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Diversidade Cultural e Multiculturalismo

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Tema 24: 
La diversidad cultural y el problema del multiculturalismo. 
 
Jaime Fisher 
_________________________________________________________________________ 
 
Introducción 
1. Clarificación de la expresión «diversidad cultural». 
1.1. La noción de cultura 
1.2. Naturaleza pública de la cultura 
1.3. Diversidad e identidad cultural 
1.4. Sociedad y cultura 
1.5. Individuo, identidad y diversidad 
1.6. La cultura como asunto de la filosofía práctica 
1.7. Diversidad y multiculturalismo en el mundo contemporáneo 
2. El debate sobre las relaciones interculturales. 
2.1. Qué son las ‘relaciones interculturales’ 
2.2. Problematicidad de las ‘relaciones interculturales’ 
2.3. Multiculturalismo y comunitarismo vs. liberalismo 
2.4. Ideas y protagonistas en el debate. 
3. Problemas del multiculturalismo 
3.1. El problema político 
3.2. El problema ontológico. 
3.3. Los posibles sujetos del problema 
Conclusión 
Bibliografía 
Guion Resumen 
Cuestionario 
_________________________________________________________________________ 
 
Introducción 
El objetivo, indicado ya en el título del artículo, es mostrar un panorama general 
sobre la diversidad cultural y el problema del multiculturalismo. Hay que advertir de 
entrada que, en un sentido directo y primario, la diversidad cultural de facto es lo que suele 
-bajo ciertas circunstancias- presentarse como un problema que, en la medida que tiene que 
ver con la convivencia justa y pacífica entre diversas culturas, o comunidades culturales, 
adquiere la forma específica de problema político; mientras que el multiculturalismo es, en 
su sentido primario y directo, un conjunto de ideas normativas ofrecidas al respecto desde 
la filosofía política, que se presenta a sí mismo como una posible solución al problema 
primario de la diversidad cultural. Dicho esto, es entonces posible entender como problema 
también al multiculturalismo, pero éste sería en su parte medular de carácter filosófico: su 
problematicidad radicaría en establecer si los criterios y normas que prescribe para el 
problema fáctico de la diversidad cultural -cuando ésta efectivamente es una dificultad 
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política empírica-, serían soluciones lógicamente consistentes, racionalmente aceptables y 
causalmente eficaces en sus diversos contextos. 
Se presenta en lo que sigue el tema y se aclaran los conceptos e ideas centrales ahí 
utilizados, tratando de ubicarlos en el panorama de la filosofía política. En la primera 
sección, tras una aclaración mínima del problemático concepto de cultura, se acota el 
concepto de diversidad cultural y su opuesto lógico y complemento funcional: la identidad 
cultural. La segunda parte describe y analiza la discusión sobre las así llamadas relaciones 
interculturales, y su vínculo con los enfoques más amplios en filosofía política, en 
particular con el liberalismo y el comunitarismo. La tercera parte apunta en qué sentidos la 
diversidad cultural y el multiculturalismo representarían o no un problema auténtico y una 
solución viable, respectivamente. 
 
1. Clarificación de la expresión «diversidad cultural». 
1.1. La noción de cultura 
Una racionalidad conceptual mínima (Bunge, 1985, cap. I), indica que tanto “diversidad 
cultural” como “multiculturalismo” requieren antes establecer de qué hablamos cuando 
hablamos de “cultura” pues, como sugiere Weiss (1972), el término se utiliza con fruición 
en la literatura antropológica y filosófica, dando pie incluso a formulaciones místicas 
rechazables desde un punto de vista naturalista. En el uso verbal de “cultura” milita una 
polisemia que de manera pertinaz -pese a los esfuerzos de antropólogos, sociólogos y 
filósofos, entre otros especialistas (o tal vez debido a esos esfuerzos)-, se traduce en 
vaguedades y se amplifica en malos entendidos acerca del o los posibles referentes 
sensibles o inteligibles de la diversidad cultural y el multiculturalismo; a tal grado que, 
como de este último término afirma Glazer (1997, p. 7), “[l]a palabra ha emergido y se ha 
esparcido tan rápidamente, ha sido aplicada a tal cantidad de problemas en tal cantidad de 
contextos, ha sido utilizada en ataques y defensas, frecuentemente abarcando tendencias 
tan dispares, que no resulta una tarea fácil describir lo que uno quiere decir con 
multiculturalismo”. De ahí la necesidad de poner un orden mínimo en el concepto básico 
de cultura. 
Colere (“cultivo” y “cuidado” o “atención”) es su origen etimológico aceptado. En 
su forma original y directa se refirió al cuidado, cultivo y atención de la tierra. Con techné 
Hesiodo indica al ejercicio de la agricultura, cosa que viene aparejada a la desaparición de 
la tierra como la simple madre proveedora de cazadores y recolectores, y que entonces 
comienza a verse como tierra de labor, es decir, de cultivo. Esta techné-colere cifraría, en 
su acepción primera y directa, el paso desde una sociedad recolectora y nómada a otra 
agrícola y sedentaria. Si esto es correcto, hallaríamos un vínculo entre las ideas de progreso 
y de técnica como cultivo del ser humano, es decir, como cultura en su sentido figurado. 
En inglés, por ejemplo, el uso figurado de la expresión a man of culture (un hombre 
de cultura) apunta a lo que Sobrevilla en su excelente compendio (1988, p.16) llama 
“cultura en su sentido subjetivo”, o el cultivo del hombre. Esto expresa un ideal normativo 
como refinamiento individual, cosa que conduce a producir y a mantener una connotación 
especial valorativa del término, acentuando incluso una especie de halo de superioridad de 
ciertos individuos y sus comportamientos cultivados. Es claro que esta acepción se 
relaciona, al menos durante un largo periodo -que pervive en algunos espacios actuales-, 
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con la pertenencia a una clase social privilegiada, misma que, a salvo de la necesidad de 
realizar un trabajo físico directo, tiene el tiempo libre suficiente para cultivar el espíritu. 
Ortega (1994 [1939]), por ejemplo, alude a esto con las figuras del gentlemen (caballero) 
inglés y del hidalgo español, con “el homme de bonne compagnie (hombre de grata 
compañía) de Francia en el XVII, la schöne Seele (ideal femenino de belleza y virtud) de 
fines del XVIII en Alemania o el Dichter und Denker (poeta y pensador) de comienzos de 
XIX” (pp. 346-347). 
Pero puestos a enderezar el uso del término en el sentido antropológico y 
etnográfico que aquí importa, es pertinente comenzar con la clásica (aunque no ayuna de 
objeciones) caracterización tyloriana, según la cual ‘Cultura o Civilización, tomada en su 
sentido etnográfico amplio, es ese todo complejo que incluye conocimientos, creencias, 
arte, moral, derecho, costumbres, y cualesquier otras capacidades o hábitos adquiridos 
por el hombre en tanto miembro de la sociedad’ (Tylor, 1920 [1871] p.1) En otras 
palabras, cultura sería todo lo aprendido, o artificial, en claro contraste lógico conceptual -
aunque en continuidad ontológica natural- con la mera y simple herencia biológica. 
Aunque sin duda útil, esta caracterización compartida en términos generales por 
antropólogos y filósofos, es susceptible de objeciones y matices. No podemos entrar al 
asunto de La definición de “cultura”. Baste indicar al lector que Baldwin, J. et al. (2006, 
pp. 139-226), por ejemplo, proporcionan una lista de más de 300 definiciones. Sin 
embargo cabe destacar, en relación al objetivo limitado de este artículo, las objeciones 
formuladas por Sapir (1932, y 1939, pp. 433 y ss.), y más recientemente por Clifford 
Geertz (2003 [1973]) a esa definición clásica de Tylor. La primera va en el sentido de que 
si se consideran los patrones de conducta, las tradiciones, las costumbres o se intuyen los 
hábitos mentales que un individuo ha “aprendido en tanto miembro de una sociedad” 
determinada, se estará uno refiriendo más bien a la personalidad (psicológica) que a la 
cultura (antropológica). Y sobre todo, plantea el mismo Sapir, la caracterización tyloriana 
impediría considerar el caso fundamental en que elcomportamiento de un individuo afecta 
a la cultura entendida en su sentido etnográfico amplio, es decir, al comportamiento del 
grupo social. 
Mientras que desde el punto de vista formal la definición de Tylor es de naturaleza 
holista, la observación de Sapir correría en un sentido diferente aunque no contrario a la de 
Tylor; es decir, Sapir no se compromete con el individualismo metodológico, sino que, 
más bien, insistirá en ver la cultura como relación transaccional entre individuo y sociedad 
y, por tanto, como un proceso en constante devenir y ajuste, como proceso y resultado de 
la vida gregaria de un ser esencialmente simbólico (Cassirer, 1944). Según esto los 
individuos humanos no sólo adquieren sus pautas o normas culturales del grupo social, 
sino que también son capaces de originarlas o de transformarlas. Lo relevante de la 
objeción de Sapir a la definición de Tylor -y en relación a los fines de este artículo-, es que 
permite señalar, por un lado, al hecho de que no hay esencias culturales inamovibles, sino 
patrones o pautas de comportamiento cuyo constante cambio es empíricamente observable 
no sólo dentro de un grupo social, sino incluso a lo largo de la vida de un mismo individuo. 
La objeción de Geertz acentúa la relevancia que para la exactificación de la noción 
de cultura tiene el análisis etnográfico. Esta posición le conduce a lo que denominará -
siguiendo la idea de descripción densa (Ryle, 2009 [1971])-, un concepto semiótico de 
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cultura, concibiendo ésta como acción o conducta intencional y significativa en un 
determinado contexto; un significado que es por necesidad público, es decir, expuesto a la 
interpretación y al juicio de quienes participan en él, como actores directos o como simples 
observadores. Escribe Geertz que dado “que el hombre es un animal inserto en tramas de 
significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura es esa urdimbre y que el 
análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia experimental en busca de leyes, 
sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones (…) Una vez que la conducta 
humana es vista como acción simbólica.., pierde sentido la cuestión de saber si la cultura es 
conducta estructurada, o una estructura de la mente, o hasta las dos cosas juntas mezcladas 
(pp. 20, 24)”. Aunque Geertz enfatiza la cultura como conjunto de significados o como 
hechos simbólicos, estos continúan siendo aspectos observables de las prácticas humanas 
en términos de sus condiciones y sus resultados, cosa que impide asignar a la cultura algún 
locus metafísico o extra-natural, que es lo que suele oscurecer las discusiones 
antropológicas y filosóficas al respecto. 
 
