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GASSET, J. O. y. (1997). La Rebelión de las Masas.

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José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
LA REBELIÓN DE LAS MASAS 
JOSÉ ORTEGA Y GASSET 
 
 
 
 
PRÓLOGO PARA FRANCESES 
 
 Este libro -suponiendo que sea un libro- data... Comenzó a publicarse en un diario madrileño en 1926, y 
el asunto de que trata es demasiado humano para que no le afecte demasiado el tiempo. Hay, sobre todo, épocas 
en que la realidad humana, siempre móvil, se acelera, se embala en velocidades vertiginosas. Nuestra época es 
de esta clase porque es de descensos y caídas. De aquí que los hechos hayan dejado atrás el libro. Mucho de lo 
que en él se anuncia fue pronto un presente y es ya un pasado. Además, como este libro ha circulado mucho 
durante estos años fuera de Francia, no pocas de sus fórmulas han llegado ya al lector francés por vías anónimas 
y son puro lugar común. Hubiera sido, pues, excelente ocasión para practicar la obra de caridad más propia de 
nuestro tiempo: no publicar libros superfluos. Yo he hecho todo lo posible en este sentido -va para cinco años 
que la casa Stock me propuso su versión-; pero se me ha hecho ver que el organismo de ideas enunciadas en 
estas páginas no consta al lector francés y que, acertado o erróneo, fuera útil someterlo a su meditación y a su 
crítica. 
 No estoy muy convencido de ello, pero no es cosa de formalizarse. Me importa, sin embargo, que no 
entre en su lectura con ilusiones injustificadas. Conste, pues, que se trata simplemente de una serie de artículos 
publicados en un diario madrileño de gran circulación. Como casi todo lo que he escrito, fueron escritas estas 
páginas para unos cuantos españoles que el destino me había puesto delante. ¡No es sobremanera improbable 
que mis palabras, cambiando ahora de destinatario, logren decir a los franceses lo que ellas pretenden enunciar? 
Mal puedo esperar mejor fortuna cuando estoy persuadido de que hablar es una operación mucho más ilusoria de 
lo que suele creerse; por supuesto, como casi todo lo que el hombre hace. Definimos el lenguaje como el medio 
que nos sirve para manifestar nuestros pensamientos. Pero una definición, si es verídica, es irónica, implica 
tácitas reservas, y cuando no se la interpreta así, produce funestos resultados. Así ésta. Lo de menos es que el 
lenguaje sirva también para ocultar nuestros pensamientos, para mentir. La mentira sería imposible si el hablar 
primario y normal no fuese sincere. La moneda falsa circula sostenida por la moneda sana. A la postre, el engaño 
resulta ser un humilde parásito de la ingenuidad. 
 No; lo más peligroso de aquella definición es la añadidura optimista con que solemos escucharla. 
Porque ella misma no nos asegura que mediante el lenguaje podamos manifestar con suficiente adecuación todos 
nuestros pensamientos. No se comprende a tanto, pero tampoco nos hace ver francamente la verdad estricta: que 
siendo al hombre imposible entenderse con sus semejantes, estando condenado a radical soledad, se extenúa en 
esfuerzos para llegar al prójimo. De estos esfuerzos es el lenguaje quien consigue a veces declarar con mayor 
aproximación algunas de las cosas que nos pasan dentro. Nada más. Pero de ordinario no usamos estas reservas. 
Al contrario, cuando el hombre se pone a hablar, lo hace porque cree que va a poder decir cuanto piensa. Pues 
bien: esto es lo ilusorio. El lenguaje no da para tanto. Dice, poco mas o menos, una parte de lo que pensamos, y 
pone una valla infranqueable a la transfusión del resto. Sirve bastante bien para enunciados y pruebas 
matemáticas; ya al hablar de física empieza a hacerse equívoco e insuficiente. Pero conforme la conversación se 
ocupa de temas más importantes que ésos, más humanos, más «reales», va aumentando su imprecisión, su 
torpeza y confusionismo. Dóciles al prejuicio inveterado de que hablando nos entendemos, decimos y 
escuchamos tan de buena fe, que acabamos muchas veces por malentendernos mucho más que si, mudos, 
procurásemos adivinarnos. 
 Se olvida demasiado que todo auténtico decir no sólo dice algo, sino que lo dice alguien a alguien. En 
todo decir hay un emisor y un receptor, los cuales no son indiferentes al significado de las palabras. Éste varía 
cuando aquéllas varían. Duo si idem dicunt, non est idem. Todo vocablo es ocasional. El lenguaje es por 
esencia diálogo, y todas las otras formas del hablar depotencian su eficacia. Por eso yo creo que un libro sólo es 
bueno en la medida en que nos trae un diálogo latente, en que sentimos que el autor sabe imaginar 
concretamente a su lector y éste percibe como si de entre las líneas saliese una mano ectoplásmica que palpa su 
persona, que quiere acariciarla -o bien, muy cortésmente, darle un puñetazo. 
 Se ha abusado de la palabra, y por eso ha caído en desprestigio. Como en tantas otras cosas, ha consistido aquí 
el abuse en el uso sin preocupaciones, sin conciencia de la limitación del instrumento. Desde hace casi dos siglos 
se ha creído que hablar era hablar urbi et orbi, es decir, a todo el mundo y a nadie. Yo detesto esta manera de 
hablar y sufro cuando no sé muy concretamente a quién hablo. 
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Argumento de modificador desconocido. 
 Cuentan, sin insistir demasiado sobre la realidad del hecho, que cuando se celebró el jubileo de Víctor 
Hugo fue organizada una gran fiesta en el palacio del Elíseo, a que concurrieron, aportando su homenaje, 
representaciones de todas las naciones. El gran poeta se hallaba en la gran sala de recepción, en solemne actitud 
de estatua, con el codo apoyado en el reborde de una chimenea. Los representantes de las naciones se iban 
adelantando ante el público, y presentaban su homenaje al vate de Francia. Un ujier, con voz de Esténtor, los iba 
anunciando: 
 «Monsieur le Représentant de 1'Angleterre!» Y Víctor Hugo, con voz de dramático trémolo, poniendo 
los ojos en blanco, decía: «L'Angleterre! Ah Shakespeare!» El ujier prosiguió: «Monsieur le Représentant de 
1'Espagne!» Y Víctor Hugo: «L'Espagne! Ah Cervantes!» El ujier: «Monsieur le Représentant de 1'Allemagne!» 
Y Víctor Hugo: «L'Allemagne! Ah Goethe!» 
 Pero entonces llegó el turno a un pequeño señor, achaparrado, gordinflón y torpe de andares. El ujier 
exclamó: «Monsieur le Représentant de la Mésopotamie!» Víctor Hugo, que hasta entonces había permanecido 
impertérrito y seguro de sí mismo, pareció vacilar. Sus pupilas, ansiosas, hicieron un gran giro circular como 
buscando en todo el cosmos algo que no encontraba. Pero pronto se advirtió que lo había hallado y que volvía a 
sentirse dueño de la situación. En efecto, con el mismo tono patético, con no menor convicción, contestó al 
homenaje del rotundo representante diciendo: «La Mésopotamie! Ah I'humanité!» 
 He referido esto a fin de declarar, no sin la solemnidad de Víctor Hugo, que yo no he escrito ni hablado 
nunca para la Mesopotamia, y que no me he dirigido jamás a la humanidad. Esta costumbre de hablar a la 
humanidad, que es la forma más sublime y, por lo tanto, más despreciable de la democracia, fue adoptada hacia 
1750 por intelectuales descarriados, ignorantes de sus propios limites, y que siendo, por su oficio, los hombres 
del decir, del logos, han usado de él sin respeto ni precauciones, sin darse cuenta de que la palabra es un 
sacramento de muy delicada administración. 
 
