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decir de uno de sus biógrafos, empezó por el éxtasis y las conversiones en masa y degeneró, como en tantos casos análogos, en desaforadas licencias...

decir de uno de sus biógrafos, empezó por el éxtasis y las conversiones en masa y degeneró, como en tantos casos análogos, en desaforadas licencias. William James lo cita a menudo en sus Variedades de la experiencia religiosa. Fue un predicador enérgico y eficaz, no exento de amenazas; el título del más famoso de sus sermones: Sinners in the Hands of an Angry God (Pecadores en manos de un Dios iracundo) nos indica su estilo. Citemos un párrafo ejemplar: «Ya está tendido el arco de la ira divina, la flecha está en la cuerda y la justicia la dirige hacia tu corazón y sólo la arbitraria decisión del Señor impide que la flecha se embriague con tu sangre». Metáforas como ésta han sugerido la sospecha de que Edwards fue fundamentalmente un poeta, frustrado por la teología. Dotado de singular precocidad, ingresó en Yale a los doce años y fue ordenado pastor a los catorce. Ejerció su ministerio hasta 1750; en esa fecha, los escándalos producidos por el Gran Despertar lo obligaron a abandonar su cargo. Durante un año, con el auxilio de su mujer y de sus hijas, fue misionero entre los indios. En 1757 fue nombrado presidente de Princeton; murió un año después. A la lectura prefería la escritura y a la escritura el pensamiento y a veces la serena contemplación y la fervorosa plegaria. En los libros no buscaba otra cosa que un estímulo para su propia actividad. Fuera de Locke, parece haber leído muy poco a sus contemporáneos. Supo de la doctrina platónica de los arquetipos eternos, pero nada de Berkeley, con el cual concuerda en la afirmación de que el universo material no es más que una idea en la mente divina, ni de Spinoza, que identificó, como él, a Dios y la Naturaleza. En uno de sus últimos tratados dice de Dios: «Es todo y está solo». La doctrina calvinista de que el Señor ha creado a una gran mayoría de los hombres para que sus almas ardan en el Infierno, y a unos pocos para la gloria, le pareció al principio terrible. Durante su juventud, tuvo una revelación. Sintió que esa doctrina es «placentera, clara y dulce». Asombrosamente halló en ella una atroz dulzura (an awful sweetness). En el relámpago y el trueno, que antes lo estremecían, reconoció, nos dice, la voz de Dios. Pensó, como Tertuliano, que uno de los goces de los bienaventurados sería el espectáculo del eterno tormento de los réprobos. Rechazado el libre albedrío, extendió a Dios el concepto de necesidad; escribió que los actos de Jesucristo eran necesariamente santos, aunque no menos adorables. Edwards perteneció a la clase que en Boston apodaban Bracmanes (Brahmins) aludiendo a la casta letrada y sacerdotal de la India. El primer poeta americano de algún renombre, PHILIP FRENEAU (1752-1832), era de linaje hugonote. Su abuelo, un comerciante francés, emigró a Nueva York en 1707. Los primeros escritos de Freneau fueron, como los últimos, de carácter satírico, pero aspiró también a la épica. Sus obras completas incluyen una precoz epopeya del profeta Jonás. Nació en Nueva York. Fue periodista, granjero y marino, «urgido siempre por la bruja de la Penuria». Navegó por los mares tropicales; conoció directamente el mar, como Melville. Durante la Guerra de la Independencia, la nave comandada por él fue capturada por una fragata británica y el poeta conoció los largos rigores de un pontón en el puerto de Nueva York. Adversario de Washington, fue partidario de Jefferson. Su complicada actividad política no nos incumbe aquí. Más importante es su obra lírica. En el más conocido de sus poemas, «The Indian Burying Ground» (El cementerio indio), observa que instintivamente concebimos la muerte como el sueño, ya que enterramos acostados a nuestros muertos, en tanto que los indios la conciben como una continuación de la vida real, ya que los entierran sentados y provistos de arcos y flechas, para que en el otro mundo prosigan el ejercicio de la caza. Encontramos ahí el famoso verso The hunter and the deer, a shade (El cazador y el