma de práctica significantes. 
Las estructuras objetivas (institucionales) constituyen el principio generador el habitus mediante 
mecanismos de interpelación y de inculcación. Y el habitus, a su vez, constituye el principio generador 
de las prácticas significantes: entre estas tres instancias de la cultura se establece una relación 
dialéctica. 
3. Queda por señalar el principio dinámico de este sistema que hasta aquí se presenta como modelo de 
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reproducción simple, incapaz de dar cuenta de los proceso de confrontación y de mutación cultural. 
Ese principio dinámico sólo puede encentrarse a nivel de las condiciones sociales de producción, de 
recepción y de apropiación de significados, y en lo substancial se reduce a la estructura de clases (que 
en ciertas formaciones sociales sobredetermina incluso la pluralidad étnica) y, consecuentemente la 
desigualdad distribución del poder social. 
La hipótesis central que aquí puede invocarse es la de la existencia de una relación significativa entre 
posiciones en la trama de las relaciones sociales y la configuración de los significados sociales 
diversamente objetivados y actualizados. 
Bernars Zarca formula esta hipótesis del siguiente modo: “constituye una evidencia sociológica, sin la 
cual ningún trabajo empírico sería posible, la asunción de que las diferentes condiciones materiales de 
existencia deben corresponder ideas y juicios también diferentes. En cambio, los individuos situados en 
condiciones materiales de existencia semejantes para actuar, reaccionar, comportarse, pensar, etc... Por 
consiguiente, si se pone entre paréntesis las variantes individuales (aunque sean importantes para la 
sociología), tendrán una misma praxis, una misma hexis y un mismo ethos” (69). 
Es esta hipótesis la que da origen a la contraposición gramsciana entre culturas hegemónicas y culturas 
subalternas, ulteriormente prolongadas por Alberto M. Cirese en una teoría de los “desniveles 
culturales internos” (70). 
Esta misma hipótesis permite a Bourdieu concebir la cultura como “la distinción” simbólicamente 
manifestada y clasísticamente connotada; como una constrelación jerarquizada y compleja de “ethos de 
clase” que se manifiesta en forma de comportamientos, consumos, gustos, estilos de vida y símbolos de 
estatus diferenciados y diferenciantes, pero también en forma de productos y artefactos (71). Dentro de 
este esquema, la cultura de las clases dominantes se impone como la “cultura legítima”, haciéndose 
reconocer como punto de referencia obligado y como “unidad de medida no medida” de todas las 
formas subalternas de cultura. 
La hipótesis del condicionamiento clasista de la cultura ha sido recientemente cuestionada por el 
descubrimiento de la “cultura local” entendida como modos de manifestación de la vida cotidiana en 
marcos geográficos restringidos que pueden ser pueblerinos, comunales o regionales (72). Este 
descubrimiento responde, entre otras cosas, a la nueva sensibilidad europea hacia las autonomías 
regionales devoradas por el centralismo estatal. Pues bien, según algunos autores “el punto de vista de 
la cultura local obliga a escapar del peso de los habitus y de la magia de los aparatos”. “Admitamos” -
dice Marc Abeles-, “que las culturas locales sean una sedimentación de formas de fuerzas 
contradictorias; se está autorizado a investigar esta contradicción a condición de negarse a recurrid en 
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principio a oposiciones abstractas del tiempo hegemónico/dominado, legítimo/popular” (73). 
No se puede negar la presencia de hechos culturales “verticales” o “transclasistas”, asociados a la 
cotidianeidad de lo “simple y elementalmente humano”, que trascienden los determinismos de clase. 