 
II 
 
 Esta tesis que sustenta la exigüidad del radio de acción eficazmente concedido a la palabra, podía 
parecer invalidada por el hecho mismo de que este volumen haya encontrado lectores en casi todas las lenguas 
de Europa.Yo creo, sin embargo, que este hecho es más bien síntoma de otra cosa, de otra grave cosa: de la 
pavorosa homogeneidad de situaciones en que va cayendo todo elOccidente. Desde la aparición de este libro, 
por la mecánica que en el mismo se describe, esa identidad ha crecido en forma angustiosa. Digo angustiosa 
porque, en efecto, lo que en cada país es sentido como circunstancia dolorosa, multiplica hasta el infinito su 
efecto deprimente cuando el que lo sufre advierte que apenas hay lugar en el continente donde no acontezca 
estrictamente lo mismo. Podía antes ventilarse la atmósfera confinada de un país abriendo las ventanas que dan 
sobre otro. Por ahora no sirve de nada este expediente, porque en el otro país es la atmósfera tan irrespirable 
como en el propio. De aquí la sensación opresora de asfixia. Job, que era un terrible prince-sans-rire, 
pregunta a sus amigos, los viajeros y mercaderes que han andado por el mundo: Unde sapientia venit et 
quis locus intelligentiae? «¿Sabéis de algún lugar del mundo donde la inteligencia exista?» 
 Conviene, sin embargo, que en esta progresiva asimilación de las circunstancias distingamos dos 
dimensiones diferentes y de valor contrapuesto. 
 Este enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo 
antiguo, se ha caracterizado siempre por una forma dual de vida. Pues ha acontecido que conforme cada uno iba 
formando su genio peculiar, entre ellos o sobre ellos, se iba creando un repertorio común de ideas, maneras y 
entusiasmos. Más aún. Este destino que les hacía, a la par, progresivamente homogéneos y progresivamente 
dispersos, ha de entenderse con cierto superlativo de paradoja. Porque en ellos la homogeneidad no fue ajena a 
la diversidad. Al contrario: cada nuevo principio uniforme fertilizaba la diversificación. La idea cristiana 
engendra las Iglesias nacionales: el recuerdo del Imperium romano inspira las diversas formas del Estado; la 
«restauración de las letras» en el siglo xv dispara las literaturas divergentes; la ciencia y el principio unitario del 
hombre como «razón pura» crea los distintos estilos intelectuales que modelan diferencialmente hasta las 
extremas abstracciones de la obra matemática. En fin, y para colmo: hasta la extravagante idea del siglo XVIII, 
según la cual todos los pueblos han de tener una constitución idéntica, produce el efecto de despertar 
románticamente la conciencia diferencial de las nacionalidades, que viene a ser como incitar a cada uno hacia su 
particular vocación. 
 Y es que para estos pueblos llamados europeos, vivir ha sido siempre -claramente desde el siglo XI, 
desde Otón II- moverse y actuar en un espacio o ámbito común. Es decir, que para cada uno vivir era convivir 
con los demás. Esta convivencia tomaba indiferentemente aspecto pacífico o combativo. Las guerras 
intereuropeas han mostrado casi siempre un curioso estilo que las hace parecerse mucho a las rencillas 
domésticas. Evitan la aniquilación del enemigo y son más bien certámenes, luchas de emulación, como la de los 
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motes dentro de una aldea, o disputas de herederos por el reparto de un legado familiar. Un poco de otro modo, 
todos van a lo mismo. Eadem sed aliter. Como Carlos V decía de Francisco I: «Mi primo Francisco y yo 
estamos por completo de acuerdo: los dos queremos Milán.» 
 Lo de menos es que a ese espacio histórico común, donde todas las gentes de Occidente se sentían 
como en su casa, corresponda un espacio físico que la geografía denomina Europa. El espacio histórico a que 
aludo se mide por el radio de efectiva y prolongada convivencia -es un espacio social-. Ahora bien: convivencia 
y sociedad son términos equipolentes. Sociedad es lo que se produce automáticamente por el simple hecho de la 
convivencia. De suyo, e ineluctablemente, segrega ésta costumbres, usos, lengua, derecho, poder público. Uno 
de los más graves errores del pensamiento «moderno», cuyas salpicaduras aún padecemos, ha sido confundir la 
sociedad con la asociación, que es aproximadamente lo contrario de aquélla. Una sociedad no se constituye por 
acuerdo de las voluntades. Al revés: todo acuerdo de voluntades presupone la existencia de una sociedad, de 
gentes que conviven, y el acuerdo no puede consistir sino en precisar una u otra forma de esa convivencia, de 
esa sociedad preexistente. La idea de la sociedad como reunión contractual, por lo tanto, jurídica, es el más 
insensato ensayo que se ha hecho de poner la carreta delante de los bueyes. Porque el derecho, la realidad 
«derecho» -no las ideas de él del filósofo, jurista o demagogo, es, si se me tolera la expresión barroca, secreción 
espontánea de la sociedad, y no puede ser otra cosa. Querer que el derecho rija las relaciones entre seres que 
previamente no viven en efectiva sociedad, me parece -y perdóneseme la insolencia- tener una idea bastante 
confusa y ridícula de lo que el derecho es. 
 No debe extrañar, por otra parte, la preponderancia de esa opinión confusa y ridícula sobre el derecho, 
porque una de las máximas desdichas del tiempo es que, al topar las gentes de Occidente con los terribles 
conflictos públicos del presente, se han encontrado pertrechados con un utillaje arcaico y torpísimo de nociones 
sobre lo que es sociedad, colectividad, individuo, usos, ley, justicia, revolución, etcétera. Buena parte del 
azoramiento actual proviene de la incongruencia entre la perfección de nuestras ideas sobre los fenómenos 
físicos y el retraso escandaloso de las «ciencias morales». El ministro, el profesor, el físico ilustre y el novelista 
suelen tener de esas cosas conceptos dignos de un barbero suburbano. ¿No es perfectamente natural que sea el 
barbero suburbano quien dé la tonalidad al tiempo? 
 Pero volvamos a nuestra ruta. Quería insinuar que los pueblos europeos son desde hace mucho tiempo 
una sociedad, una colectividad, en el mismo sentido que tienen estas palabras aplicadas a cada una de las 
naciones que integran aquélla. Esta sociedad manifiesta todos los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos 
europeos, opinión pública europea, derecho europeo, poder público europeo. Pero todos estos fenómenos 
sociales se dan en la forma adecuada a] estado de evolución en que se encuentra la sociedad europea, que no es, 
claro está, tan avanzado como el de sus miembros componentes, las naciones. 
 Por ejemplo: la forma de presión social que es el poder público funciona en toda sociedad, incluso en 
aquellas primitivas donde no existe aún un órgano especial encargado de manejarlo. Si a este órgano 
diferenciado a quien se encomienda el ejercicio del poder público se le quiere llamar Estado, dígase que en 
ciertas sociedades no hay Estado, pero no se diga que no hay en ellas poder público. Donde hay opinión pública, 
¿cómo podrá faltar un poder público, si éste no es mas que la violencia colectiva disparada por aquella opinión? 
Ahora bien: que desde hace siglos y con intensidad creciente existe una opinión pública europea -y hasta una 
técnica para influir en ella-, es cosa incómoda de negar. 
 Por esto recomiendo al lector que ahorre la malignidad de una sonrisa al encontrar que en los últimos 
capítulos de este volumen se hace con cierto denuedo, frente al cariz opuesto de las apariencias actuales, la 
afirmación de una pasión, de una probable unidad estatal de Europa. No niego que los Estados Unidos de 
Europa son una de las fantasías más módicas que existen, y no me hago solidario de lo que otros han pensado 
bajo estos signos verbales. Mas, por otra parte, es sumamente improbable que una sociedad, una colectividad tan 
madura como la que ya forman los pueblos europeos, no ande cerca de crearse su artefacto estatal mediante el 
cual formalice el ejercicio del poder público europeo ya existente. No es, pues, debilidad ante las solicitaciones 
de la fantasía ni propensión a un «idealismo» que detesto, y contra el cualhe combatido toda mi vida, lo que me 
lleva a pensar así. Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como 
sociedad no es un «ideal», sino un hecho y de muy vieja cotidianidad. Ahora bien: una vez que se ha visto esto, 
la probabilidad de un Estado general europeo se impone necesariamente. La ocasión que lleve súbitamente a 
término el proceso puede ser cualquiera: por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una 
sacudida del gran magma islámico. 
 La figura de ese Estado supranacional será, claro está, muy distinta de las usadas, como, según en esos 
mismos capítulos se intenta mostrar, ha sido muy distinto el Estado nacional del Estado-ciudad que conocieron 
los antiguos. Yo he procurado en estas páginas poner en franquía las mentes para que sepan ser fieles a la sutil 
concepción del Estado y sociedad que la tradición europea nos propone. 
 Al pensamiento grecorromano no le fue nunca fácil concebir la realidad como dinamismo. No podía 
desprenderse de lo visible o sus sucedáneos, como un niño no entiende bien de un libro más que las 
ilustraciones. Todos los esfuerzos de sus filósofos autóctonos para trascender esa limitación fueron vanos. En 
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todos sus ensayos para comprender actúa, más o menos, como paradigma, el objeto corporal, que es para ellos la 
«cosa» por excelencia. Sólo aciertan a ver una sociedad, un Estado donde la unidad tenga el carácter de 
contigüidad visual; por ejemplo, una ciudad. La vocación mental del europeo es opuesta. Toda cosa visible le 
parece, en cuanto tal, simple máscara aparente de una fuerza latente que la está constantemente produciendo y 
que es su verdadera realidad. Allí donde la fuerza, la dynamis, actúa unitariamente, hay real unidad, aunque a 
la vista nos aparezcan como manifestación de ella sólo cosas diversas. 
 Sería recaer en la limitación antigua no descubrir unidad de poder público más que donde éste ha 
tomado máscaras ya conocidas y como solidificadas de Estado; esto es, en las naciones particulares de Europa. 
Niego rotundamente que el poder público decisivo actuante en cada una de ellas consista exclusivamente en su 
poder público inferior o nacional. Conviene caer de una vez en la cuenta de que desde hace muchos siglos -y con 
conciencia de ello desde hace cuatro- viven todos los pueblos de Europa sometidos a un poder público que por 
su misma pureza dinámica no tolera otra denominación que la extraída de la ciencia mecánica: el «equilibrio 
europeo» o balance of power. 
 Ese es el auténtico Gobierno de Europa que regula en su vuelo por la historia al enjambre de pueblos, 
solícitos y pugnaces como abejas, escapados a las ruinas del mundo antiguo. La unidad de Europa no es una 
fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro, la creencia de que Francia, 
Alemania, Italia o España son realidades sustantivas e independientes. 
 Se comprende, sin embargo, que no todo el mundo perciba con evidencia la realidad de Europa, porque 
Europa no es una «cosa», sino un equilibrio. Ya en el siglo XVIII el historiador Robertson llamó al equilibrio 
europeo «the great secret of modern politics». 
 ¡Secreto grande y paradójico, sin duda! Porque el equilibrio o balanza de poderes es una realidad que 
consiste esencialmente en la existencia de una pluralidad. Si esta pluralidad se pierde, aquella unidad dinámica 
se desvanecería. Europa es, en efecto, enjambre: muchas abejas y un solo vuelo. 
 Este carácter unitario de la magnífica pluralidad europea es lo que yo llamaría la buena homogeneidad, 
la que es fecunda y deseable, la que hacía ya decir a Montesquieu: «L'Europe n'est qu'une nation composée de 
plusieurs», y a Balzac, más románticamente, le hacía hablar de la «grande famille continentale, dont tous les 
efforst tendent à je ne sais quel mystère de civilisation» 
 