1.2. Carácter público de la cultura 
La cultura es resultado, a la vez que condición de la relación dinámica entre individuo y 
sociedad, y de ambos con el medio ambiente. Su lugar de manifestación es siempre físico, 
i. e., su dimensión observable son las acciones humana intencionales sistemáticas, a saber, 
las prácticas distintivas y significativas de los individuos y de los grupos. Esto evitará 
considerar aspectos problemáticos que la amplia definición tyloriana permite, en particular, 
los estados mentales como creencias, hábitos de pensamiento, o la cosmovisión entera -
heredados o aprendidos-, que sólo son accesibles a la introspección, aunque puedan 
inferirse a través de la acción del sujeto. 
Un ejemplo de este último problema lo encontramos en Olivé (2004b, pp. 29-33). 
Al recuperar la tradición tyloriana en su propio diseño de un concepto filosófico-
antropológico de cultura, y siguiendo en esto a Luis Villoro (1985), le añade un compuesto 
de disposiciones internas, accesibles sólo a la introspección, pero que, según su decir, son 
condición de posibilidad de su dimensión externa, conductual o fenoménica. Como ese 
componente disposicional subjetivo conforma quizá la zona más problemática de todo 
mapa que se intente trazar sobre el amplio y abierto territorio de la cultura, parece 
conveniente a este capítulo -que trata sólo de enfrentar la diversidad cultural y el 
multiculturalismo desde el punto de vista de la filosofía política y su normatividad -, 
circunscribirse a la manifestación externa de la cultura, es decir, a su dimensión pública. 
Las disposiciones subjetivas, los estados intencionales o los ‘mundos internos’ no 
son accesibles al público y, aún si lo fueran, no sólo no podrían ser objetos de defensa, 
preservación o promoción por parte de las instituciones políticas, como propondrá el 
multiculturalismo, sino que ni siquiera podrían ser objeto de estudio de la antropología. En 
otras palabras, si la cultura -entendida como prácticas sistemáticas aprendidas de y 
compartidas por un grupo- ha de tener una relación con las políticas de Estado, como 
propondrá el multiculturalismo, entonces esa cultura deberá también tener una dimensión 
pública al menos en dos sentidos muy claros: 1) ser observable para un público; y de 
manera más importante 2) tener algún efecto perceptible sobre un público, es decir, sobre 
alguien que no sea su agente o portador cultural directo, bajo alguna descripción razonable 
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(Dewey, 1958 [1927]). Esto establece con claridad que una cultura tiene posibilidad de ser 
de interés político si, y sólo si, hay resultados públicos de las acciones intencionales 
sistemáticas a las que esa cultura se vincula. Se vuelve sobre esto más adelante. 
 
1.3. Diversidad e Identidad cultural 
Puede entonces sostenerse que la diversidad cultural es un fenómeno natural en el sentido 
de que ha existido durante toda la historia de la humanidad desde que nuestros primeros 
ancestros emigraron de África. En cada espacio geográfico, y en buena medida como 
efecto asociado a la dotación de recursos del medio ambiente donde se fueron asentando, 
los diferentes grupos adoptaron, por deriva, distintas maneras de resolver técnica y 
culturalmente sus problemas fundamentales. Puede decirse que la cultura y la técnica 
(incluyendo por supuesto el lenguaje simbólico articulado) salieron de África -el 
presumible lugar de aparición primera de la especie humana-, y, en el curso de la evolución 
y las migraciones, siguieron rumbos tan diversos como los caminos que siguieron y los 
ambientes que encontraron sus portadores humanos, adoptando entonces sus características 
distintivas. La diversidad de las culturas es análoga, en este sentido, a la diversidad de las 
especies: la cultura adquiere formas particulares en relación estrecha con el medio 
ambiente (Taylor, 1934), adaptándose aquellas que resultan más eficaces para resolver los 
diversos problemas de la sobrevivencia y la bienvivencia que las culturas han de resolver. 
Puede incluso sugerirse, siguiendo el polémico argumento de Richard Dawkins (1976) , 
que las culturas (paquetes meméticos) sobreviven a través de sus portadores humanos, tal y 
como los genes lo harían a través de las especies; sin embargo, esto debe tomarse como 
una analogía, que puede tener utilidad heurística, como se verá más adelante, pero no como 
la postulación de un estricto isomorfismo o simetría entre lo genético-biológico (donde no 
existe la intencionalidad), y lo simbólico-cultural (donde libertad e intencionalidad resultan 
factores centrales a considerar). 
El concepto de diversidad cultural puede mejor entenderse si se le mira en relación 
a su opuesto lógico y complemento funcional, es decir, a la identidad cultural, pues, como 
dice Hobsbawm (1996), esta última se define negativamente, es decir, en contra o por lo 
menos en contraste con los otros, con los diferentes o distintos. Desde el punto de vista 
lógico un individuo, miembro o elemento de cualquier clase sólo puede ser idéntico a sí 
mismo. Desde el punto de vista sicológico, pese a los cambios que se operan a lo largo del 
tiempo, una persona puede seguir siendo la misma, i. e., idéntica a sí misma en el sentido 
de que la reflexividad y la memoria le permiten identificarse como tal en distintos 
momentosde su vida y, con ello, distinguirse de los otros, pese a que su cultura cambie 
incluso radicalmente. Sin embargo, la identidad que aquí interesa tiene un sentido figurado 
en la perspectiva antropológica: la identidad cultural sirve -o al menos eso pretende- para 
demarcar algún nosotros respecto a todos los otros, y es un resultado de la particular 
socialización del individuo, es decir, de la transacción del individuo con su sociedad o 
comunidad. Tal identidad consistiría en el proceso y resultado mediante el cual un 
individuo llega a compartir ciertos valores, creencias, usos y costumbres que preexisten en 
el grupo en el que nace y/o crece y se desarrolla como persona. La identidad cultural es 
entonces el sentido de pertenencia a un determinado grupo social, i. e., la imagen que de sí 
mismos tengan los miembros de un grupo en el que su cultura es entendida aquí como el 
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promedio estadístico de comportamientos significativos; tal identidad es el complemento 
lógico necesario de la diversidad cultural, es decir, funciona como criterio para 
diferenciar(se) de la(s) otredad(es) colectiva(s). 
 
1.4 Sociedad y cultura 
Debido al menos en parte a que la cultura es obtenida de, ejecutada en, a través de y por un 
grupo social (i. e., la tyloriana impronta social sobre el conjunto de sus individuos), la 
confusión entre ambos conceptos (cultura y sociedad) se presenta de forma recurrente en la 
literatura, por ejemplo, en un pasaje Sobrevilla (1988) limita “la noción de cultura en su 
sentido objetivo [es decir, el de la creación y realización de valores, normas y bienes 
materiales por el ser humano] a la de un pueblo y [entonces la comprende] en su sentido 
antropológico. Así sucede cuando nos referimos a la cultura asiria, griega, náhuatl o inca” 
(cfr. p. 15; cursivas en el original). En esta expresión de un especialista vemos, pues, esa 
confusión e hipóstasis que indica Sapir (1932), y que la en general aceptable aunque 
demasiado amplia caracterización de Tylor permitiría. 
Pese a las divergencias de énfasis puesto en sus aspectos artefactuales, mentales, 
institucionales, simbólicos o prácticos, hay un denominador común en entender la cultura 
como conjunto complejo de características compartidas por una comunidad, y que serían 
compartidas precisamente por haber sido sus individuos socializados, debido al hecho de 
pertenecer a ese grupo, o de poseer un sentido de pertenencia o identidad con respecto a 
ese grupo o comunidad. Así se entiende la precisión de Sapir (1932) en el sentido de que 
cultura, cuando se utiliza para referirse a un pueblo (el sentido antropológico señalado por 
Sobrevilla) es más bien una ficción estadística, es decir, una abstracción promedio del 
conjunto de paquetes meméticos utilizados por los individuos que componen ese pueblo. 
Ese concepto de cultura es útil para describir y referir, hasta cierto punto de manera 
adecuada, al grupo social, pero es claro, por lo menos hasta aquí, que pueblo (o sociedad) y 
cultura no tienen la misma extensión lógica, es decir, que no pueden ser tenidos por 
sinónimos; de la misma manera en que el promedio de edad de un grupo -aún si es 
obtenido con un método estadístico válido- no define o identifica la edad de todos y cada 
uno de los individuos de ese grupo. 
Esta noción de cultura como ficción estadística o promedio indica que no todos los 
individuos nacidos y/o socializados en un mismo grupo llegan a compartir todos ni, sobre 
todo, los mismos valores, creencias, usos y costumbres del grupo, además de que tampoco 
todos y los mismos valores que en efecto lleguen a compartir lo harán con la misma 
fortaleza, y que, por tanto, identidad cultural y sociedad o comunidad tampoco tienen la 
misma extensión lógica, ni siquiera entre grupos o subgrupos sociales de tamaño reducido. 
En otras palabras, pese a la impronta social y cultural sobre el individuo, éste mantiene 
siempre cierto ámbito de libertad frente a tales condicionamientos (Mead, 1973, parte III, 
pp. 167-248), libertad que sería la condición de posibilidad para que el individuo genere y 
desarrolle creencias, valores, usos y costumbres significativos y originales, que puedan ser 
adoptados por otros miembros del grupo, e incluso por otros grupos o comunidades. 
 Entonces un individuo o un grupo no sólo puede crear nuevos memes que terminen 
siendo usados por el conjunto más amplio de miembros de su comunidad, sino que también 
pueden decidir abandonar esa comunidad y/o el conjunto de paquetes meméticos que 
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definen su cultura, y adoptar otros; todo esto sin afectar su identidad lógica y sicológica, 
aunque sí, desde luego, a su(s) identidad(es) cultural(es). 
 