Pero constituye un error plantear su consideración o análisis como un punto de vista alternativo y 
opuesto al de las clases sociales. En efecto, siempre es posible sostener como más fuerte y más fecunda 
la hipótesis de que en las sociedades modernas los hechos culturales trans-clasistas se hallan siempre 
enmarcados y sobredeterminados por las relaciones de clase.Es muy dudoso que la vida cotidiana de 
una “cultura local” - medios de consumir, de comprar, de habitar, de avecinarse, de intercambiar, de 
divertirse, de amar, de llorar a los muertos...-tenga el mismo significado para el campesino indígena, el 
maestro rural, el farmacéutico, el cura, el político burócrata y la señora propietaria de una residencia 
secundaria de una misma comunidad local. Como dice acertadamente Cirese, “el hecho de que lo 
elementalmente humano atraviese verticalmente todas las clases sociales no impide que sea vivido, 
sufrido y disfrutado según modos clásicamente determinados (es cierto que a todos nos toca llorar de 
vez en cuando- ha dicho alguien-; pero una cosa es llorar en un Cinquecento, y otra muy diferente es 
llorar en un Rolls Royce) (74). 
El recurso a la estructura de clases como principio organizador de una formación cultural sólo explica 
el potencial conflictivo de la misma, pero no da cuenta de su dinamismo histórico real. Para esto se 
requiere un segundo paso: remontarse al terreno de lo político y establecer la relación de la cultura con 
las diversas modalidades del poder. 
Existe, por supuesto, una estrecha relación entre estructura de clases y distribución del poder, como 
hemos señalado en otro lugar (75). En efecto, el poder se define ante todo como una característica 
objetiva y estructural de todo sistema social basado en relaciones disimétricas (principalmente de 
clases). Con otros términos, el poder tiene por base y fundamento una estructura objeto de desigualdad 
social. 
Hemos ensayado en otro estudio el análisis de las complejas relaciones entre cultura y poder. Aquí nos 
limitaremos a afirmar que si se considera el poder en su modalidad de hegemonía, es decir, como 
capacidad de imponer determinados significados sociales por vía de violencia simbólica, la cultura se 
convierte en instrumento y a la vez en componente privilegiado del poder. Si en cambio se considera el 
poder en su modalidad de dominación y de dirección política, la cultura se convierte en “enjeux”, es 
decir, en “aquello que está en juego” en la lucha política. Aquí deben situarse, entre otras cosas, la 
lucha secular del estado por lograr el control del conjunto de los aparatos culturales, su esfuerzo por 
imponer coactivamente la “cultura legítima” y por censurar las formas culturales “desviadas” y, en fin, 
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su negro historial de opresión y represión de las culturas étnicas subalternas (76). 
Merecen especial atención las modalidades de dominación cultural basadas en mecanismos 
económicos. 
Hemos señalado más arriba el fenómeno de la penetración generalizada del mercado capitalista en la 
esfera cultural. Se ha podido comprobar, a este respecto, que la generalización del valor de cambio 
opera lo que se ha dado en llamar la “subversión de los códigos”. Marc Guillaume ha demostrado muy 
claramente cómo el capitalismo ha desestructurado, por ejemplo, toda una simbólica del habitar, cómo 
se ha pasado de la habitación cultual a la vivienda-mercancía (77). “A una habitación que significaba 
toda una estructura social, con sus normas y valores, y que inscribía en el espacio y en la arquitectura 
las oposiciones significativas que estructuraban al grupo social y regulaban su vida, sucede ahora la 
vivienda-mercancía que no se interesa más que en la diferencia por la diferencia -en el valor de 
cambio- de este producto en que se ha convertido el habitar, y que en cara esta 'necesidad' humana bajo 
el ángulo esencialmente funcional. Al 'hábitat' cultural sucede entonces la vivienda funcional atrapada 
por la lógica de lo económico. Este proceso general de desculturación y sus efectos se han ido 
extendiendo a todos los aspectos de la vida social...” (78). 