 
III 
 
 Esta muchedumbre de modos europeos que brota constantemente de su radical unidad y revierte a ella 
manteniéndola es el tesoro mayor del Occidente. Los hombres de cabezas toscas no logran pensar una idea tan 
acrobática como ésta en que es preciso brincar, sin descanso, de la afirmación de la pluralidad al reconocimiento 
de la unidad, y viceversa. Son cabezas pesadas nacidas para existir bajo las perpetuas tiranías de Oriente. 
 Triunfa hoy sobre todo el área continental una forma de homogeneidad que amenaza consumir por 
completo aquel tesoro. Dondequiera ha surgido el hombre-masa de que este volumen se ocupa, un tipo de 
hombre hecho de prisa, montado nada más que sobre unas cuantas y pobres abstracciones y que, por lo mismo, 
es idéntico de un cabo de Europa al otro. A él se debe el triste aspecto de asfixiante monotonía que va tomando 
la vida en todo el continente. Este hombre-masa es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin 
entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil a todas las disciplinas llamadas «internacionales». Más que un 
hombre, es sólo un caparazón de hombre constituido por meres idola fori; carece de un «dentro», de una 
intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar. De aquí que esté siempre en 
disponibilidad para fingir ser cualquier cosa. Tiene sólo apetitos, cree que tiene sólo derechos y no cree que 
tiene obligaciones: es el hombre sin la nobleza que obliga -sine nobilitate-, snob. 
 Este universal esnobismo, que tan claramente aparece, por ejemplo, en el obrero actual, ha cegado las 
almas para comprender que, si bien toda estructura dada de la vida continental tiene que ser trascendida, ha de 
hacerse esto sin pérdida grave de su interior pluralidad. Como el esnob está vacío de destino propio, como no 
siente que existe sobre el planeta para hacer algo determinado e incanjeable, es incapaz de entender que hay 
misiones particulares y especiales mensajes. Por esta razón es hostil al liberalismo, con una hostilidad que se 
parece a la del sordo hacia la palabra. La libertad ha significado siempre en Europa franquía para ser el que 
auténticamente somos. Se comprende que aspire a prescindir de ella quien sabe que no tiene auténtico quehacer. 
 Con extraña facilidad, todo el mundo se ha puesto de acuerdo para combatir y denostar al viejo 
liberalismo. La cosa es sospechosa. Porque las gentes no suelen ponerse de acuerdo si no es en cosas un poco 
bellacas o un poco tontas. No pretendo que el viejo liberalismo sea una idea plenamente razonable: ¿cómo va a 
serlo si es viejo y si es ismo! Pero si pienso que es una doctrina sobre la sociedad mucho más honda y cara de 
lo que suponen sus detractores colectivistas, que empiezan por desconocerlo. Hay además en él una intuición de 
lo que Europa ha sido, altamente perspicaz. 
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 Cuando Guizot, por ejemplo, contrapone la civilización europea a las demás, haciendo notar que en 
ellas no ha triunfado nunca en forma absoluta ningún principio, ninguna idea, ningún grupo o clase, y que a esto 
se debe su crecimiento permanente y su carácter progresivo, no podemos menos de poner el oído atento. Este 
hombre sabe lo que dice. La expresión es insuficiente porque es negativa, pero sus palabras nos llegan cargadas 
de visiones inmediatas. Como del buzo emergente trascienden olores abisales, vemos que este hombre llega 
efectivamente del profundo pasado de Europa donde ha sabido sumergirse. Es, en efecto, increíble que en los 
primeros años del siglo XIX, tiempo retórico y de gran confusión, se haya compuesto un libro como la Histoire 
de la civilisation en Europe. Todavía el hombre de hoy puede aprender allí cómola libertad y el 
pluralismo son dos cosas recíprocas y cómo ambas constituyen la permanente entraña de Europa. 
 Pero Guizot ha tenido siempre mala prensa, como, en general, los doctrinarios. A mí no me sorprende. 
Cuando veo que hacia un hombre o grupo se dirige fácil e insistente el aplauso, surge en mí la vehemente 
sospecha de que en ese hombre o en ese grupo, tal vez junto a dotes excelentes, hay algo sobremanera impuro. 
Acaso es esto un error que padezco, pero debo decir que no lo he buscado, sino que lo ha ido dentro de mí 
decantando la experiencia. De todas suertes, quiero tener el valor de afirmar que este grupo de los doctrinarios, 
de quien todo el mundo se ha reído y ha hecho mofas escurriles, es, a mi juicio, lo más valioso que ha habido en 
la política del continente durante el siglo XIX. Fueron los únicos que vieron claramente lo que había que hacer 
en Europa después de la Gran Revolución, y fueron además hombres que crearon en sus personas un gesto digno 
y distante, en medio de la chabacaneria y la frivolidad creciente de aquel siglo. Rotas y sin vigencia casi todas 
las normas con que la sociedad presta una continencia al individuo, no podía éste constituirse una dignidad si no 
la extraía del fondo de sí mismo. Mal puede hacerse esto sin alguna exageración, aunque sea sólo para 
defenderse del abandono orgiástico en que vivía su contorno. Guizot supo ser, como Buster Keaton, el hombre 
que no ríe. No se abandona jamás. Se condensan en él varias generaciones de protestantes nimeses que habían 
vivido en perpetuo alerta, sin poder notar a la deriva en el ambiente social, sin poder abandonarse. Había llegado 
en ellos a convertirse en un instinto la impresión radical de que existir es resistir, hincar los talones en tierra para 
oponerse a la corriente. En una época como la nuestra, de puras «corrientes» y abandonos, es bueno tomar 
contacto con hombres que «no se dejan llevar». Los doctrinarios son un caso excepcional de responsabilidad 
intelectual, es decir, de lo que más ha faltado a los intelectuales europeos desde 1750; defecto que es, a su vez, 
una de las causas profundas del presente desconcierto. 
 Pero yo no sé si, aun dirigiéndome a lectores franceses, puedo aludir al doctrinarismo como a una 
magnitud conocida. Pues se da el caso escandaloso de que no existe un solo libro donde se haya intentado 
precisar lo que aquel grupo de hombres pensaba, como, aunque parezca increíble, no hay tampoco un libro 
medianamente formal sobre Guizot ni sobre Royer-Collard. Verdad es que ni uno ni otro publicaron nunca un 
soneto. Pero, en fin, pensaron hondamente, originalmente, sobre los problemas más graves de la vida pública 
europea, y construyeron el doctrinal político más estimable de toda la centuria. Ni será posible reconstruir la 
historia de ésta si no se cobra intimidad con el modo en que se presentaron las grandes cuestiones ante estos 
hombres. Su estilo intelectual no es sólo diferente en especie, sino como de otro género y de otra esencia que 
todos los demás triunfantes en Europa antes y después de ellos. Por eso no se les ha entendido, a pesar de su 
clásica claridad. Y, sin embargo, es muy posible que el porvenir pertenezca a tendencias de intelecto muy 
parecidas a las suyas. Por lo menos, garantizo a quien se proponga formular con rigor sistemático las ideas de 
los doctrinarios, placeres de pensamiento no esperados y una intuición de la realidad social y política totalmente 
distinta de las usadas. Perdura en ellos activa la mejor tradición racionalista en que el hombre se compromete 
consigo mismo a buscar cosas absolutas; pero, a diferencia del racionalismo linfático de enciclopedistas y 
revolucionarios, que encuentran lo absoluto en abstracciones bon marché, descubren ellos lo histórico como el 
verdadero absoluto. La historia es la realidad del hombre. No tiene otra. En ella se ha llegado a hacer tal como 
es. Negar el pasado es absurdo e ilusorio, porque el pasado es «lo natural del hombre y vuelve al galope». El 
pasado no está ahí y no se ha tomado el trabajo de pasar para que lo neguemos, sino para que lo integremos. Los 
doctrinarios despreciaban los «derechos del hombre» porque son absolutos «metafísicos», abstracciones e 
irrealidades. Los verdaderos derechos son los que absolutamente están ahí, porque han ido apareciendo y 
consolidándose en la historia: tales son las «libertades», la legitimidad, la magistratura, las «capacidades». De 
alentar hoy, hubieran reconocido el derecho a la huelga (no política) y el contrato colectivo. A un inglés le 
parecería todo esto lo más obvio; pero los continentales no hemos llegado todavía a esa estación. Tal vez desde 
el tiempo de Alcuino, vivimos cincuenta años, cuando menos, retrasados respecto a los ingleses. 
 Parejo desconocimiento del viejo liberalismo padecen los colectivistas de ahora cuando suponen, sin 
más ni más, como cosa incuestionable, que era individualista. En todos estos temas andan, como he dicho, las 
nociones sobremanera turbias. Los rusos de estos años pasados solían llamar a Rusia «el Colectivo». ¿No sería 
interesante averiguar qué ideas o imágenes se desperezaban al conjure de ese vocablo en la mente un tanto 
gaseosa del hombre ruso que tan frecuentemente; como el capitán italiano de que habla Goethe, «bisogna aver 
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una confusione nella testa»? Frente a todo ello, yo rogaría al lector que tomase en cuenta, no para aceptarlas, 
sino para que sean discutidas y pasen luego a sentencia, las tesis siguientes: 
 Primera. El liberalismo individualista pertenece a la flora del siglo XVIII; inspira, en parte, la 
legislación de la Revolución francesa; pero muere con ella. 
 Segunda. La creación artística del siglo XIX ha sido precisamente el colectivismo. Es la primera idea 
