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En estos casos —y en muchísimos más— se puede discutir hasta el infinito cuál es el elemento decisivo; lo que no debe hacerse, a mi juicio, es oscu...

En estos casos —y en muchísimos más— se puede discutir hasta el infinito cuál es el elemento decisivo; lo que no debe hacerse, a mi juicio, es oscurecer la cuestión, mezclando los criterios, o no dando cuenta clara de cuál de ellos se está siguiendo. Lo malo, por supuesto, es que ninguno de estos tres criterios es perfecto. En la práctica, son insuficientes y se interfieren. Ante todo, parece que la lengua es más decisiva que la frontera geográfica en el terreno literario, pero esto plantea infinidad de problemas: los checos escriben en alemán; los suizos, en varios idiomas; los canadienses, en francés e inglés. Etcétera. Por otro lado, históricamente hablando, ¿dónde situar el punto exacto en que nace una literatura? ¿Cómo establecer una diferencia clara entre los antecedentes, las fuentes y el momento del origen? Como subrayaron los románticos, la literatura es, también, la expresión de un pueblo, de una sociedad, del modo de ser, a lo largo de los siglos, de una comunidad nacional. Según eso, el criterio que atiende a las naciones parecería bastante lógico. Pero el nacionalismo también conduce a graves exageraciones (en ese caso, mucho menos graves que las que hemos visto en la política contemporánea, por supuesto, pero no menos ridículas, a veces). Burlándose de los excesivos nacionalismos literarios, Guillermo de Torre recopiló una serie de casos realmente llamativos. Recordemos solamente algunos: el español Santayana, al que algunos consideraban expresión del espíritu abulense, con Santa Teresa, escribe en inglés. Julien Green, en francés, a pesar de sus raíces americanas. El ginebrino Rousseau es un clásico de la literatura francesa. La fórmula más emotiva del patriotismo suizo la ha dado, quizá, el alemán Schiller. Uno de los primeros románticos alemanes, Chamisso, es de origen francés. Varias de las figuras máximas de la literatura alemana contemporánea nacieron en Checoslovaquia (Rainer María Rilke, Franz Kafka, Franz Werfel) o en Austria (Robert Musil). La novela realista española la vuelve a iniciar una dama de origen alemán que quizá tenía ciertas dificultades al escribir en castellano: Cecilia Bóhl de Faber. Algunos de los más hermosos poemas españoles de tono popular y una de las mejores obras de nuestro teatro renacentista (Don Duardos) se deben al portugués Gil Vicente. A un nivel más culto, enriquecen nuestra literatura los también portugueses Camoens y Montemayor. Uno de los mayores escritores argentinos es el francés Paul Groussac; su primer novelista, el inglés Guillermo Enrique Hudson, que ponía su nombre en las cubiertas de sus libros como William Henry Hudson; el primer cuentista argentino, el uruguayo Horacio Quiroga. Grandes poetas franceses son Jules Supervielle, Lautréamont y Laforgue, nacidos junto al Plata. Uno de los primeros parnasianos franceses es el cubano José María de Heredia. También son maestros de la poesía francesa el griego Moréas, el rumano Tzara, el lituano Milosz. En el lenguaje universal de las artes plásticas, los franceses han mostrado su talento asimilador. Recordemos que la llamada «escuela de París» es, en gran medida, obra de extranjeros: los españoles Picasso, Miró, Dalí, Juan Gris, María Blanchard; el ruso Chagall; el italiano Modigliani, etc. No pretendía, con esta serie de nombres y países, caer en el vértigo relativista. Simplemente, he mostrado con algunos ejemplos (que se podrían multiplicar con facilidad) la complejidad de este tipo de problemas, que no se pueden zanjar alegremente. Sí me parece importante subrayar los riesgos del nacionalismo ingenuo, aunque eso pueda llevarnos a un relativismo escéptico. En todo caso, si la cuestión teórica no se puede resolver a la perfección, habrá que recurrir al criterio de lo menos malo, en cada ocasión; y, por supuesto, jugar limpio, mostrando las ventajas e inconvenientes de aplicar cada uno de los criterios a cada caso concreto. En nuestro país, además, habrá que tener en cuenta la existencia de tres realidades que no simplifican el problema teórico pero —y eso es mucho más importante— enriquecen nuestra cultura: 1) La literatura escrita en latín, árabe y hebreo por autores que nacieron y desarrollaron su actividad literaria en lo que hoy llamamos España. 