ciervo, una sombra), que recuerda un hexámetro del undécimo libro de la Odisea. Aún más curiosa es la poesía que se titula «The Indian Student». Refiere el caso de un joven indio que vende todos sus bienes para instruirse en el misterioso saber de los hombres blancos. Al cabo de una dura peregrinación, llega a la universidad más cercana. Se dedica al estudio del inglés y, después, del latín; los profesores de la casa le auguran un porvenir brillante. Algunos mantienen que será un teólogo; otros, un matemático. Gradualmente el indio, cuyo nombre no nos es revelado, se aparta de sus compañeros y sale a caminar por los bosques. Una ardilla, dice el poeta, lo distrae de una oda de Horacio. La astronomía lo inquieta; las ideas de la redondez de la tierra y de la infinitud del espacio lo llenan de terror y de incertidumbre. Una mañana, se va silenciosamente, como ha venido, y vuelve a su tribu y sus selvas. El poema es a la vez un cuento. Freneau lo refiere tan bien, que nadie pondría en duda que los hechos ocurrieron así. El estilo, a veces alegórico, de Freneau, corresponde a la poesía inglesa de la época, pero su sensibilidad ya es romántica. Franklin, Cooper y los historiadores Una historia de las letras americanas no puede prescindir de BENJAMÍN FRANKLIN (1706-90). Sus intereses fueron múltiples; la tipografía, el periodismo, la agricultura, la higiene, la navegación, la diplomacia, la política, la pedagogía, la ética, la música y la religión atarearon su enérgica inteligencia. Fundó el primer periódico y la primera revista de América. Ni una sola de los miles de páginas que redactó fue para él un fin sino un medio. Los diez volúmenes de su obra son circunstanciales; escribió siempre para lograr un efecto inmediato, ajeno a la pura literatura. Esta índole práctica de su labor nos recuerda a Sarmiento, que tanto lo veneró, pero en la lúcida obra de Franklin no resplandece la pasión que ilumina el Facundo. En su Autobiografía están las etapas de tan versátil y admirable destino. Nació en Boston, hijo de padres humildes; fue un autodidacto. Así, para aprender el arte de la prosa, releía, olvidaba y reconstruía los ensayos de Addison. Un encargo oficial de adquirir materiales de imprenta lo llevó a Londres en 1724. A los veintidós años fundó una religión, que no ha prosperado, cuyo mandamiento esencial era hacer el bien. Proyectó asimismo una policía urbana, un sistema de alumbrado público y planes de pavimentación de las calles. Creó también la primera biblioteca circulante. Se lo ha llamado, no sin algún desdén, el profeta del sentido común. Al comienzo se opuso a la desunión de Inglaterra y sus colonias; luego fue un fervoroso partidario de la independencia de América. En 1778, el gobierno republicano lo nombró ministro plenipotenciario en París. Francia vio en él un alto ejemplar del Homme de la nature; Voltaire lo abrazó públicamente. Le agradaban, como a Poe, las mistificaciones. En 1773 el gobierno británico quiso obligar a sus colonias a pagar un impuesto; Franklin publicó en un diario de Londres un edicto apócrifo del rey de Prusia, que exigía de Inglaterra un impuesto idéntico, ya que esta isla había sido colonizada en el siglo V por tribus procedentes de Alemania. Una de sus máximas era: No dejes nunca para mañana lo que puedes hacer hoy. Mark Twain la enmendaría de este modo: No dejes nunca para mañana lo que puedes hacer pasado mañana. Es sabido que inventó el pararrayos; esta proeza le valió el famoso elogio de Turgot: Arrebató a los cielos el rayo, el cetro a los tiranos. Franklin fue el primer escritor americano que logró una fama europea, si bien más como filósofo, en el sentido que daba a esta palabra el siglo XVIII, que como literato; el segundo fue el novelista FENIMORE COOPER (1789-1851). Sus libros, que hoy sólo cuentan con un decreciente público juvenil, fueron vertidos a casi todos los idiomas de Europa y a algunos de Asia. Balzac lo admiró, Victor Hugo lo juzgó superior a Scott; otros se limitaron a darle el título de Scott americano. Nació en Burlington, New Jersey. Sus primeros años transcurrieron en una gran

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