que inventa apenas nacido y que, a lo largo de sus cien años, no ha hecho sino crecer hasta inundar todo el 
horizonte. 
 Tercera. Esta idea es la de origen francés. Aparece por primera vez en los archirreaccionarios De 
Bonald y De Maistre. En lo esencial es inmediatamente aceptada por todos, sin más excepción que Benjamín 
Constant, un «retrasado» del siglo anterior. Pero triunfa en Saint-Simon, en Ballanche, en Comte, y pulula 
dondequiera. Por ejemplo, un médico de Lyon, M. Amard, hablará en 1821 del collectivisme frente al 
personnalisme. Léanse los artículos que en 1830 y 1831 publica L'Avenir contra el individualismo. 
 Pero más importante que todo esto es otra cosa. Cuando, avanzando por la centuria, llegamos hasta los 
grandes teorizadores dei liberalismo -Stuart Mill o Spencer-, nos sorprende que su presunta defensa del 
individuo no se basa en mostrar que la libertad beneficia o interesa a éste, sino todo lo contrario, en que 
beneficia e interesa a la sociedad. El aspecto agresivo del título que Spencer escoge para su libro -El 
individuo contra el Estado- ha sido causa de que lo malentiendan tercamente los que no leen de los libros 
más que los títulos. Porque individuo y Estado significan en este título dos meres órganos de un único sujeto -la 
sociedad-. Y lo que se discute es si ciertas necesidades sociales son mejor servidas por uno u otro órgano. Nada 
más. El famoso «individualismo» de Spencer boxea continuamente dentro de la atmósfera colectivista de su 
sociología. Resulta, a la postre, que tanto él como Stuart Mill tratan a los individuos con la misma crueldad 
socializante que los termites a ciertos de sus congéneres, a los cuales ceban para chuparles luego la sustancia. 
¡Hasta ese punto era la primacía de lo colectivo, el fondo por sí mismo evidente sobre que ingenuamente 
danzaban sus ideas! 
 De donde se colige que mi defensa lohengrinesca del viejo liberalismo es por completo desinteresada y 
gratuita. Porque es el casoque yo no soy un «viejo liberal». El descubrimiento -sin duda glorioso y esencial- de 
lo social, de lo colectivo, era demasiado reciente. Aquellos hombres palpaban, más que veían, el hecho de que la 
colectividad es una realidad distinta de los individuos y de su simple suma, pero no sabían bien en qué consistía 
y cuáles eran sus efectivos atributos. Por otra parte, los fenómenos sociales del tiempo camuflaban la verdadera 
economía de la colectividad, porque entonces convenía a ésta ocuparse en cebar bien a los individuos. No había 
aún llegado la hora de la nivelación, de la expoliación y del reparto en todos los órdenes. 
 De aquí que los «viejos liberales» se abriesen sin suficientes precauciones al colectivismo que 
respiraban. Mas cuando se ha visto con claridad lo que en el fenómeno social, en el hecho colectivo, 
simplemente y como tal, hay, por un lado, de beneficio, pero, por otro, de terrible, de pavoroso, sólo puede uno 
adherir a un liberalismo de estilo radicalmente nuevo, menos ingenuo y de más diestra beligerancia, un 
liberalismo que está germinando ya, próximo a florecer en la línea misma del horizonte. 
 Ni era posible que, siendo estos hombres, como eran, de sobra perspicaces, no entreviesen de cuando 
en cuando las angustias que su tiempo no reservaba. Contra lo que suele creerse, ha sido normal en la historia 
que el porvenir sea profetizado. En Macaulay, en Tocqueville, en Comte, encontramos predibujada nuestra hora. 
Véase, por ejemplo, lo que hace más de ochenta años escribía Stuart Mill: «Aparte las doctrinas particulares de 
pensadores individuales, existe en el mundo una fuerte y creciente inclinación a extender en forma extrema el 
poder de la sociedad sobre el individuo, tanto por medio de la fuerza de la opinión como por la legislativa. 
Ahora bien: como todos los cambios que se operan en el mundo tienen por efecto el aumento de la fuerza social 
y la disminución del poder individual, este desbordamiento no es un mal que tienda a desaparecer 
espontáneamente, sino, al contrario, tiende a hacerse cada vez más formidable. La disposición de los hombres, 
sea como soberanos, sea como conciudadanos, a imponer a los demás como regla de conducta su opinión y sus 
gustos, se halla tan enérgicamente sustentada por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos 
inherentes a la naturaleza humana, que casi nunca se contiene más que por faltarle poder. Y como el poder no 
parece hallarse en vía de declinar, sino de crecer, debemos esperar, a menos que una fuerte barrera de 
convicción moral no se eleve contra el mal, debemos esperar, digo, que en las condiciones presentes del mundo 
esta disposición no hará sino aumentar». 
 Pero lo que más nos interesa en Stuart Mill es su preocupación por la homogeneidad de mala clase que 
veía crecer en todo Occidente. Esto le hace acogerse a un gran pensamiento emitido por Humboldt en su 
juventud. Para que lo humano se enriquezca, se consolide y se perfeccione, es necesario, según Humboldt, que 
exista «variedad de situaciones». Dentro de cada nación, y tomando en conjuro las naciones, es preciso que se 
den circunstancias diferentes. Así, al fallar una, quedan otras posibilidades abiertas. Es insensato poner la vida 
europea a una sola carta, a un solo tipo de hombre, a una idéntica «situación». Evitar esto ha sido el secrete 
acierto de Europa hasta el día, y la conciencia de este secrete es la que, clara o balbuciente, ha movido siempre 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
los labios del perenne liberalismo europeo. En esa conciencia se reconoce a sí misma, como valor positivo, 
como bien y no como mal, la pluralidad continental. Me importaba aclarar esto para que no se tergiversase la 
idea de una supernación europea que este volumen postula. 
 Tal y como vamos, con mengua progresiva de la «variedad de situaciones», nos dirigimos en vía recta 
hacia el Bajo Imperio. También fue aquél un tiempo de masas y de pavorosa homogeneidad. Ya en tiempo de 
los Antoninos se advierte claramente un extraño fenómeno, menos subrayado y analizado de lo que debiera: los 
hombres se han vuelto estúpidos. El proceso venía de tiempo atrás. Se ha dicho, con alguna razón, que el estoico 
Posidonio, maestro de Cicerón, es el último hombre antiguo capaz de colocarse ante los hechos con la mente 
porosa y activa, dispuesto a investigarlos. Después de él, las cabezas se obliteran y, salvo los alejandrinos, no 
van a hacer más que repetir, estereotipar. 
 Pero el síntoma y documento más terrible de esta forma, a un tiempo homogénea y estúpida -y lo uno 
por lo otro-, que adopta la vida de un cabo a otro del Imperio, está donde menos se podía esperar y donde 
todavía, que yo sepa, nadie la ha buscado: en el idioma. La lengua, que no nos sirve para decir suficientemente 
lo que cada uno quisiéramos decir, revela, en cambio, y grita, sin que lo queramos, la condición más arcana de la 
sociedad que la habla. En la porción no helenizada del pueblo romano, la lengua vigente es la que se ha llamado 
«latín vulgar», matriz de nuestros romances. No se conoce bien este latín vulgar y, en buena parte, sólo se llega a 
él por reconstrucciones. Pero lo que se conoce basta y sobra para que nos produzcan espanto dos de sus 
caracteres. Uno es la increíble simplificación de su mecanismo gramatical en comparación con el latín clásico. 
La sabrosa complejidad indoeuropea, que conservaba el lenguaje de las clases superiores, quedó suplantada por 
un habla plebeya, de mecanismo muy fácil, pero a la vez, o por lo mismo, pesadamente mecánico, como 
material; gramática balbuciente y perifrástica, de ensayo y rodeo, como la infantil. Es, en efecto, una lengua 
pueril o gaga, que no permite la fina arista del razonamiento ni líricos tornasoles. Es una lengua sin luz ni 
temperatura, sin evidencia y sin calor de alma, una lengua triste que avanza a tientas. Los vocablos parecen 
viejas monedas de cobre, mugrientas y sin rotundidad, como hartas de rodar por las tabernas mediterráneas. 
¡Qué vidas evacuadas de sí mismas, desoladas, condenadas a eterna cotidianidad, se adivinan tras este seco 
artefacto lingüístico! 
 El otro carácter aterrador del latín vulgar es precisamente su homogeneidad. Los lingüistas, que acaso 
son, después de los aviadores, los hombres menos dispuestos a asustarse de cosa alguna, no parecen inmutarse 
ante el hecho de que hablasen lo mismo países tan dispares como Cartago y Galia, Tingitania y Dalmacia, 
Hispania y Rumania. Yo, en cambio, que soy bastante tímido, que tiemblo cuando veo cómo el viento fatiga 
unas cañas, no puedo reprimir ante ese hecho un estremecimiento medular. Me parece, sencillamente, atroz. 
Verdad es que trato de representarme cómo era por dentro eso que mirado desde fuera nos aparece, 
tranquilamente, como homogeneidad; procuro descubrir la realidad viviente de que ese hecho es la quieta 
impronta. Consta, claro está, que había africanismos, hispanismos, galicismos. Pero al constar esto quiere decir 
que el torso de la lengua era común e idéntico, a pesar de las distancias, del escaso intercambio, de la dificultad 
de comunicaciones y de que no contribuía a fijarlo una literatura. ¿Cómo podían venir a coincidencia el celtíbero 
y el belga, el vecino de Hipona y el de Lutecia, el mauritano y el dacio, sino en virtud de un achatamiento 
general, reduciendo la existencia a su base, nulifícando sus vidas? El latín vulgar está ahí en los archivos, como 
un escalofriante petrefacto, testimonio de que una vez la historia agonizó bajo el imperio homogéneo de la 
vulgaridad por haber desaparecido la fértil «variedad de situaciones». 
 