1.5. Individuo, identidad y diversidad 
Retomando el controvertible argumento de Dawkins, puede sugerirse que esta libertad 
individual -y el eventual surgimiento de un comportamiento original, en el sentido de que 
se halle fuera de la norma estadística-, operaría como el análogo al mecanismo de 
variación en la biología evolutiva. La consecuencia lógica que cabe sacar de esto es que las 
culturas y las identidades culturales (sentidos de pertenencia) no son estáticas, sino que 
varían a lo largo de la historia de las necesidades y problemas de una comunidad, e incluso 
a lo largo de una biografía individual, lo que implica que la diversidad cultural misma se 
acrecienta a través del tiempo. Uno de los temores de la posición multiculturalista es el de 
la homogeneización cultural. Mosterín y otros cosmopolitas más bien la ven como algo 
deseable e inevitable; sin embargo no hay evidencia empírica suficiente para eso, y dicha 
evidencia apunta más en el sentido de una creciente diversificación cultural a escala 
planetaria. Después de todo, la cultura no se homogeneiza ni la diversidad cultural se 
extingue sólo porque todos estén conectados a internet, por ejemplo, o porque compartan 
cualquier otro paquete memético. 
El individuo se identifica -es decir, adopta y sigue (define su comportamiento)-, 
sólo con algunas de las prácticas características pre-existentes en el grupo. De manera que 
en una comunidad dada puede haber, y de hecho hay, un sinfín de identidades culturales. 
Ya dijimos que desde el punto de vista lógico y sicológico el individuo tiene sólo una 
identidad, a saber, la identidad consigo mismo; pero desde el punto de vista antropológico 
y social el individuo tiene varias identidades culturales, es decir, se identifica o desarrolla 
sentidos de pertenencia -con grados diferenciados o asimétricos de fortaleza- respecto a 
varios grupos y subgrupos caracterizados por determinados comportamientos sistemáticos. 
Las cualidades distintivas específicas que definen cada una de esas identidades culturales 
pueden ser tan amplias como la nacionalidad, la religión, el idioma o la clase social, o tan 
restringidas como la afición por un equipo de futbol, las preferencias sexuales, o el gusto 
por el jazz, el reggae y el consumo de marihuana; cualidades todas estas que, dicho sea de 
paso pero de manera destacada, pueden y suelen cambiar, incluso de forma drástica. Un 
individuo, pues, puede ser descrito desde la etnografía como católico, catalán, 
hispanohablante, aficionado del Español de Barcelona y adicto a la tauromaquia, 
heterosexual, militante del P. P., etc., y tendrá entonces sólo una identidad lógica y 
psicológica consigo mismo, al tiempo que varias identidades culturales o antropológicas 
(sentidos de pertenencia) con respecto a cada uno de esos conjuntos o clases definidas por 
las características o cualidades específicas señaladas. Entonces puede sostenerse que es 
más acertado -aunque menos común- hablar de una multidiversidad cultural: los individuos 
y los grupos son diversos con respecto y debido a muy variadas características culturales. 
Si la identidad, o más bien, cada identidad, se establece como frontera a partir de y 
en relación con la otredad, i. e., con la diversidad de los posibles otros, puede entonces 
sugerirse -si bien con alguna temeridad-que, en su sentido más radical, la identidad 
antropológica -entendida como multidiversidad, i. e., como ese conjunto de identidades 
posibles de y en un mismo individuo respecto a múltiples grupos-, coincidiría con la 
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identidad lógica, es decir, con la identidad consigo mismo, pues resulta muy improbable -
aunque no imposible- que alguien se identifique con todos y sólo con los mismos paquetes 
meméticos de algún otro, y, además, con el mismo grado de fortaleza en sus sentidos de 
pertenencia. La identidad cultural se predicaría directa y exclusivamente de los individuos 
humanos, y sólo como una mera analogía o generalización estadística del conjunto 
promedio de paquetes meméticos utilizados por el grupo o grupos, de la comunidad o 
comunidades con las que ese individuo se identifica de facto y desarrolla un sentido de 
pertenencia más o menos fuerte. 
Esto, sin embargo, no significa que cultura y sociedad sean cosas separadas, sino 
sólo que son conceptos distintos, i. e., se refieren a cosas distintas en el mobiliario del 
mundo. Toda sociedad tiene o usa una cultura, cierto conjunto de prácticas que, entonces, 
caracteriza a esa sociedad en términos agregados o estadísticos; pero los conceptos 
‘cultura’ y ‘sociedad’ no coinciden extensional ni intensionalmente. Eso es lo que desde un 
punto de vista lógico permite que haya naciones multiculturales y culturas multinacionales. 
Más aún, es posible afirmar -ya con menos temeridad- que, quizá con la excepción de 
algunas tribus africanas o amazónicas sin contacto con otros grupos humanos, toda 
sociedad es multicultural, es decir, diversa desde la perspectiva antropológica. Luego, no 
todos los individuos o grupos identificables existentes en una sociedad comparten los 
mismos rasgos culturales, es decir, que la diversidad cultural es y ha sido la norma a lo 
largo de la historia humana. La pregunta sobre cuándo y por qué es posible que esa 
diversidad se convierta en un problema político se enfrenta más adelante, junto a la de 
cómo, entonces, el multiculturalismo pretendería resolverlo. 
 
1.6. La cultura como un asunto de filosofía práctica 
Desde el punto de vista de la antropología filosófica, diversidad e identidad cultural 
aparecen, pues, como dos caras de la misma moneda, a saber, la radical multiplicidad de 
formas prácticas posibles en que cada individuo concreto responde a su pregunta 
fundamental: ¿cómo se ha de vivir? La formulación de esta pregunta y la articulación 
empírica de su respuesta se llevan a cabo de manera individual, aunque siempre y por 
necesidad en relación a otros; sin embargo no en relación a todos los otros, sino sólo 
aquellos otros que resultan significativos para el individuo que se interroga y responde con, 
acerca de y a través de su propia vida. Podemos decir -desde un punto de vista lógico- que 
dado que no hay individuos humanos sin cultura ni cultura sin individuos humanos (pace 
Mosterín), entonces no sólo tenemos diversidad en los promedios de las pautas culturales 
con las que estadísticamente se pueden identificar grupos, comunidades o naciones, sino 
que más bien tendríamos una radical diversidad de individuos. No sólo no habría una 
homogeneidad cultural, sino que no habría homogeneidad tampoco a lo largo de la vida de 
un mismo individuo, al margen de la(s) comunidad(es) a la(s) que pertenezca o sienta 
pertenecer. Esto es, por supuesto, obvio, pero además es importante, y de ahí la necesidad 
de decirlo aquí. 
No obstante, parafraseando a George Orwell (2003 [1945]), aunque todos somos 
diferentes o distintos, algunos individuos y grupos resultamos ser en efecto más distintos 
que otros. Una tesis subyacente -que no tiene la intención de probar este documento-, 
consiste en que el desenvolvimiento tecnocientífico, y la subsecuente globalización en la 
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disponibilidad memética para todos los grupos humanos en sus diversos espacios 
geográficos, lejos de tender hacia algún tipo relevante de ‘homogeneidad cultural’, 
conduce a la necesidad práctica de profundizar en su alcance, multiplicar en sus formas y 
complejizar en su formulación a la pregunta fundamental en filosofía moral y política 
¿cómo se ha de vivir? Lo que se afirma es que el desarrollo de la ciencia y la tecnología ha 
multiplicado -como los espejos y el coito- el número de hombres y mujeres posibles, es 
decir, la cantidad y calidad disponible de respuestas concretas a la pregunta indicada. Sin 
embargo, y a diferencia de lo afirmado por Borges (1974) respecto a los espejos y el coito, 
el desenvolvimiento de la ciencia y la tecnología no necesariamente es abominable. En 
todo caso ciencia y tecnología son, si bien muy importantes, también son sólo parcelas de 
la cultura (paquetes meméticos) que un usuario potencial, individual o colectivo, debería 
evaluar al decidir sobre su utilización. Es evidente que no todos los paquetes meméticos, i. 
e., o no todos los sistemas culturales o técnicos valen lo mismo, no son iguales, ni 
merecen la misma oportunidad de florecer, como se propone desde el multiculturalismo. Si 
las culturas -y los particulares cultivos individuales que ellas hacen disponibles- fueran 
valiosas por igual, entonces el hombre no tendría que afanarse en responder a la pregunta 
sobre cómo vivir y, con ello, la filosofía práctica sería tan imposible como irrelevante. Pero 
la ética y la filosofía política son posibles y relevantes; por tanto, no todas las culturas 
valen lo mismo, ni son iguales, ni merecen las mismas oportunidades de florecer. 
 