Al subvertir los códigos culturales tradicionales, el capitalismo impone, en realidad, un nuevo código: 
la lógica de lo económico. Este nuevo código presenta una particularidad con respecto a los demás 
códigos que le precedieron: “tiene la capacidad: de subvertir todos los demás códigos en la medida en 
que se eleva a rango de sistema la indiferencia a los contenidos de todos los sistemas culturales 
posibles, en la medida en que el código de lo económico se interesa sólo a la forma y pone entre 
paréntesis el valor de uso, la particularidad, el contenido de cada cosa; en virtud de este hecho, este 
código es el más universable y también el más totalitario que invade todos los sectores de la sociedad” 
(79). 
Amalia Signoreli ha señalado una consecuencia importante de esta situación: el fin del aislamiento, la 
desaparición de los grupos humanos aislados, la copresencia de todas las culturas. Dentro de este 
marco, la dinámica cultural se manifiesta ante todo como un proceso de homologación a través del cual 
la clase dominante nacional e internacional impone, no tanto su cultura, sino su dominio cultural. Este 
proceso opera a través de la comunicación masiva de modelos de consumo estandarizados. Frente a 
esta presión homologante, las formas nacionales y tradicionales de cultura movilizan cierta capacidad 
de resistencia, de diferenciación y hasta de oposición, aunque frecuentemente terminen fragmentándose 
y se vean obligadas a refuncionalizar con propósitos adaptativos sus diferentes elementos. 
4. Hemos llegado a la conclusión de que la cultura son haces de significados sociales constitutivos de 
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identidades y alteridades, objetivados en forma de instituciones y de habitus, actualizados en forma de 
prácticas puntuales y dinamizados por la estructura de clases y de relaciones de poder. 
Pero la cultura así entendida, ¿cómo se relaciona con la sociedad? ¿Constituye acaso un sector, un 
subsistema, un contrato ornamental -”algo así como un suplemento del alma”- de la sociedad? ¿Se 
puede mantener al mismo tiempo una definición no indiferenciada, sino relativamente específica de la 
cultura y la “concepción total” de los antropólogos que hace coextensiva la cultura a la sociedad? 
La respuesta puede hallarse contenida en esta breve definición sugerida por Grimas: la cultura no es 
más que la sociedad en cuanto a significación (81). Lo que puede parafrasearse de este modo: la cultura 
es la sociedad misma considerada como estructura de sentido, como signicidad o semiosis, como 
representación, símbolo, teatralización, metáfora o glosa de sí misma. En aquella dimensión e la 
sociedad por la que ésta se expresa o se “muestra” a sí misma en forma de rasgos distintivos, de 
sistemas de diferencia o de singularidades formales. 
Esto quiere decir que la cultura es un aspecto analítico de la sociedad total, indisociable de cualquiera 
de sus elementos o niveles, y no una “parte”, un sector o una “superestructura” de la misma. 
“Concepción del mundo generalmente implícita en todas las manifestaciones de la vida individual y 
colectiva”, -decía Gramsci. Se trata, por lo tanto, de un punto de vista totalizante sobre la sociedad, 
aunque también inadecuado y no exhaustivo, porque si bien es cierto que no existe nada en la sociedad 
que pueda considerarse como insignificante, como desprovisto de significación, también es cierto que 
la sociedad no se agota en la significación. Con otras palabras: la sociedad es siempre cultura bajo 
cierto aspecto, pero la cultura no es toda la sociedad. Entre sociedad y cultura rige lo que los antiguos 
escolásticos llamabas una distinción inadecuada o aspectual, y los lógicos una relación de implicación 
no recíproca. 
Pero, ¿existe algo más en la sociedad que no sea signo o sentido? Esta cuestión parecerá impertinente y 
ociosa, pero la planteamos aquí bajo la presión de cierto discurso pan semiótico (Lacan, Braudrillard, 
Laclau) que tiende a pasar subrepticiamente de la afirmación de que en la sociedad “todo en discurso” a 
la de que en la sociedad “sólo hay discurso”. Se trata de una especia de neo-idealismo que tiende a 
reducir la sociedad sólo a una “problemática del código”. 
Sí, en la

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