 
IV 
 
 Ni este volumen ni yo somos políticos. El asunto de que aquí se habla es previo a la política y pertenece 
a su subsuelo. Mi trabajo es oscuralabor subterránea de minero. La misión del llamado «intelectual» es, en 
cierto modo, opuesta a la del político. La obra intelectual aspira, con frecuencia en vano, a aclarar un poco las 
cosas, mientras que la del político suele, por el contrario, consistir en confundirlas más de lo que estaban. Ser de 
la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infínitas maneras que el hombre puede elegir para ser un 
imbécil: ambas, en efecto, son formas de la hemiplejía moral. Además, la persistencia de estos calificativos 
contribuye no poco a falsificar más aún la «realidad» del presente, ya falsa de por sí, porque se ha rizado el rizo 
de las experiencias políticas a que responden, como lo demuestra el hecho de que hoy las derechas prometen 
revoluciones y las izquierdas proponen tiranías. 
 Hay obligación de trabajar sobre las cuestiones del tiempo. Esto, sin duda. Y yo lo he hecho toda mi 
vida. He estado siempre en la brecha. Pero una de las cosas que ahora se dicen -una «corriente»- es que, incluso 
a costa de la claridad mental, todo el mundo tiene que hacer política sensu stricto. Lo dicen, claro está, los 
que no tienen otra cosa que hacer. Y hasta lo corroboran citando de Pascal el imperativo d'abêtissement. Pero 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
hace mucho tiempo que he aprendido a ponerme en guardia cuando alguien cita a Pascal. Es una cautela de 
higiene elemental. 
 El politicismo integral, la absorción de todas las cosas y de todo el hombre por la política, es una y 
misma cosa con el fenómeno de rebelión de las masas que aquí se describe. La masa en rebeldía ha perdido toda 
capacidad de religión y de conocimiento. No puede tener dentro más que política, una política exorbitada, 
frenética, fuera de sí, puesto que pretende suplantar al conocimiento, a la religión, a la sagesse -en fin, a las 
únicas cosas que por su sustancia son aptas para ocupar el centro de la mente humana-. La política vacía al 
hombre de soledad e intimidad, y por eso es la predicación del politicismo integral una de las técnicas que se 
usan para socializarlo. 
 Cuando alguien nos pregunta qué somos en política o, anticipándose con la insolencia que pertenece al 
estilo de nuestro tiempo, nos adscribe a una, en vez de responder, debemos preguntar al impertinente qué piensa 
él que es el hombre y la naturaleza y la historia, qué es la sociedad y el individuo, la colectividad, el Estado, el 
uso, el derecho. La política se apresura a apagar las luces para que todos estos gatos resulten pardos. 
 Es preciso que el pensamiento europeo proporcione sobre todos estos temas nueva claridad. Para eso 
está ahí, no para hacer la rueda del pavo real en las reuniones académicas. Y es preciso que lo haga pronto, o, 
como Dante decía, que encuentre la salida: 
 
 ... studiate il passo 
 mentre che l'Occidente non s'annera. 
 
 (Purg., XXVII, 62-63.) 
 