1.7. Diversidad y multiculturalismo en el mundo contemporáneo. 
Empíricamente podemos identificar al menos tres tipos básicos, eventualmente 
problemáticos de diversidad cultural, y, de forma paralela, tres tipos distintos de 
multiculturalismo como normatividad política. El primer contexto de diversidad, que a 
falta de mejor nombre y por el momento podemos llamar endógeno, sería el caso de países 
sometidos en el pasado a un proceso de colonización, como en América Latina, Australia y 
Nueva Zelanda, donde hoy existen poblaciones autóctonas minoritarias, con prácticas 
culturales distintivas, que sin embargo se hallan políticamente sujetas desde el punto de 
vista legal-formal a un Estado nación orientado por valores que podemos definir, también 
en aras de la brevedad, como occidentales o no indígenas. El segundo contexto típico, que 
podemos llamar exógeno, estaría constituido por aquellos países con cierta y relativa 
homogeneidad cultural y racial que, sobre todo durante las últimas décadas, han absorbido 
un flujo creciente de inmigrantes de razas y culturas variopintas; los países de Europa 
occidental ilustrarían este caso. El tercer tipo es el de países donde, además de convivir 
poblaciones autóctonas con culturas minoritarias y distintas al conjunto de sociedades 
nacionales -ya de suyo formadas en el pasado por inmigrantes europeos-, se ha acogido, no 
siempre de buen talante, a un creciente flujo migratorio de grupos provenientes de diversas 
culturas y países; los casos de Canadá y Estados Unidos serían los ejemplos prototípicos. 
En términos muy generales y amplios, los temas de la libertad religiosa y el uso del 
idioma suelen ser los reclamos principales en el caso de los inmigrantes, mientras que el 
derecho a la autodeterminación, la autonomía o la autogestión, el derecho al 
reconocimiento y a la diferencia, resultan ser más comunes entre los grupos nacionales y 
étnicos minoritarios, desde los indígenas zapatistas en México hasta los vascos y catalanes 
en España, pasando por los quebequenses francófonos en Canadá y los maoríes en Nueva 
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Zelanda. En cada una de estos escenarios, la diversidad cultural de facto y el 
multiculturalismo como enfoque normativo propio de la filosofía política, adoptan 
particularidades distintivas, y son enfrentados con propuestas conceptuales y con 
estrategias estatales muy diferentes a cuyo detalle no podremos entrar. 
Estos asuntos, sin embargo, resultan nodales para la filosofíamoral y política pues 
de lo que se trata con ellos es de encontrar la manera racional, aceptable y legítima para la 
convivencia pacífica entre individuos, grupos, naciones, e incluso Estados con prácticas 
culturales disímiles que, en no pocas ocasiones, resultan contrapuestas entre sí. De manera 
más clara, los asuntos relacionados de la diversidad cultural y el multiculturalismo son 
centrales para la filosofía política porque lo que subyace a la discusión es la justicia, 
entendida ésta como concepto valorativo, como estado de cosas susceptible de alcanzarse 
mediante reglas acordadas y establecidas por convención, y como acción estatal y política 
concreta (Perelman, 1964 [1945]). Todo esto cobra particular importancia y actualidad por 
el acelerado, asimétrico y problemático proceso de globalización asociado al 
desenvolvimiento de la ciencia y sus aplicaciones tecnológicas. 
 
2. El debate sobre las relaciones interculturales. 
2.1. Qué son y qué no son las relaciones interculturales 
Las preguntas que cabe plantear ahora son: ¿de qué hablamos cuando hablamos de 
relaciones interculturales?, ¿cuál es el contenido temático del debate acerca de ellas?, 
¿quiénes son los protagonistas principales en tal debate?, y ¿cuáles son los términos en que 
se le ha planteado? Por supuesto, cabe también apuntar algunas respuestas al respecto. 
Según lo dicho en al apartado anterior, las relaciones humanas no se establecerían 
entre las culturas sino, en su caso, entre los individuos, o entre grupos de individuos 
identificados o identificables por algún conjunto de características culturales. Cuando un 
grupo de emigrantes michoacanos llega a Chicago, y un grupo de cameruneses a Madrid, 
por ejemplo, es claro que no entran en contacto las culturas mexicana y estadunidense, y la 
camerunesa y la española, respectivamente, sino sólo individuos mexicanos y 
estadunidenses, y cameruneses y españoles, también respectivamente. De acuerdo a esto, y 
como el debate sobre las llamadas relaciones interculturales toma un matiz y un sentido 
político, a esos individuos que se relacionan entre sí habría que considerarlos como 
miembros de la polis, es decir, que para cualquier consideración y efecto político habría 
que verlos qua ciudadanos, y, por ello, pensarlos y tratarlos con indiferencia (Kukathas, 
1998) respecto a las conductas, prácticas o patrones de comportamiento que permitan 
clasificarlos, agruparlos o identificarlos como miembros de una determinada cultura, de 
una identidad cultural; y, sobre todo, tratarlos con neutralidad respecto a sus múltiples 
sentidos de pertenencia, pues, siendo estos últimos subjetivos, son accesibles sólo a cada 
individuo, y, aun así, ni siquiera a éste le resultan siempre conscientes. 
En este sentido la expresión ‘relaciones interculturales’ carecería de sentido, toda 
vez que hipostasia la cultura en el grupo de individuos -o en la comunidad- caracterizados 
por tal cultura. Parafraseando a Borges (“El idioma analítico de John Wilkins”, op. cit. pp. 
706-709), para la filosofía política liberal los seres humanos serían esa clase de animales 
que de lejos parecen ciudadanos. A esta concepción, sin embargo, se opondrán con 
11 
 
especial denuedo multiculturalistas de orientación comunitarista, entre quienes destacan 
Charles Taylor y Will Kymlicka. 
Una relación intercultural en todo caso sería la manera figurada (y parece que 
también distorsionada) de decir que dos o más individuos o grupos de individuos -con 
distintos comportamientos observables en promedio -, entran en determinado contacto, 
bajo determinadas condiciones, y con ciertos y determinados resultados en tanto partícipes 
de tal relación. 
 
2.2. Problematicidad de las ‘relaciones interculturales’ 
Es entonces posible una descripción -razonable y objetiva- de esas condiciones y 
resultados como una inequidad, una violencia o una injusticia para alguna de las partes 
involucradas. Esto es claramente posible porque tales relaciones necesariamente se 
establecen bajo las hobbesianas circunstancias de la justicia, recicladas por Rawls, mismas 
que, en sentido estricto serían más bien condiciones de posibilidad de la injusticia. Es 
razonable afirmar entonces también que sería sólo en torno a esto último que podrían las 
culturas, o las relaciones interculturales, alcanzar una dimensión pública y estrictamente 
política. De ello dependería en forma crucial que el debate sobre el tema cobre algún 
sentido políticamente relevante. 
Hay que destacar de inmediato, sin embargo, que la inequidad o injusticia de las 
relaciones humanas pueden darse también entre miembros de una misma comunidad, de 
una misma cultura o entre los miembros de una misma identidad cultural (un tojolabal 
puede ser violento con su mujer o sus hijos tojolabales, un negro puede discriminar a otro 
negro, un blanco y católico puede esquilmar a otro blanco y católico en su trabajo, un 
aficionado del Real Madrid puede agredir, en el mismo Santiago Bernabéu, a otro 
aficionado del Real Madrid, etc.); es decir, la diversidad cultural o racial, y los sentidos de 
pertenencia contrapuestos, sin importar su fortaleza o debilidad, no son conditio sine qua 
non de la injusticia, la inequidad o la violencia. Así, lo que estaría en el centro del debate -
si es que éste es un debate político y relevante para la filosofía política-, es la justicia o 
injusticia con que se pueden calificar las condiciones y resultados de determinadas 
relaciones establecidas entre los seres humanos y, en este caso particular, entre seres 
humanos diferenciados o caracterizados por sus sentidos de pertenencia a comunidades, 
culturas, o identidades culturales distintas. 
En consecuencia, la diversidad cultural se convertiría en un problema propiamente 
político si, y sólo si, implica intolerancia, discriminación o violencia física o simbólica por 
parte de algún grupo en contra de alguno o algunos otros (Glazer, 1995). Pero éste no sería 
un problema cultural; y, más que un problema político, constituiría precisamente El 
problema político. No cabría, ante tal problema, ni cambiar las culturas o identidades en 
determinado sentido, ni proteger algunas confiriéndoles derechos especiales, sino sólo 
aplicar la ley como regla técnica de la justicia (Alexy, 2000; Bunge, 2003; Perelman, 
1964). Es en torno a este asunto de la convivencia justa, equitativa y pacífica que puede 
tomar sentido político, si alguno, el debate sobre las (mal) llamadas relaciones 
interculturales. 
 