2) Las literaturas catalana, gallega y vasca. 3) La literatura de todos los países hispanoamericanos, que es castellana o española en cuanto a la lengua. Además, juegan aquí múltiples factores (influencias iguales y recíprocas, paralelismo en la evolución de los estilos) para anudar más fuertemente la unidad de estas literaturas, surgidas de una auténtica comunidad cultural y lingüística. El cuidado por no caer en presuntos imperialismos, ni en teorías de juegos florales, no puede hacernos olvidar estos hechos. Volvamos a recordar un ejemplo justamente clásico: el Programa de literatura española de Menéndez Pelayo. En él afirma que considera un «error funesto» limitar la literatura española a la castellana. Quiere distinguir la nacionalidad política de la literaria: «literatura inglesa es la de los norteamericanos. Literatura española, la de Méjico y la de las Repúblicas del Sur». Niega también un estricto criterio lingüístico: «españoles fueron en la Edad Media los tres romances peninsulares» (no considera, en cambio, el euskera, lengua no románica). A la vez, atiende al criterio histórico; justificándolo con su peculiar retórica: «Dios ha querido también que un misterioso sincronismo presida el desarrollo de las letras peninsulares». Siguiendo a Amador de los Ríos, incluye la literatura hispano— latina (tanto la hispanoromana como la de los humanistas) y las tres vulgares, en toda su extensión y desarrollo. Duda, en cambio, si incluir a los escritores judíos y musulmanes, y las notables diferencias de religión, raza y lengua le llevan a una solución ecléctica (a la vez que subraya mucho el semitismo de don Sem Tob, por ejemplo). En el caso de las literaturas peninsulares no castellanas, hay que proclamar que las tres están hoy vivas y en fase de crecimiento. Además, cabría decir que la vasca pone las bases para su madurez, mientras que la catalana y gallega atraviesan por una verdadera edad de oro, tanto por el número de libros editados como por su calidad y la importancia de sus principales figuras literarias. No cabe olvidar la importancia de la industria editorial catalana ni el hecho de que, este mismo año, una colección de clásicos catalanes haya alcanzado por primera vez unas tiradas notables (unos diez mil suscriptores) para todos sus volúmenes. Por su menor desarrollo económico, el caso de la literatura gallega es menos conocido, pero no menos importante. Recordemos que últimamente se ha traducido al gallego, entre otros, a Platón, Shakespeare, Joyce, Eliot... A la vez, los movimientos literarios se producen sin desfase cronológico en la literatura gallega (por ejemplo, la huella de las técnicas objetivistas del nouveau roman francés) y surgen continuamente nuevos escritores en gallego: se puede afirmar plenamente, así pues, que la literatura gallega está tan viva como la catalana, aunque las dos sigan teniendo que enfrentarse a difíciles problemas de normalización cultural. Todos conocen hoy, sin duda, la vitalidad impresionante de la literatura hispanoamericana actual, sobre todo después de la concesión del Premio Nobel a Pablo Neruda y Miguel Ángel Asturias, así como del enorme éxito mundial del llamado «boom» de la nueva novela hispanoamericana. Hoy en día, la literatura hispanoamericana es una de las que más atraen el interés y la curiosidad universales, se estudia en todas las universidades y es alabada por los críticos más exigentes. Obras como La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa; Rayuela de Julio Cortázar; Pedro Páramo, de Juan Rulfo, o Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, han triunfado en todos los idiomas. A cambio de todo esto, la situación se complica, por lo que se refiere a los límites entre las diversas literaturas (o

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Introduccion_a_la_literatura_Andres_Amor
140 pag.

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