 Eso sería lo único de que podría esperarse con alguna vaga probabilidad la solución del tremendo 
problema que las masas actuales plantean. 
 Este volumen no pretende, ni de muy lejos, nada parecido. Como sus últimas palabras hacen constar, es 
sólo una primera aproximación al problema del hombre actual. Para hablar sobre él más en serio y más a fondo, 
no habría más remedio que ponerse en traza abismática, vestirse la escafandra y descender a lo más profundo del 
hombre. Esto hay que hacerlo sin pretensiones, pero con decisión, y yo lo he intentado en un libro próximo a 
aparecer en otros idiomas bajo el título El hombre y la gente. 
 Una vez que nos hemos hecho bien cargo de cómo es este tipo humano hoy dominante, y que he 
llamado el hombre-masa, es cuando se suscitan las interrogaciones más fértiles y más dramáticas. ¿Se puede 
reformar este tipo de hombre? Quiero decir: los graves defectos que hay en él, tan graves que si no se los extirpa 
producirán de modo inexorable la aniquilación de Occidente, ¿toleran ser corregidos? Porque, como verá el 
lector, se trata precisamente de un hombre hermético, que no está abierto de verdad a ninguna instancia superior. 
 La otra pregunta decisiva, de la que, a mi juicio, depende toda posibilidad de salud, es ésta: ¿Pueden las 
masas, aunque quisieran, despertar a la vida personal? No cabe desarrollar aquí el tremebundo tema, porque está 
demasiado virgen. Los términos en que hay que plantearlo no constan en la conciencia pública. Ni siquiera está 
esbozado el estudio del distinto margen de individualidad que cada época del pasado ha dejado a la existencia 
humana. Porque es pura inercia mental del «progresismo» suponer que conforme avanza la historia crece la 
holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal, como creía el honrado ingeniero, pero nulo 
historiador, Herbert Spencer. No; la historia está llena de retrocesos en este orden, y acaso la estructura de la 
vida en nuestra época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona. 
 Al contemplar en las grandes ciudades esas inmensas aglomeraciones de seres humanos que van y 
vienen por sus calles y se concentran en festivales y manifestaciones políticas, se incorpora en mí, obsesionante, 
este pensamiento: ¿Puede hoy un hombre de veinte años formarse un proyecto de vida que tenga figura 
individual y que, por lo tanto, necesitaría realizarse mediante sus iniciativas independientes, mediante sus 
esfuerzos particulares? Al intentar el despliegue de esta imagen en su fantasía, ¿no notará que es, si no 
imposible, casi improbable, porque no hay a su disposición espacio en que poder alojarla y en que poder 
moverse según su propio dictamen? Pronto advertirá que su proyecto tropieza con el prójimo, como la vida del 
prójimo aprieta la suya. El desánimo le llevará, con la facilidad de adaptación propia de su edad, a renunciar no 
sólo a todo acto, sino hasta a todo deseo personal, y buscará la solución opuesta: imaginará para sí una vida 
estándar, compuesta de desiderata comunes a todos, y verá que para lograrla tiene que solicitarla o exigirla en 
colectividad con los demás. De aquí la acción en masa. 
 La cosa es horrible, pero no creo que exagera la situación efectiva en que van hallándose casi todos los 
europeos. En una prisión donde se han amontonado muchos más presos de los que caben, ninguno puede mover 
un brazo ni una pierna por propia iniciativa, porque chocaría con los cuerpos de los demás. En tal circunstancia, 
los movimientos tienen que ejecutarse en común, y hasta los músculos respiratorios tienen que funcionar a ritmo 
de reglamento. Esto sería Europa convertida en termitera. Pero ni siquiera esta cruel imagen es una solución. La 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
termitera humana es imposible, porque fue el llamado «individualismo» el que enriqueció al mundo y a todos 
en el mundo, y fue esta riqueza la que prolificó tan fabulosamente la planta humana. Cuando los restos de ese 
«individualismo» desaparecieran, haría su reaparición en Europa el famelismo gigantesco del Bajo Imperio, y la 
termitera sucumbiría como al soplo de un dios torvo y vengativo. Quedarían muchos menos hombres, que lo 
serían un poco más. 
 Ante el feroz patetismo de esta cuestión que, queramos o no, está ya a la vista, el tema de la «justicia 
social», con ser tan respetable, empalidece y se degrada hasta parecer retórico e insincero suspire romántico. 
Pero, al mismo tiempo, orienta sobre los caminos acertados para conseguir lo que de esa «justicia social» es 
posible y es justo conseguir, caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía 
recta hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, porlo demás, inoperante, porque hasta la fecha 
no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales; antes bien, rezuma sólo vagas 
filantropías. 
 La primera condición para un mejoramiento de la situación presente es hacerse bien cargo de su enorme 
dificultad. Sólo esto nos llevará a atacar el mal en los estratos hondos donde verdaderamente se origina. Es, en 
efecto, muy difícil salvar una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos. 
Los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones. La griega y la romana sucumbieron a 
manes de esta fauna repugnante que hacía exclamar a Macaulay: «En todos los siglos, los ejemplos más viles de 
la naturaleza humana se han encontrado entre los demagogos». Pero no es un hombre demagogo simplemente 
porque se ponga a gritar ante la multitud. Esto puede ser en ocasiones una magistratura sacrosanta. La 
demagogia esencial del demagogo esta dentro de su mente y radica en su irresponsabilidad ante las ideas mismas 
que maneja y que él no ha creado, sino recibido de los verdaderos creadores. La demagogia es una forma de 
degeneración intelectual que, como amplio fenómeno de la historia europea, aparece en Francia hacia 1750. 
¿Por qué entonces? ¿Por qué en Francia? Éste es uno de los puntos neurálgicos del destino occidental y, 
especialmente, del destino francés. 
 Ello es que desde entonces cree Francia, y por irradiación de ella casi todo el continente, que el método 
para resolver los grandes problemas humanos es el método de la revolución, entendiendo por tal lo que ya 
Leibniz llamaba una «revolución general», la voluntad de transformar de un golpe todo y en todos los géneros. 
Merced a ello, esta maravilla que es Francia llega en malas condiciones a la difícil coyuntura del presente. 
Porque ese país tiene o cree que tiene una tradición revolucionaria. Y si ser revolucionario es ya cosa grave, 
¡cuán más serio, paradójicamente, por tradición! Es cierto que en Francia se ha hecho una gran revolución y 
varias torvas o ridículas; pero si nos atenemos a la verdad desnuda de los anales, lo que encontramos es que esas 
revoluciones han servido principalmente para que durante todo un siglo, salvo unos días o unas semanas, Francia 
haya vivido más que ningún otro pueblo bajo formas políticas, en una u otra dosis, autoritarias y 
contrarrevolucionarias . Sobre todo, el gran bache moral de la historia francesa que fueron los veinte años del 
Segundo Imperio se debió bien claramente a la botaratería de los revolucionarios de 1848, gran parte de los 
cuales confesó el propio Raspail que habían sido antes clientes suyos. 
 En las revoluciones intenta la abstracción sublevarse contra lo concrete; por eso es consustancial a las 
revoluciones el fracaso. Los problemas humanos no son, como los astronómicos, o los químicos, abstractos. Son 
problemas de máxima concreción, porque son históricos. Y el único método de pensamiento que proporciona 
alguna probabilidad de acierto en su manipulación es la «razón histórica». Cuando se contempla 
panorámicamente la vida pública de Francia durante los últimos ciento cincuenta años, salta a la vista que sus 
geómetras, sus físicos y sus médicos se han equivocado casi siempre en sus juicios políticos, y que han sabido, 
en cambio, acertar sus historiadores. Pero el racionalismo fisicomatemático ha sido en Francia demasiado 
glorioso para que no tiranice a la opinión pública. Malebranche rompe con un amigo suyo porque vio sobre su 
mesa un Tucídides. 
 Estos meses pasados, empujando mi soledad por las calles de París, caía en la cuenta de que yo no 
conocía en verdad a nadie de la gran ciudad, salvo las estatuas. Algunas de éstas, en cambio, son viejas 
amistades, antiguas incitaciones o perennes maestros de mi intimidad. Y como no tenía con quién hablar, he 
conversado con ellas sobre grandes temas humanos. No sé si algún día saldrán a la luz estas «Conversaciones 
con estatuas», que han dulcificado una etapa dolorosa y estéril de mi vida. En ellas se razona con el marqués de 
Condorcet, que está en el Quai Conti, sobre la peligrosa ideal del progreso. Con el pequeño busto de Comte que 
hay en su departamento de la rue Monsieur-le-Prince he hablado sobre el pouvoir spirituel, insuficientemente 
ejercido por mandarines literarios y por una Universidad que ha quedado por completo excéntrica a la efectiva 
vida de las naciones. Al propio tiempo he tenido el honor de recibir el encargo de un enérgico mensaje que ese 
busto dirige al otro, al grande, erigido en la plaza de la Sorbona, y que es el busto del falso Comte, del oficial, 
del de Littré. Pero era natural que me interesase sobre todo escuchar una vez más la palabra de nuestro sumo 
maestro Descartes, el hombre a quien más debe Europa. 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
 El puro azar que zarandea mi existencia ha hecho que redacte estas líneas teniendo a la vista el lugar de 
Holanda que habitó en 1642 el nuevo descubridor de la raison. Este lugar, llamado Endegeest, cuyos árboles 
dan sombra a mi ventana, es hoy un manicomio. Dos veces al día -y en amonestadora proximidad- veo pasar los 
idiotas y los dementes que orean un rato a la intemperie su malograda hombría. 
 Tres siglos de experiencia «racionalista» nos obligan a recapitular sobre el esplendor y los límites de 
aquella prodigiosa raison cartesiana. Esta raison es sólo matemática, física, biológica. Sus fabulosos triunfos 
sobre la naturaleza, superiores a cuanto pudiera sonarse, subrayan tanto más su fracaso ante los asuntos 
propiamente humanos e invitan a integrarla en otra razón más radical, que es la «razón» histórica. 
 Ésta nos muestra la vanidad de toda revolución general, de todo lo que sea intentar la transformación 
súbita de una sociedad y comenzar de nuevo la historia, como pretendían los confusionarios del 89. Al método 
de la revolución opone el único digno de la larga experiencia que el europeo actual tiene a su espalda. Las 
revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado 
siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental, que es la definición misma de su 
sustancia: el derecho a la continuidad. La única diferencia radical entre la historia humana y la «historia natural» 
es que aquélla no puede nunca comenzar de nuevo. Köhler y otros han mostrado cómo el chimpancé y el 
orangután no se diferencian del hombre por lo que, hablando rigorosamente, llamamos inteligencia, sino porque 
tienen mucha menos memoria que nosotros. Las pobres bestias se encuentran cada mañana con que han olvidado 
casi todo lo que han vivido el día anterior, y su intelecto tiene que trabajar sobre un mínimo material de 
experiencias. Parejamente, el tigre de hoy es idéntico al de hace seis mil años, porque cada tigre tiene que 
empezar de nuevo a ser tigre, como si no hubiese habido antes ninguno. El hombre, en cambio, merced a su 
poder de recordar, acumula su propio pasado, lo posee y lo aprovecha. El hombre no es nunca un primer 
hombre: comienza desde luego a existir sobre cierta altitud de pretérito amontonado. Éste es el tesoro único del 
hombre, su privilegio y su señal. Y la riqueza menor de ese tesoro consiste en lo que de él parezca acertado y 
digno de conservarse: lo importante es la memoria de los errores, que nos permite no cometer los mismos 
siempre. El verdadero tesoro del hombre es el tesoro de sus errores, la larga experiencia vital decantada gota a 
gota en milenios. Por eso Nietzsche define el hombre superior como el ser «de la más larga memoria». 
 Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo, es aspirar a descender y plagiar al 
orangután. Me complace que fuera un francés, Dupont-Withe, quien,hacia 1860, se atreviese a clamar: «La 
continuité est un droit de I'homme: elle est un hommage à tout ce qui le distingue de la bête». 
 Delante de mí está un periódico donde acabo de leer el relato de las fiestas con que ha celebrado 
Inglaterra la coronación del nuevo rey. Se dice que desde hace mucho tiempo la monarquía inglesa es una 
institución meramente simbólica. Esto es verdad, pero diciéndolo así dejamos escapar lo mejor. Porque, en 
efecto, la monarquía no ejerce en el Imperio británico ninguna función material y palpable. Su papel no es 
gobernar, ni administrar la justicia, ni mandar el ejército. Mas no por esto es una institución vacía, vacante de 
servicio. La monarquía en Inglaterra ejerce una función determinadísima y de alta eficacia: la de simbolizar. Por 
eso el pueblo inglés, con deliberado propósito, ha dado ahora inusitada solemnidad al rito de la coronación. 
Frente a la turbulencia actual del continente, ha querido afirmar las normas permanentes que regulan su vida. 
Nos ha dado una lección más. Como siempre, ya que siempre pareció Europa un tropel de pueblos -los 
continentales, llenos de genio, pero exentos de serenidad, nunca maduros, siempre pueriles, y al fondo, detrás de 
ellos, Inglaterra... como la nurse de Europa. 
 Este es el pueblo que siempre ha llegado antes al porvenir, que se ha anticipado a todos en casi todos 
los órdenes. Prácticamente deberíamos omitir el casi. Y he aquí que este pueblo nos obliga, con cierta 
impertinencia del más puro dandismo, a presenciar un vetusto ceremonial y a ver cómo actúan -porque no han 
dejado nunca de ser actuales- los más viejos y mágicos trabajos de su historia, la corona y el cetro, que entre 
nosotros rigen sólo al azar de la baraja. El inglés tiene empeño en hacernos constar que su pasado, 
precisamente porque ha pasado, porque le ha pasado a él sigue existiendo para él Desde un 
futuro al cual no hemos llegado, nos muestra la vigencia lozana de su pretérito. Este pueblo circula por todo su 
tiempo, es verdaderamente señor de sus siglos, que conserva con activa posesión. Y esto es ser un pueblo de 
hombres: poder hoy seguir en su ayer sin dejar por eso de vivir para el futuro; poder existir en el verdadero 
presente, ya que el presente es sólo la presencia del pasado y del porvenir, el lugar donde pretérito y futuro 
efectivamente existen. 
 Con las fiestas simbólicas de la coronación, Inglaterra ha opuesto, una vez más, al método 
revolucionario el método de la continuidad, el único que puede evitar en la marcha de las cosas humanas ese 
aspecto patológico que hace de la historia una lucha ilustre y perenne entre los paralíticos y los epilépticos. 
 