2.3. Multiculturalismo y comunitarismo vs. liberalismo 
12 
 
El problema del multiculturalismo surge de la crítica al liberalismo y, en particular, de esa 
crítica que el marxismo fue dejando vacante de manera paulatina y acelerada durante las 
tres últimas décadas del siglo pasado. Su lugar fue tomado por el ecologismo, el feminismo 
y, al final pero no al último, por el comunitarismo. En este sentido el multiculturalismo, 
como forma alternativa de lidiar con la diversidad cultural -cuando ésta es considerada un 
problema-, es de hecho la principal consecuencia lógica y política de tal crítica. Así, el 
debate sobre las relaciones interculturales se mezcla y entrecruza, y es en lo medular 
subsidiario del debate entre el liberalismo y el así llamado comunitarismo. Este término se 
utiliza para referirse a un grupo más o menos heterogéneo de filósofos, en general del 
mundo anglosajón, que incluye los nombres de Charles Taylor, Alasdair MacIntyre, Amy 
Gutmann, Iris M. Young, Michael Sandel y Michael Walzer. En Iberoamérica serían 
identificables Olivé, Pérez Adán, Herrera, Torbisco, Velazco y Villoro, entre otros. Todos 
ellos presentan diferencias de forma y fondo entre sí, no obstante, es posible hallar un 
denominador común -o señas de identidad- consistente en que, a partir de acentuar la 
importancia de la comunidad y los vínculos culturales como origen y referencia 
antropológica y psicológica de la identidad individual, elaboran una crítica -expresa o 
tácita, y con diversosgrados de beligerancia- contra el liberalismo y, en especial, contra las 
tesis contractualistas, individualistas y universalistas sostenidas por autores como John 
Rawls, Robert Nozick, Jeremy Waldron, Chandras Kukhatas, Brian Barry y Ronald 
Dworkin, entre otros. 
Aunque el multiculturalismo en una consecuencia necesaria del comunitarismo, 
para algunos es posible llegar a él -si bien de manera contingente- desde cierta posición 
liberal, como es el caso taxonómicamente problemático de Will Kymlicka y otros, que 
rechazando el término comunitaristas, niegan que el multiculturalismo no pueda ser 
sostenido desde su propio ‘liberalismo’ (un estipulado ‘liberalismo 2’, mismo que, sin 
embargo, y para sus críticos, sólo podría ser llamado liberalismo por cortesía). 
La normatividad multiculturalista -puesta en una de sus expresiones más 
desafortunadas, pero también más significativas- propone la tesis relativista de que ‘todas 
las culturas son iguales, o valen lo mismo’, y encontraría apoyo filosófico en algunas ideas 
expresadas por los comunitaristas, y centralmente en la idea de que la comunidad, el 
sentido de pertenencia a ella, la cultura o la identidad cultural resultan fundamentales para 
la formación del individuo como ciudadano; y, por tanto, que la comunidad y la cultura 
son lógica, cronológica y ontológicamente previas al individuo-átomo que, según se 
presume, subyace a la posición liberal. 
Tras la normatividad multiculturalista el término comunidad tiene por lo general el 
sentido en que Tönnies (1887) utiliza Gemeinschaft para distinguirlo de Gesellschaft, 
donde ésta última sólo tiene la connotación de asociación, misma que puede ser temporal, 
o sólo estratégica e instrumental, y que carecería de la fortaleza, la fuerza identitaria, o el 
sentido de pertenencia ínsito en el concepto de comunidad. Con su comunidad compartiría 
fines del grupo como tal, es decir, fines comunitarios más allá de los fines privados que el 
individuo pudiera plantearse. De esta fuerte comunidad de fines nacería su sentido de 
pertenencia, o su identidad comunitaria o cultural. De acuerdo a esta posición, un individuo 
sólo sería capaz de formular y ejecutar un plan de vida autónomo y racional si antes es 
capaz de responder quién es él en tanto miembro de un grupo, es decir, de identificarse a sí 
13 
 
mismo en relación a la comunidad. De aquí que el comunitarismo acentúe el sentido de 
pertenencia al grupo, la comunidad o la cultura, y que se presente entonces como una 
crítica al liberalismo, al que se le imputa sostener una ontología atomista e individualista. 
Para el multiculturalismo, entonces, la diversidad cultural en sí no sería un 
problema sino una especie de modelo a alcanzar y preservar por medio de la política. Lo 
que el multiculturalismo entiende como problema central son más bien las diversas 
amenazas que se ciernen contra la diversidad cultural. La analogía que suele utilizarse en la 
discusión es la de la diversidad biológica, es decir, la diversidad cultural es tan valiosa 
como la diversidad biológica y, por tanto, de la misma manera en que se justifica una 
estrategia ecológica para proteger la diversidad biológica, se requeriría una política 
multiculturalista que proteja y promueva la diversidad cultural. De la misma manera en que 
la biodiversidad es universalmente valiosa, así lo es también la diversidad cultural. Se 
seguiría de esto que cuando una cultura está en peligro de desaparición es requerida la 
acción del Estado para evitarlo. 
El multiculturalismo -y el comunitarismo tras él- hace una crítica acertada del 
dualismo individuo-sociedad, es decir, defiende la tesis de que no existe el individuo 
átomo previo a la socialización. Esto implica a su vez un punto de vista y una metodología 
holista tanto para acotar como para orientar la investigación del problema. El punto puesto 
sobre la mesa de discusión consiste en que si la plena capacidad de un individuo para 
formularse y ejecutar un plan de vida autónomo depende de su cultura, de su sentido de 
pertenencia y de su identidad comunitaria, entonces tendría el derecho a ser reconocido en 
y por su particularidad cultural, es decir, un derecho especial basado en la pertenencia a un 
grupo o comunidad cultural y, a veces, en se pertenencia étnica. 
Mientras el liberalismo -dados los principios de tolerancia y de neutralidad- 
contesta en forma negativa a la pregunta sobre la existencia de una dimensión política de 
las culturas o las identidades culturales o étnicas, el comunitarismo la contesta con una 
afirmación y, en consecuencia, propone diversos tipos y casos específicos de 
normatividades, agrupadas bajo el término multiculturalismo. Esta normatividad es una 
especie de ‘keynesianismo comunitario-cultural’, i. e., un intervencionismo del estado 
orientado por la necesidad de proteger a los grupos sociales o culturales, autóctonos o 
inmigrantes, cuya identidad se halle en peligro de extinción, o bien porque su cultura les 
pone en una situación de desventaja respecto a los grupos cuya cultura es hegemónica o 
mayoritaria. En términos generales los liberales afirman que la cultura carece de conexión 
política con la justicia, y los comunitaristas afirman que la comunidad, el sentido de 
pertenencia, la cultura, y sobre todo, el reconocimiento político de su culturas es crucial 
para el desarrollo pleno del individuo y, sólo por esa vía, también de una sociedad justa. 
En el multiculturalismo comunitarista se presume la existencia de una relación 
causal -de estricta naturaleza política en el sentido de ser de orden y de naturaleza pública-, 
entre las condiciones en que una cultura se despliega y tiene sus efectos (‘florece’, gustan 
decir algunos), y la existencia o inexistencia de condiciones de justicia; de tal forma que 
mantener, defender y promover las condiciones necesarias y suficientes para el 
florecimiento de la cultura distintiva de un grupo minoritario es conditio sine qua non de 
obtener un trato justo; por lo menos un trato justo por parte de los grupos hegemónicos, 
puesto que, en general, los multiculturalistas hallan muchas dificultades en enfrentar -y se 
14 
 