 
V 
 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
 Como en estas páginas se hace la anatomía del hombre hoy dominante, procedo partiendo de su aspecto 
externo, por decirlo así, de su piel, y luego penetro un poco más en dirección hacia sus vísceras. De aquí que 
sean los primeros capítulos los que han caducado más. La piel del tiempo ha cambiado. El lector debería, al 
leerlos, retrotraerse a los años 1926-1928. Ya ha comenzado la crisis en Europa, pero aún parece una de tantas. 
Todavía se sienten las gentes en plena seguridad. Todavía gozan de los lujos de la inflación. Y, sobre todo, se 
pensaba: ahí esta América! Era la América de la fabulosa prosperity. 
 Lo único que cuanto va dicho en estas páginas que me inspira algún orgullo, es no haber padecido el 
inconcebible error de óptica que entonces sufrieron casi todos los europeos, incluso los mismos economistas. 
Porque no conviene olvidar que entonces se pensaba muy en serio que los americanos habían descubierto otra 
organización de la vida que anulaba para siempre las perpetuas plagas humanas que son las crisis. A mí me 
sonrojaba que los europeos, inventores de lo más alto que hasta ahora se ha inventado -el sentido histórico-, 
mostrasen en aquella ocasión carecer de él por completo. El viejo lugar común de que América es el porvenir 
había nublado un momento su perspicacia. Tuve entonces el coraje de oponerme a semejante desliz, sosteniendo 
que América, lejos de ser el porvenir, era en realidad un remoto pasado, porque era primitivismo. Y, también 
contra lo que se cree, lo era y lo es mucho más América del Norte que la América del Sur, la hispánica. Hoy la 
cosa va siendo clara, y los Estados Unidos no envían ya al viejo continente señoritas para -como una me decía a 
la sazón- «convencerse de que en Europa no hay nada interesante». 
 Haciéndome a mi mismo violencia, he aislado en este casi libro, del problema total que es para el 
hombre, y aun especialmente para el hombre europeo su inmediato porvenir, un solo factor: la caracterización 
del hombre medio que hoy va adueñándose de todo. Esto me ha obligado a un duro ascetismo, a la abstención de 
expresar mis convicciones sobre cuanto toco de paso. Más aún: a presentar con frecuencia las cosas en forma 
que, si era la más favorable para aclarar el tema exclusive de este estudio, era la peor para dejar ver mi opinión 
sobre esas cosas. Baste señalar una cuestión, aunque fundamental. He medido al hombre medio actual en cuanto 
a su capacidad para continuar la civilización moderna y en cuanto a su adhesión a la cultura. Cualquiera diría 
que esas dos cosas -la civilización y la cultura- no son para mí cuestión. La verdad es que ellas son precisamente 
lo que pongo en cuestión casi desde mis primeros escritos. Pero yo no debía complicar los asuntos. Cualquiera 
que sea nuestra actitud ante la civilización y la cultura, está ahí, como un factor de primer orden con que hay que 
contar, la anomalía representada por el hombre-masa. Por eso urgía aislar crudamente sus síntomas. 
 No debe, pues, el lector francés esperar más de este volumen, que no es, a la postre, sino un ensayo de 
serenidad en medio de la tormenta. 
 
 
JOSÉ ORTEGA Y GASSET. 
 
«Het Witte Huis», Oegstgeest. Holanda, mayo de 1937. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
PRIMERA PARTE 
 
LA REBELIÓN DE LAS MASAS 
 
 
I 
 
EL HECHO DE LAS AGLOMERACIONES 
 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
 Hay un hecho que, para bien o para mal, es el más importante en la vida pública europea de la hora 
presente. Este hecho es el advenimiento de las masas al pleno poderío social. Como las masas, por definición, no 
deben ni pueden dirigir su propia existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre 
ahora la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas, cabe padecer. Esta crisis ha sobrevenido más de una 
vez en la historia. Su fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se llama la 
rebelión de las 
masas. 
 Para la inteligencia del formidable hecho conviene que se evite dar desde luego a las palabras 
«rebelión», «masas», «poderío social», etc., un significado exclusiva o primariamente político. La vida pública 
no es sólo política, sino, a la par y aun antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos todos 
colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar. 
 Tal vez la mejor manera de acercarse a este fenómeno histórico consista en referirnos a una experiencia 
visual, subrayando una facción de nuestra época que es visible con los ojos de la cara. 
 Sencillísima de enunciar, aunque no de analizar, yo la denomino el hecho de la aglomeración, del 
«lleno». Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los 
trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de losmédicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de 
espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema empieza a serlo casi de 
continuo: encontrar sitio. 
 Nada más. ¿Cabe hecho más simple, más notorio, más constante, en la vida actual? Vamos ahora a 
punzar el cuerpo trivial de esta observación, y nos sorprenderá ver cómo de él brota un surtidor inesperado, 
donde la blanca luz del día, de este día, del presente, se descompone en todo su rico cromatismo interior. 
 ¿Qué es lo que vemos, y al verlo nos sorprende tanto? Vemos la muchedumbre, como tal, posesionada 
de los locales y utensilios creados por la civilización. Apenas reflexionamos un poco, nos sorprendemos de 
nuestra sorpresa. Pues qué, ¿no es el ideal? El teatro tiene sus localidades para que se ocupen; por lo tanto, para 
que la sala esté llena. Y lo mismo los asientos del ferrocarril, y sus cuartos el hotel. Sí; no tiene duda. Pero el 
hecho es que antes ninguno de estos establecimientos y vehículos solían estar llenos, y ahora rebosan, queda 
fuera gente afanosa de usufructuarlos. Aunque el hecho sea lógico, natural, no puede desconocerse que antes no 
acontecía y ahora sí; por lo tanto, que ha habido un cambio, una innovación, la cual justifica, por lo menos en el 
primer momento, nuestra sorpresa. 
 Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Es el deporte y el lujo específico del intelectual. Por 
eso su gesto gremial consiste en mirar al mundo con los ojos dilatados por la extrañeza. Todo en el mundo es 
extraño y es maravilloso para unas pupilas bien abiertas. Esto, maravillarse, es la delicia vedada al futbolista, y 
que, en cambio, lleva al intelectual por el mundo en perpetua embriaguez de visionario. Su atributo son los ojos 
en pasmo. Por eso los antiguos dieron a Minerva la lechuza, el pájaro con los ojos siempre deslumbrados. 
 La aglomeración, el lleno, no era antes frecuente. ¿Por qué lo es ahora? 
 Los componentes de esas muchedumbres no han surgido de la nada. Aproximadamente, el mismo 
número de personas existía hace quince años. Después de la guerra parecería natural que ese número fuese 
menor. Aquí topamos, sin embargo, con la primera nota importante. Los individuos que integran estas 
muchedumbres preexistían, pero no como muchedumbre. Repartidos por el mundo en pequeños grupos, o 
solitarios, llevaban una vida, por lo visto, divergente, disociada, distante. Cada cual -individuo o pequeno grupo- 
ocupaba un sitio, tal vez el suyo, en el campo, en la aldea, en la villa, en el barrio de la gran ciudad. 
 Ahora, de pronto, aparecen bajo la especie de aglomeración, y nuestros ojos ven dondequiera 
muchedumbres. ¿Dondequiera? No, no; precisamente en los lugares mejores, creación relativamente refinada de 
la cultura humana, reservados antes a grupos menores, en definitiva, a minorías. 
 La muchedumbre, de pronto, se ha hecho visible, se ha instalado en los lugares preferentes de la 
sociedad. Antes, si existía, pasaba inadvertida, ocupaba el fondo del escenario social; ahora se ha adelantado a 
las baterías, es ella el personaje principal. Ya no hay protagonistas: sólo hay 
coro. 
 El concepto de muchedumbre es cuantitativo y visual. Traduzcámoslo, sin alterarlo, a la terminología 
sociológica. Entonces hallamos la idea de masa social. La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos 
factores: minorías y masas. Las minorías son individuos o grupos de individuos especialmente cualificados. La 
masa es el conjunto de personas no especialmente cualificadas. No se entienda, pues, por masas, sólo ni 
principalmente «las masas obreras». Masa es el «hombre medio». De este modo se convierte lo que era 
meramente cantidad -la muchedumbre- en una determinación cualitativa: es la cualidad común, es lo mostrenco 
social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres, sino que repite en sí un tipo genérico. ¿Qué 
hemos ganado con esta conversión de la cantidad a la cualidad? Muy sencillo: por medio de ésta comprendemos 
la génesis de aquella. Es evidente, hasta perogrullesco, que la formación normal de una muchedumbre implica la 
José Ortega y Gasset La Rebelión de las Masas ¡Error! 
Argumento de modificador desconocido. 
coincidencia de deseos, de ideas, de modo de ser, en los individuos que la integran. Se dirá que es lo que 
acontece con todo grupo social, por selecto que pretenda ser. En efecto; pero hay una esencial diferencia. 
 En los grupos que se caracterizan por no ser muchedumbre y masa, la coincidencia efectiva de sus 
miembros consiste en algún deseo, idea o ideal, que por sí solo excluye el gran número. Para formar una 
minoría, sea la que fuere, es preciso que antes cada cual se separe de la muchedumbre por razones especiales, 
relativamente individuales. Su coincidencia con los otros que forman la minoría es, pues, secundaria, posterior, a 
haberse cada cual singularizado, y es, por lo tanto, en buena parte, una coincidencia en no coincidir. Hay cosas 
en que este carácter singularizador del grupo aparece a la intemperie: los grupos ingleses que se llaman a sí 
mismos «no conformistas», es decir, la agrupación de los que concuerdan sólo en su disconformidad respecto a 
la muchedumbre ìlimitada. Este ingrediente de juntarse los menos, precisamente para separarse de los más, va 
siempre involucrado en la formación de toda minoría. Hablando del reducido público que escuchaba a un 
músico refínado, dice graciosamente Mallarmé que aquel público subrayaba con la presencia de su escasez la 
ausencia multitudinaria. 
 En rigor, la masa puede definirse, como hecho psicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan 
los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel 
que no se valora a sí mismo -en bien o en mal- por razones especiales, sino que se siente «como todo el mundo» 
y, sin embargo, no se angustia, se siente a saber al sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde 
que al intentar valorarse por razones especiales -al preguntarse si tiene talento para esto o lo otro, si sobresale en 
algún orden-, advierte que no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal 
dotado; pero no se sentirá «masa». 
 Cuando se habla de «minorías selectas», la habitual bellaquería suele tergiversar el sentido de esta 
expresión, fingiendo ignorar que el hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el 
que se exige más que los demás, aunque no logre cumplir en su persona esas exigencias superiores. Y es 
indudable que la división más radical que cabe hacer de la humanidad es ésta, en dos clases de criaturas: las que 
se exigen mucho y acumulan sobre sí mismas dificultades y deberes, y las que no se exigen nada especial, sino 
que para ellas vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre sí mismas, boyas que 
van a la deriva. 
 Esto me recuerda que el budismo ortodoxo se compone de dos religiones distintas: una, más rigurosa y 
difícil; otra, más laxa y trivial: el Mahayana -«gran vehículo», o «gran carril»-, el Himayona -«pequeño 
vehículo», «camino menor»-. Lo decisivo es si ponemos nuestra vida a uno u otro vehículo, a un máximo de 
exigencias o a un mínimo. 
 La división de la sociedad en masas y minorías excelentes no es, por lo tanto, una división en clases 
sociales, sino en clases de hombres, y no puede coincidir con la jerarquización en clases superiores e inferiores. 
Claro está que en las superiores, cuando llegan a serlo, y mientras lo fueron de verdad, hay más verosimilitud de 
hallar hombres que adoptan el «gran vehículo», mientras las inferiores están normalmente constituidas por 
individuos sin calidad. Pero, en rigor, dentro de cada clase social hay masa y minoríaauténtica. Como veremos, 
es característico del tiempo el predominio, aun en los grupos cuya tradición era selectiva, de la masa y el vulgo. 
Así, en la vida intelectual, que por su misma esencia requiere y supone la calificación, se advierte el progresivo 
triunfo de los seudointelectuales incualifícados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo 
mismo en los grupos supervivientes de la «nobleza» masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy 
entre los obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos «masa», almas 
egregiamente disciplinadas. 
 Ahora bien: existen en la sociedad operaciones, actividades, funciones del más diverso orden, que son, 
por su misma naturaleza, especiales, y, consecuentemente, no pueden ser bien ejecutadas sin dotes también 
especiales. Por ejemplo: ciertos placeres de carácter artístico y lujoso o bien las funciones de gobierno y de 
juicio político sobre los asuntos públicos. Antes eran ejercidas estas actividades especiales por minorías 
calificadas -califícadas, por lo menos, en pretensión-. La masa no pretendía intervenir en ellas: se daba cuenta de 
que si quería intervenir tendría, congruentemente, que adquirir esas dotes especiales y dejar de ser masa. 
Conocía su papel en una saludable dinámica social. 
 Si ahora retrocedemos a los hechos enunciados al principio, nos aparecerán inequívocamente como 
nuncios de un cambio de actitud en la mesa. Todos ellos indican que ésta ha resuelto adelantarse al primer piano 
social y ocupar los locales y usar los utensilios y gozar de los placeres antes adscritos a los pocos. Es evidente 
que, por ejemplo, los locales no estaban premeditados para las muchedumbres, puesto que su dimensión es muy 
reducida, y el gentío rebosa constantemente de ellos, demostrando a los ojos y con lenguaje visible el hecho 
nuevo: la masa que, sin dejar de serlo, suplanta a las minorías. 
 Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen 
para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades 
propias de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una 
manera general del tiempo. Así -anticipando lo que luego veremos-, creo que las innovaciones políticas de los 
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Argumento de modificador desconocido. 
más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía 
templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el 
individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma 
jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos 
al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, 
imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese 
cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes 
acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, 
las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree 
la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras 
épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por 
eso hablo de hiperdemocracia. 
 Lo propio acaece en los demás órdenes, muy especialmente en el intelectual. Tal vez padezco un error; 
pero el escritor, al tomar la pluma para escribir sobre un tema que ha estudiado largamente, debe pensar que el 
lector medio, que nunca se ha ocupado del asunto, si le lee, no es con el fin de aprender algo de él, sino, al revés, 
para sentenciar sobre él cuando no coincide con las vulgaridades que este lector tiene en la cabeza. Si los 
individuos que integran la masa se creyesen especialmente dotados, tendríamos no más que un caso de error 
personal, pero no una subversión sociológica. Lo característico del momento es que el alma vulgar, 
sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone 
dondequiera. Como se dice en Norteamérica: ser diferente es indecente. La masa arrolla todo lo diferente, 
egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el 
mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese «todo el mundo» no es «todo el mundo». «Todo el 
mundo» era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora «todo el 
mundo» es sólo la masa. 
 
 
II 
 
LA SUBIDA DEL NIVEL HISTÓRICO 
 
 Éste es el hecho formidable de nuestro tiempo, descrito sin ocultar la brutalidad de su apariencia. Es, 
además, de una absoluta novedad en la historia de nuestra civilización. Jamás, en todo su desarrollo, ha 
acontecido nada parejo. Si hemos de hallar algo semejante, tendríamos que brincar fuera de nuestra historia y 
sumergirnos en un orbe, en un elemento vital, completamente distinto del nuestro; tendríamos que insinuarnos en 
el mundo antiguo y llegar a su hora de declinación. La historia del Imperio romano es también la historia de la 
subversión, del imperio de las masas, que absorben y anulan a las minorías dirigentes y se colocan en su lugar. 
Entonces se produce también el fenómeno de la aglomeración, del lleno. Por eso, como ha observado muy bien 
Spengler, hubo que construir, al modo que ahora, enormes edificios. La época de las masas es la época de lo 
colosal. 
 Vivimos bajo el brutal imperio de las masas. Perfectamente; ya hemos llamado dos veces «brutal» a 
este imperio, ya hemos pagado nuestro tributo al dios de los tópicos; ahora, con el billete en la mano, podemos 
alegremente ingresar en el tema, ver por dentro el espectáculo. ¿O se creía que iba a contentarme con esa 
descripción, tal vez exacta, pero externa, que es sólo la haz, la vertiente, bajo las cuales se presenta el hecho 
tremendo cuando se le mira desde el pasado? Si yo dejase aquí este asunto y estrangulase sin más mi presente 
ensayo, quedaría el lector pensando, muy justamente, que este fabuloso advenimiento de las masas a la 
superficie de la historia no me inspiraba otra cosa que algunas palabras displicentes, desdeñosas, un poco de 
abominación y otro poco de repugnancia; a mí, de quien es notorio que sustento una interpretación de la historia 
radicalmente aristocrática. Es radical, porque yo no he dicho nunca que la sociedad humana deba ser 
aristocrática, sino mucho más que eso. He dicho, y sigo creyendo, cada día con más enérgica convicción, que la 
sociedad humana es aristocrática siempre, quiera o no, por su esencia misma, hasta el punto de que es sociedad 
en la medida en que sea aristocrática, y deja de serlo en la medida en que se desaristocratice. Bien entendido que 
hablo de la sociedad y no del Estado. Nadie puede creer que frente a este fabuloso encrespamiento de la masa 
sea lo aristocrático contentarse con hacer un breve mohín amanerado, como un caballerito de Versalles. 
Versalles -se entiende ese Versalles de los mohínes- no es aristocracia, es todo lo contrario: es la muerte y la 
putrefacción de una magnífica aristocracia. Por eso, de verdaderamente aristocrático sólo quedaba en aquellos 
seres la gracia digna con que sabían recibir en su cuello la visita de la guillotina: la aceptaban como el tumor 
acepta el bisturí. No; a quien sienta la misión profunda de las aristocracias, el espectáculo de la masa le incita y 
enardece

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