muestran reacios a considerar-, la desigualdad e injusticia dentro de los grupos 
culturalmente minoritarios (Eisenberg A. and Spinner-Halev, 2004), tales como ciertos 
usos y costumbres -característicos de ciertos pueblos y etnias-, que suelen ser violatorios 
de la libertad y de los derechos humanos, en particular de las mujeres y los niños. Así, el 
multiculturalismo plantea un problema para el concepto liberal de ciudadanía, y para los 
conceptos más generales y relacionados de tolerancia y neutralidad. 
Al menos en un sentido -y quizá en el principal- el multiculturalismo intenta 
oponerse al etnocentrismo y sus homónimos, como eurocentrismo u occidentalismo. No 
obstante, su misma posición también resultaría etnocentrista, aunque de signo contrario. 
Sería una respuesta o un intento de acción afirmativa o compensatoria en favor de las 
culturas no occidentales, no predominantes y no hegemónicas en una determinada escala 
estatal-nacional, generalmente de los grupos étnicos autóctonos y de inmigrantes. En este 
sentido el multiculturalismo adquiere -por lo menos a primera vista- un halo justicialista 
que, desde luego, se identifica también con la corrección política, en algunos casos más 
bien con lo ‘radical chic’ y, en muchas ocasiones, con un mero folklorismo snob (Fish, 
1997). Por su cardinal vínculo comunitarista, resulta por naturaleza opuesto al liberalismo, 
a la democracia representativa y, de manera frecuente y problemática, al capitalismo como 
forma de organización del mercado; de ahí que grupos globalifóbicos también recurran a 
su discurso. Pero el objeto de su denodada defensa ya no es el proletariado universal, sino 
las culturas (comunidades autóctonas o inmigrantes) particulares. De ahí que para algunos 
de su críticos -entre quienes destaca Barry (2001)-, el multiculturalismo sería una especiede marxismo light o descafeinado, adoptado y esgrimido, más que por los liberales 
desencantados y autocríticos, por algunos ex-marxistas propensos a ciertas formas de 
relativismo y posmodernismo. No se propone ya la transformación del estado liberal 
democrático ni, mucho menos, la transformación del sistema de producción capitalista 
vinculado a él, sino sólo el acomodo -dentro de esas mismas estructuras económicas, 
sociales y políticas-, de ciertos derechos especiales para determinados grupos que resultan 
situados en desventaja debido a su cultura, a la cultura de la comunidad a la que 
pertenecen, derechos especiales, además, en algunos lugares y momentos reclamados de 
forma directa con base en sus vínculos étnicos, o en su pertenencia, continuidad histórica y 
autenticidad cultural con los pueblos originarios. 
 En términos de políticas públicas propone la discriminación positiva (Kymlicka), es 
decir, la aplicación de medidas compensatorias para las minorías culturales, inmigrantes o 
autóctonas, de tal suerte que se les permita conservar su identidad y, a partir de ello, su 
capacidad para formular un plan de vida valioso. Esta política de discriminación positiva se 
basa, a su vez, en una política de reconocimiento del valor que las culturas (todas las 
culturas) tienen para sus individuos, e incluso, del valor que todas las culturas tendrían en 
sí mismas. 
 
2.4. Ideas y protagonistas en el debate. 
Shapiro y Kymlicka (1997, pp. 3-21), por ejemplo, sugieren que el liberalismo no ha sido 
capaz, en particular tras el colapso del bloque soviético, de desactivar los conflictos 
étnicos. Y tienen razón. Pero la tienen sólo porque exigen al liberalismo cosas para las que 
no está diseñado, y en especial no lo está para eliminar la estupidez humana. El 
15 
 
liberalismo, para funcionar en el sentido de la producción de la justicia y la libertad, 
presupone la tolerancia que, a su vez, es la expresión de cierta inteligencia; y un conflicto 
étnico es la cúspide de la estupidez. Pero, además, un conflicto étnico no es sinónimo de un 
conflicto cultural. Ambos pueden coincidir, como en algunos casos que estos mismos 
autores indican, pero es una coincidencia contingente. Aunque en algunos contextos y 
países el problema de la diversidad cultural coincide con la diversidad racial y con los 
conflictos étnicos, ambos son conceptos y hechos distintos. Una cosa es no tolerar la 
presencia o incluso la existencia del otro, del biológicamente diferente en el sentido de 
pertenecer a una etnia determinada distinta; y otra cosa es no tolerar las prácticas del otro, 
incluso las de un otro idéntico en lo racial, lo étnico y lo cultural. Cuando alguien no tolera 
la existencia del otro hay un conflicto políticamente irresoluble, para el liberalismo y para 
cualquier filosofía política. Sólo cuando alguien no tolera las prácticas del otro estamos en 
el terreno de los problemas políticos, mismos que tienen una solución a la que puede 
eventualmente contribuir la filosofía política 
Planteémoslo de la siguiente forma: si los individuos o grupos con prácticas 
culturales diferentes no entraran en contacto entonces no existiría el problema de la 
discriminación o la violencia intercultural, aunque existiera la diversidad cultural de facto. 
La diversidad cultural, subrayando que se le entiende como un problema de y para la 
política y la filosofía política, coincide con el de cómo lograr que individuos radicalmente 
distintos y con prácticas y cosmovisiones que implican distintas concepciones del bien, 
muchas de ellas contrapuestas entre sí, convivan en el mismo espacio geográfico, espacio 
que -según razones arriba mencionadas- parece que tendríamos que entender hoy en su 
dimensión planetaria. El problema de la convivencia de las diversas culturas podría -y 
parece que entonces también debería-, ser visto isomórficamente al de la convivencia entre 
individuos y ciudadanos diversos puesto que, hay que recordarlo ahora, una cultura no es 
más que una ficción estadística para agrupar o clasificar etnográficamente los 
comportamientos individuales. Entonces caemos en la cuenta de que éste es un problema 
añejo en filosofía política y, para mantener el artículo dentro del número de cuartillas 
aceptables, podemos remitir su formulación a Hobbes (1998 [1651]) cuando escribe, que 
“La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades del cuerpo y del 
espíritu que… [e]n efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene 
bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o 
confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra (…);existe 
peligro continuo de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, 
embrutecida y breve.” (pp. 100-103). 
Pasaron casi 40 años para que la filosofía política hallara, en la Carta sobre la 
tolerancia de John Locke (2005 [1689]) una mejor solución que el absolutismo leviatánico. 
En el mismo tenor y en relación al mismo asunto político básico, escribe Rawls (1997 
[1971]: 
“Entre individuos con objetivos y propósitos diferentes, una concepción compartida de la 
justicia establece los vínculos de la amistad cívica; el deseo general de justicia limita la 
búsqueda de otros fines. Puede pensarse que una concepción pública de la justicia 
constituye el rasgo fundamental de una asociación humana bien ordenada.” (pp. 18-19) 
La solución normativa hobbesiana ya se asentaba en el contractualismo y en un 
concepto claro de racionalidad universal, y, aunque absolutista, permitía cierta ‘libertad’ 
16 
 
que podemos llamar pre-liberal, pues, si bien no era una libertad frente al Estado, al menos 
ya era una libertad de cada ciudadano o grupo frente a la eventual injusticia o violencia de 
los demás ciudadanos o grupos. La solución liberal la ofrece Locke cuando escribe: 
“[L]a comunidad política fue creada para proteger la vida de los hombres y las cosas 
pertenecientes a esta vida y el gobernante tiene el deber de preservar tales cosas a sus 
dueños, no pudiendo, por lo tanto, quitárselas a un individuo o grupo y darlas a otro, ni 
aun bajo pretexto de religión [o de cultura], que nada tiene que ver con el gobernante 
civil, ni podrá tampoco despojarlos de su propiedad ni siquiera por ley, por causas que no 
se relacionen con los fines del gobierno civil, es decir, por su religión, que sea verdadera 
o falsa, no perjudica los intereses terrenales de sus súbditos, que son los únicos que 
pertenecen a la tutela del Estado. (2005 [1689])” 
Aunque de inicio estuvo orientado a la diversidad religiosa, con el paso de los años 
el concepto de tolerancia fue ampliada a los aspectos raciales, sexuales y culturales en 
general. Sin embargo, ya indicaba Locke que la idea sólo está dirigida a, y puede ser 
comprendida “por todos los hombres que posean un espíritu lo suficientemente amplio 
como para preferir el verdadero interés público al de un grupo particular”, es decir, por 
alguien cuya cultura, identidad, sentido de pertenencia o comunidad no le impidan 
considerar los derechos a la diferencia y a la identidad de los otros ciudadanos o grupos de 
ciudadanos. 
La solución normativa rawlsiana, basada también en el contractualismo, está 
cimentada -al menos según su propio decir-, en la idea kantiana de la autonomía del 
individuo, y constituye una concepción liberal plena y moderna de la libertad, es decir, de 
una libertad garantizada por el Estado tanto frente a los demás ciudadanos como frente al 
propio Estado, cosa que implica los conceptos vinculados lógica y funcionalmente de 
ciudadanía, diferencia entre lo público y lo privado, tolerancia y neutralidad. Contra esta 
posición en general se opone el multiculturalismo comunitarista. 
Tras el liberalismo y el comunitarismo se hallan, desde luego, compromisos con el 
individualismo y el holismo, con el universalismo y el particularismo, con el absolutismo y 
el relativismo, respectivamente; compromisos que nopodemos perseguir, atrapar, estudiar 
y exponer en este espacio, pero que conviene tener presentes como telón de fondo o marco 
de referencia al considerar los términos en que la reyerta se presenta y desarrolla. 
Son dignos de mención en la discusión dos aspectos fundamentales. Uno, que 
podemos llamar ontológico, tiene que ver con quién o quiénes serían los sujetos relevantes, 
pertinentes e importantes desde el punto de vista moral y político. Mientras los liberales 
afirman la prioridad moral y política del individuo-ciudadano, los comunitaristas proponen 
a la comunidad y, bajo su forma propiamente multiculturalista, a la cultura, donde por 
cultura se refiere a la de una comunidad minoritaria. El otro aspecto del debate se 
establece en torno a la normatividad legal constitucional que cada ontología permitiría o 
implicaría en relación a la consecución de la sociedad bien ordenada, es decir, a esa 
condición social y política general denominada justicia. Por supuesto, cada una de estas 
normatividades, asociadas a las respectivas ontologías consideradas, conllevaría a tipos de 
constitucionalismo con diferencias sustanciales que en un caso afirmarían y en el otro 
negarían el carácter liberal del Estado. 
17 
 
La ontología liberal es en efecto individualista (afirma la prioridad moral del 
individuo frente a cualquier colectividad, incluyendo al Estado), igualitaria (niega 
diferencias intrínsecas en el valor moral entre los seres humanos) y universalista 
(considera secundaria toda asociación humana particular y, por supuesto a la cultura o a la 
comunidad), conduciendo a la tolerancia, al estado laico y a la neutralidad como 
normatividades políticas básicas. 
Puesta en sus términos más amplios y generales, lo que hay en el fondo sustancial 
del debate es la prioridad moral y política del individuo y del ciudadano, sostenida por el 
liberalismo, frente a la comunidad social y cultural dentro de la cual el individuo se 
socializa, y sin la cual el mismo individuo-ciudadano resultaría ontológicamente imposible 
y lógicamente incomprensible. Así, lo que el comunitarismo sostiene y acentúa -con 
matices que divergen entre autores, e incluso en distintos textos a lo largo de la vida 
académica de un mismo autor-, es la importancia de la comunidad, la cultura, la identidad 
cultural o el sentido de pertenencia, cosas todas estas sin las cuales un individuo-
ciudadano sería incapaz de formular y ejecutar un determinado plan de vida. De esta 
posición filosófica surge su propuesta política normativa concreta, a saber, el 
multiculturalismo, que en última instancia consiste en la defensa y promoción -exigidas 
ante el estado liberal democrático- de todas aquellas comunidades, autóctonas o 
inmigrantes, con culturas minoritarias y/o en ‘peligro de extinción’ debido a la 
desventajosa situación de sus integrantes para continuar sus prácticas culturales. 
De esos aspectos ontológicos en debate se derivan varios frentes y escaramuzas que 
no pueden reseñarse aquí en su totalidad, pero uno de cuyos ejemplos paradigmáticos 
arrancó -hace ya 20 años- entre Will Kymlicka y Chandran Kukathas, en torno a los 
derechos culturales (cultural rights) y la racionalidad y legitimidad de su eventual 
existencia como derechos especiales de grupos o comunidades, sancionados por la 
Constitución al interior de un Estado liberal democrático. En apretada síntesis, Kukathas 
sostiene, ante la defensa de tales derechos por parte de Kymlicka y otros autores, que, 
incluso interesándose en la ‘salud cultural’ de las minorías, el liberalismo es capaz de 
acomodar a tales minorías sin necesidad de reinterpretarlo en términos del comunitarismo, 
ni mucho menos de abandonarlo. Todo lo que se necesitaría, según Kukathas, sería 
reafirmar y consolidar la primacía e importancia de la libertad individual y los derechos 
ciudadanos, rechazando que las minorías étnicas, culturales, religiosas o de cualquier otra 
índole tengan derechos colectivos qua grupos minoritarios. La salud cultural y, sobre todo 
la justicia, se daría asegurándoles nada más y nada menos que los mismos derechos que un 
Estado liberal asegura al resto de sus ciudadanos, con neutralidad (indiferencia) respecto a 
la cultura, etnia o comunidad a la que pertenezcan o con la que se identifiquen. Después de 
todo, afirma Kukathas (1992 a) contra Kymlicka -y en relación a la pretensión de otorgar 
‘derechos culturales’ especiales a los aborígenes australianos por padecer desventaja e 
injusticia-, esos aborígenes no son los únicos ciudadanos australianos que están en 
condiciones de injusticia y desventaja y que, habiendo otros ciudadanos no aborígenes que 
están en situación similar, y si lo que importa es la producción de justicia, entonces el 
Estado liberal -en este caso el australiano- tendría que otorgarles también esos mismos 
derechos. 
18 
 
Kymlicka responderá en las páginas siguientes del mismo número de Political 
Theory: “No puede darse a cada australiano en desventaja el mismo tipo de derechos 
porque ellos [los aborígenes] padecen diferentes tipos de desventaja y, por tanto, requieren 
distintos tipos de derechos”; idea que parece claramente discriminatoria -si bien de una 
discriminación que él llama positiva-, y antiliberal (que él y otros multiculturalistas llaman 
liberalismo 2). Kukathas (1992 b, p. 664) responderá: “Kymlicka yerra el blanco. Mi 
interés era argumentar que los derechos de grupo no pueden ser defendidos con éxito desde 
el punto de vista de la igualdad liberal. La razón es que esos grupos no están constituidos 
de personas iguales, y que no todas los miembros de un grupo son desiguales (en los 
aspectos relevantes) con respecto a todas las personas fuera de ese grupo.” 
El debate es, desde luego, mucho más amplio y con ramificaciones diversas, sin 
embargo lo aquí reseñado permite apuntar de manera clara que la clase lógica de los 
excluidos en la política y marginados en la economía (en cualquier país o sociedad) no 
coincide con la clase lógica de los miembros de una comunidad, o de un grupo de 
individuos caracterizados por el promedio estadístico de una cultura cualesquiera; de tal 
manera que la balanza de la trifulca -si se considera la evidencia empírica- parece 
inclinarse contra el multiculturalismo comunitarista y en favor del liberalismo. 
Brian Barry (2001) llevará a cabo una contra-crítica al multiculturalismo en la que 
expone argumentos extensos que demostrarían que no existe manera de vincular funcional 
u operativamente -ni dentro ni fuera del liberalismo-, a la producción de la justicia con la 
defensa de la diversidad cultural. Es decir, que la cultura en general y la diversidad 
cultural en particular carecerían de una dimensión pública y política en sentido estricto, 
debiendo por ello permanecer en el ámbito de lo privado. Sin embargo, no podemos 
afirmar que el debate sobre el multiculturalismo normativo haya terminado. 
 
3. Problemas del multiculturalismo 
3.1. El problema político auténtico 
Un cierto sentido común sistematizado indicaría con claridad que una cultura, i. e., un 
conjunto de prácticas, individuales o grupales, tiene una dimensión política y pública si, y 
sólo si, tiene también algún resultado negativo -bajo alguna descripción razonable-, sobre 
algún individuo o grupo que no participe como agente directo de la práctica o conjunto de 
prácticas consideradas. En caso contrario, es decir, en el caso de no presentarse tales 
resultados negativos para un público, la práctica o conjunto de prácticas ahí consideradas 
serían de estricto interés privado para su o sus agentes (Dewey, 1958 [1927], p. 18 y ss.). 
En palabras del simple sentido común: si las prácticas asociadas a la cultura de mi vecino 
no tienen resultados negativos para mí, su cultura me resultará aceptable; no 
necesariamente en el sentido de que yo mismo esté dispuesto a adoptar o seguir esas 
prácticas, sino en el sentido más débil y alcanzable de que yo carecería de razones para 
oponerme a que él, mi vecino,las continúe llevando a cabo (Scanlon 2003 [1982]). Este 
sano sentido común se desarrolló y sistematizó bajo el concepto de tolerancia, y se 
incorporó a la base del liberalismo como sistema filosófico-político. 
La distinción política entre lo público y lo privado resulta muy adecuada para 
comprender el concepto de tolerancia. La tolerancia a prácticas culturales distintas a las 
propias no es un simple desinterés por el otro, sino que más bien indica el interés en la 
19 
 
cohesión y la cooperación social -como expresiones de un bien común básico y mínimo: la 
paz, que presupone a la justicia-, pese a la radical diversidad cultural e individual. 
Un problema político auténtico surgiría cuando de la diversidad cultural de facto 
emerge la intolerancia, la discriminación, la exclusión política o la marginación 
económica, es decir, algún tipo de violencia física o simbólica que pueda caracterizarse 
como una injusticia. De esta manera el problema para el cual el multiculturalismo se 
propone como solución es el de cómo producir justicia bajo cualquiera de sus tres formas 
básicas (correctiva, distributiva o conmutativa), en particular cuando una cultura, una 
comunidad o el conjunto de los miembros de una identidad cultural sufren algún tipo de 
injusticia cuya causa sean las acciones, intencionales o no intencionales, de otra comunidad 
cultural u otro grupo con una identidad cultural distinta, causalidad que suele operar a 
través de lo que Ralws (1997 [1971], p. 14 y ss.) llama la estructura básica de la sociedad. 
 Desde el punto de vista lógico una manera posible de evitar esa injusticia en las 
‘relaciones interculturales’ sería la homogeneización cultural. Pero esta posibilidad lógica 
no es una posibilidad física ni práctica, amén de que para el multiculturalismo de 
inspiración comunitarista no sería una posibilidad aceptable ni deseable desde el punto de 
vista moral y político. Por otro lado, aunque tal homogeneización fuera posible en la 
práctica, se evitaría la injusticia sólo en las hipotéticas ‘relaciones interculturales’ pero no 
la injusticia en las relaciones entre los individuos, es decir, entre los ciudadanos que 
tuvieran la misma cultura, pertenecieran a la misma comunidad y tuvieran la misma 
identidad cultural. De manera que la injusticia intercultural se convertiría en intracultural, 
pero no se eliminaría. 
Desde el punto de vista práctico político (dada la diversidad cultural de facto), el 
multiculturalismo propone evitar la injusticia -o hacer justicia- a través de la promoción y 
defensa de las culturas, comunidades o identidades culturales que resulten en desventaja 
como efecto de las relaciones sociales, económicas y políticas entre ellas establecidas, 
asignando derechos especiales o ‘derechos culturales’ a determinados grupos 
desaventajados, discriminados o tratados de manera injusta -coyuntural o sistemática- 
dentro del contrato social. En esto consistiría la política de reconocimiento (politics of 
recognition). Sin embargo, ya vimos que las relaciones humanas no se establecen entre 
culturas, sino entre individuos, por lo que las relaciones interculturales no podrían 
constituir un problema y, aún en el caso de que lo hicieran, la estrategia multiculturalista 
no podría resolverlo, al menos no dentro del Estado liberal ante el que el multiculturalismo 
eleva su reclamo. 
 
3.2. El problema ontológico. 
Quizá el problema fundamental del multiculturalismo sea que su ontología básica, a saber, 
la comunidad (en el sentido de Gemeinschaft) ha desaparecido o está en acelerado e 
irreversible proceso de desaparición. Quizá no sea ética, estética o políticamente bueno que 
así sea, pero en todo caso es el individuo que vive (o vivía) en tales comunidades (y no el 
estado liberal) quien tendría la necesidad y obligación moral de pronunciarse al respecto, 
bien persistiendo en sus prácticas, bien adecuándolas en algún sentido aceptable, o bien 
abandonándolas de manera definitiva. El comunitarista típico lo ve como una desgracia, y 
de ahí su propuesta normativa multiculturalista, sus políticas del reconocimiento, de la 
20 
 
diferencia y de la discriminación positiva; mientras que el liberal lo ve con indiferencia 
(Kukathas, 1988, Barry, 2001) y de ahí su política de neutralidad política respecto a los 
sentidos de pertenencia a comunidades y/o a culturas. 
Sin embargo, que las comunidades en el sentido de Gemeinschaft estén 
desapareciendo no implica que la diversidad cultural esté en peligro de extinción, aunque 
algunas culturas o paquetes meméticos particulares si lo estén. No hay una tendencia 
empírica observable -mucho menos inevitable- hacia la homegeneidad cultural. La 
heterogeneidad ha sido la regla, y todo parece indicar que así seguirá siendo, pero cuáles 
particulares culturas permanezcan y cuáles se extingan dependerá de la capacidad de los 
individuos que las practican muestren para resolver los problemas de la supervivencia y la 
bienvivencia a través de ellas. 
Paradójicamente, la desaparición de la comunidad redunda en un incremento de la 
diversidad -que el multiculturalismo quiere proteger-, más que en una tendencia a la 
homogeneidad cultural -que ese multiculturalismo quiere evitar. En cualquier caso no 
parecen tener los multiculturalistas razones qué ofrecer para que el estado liberal, 
abandonando los principios de neutralidad y tolerancia, interfiera en tales asuntos. 
 
3.3. Los posibles sujetos del problema 
Bajo cualquier caso, si la extinción de una cultura fuera un problema político auténtico: 
¿por qué lo sería y para quién resultaría serlo? 
La problematicidad política de la diversidad cultural radicaría, en todo caso, en la 
intolerancia, en la exclusión política o en la marginación económica, y no en la mera 
diversidad o en el ‘peligro’ de homogeneización cultural per se. Sin embargo, el 
multiculturalismo no propone una política económica redistributiva en favor de los grupos 
marginados y excluidos (que sería lo recomendable desde el punto de vista técnico por ser 
lo causalmente eficaz, si de lo que se trata es de hacer justicia), sino la simple ‘protección’, 
‘promoción’, ‘respeto’ o ‘reconocimiento’ de sus culturas (cosas que carecen de relevancia 
y pertinencia al respecto). Y he aquí el principal problema estratégico y táctico del 
multiculturalismo: su defensa de los ‘derechos culturales’ no está causalmente conectada 
con la eliminación de la injusticia observable en la marginación económica y en la 
exclusión política que, dicho sea de paso, se refuerzan entre sí produciendo cada vez mayor 
injusticia, es decir, menos posibilidades para que la cultura de los individuos que se 
encuentran sometidos a ella ‘florezcan’. 
 Hay varios sujetos involucrados en el multiculturalismo como problema. El primero 
que hay que mencionar en este documento es al propio multiculturalista conservacionista 
de raigambre comunitarista que, hay que decirlo -con tanto respeto y cuidado como con 
claridad-, no suele ser agente partícipe de la cultura, la comunidad o la identidad cultural 
por la que se preocupa, o dice y escribe estar preocupado. Su problema, a lo sumo, sería de 
carácter académico, antropológico o filosófico, es decir, sólo intelectual: si la cultura por la 
que se preocupa desapareciera (incluso suponiendo que su preocupación por ella sea 
auténtica y sincera, después de todo, la autenticidad y sinceridad de una creencia y de un 
compromiso político nunca han sido garantía de su verdad y racionalidad, ni impedimentos 
para su falsedad o irracionalidad.), él mismo no enfrentaría diferencias prácticas en su vida 
cotidiana ni en la manera en que responde a su propia cuestión sobre cómo vivir, excepto, 
21 
 
quizá, en que tendría que dejar de ocupar su vida académica en el estudio de tal cultura. 
Los efectos prácticos sobre su vida se reducirían a un simple cambio de tema. De tal 
manera que su problematicidad, desde un punto de vista pragmatista, sería más bien nula. 
Otro posible sujeto delproblema sería el político profesional. Para éste la 
desaparición o el peligro de desaparición de una cultura podría ser percibida entre el 
electorado como una falla en el ejercicio de su administración y, los problemas que 
enfrentaría se darían sólo en el siguiente proceso electoral, cosa que, dados los recursos 
con los que cuenta, tampoco le produce una diferencia práctica significativa. En América 
Latina, por ejemplo, los problemas del multiculturalismo y en especial los del indigenismo, 
para el político profesional, se reducen por lo general a problemas electorales. 
En un sentido más grave, el político profesional tiene sin embargo problemas 
reveladores con los reclamos concretos de grupos étnicos o culturales específicos (los 
quebequenses francófonos en Canadá, los vascos y los catalanes en España, diversos 
pueblos indios en América Latina, etc.), reclamos que a veces rozan la secesión. Pero esos 
son problemas para los políticos y los gobiernos, y no para la filosofía política, puesto que, 
al menos para el liberalismo, se trata sólo de resistir a las demandas de reconocimiento o 
de otorgamiento de derechos culturales especiales, apoyándose para ello en los conceptos 
de ciudadanía, de tolerancia y de neutralidad, o en lo que el mismo Kukathas llama 
política de indiferencia ante las diferencias culturales, étnicas o religiosas, lo que no 
implica indiferencia ante las diferencias económicas y sociales, es decir, no implica la 
indiferencia ante la injusticia. 
Quien tiene un problema práctico real con el peligro de desaparición o la 
desaparición misma de una cultura es aquél o aquellos individuos que la practican, o que 
están dejando de practicarla. Pero ese sería un problema que ellos mismos podrían 
solucionar -sin necesidad de acudir a la ayuda de un Estado multiculturalista-, bien a través 
de seguir practicándola, o bien, si está en peligro de extinción porque ellos mismos la están 
dejando de tener y seguir como guía de su vida, abandonándola de manera definitiva, 
puesto que, tanto si la están abandonando como si ya la abandonaron, lógicamente ya 
también habrán adoptado otros memes que satisfacen sus necesidades auténticas, toda vez 
que no hay ser humano sin cultura. La desaparición de una cultura no implica la 
desaparición de los seres humanos que la practicaron. Tampoco implica el empeoramiento 
moral o político de esos seres humanos. De hecho hay casos documentados en donde el 
‘abandono’ de una cultura, una comunidad o una identidad cultural conduce al 
mejoramiento en las condiciones de justicia de sus (ex) practicantes. En muchas culturas 
musulmanas, asiáticas y amerindias es posible hallar evidencia etnográfica de esto. 
Según todo esto el multiculturalismo comunitarista (la política del reconocimiento, 
la asignación de ‘derechos culturales’ o la promoción de la diversidad cultural) no 
responde a ningún problema político con relevancia práctica. También según todo esto, los 
problemas de convivencia derivados de la diversidad cultural sí pueden ser acomodados 
dentro del liberalismo (tanto en el caso de los inmigrantes como en el de los pueblos 
autóctonos que a lo largo de la historia han sufrido de injusticia), es decir, bajo los 
conceptos teóricos y prácticos de tolerancia y neutralidad respecto a las prácticas culturales 
que, desde el punto de vista político, serían prácticas de naturaleza privada, similares a la 
práctica de cualquier credo religioso o preferencia sexual. 
22 
 
 
Conclusión 
Si la cultura importa políticamente es por su manifestación pública. En particular 
importará políticamente cuando sus resultados afecten a un público, es decir, a personas no 
involucradas en esa cultura como sus practicantes directos. Desde este punto de vista los 
reclamos del multiculturalismo no se justificarían, es decir, el Estado no sería responsable 
frente a las decisiones de sus ciudadanos para persistir o abandonar determinadas prácticas 
culturales que son de carácter privado. La falla en torno a la producción de justicia no 
estaría en el liberalismo como filosofía política, sino en la eficacia técnica o constitucional 
del Estado diseñado a partir de la filosofía política liberal. El liberalismo sigue pareciendo 
un conjunto de ideas filosóficas y políticas adecuadas en la escala humana que, por cierto, 
es la única escala que tenemos. Faltaría la inteligencia y habilidad suficientes (phrónesis le 
llamaban los antiguos) para constituir, hacer funcionar y adecuar permanentemente las 
instituciones a imagen y semejanza de aquellas ideas y, en particular, para producir ese 
bien común político -y no metafísico- que denominamos justicia, como base a partir del 
cual todo individuo autónomo y libre sea capaz de identificar y perseguir, por lo menos 
mientras no muera, su noción particular del bien. 
 
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